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Bares vacíos

‘El largo adiós’ y ‘El halcón maltés’

Me gustan los bares cuando los camareros acaban de abrirlos y aún no se han llenado
de borrachos que gritan y no paran de ir al baño. Entré en uno al azar. Miré a través de
la cristalera y deduje que el barman se aburría como una ostra. Necesitaba un trago y
me refugié dentro, en una esquina de la barra. Olía a lejía en todo el local. Casi podía
almorzarse con la peste. El camarero estaba solo, como en esos entierros a los que no
acude nadie, salvo el muerto. Miraba el periódico sin atreverse a abrirlo, tal vez por
miedo a que hablase de él. No me pasó desapercibido su rostro. Disimulaba mal su
pasa-do. Había visto muchos como el suyo, y sabía cuándo estaba delante de una nariz
que habían roto varias veces. Me preparó un gimlet horrible que no servía ni para
limpiar lápidas. Lo bebí de un trago y pedí otro. Nunca he sido muy exigente con las
bebidas y, en el fondo, soy un sentimental.

Encendí un cigarrillo. Lo fumé hasta la mitad y lo apagué. Fue una estupidez por mi
parte; encendí otro. No era el mejor día para recortar en tabaco. Necesitaba poner en
orden mis ideas. Me sentía muy contrariado. Hasta hacía unas horas tenía entre manos
un trabajo fácil y bien pagado por el que no parecía que me fuesen a pegar un tiro. Pero
las circunstancias habían cambiado. De pronto, estaba rodeado de mujeres bellísimas y
de dos cadáveres.

El viejo general Guy Sternwood me iba a pagar decentemente por ayudarle a que un tal
Gwynn Geiger, al que se suponía que una de las hijas del anciano debía mil dólares en
deudas de juego, dejase de chantajearlo con molestas notas por debajo de la puerta.
Pero antes de cruzarme con Geiger, y negociar alguna clase de acuerdo, alguien lo
había asesinado casi delante de mis narices la tarde anterior, mientras lo vigilaba. Y
eso no era lo peor. Al lado de su cadáver, en el salón de su casa, me había encontrado a
una de las hijas de Sternwood, viva, completamente desnuda y drogada. Era un
contratiempo, al que en unas horas se sumaría el asesinato del chófer del general.

Pedí un tercer gimlet. Ya no me pareció tan malo. Supuse que el siguiente sería


probablemente el mejor gimlet de mi vida. “No está teniendo un buen día, señor”,
señaló el camarero mientras posaba el vaso con una delicadeza inusual. Aparentaba
saber de lo que hablaba. “Puede empeorar”, añadí.
Tenía entre manos un trabajo fácil y bien pagado por el que no parecía que me
fuesen a pegar un tiro. Pero, de pronto, estaba rodeado de mujeres bellísimas y de
dos cadáveres

Una pareja empujó la puerta del bar y se dirigió a una mesa del fondo. El barman se
dio la vuelta, se ajustó la corbata ante el espejo y salió a atenderlos. Encendí otro
cigarro y saqué la libreta que me había llevado de la casa de Geiger, aprovechando que
a él ya no le importaba. Contenía una lista de cuatrocientos nombres y direcciones. Tal
vez entre ellos estuviese el asesino.

Ya iba a pagar e irme cuando entró un tipo de cara huesuda por la puerta. Tardé una
eternidad en reconocerlo. Antes se acercó a la barra y saludó al barman por su nombre.
Este le preguntó qué quería beber. “Lo que haya”, propuso, y abandonó su sombrero en
la barra. Luego sacó de la chaqueta una bolsita con tabaco de liar.

“Bacardi estará bien”, señalé desde la otra esquina. Se volvieron hacia mí. “Vaya, vaya,
vaya. Así que Marlowe también ha caído hasta este agujero”. Esperó a tener su vaso
lleno y vino a mi encuentro. Hacía al menos dos años que no coincidíamos. “Tienes
cara de haber recibido una paliza”, observé. “Mejor todavía: acaban de matar a mi
socio”, dijo. “¿Miles Archer seguía siendo tu socio?”. “Ya no”. “¿Alguna pista?”. “La
policía cree que he sido yo”. “Te queda el consuelo de su viuda. Tal vez ahora puedas
casarte con ella”. “Ella también cree que yo lo maté”. “Entonces aférrate a tu secretaria;
siempre estará oscuramente enamorada de su jefe”, dije para animarlo. No añadió
nada, pero hizo desaparecer el Bacardi de un trago y pidió otro y después uno más, casi
sin poder evitarlo. Supuse que estaba envuelto en algo sucio de verdad. En nuestra
profesión solo se bebe o porque apetece o porque es necesario. Yo pedí el
cuarto gimlet antes de despedirme de Spade y salir a averiguar en qué clase de lío me
había metido.

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