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LA NATURALEZA DEL COSMOS

Prof. Dr. Jaime Maria de Mahieu

LA NATURALEZA DEL COSMOS

Prof. Dr. Jaime Maria de Mahieu

INDICE

Capítulo Primero

La Materia:

1 - La experiencia fundamental 29
2 - La percepción de la materia 31
3 - Niveles de observación 33
4 - Composición de la materia: moléculas y átomos 36
5 - Composición de la materia: las radiaciones 39
6 - Organización de la materia 42
7 - El átomo, energía condensada 44
8 - La inercia de la energía 46
9 - Unidad de la energía 48
10 - La conservación de la energía 51
11 - La degradación de la energía 53
12 - La conservación exógena del desequilibrio energético 66
13 - Naturaleza de la energía 59

La Vida: Capítulo Segundo

14 - Materia inorgánica y materia viva 65


15 - El organismo: su estructura 68
16 - El organismo: su dinámica 71
17 - El organismo: su organización funcional 74
18 - El instinto orgánico 77
19 - Unidad y complejidad del organismo 79
20 - La evolución del organismo 82
21 - La intención directriz organísmica 85
22 - la duración organísmica 88
23 - Memoria y previsión organísmicas 91
24 - Finalidad y contingencia de la materia viva 94
25 - La energía orgánica ····················· 97
26 - Naturaleza de la vida 99

El Espíritu: Capítulo Tercero

27 - Los fenómenos psíquicos l05


28 - La inteligencia racional 108
29 - Razonamiento e imaginación 111
30 - Relaciones matemáticas y relaciones funcionales .. 114
31 - Inteligencia y materia , 117
32 - La inteligencia intuitiva .. : 120
33 - Razón e intuición 123
34 - Instinto rnnémico e instinto orgánico 126
35 - Finalidad del instinto 129
36 - La inteligencia instintiva 131
37 - La inteligencia de los sentidos 134
38 - Conciencia y acción 137
39 - Conciencia y juicio 140
40 - La toma de conciencia del cuerpo 142
41 - La exteriorización de las actividades psíquicas 145
42 - Naturaleza del espíritu 148

La Evolución: Capítulo Cuarto

43 - La evolución de la materia inorgánica 153


44 - El surgimiento de la vida 155
45 - La ontogénesis 158
46 - Reproducción y multiplicación 161
47 - La herencia 163
48 - La trasmisión de los caracteres adquiridos 166
49 - La generación interespecífica 169
50 - La evolución de las especies 172
51 - Función y órgano 175
52 - La morfogénesis evolutiva 178
53 - La selección natural 181
54 - Mutación e hibridación 184
55 - El desarrollo del espíritu 187
56 - La transformación de la naturaleza 190

La Inteligencia Organizadora: Capitulo Quinto

57 - Los datos del problema 195


58 - Dinamismos y asociaciones 198
59 - Potencialidades y juicio 201
60 - El proceso organizador 204
61 - Mecanicismo y fmalismo 207
62 - La libertad de elección 210
63 - La hipótesis de la energía intelectual 213
64 - El plan ordenador 216
65 - La memoria 220
66 - Desarrollo auto creador del plan 223
67 - El "nous" 226
68 - Anatomía del universo 231
69 - El espacio 235
70 - La curvatura del universo 239
71 - Dinámica del universo 243
72 - El tiempo 246
73 - Tiempo y espacio 251
74 - La morfogénesis cósmica 254
75 - La expansión del universo 257
76 - La reconcentración del universo 260
77 - La pulsación cósmica 263

I – LA MATERIA

1.- La experiencia fundamental.

Salgo de un profundo sueño. Todavía no estoy despierto. Los


procesos imaginales de mi fantasía subconsciente ya se han
desvanecido. Mi memoria está ausente. No razono ni me acuerdo de
que tengo el poder de hacerlo. Sin embargo, ya no duermo. No sé
todavía que he salido del estado de inconsciencia, pero ya siento mi
vida fluir, imprecisa e indiferenciada. Siento mi cuerpo tendido, sin
órganos ni contornos, pero presente. Siento deslizarse el tiempo en
mi despertar. Estoy en el umbral de la conciencia de mi ser, en el
seno de la experiencia fundamental que va a permitir a mi
inteligencia reflexiva afirmar que existo, que duro y que tengo
conciencia de existir y de durar. A medido que voy despertándome,
el sentimiento confuso de mi existencia pura se esfuma y
desaparece con el aflujo de sensaciones diferenciadas más precisas.
Siento el calor de mi cuerpo, el latido de mi corazón, el ritmo de mi
respiración, y el movimiento de mis músculos. Pero mis sentidos van
más allá de mi propio ser. Mi piel aprehende el frio o el calor del aire
ambiente y la rugosidad de la sábana sobre la cual descansa. Mis
ojos aprehenden la luz del día. Estas sensaciones bastan para qfue
pueda afirmar la existencia de “algo distinto de mí. No me permiten,
por sí solas, definir este “mundo exterior”: cuando, apenas
despierto, abro los ojos, mi impresión primera es la de lo
incoherente, de lo extraño y de lo desconocido. Hay, alrededor de
mí, algo distinto y diferente de mí. Pero no sé aún qué es. Poco a
poco, sin embargo, los objetos se precisan y distingo un cuadro
familiar: mi memoria ha empezado a actuar. Mi pensamiento
racional se despierta al mismo tiempo: memoria y pensamiento sin
los cuales no habría experiencia sino sólo yuxtaposición de
fenómenos temporales sin relaciones entre sí y desprovistos para mí
de todo significado. Esta experiencia fundamental, tan personal que
hemos debido, para que conservara su pleno sentido, relatarla en la
primera persona del singular, nos abre dos caminos. El primero, que
seguimos en una obra anterior (1), nos lleva al conocimiento de
nuestra propia naturaleza. El segundo, en el que entraremos ahora,
nos va a permitir analizar y definir lo que aprehendemos como
extraño a nosotros mismos: el ya mencionado mundo exterior en
que tendremos que reintroducirnos para abarcar el cosmos todo.
Pues somos parte del universo (2). Nos diferenciamos en él y no de
él y lo que llamamos “el mundo” oponiéndolo a nosotros sólo es, en
realidad, lo que queda del mundo después que arbitrariamente nos
hayamos excluido de él.

2.- La percepción de la materia.

Nuestros órganos sensorios, actúen conjunta o separadamente,


nos dan del mundo, incluido nuestro propio cuerpo, cierto
conocimiento. Sabemos por experiencia que no aprehenden todo lo
real; las ideas, por ejemplo, permanecen fuera de su alcance. Se
limitan a ponernos en contacto, dentro de determinados límites, con
una fracción del mundo exterior y de nuestro propio cuerpo. Por
ellos captamos ciertas características de lo que nos aporta algo –luz,
calor, olores, sabor o sonidos-, de lo que nos quita algo nuestro –
calor o energía- y de lo que ofrece resistencia a nuestros músculos.
Llamamos materia a todo lo que causa estas sensaciones y, por una
extrapolación que siempre vienen a justificar las eventuales
experiencias, a todo lo que provocaría sensaciones si entrara en
contacto con nuestros órganos especializados. Se trata, pues, de un
concepto inducido a partir de una multiplicidad de fenómenos
subjetivos, gracias a los cuales la sensación, enriquecida por la
razón y la memoria, se convierte en percepción. Dichos fenómenos
constituyen lo que llamamos objetos o cosas: complejos constantes
de sensaciones cuyas causas siempre se presentan juntas y fueron
objeto de procesos inductivos previos. Dicho con otras palabras, el
concepto de materia surge de constantes comprobadas en todas las
cosas que, por inducción, diferenciamos en el conjunto de nuestra
captación sensorial. Decimos, pues, que son materiales todos los
objetos que percibimos, o sea que reconocemos, merced al
correspondiente concepto, en el conjunto de sensaciones producidas
por la fracción del mundo que está en contacto con nosotros, y
también todo lo que, sin influir en nuestros sentidos, responde a
conceptos de objetos. Esto no significa, sin embargo, que nuestra
tarea de conceptualización se limite a definir cosas por un lado y
materia por otro. Pues las sensaciones que proceden del mundo
material no se diferencian solamente por los objetos que la mente
distingue gracias a ellas. Una mesa es un objeto y, como tal, es
materia. Más exactamente, llamamos mesa a un determinado
conjunto de sensaciones porque reconocemos en él constantes
conceptuales previamente inducidas, y decimos que es materia por
el solo hecho de provocar sensaciones, sean lo que fueren. Sin
embargo, dichas sensaciones pueden llevarnos a precisar que la
mesa en cuestión es de madera o de mármol. Las relaciones
constitutivas del objeto considerado son, en ambos casos, las que
corresponden al concepto preestablecido. Pero las sensaciones
provocadas por la mesa que bastan para que hablemos de materia,
pueden variar en función de un factor que el lenguaje común llama
“material” y hasta “materia” a secas y que más correctamente se
define como substancia. A pesar de la mayor parte de los científicos
de hoy, la noción de substancia está lejos, por lo tanto, de haber
perdido todo sentido. Se trata de una categoría conceptual,
intermedia entre objeto y materia, que responde a los distintos
agrupamientos constantes de sensaciones que no hacen a la
naturaleza del objeto y que sin embargo, diferencian objetos a los
cuales se aplica un mismo concepto, a la vez que unen objetos de
definición distinta. Por su substancia, la mesa de madera es
diferente de una mesa de mármol e idéntica al tronco de árbol
muerto.

3.- Niveles de observación.

El concepto operativo de la materia a que hemos llegado no


expresa, ni mucho menos, toda la realidad de la que procede. Lo
que nuestros sentidos aprehenden, en efecto, no es la cosa sino la
imagen de la cosa, su copia parcial limitada por la especialización y
alcance de nuestros órganos. Esta imagen no es una ficción
biopsíquica, puesto que nos permite conocer en cierta medida el
objeto y actuar eficazmente sobre él. Pero no es ni dicho objeto ni
su proyección objetiva en nuestra mente sino el producto de una
relación que se establece, mediante un contacto cualquiera dentro
del abanico de nuestras posibilidades sensoriales, entre la cosa y
nosotros. Ahora bien: nuestros órganos responden, precisamente, a
una necesidad funcional limitativa. Nos dan de la materia el
conocimiento sin el cual no podríamos adaptarnos al mundo exterior
ni adaptárnoslo, y solamente este conocimiento. De ahí que la
percepción de base sensorial varíe con el individuo, en función de su
nivel y de su estado biopsíquicos. De ahí también que se produzcan
variaciones perceptivas comunes a todos los individuos que
pertenecen a determinada raza, determinado estrato cultural y
hasta determinada profesión. Los demás animales también perciben
la materia, y como sabemos que las imágenes que elaboran son
diferentes de las nuestras, en mayor o menor medida según los
géneros y especies, aunque desconocemos en gran parte la
naturaleza y grado de las variaciones observadas. Genérica,
específica, racial, estamental o individual, esta diferenciación
significa meramente que los órganos sensorios de los seres vivientes
se ubican en determinado nivel de observación. Si nuestros ojos
captaran los rayos infrarrojos, la forma y el tamaño de los objetos
variarían, para nosotros, en función de la temperatura. Si
funcionaran al modo de un radar, aprehenderíamos los volúmenes
de las cosas sólidas y líquidas pero no su luminosidad, ni, por lo
tanto, su color. Si emitiéramos y recibiéramos rayos X, algunas
substancias normalmente opacas se volverían trasparentes y
nuestra imagen de un ser humano comprendería su esqueleto. Sin ir
tan lejos, todos sabemos que un hombre de un metro cincuenta de
estatura es un gigante para un niño de dos años y se convierte en
un enano cuando este mismo niño, quince años después, llega a
medir un metro ochenta. Las limitaciones de nuestra sensación y la
relatividad de nuestra percepción constituyen, por lo tanto,
situaciones de hecho experimentalmente comprobadas. Sin
embargo, el hombre ha logrado, en parte, vencer el subjetivismo de
su aprehensión natural de la materia. Ha inventado instrumentos
que le permiten ampliar el alcance de sus órganos sensorios y
ubicarse en niveles de observación distintos del que le corresponde.
Fotografía los rayos infrarrojos emitidos por los objetos. Penetra en
algunos cuerpos opacos con aparatos de rayos X. Fija en placas
sensibles corpúsculos materiales de distinto origen, cuya existencia
ni se conocía anteriormente. Disocia, en aceleradores de partículas,
el mismo átomo, reputado indivisible. Así, para el hombre culto de
hoy, una estatua es a la vez una obra de arte con su
correspondiente grado de belleza, un pedazo de piedra con su
masa, sus dimensiones, su dureza, su color, etc. y un espacio vacío
en el cual se mueven cargas eléctricas diferenciadas. Es siempre el
mismo objeto –la misma materia-, pero considerado en tres niveles
de observación distintos. El conocimiento del científico no es más
válido que el del hombre común o el del artista. Simplemente es
más objetivo, más exacto y más pormenorizado. Nos proporciona
datos básicos que se nos escapaban en los niveles en que actuamos
espontáneamente. Sin él, nos quedaríamos en el mundo subjetivo
de la sensación y de la valorización. Gracias a él, podemos intentar
nuestra búsqueda de la naturaleza del cosmos.

4.- Composición de la materia: moléculas y átomos.

Lo que distingue, frente a la materia, el científico del hombre


común es que el primero no se da por satisfecho con la simple
aceptación pasiva de sus sensaciones. Procura definir las causas de
las imágenes que su mente percibe a través de sus órganos
especializados. Mide el objeto y, de este modo, lo aprehende en sus
dimensiones, independientemente de las variaciones perceptivas
individuales. Luego, por la experimentación y el razonamiento, con
ayuda de instrumentos que inventa, analiza su composición.
Comprueba así que lo puede dividir sin modificar su substancia,
aunque sí su forma y su volumen. Tal proceso, sin embargo, tiene
un término. El analista llega a corpúsculos cuyo tamaño ya no se
puede reducir sin que cambien algunos de sus efectos
fundamentales y, por lo tanto, su naturaleza: son las moléculas,
espaciadas y muy movedizas en los gases, juntas y menos
movedizas en los líquidos, juntas y poco movedizas –y hasta
inmóviles- en los sólidos. Irreductibles como substancia, estos
corpúsculos no lo son en cuanto a materia. Se los puede dividir en
dos o más componentes más pequeños, los átomos, ya sean
idénticos, y tenemos entonces los cuerpos simples o elementos, ya
de características diferentes como sucede en las demás substancias.
Así la molécula de hidrógeno está constituida por dos átomos de
hidrógeno, mientras que la molécula de agua se compone de dos
átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Durante milenios, filósofos
y científicos consideraron el átomo como el elemento constitutivo
primario de la materia: un corpúsculo indivisible y homogéneo.
Sabemos, hoy, que se trata, por el contrario, de un sistema
estabilizado de partículas, cuyo análisis está lejos de haber llegado a
datos completos ni definitivos. En el estado actual de nuestro
conocimiento, podemos representar el átomo como un sistema solar
en miniatura: en el centro, un núcleo compacto, alrededor del cual
gravitan, habitualmente a distancias considerables, en una o más
órbitas circulares o elípticas, uno o más electrones que, al mismo
tiempo, giran sobre su eje. El núcleo, a su vez, está formado por
protones y neutrones, de número variable, ligados entre sí por un
intercambio de mesones: tres tipos de partículas cuyo conjunto
estable tiene carga eléctrica positiva, que el o los electrones
equilibran con su carga negativa. Sólo constituyen excepciones, en
cuanto a su composición, el átomo de hidrógeno, cuyo núcleo se
reduce a un protón y, verosímilmente en cuanto a los factores de su
equilibrio interno, los átomos del núcleo negativo y electrones
positivos que existirían fuera de nuestro planeta, elementos básicos
de lo que los físicos llaman “antimateria”, impropiamente, puesto
que sólo se trataría de una materia diferente, en uno de sus
aspectos, de la que conocemos. De cualquier modo, el átomo tiene
una estructura interna cuyo mantenimiento asegura la permanencia
y la existencia misma del corpúsculo substancial. Es por el
movimiento interno de los electrones de sus átomos constitutivos
que éste, al mismo tiempo que vibra según cierto ritmo, adquiere y
conserva su cohesión. Lo cual explica por qué la molécula tiene una
arquitectura fija y compleja. La de hidrógeno toma la forma de una
haltera, con los dos protones como pesas; la de agua, la forma de
un acento circunflejo, con el átomo de oxígeno en su ápice y los
protones, que constituyen los núcleos de hidrógeno, en sus brazos
abiertos a 105º. Este ordenamiento intramolecular determina las
características físicas de las distintas substancias. Así el carbono es
diamante o es grafito, sin que cambien sus componentes, según sea
la posición que adopten sus átomos, de la cual dependen ataduras
electrónicas de mayor o menor solidez y de orientación distinta. En
algunos casos –el de los cristales- la incidencia del ordenamiento
geométrico se manifiesta de modo directo más allá de la estructura
molecular y llega a ser perceptible en el nivel sensorial de
observación.

5.- Composición de la materia: las radiaciones.

No toda la materia se nos presenta en forma de moléculas y


átomos. Nuestro cuerpo aprehende radiaciones luminosas,
caloríficas y, a través de ciertos fenómenos naturales, eléctricas.
Instrumentos adecuados nos permiten captar otras radiaciones,
unas naturales, como las que proceden de los cuerpos
espontáneamente radioactivos y los rayos cósmicos, otras
artificiales, como las ondas hertzianas y la corriente eléctrica.
Nuestros científicos consiguen extraer del átomo electrones y
partículas nucleares que actúan entonces como los rayos. Hasta nos
demuestran que, dentro del átomo, el electrón ya tiene esta
característica y gira alrededor del núcleo con ritmo ondulatorio. No
hay duda de que todas estas radiaciones son materiales. Algunas
impresionan directamente nuestros órganos sensorios. Otras
provocan reacciones químicas y hasta intraatómicas científicamente
observables. Sin embargo, no tienen estructuras moleculares ni
atómicas. Tampoco son continuas, como se creyó hasta hace poco.
Se manifiestan en un doble aspecto corpuscular y ondulatorio. Un
rayo de luz, por ejemplo, puede definirse como una sucesión de
“granos” –o fotones- desprovistos de dimensiones, que se desplazan
a cierta velocidad como llevados por una onda de frecuencia
determinada, o como esta misma onda, cuyas crestas se
manifiestan en forma de “granos”. Estos son los cuantos de acción,
corpúsculos cuyo valor constante es una ínfima fracción –h- de erg-
segundos, siendo el erg la unidad de energía y el segundo, la
longitud de onda. Dicho con otras palabras, el valor h es el
producto, igual para cualquier tipo de radiaciones, de la energía del
corpúsculo por su período. Valor éste que encontramos también
como unidad de cualquier cambio intraatómico y, en particular, en el
cambio de órbita del electrón, que se acerca al núcleo cuando
pierde una o varias unidades de acción h y se aleja del núcleo
cuando absorbe h o un múltiplo de h. No son solamente las
radiaciones, pues, las que se reducen a acción sino la materia toda.
Ahora bien: la mecánica ondulatoria nos da del cuanto una
explicación de hondas derivaciones. Para ella, en efecto, el “grano”
de energía no es sino concentración de una onda cuyo período se
acorta momentáneamente. No habría, por lo tanto, un corpúsculo
más una onda sino una onda de frecuencia variable, cuyos instantes
de mayor intensidad rítmica equivaldrían a corpúsculos. De ahí que
la onda sea energía pura de tensión variable y la materia, esta
misma energía en sus instantes de tensión máxima o, si se quiere,
de periodicidad más breve. Al darnos esta interpretación, la física
tropieza, sin embargo, con la imposibilidad de concebir una onda sin
un soporte. La piedra que cae en un lago provoca ondas en el agua;
el cañonazo produce ondas en el aire. La onda en sí carece de
sentido. De ahí que se haya inventado el éter, y hasta un subéter
intraatómico. Desgraciadamente, la presencia de semejante medio,
que debería llenar tanto el espacio intersideral como el atómico, no
solamente no se comprueba experimentalmente sino que contradice
datos indiscutibles de la observación. La única razón para admitirla –
y hay numerosas razones para negarla- sería la necesidad de un
soporte de ondas. Pero sucede que la física no establece realmente,
a pesar de su vocabulario, la existencia de ondas sino de
movimientos ondulatorios. El éter es, por lo tanto, un invento
superfluo y engañador. Pues hay movimientos ondulatorios sin
ondas: las vibraciones. La materia es así energía vibrátil, de período
variable, que adquiere en sus momentos de mayor intensidad, o sea
de frecuencia más breve, consistencia corpuscular, un poco como
un alambre en vibración intensa produce los efectos físicos y
sensoriales de un huso de metal. La aparente expansión circular de
la onda es un simple fenómeno estadístico: las radiaciones múltiples
que salen de la misma fuente se esparcen en todas direcciones. No
puede ser de otro modo, pues el fotón de valor h es indivisible e
inextensible. Siendo bastante pequeño para penetrar en un átomo
de materia consistente, le resulta imposible cubrir el arco del círculo
que corresponde, por ejemplo, a la lente del telescopio, que capta,
aparentemente, una onda y, de hecho, un tren frontal de partículas
de un mismo origen.

6.- Organización de la materia.

La reducción analítica de la materia a una energía aún sin definir


no elimina, por cierto, toda distinción entre moléculas y átomos, por
un lado, y radiaciones, por otro. Los primeros, consistentes y
resistentes, a los cuales el lenguaje corriente reserva el adjetivo
“material”, nos aparecen como elementos muertos, inertes y
discontinuos, mientras que las segundas se manifiestan de un modo
activo, cambiante y continuo. Podemos, en efecto, sin transformar
su substancia, modificar la posición relativa de las moléculas
constitutivas de una cosa química homogénea o imponerles una
fuerza exterior en función de la cual se desplazarán pasivamente.
Las radiaciones, por el contrario, son indivisibles y tienen su propio
dinamismo. Sin embargo, todo eso sólo es cierto en nuestro nivel de
observación. Al penetrar en la molécula y en el átomo, la física ha
descubierto en estos corpúsculos un mundo sumamente complejo
que manifiesta un alto grado de organización. No se puede dividir la
molécula sin destruir la substancia. No se puede dividir el átomo sin
destruir la consistencia y la resistencia que parecían caracterizarlo.
Así, la materia “material” es comparable con una muchedumbre.
Cada uno de los individuos que la componen tiene su organización y
finalidad propias, pero su posición con respecto a los demás no
procede de orden alguno. La policía podrá encauzar esta
muchedumbre entre barreras, dividirla en grupos o mezclar sus
componentes: seguirá, no obstante, siendo muchedumbre como la
arcilla sigue siendo arcilla bajo los dedos que la amasan.
Independientemente de la forma que le impone el azar o una
voluntad exterior cualquiera, la materia consistente tiene un orden
inmanente que le da ser y unidad. Tiene, asimismo, movimientos
internos que nuestros órganos sensorios no pueden aprehender
pero que se manifiestan en escala microfísica. Los electrones giran
con velocidades extraordinarias que hacen a la esencia del átomo, y
las partículas constitutivas del núcleo se mueven de modo todavía
mal conocido pero indiscutible. Llegamos a idéntica conclusión si
consideramos la materia “material” desde el punto de vista de una
discontinuidad que no existe sino en el nivel de la “muchedumbre”.
Lo que caracteriza, en efecto, lo discontinuo es su posibilidad de
dividirse o de sufrir una división sin que su esencia sea modificada.
Un simple silogismo nos permitiría afirmar la indivisibilidad del
átomo, puesto que sabemos que es movimiento y que todo
movimiento es indivisible. Pero la experimentación científica nos
muestra, además, que dividir el átomo es destruirlo. ¿En qué reside,
entonces, la diferencia comprobada en nuestro nivel de observación,
entre las dos formas de materia?. Notemos en primer lugar que una
muchedumbre, por más que esté compuesta por individuos, tiene
relaciones constitutivas internas distintas de las del individuo, ya
que un factor caos se agrega al factor orden subyacente. Pero,
además, si comparamos con la radiación no una cosa consistente
sino un átomo, comprobaremos que éste, movedizo y continuo por
dentro, es pasivo y compacto por fuera. En ambos casos tenemos
energía, pero en distintos estados.

7.- El átomo, energía condensada.

La naturaleza energética del átomo está comprobada no sólo por


la definición de sus partículas constitutivas sino también por la
posibilidad de convertir en radiaciones su materia consistente y
resistente, vale decir de hacerlo pasar de un estado de energía a
otro. El fenómeno se da espontáneamente en los cuerpos
radioactivos, que emiten rayos beta. La desintegración del átomo
se produce artificialmente en los aceleradores de partículas que
utilizan los físicos y en las centrales nucleares, sin hablar de las
famosas bombas. No hay duda, por lo tanto, de que la materia
atómica es energía condensada (3), vale decir energía potencial de
características peculiares, susceptible de convertirse en radiaciones,
o sea en energía actual, como también de constituirse a partir de
energía actual. Las técnicas que nos permiten observar o suscitar
este último fenómeno son todavía embrionarias. Pero sabemos que,
cuando elevamos un gramo de agua de 0 a 100 grados,
aumentamos su masa en una cantidad infinitesimal que escapa de
nuestros instrumentos actuales pero que nos es conocida. También
sabemos que un haz de rayos que atraviesa una pantalla –de
plomo, por ejemplo- pierde intensidad: parte de sus fotones
constitutivos son absorbidos por átomos en los cuales penetran, y
podemos medir la energía así convertida en materia consistente.
Hasta se consigue, en experimentos de laboratorio, transformar
energía radiante en un electrón positivo y un electrón negativo. Sólo
una cuestión de técnica, por lo tanto nos impide por el momento
condensar energía en mayor escala. Pero ya está demostrado que la
energía no es un subproducto de la materia atómica sino esta
misma materia en otra forma. Esto no significa, sin embargo, que la
energía, al “materializarse”, se limite a adquirir consistencia y
resistencia. No se convierte en átomos sino en tales o cuales átomos
diferenciados por su composición corpuscular y, por vía de
consecuencia, por sus características físicoquímicas. La energía se
condensa, pues, en determinadas partículas cuya cantidad,
naturaleza y ordenamiento no es indiferente. Se muestra, por otro
lado, susceptible de cambios. Se consiguen, mediante
modificaciones del compuesto intraatómico, trasmutaciones de
elementos, vale decir de átomos, de la misma naturaleza que las
que se producen espontáneamente en los cuerpos radiactivos.
Cualquiera sea, pues, el punto de vista desde el cual se enfoque el
problema, se comprueba que la energía, radiante o concentrada, es
una sola con formas múltiples e intercambiables. Queda por
establecer en qué consiste.

8.- La inercia de la energía.

En nuestros incisos anteriores tropezamos con una seria


dificultad de vocabulario, que proviene del lenguaje común,
estrechamente vinculado con una concepción errónea del mundo
que nos rodea. Hablamos, en efecto, corrientemente de materia y
de energía como de dos realidades distintas. Sin embargo, el
análisis de nuestra experiencia fundamental nos ha demostrado que
las radiaciones energéticas son materia, a pesar de no ser
consistentes ni resistentes, por lo menos en nuestro nivel de
observación, mientras que la materia consistente y resistente se
reduce, en otros niveles, a energía concentrada. Hablar, pues, como
se hace a menudo, de la desmaterialización de la materia o de la
materialización de la energía es un absurdo. Ni siquiera podemos
admitir la distinción, también común, entre materia ponderable y
materia imponderable, pues el peso no es sino la relación entre la
masa y una fuerza gravitacional y, por lo tanto, exige la masa,
característica que poseen tanto la energía expansiva como la
energía consistente y resistente mal llamada con exclusividad
materia. La masa, en efecto, es la medida cuantitativa de la inercia,
vale decir de la propiedad que tiene la materia de oponerse a las
variaciones del movimiento. Se la puede definir como un coeficiente
de proporcionalidad entre energía y velocidad, o sea, en términos
más precisos, como el cociente de la energía por el cuadrado de la
velocidad con que se propagan en el espacio la luz y todas las
fuerzas que se encuentran en la materia. Esto vale, naturalmente,
para el cuanto como para cualquier corpúsculo intraatómico. La
experiencia lo demuestra: una hoja de metal, muy delgada y muy
móvil alrededor de un eje, gira bajo la presión de un rayo luminoso,
lo que implica que la energía radiante transfiere –y, por lo tanto,
tiene- cierta cantidad de movimiento. La observación de eclipses
solares permitió comprobar, por otro lado, que la gravedad –de
acción proporcional a la masa- incide en el recorrido de los rayos de
luz, desviándolos, lo que basta para demostrar que éstos tienen
masa. No es extraño, pues, que la capacidad de oposición de un
cuerpo a las variaciones de movimiento, o sea la inercia que expresa
su masa, aumente o disminuya con la absorción o la pérdida de
energía: la masa varía porque se le suma o se le resta masa. Nada
más lógico, puesto que sabemos que todo cuerpo consistente y
resistente es energía condensada, vale decir masa condensada.
Dicho con otras palabras, la masa es una propiedad de la materia
por ser ésta energía. Nuestros hábitos mentales y el proceso
evolutivo de la física nos llevan a asociarla con los cuerpos tangibles
–los que nos resisten, a nosotros- y a concederla, como
consecuencia de observaciones ineludibles, solo a la energía actual.
La realidad es del todo distinta: la masa es una propiedad de la
energía y, luego, de la materia consistente y resistente por ser ésta
energía una energía de gran densidad y, como consecuencia, de
modalidad particular. Entre la energía actual y la energía potencial
condensada no hay diferenciación de esencia sino de estado, un
poco –mera analogía- como entre el vapor diluido, inconsistente y
expansivo y el hielo compacto, tangible y estable.

9.- Unidad de la energía.

La noción de energía potencial no es nueva, ni muchos menos,


en el campo de la física y estamos acostumbrados, desde el colegio,
a distinguirla, en el estudio de los movimientos, de la energía
cinética. Sabemos que consiste en una disponibilidad –o sea una
reserva- de energía susceptible, en determinadas condiciones, de
convertirse en fuerza activa. El ejemplo más ilustrativo es el de la
masa de agua de una presa de embalse: al abrirse las compuertas,
su energía potencial, de origen gravitacional, va transformándose en
energía cinética y ésta, cuando el agua encuentra resistencia en su
caída, en energía térmica. También es posible, por intermedio de
una turbina, pasar de la energía potencial en cuestión a energía
eléctrica, la que a su vez es susceptible de convertirse en
radiaciones luminosas y en calor. Y este calor, con la maquinaria
apropiada, puede producir energía mecánica o eléctrica, la que se
puede utilizar para llenar artificialmente la represa y volver a energía
potencial gravitacional. Asimismo, la energía –química o
intraatómica- que la materia consistente y resistente constituye en
potencia puede pasar al acto en forma de energía mecánica y
calorífica. Las transformaciones no siempre son directas: cuando el
agua se evapora bajo la acción del calor solar, el vapor adquiere
una energía térmica que le permite vencer la fuerza gravitacional,
pero, al hacerlo, se carga de una energía gravitacional que se
convertirá, a caer el agua en forma de lluvia, en energía cinética y
térmica. Nuestros ejemplos nos muestran que la energía puede
presentarse en dos estados –potencia y acto- y en varias formas y
pasar, en determinadas condiciones, de un estado a otro y de una
forma a otra. Lo cual significa que es una sola por debajo de sus
múltiples modos de ser y de actuar. Hasta la expresión “modos de
actuar” sugiere más diferenciación que la que existe en realidad.,
Sería más exacto decir “niveles de procedencia”, pues las formas de
la energía dependen del grado de profundidad estructural en que se
originan o en que actúan dentro de la materia consistente y
resistente. Así tenemos, en primer lugar, la energía calorífica, la más
superficial puesto que está ligada a la agitación molecular de un
cuerpo. Sus radiaciones expresan o suscitan el movimiento más o
menos rápido de los electrones en el nivel del corpúsculo sustancial.
Sólo se trata de una forma diferenciada de la energía
electromagnética que encontramos en segundo lugar y que expresa
o suscita, en sus otras formas, el movimiento de los electrones en el
nivel del átomo. También la energía química es una variedad de la
energía electromagnética, pues está ligada a los cambios
electrónicos que se producen cuando átomos se combinan para
formar moléculas. En tercer lugar aparece la energía nuclear, que
procede de las variaciones asociativas de las partículas que
constituyen los centros densos de los átomos. Queda, por fin, la
energía gravitacional (4), aún muy mal conocida, que expresa o
suscita la acción recíproca de las masas, vale decir de los conjuntos,
considerados en cuanto tales, de moléculas y átomos. En el
enunciado analítico que acabamos de hacer, empleamos repetidas
veces la fórmula “expresar o suscitar”. Es que toda acción
energética, en cualquier nivel, se manifiesta, según las
circunstancias, de dos maneras distintas. Si la energía se agrega a la
materia consistente y resistente, se produce determinada variación.
Pero una variación de la misma naturaleza, aunque de signo
contrario, produce una emisión de energía de la misma forma.
Cuando, por ejemplo, radiaciones caloríficas penetran en un cuerpo,
aumenta el movimiento molecular; pero la disminución de este
movimiento produce calor. Cuando un cuanto de acción, procedente
de energía radiante, se agrega, en la nube atómica, a un electrón,
éste amplía su órbita; pero cuando un electrón reduce su órbita,
emite un cuanto de acción. Así en todos los niveles –o sea en todas
las formas- en que se manifiesta la energía.

10.- La conservación de la energía.

La comprobación de la unidad de la energía por encima de sus


distintos estados y formas –inclusive el estado potencial y la forma
condensada de la materia consistente- permite convalidar,
unificándolos, dos principios que la físic a
clásica proclamaba y que, considerados separadamente, resultaron
falsos: el principio de la conservación de la masa y el principio de la
conservación de la energía. El primero nació de la supuesta
comprobación de que, en cualquier cambio físico o químico, la
cantidad de materia consistente –y, por lo tanto, la capacidad de
resistencia, o masa- permanecía igual en su conjunto. El segundo
surgió de la supuesta comprobación de que, en cualquier cambio
morfológico, la cantidad de energía permanecía igual en su
conjunto. De ahí que se afirmara que, en un sistema cerrado, la
suma de las masas, por un lado, y la suma de la energía actual y de
la energía potencial, por otro, son constantes. La física
contemporánea demostró que cada uno de los dos principios,
tomado aisladamente, era erróneo. Un cuerpo radioactivo perdía
una masa que no se reencontraba en ningún cuerpo consistente, al
mismo tiempo que producía una energía radiante que iba a sumarse
al conjunto de la energía preexistente. Parecía, pues, que se
destruía masa y se creaba energía. Sabemos hoy que, en realidad,
la masa irradiada en forma de energía actual no desaparece sino
que sólo se esparce: las radiaciones tienen masa y el total del
conjunto energético no varía. También sabemos que la cantidad de
energía no aumenta en el proceso en cuestión: la desintegración de
la materia consistente significa un simple cambio energético de la
potencia al acto. El principio de conservación de la masa y el de
conservación de la energía se confunden así y, al hacerlo, adquieren
validez: la masa de la materia consistente y de la energía de otras
formas es constante, como lo es la energía cinética y potencial en
todas sus formas, inclusive la de materia consistente. Dicho con
otras palabras, la masa se conserva, porque la energía, actual o
potencial, tiene masa; la energía se conserva porque la materia
consistente es energía potencial. Estas proposiciones no son aún del
todo satisfactorias, pues parecen mantener, por debajo de su
unificación, dos conceptos distintos: el de la masa y el de energía.
En realidad, la masa no existe. Lo que llamamos así es una mera
propiedad esencial de la energía: su capacidad de resistencia al
cambio. De ahí que podamos calcular la energía potencial de un
cuerpo a partir de su masa, vale decir de su capacidad de
resistencia al cambio medida en unidades adecuadas. Dicha energía
es de forma radiante, como lo muestra la desintegración de la
materia consistente, y es, por lo tanto, igual al producto de su
cantidad de movimiento –o presión de radiación- por su velocidad,
que es la de la luz. A su vez dicha cantidad de movimiento es igual a
la masa por la velocidad. El valor de la energía condensada será,
por lo tanto, el producto de la masa –cantidad que la expresa en
cuanto a su propiedad estática de inercia- por el cuadrado de la
velocidad de la luz. La tan publicitada fórmula E=mV2, no encubre,
pues, ningún misterio.

11.- La degradación de la energía.


Si en un sistema cerrado la energía se conserva
cuantitativamente a través de sus cambios de forma y de estado, no
sucede lo mismo desde el punto de vista cualitativo. Todos los
dinamismos naturales se reducen, en efecto a transformaciones y
transporte de energía y sólo se producen en función de disimetrías
de intensidad energética. No hay corriente de agua sin diferencia de
niveles, ni corriente eléctrica sin diferencia de potenciales, ni
corriente térmica sin diferencia de temperaturas. Los dinamismos en
cuestión surgen, por lo tanto, de desequilibrios que van anulándose,
y la energía tiende al reposo, vale decir a la inmovilidad, pues
sabemos que no se pone por sí sola en movimiento. En la teoría, sin
duda, los procesos energéticos no térmicos son oscilatorios y, por lo
tanto, reversibles: si se ponen en contacto, a través de un tubo
corto y grueso de frotamientos reducidos, dos masas de agua de
distintos niveles, el equilibrio –o reposo- sólo se establece después
de innumerables oscilaciones que, si los frotamientos fueran nulos,
no se detendrían. Pero acontece, en el caso de nuestro ejemplo
como en cualquier otro fenómeno energético, que parte de la
energía “se pierde”, vale decir se transforma directa o
indirectamente en calor y que el calor siempre tiende a pasar de los
cuerpos calientes a los cuerpos fríos en un proceso irreversible. El
cambio se realiza sin oscilaciones. Lo cual significa que la energía
calorífica no puede recuperar naturalmente su intensidad perdida.
La teoría cinética de los gases nos ha dado la llave de este misterio.
Nos ha mostrado que la energía térmica es factor de desorden
molecular. Un movimiento mecánico, una corriente eléctrica, un
rayo de luz, un proceso químico o un campo gravitacional expresan
y suscitan ordenamientos de la energía, y los cambios que se
producen en función de su incidencia, salvo cuando de ellos nace
calor, son meras modificaciones estructurales, indiferentes desde el
punto de vista cualitativo. La energía térmica, por el contrario, es
factor de anarquía. Las moléculas que la absorben tienden a
moverse –o a moverse más- de modo desordenado. Las moléculas
de los gases y de los líquidos se agitan con velocidades
proporcionales a su temperatura. Los sólidos tienden a licuarse y los
líquidos, a vaporizarse. Las estructuras de los cuerpos van
quebrándose y desapareciendo. Con alto grado de calor, sólo
quedan enjambres de moléculas que se desplazan sin finalidad ni
dirección y cuyo movimiento de conjunto es regido por la ley de los
grandes números, vale decir por el azar liso y llano. Del desorden,
ningún orden puede salir espontáneamente. La energía tiende,
pues, a degradarse. A través de sus cambios de forma y de estado,
va transformándose paulatinamente en radiaciones térmicas. El
calor, absorbido por los cuerpos, aumenta la entropía –vale decir la
desorganización interna- de estos últimos y, por ser irreversibles sus
movimientos, elimina cada vez más sus propias diferencias de
intensidad, fuentes de dinamismo y, por tanto, de reconversión a
otras formas de energía. La temperatura va igualándose en el
sistema cerrado y una cantidad de energía cada vez mayor entra en
reposo. El conjunto se dirige así, irremediablemente, hacia el caos y
la paralización. Claro está que, en la teoría, el mismo azar podría
suscitar combinaciones retroactivas. Es posible que las moléculas de
gas contenidas en una garrafa se concentren repentinamente contra
la parte superior del recipiente y que éste, cargado de la energía
cinética así creada, levante vuelo. También, según el conocido
ejemplo, un millón de monos jugando con máquinas de escribir
podrían, según las leyes de probabilidad, reproducir la totalidad de
las obras depositadas en la Biblioteca Nacional de París. Ambas
posibilidades son tan altamente improbables que ni vale la pena
tomarlas en cuenta. Sólo en sistemas más amplios que la Tierra,
como veremos en el Capítulo VI, se dan retroacciones capaces de
invertir de modo apreciable el proceso de degradación de la energía.

12.- La conservación exógena del desequilibrio energético.

Si nuestro planeta constituyera un sistema cerrado, hace tiempo


que estaría muy cerca del equilibrio energético, y ya habría llegado
a la “muerte térmica” si no fuera por la poca creación de calor que
se debe a los reducidos procesos nucleares de los cuales proceden
las relativamente altas temperaturas del núcleo central y, como
consecuencias esporádicas, las erupciones volcánicas. Pero la Tierra
está muy lejos del aislamiento energético. Pierde constantemente
radiaciones de todo tipo y hasta moléculas de hidrógeno que, por
muy livianas, escapan de su campo gravitacional. Pero, en
contrapartida, recibe del resto del universo una cantidad de energía
considerablemente mayor. Los rayos cósmicos, cuyos corpúsculos
son electrones, protones y mesones de origen galáctico, penetran
incesantemente en la atmósfera y son absorbidos por la materia
consistente. La energía que nos aportan es insignificante, mucho
menor que la que proviene, en forma de luz, de las estrellas del
cielo nocturno. Más apreciable es la energía gravitacional de la luna,
que se transforma, con las mareas, en energía cinética. Todo eso,
sin embargo, carece de importancia si lo comparamos con la energía
que nos llega del Sol en forma radiante y que proviene
verosímilmente de la transmutación paulatina, mediante fusión
nuclear, de su hidrógeno en helio. Recibimos una muy pequeña
parte del flujo energético que la estrella en cuestión emite sin cesar
en todas las direcciones. Esta parte basta, no obstante, para
proporcionarnos casi todo el calor y la luz de que disponemos. Del
calor proceden la evaporación de los océanos y, por lo tanto, las
lluvias y nevadas de las cuales provienen la humedad del suelo y las
corrientes y caídas de agua. La luz es el factor de la fotosíntesis
que, por intermedio de las plantas, crea nuevas combinaciones
químicas. Las variaciones de temperatura y carga eléctrica, debidas
a la radiación solar, suscitan los vientos, con todas sus
consecuencias mecánicas, térmicas y otras. En sus distintas
modalidades de aplicación, pues, el aporte energético del Sol
mantiene el desequilibrio de intensidades e impide la igualación de
la temperatura. A medida que va aumentando la entropía, surgen
nuevas disimetrías, productos de las radiaciones solares, las que
actúan al modo del agua de la red urbana, que llena sin cesar,
mientras se va vaciando, el tanque de una casa y mantiene así la
diferencia de nivel que origina la presión en las canillas. El aporte de
calor es tanto más factor de potencial energético cuanto que no se
reparte uniformemente en la materia consistente del planeta. Por un
lado, sólo afecta la atmósfera y la superficie del globo y su acción
calorífica varía con la región: todos sabemos que la temperatura es
más alta en el Ecuador que en los polos, lo que crea una constante
disimetría térmica. Por otro lado, los cambios de estación y la
alternancia de los días y las noches constituyen también factores de
desequilibrio energético. El Sol no detiene ni retarda, pues, la
degradación de la energía sino que produce sin cesar, aunque de
modo rítmico, por encima del proceso entrópico continuo, nuevas
diferencias de intensidad energética y actúa así como fuente
constante e irregular de transformaciones que, a su vez, acaban en
reposo térmico. Según los físicos, hace unos mil millones de años
que la Tierra sobrevive de este modo y el Sol está en condiciones de
seguir regradando artificialmente la energía de nuestro planeta
durante unos cien mil millones de años más. Pero las cifras, siempre
estimativas y sujetas a rectificación, no hacen al fenómeno en sí,
cuyo proceso es indiscutible.
13.- Naturaleza de la energía.

Nuestros análisis anteriores han demostrado que toda la realidad


sensible está compuesta de energía que se manifiesta en distintos
estados y en distintas formas, vale decir con un orden variable, que
pasa de un estado a otro y de una forma a otra según ciertas leyes
naturales, y que tiende al reposo de la “muerte térmica”. En el
estado consistente, la energía sólo tiene una reducida y limitada
actividad espontánea. En el estado fluido, sus efectos se producen
en gran medida como epifenómenos de la materia consistente, o
sea por acción sobre energía condensada. Así los efectos mecánicos,
caloríficos, químicos, gravitacionales y, en parte electromagnéticos.
Sin embargo, en una de sus formas, la radiación, la energía fluida se
nos presenta en sí misma, sin ningún soporte consistente. Ahora
bien: sabemos que la radiación es irreductible a cualquier estado o
forma más simple. Se puede absorber y transformar, no
descomponer. Por otro lado, es factible obtener, a partir de ella,
cualquier otro estado o forma, inclusive la materia consistente. En
fin, esta última, al desconcentrarse, se convierte en radiaciones.
Hemos llegado, pues, a la energía pura o, dicho en otras palabras, a
la forma básica de la energía. Sabemos, en efecto, que la radiación
se reduce a cuantos formados por la vibración de su “materia
prima”, que es energía que vibra con una frecuencia determinada y
variable y que posee una estructura actual y estructuras potenciales
susceptibles de actualizarse en determinadas circunstancias. No
podemos, por lo menos en el estado presente de la ciencia,
remontarnos más allá de este dato primario. Claro que no hemos
definido la energía, lo que exigiría su reducción a términos
anteriores más simples. A lo largo de nuestros análisis, nos hemos
limitado a establecer, a partir del concepto operativo complejo de
materia sensible, el concepto operativo simple y general de energía.
Al hacerlo, hemos superado esencialmente el concepto funcional
que admiten la mayor parte de los tratados de física. Definir con
ellos la energía como una posibilidad de trabajo, vale decir de
movimiento y, por lo tanto, de cambio, es limitarse a la concepción
antropocéntrica de fuerzas que actúan sobre el objeto y lo mueven.
En realidad, la energía no se aplica desde afuera a la cosa: se
agrega a ella. De no ser así, no se explicaría la conservación del
movimiento. Esta exige, en efecto, que el móvil posea –y, por ende,
que se haya incorporado previamente- la energía cinética por la cual
se mueve, o sea la energía que debió recibir para adquirir el
movimiento y que debería ceder para perderlo. Indudablemente, la
radiación y sus derivados son posibilidades de trabajo. Comprobarlo
no es definir la energía sino reconocerle una característica que, por
cierto, no es la única. Ya hemos mencionado sus potencialidades
estructurales. Estas suponen no solamente formas posibles sino
también el dinamismo necesario para crear dichas formas
asociando, según determinadas relaciones, los cuantos básicos y,
más aún, dando a estos cuantos el ritmo –o sea las relaciones
temporales- variable del que proceden su existencia y su
diferenciación. La energía crea su propio orden cambiante según
leyes que le son esenciales y, por lo tanto, inmanentes. Es materia
prima única del mundo que aprehendemos en distintos niveles de
observación, pero no materia prima bruta. No es posibilidad de
trabajo sino posibilidad de tales o cuales trabajos para los cuales
adopta formas que no se deben al azar. En este punto de nuestro
análisis, no podemos ir más allá de estas comprobaciones.

II – LA VIDA

14.- Materia inorgánica y materia viva.

Nuestros análisis del capítulo anterior son válidos para todo el


mundo sensible. No bastan, sin embargo, ni mucho menos, para
explicarlo en su totalidad. Apliquemos, en efecto, a una caída de
agua y a un ratón o a un rosal las técnicas correspondientes. En
ambos casos, el análisis químico nos dará, sin residuos de otra
naturaleza, moléculas de sustancias diversas reductibles a átomos
de distintos elementos simples. En ambos casos, el análisis físico
nos permitirá definir un sistema energético regido por las leyes de
conservación y degradación de la energía, conforme a las cuales
energía gravitacional o química se convierte, mediante el paso de la
potencia al acto, en energía cinética y térmica. No obstante,
distinguimos sin la menor dificultad la planta y el animal de las rocas
y el agua de la caída. Lo hacemos, es verdad, por meras
comparaciones antropocéntricas. Llamamos seres vivientes a los
objetos que se nos parecen por su ritmo evolutivo y sus relaciones
aparentes con el medio exterior. Vamos más allá todavía: no
vacilamos en convertir las semejanzas así comprobadas
empíricamente en un atributo único, la vida. En otro nivel de
observación, el problema no siempre se resuelve, sin embargo, de
modo tan sencillo y los biólogos no se ponen de acuerdo sobre si el
virus es vivo o no. Más difícil aún resulta la definición científica de
las características propias del ser viviente. Se nos dice que tiene
cierta composición química y determinada estructura física, pero
éste es el caso de cualquier objeto y si el protoplasma, o materia
viva, se diferencia al respecto de otros compuestos fisicoquímicos,
también estos últimos difieren entre sí. La función de nutrición, vale
decir la asimilación de materia consistente y de energía fluida y su
devolución al medio exterior después de tales o cuales
transformaciones, es común en su esencia a todos los componentes,
vivos o “inanimados”, de cualquier complejo dinámico y la notamos
en la caída de agua de nuestro ejemplo como en la más sencilla
reacción química espontánea. La mutabilidad, o sea la evolución del
nacimiento a la destrucción, es característica de algunas partículas
de origen nuclear, de los cuerpos radioactivos y hasta, en nuestro
nivel de observación, de ciertas piedras preciosas, en especial la
turquesa, como de cualquier animal o planta. Los geólogos nos
enseñan, por lo demás, y volveremos sobre este punto más
adelante, que no hay nada permanente en el mundo sensible y que
éste dura, vale decir se transforma sin cesar, con un ritmo que por
lento con respecto al nuestro no es menos real. Ni siquiera la
conservación de las estructuras específicas por autorreparación de
los daños sufridos y la función de reproducción, que muchos
consideran actividades privativas de la vida, son del todo
desconocidas en la materia bruta, pues los cristales tienen ambas
propiedades. Nada de eso debería sorprendernos, ni menos
llevarnos a encontrar ilusoria la distinción de nuestra experiencia. La
única conclusión que podemos extraer de las identidades parciales
que acabamos de reseñar no nos trae nada nuevo: la materia viva
es materia común, regida por las leyes de la física y de la química, y
ya lo sabíamos. Pero no se confunde con la materia común. Se
distingue de ella en dos puntos complementarios. No haremos sino
mencionar el primero, que no requiere mayores explicaciones: el
objeto “inanimado” sigue siendo lo que es en la medida en que
permanece aislado de la interacción con el medio exterior; el cuerpo
vivo, por el contrario, sigue siendo lo que es en la medida en que
permanece la interacción con el medio de que necesita. El segundo
punto de diferenciación –la organicidad de la materia viva- exige un
estudio pormenorizado.
15.- El organismo: su estructura.

Al analizar cualquier objeto vivo, el químico comprueba que está


constituido por un líquido –la linfa- análogo al agua de mar, en el
cual están sumergidos conjuntos de materia sólida y líquida, cuya
composición molecular –sustancias proteicas variables y aún
imperfectamente conocidas- revela un altísimo grado de
complejidad y una gran heterogeneidad. El anatomista observa, por
su parte, que dicha materia está dividida, salvo muy pocas
excepciones, en corpúsculos físicamente diferenciados que se
parecen a primera vista, a minúsculas gotas de gelatina, cada una
rodeada de una membrana semipermeable: son las células, que se
ubican, por encima de los átomos y moléculas que abarcan, en un
tercer grado de organización, propio de la materia viva. La
simplicidad aparente de estas “gotitas” encubre una complicada
estructura interna. En el centro de la célula se encuentra el núcleo,
globito ovoidal de pared elástica, lleno de una jalea transparente en
la que se distinguen dos nucleolos y, en ciertas circunstancias, los
bastoncillos llamados cromosomas. Alrededor del núcleo se agitan
violenta y permanentemente gránulos y filamentos, cuyo
movimiento responde a leyes aún desconocidas. Las células no son
todas idénticas, a pesar de una estructura esquemática común. Por
su composición química y su forma, pero también por su modo y
grado de locomoción, su modo de asociación y los alimentos que
exigen, se diferencian en especies y en razas. Salvo en los
protozoarios unicelulares, las “unidades de materia viva” que son las
células se encuentran en grupos específicos de la misma naturaleza,
que pertenecen a determinado tejido, y en conjuntos orgánicos en
los que se asocian grupos de varias especies tisulares. Los tejidos
constituyen materiales diferenciados de los distintos órganos cuyo
conjunto, por lo menos para el anatomista, forma el organismo. La
diversificación de la materia viva en células, tejidos y órganos varía
con el nivel de organización y, desde la diatomea o la amiba
unicelular hasta el hombre podemos seguir el proceso teórico de su
complicación creciente. Analíticamente, pues, el objeto vivo tiene
una estructura piramidal múltiple y variable. Los átomos están
agrupados en moléculas, las moléculas en células, las células en
tejidos, los tejidos en órganos y, por fin, los órganos en el
organismo, que se confunde con el ser considerado. Tal estructura
es compleja y el conjunto al que pertenece es esencialmente
heterogéneo. Pero, así enfocado desde el punto de vista anatómico,
la materia viva no se diferencia de la misma materia ya muerta. Si
nuestro análisis pretendiera ser completo, no tendríamos posibilidad
de distinguir, sobre la base de los datos que nos ha proporcionado,
un animal vivo del cadáver de este mismo animal: la definición sería
idéntica en ambos casos. Hemos cometido, pues, un error de
método al partir del elemento viviente más simple para llegar al más
complejo. El procedimiento empleado dejaba suponer, en efecto,
que las células son unidades biológicas que se van sumando y, al
mismo tiempo, diferenciando para constituir tejidos y órganos que,
a su vez, proceden de igual modo para formar el organismo. En
realidad, la célula carece de toda independencia. Tiene una
estructura que responde al papel que desempeña en el conjunto al
que pertenece. Si se le aísla y se la cultiva fuera de su medio
natural, pierde su diferenciación y se multiplica sin límite, orden sin
sentido. Con mayor razón, el órgano es inconcebible como tal fuera
del todo en el que ejerce determinada función para la cuál está
constituido y organizado. La estructura piramidal de la materia viva
existe, por cierto, pero debemos estudiarla como diferenciación
interna del organismo. Este constituye, por lo tanto, la realidad
primera, aunque no la más simple., La estructura no es sino una de
sus modalidades condicionantes. Ni lo explica ni menos aún lo
determina.

16.- El organismo: su dinámica.

Si el análisis estructural no permite distinguir lo vivo de lo


muerto, es porque se limita a enfocar la yuxtaposición de los
elementos constitutivos del organismo, vale decir a considerar a
éste desde un punto de vista estático, y deja a un lado el
movimiento, que es una de las propiedades fundamentales de la
materia viva. La observación inmediata muestra en los animales el
desplazamiento de sus miembros, la contracción de sus músculos, la
movilidad de por lo menos algunos de sus órganos sensorios. Una
búsqueda algo más profunda pone de manifiesto dinamismos
orgánicos tales como el latido del corazón o el ritmo respiratorio. Un
estudio fisiológico revela los intercambios internos de la sangre y de
secreciones de distingo origen y naturaleza. Podemos, por fin,
comprobar científicamente la renovación de las células y, en alguna
medida que depende de las actuales técnicas, las variaciones
eléctricas de dichas células y de los átomos y moléculas que las
componen. Las plantas manifiestan, en un grado menor,
movimientos semejantes. Así, pues, no hay nada inmóvil en la
materia viva, ni siquiera la materia fisicoquímica que constituye su
base. Pero la observación nos obliga a ir más allá de una simple
suma de movimientos variados y a reconocer su coordinación en lo
que podríamos llamar una estructura dinámica. La renovación
celular está sujeta a un ritmo que varía con cada tejido pero
también con las circunstancias particulares del conjunto
organísmico. En los animales superiores, la actividad de cada
glándula se manifiesta según un ritmo propio de secreción, también
sometido en alguna medida a las necesidades del organismo todo, y
el corazón produce con su latido un ritmo circulatorio de la sangre,
que encuentra en las plantas su equivalente en la ascensión
cambiante de la savia. Rítmicos son también los procesos
respiratorios y nutritivos. No olvidemos, aunque esta enumeración
incompleta tiene un mero propósito ejemplificador, los ritmos de los
intercambios químicos y, en la mayor parte de los animales, los del
influjo nervioso. Todos estos diversos movimientos están
combinados para formar, en el nivel del organismo, el ritmo vital
único que expresa el funcionamiento armonioso –o, por lo menos,
en busca de armonía- del ser corporal. Ritmo vital éste que es a la
vez ritmo de la vida individual, puesto que esta última se identifica
con el flujo unificado de distintos movimientos internos, y ritmo de
la vitalidad del organismo, puesto que pasa por estadios alternados
y sucesivos de tensión y de depresión, de actividad y de descanso,
de ímpetu y de cansancio, de vigilia y de sueño. Y este ritmo se
inscribe en los grandes períodos de la existencia individual, desde la
edad embrionaria hasta la senectud. Si trazáramos la curva del
dinamismo organísmico, se notaría un movimiento ascendente
desde el huevo o semilla primitivo, seguido por un movimiento
descendente hasta la muerte. Pero cada elemento de esta curva
sería la resultante de curvas secundarias correspondientes a los
ciclos diarios y cada una de estas últimas sería a la vez la resultante
de los ritmos orgánicos diversos. La amplitud de la curva vital y la
de cada uno de sus ritmos constitutivos dependerían, por lo tanto,
del dinamismo del conjunto correspondiente. De ahí que podamos
definir el ritmo vital como un haz de fuerzas en perpetua evolución,
que se transforma sin cesar y sigue siendo, no obstante el mismo:
no una suma ni una combinación de dinamismos parciales, sino una
síntesis unitaria en función de la cuál existen y se desarrollan los
ritmos particulares internos. Tal cambio en la permanencia es lo que
se llama duración biológica.

17.- El organismo: su organización funcional.

La doble comprobación, en el organismo, de una estructura y de


una coordinación de sus fuerzas constitutivas no bastaría para
impedir que viéramos en él un mero complejo contingente y
accidental. Las gotas de lluvia que se reúnen en charco en la
calzada poseen, indiscutiblemente, un orden estructural, puesto que
las moléculas de agua están yuxtapuestas de cierta manera, y una
conjugación de movimientos, puesto que se agrupan. ¿Debemos
admitir que las moléculas, las células y los órganos de un cuerpo
vivo –planta o animal- se juntaron y permanecen juntas –y que las
fuerzas que emanan de ellos forman la duración biológica- por el
simple juego del azar?. El cálculo de probabilidades hace altamente
inconcebible semejante proceso. Más todavía: aun si el azar pudiera
justificar la ensambladura de las partes constitutivas del organismo
y de las fuerzas que éstas manifiestan, no podría explicar el
funcionamiento de las células, de los órganos ni del organismo
mismo. Cada órgano posee una individualidad propia, puesto que
nos es posible, con ayuda de una técnica apropiada, separarlo del
conjunto biológico a que pertenece y hasta mantenerlo
artificialmente en actividad fuera de dicho conjunto. Cada uno
desempeña , por lo tanto, una función particular con vistas a la cuál
está organizado. Su orden estructural no es mera yuxtaposición y
conjugación. Tiene su razón de ser en el efecto que busca y del que
recibe su justificación, exactamente como la máquina es la causa
del producto que fabrica pero encuentra en éste su legitimación. No
se puede concebir la máquina sin intención funcional, ni tampoco el
órgano. Ambos funcionan porque tienen una función que
desempeñar, y su funcionamiento está condicionado por su
estructura. No obstante, si bien el órgano posee cierta
individualidad, no goza de ninguna autonomía. La pata de rana
cortada podrá seguir reaccionando ante ciertas excitaciones, pero su
movimiento no tendrá sentido ni utilidad. La glándula,
convenientemente alimentada en condiciones adecuadas, podrá
seguir secretando, pero su producto no servirá para nada. Dicho
con otras palabras, el órgano no está dirigido por ninguna finalidad
propia o, por lo menos, su finalidad sólo toma sentido cuando está
integrada en el conjunto en cuyo provecho actúa. No olvidemos, por
otra parte, que la operación que consiste en aislar un órgano y
mantenerlo en funcionamiento es artificial y arbitraria. No hemos
aludido a ella sino para mostrar la individualidad relativa de los
órganos, que, en la realidad natural, sólo funcionan cuando están
unidos en el organismo, vale decir ligados entre sí y orientados por
una intención directriz unitaria que los informa superándolos. Ocurre
lo mismo con las células en que podemos disociar analíticamente los
órganos. Pertenecientes a distintas razas y dotadas de propiedades
peculiares, las “unidades biológicas” no se yuxtaponen al azar: se
asocian para constituir los órganos y el organismo todo. Cada una
de ellas tiene su función, que corresponde a sus capacidades. Por lo
tanto, están predestinadas por su ser mismo. Sólo un análisis
superficial nos lleva, pues, a definir los órganos y las células como
los elementos constitutivos de un organismo complejo.
Fisiológicamente, el organismo es simple. Se constituye y funciona
según un pensamiento inmanente que mantiene su unidad esencial
a través de la especialización de cada órgano y de cada célula que
crea y cuya actividad determina. Atribuir a semejante organización
funcional un carácter contingente sería reconocer una intención al
azar, lo que carecería de sentido.

18.- El instinto orgánico.

La intención funcional de los órganos se manifiesta de modo


especialmente claro cuando toma la forma de un instinto. No nos
referimos aquí a la actividad instintiva que proviene de una
experiencia trasmitida por vía hereditaria sino a la que notamos
cuando el órgano es inconcebible sin la norma dinámica que
determina su uso. La serie de actos de reproducción, íntegramente
razonados, que sería indispensable para la constitución del instinto
sexual por hábito trasmitido es impensable, puesto que
presupondría una verdadera adivinación del papel biológico de
órganos cuyo modo de empleo, por definición, ningún instinto
podría dar. El órgano reproductor no tiene sentido ni se concibe sino
acompañado por la tendencia que incita a su dueño a buscar el
órgano complementario, vale decir, muy exactamente, por el
instinto sexual. Se trata aquí de una adaptación a las condiciones
mismas de la evolución biológica del organismo. El instinto no se
diferencia de las leyes fisiológicas, de las cuales no es posible
separarlo. Entre la organización y el instinto hay la misma
continuidad que entre el órgano y la función. El instinto no es sino la
prolongación necesaria, esencialmente prevista, de la ley. Tenemos,
sin embargo, que formular una importante reserva acerca de la
palabra prolongación. Debe quedar bien entendido que la
empleamos sólo en un sentido pragmático: el organismo posee
órganos genitales antes de realizar el apareamiento según las
normas de su instinto sexual. Desde este punto de vista, por lo
tanto, el instinto es la prolongación del órgano y de su organización.
Pero nos sería fácil invertir la relación y decir que el órgano toma su
sentido y hasta se concibe sólo en la medida en que será utilizado y
que, por consiguiente, el instinto debe preexistir al instrumento que
usará, exactamente como la intención creadora del artesano
preexiste a la herramienta que él imagina y fabrica para realizar
aquélla. Estos dos puntos de vista son contradictorios solo en
apariencia. En realidad, los instintos que podemos definir como
prolongaciones de leyes fisiológicas no se distinguen, en su esencia,
de estas mismas leyes. No se puede concebir el órgano sin el
instinto ni tampoco el instinto sin el órgano. Sabemos que el instinto
sexual desaparece si se amputan al animal sus órganos genitales,
pero que, por otra parte, los músculos se atrofian cuando no
funcionan. La razón de este doble fenómeno es muy sencilla: el
instinto no es una tendencia que se agregue al órgano para lograr
su propósito sino el órgano mismo en cuanto lo consideramos como
actuando o, mejor todavía, el orden dinámico del órgano. Separar
estructura e intención es puramente arbitrario, puesto que la
estructura sólo existe en función de su dinamismo inmanente, el
que, a su vez, no puede desarrollarse sino merced a cierta
organización. La estructura es, por lo tanto, funcional como la
intención. Todo eso vale, por supuesto, no sólo para los órganos
sino también para las células y para el organismo que abarca células
y órganos. Las funciones particulares no tienen más autonomía que
las estructuras parciales. No son sino especializaciones y, podríamos
decir, delegaciones del organismo a que pertenecen.

19.- Unidad y complejidad del organismo.

La intención funcional de la célula o del órgano no tiene sentido,


como acabamos de verlo, sino en cuanto está sometida a la
intención directriz del organismo. No sólo las partes son
independientes, hasta el punto de que cualquier modificación de un
elemento del conjunto influye en cada uno de los demás, sino
también que sólo son lo que son por su interdependencia. Ahora
bien: no existe ninguna fuerza de atracción que tienda a agruparlas
y armonizarlas. Por el contrario, tienen más bien tendencia a
trabajar cada una por su cuenta. Células y órganos son lo que son
y, sobre todo, funcionan como funcionan porque el organismo los
dirige. Esto resulta especialmente manifiesto con respecto a los
animales, cuyos “elementos constitutivos” están unidos por una
doble red humoral y nerviosa que los pone en comunicación con el
órgano de mando del conjunto: el cerebro. Este último está regado
por los humores que le trasmiten los productos de la actividad de
cada célula y de cada órgano. Recibe, por los nervios centrípetos,
las informaciones que le son necesarias acerca del funcionamiento
de todo el organismo y de las relaciones de éste con el mundo
exterior. Envía, por los nervios motores, sus órdenes en respuesta a
las circunstancias señaladas por vías química y nerviosa. Es asistido
en su tarea –por lo menos en los animales superiores- por los
centros anexos del bulbo y de la médula espinal, que se encuentran
en la misma posición receptora. Todo eso significa que el organismo
sólo funciona en forma unitaria por estar dirigido por un complejo
nervioso –o, en los animales inferiores y en las plantas, por un
sustituto de dicho complejo- que le impone su intención, la intención
del individuo. Si bien, por lo tanto, la duración biológica es una
síntesis de los dinamismos funcionales de los órganos e,
indirectamente, de las células, como lo hemos visto, esta síntesis es
el resultado de una voluntad centralizadora, y los dinamismos
subordinados ejecutan sus órdenes modificándose según las
necesidades del conjunto de que forman parte, órdenes éstas sin las
cuales no existirían. Son el cerebro y sus centros nerviosos anexos
los que, en los animales superiores, poseen y expresan dicha
intención directriz de la actividad y, por lo tanto, del ser del
organismo. ¿Esto significa que los órganos no son sino instrumentos
al servicio de un cerebro que sería, sólo él, verdaderamente el
individuo biológico?. De ninguna manera, si tal interpretación nos
obligara a considerar estos órganos como indiferentes y el cerebro,
como fisiológicamente imprescindible. Ningún instrumento es
indiferente para quien lo utiliza y las posibilidades de la herramienta
limitan y orientan la actividad creadora del obrero y del artista. El
modo de funcionamiento de los órganos y células modifica el medio
humoral y nervioso del cerebro y, por eso mismo, influye en sus
decisiones. Por otro lado, los animales inferiores y las plantas
carecen de órgano especializado de mando y su intención directriz
se manifiesta de modo difuso, sin localización única. De ahí resulta
que el cerebro, en los individuos que lo tienen, es una mera
diferenciación funcional del organismo. Es éste el que, directa o
indirectamente, se da la unidad estructural y dinámica que lo
individualiza y, por lo tanto, lo realiza. Lo que la observación nos
muestra no es, por consiguiente, una asociación más o menos
compleja de elementos autónomos ni siquiera de partes más o
menos interdependientes sino un organismo uno y simple que se
diferencia, según sus necesidades funcionales, en órganos y células
especializados.

20- La evolución del organismo.

A la primacía del organismo sobre los órganos, tal como acabamos


de analizarla, se agrega una prioridad histórica. Consideremos, en
efecto el desarrollo de un ser viviente a partir de su origen. Aunque
infinitamente complejo, el huevo o semilla primario no es un
microorganismo y en vano buscaríamos en él órganos en escala
reducida. A pesar de su heterogeneidad constitutiva, podemos,
pues, hablar de su indiferenciación con respecto a sus estados
estructurales posteriores. Sólo poco a poco los órganos se diseñan,
se precisan, crecen y se ordenan sin que nada esencial haya sido
agregado a la célula originaria. Sabemos, por otro lado, que dicha
célula poseía en potencia la estructura del organismo y, de modo
general, todo su desarrollo, vale decir todas sus posibilidades. La
evolución histórica del ser viviente implica, por lo tanto, la acción,
sobre una materia prima adquirida, de un “poder organizador”,
inmanente al huevo o semilla, que se manifiesta según las
exigencias funcionales de la vida. Pero decir que la célula originaria
contenía dicho “poder” en forma potencial no significa que la fuerza
de organización le estaba como agregada. Lo que hace que el huevo
sea el huevo y no una pequeña masa cualquiera de protoplasma, es
precisamente este conjunto dinámico de posibilidades que implica la
evolución diferenciadora, indispensable a la vida autónoma del ser
viviente. Luego, podemos legítimamente decir que el huevo es ya el
organismo, aunque todavía no posee los órganos que se formarán
posteriormente. De ahí la evidencia de la prioridad del ser corporal
sobre sus partes, evidencia ésta que no es menos manifiesta si
consideramos ya no la estructura sino el dinamismo, y no sólo el
dinamismo de diferenciación sino también los dinamismos de
conservación y de adaptación, cuyos factores son secreciones
todavía mal conocidas, en particular las hormonas glandulares de
los animales superiores, que rigen y controlan la acción del “poder
organizador”. En el curso de su proceso de desarrollo, el organismo
crece, pero solamente hasta cierto tamaño que varía con la especie
y la raza y con el individuo. A lo largo de toda su existencia, rige la
adaptación de los órganos a sus condiciones de subsistencia y
funcionamiento, que son las que impone a cada uno el medio de
que forma parte, vale decir el todo unitario que exige de él no sólo
cierta actividad sino también ciertas modificaciones de su actividad.
Por otro lado, el ser viviente se adapta a sí mismo para mantener o
restablecer su armonía interna, vale decir se adapta sin cesar a las
variaciones individuales de sus órganos. Cuando uno de ellos
padece una infección, el organismo todo modifica su ritmo y sus
intercambios. El organismo obra en defensa del órgano y toma las
medidas necesarias para el restablecimiento de su dinamismo
natural, pero lo hace en su propio interés, y no en el del órgano
cuya actividad y, luego, cuya salud no tienen sentido sino con
respecto al conjunto organísmico. La adaptación del ser viviente a sí
mismo responde, por lo tanto, a su intención directriz unitaria.
Ocurre lo mismo en lo que atañe a su adaptación al medio exterior,
y las modificaciones que resultan de ella tienden a mantener la
armonía interna frente al mundo que actúa sobre el organismo. La
adaptación biológica demuestra, no sólo la primacía del conjunto
unitario sobre su diferenciación dinámica sino también la prioridad
de la intención directriz organismica, sin la cual el proceso
adaptativo, en todos sus aspectos, carecería de cualquier sentido.
Así vemos tejidos ya diferenciados transformarse el uno en el otro
para la reparación de un hueso o la cicatrización de una llaga. Sin la
intención directriz y, luego, la unidad organísmica fueran el
resultado de una asociación de células y órganos y la resultante de
sus dinamismos individuales, no les sería posible volver sobre una
diferenciación de la que no serían la causa sino el efecto.

21.- La intención directriz organísmica.

Sin sus facultades adaptativas, el organismo estaría en la


imposibilidad de funcionar, o sea de vivir, puesto que su
funcionamiento depende de la armonía o, mejor dicho, de la
armonización de sus órganos cuya adaptación no es sino respuesta
a la presión que ejerce sobre ellos la intención directriz organísmica.
Sería, además, incapaz de resistir las continuas modificaciones del
medio exterior, que influyen en él. Para el organismo, adaptarse es
crear en él el estado que mejor corresponda a sus condiciones
internas y externas de existencia. Todo nuevo estado es, por lo
tanto, el resultado de un verdadero juicio sobre el valor del
funcionamiento organísmico con respecto a las fuerzas diversas que
tienden a trabarlo o a impedirlo. Pero un juicio es una operación
eminentemente intelectual. ¿El organismo está dotado de
inteligencia?. Sin duda alguna, puesto que, por la adaptación,
reconoce la insuficiencia de su estado presente en un medio
modificado y elige entre sus posibilidades virtuales de evolución la
que le permita transformarse de tal modo que se restablezca la
armonía vital comprometida. Esta inteligencia inmanente al
organismo la hemos encontrado ya cuando hemos hablado del
“poder organizador” que se manifiesta en la ontogenésis. Pues
establecer entre moléculas, células y órganos relaciones que tengan
un sentido intencional constituye una actividad intelectual. Ahora
bien: la adaptación consiste en la modificación de la estructura y del
dinamismo, o sea de relaciones previamente establecidas. Tiene por
resultado la conservación del orden funcional. La construcción del
organismo y su adaptación no constituyen, pues, sino dos aspectos
de una misma exigencia vital, vale decir de una misma intención de
funcionar. La inteligencia biológica no es sino la intención
organizadora y orientadora del ser viviente, a la vez plan de la
evolución individual e ímpetu de realización de dicho plan, o sea el
“ímpetu vital” de Bergson, pero con tal de precisar bien su
verdadera naturaleza intelectual y, además, de notar que progresa
por elección entre sus posibilidades potenciales y no por creación
lisa y llana de formas nuevas sin precedentes. La inteligencia
orgánica procede por actualización creadora, esto es por elaboración
de lo que ya existe en potencia pero hubiera podido no actualizarse.
El organismo, pues, está determinado por sus virtualidades
originarias, en el sentido de que no puede devenir sino su propia
esencia, pero se crea en la medida en que elige entre sus
posibilidades, según sus necesidades de adaptación a sí mismo y al
mundo exterior. Elección ésta muy limitada, por cierto, ya que debe
respetar el orden estructural y dinámico que condiciona el
funcionamiento orgánico y puesto que, además, las virtualidades
disminuyen a medida que se desarrolla la evolución individual:
desaparecen no sólo las que se realizan y se hacen historia sino
también todas las que, en otras circunstancias, hubieran podido
elegirse y no se eligieron. La historia de su vida pasa, por lo tanto,
sobre el organismo, a la vez por sus rechazos sucesivos de
posibilidades que han sido descartadas definitivamente de su
devenir y por sus elecciones sucesivas que actúan sobre sus
decisiones futuras. El organismo se encuentra en la situación del
ajedrecista que ve, con cada jugada, reducirse sus posibilidades de
elección. Tiene que adaptarse constantemente no sólo al juego de
su adversario –el mundo exterior- sino también a su propia situación
presente, resultado de toda su evolución anterior. Sería inexacto,
pues, decir que la intención directriz organísmica obra según un
plan preestablecido y que la evolución vital se dirige, por caminos
que dependen de las circunstancias, hacia una meta asignada de
antemano. El plan existe, en forma de posibilidades potenciales, o
sea con innumerables variantes. Pero no se realiza de modo
necesario: se cera por elección constante entre dichas posibilidades,
según las exigencias de la adaptación a las condiciones internas y
externas de la actividad funcional. El único fin de la inteligencia
intencional es el funcionamiento del organismo, vale decir su vida,
en el más alto grado posible.

22.- La duración organísmica.

La diferenciación, constructiva o adaptativa, del organismo no es


distinta de su progresión en el tiempo, vale decir del haz de ritmos
que hemos llamado duración biológica. Pero cada uno de estos
ritmos pertenece a una célula, un órgano o un sistema de órganos
que posee no sólo una individualidad estructural sino también una
individualidad evolutiva y, luego, una intención propia que rige su
movimiento funcional. La duración organísmica, ya lo hemos dicho,
es una síntesis y no una mera resultante. La intención unitaria es
anterior a la diferenciación que dirige. La duración organísmica es
creación voluntaria de la intención directriz que obliga a convergir a
los procesos funcionales de las células, los órganos y los sistemas
orgánicos que ella misma diferencia. Podemos comparar esta
duración fisiológica con la evolución de una familia cuyo padre
mantiene en tutela a los hijos que engendró, y a quienes dio así
cierta individualidad, y los obliga a vivir y trabajar en común en una
armonía sin la cual el grupo desaparecería. El dinamismo familiar no
existe sino por este esfuerzo unitario permanente. Pero su dirección
no depende solamente de la intención del padre sino también de la
actividad de cada uno de los hijos. O, más exactamente, el jefe de
familia tiene por única intención la vida armoniosa del grupo y cada
una de sus órdenes expresa su voluntad exclusiva de adaptarlo a él
mismo y al mundo que lo rodea y presiona. Así la inteligencia
organizadora inmanente al organismo asegura el funcionamiento
unitario del conjunto que creó. Es ella, por lo tanto, la que
constituye la duración, vale decir el dinamismo unificado, del ser
viviente, utilizando para lograrlo, por lo menos en los animales
superiores, un órgano especializado, el cerebro, y su red de
comunicaciones. Pero tengamos el cuidado de no individualizar la
inteligencia intencional considerándola una especie de jefe de
estado mayor, que, desde su puesto de mando y utilizando sus
teléfonos, dirigiera el movimiento de sus tropas. No sólo está
omnipresente en el organismo sino que también es dicho organismo
que, sin ella, es impensable salvo en forma de un montón de
materia fisicoquímica. Cada célula y cada órgano sólo funcionan
porque son no elementos especializados, lo que supondría la
posibilidad de su existencia sin intención organizadora, sino
inteligencia. Esto no impide que cada célula y cada órgano tenga su
dinamismo funcional –vale decir, su duración- propio, que no está
integrado en el organismo unitario sino por la acción sintética del
cerebro o de su substituto diluido, pero que sin embargo no tendría
sentido fuera del organismo. Debemos, pues, considerar la actividad
intelectual orgánica en dos aspectos, o sea, de modo más preciso,
en dos procesos complementarios: por un lado la penetración de la
inteligencia a partir del germen originario, en la materia
fisicoquímica que asimila y organiza en células y órganos
diferenciados de tal suerte que responden a las exigencias de la
especialización diferenciada del organismo; por otro lado, su
coordinación en un todo dinámico de los elementos así constituidos.
La inteligencia intencional obra, por lo tanto, como el ingeniero que
construye las máquinas necesarias para su fábrica, las ensambla y
asegura su funcionamiento armónico. Pero esta comparación sólo
vale con tal de notar que, en el organismo, el ingeniero es
inmanente a la fábrica y no se diferencia de ella sino por análisis. La
duración biológica no es un producto de la inteligencia organísmica:
es esta misma inteligencia incorporada a la materia constitutiva, que
está progresando en el tiempo e inserta al ser viviente en el mundo.

23.- Memoria y previsión organísmicas.

La duración, organísmica u orgánica, implica una sucesión de


acontecimientos, vale decir una historia. No todos estos
acontecimientos son únicos en su género ni, por lo tanto,
totalmente nuevos en cuanto a sus características. A menudo se
repiten movimientos, en el sentido más amplio de la palabra, y su
repetición los hace más precisos y más rápidos. Cuando un
organismo humano adquiere una técnica manual o cuando se
prepara para un deporte, sus gestos –y toda la actividad funcional
del organismo que los sustenta y respalda- se vuelven cada vez más
fáciles de ejecutar. El cuerpo y, más especialmente, tal o cual de sus
órganos aprenden –vale decir recuerdan cada vez mejor-, frente a
determinada dificultad, el movimiento necesario para vencerla. Esta
habilidad, producto de la memoria orgánica, puede llegar a ser
hereditaria y se la llama entonces instinto, confundiéndola a la vez
con la ley funcional del órgano, a que aludimos más arriba, y con el
fenómeno psíquico del mismo nombre que consideraremos en el
próximo capítulo. Con respecto a este último punto, la confusión no
es arbitraria, pues se trata en ambos casos de una actividad
mnemónica semejante al hábito. De modo general, el pasado, vale
decir, la historia, del organismo es actual en cuanto recuerdos y se
impone al presente y al futuro. El ser fisiológico no dura sólo según
el instante vivido del plan que va realizando. Tiene registrado su
pasado y dicho pasado interviene en su organización inmediata.
Cada acontecimiento se imprime en él en forma de modificaciones
definitivas de sus células y de sus humores. El envejecimiento de un
órgano o de un cuerpo no es sino su individualización creciente o,
considerado desde otro punto de vista, la evolución de su duración
en cuanto historia. La materia viva crea su porvenir eligiendo entre
sus posibilidades la que mejor lo adapta a sí mismo y al mundo
exterior y tal elección procede de su ser presente que no es sino el
producto de su pasado. Lo cual no significa, por cierto, que dicho
pasado contenga exclusivamente lo accidental de la historia. Lo que
habría podido no ser determina la elección, pero sólo entre las
posibilidades previstas por la intención directriz inmanente. La
materia viva, por lo tanto, está dotada de memoria, pero también
de lo que parece ser un don profético. Ya lo hemos comprobado en
cuanto al instinto orgánico: el instrumento está construido según su
función posterior, que tiene que conocer con anticipación. El órgano
sexual no se constituyó sino en previsión de su unión con otro
órgano complementario que pertenece a otro individuo. Ocurre lo
mismo en todos los niveles de organización de la materia viva. El
glóbulo blanco prevé su acción posible sobre un microbio no sólo
exterior al organismo a que él mismo pertenece sino también
desconocido hasta entonces en la especie. Si se extirpa un riñón a
un enfermo, el otro duplica su volumen aunque, en su estado
normal, habría sido capaz de satisfacer ampliamente las necesidades
del organismo: prevé una posible actividad excepcional. Tejidos y
órganos están organizados, por lo tanto, con vistas a lo que será
pero también a lo que podrá ser. ¿Don profético? Sin duda, si se
quiere expresar con estas palabras el simple conocimiento del
futuro. No en un sentido exacto, pues no se califica de profeta al
automovilista que ha estudiado su itinerario y previsto su reserva de
nafta con vistas a un posible desvío. También la materia viva es más
previsora que profética. Conoce la meta que debe alcanzar y los
varios caminos que las circunstancias la pueden obligar a tomar y se
organiza en consecuencia. Para hacerlo, necesita haber pensado su
recorrido, lo que implica posesión y conocimiento del mapa de su
futuro real y virtual.

24.- Finalidad y contingencia de la materia viva.

El ya mencionado poder de adaptación, gracias al cual el


organismo se acomoda a sus variaciones internas y a las del medio,
se explica del mismo modo. Por el juego combinado de procesos
complejos, el ser vivo se modifica constantemente para responder
de modo satisfactorio a las necesidades del momento. Algunas de
éstas son normales, en el sentido de que se manifiestan
ineludiblemente en la vida del individuo considerado. El hombre, por
ejemplo, mantiene automáticamente su temperatura entre ciertos
límites y asimila sus alimentos. A veces, por el contrario, el
organismo se defiende contra fenómenos accidentales. Sus tejidos
se adaptan a la ruptura de un vaso sanguíneo o a la fractura de un
hueso. ¿Diremos que la materia viva había previsto lo accidental?.
Habría contradicción en los términos y tendríamos que admitir con
Carrel que la adaptación profética es ininteligible a la luz de
nuestros conceptos de organización, espacio y tiempo. Pero no
ocurre lo mismo si consideramos que el organismo prevé lo
accidental posible. Un constructor de automóviles vende un coche
en el Africa ecuatorial: la máquina funciona perfectamente en un
medio de temperatura constantemente alta. Un día, su propietario
se va de viaje de turismo a Suecia y encuentra allá 20 grados bajo
cero. El coche se adapta al frío: la circulación del agua disminuye
por efecto de un termostato y el motor funciona con la misma
temperatura interna que en el corazón de Africa. El fabricante no
era profeta y no sabía de antemano que el automóvil en cuestión
iría a Suecia. Simplemente había previsto su funcionamiento en
cualquier latitud y lo había provisto de un sistema de adaptación al
frío tanto como al calor. La materia viva, que es su propio
constructor, actúa del mismo modo. Se provee de un sistema de
adaptación a circunstancias que se producirán o no. Podríamos decir
del organismo lo que los teólogos dicen de Dios: no prevé, ve. No
prevé su porvenir, contingente en alguna medida; ve el plan
multiforme de su desarrollo, con las varias soluciones previstas de
los posibles problemas, y lo ve porque lo lleva en sí. La materia viva
tiene, por lo tanto, un doble carácter teleológico y contingente. Por
un lado, está organizada según una intención directriz orientada
hacia el desarrollo del individuo y de la especie. Pero, por otro lado,
está obligada en cada momento, por su propia historia parcialmente
contingente y por el medio exterior que no depende de ella, a una
elección entre varias posibilidades igualmente previstas. El azar
triunfa a veces, precisamente cuando impone al organismo una
situación para lo cual su inteligencia organizadora no tiene
respuesta. Sobreviene entonces la degeneración o la muerte. El ser
vivo sólo vence en la medida en que su finalidad domina la
contingencia, vale decir siempre que posea virtualmente la
contestación adecuada al accidente. Su creación, no obstante, es
original porque lo que contiene en potencia no se realiza
necesariamente sino que depende por el contrario de la
contingencia interior y exterior de que no es dueña. Si el organismo
estuviera dotado de reflexión, tampoco podría predecir su futuro.
Pero lo prevería, sin embargo, como una posibilidad entre
innumerables otras. Decimos innumerables porque no hay que
olvidar que el ser vivo hace en cada momento de su duración, entre
varias virtualidades, una elección que depende en alguna medida
de contingencias exteriores a él. La inteligencia orgánica no tiene
nada de orden mecánico. Se modela, por el contrario, sobre el
medio en que se desarrolla, pero solamente en la medida en que ha
previsto tal o cual eventualidad.

25.- La energía orgánica.

La finalidad que el organismo manifiesta en la creación y


conservación de sus formas y en el dinamismo de sus funciones la
encontramos también si consideramos al ser vivo desde el punto de
vista de sus procesos energéticos. Estos, ya lo hemos mencionado,
son de naturaleza fisicoquímica y, enfocados aisladamente, sólo se
diferencian de los que notamos en la materia bruta por su más alto
grado de complejidad. Con excepción de las plantes verdes, que
actúan por fotosíntesis, la energía que utilizan los organismos
proviene de reacciones de oxidación. La síntesis de los elementos
constitutivos de las células y la concentración de sustancias siempre
implican, como también el trabajo mecánico de la materia viviente,
transferencias de energía química por intercambio directo o
indirecto de hidrógeno. Asimismo existen en las células verdaderos
equilibrios termodinámicos que provienen de procesos de
oxidorreducción y gracias a los cuales se conserva la composición
química a través de los cambios metabólicos. Esta autorregulación,
asegurada por la acción de catalizadores –enzimas y hormonas-,
tiene un significado funcional que se refiere al organismo todo,
como lo prueba la multiplicación celular anárquica e ilimitada de un
tejido cultivado, con el aparato de Carrel-Lindbergh, fuera del
conjunto a que pertenece. Más definida aún, en el mismo sentido,
es la energía eléctrica que se manifiesta en todos los niveles de la
materia viva. Todo parece indicar que la célula constituye, desde
este punto de vista, un oscilador cuyo ritmo varía con la actividad,
vale decir según los cambios funcionales que dependen del
organismo en el conjunto. El fenómeno se nota claramente en el
sistema nervioso de los animales superiores y, especialmente, del
hombre. El cerebro emite ondas regulares que expresan variaciones
rítmicas de potencial eléctrico y cuya frecuencia aumenta con la
actividad mental. El trabajo intelectual no incide, prácticamente, en
la intensidad del metabolismo ni exige, por lo tanto, un consumo
energético especial. Pero sí provoca modificaciones cualitativas. Lo
mismo ocurre con el influjo nervioso. La red trasmisora de
excitaciones de origen externo y de impulsos motores de
procedencia interna parece manifestar siempre la misma energía
eléctrica, pero con un potencial que varía con el estímulo, aunque
no necesariamente en forma proporcional a éste. De confirmarse
esta interpretación, el influjo nervioso sería, por lo tanto, el
resultado de un cambio cualitativo de una energía preexistente y
constante, al margen de las variaciones metabólicas secundarias del
tejido. De cualquier modo, el sistema nervioso constituye el factor
instrumental del funcionamiento unitario y, por consiguiente, de la
finalidad esencial del organismo. La energía orgánica no existe como
forma particular. Es la misma energía que estudiamos en el capítulo
anterior, pero sometida a las condiciones que le imponen las
necesidades de la actividad organísmica. Las bioondas que emite la
materia viva, la luminescencia de ciertos insectos y bacterias, la
carga eléctrica de alto voltaje de ciertos peces y hasta los
fenómenos de ideoplastia –proyección material de imágenes
mentales-, cuya realidad objetiva parece haber demostrado
científicamente la parapsicología, son simples expresiones
particulares de las formas conocidas de energía.

26.- Naturaleza de la vida.

Estamos muy lejos, pues, de poder definir la vida como una “forma
de energía”, según la fórmula consagrada. Por el contrario, es la
energía la que adopta modalidades variables para responder a las
exigencias de la vida y, por lo tanto, está subordinada a esta última.
Aclaramos de inmediato que nada, en nuestros análisis anteriores,
nos autoriza a dar a la palabra vida otro significado que el de un
concepto. Lo único que nuestra experiencia nos permite afirmar es
un multiplicidad de organismos, extraordinariamente variados en
cuanto a sus modalidades y grados de organización, que tienen
todos algunas propiedades comunes que los diferencian de otros
complejos objetivos. La primera de ellas es la unidad. El ser vivo es
un sistema cerrado de partes, ordenadas en sí y entre sí, que se
complementan y que carecen de sentido fuera del conjunto que
integran. Está claramente definido en el espacio y, a pesar de un
intercambio continuo, bien separado del mundo exterior. Lo hemos
visto formarse, en el proceso de morfogénesis, a partir de una
célula primaria y por diferenciación interna. La unidad del organismo
es, por lo tanto, anterior y superior a la multiplicidad de las células,
tejidos y órganos tanto como a la multiplicidad de los dinamismos
funcionales. La estructura y el funcionamiento de cada una de sus
partes proceden de una armonía unitaria potencialmente
preestablecida. De ésta dimana la segunda propiedad de la materia
viva: la individualidad, vale decir la indivisibilidad. Si cortamos un
cristal en dos o en diez, cada fracción conserva sus características
esenciales y, en el medio adecuado, crece hasta adquirir el volumen
del conjunto primitivo. Al dividirse el ser vivo, sólo sigue existiendo,
en el mejor de los casos, uno de los pedazos: los demás se
descomponen, salvo en los casos –totalmente distintos- de
reproducción por esciparidad, cuando cada fragmento se convierte
en un embrión. Para conservar su individualidad, el organismo
recurre a una tercera propiedad: la autonomía. Depende del medio
en el cual se desarrolla, puesto que no puede subsistir sin absorber,
asimilar y rechazar energía consistente y fluida. Pero no sufre
pasivamente las influencias exteriores: las puede buscar o rehuir; se
las adapta o se adapta a ellas, o las combate con mayor o menor
éxito. No se trata de una autonomía absoluta, pues el organismo
forma parte del universo, pero sí de una capacidad de acción
voluntaria, en el sentido propio de la palabra, vale decir de acción
intencional. Lo cual supone la espontaneidad –cuarta propiedad del
ser vivo-, o sea el poder de producir las reacciones necesarias para
la conservación del conjunto organísmico. Queda, por fin, la ya
mencionada finalidad. El organismo no es la suma de sus partes
orgánicas, tisulares ni celulares. Por el contrario, sus elementos
constitutivos se forman y funcionan con vistas al conjunto que los
abarca y de que nacen. El ojo sólo toma sentido si existe un cerebro
para recibir e interpretar los estímulos captados y ordenar, en
función del organismo todo, los movimientos adecuados. La vida,
pues, no es una resultante sino un fin que determina sus propios
medios estructurales y dinámicos. Lo cual supone un ordenamiento
particular de los átomos, moléculas células, tejidos y órganos. Pero
todo ordenamiento procede de la acción de una inteligencia que
establece entre elementos sueltos relaciones coherentes. La
inteligencia organizadora, que ya hemos mencionado, es por lo
tanto el factor esencial de lo que, por abstracción, llamamos la
vida: una inteligencia organizadora que tiene la intención y el poder
de imponer a la materia bruta el orden necesario para que los
objetos que con ella constituye tengan las propiedades que, en
conjunto, caracterizan al ser viviente.

III – EL ESPIRITU

27.- Los fenómenos psíquicos.

Las actividades fisiológicas que analizamos en el capítulo anterior


no son las únicas que manifiestan los organismos vivos o, por lo
menos, algunos de ellos. Cuando un rayo de luz golpea el ojo de un
animal, se producen modificaciones del órgano en cuestión y de las
células que lo constituyen, un influjo nervioso informativo llega al
cerebro y, en algunos casos, otro influjo nervioso –motor-
desencadena un movimiento muscular. Así descrito, el proceso no
es fundamentalmente distinto del que caracteriza, por ejemplo, a un
distribuidor automático de golosinas. Sin embargo, la máquina
responde siempre de la misma manera a la excitación provocada
por la moneda. Por el contrario, el organismo vivo reacciona a
menudo de modo inesperado. Esta aparente indeterminación
proviene de la intercalación, entre el influjo informativo y el influjo
motor, de una imagen que expresa no los pocos cuantos
aprehendidos por el órgano sensorio sino una representación de la
fuente de la energía excitadora. Si la imagen fuera una reproducción
fiel del objeto, nos encontraríamos con un epifenómeno de
naturaleza desconocida, que merecería por cierto nuestra atención
mas no tendría incidencia alguna en el proceso de la percepción.
Pero no es así. La imagen que surge como consecuencia de una
excitación sensorial está constituida, sin duda, por factores
representativos del objeto, mas también por elementos que
provienen de representaciones anteriores de objetos que no tienen
ninguna relación actual con el organismo perceptor. A este conjunto
extraño de datos presentes y pasados se agrega una coloración
subjetiva deformante que procede de la duración cenestésica, vale
decir del funcionamiento organísmico en general y, a veces, de tal o
cual órgano en particular. Por otro lado, la imagen en cuestión no es
el único fenómeno de su especie. Se constituye dentro de un flujo
formado por elementos de la misma naturaleza, presentes y
pasados en cuanto a su nacimiento pero siempre presentes en lo
que atañe a su acción. Flujo éste que se apodera de la nueva
imagen y modifica sus datos para incorporársela. De ahí que la
respuesta motora a la excitación sensorial sea, por lo general,
imprevisible. No sólo, pues, interviene en el proceso fisiológico un
intermediario extraño sino que éste desempeña en él un papel
activo. Por otro lado, la imagen mnémica puede por sí sola, vale
decir sin excitación sensorial presente, producir el mismo efecto
motor que la imagen de inmediato origen exterior. En fin, imágenes
carentes de base objetiva pueden surgir y, solas o mezcladas con
representaciones pasadas y presentes, encadenarse apara crear
procesos ajenos a la realidad percibida. Nos encontramos, por lo
tanto, ante fenómenos distintos de los que analizamos
anteriormente aunque tan íntimamente vinculados con ellos que no
se los puede considerar aisladamente. Tales hechos que llamamos
psíquicos los comprobamos en nosotros mismos gracias a la
capacidad de desdoblamiento que posee nuestra conciencia. Por
analogía de comportamiento, admitimos válidamente su existencia
en los otros animales que más se nos parecen y tenemos buenos
motivos para suponerlos en los demás. Notamos, por el contrario,
muy pocos indicios de su presencia en las plantas, tal vez por
deficiencia de nuestros medios de observación. Por supuesto, las
actividades psíquicas no son idénticas, cuantitativa ni menos
cualitativamente, en todos los organismos que las evidencian. La
experimentación nos permite, por el contrario, comprobar al
respecto variaciones que son proporcionales al grado de
organización fisiológica.

28.- La inteligencia racional.

Entre las distintas actividades psíquicas, una se destaca por la


relativa independencia de su desarrollo y el alcance de sus
realizaciones. Su manifestación es indiscutida entre nosotros: el ser
humano goza de razón. No sólo siente: reflexiona. Entiende o cree
entender una porción del mundo que lo rodea y delibera antes de
actuar. Su mente posee, además, un poder creador capaz de
objetivizar sus imágenes proyectándolas en la materia. De dicha
razón, la experiencia nos permite, por simple observación, formar
un concepto funcional, vale decir expresar no lo que es sino para
qué sirve. Sabemos que gracias a ella el hombre se desenvuelve en
la vida de manera especialmente eficaz: nos basta, para
comprobarlo, comparar el ser humano adulto y normal con el niño
que todavía no ha alcanzado “la edad de la razón” o con el loco que
“ha perdido la razón”. Sin embargo, la eficacia directriz no pertenece
exclusivamente a la inteligencia racional y no puede bastar, por
consiguiente, para caracterizarla: la intuición y el instinto permiten,
en ciertas oportunidades, obtener resultados tan satisfactorios, si no
más. Pero hay una diferencia fundamental. El hombre que actúa
según su razón sabe porqué toma tal decisión más bien que tal
otra. Establece una relación –o una serie de relaciones- de
causalidad entre la meta que alcanzar y los medios que emplear.
Este porqué del hombre racional es el factor que le permite salir de
lo particular presente y establecer conceptos y leyes de valor
general, por lo menos dentro de ciertos límites. El intuitivo o el
instintivo que ignora “las razones” de su gesto debe limitarse a
esperar la nueva inspiración de la cual depende. El ser racional, por
el contrario, domina el proceso que lo ha llevado a actuar o a
entender. Es, por lo tanto, capaz de reproducir un resultado
determinado a partir de sus causas, como también de buscar
nuevos resultados a partir de causas nuevas. Mientras que el insecto
rehace incansablemente el mismo gesto, el hombre sabe elaborar
una técnica que le permita progresar en el doble campo del
conocimiento y de la acción. Sin embargo, el movimiento de causa a
efecto, en la medida en que precisamente no se repite idéntico a sí
mismo, vale decir no es singular, no puede aplicarse a imágenes de
objetos, siempre singulares. Estableceríamos una relación de
causalidad, extraída de la experiencia, entre tal piedra
individualizada y su caída en el espacio, pero no llegaríamos con ello
a la ley de la caída de los cuerpos. Registraríamos cien o mil
imágenes de bolas o de pelotas, cada una con sus propiedades
particulares, pero no podríamos prever los caracteres generales de
una bola aún no aprehendida por nuestros sentidos. No obstante, la
razón permite tal previsión, que es el objetivo de toda ciencia. La
bola que tenemos a la vista, la pensamos no sólo en sí misma sino
también en una fórmula que se aplica a todas las bolas posibles,
porque nuestra razón ha sabido abstraer el concepto de esfera de
todas las imágenes de bolas que formaron parte de nuestra
experiencia. Gracias a dicho concepto, que no existe sino en nuestra
mente pero que sin embargo no es arbitrario, puesto que
corresponde a la esencia real del objeto, nos es posible prever, vale
decir imaginar –o sea inventar- bolas que todavía no existen o que
se encuentran fuera del campo espacial o temporal de nuestra
experiencia. La abstracción constituye, por lo tanto, una actividad
primordial de la razón. Si conceptos, ésta estaría limitada a la
comprobación lisa y llana. No establecería relaciones sino entre la
imagen del objeto presente y la del mismo objeto anteriormente
percibido. Si llevamos a su límite la hipótesis de una razón sin
conceptos, llegaremos a negar la percepción y el lenguaje, puesto
que ni la imagen de una bola ni la palabra que la expresa tiene
sentido sin el concepto de esfera. Sin imágenes perceptivas ni
palabras, nuestro pensamiento quedaría reducido a la sensación
pura y al recuerdo de sensaciones puras: perdería todo sentido.
Llegamos a la misma conclusión si consideramos la ley. La
inducción, que nos permite establecer ésta partiendo de hechos
aislados, busca la relación de causalidad común a una serie de
fenómenos. Es a esta relación que llamamos ley. No se trata de una
constante del mundo real sino de la que nuestra razón establece
entre imágenes. Pero hay, por lo menos en alguna medida,
coincidencia entre el movimiento real y el movimiento psíquico que
lo expresa. De cualquier modo, por la inducción nuestra razón
desgaja de hechos particulares una relación de orden general,
mientras que por la deducción descubre o prevé el hecho particular
a partir de la ley. Nuestra inteligencia racional aparece, pues, como
un instrumento que pone orden en nuestra vida psíquica y organiza
sus imágenes con vistas a darles sentido. Pero no se trata
solamente de un ordenamiento de elementos adquiridos. Por sus
procesos inductivo y deductivo, la razón nos permite además
progresar en cuanto a conocimiento y acción. Sin ella, la ciencia
sería meramente descriptiva, suponiendo que la descripción pudiera
hacerse sin orden racional. Sin ella, como ya hemos visto, la vida
psíquica tendría que limitarse al mundo impensable de la sensación
pura.

29.- Razonamiento e imaginación.

La inteligencia racional no actúa, por consiguiente, como una


fuerza que impusiera desde afuera cierto orden al flujo de la
conciencia. Decir que la razón ordena –u organiza- el pensamiento
podría hacer suponer que dicho pensamiento existiría, en desorden,
sin ella. Evidentemente no es así. La inteligencia racional es no sólo
inmanente a la corriente psíquica sino también esencial para el
pensamiento. No se sobrepone a éste para darle una orientación
particular: es una de sus partes integrantes. Digamos mejor: lo crea
al desarrollarse en el tiempo. La hemos visto formar el concepto,
porque éste es la materia prima del razonamiento, vale decir de su
propia actividad. La hemos visto ordenar los conceptos según las
exigencias de su propia duración. Pero no podemos admitir la
existencia de un concepto ni de un razonamiento sin razón, porque
la inteligencia racional es dicho concepto y dicho razonamiento en la
medida en que son pensados y no artificialmente fijados en el papel.
La razón no es comparable con un ingeniero que fabrica ladrillos
para utilizarlos después en la construcción de una casa sino con el
chorrito de sangre que constituye con su propia sustancia las células
que formarán el vaso por el cual se orientará. Tenemos, por lo
tanto, que rectificar los datos del sentido común que
provisionalmente habíamos aceptado al comienzo del presente
análisis. Decir que el niño no tiene “la edad de la razón” o que el
loco “ha perdido la razón” parece, en efecto, admitir que la vida
psíquica puede desarrollarse sin la razón y que ésta le es útil pero
no necesaria: lo cual es inexacto, puesto que la razón constituye la
trama creadora del pensamiento. En realidad, la vida psíquica del
niño está desenvolviéndose y no ha alcanzado todavía su pleno
poderío, mientras que la del loco está desarreglada. Pero en ambos
casos, la razón existe en la medida misma del pensamiento, cuyo
factor determinante constituye. Por otro lado, sólo en algunos
individuos especialmente dotados para la abstracción los conceptos
dominan la vida psíquica. Para la mayor parte de los seres humanos,
la imagen conceptual no es generalmente sino una superposición de
imágenes concretas cuyos rasgos comunes son intuidos más que
entendidos. La experiencia nos veda, sin embargo, oponer razón e
imaginación. Nos parece, a primera vista, que se trata de dos
modos de pensamiento totalmente distintos porque el rigor del
razonamiento contrasta con la fantasía de la imaginación. Pero, si
analizamos esta última, comprobamos que se reduce a nuestro
poder de encadenamiento de imágenes de origen diverso según el
juego de nuestro dinamismo mental, en una victoria continua sobre
la incoherencia fundamental del mundo de los sueños. A los
conceptos del razonamiento se sustituyen las imágenes, pero el
orden sigue siendo el mismo, el de nuestro pensamiento, el de la
finalidad de nuestro yo. Si el lógico piensa con palabras que
expresan conceptos, el músico piensa con sonidos, el pintor con
colores y el escultor con volúmenes. Dicho de otro modo, el
imaginativo –cada uno de nosotros en cuanto a imaginativo- piensa
con imágenes exactamente como piensa con palabras, y la
imaginación del loco sufre la misma ausencia de orden que su
razón. Tenemos, pues, que admitir la existencia de una inteligencia
imaginativa tanto como la de una inteligencia lógica, y nuestro
análisis nos ha demostrado que se trata de dos aspectos de nuestro
pensamiento en cuanto organizado, o sea en cuanto orientado hacia
un fin. Maneje conceptos, palabras o imágenes, la actividad psíquica
siempre se presenta como un orden en movimiento, vale decir un
ritmo: el ritmo vital de nuestro ser.

30.- Relaciones matemáticas y relaciones funcionales.

La similitud esencial de los procesos racional e imaginativo, tal


como acabamos de notarla, basta para descartar la confusión en
que a menudo se incurre entre pensamiento psíquico y matemático.
En la mente de algunos racionalistas, el matemático
representa lo sumo de la inteligencia y todo pensamiento
sólo es inteligente en la medida en que es matemático. Sin
embargo, de ser posible reducir el pensamiento a un orden
matemático de las palabras, lo cual está lejos de abarcar la
totalidad del fenómeno, cualquier intento de explicar del
mismo modo la imaginación está necesariamente destinado
al fracaso. Ciertas relaciones de imágenes pueden sin duda
expresarse en fórmulas matemáticas, pero no el juicio –
operación eminentemente intelectual y subjetiva a la vez-
que formamos sobre una imagen o un conjunto de imágenes
y por el cual establecemos una relación entre esta o estas
imágenes y nuestra vida interior considerada en su
totalidad. Cuando decimos que el agua está caliente, el calor del
líquido puede medirse y expresarse por un número, pero no el juicio
que formamos al respecto, el que no se refiere a la temperatura del
agua sino a una relación entre dicha temperatura y nuestra
sensibilidad al calor en determinado momento. Asimismo, cuanto
afirmamos la perfección del arco ojival de una iglesia, no es la
ecuación representativa de las dos curvas combinadas la que
expresa mejor nuestro juicio estético sino una relación, altamente
inteligible pero irreductible a fórmulas matemáticas, entre la
armonía de la ojiva y el ritmo profundo de nuestro yo. Toda nuestra
vida imaginativa está hecha de semejantes juicios, reflexivos o
intuitivos, por los cuales se establece el orden de nuestras
imágenes. Lo cual significa que la matemática es un lenguaje
racional imprescindible pero que no expresa ni puede
expresar sino una pequeña parte de nuestro pensamiento
intelectual y es incapaz de dar cuenta de la naturaleza real
de éste ni, por lo tanto, de la finalidad inmanente que le da
sentido. Tal confusión entre inteligencia y matemática proviene en
gran medida de la imprecisión de la palabra relación. Ora el término
expresa un vago contacto sin significado esencial, cuando decimos:
“estoy en relación con Fulano”; ora se refiere a una rígida
dependencia matemática entre dos datos, como cuando escribimos
AB = CD. Es natural que nuestra mente se fije más fácilmente en tal
fórmula, abstracta pero íntegramente inteligible, que en una idea
imprecisa. De ahí que se reduzca generalmente el concepto a la
forma algebraica de una relación fija entre dos o más elementos
estables. Fue éste el error de los pitagóricos –habitualmente
atribuido a Zenón de Elea, que en realidad lo refuta- que
interpretaban el movimiento como una sucesión de puntos por los
cuales pasaría el móvil, y también el de Bergson, que negaba a la
inteligencia la capacidad de aprehender el movimiento en su unidad.
Tales teorías no tomaban en cuenta el hecho de que la
inteligencia no se limita a ordenar conceptos, palabras e
imágenes ya elaborados sino que penetra en ellos y los
transforma en su propia esencia dándoles la dirección sin la
cual no pertenecerían verdaderamente a nuestra vida
psíquica. Existen, por lo tanto, relaciones de orden matemático,
que abarcan lo discontinuo y hasta trasponen en términos
discontinuos el movimiento de nuestra experiencia, pero también
relaciones, que llamaremos funcionales, impregnadas de una
intención directriz, pertenezca ésta al objeto o a nuestro ser. Entre
relaciones matemáticas y relaciones funcionales hay la misma
diferencia que entre el plano acotado de una máquina y esta misma
máquina en funcionamiento. En ambos casos las relaciones
constitutivas de la máquina pueden enunciarse y cuantificarse de
modo idéntico. Permanecen, sin embargo, esencialmente distintas.
Y si estudiamos y entendemos el plano, por un lado, y la máquina
en marcha, por otro, las relaciones que establecemos en nuestra
mente también son distintas. Las primeras corresponden a una
estructura abstracta; las segundas, a una función dinámica a la cual
se subordinan imágenes y conceptos que sólo por ella toman su
verdadero significado.

31.- Inteligencia y materia.

Aunque no son las únicas que aprehende la inteligencia racional, las


relaciones matemáticas no por ello son arbitrariedades ni menos
inútiles. El pensamiento sirve al ser viviente para adaptarse al
mundo exterior y adaptárselo. De ahí que la materia sea el objeto
de la actividad psíquica, expresado en la mente por conceptos e
imágenes. La inteligencia funciona con respecto al mundo como un
instrumento que lo transforma o, más exactamente, puesto que no
se trata de un instrumento vivo, como un órgano de naturaleza
particular al cual están subordinados los órganos corporales
propiamente dichos. Pero tal acción no sería posible si no existiera
cierta coincidencia entre órgano y materia, semejante a la que
relaciona la lima del ajustador con el metal que éste trabaja, o sea
una correspondencia de estructuras. Ahora bien: ¿Qué es el mundo
exterior sino un objeto de nuestra experiencia regido por un orden
espacial?. Pero lo espacial tiene la propiedad de poder dividirse en
elementos yuxtapuestos que llamamos cosas. El mundo de la
materia es pues, discontinuo, por lo menos en uno de sus aspectos,
y a cada uno de sus elementos corresponde en nuestra mente un
inmutable conjunto de relaciones que expresamos perfectamente en
lenguaje matemático. Un concepto o una fórmula química no son
construcciones arbitrarias de nuestra razón, puesto que nos es
posible reconstruir, a partir de la imagen abstracta, el objeto del que
la habíamos extraído. Conceptos, fórmulas e imágenes están
constituidos por relaciones yuxtapuestas que coinciden
satisfactoriamente con el orden espacial de la materia. Por eso el
análisis es el método racional por excelencia. Nos revela el orden
espacial de las cosas, o sea la posición relativa de los elementos en
que disocia el objeto y las leyes según las cuales se ordena la
materia. La síntesis nos aporta la prueba de legitimidad de tal
trabajo de descomposición, puesto que nos permite reconstituir el
objeto a partir de los factores precedentemente disociados. Sin
embargo, la materia no es sólo yuxtaposición. También es cambio.
Para Bergson, la inteligencia -siempre racional y analítica- sería
incapaz de aprehender el movimiento y lo traspondría en términos
espaciales. Como ya lo sostenían los pitagóricos, la razón no
conocería el cambio sino como una infinidad de puntos yuxtapuestos
en el tiempo. No podría captar, pues, el proceso de la vida, que es
duración, vale decir flujo continuo, irreductible en los momentos
localizados que se pueden abstraer analíticamente pero que carecen
de lo que constituye su naturaleza tanto como su razón de ser: la
fluidez. Sin duda alguna, descomponer en elementos constitutivos el
fenómeno esencialmente simple del movimiento no puede sino
constituir una paráfrasis de lo continuo en términos discontinuos.
¿Pero quién se deja engañar por los sofismas pitagóricos? Aún
cuando seamos incapaces de refutarlos lógicamente, no nos
convencen en absoluto. Ya sabemos que aprehendemos
perfectamente el funcionamiento de la máquina en marcha. La
psicología y nuestra experiencia misma nos enseñan, por otro lado,
que el sentimiento cenestésico, mediante el cual tomamos
conciencia de la duración de nuestra vida interior, es un dato
fundamental del conocimiento de nosotros mismos en cuanto ser
viviente. Resulta de todo eso que sólo empezamos a no entender el
movimiento en sus varias formas cuando tratamos de reducirlo a
una sucesión de relaciones fijas. Pero tal proceso de reducción
analítica supone un conocimiento anterior que nos permita captar el
cambio en su verdadera naturaleza, o sea en su movilidad esencial.

32.- La inteligencia intuitiva.

Cada uno de nosotros, cuando se encuentra frente a un


desconocido en el que se fija por cualquier motivo, experimenta una
impresión indefinible que constituye el origen de la simpatía o la
antipatía que siente. Parece que una comunicación, positiva o
negativa, se estableciera entre los dos seres y que sus duraciones
se desarrollaran según ritmos suficientemente semejantes para que
se producieran entre ellas ciertas interferencias. En casos más
excepcionales penetramos, sin cambios de palabras, en el
pensamiento de una persona con la que vivimos en estrecha
comunicación espiritual. Hasta algunos pueden aprehender
directamente, sin intervención de su inteligencia racional, la realidad
profunda de un fenómeno. La razón permanece ajena a esta forma
de conocimiento que nos permite penetrar “en el interior” de un ser
o de una cosa y captarlo “ por dentro”. El análisis es incapaz de
explicar la naturaleza de tal modo de pensar, que se llama intuitivo.
Todo lo que podemos decir es que la intuición no nos
proporciona conceptos, palabras ni imágenes sino que nos
introduce inmediatamente en el seno de la duración
continua del objeto con el que entramos en resonancia.
Cuando comprendemos el funcionamiento de la máquina, no
definimos sus relaciones estructurales fijas, no contamos
sus piezas ni analizamos la forma y ubicación de cada una
sino que nos incorporamos realmente a ella y pensamos
como ella misma se pensaría si estuviera dotada de
conciencia. Del mismo modo cualquier movimiento nos
aparece en su movilidad funcional. Del mismo modo nuestra
propia duración se nos manifiesta como afirmación
absoluta, indiscutible e irracional de nuestra vida profunda.
Entre razón e intuición existe, pues, por lo menos en
apariencia, la antinomia notada por Bergson. Consideremos,
sin embargo, la imagen de un objeto cualquiera del que
tomamos conciencia. Sabemos que está constituida a la vez por
sensaciones y por elementos extraídos de nuestra memoria. La
“mezcla” responde evidentemente a la intención directriz de nuestra
vida interior. Por consiguiente, está regida por cierto orden que la
informa y le da existencia y significado. Pero, por otro lado, dicha
imagen es la representación de una cosa que posee su propia
forma. Registra y reproduce, pues, por lo menos en la medida en
que no intervenga nuestro poder de invención adaptativa, cierto
número de relaciones constitutivas del objeto. La formación de la
imagen exige, por lo tanto, la comprensión de estas relaciones y su
incorporación a nuestra vida interior en una creación personal que
las amalgame con relaciones anteriormente registradas. Pero
comprender y reproducir relaciones constituyen operaciones
eminentemente intelectuales. La simple proyección de una imagen
en la conciencia supondría, si fuera el producto de nuestra
inteligencia racional, un análisis de las relaciones trasmitidas por
nuestros sentidos y una síntesis de estas relaciones y de las que les
agregamos. Sin embargo, ni tal análisis ni tal síntesis existen de
hecho en nuestra conciencia. Para volver a tomar el ejemplo de
Bergson, la luz roja tiene, en un segundo, cuatrocientos trillones de
vibraciones. Si quisiéramos captar una después de otra estas
relaciones relativamente simples de una sensación elemental,
tendríamos que espaciarlas por dos milésimas de segundo y,
suponiendo que cada una fuera instantánea, la operación duraría
más de 25.000 años. Además, quedaría sin explicar la naturaleza de
nuestro conocimiento de tales vibraciones, que son esencialmente
movimiento. De cualquier modo, aprehendemos la luz y tenemos,
pues, la sensación del movimiento, de un movimiento rebelde al
análisis, que escapa por consiguiente de nuestra razón. Nos
encontramos, pues, ante una aparente contradicción: por un lado la
imagen es intelección de relaciones y, por otro, no se explica por el
simple juego de la inteligencia racional. De ahí que la intuición sea
necesariamente de naturaleza intelectual.

33.- Razón e intuición.

La antinomia planteada por Bergson entre inteligencia y


movimiento no ha resistido el examen de los hechos. Hubiéramos
podido preverlo, puesto que la inteligencia forma parte de la vida
interior, que es esencialmente fluida. Tendríamos que admitir, en la
hipótesis contraria, que existen en nuestro pensamiento elementos
espaciales que escapan del cambio, que es su ley. En realidad, los
conceptos, las palabras y las imágenes no gozan sino de una falsa
inmovilidad, la que les damos cuando los fijamos en el papel, vale
decir precisamente cuando ya no son pensamiento. En nuestra
conciencia, participan del ritmo total de nuestro ser, fuera del cual
ni siquiera son concebibles. Representan en ella cierta permanencia
en el movimiento, pero no por ello dejan de moverse. El concepto
geométrico más claro, la palabra mejor definida y la imagen más
constante reciben, cuando los pensamos, la influencia de nuestro yo
en evolución. Son colorados por el flujo de nuestra duración
psíquica, en la cual se sitúan. Esto es tan cierto que, para entender
el orden estático de un objeto, tenemos que trasponerlo en un ritmo
con el cual nuestra vida interior pueda entrar en resonancia. Así
decimos de una catedral que se levanta; de una columna
salomónica, que gira; de una galería, que se desliza. Así hablamos
del gesto de tal personaje de bronce y hasta del movimiento de tal
cuadro. Dicho con otras palabras, el orden estático del objeto se nos
vuelve inteligible sólo si lo trasponemos en ritmo movedizo. Lejos de
transformar en términos discontinuos e inmóviles el flujo cambiante
de la vida, la inteligencia, factor del ritmo de nuestro pensamiento,
convierte por el contrario en movimiento el orden inmóvil de las
cosas. Razón e intuición no se oponen, por lo tanto: se
complementan. La razón condensa el flujo de la vida
intelectual en relaciones relativamente fijas que le permiten
entender y expresar la materia, discontinua por lo menos si
la consideramos en su aspecto matemático. La intuición
capta directa e inmediatamente la duración en sí, lo que la
hace capaz de entender el movimiento y la vida. Razón e
intuición no son, por ende, sino dos modos distintos de
nuestra inteligencia psíquica. La primera tiende a adaptar
nuestro pensamiento fluido a la materia discontinua e
inmóvil –a la materia en cuanto discontinua e inmóvil-
mientras que la segunda tiende a adaptar esta misma
materia a nuestro pensamiento fluido. La primera traspone lo
viviente en relaciones matemáticas mientras que la segunda
traspone el orden matemático en ritmo viviente. A través de
procedimientos contradictorios, razón e intuición persiguen, por
lo tanto, la misma meta: hacernos comprensible el mundo
exterior en cualquier forma que se nos presente, lo cual es
la razón de ser de nuestra inteligencia psíquica. Notemos
además que estos dos modos de intelección nunca prescinden
completamente el uno del otro. Cuando pensamos con palabras o
insertamos un concepto en un razonamiento, captamos
intuitivamente el sentido de las palabras o del concepto, vale decir
el conjunto siempre complejo que simboliza cada uno de ellos. Y, al
revés, expresamos con palabras el resultado de nuestro
pensamiento intuitivo. Bergson trata en vano de explicar este último
fenómeno por algún flou, por cierta imprecisión de la inteligencia
racional, que le permitiría en mayor o menor medida expresar
nuestras intuiciones. No podemos aceptar que “cierta elasticidad del
espacio” nos permita aprehender el tiempo. Pero la dificultad
desaparece si consideramos, como corresponde, razón e intuición
como dos esfuerzos, de modalidad distinta, de la
inteligencia para incorporar lo real por entero, espacio y
tiempo, a nuestra vida psíquica.

34.- Instinto mnémico e instinto orgánico.

La tesis bergsoniana del instinto pone en evidencia las


contradicciones ineludibles que dimanan de una concepción errónea
de la inteligencia. Después de haber atribuido a esta última una
rigidez calcada de lo discontinuo material y una incomprensión
natural del proceso auténtico de la vida, Bergson le opone el
instinto, que considera como intuitivo y moldeado sobre la vida
misma. Se llega así a la siguiente paradoja: la inteligencia, que nos
adapta continuamente a las nuevas condiciones de nuestra
existencia, sería extraña a la vida mientras que el instinto, que está
fijado y nos supone ya adaptados a condiciones preestablecidas y
necesariamente inmutables, participaría por el contrario del
movimiento continuo y creador del ser viviente. El disparate salta a
la vista y el problema debe ser replanteado. Consideremos, pues, un
himenóptero de tipo social, insecto éste en que el instinto llega a su
máximo desarrollo: la abeja, por ejemplo. ¿Porqué decimos que no
posee inteligencia racional o que, por lo menos, la gran mayoría de
sus acatos no están dirigidos por su razón sino por su instinto?
Simplemente porque vemos a la abeja obrar siempre de modo
semejante en determinada oportunidad, sin fantasía ni creación, y
también porque cada uno de sus actos supone un conocimiento que
sabemos es incapaz de adquirir. Ningún aprendizaje es necesario
para que el insecto desempeñe su papel. Luego, el carácter innato
y, por lo tanto, heredado, del instinto es indudable. Su utilidad
tampoco es discutible, puesto que gracias a él el insecto –y más
generalmente el animal- se adapta a sí mismo y al mundo exterior
en cuanto previsto, vale decir, en definitiva, a la intención directriz
de la especie. La herencia instintiva de la abeja no le permite, en
efecto, al contrario de la herencia racional humana, apartarse en
alguna medida de la evolución social de que depende: la inserta en
un automatismo específico que no autoriza ni reflexión ni menos
rebelión. Ocurre lo mismo en cuanto a los instintos del hombre, con
la diferencia, primordial pero extraña al instinto mismo, de que la
razón es en alguna medida capaz de oponerse al desarrollo normal
de las tendencias heredadas. Tal inneidad supone necesariamente la
permanencia de un pasado anterior al individuo en el presente de
dicho individuo, pero no exige en absoluto un origen único para
todos los dinamismos automáticos inmanentes. La observación nos
obliga, por el contrario, a distinguir a este respecto dos tipos de
instinto. El primero abarca reflejos o conjuntos de reflejos que
resumen en uno o varios gestos simples la experiencia específica. La
abeja posee una técnica de fabricación de la miel que proviene
verosímilmente de la repetición, a lo largo de siglos o milenios, y de
la transformación en reflejos condicionados hereditarios de gestos y
conocimientos entonces racionales. El hecho de que el insecto en
cuestión no carezca totalmente de inteligencia racional, como lo
prueba su capacidad de adaptación a condiciones de vida anormales
–por ejemplo, a la necesidad de trabajar a la intemperie- respalda
esta interpretación. Pero el uso que la abeja hace de su trompa y de
sus patas anteriores es evidentemente de origen distinto y responde
a la organización misma de su cuerpo. El instinto mnémico y el
instinto orgánico concurren ambos a la adaptación del insecto a su
acción sobre el medio exterior. Pero el primero habría podido ser
distinto de lo que es sin que la estructura de la abeja se modificara,
mientras que el segundo depende de la existencia y conformación
de órganos determinados o, más exactamente, pertenece
esencialmente a dichos órganos. El instinto mnémico pudo ser
adquirido después de la organización de la especie, pero el instinto
orgánico es esta misma organización en uno de sus aspectos. Si
hemos tomado de preferencia nuestros ejemplos de los insectos,
porque en ellos el instinto, en sus dos tipos, es más fácil de
observar, nuestras conclusiones son válidas para todos los animales
y, en particular, para el hombre, aunque en este último los reflejos
mnémicos heredados tienen una importancia mucho menor que en
los demás géneros.

35.- La finalidad del instinto.

Nuestro último análisis nos ha permitido precisar la naturaleza


del instinto en sus dos tipos. Nos queda por estudiar su modo de
funcionamiento. Tomemos el ejemplo clásico del aphex de alas
amarillas. Podemos decir que es movido por un complejo de
instintos de origen y naturaleza diversos, unos esenciales, que son
inmanentes a su ser orgánico, los otros adquiridos por la experiencia
de la especie, que constituyen su técnica. Es posible vincular con
ésta el conocimiento que tiene del grillo al que paraliza sin matarlo
para que sirva de alimento a la larva que va a nacer. El aphex, sin
embargo, cuando se encuentra, en el momento de poner sus
huevos, frente a su víctima, conoce inmediatamente los centros
nerviosos que tiene que pinchar, o, si se prefiere, los reconoce,
exactamente como el ser humano conoce o reconoce, después de la
pubertad, los órganos genitales del sexo opuesto. Se establece por
lo tanto, entre el aphex y el grillo así como entre el varón y la
mujer, una correspondencia no racional, de naturaleza intuitiva, que
podemos comparar con la corriente inductiva que permite, en
determinadas condiciones, escuchar sobre una línea telefónica una
conversación trasmitida por otra línea paralela a la primera. Tal
interferencia por simpatía explica las modalidades de aplicación de
la técnica del aphex pero no esta misma técnica, ni menos aún la
organización particular del insecto. Implica, por el contrario, una
predestinación del órgano y del instinto que se confunde con él.
Esto resulta especialmente claro en el caso del instinto sexual, que
supone un plan inmanente de continuidad carente de interpretación
inmediata, vale decir una finalidad, inherente al orden instintivo del
ser, que supera al individuo para constituir exactamente la intención
directriz de la especie. Esta finalidad se proyecta en un futuro
incognoscible tanto por experiencia como por intuición. El instinto
prevé, por lo tanto, en virtud de su naturaleza propia. Pero también
está previsto y forma parte de un plan infinitamente más amplio y
más complejo que aquel cuyo desarrollo ulterior determina. El
órgano sexual del ser humano –y, por consiguiente, el instinto
orgánico que le es inmanente- es incapaz de satisfacer por sí solo
las exigencias de una finalidad sin la cual carecería de sentido. No lo
logra sino en unión con un órgano del sexo complementario, unión
ésta con vistas a la cual está organizado. Tal correspondencia
preestablecida de órganos que pertenecen a individuos distintos no
puede, evidentemente, ser un hecho casual. Responde a un
pensamiento de conjunto que supera a los seres particulares en el
marco de la especie y, como lo veremos en el próximo capítulo, a
las especies en el conjunto de la evolución.

36.- La inteligencia instintiva.

El acto instintivo no tiene, por lo tanto, nada de inefable ni de


misterioso. Es, por el contrario, altamente comprensible en su
naturaleza y en su doble origen. Pero no deja por ello de ser
irracional, puesto que no resulta de una deliberación reflexiva ni
procede por vía de razonamiento. El instinto es un pensamiento
ciego, y a veces cegado, que ya no tiene que adaptarse a las
circunstancias porque su adaptación se hizo y se fijó con
anterioridad, pero que sigue desarrollándose según su orden propio,
que se confunde con el orden orgánico del cuerpo. Esta
irracionalidad no implica contradicción –ni siquiera diferencia de
naturaleza- con la razón. Nada más normal, puesto que hemos visto
que el instinto no es, en uno de sus aspectos, sino la fijación en
hábitos hereditarios de experiencias racionales anteriores. Hasta
resulta a veces muy difícil hacer la distinción entre instinto y razón.
Tomemos otra vez el caso de abejas que trabajan a la intemperie.
Sabemos que tienen que recurrir a la reflexión racional para
adaptarse a nuevas condiciones ambientales, puesto que el instinto
no se lo permite. Sin embargo, su comportamiento racional no es
esencialmente distinto de su comportamiento instintivo. En ambos
casos, las abejas actúan según su intención directriz específica.
Razón e instinto no son, por lo tanto, sino dos modos diferentes de
la inteligencia por la cual el ser vivo comprende el mundo, se adapta
a él y se lo adapta. La inteligencia racional domina el acto que
decide en una reflexión cuyo resultado expresa la personalidad
entera, mientras que la inteligencia instintiva es dicho acto mismo,
en el sentido de que lo informa directamente y sin deliberación de
ninguna especie: deliberación ésta que sería inútil, por otro lado, ya
que sólo tendría razón de ser frente a varias posibilidades entre las
cuales hubiera que elegir. El instinto resuelve sin ella el problema
planteado por estar determinado por una elección anterior –instinto
mnémico- o por el instrumento cuya ley constituye –instinto
orgánico- y cuyo funcionamiento, condicionado por la estructura que
procede de la misma ley, no permite vacilación alguna. El estudio
del instinto nos representa, pues, una nueva forma de inteligencia,
que ya no es solamente psíquica como la razón y la intuición sino
orgánica, en el sentido de que está encarnada en el instrumento
vivo cuyo pensamiento constituye. La inteligencia instintiva no es un
mero órgano psíquico de conocimiento para la acción sobre el
mundo exterior sino el orden vital del instrumento mismo de esta
acción o, por lo menos, de cierto tipo de acción. En un orden
cerrado, rígido y especializado que expresa, sin embargo, la
intención de la especie toda. Razón e intuición tienen aspectos de
aventura. Por ellas el individuo participa en la creación de su
porvenir, interviene en algunas de las elecciones de las que
depende su realización personal y se adapta al mundo o rechaza su
presión. Pero puede fracasar o renunciar. La especie no puede
admitir ni el fracaso ni la abdicación. No puede poner su suerte en
manos de un ser que no es sino un momento de su evolución. ¿Se
concibe un director de orquesta que dejara a cada uno de los
ejecutantes en libertad de seguir o no el ritmo y la melodía de la
pieza? La naturaleza actúa como un director de orquesta de hot
jazz: tolera y hasta fomenta las variaciones e improvisaciones del
solista, pero con tal que respete el tema y el ritmo de la obra. Razón
e intuición permiten a cada uno improvisar parte de su porvenir,
pero en el marco de una intención directriz específica expresada por
el instinto. El insecto repite incansablemente las mismas notas. Su
ejecución es perfecta pero monótona. Depende, además, de
cualquier cambio exterior imprevisto. El hombre, por el contrario, es
libre de inventar variaciones susceptibles de mejorar la ejecución.
Pero corre el riesgo de fracasar. La inteligencia racional e intuitiva
representa, pues, la fantasía, creadora pero peligrosa, del
pensamiento psíquico, mientras que la inteligencia instintiva
corresponde al orden vital del pensamiento orgánico en lo que tiene
de permanente.

37.- La inteligencia de los sentidos.

En el curso de nuestro análisis de las tres formas de inteligencia,


hemos dejado a un lado, sistemáticamente, un aspecto primordial
del problema: la conciencia, sin la cual nuestra vida psíquica y
orgánica sería muy distinta de lo que es. La comprobamos en
nosotros como dato inmediato de nuestra experiencia, pero como
un dato variable. El pensamiento racional es consciente en su
proceso y en su resultado, mientras que el pensamiento intuitivo lo
es solamente en su conclusión y el pensamiento instintivo ora se
manifiesta en forma de vago sentimiento ora permanece totalmente
al margen del fenómeno. ¿En qué consiste este extraño poder de
desdoblamiento que nos permite observarnos como observamos el
mundo exterior, pero sólo en ciertos casos y en cierta medida?
Examinemos, en primer lugar un hecho elemental de nuestra
actividad biopsíquica: la sensación. Consideremos la captación por
uno de nuestros órganos sensorios de un elemento material
cualquiera. Sea nuestro ojo cuando aprehende un rayo de luz roja.
Comprobamos de entrada que el órgano en cuestión es organizado,
como lo indica la misma palabra, vale decir penetrado de un
pensamiento orgánico orientado hacia un fin determinado, la visión.
En este pensamiento descubrimos fácilmente dos aspectos distintos
aunque responden a la misma finalidad: un orden fisiológico que
hace que el ojo sea un ojo y no un oído ni una mano; un instinto
que supera el instrumento al que es inmanente y que nos hace usar
nuestro ojo. El órgano de la visión, por lo tanto, está organizado
según la intención esencial de ponernos en relación con el mundo
exterior, pero no con el conjunto del mundo exterior ni tampoco con
el mundo exterior tal como es. Ya sabemos que el ojo capta el rayo
de luz en una intuición, inmediata por naturaleza, vale decir que
considera como provisto de unidad un fenómeno en realidad
constituido por innumerables vibraciones sucesivas. Elimina además,
por su constitución misma, otras vibraciones de la misma naturaleza
que la luz roja pero de ritmo diferente –los rayos infrarrojos, por
ejemplo- igualmente presentes en el objeto observado. El acto de
sensación visual comporta, pues, la síntesis intuitiva del rayo
captado pero también una selección entre las radiaciones existentes.
Lo cual implica que el ojo –y mas generalmente el órgano sensorio-
está dotado de un pensamiento inteligente, no sólo en su
organización sino también en su actividad cambiante. Dicho con
otras palabras, no sólo es pensado en cuanto es: piensa en la
medida en que funciona en contacto con el mundo que constituye
su objeto. El órgano sensorio aprehende, y luego entiende,
relaciones, pero solamente ciertas relaciones que elige, y las
aprehende de cierto modo. Esta doble elección no es arbitraria.
Responde a nuestra necesidad de cierto conocimiento del mundo.
Tampoco es deliberada: el ojo no vacila ante las vibraciones que
acoge o rechaza y sólo el resultado de su acto inteligente puede
decirse consciente. Ya hemos visto que la imagen que procede de la
sensación no es mera proyección en nuestra conciencia,
considerada como una especie de pantalla, de las impresiones
registradas por nuestro sentido. Sabemos que es, por el contrario,
una composición original de sensaciones actuales y de datos
mnémicos, coordinados según la intención directriz de nuestro ser.
Coordinados, pero ante todo elegidos. No es el azar el que hace
surgir tal recuerdo más bien que tal otro y lo une a nuestras
sensaciones. No es el azar el que impregna la imagen de
sentimiento cenestésico y le impone el ritmo de nuestra vida interior
que su intrusión, por otro lado, ha contribuido a modificar. Es la vida
interior misma la que se adapta el conjunto sensible y crea la
imagen en un esfuerzo automático de selección. Es ella también la
que da mayor o menor importancia a la imagen así formada, que
nos impresiona fuertemente o pasa casi inadvertida. Este trabajo
mental es, por lo tanto, esencialmente idéntico al de nuestros
órganos sensorios, en el sentido de que consiste en una selección
entre los elementos teóricamente aptos para componer la imagen:
elección ésta evidentemente determinada por la necesidad vital de
constituir el ritmo coherente de nuestra vida psíquica según la
finalidad propia de nuestro yo. Si la percepción consiste, por lo
tanto, en la formación de una imagen integrada en la duración de
nuestra experiencia personal, comprobamos que esta imagen
definitiva de que tenemos conciencia es el resultado de una serie de
operaciones orgánicas y psíquicas de selección. El objeto exterior se
nos vuelve consciente sólo en la medida en que su imagen es útil
para la adaptación de nuestro ser al mundo que lo rodea, vale decir
a la realización de nuestro yo.

38.- Conciencia y acción.

Llegamos a las mismas conclusiones si consideramos la


conciencia en cuanto orientada hacia la acción y, por lo tanto, hacia
la movilidad. Todo movimiento implica, en efecto, una elección, vale
decir el rechazo de todas las direcciones virtuales salvo una que se
hace realidad. Por ende, es perfectamente conforme a nuestro
análisis anterior que existe una relación entre conciencia y
movilidad. La planta, que parece el menos consciente de los seres
organizados, permanece fijada en el suelo a que la ha ligado una
intención o una casualidad exterior a ella. Sólo mueve en
direcciones elegidas sus raíces y sus ramas, y excepcionalmente su
tallo. Lo cual significa que por su movilidad sólo se adapta al medio
que le está impuesto. El animal –y sobre todo el hombre- está
desligado del suelo sobre el que vive. Cambia o, por lo menos,
puede cambiar continuamente de lugar. Elige o puede elegir, en
cada momento, el medio que le parezca más favorable.
Comprobamos, por otro lado, que el animal es más consciente que
la planta, y el hombre, que los demás animales. La conciencia nos
aparece otra vez, por lo tanto, como ligada a las posibilidades de
elección, vale decir de adaptación, del ser considerado. Sin
embargo, surge una objeción: el movimiento reflejo, o sea la
elección automática más conforme a la intención directriz del ser,
permanece a menudo inconsciente. Sabemos, en lo que a nosotros
atañe, que no se hace inmediatamente presente en nuestra
introspección. El movimiento instintivo influye sin duda sobre el
conjunto de nuestra vida interior del que procede y en el que se
inserta, pero en el nivel del subconsciente. Por otro lado, hemos
establecido que la imagen percibida se afirma en su conciencia de
modo intuitivo y que el doble proceso de selección por el que la
creamos permanece subconsciente. Habría, pues, relación entre la
conciencia y lo elegido más que entre la conciencia y la elección. Y,
además, lo elegido instintivamente no siempre es consciente. No
hay nada extraño en esto. En la medida en que depende de nuestro
pensamiento orgánico, el movimiento instintivo es exterior a nuestra
vida psíquica. En la medida en que depende de nuestro
pensamiento psíquico, se revela intuitivamente consciente, del
mismo modo que la imagen percibida. El único problema que se
plantea es, por consiguiente, el de saber por qué y cómo sólo el
resultado de una elección intuitiva es consciente mientras que lo es
el conjunto de la operación racional. Está claro que, en el primer
caso, la elección es automática y en el segundo, deliberada.
Nuestra inteligencia intuitiva –y nuestra inteligencia
instintiva en la medida en que es psíquica- actúa sin
vacilación y elige según la intención directriz de nuestro yo
siempre en el sentido de la adaptación necesaria. No nos
serviría para nada, pues, seguir la marcha del proceso: sólo
nos interesa el resultado que tenemos que insertar en
nuestra vida interior. La inteligencia racional, por el
contrario, está desprovista de tal automaticidad. Procede
por deliberación, lo cual significa que su decisión será tanto
más exacta y, por consiguiente, tanto más útil cuanto que
haya considerado un mayor número de las posibilidades
entre las cuales debe elegir y un mayor número de los
factores de su determinación. Pero sólo puede tomar en
cuenta estos distintos elementos si tiene conciencia de
ellos. Es, por lo tanto, la elección deliberada, y no la elección
en sí, la que está ligada a la conciencia, que la condiciona.
Esta última es para la inteligencia lo que los faros son para
el automovilista: alumbra las distintas carreteras entre las
que se debe elegir y permite reconocer cuál de ellas es la
que más se adapta al itinerario previsto.

39.- Conciencia y juicio.

De nuestro análisis anterior resulta que la confusión habitual


entre conciencia y vida interior, que hace considerar al pensamiento
consciente como un plano de actividad psíquica, es inadmisible. La
conciencia no es sino nuestra inteligencia racional en cuanto se
proyecta sobre los elementos de nuestra vida interior que necesita
conocer para elegir el camino por tomar conforme a la intención de
nuestro yo. Estamos muy lejos de la conciencia–pantalla que
recibiría pasivamente el aflujo de las imágenes. La conciencia-
inteligencia racional selecciona, por el contrario, los elementos útiles
para su trabajo de elaboración y deja en la penumbra del
subconsciente los que no le sirven. Lo cual explica por qué el
pensamiento orgánico no se expresa conscientemente, y por qué el
proceso del pensamiento intuitivo quede escondido mientras que su
conclusión es alumbrada por la inteligencia consciente, que la
necesita para completar el trabajo automático ya cumplido, y por
qué, en fin, y cómo algunas imágenes mnemónicas, y solamente
algunas, son llamadas y retenidas mientras que otras permanecen
en el olvido o vuelven inmediatamente a él si el chorro de
inteligencia racional las ha alcanzado de paso por descuido. Todo
eso nos muestra cuan erróneo es el vocabulario que empleamos
cuando nos referimos a la conciencia. Decimos que una imagen se
proyecta en nuestra conciencia cuando en realidad es nuestra
conciencia la que se proyecta sobre la imagen. Hablamos de
conciencia y de subconciencia, y hasta de inconsciencia, como de
sectores –de pisos- bien definidos de nuestra vida interior, cuando
la conciencia actúa como un haz de luz que se hunde en la noche de
nuestra vida profunda. Y lo que facilita la confusión es que este
chorro de inteligencia racional que llamamos conciencia sólo
alumbra elementos psíquicos de nuestro yo pero, al mismo tiempo,
organiza según el proceso ya estudiado. Se comprueba así que el
sector organizado de nuestra vida interior es consciente, sin darse
cuenta de que la conciencia misma lo ha organizado. La elección
deliberada que hemos considerado como característica de la
conciencia no es sino el juicio reflexivo peculiar al pensamiento
racional. Juzgamos, según la naturaleza de nuestro ser, acerca del
camino por tomar, y eso tanto en el orden orgánico como en el
psíquico. Pero sólo hay reflexión personal cuando este juicio
es elaborado en el curso de una evaluación causal que
supone el conocimiento relativo de los datos de la decisión
por tomar y de la intención, vale decir de las consecuencias,
de dicha decisión. Si bien todo pensamiento se reduce a
juicios ordenados según una finalidad inmanente, sólo la
conciencia, o pensamiento racional, procede por una
deliberación que llamamos libre, en el sentido de que su
decisión no es dada sino creada. La conclusión lógica de este
análisis es que un fenómeno psíquico sólo es consciente en la
medida en que es reflexionado, vale decir impregnado de razón.

40.- La toma de conciencia del cuerpo.

Se ve, por lo tanto, cuan arbitrario sería reducir a un


automatismo liso y llano la vida psíquica del animal, puesto que ello
implicaría suponerlo inconsciente y considerar, por ejemplo, como
un simple reflejo el grito de dolor de la bestia herida. En realidad,
sabemos que el animal está dirigido principalmente por sus instintos
pero que tiene, no obstante, cierta actividad racional, más imprecisa
que la del hombre por ser menor su margen de deliberación. El haz
de conciencia es menos potente, pero existe. Esto explica que la
sensibilidad esté ligada al nivel de la inteligencia racional: el animal
sufre menos que el hombre, física y moralmente, y el hombre
inferior, ya se trate del bruto apenas diferenciado de la bestia o del
técnico transformado en autómata por una especialización abusiva,
menos que el ser intelectualmente superior. Podríamos pensar que,
por expresar el dolor un estado de inadaptación, su toma de
conciencia debería ser proporcional al desequilibrio del organismo o
de la mente. Si, por el contrario, es relativa a la inteligencia racional,
es porque la conciencia es, como lo hemos establecido, esta misma
inteligencia racional. Sólo tomamos conciencia del dolor en la
medida en que somos capaces de someterlo a un juicio reflexionado
y, por lo tanto, por lo menos teóricamente, de remediarlo. Ocurre lo
mismo con una sensación: el hombre tosco ve menos colores y oye
menos sonidos que el hombre inteligente porque sólo toma
conciencia de los elementos que es capaz de incorporar
racionalmente a su vida interior. Si fuera de otro modo, el primitivo
estaría sumergido en sensaciones que no podría asimilar. Tomamos
conciencia de nuestro cuerpo –y del mundo exterior que conocemos
por él- en la medida exacta en que nuestra vida interior –y, por lo
tanto, nuestra razón que la organiza- es capaz de incorporarse sus
imágenes y utilizarlas. Una prueba decisiva de la identidad de la
conciencia y de la razón nos es dada por la observación de los
sonámbulos y, de modo más general, por el estudio de nuestros
reflejos durante el sueño: reaccionamos automáticamente, por
instinto o por hábito, ante excitaciones sensoriales que nuestro
cerebro recibe y a las cuales responde. Este, por lo tanto, funciona
perfectamente, en el caso del sonámbulo, con un rigor comparable
al del insecto, muy superior al que manifiesta el mismo individuo
despierto. Sólo la razón está ausente. El hombre dormido siente
y actúa, pero no juzga sus sensaciones ni delibera sus actos.
Y permanece inconsciente. Lo cual demuestra, por un lado,
que el pensamiento no depende necesariamente de la
conciencia y, por otro, que la conciencia no es sino la razón.
Entendemos ahora cómo puede existir un pensamiento orgánico. Y
también por qué la conciencia va degradándose en la escala de los
seres vivos –hasta la planta que parece completamente
inconsciente- cuando la vida no tiene sentido fuera de un
pensamiento director dinámico. Asimismo se vuelve comprensible el
hecho de que el sentimiento cenestésico, que expresa la síntesis
viviente de nuestro cuerpo y da a nuestra vida psíquica su ritmo
básico, permanezca, a pesar de su importancia primordial, al
margen de la conciencia. Está presente a lo largo del desarrollo de
nuestra duración, pero tenemos que hacer un esfuerzo para
aprehenderlo en sí mismo y no siempre lo conseguimos. Si la
conciencia fuera la vida psíquica y el subconsciente se redujera a
una franja degradada de nuestro flujo interior, no podríamos
comprender que la infraestructura sin la cual no existiría duración
quedara localizada en lo impreciso marginal en lugar de penetrar
con toda su fuerza en la conciencia y dominarla. Todo se explica,
por el contrario, si se admite la identidad de la conciencia y de la
inteligencia racional. El sentimiento cenestésico representa nuestro
cuerpo, vale decir un complejo orgánico sobre el cual nuestra razón
tiene poca influencia. Sería inútil y hasta perjudicial que tuviéramos
en cada momento conciencia del funcionamiento de cada uno de
nuestros órganos. Por eso el chorro de conciencia no alumbra
resueltamente esta parte de nuestra vida psíquica y se limita a
diseñar vagamente sus contornos y a captar el ritmo del conjunto
sin entrar en detalles, salvo cuando un órgano necesita un cuidado
especial.

41.- La exteriorización de las actividades psíquicas.

Al volver, por acción de su conciencia, sobre sus propios


fenómenos psíquicos, el ser humano tiene la impresión de que éstos
pertenecen a un mundo interior diferenciado y autónomo. El viejo
dualismo es a la vez la consecuencia y –parcialmente- la causa de
tal ilusión. Hemos visto, sin embargo, por nuestro análisis del
instinto, que las actividades psíquicas pueden mezclarse
íntimamente con las fisiológicas. Nuestra experiencia nos muestra,
por otro lado, que la mente mueve algunos músculos del cuerpo. La
descomposición del proceso emocional es aún más concluyente: una
imagen de origen sensorial, enriquecida con elementos
mnemónicos, provoca modificaciones fisiológicas cuya toma de
conciencia constituye el fenómeno psíquico en cuestión. Un
dinamismo único consiste, pues, en un encadenamiento causal
alternado de hechos fisiológicos y psíquicos. En lo que atañe al
hombre, el lenguaje nos presenta un cuadro idéntico, pero
infinitamente más complejo, que involucra a la vez varios individuos.
Las palabras, que expresan ideas ordenadas, actúan sobre el
aparato vocal y, por su intermedio, se convierten en sonidos. Estos,
aprehendidos por los órganos sensorios del oído, se transforman, en
otras mentes, en las mismas palabras originarias y, en cierta
medida, en las mismas ideas. La transmisión telepática del
pensamiento psíquico es más extraña y más reveladora. Se efectúa,
sin intermediación sensorial, entre un sujeto emisor y un sujeto
receptor, que pueden estar separados por miles de kilómetros y
hasta aislados por barreras que las radiaciones electromagnéticas
conocidas no podrían superar. No hemos podido aún definir el
agente de tales comunicaciones. Lo único que sabemos, por el
momento, es que se comporta como una radiación modulada de
considerable fuerza de penetración. Algunos fenómenos
parapsicológicos, cuya realidad objetiva parece sólidamente
establecida, refuerzan la hipótesis que surge de tal comprobación.
Se refieren a la capacidad evocadora de cosas que están como
impregnadas de pensamiento pasado. A ellos podría corresponder la
impresión inmediata e irracional que causan los monumentos
“cargados de historia” y los templos en que rezaron intensamente
generaciones de fieles. Parece que algunos sujetos
aprehenden, en ciertas circunstancias, como si fueran
alucinaciones, escenas anteriormente ocurridas en el lugar
donde se encuentran. Hay metagnomos –clarividentes, en el
lenguaje corriente- que no solamente captan telepáticamente el
pensamiento ajeno sino que también aprehenden la memoria
profunda de otros individuos con los cuales están en contacto,
directamente o por intermedio de objetos que les hayan
pertenecido. Otros, por lo general con ayuda del péndulo, ubican
físicamente en el mapa el individuo con el cual establecen, el
contacto indirecto, por el procedimiento indicado más arriba. Más
aún: parece que el objeto evocador permite a algunos privilegiados
aprehender no sólo lo acontecido a su dueño mientras éste lo poseía
sino también lo que le ocurrió después de separarse de él. En este
último caso, el objeto no actuaría como simple “acumulador” de
imágenes psíquicas sino como un “orientador” de una mente
receptora capaz de aprehender en su totalidad el pasado psíquico
de un sujeto, aún después de la muerte de éste. Notemos, por fin,
los experimentos estadísticos de Rhine, que parecen demostrar que
el pensamiento psíquico es capaz de actuar de modo físico
sobre la materia bruta, como los rayos luminosos sobre la
placa giratoria. Tratándose de fenómenos parapsicológicos, nunca
se formularán suficientes reservas acerca de su validez, aun cuando
hayan sido comprobados por científicos. Sin embargo, la
impregnación de la materia por el pensamiento psíquico y la
permanencia física de este último vienen a confirmar todo lo que
sabemos a ciencia cierta acerca de la actividad mental, cuya
naturaleza nos ayudan a definir.

42.- La naturaleza del espíritu.

Hemos comprobado, a lo largo del presente capítulo, que las


actividades aparentemente diversas de nuestra vida psíquica no son,
en realidad, sino modalidades particulares de la intención inteligente
que organiza nuestro ser según su finalidad inmanente. Esto supone
que hay una materia psíquica organizada, pues no se concibe un
orden que se aplique a la nada. Ahora bien: ¿Qué hemos
encontrado, fuera de la inteligencia en sus varias formas, mediante
el análisis de un fenómeno psíquico? El estudio de la percepción nos
ha conducido, a través de la materia viva de nuestros órganos
sensorios, al mundo exterior, y el estudio del sentimiento
cenestésico, al organismo todo. Tal es la materia de la vida psíquica,
y la palabra materia, que quizá asombra, es estrictamente exacta:
son la materia orgánica del cuerpo y la materia, organizada
aunque inorgánica, del mundo exterior en cuando asimilado
por el cuerpo las que constituyen los datos básicos de la
actividad intelectual psíquica. Ahora bien: para que haya acción
posible, es imprescindible una concordancia, que supone una
identidad de naturaleza. La inteligencia psíquica no podría
actuar sobre la materia si no fuera ella misma material. Y no
hay duda de que lo hace. Nuestro análisis del instinto es definido
a este respecto, como lo es el del proceso emocional o el de
cualquier movimiento muscular determinado por una idea. Nos
muestran fenómenos de una indiscutible unicidad, que se
manifiestan a la vez en dos aspectos, orgánico y psíquico. Más
complicado parece, a primera vista, el problema planteado por la
inteligencia puramente mental o, por lo menos, habitualmente
considerada como tal, que se nos presenta como exterior a la vida
organísmica. Sin duda podríamos resolverlo mediante un simple
silogismo, puesto que ya hemos establecido la unidad de la
inteligencia psíquica en sus distintas formas. Pero debemos notar,
además, que la asociación de conceptos, palabras e imágenes y la
elaboración de estos mismos elementos significan un trabajo y, por
lo tanto, suponen un gasto de energía. Esta no puede provenir sino
del organismo, pues un alma inmaterial no podría actuar sobre
la materia. Sin embargo, la biología nos enseña que el
pensamiento intelectual más complejo no insume ningún consumo
apreciable de energía fisicoquímica, lo que asombraba, no sin razón,
a Carrel. La explicación de semejante enigma es, no obstante,
sencilla. Lo que la biofísica está en condiciones de medir, en efecto,
con sus actuales técnicas, son las variaciones del gasto energético.
Pero precisamente no puede haber tales variaciones en una vida
psíquica que, en su conjunto consciente y subconsciente, es siempre
constante. No pensamos menos en el sueño que en la vigilia,
aunque cambie el nivel de nuestra actividad psíquica. Las
únicas diferencias que se notan en este campo son cualitativas y no
influyen, por lo tanto, en el consumo de energía. La vida mental es,
por consiguiente, un complejo de dinamismos orientados por la
intención directriz del ser, del mismo modo que los dinamismos
orgánicos, con los cuales a menudo se mezcla y se confunde. La
potencia y rapidez del razonamiento, la penetración de la afirmación
intuitiva y el rigor del proceso imaginativo dependen de una tensión
provocada por una concentración de energía fisicoquímica elaborada
por el organismo, en el caso del hombre y de los demás animales
superiores, por intermedio de un aparato especializado. Esto nos
explica cómo el pensamiento psíquico puede proyectarse
fuera del cuerpo. Siendo energía, no puede perderse. En
parte se fija en la materia viva a través de la memoria, como lo
veremos en los próximos capítulos. Otra parte se convierte en
emisiones moduladas de características aún desconocidas –pues no
sabemos si la hipótesis carreliana de los psicones corresponde a la
realidad- y es absorbida por la materia bruta con que tropieza, o
sigue moviéndose en el mundo exterior donde un receptor
adecuado y correctamente sincronizado con ella podría captarla.
Todo no está dicho con eso, sin embargo, acerca del espíritu. Ya
sabemos que el pensamiento psíquico es energía, como lo son
en otro plano el pensamiento orgánico y el que da su orden
a la materia bruta. Crea y ordena imágenes, o sea dinamismos de
origen nervioso, como los otros crean y ordenan órganos y células,
por un lado, y moléculas y átomos, por otro. Pero no es mera
energía, como tampoco lo son los demás: como éstos, y ya lo
hemos visto, es también intención inmanente y operante, o sea
inteligencia en el sentido estricto de la palabra.

IV – LA EVOLUCION.

43.- La evolución de la materia inorgánica.

En nuestra época y en nuestro planeta coexisten los tres


órdenes de fenómenos –energéticos, orgánicos y psíquicos- que
analizamos sucesivamente en los capítulos anteriores. Pero no
siempre fue así y sabemos que la materia bruta preexistió a la vida
y ésta, al espíritu, y que la primera, tal como la observamos hoy en
día, es el resultado de una larga evolución cuyo proceso la física y la
cosmología nos permiten seguir a grandes rasgos. Parece
comprobado, en efecto, que el origen de la materia consistente es la
energía fluida concentrada en partículas básicas, tal como se
encuentra todavía en partes inorganizadas del universo. Agitadas
por un movimiento desordenado –un poco al modo de las moléculas
de un gas- estas partículas se asocian, cuando entran en contacto
casual, por acción de sus respectivas cargas eléctricas. De ahí el
átomo de hidrógeno, constituido por la combinación más sencilla: la
de un protón y un electrón. Bajo determinada temperatura, dos
átomos de hidrógeno se fusionan para formar un átomo de helio. A
su vez, la fusión de dos heliones da nacimiento a un núcleo de
berilio y la de tres, a un núcleo de carbono. Así van
constituyéndose, por fusiones sucesivas, los 92 cuerpos simples de
la tabla de Mendeléiev –y algunos otros que no existen en
nuestro planeta pero que se pueden producir artificialmente
en los aceleradores de partículas-, diferenciados por el número
creciente de sus partículas nucleares. Ya sabemos que los átomos
elementales se asocian a su vez para formar moléculas. En virtud de
las leyes inmanentes de la energía nacen así por evolución
combinaciones cada vez más complejas, que manifiestan
propiedades nuevas, y se forma la materia inorgánica, tal como
aparece hoy en día en nuestro mundo. Pero, en ella los mecanismos
asociativos no se detienen en el nivel de las sustancias,
relativamente sencillas en cuanto a su composición, que llamamos
productos químicos. Determinan, en efecto, la formación de
complejos mucho más complicados. Bastan, por ejemplo, para
explicar que átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno se
junten para constituir ácidos amíneos. Estos tienen la propiedad de
unirse entre sí como los vagones de un tren, constituyendo cadenas
extremadamente largas que atraen y absorben sustancias del medio
que las rodea. Cuanto más rico y más cambiante sea este medio,
mayores son las posibilidades de contacto y, luego, de asociación.
Ahora bien: existe un medio natural, el mar, donde innumerables
sustancias están sueltas y movedizas. En él un conjunto de ácidos
amíneos puede encontrar sucesivamente los átomos y moléculas
más variados y combinarse con ellos en asociaciones mecánicas
teóricamente ilimitadas. Las leyes de la naturaleza inorgánica y
encuentros casuales en el agua del mar bastan, pues, para explicar
la formación de las sustancias extraordinariamente complejas que
constituyen, desde el punto de vista fisicoquímico, la materia
orgánica, y es probable que se consiga, algún día, realizar en el
laboratorio la síntesis del protoplasma, solo impedida hasta ahora
por el desconocimiento de su composición completa.

44.- El surgimiento de la vida.

Todo sugiere que fue por un proceso como el que acabamos de


describir que aparecieron en nuestro planeta, hace algunos millones
de años, complejos proteicos semejantes a los que encontramos en
los cuerpos vivos, aunque probablemente distintos de ellos en varios
aspectos. Pero lo que las leyes fisicoquímicas y el azar no pueden
explicar es que tales compuestos hayan dejado, en determinado
momento, de regirse según el orden inmanente de la materia
inorgánica a que pertenecen.

Es posible y altamente probable que concentraciones cada vez más


complejas de átomos y moléculas hayan surgido espontáneamente
hasta constituir materia orgánica, pero materia orgánica bruta,
semejante a la de un cadáver.

Lo inadmisible es suponer que un conjunto proteico así constituido


haya empezado de repente, en el curso del mismo proceso
mecánico, a desarrollarse morfogenéticamente y, de modo general,
a manifestar actividades vitales, puesto que éstas, ya lo vimos,
responden a un dinamismo ordenador distinto del de la materia
fisicoquímica.

Con la vida aparece un factor nuevo, vale decir un factor hasta


entonces inactivo. Pero no un factor agregado. Si, en efecto, el paso
de lo inorgánico a lo orgánico se debiera a la incorporación
milagrosa a la materia de una inteligencia organizadora de origen
desconocido, no podríamos entender la evolución de la materia
inanimada que, por diferenciación asociativa, constituyó
inteligentemente, o sea según el orden dinámico que le es propio,
las condiciones fisicoquímicas indispensables para la vida. Nos
encontraríamos frente a este absurdo: una evolución inorgánica
cuyo resultado es la constitución de un conjunto proteico y, por otro
lado, una evolución orgánica a partir de dicho conjunto; pero, entre
estas dos corrientes sucesivas, independientes y complementarias,
una infranqueable solución de continuidad.

Si, por el contrario, la materia inorgánica es organizada, cambiante


y continua como la materia viva, aunque en otra forma, no hay
ningún impedimento para considerar ambos procesos evolutivos
como momentos de una duración única.

Siendo así, no hace falta imaginar ninguna introducción de la


inteligencia organizadora de la vida en la pequeña masa proteica
que era el término –o uno de los términos- de la evolución
inorgánica, sino la realización de un plan que abarca ambos
órdenes, arbitrariamente separados por nosotros, en un conjunto
coherente.

El surgimiento de la vida se reduce, por lo tanto, a una mutación


semejante a la que notaremos como uno de los procedimientos de
la evolución orgánica. La inteligencia organizadora de la materia
viva existía en potencia en la pequeña masa de materia inorgánica
que iba a convertirse en la primera célula o precélula, exactamente
como existe en una célula reproductora especializada de un
organismo vivo, pero en mayor escala.

Notemos que esta conclusión concuerda tanto con las teorías


poligenéticas como con las monogenéticas y que la tesis de la
generación espontánea –exacta o no- de ningún modo merece la
acusación de absurda a menudo formulada contra ella: nada nos
demuestra que la materia inorgánica no haya producido y no esté
todavía potencialmente en condiciones de producir numerosos
complejos materiales capaces de mutación y que contengan, por
consiguiente, una intención vital inmanente. Todo esto no significa,
por cierto, que la inteligencia organizadora de la vida sea producto
de la materia inorgánica. En realidad, nace de ella exactamente
como el ser vivo nace del huevo, pasando –como vamos a verlo- del
estado potencial al estado activo. La inteligencia no es creada por la
materia fisicoquímica sino que está contenida en ella. Lo cual
supone entre materia inorgánica y materia viva una importantísima
diferencia de estado. Mientras que la primera está, en efecto, en
cuanto energía, ora en potencia, ora en acto, pero en cuanto a
inteligencia organizadora psicoorgánica, siempre en potencia, la
segunda está siempre en acto en cualquier aspecto en que se la
considere. Materia inorgánica y materia viva son dos estadios
sucesivos de una misma evolución, pero dos estadios tan distintos
como los de una lámpara apagada y encendida.

45.- La ontogénesis.

Ignoramos, por supuesto, cuáles eran la estructura y la


composición de la pequeña masa de materia que empezó a
desarrollar las actividades propias de la vida. No sabemos si era una
célula o un complejo menos diferenciado, semejante en este
aspecto a las bacterias de hoy, que carecen de núcleo aunque no de
materias nucleicas. Lo que sí podemos afirmar con toda seguridad
es que la pequeña masa en cuestión era más que el complejo
sustancial al que el análisis químico la hubiera reducido sin dejar
residuos de otra naturaleza, puesto que manifestaba propiedades
distintas de las regidas por las leyes de la materia inorgánica y, en
primer lugar, la de darse formas nuevas. Tal proceso de ontogénesis
lo aprehendemos fácilmente, por observación inmediata, en el
desarrollo de cualquier ser vivo multicelular y especialmente de
cualquier animal superior. En el comienzo encontramos, en efecto,
una pequeña masa de materias proteicas, provista de una
estructura celular. La vemos no solamente vivir sino cambiar de
forma. Aparecen en el seno de su núcleo cromosomas que se
dividen y provocan así la formación de una segunda célula que
permanece agregada a la primera. El fenómeno se reproduce en
cada una de ellas y las células se van multiplicando. No se trata, sin
embargo, de una mera ampliación numérica. Pues las células que
nacen por mitosis son parcialmente distintas de las originarias. No
sólo se diferencian de éstas y entre sí por su composición química y
sus actividades funcionales sino que se asocian de tal modo que van
estructurando órganos distintos y complementarios y el organismo
que los abarca en un todo individualizado y autónomo. Si el proceso
ontogenético respondiera simplemente a las leyes fisicoquímicas de
la materia bruta, se comprobarían o una multiplicación homogénea,
como la de los cristales, o una diferenciación morfológica y
funcional, como la que caracteriza la formación de una molécula a
partir de átomos de distinta naturaleza. Pero no se produciría la
multidiferenciación de formas y funciones complementarias, que
carecerían de sentido y, por lo tanto, de posibilidad de existencia si
la multiplicación celular no respondiera a un plan organísmico, ya
presente en la célula primitiva. Esta contiene, pues, la inteligencia
organizadora que se apoderará de materia ajena y la moldeará con
vistas a la elaboración de las formas y de los dinamismos
funcionales inherentes a un organismo previsto. El ser futuro no
está preformado “en miniatura” en la célula inicial, como se creía
hace unos siglos. Tampoco surge por acción de un medio que es el
mismo para los seres vivos más diferentes: cualquiera sea su causa,
las variaciones individuales son insignificantes, comparadas con la
semejanza morfofuncional que se nota entre organismos de un
mismo origen genérico o, con mayor razón, específico. El huevo es,
en potencia, el complejo unitario que resultará del desarrollo de un
plan inmanente. Y este plan, lo trasmite a cada una de las células
que se constituyen a lo largo del proceso de diferenciación
complementaria, puesto que los tejidos son a veces capaces de
convertirse los unos en los otros, no sólo por diferenciación
creciente sino también para responder a exigencias accidentales del
organismo, por ejemplo en caso de lesión. El plan completo está
presente, pues, en potencia, en cada célula, lo cual no significa que
siempre tenga capacidad de actualización integral. La tiene, sí, en
algunas especies vegetales, cualquiera de cuyos brotes puede dar
nacimiento, como si fuera una semilla, a un nuevo individuo, y en
algunos animales inferiores, como ciertas lombrices, cualquiera de
cuyos trozos actúa como un embrión y produce, por desarrollo, un
nuevo ser completo.

46.- Reproducción y multiplicación.


El organismo, cuyas formas y dinamismos vitales van surgiendo,
a partir del huevo, a lo largo de su proceso de crecimiento, no
detiene su evolución con el cese de éste último. Sigue cambiando,
en efecto, por un envejecimiento que lo modifica cualitativamente y
determina finalmente su muerte. Sólo hacen excepción algunos
seres inferiores que son capaces de rejuvenecerse y multiplicarse
por esciparidad y son, por lo tanto, teóricamente inmortales. En
todos los demás, la vida individual tiene un término ineludible. Pero
lo que desaparece con la muerte es la individualidad y no la vida.
Esta se perpetúa, en efecto, mediante la función de reproducción,
gracias a la cual el organismo plenamente desarrollado, por
partenogénesis o por unión sexual con otro individuo
complementario, produce un huevo, semejante a aquel por el cual
proviene, que se desarrollará a su vez para convertirse en un nuevo
ser individual, de las mismas características fundamentales que su o
sus progenitores. No sólo, pues, el plan morfogenético del
organismo está presente en cada célula de este último y asegura así
su propia ejecución por cada elemento constitutivo del conjunto
unitario, o sea la actuación de cada parte en función del todo, sino
que se proyecta fuera del individuo condenado a muerte para
reproducirlo en su estado primario. El organismo va envejeciendo y
avanzando hacia su fin, pero, antes de que éste llegue
naturalmente, está en condiciones de producir, por sí solo o en
asociación, un nuevo individuo joven que, a su vez, evolucionará
según la misma curva y con la misma propiedad reproductora. El
material genético del huevo constituye, por lo tanto, un factor de
continuidad supraindividual. Tenemos pleno derecho, pues, a
considerar la ontogénesis como un mero estadio parcial de un
proceso evolutivo mucho más amplio que abarca a todos los seres
sucesivos que nacen y se desarrollan según un mismo plan. Esto no
quita nada, por cierto, a la realidad autónoma del individuo. No sólo,
en efecto, el nuevo organismo es distinto del o de los que lo han
producido sino que surge generalmente antes de la desaparición de
su o sus progenitores. Hay reproducción, pero también
multiplicación del plan organísmico individualizado. Lo cual
demuestra que el ser vivo no constituye el mero soporte de un
huevo –o de parte de un huevo- que se transmitiría, por su
intermedio, de la generación anterior a la generación posterior y
actuaría a modo de un molde. El plan presente en la célula
originaria se va desarrollando y reproduciendo en todas las células
del organismo, inclusive en algunas de ellas que tienen la propiedad
de poder separarse del conjunto al que pertenecen y de convertirse
en huevos individualizados. Este hecho tiene suma importancia,
como veremos en los dos próximos incisos, para el proceso de la
evolución y nos permitirá, por otra parte, definir en el capítulo
siguiente la naturaleza de la inteligencia organizadora. Pero no nos
prohibe considerar a los individuos como eslabones de un complejo
más amplio desde el punto de vista temporal y en expansión, -salvo
incidencia de factores limitativos de origen interno o externo- desde
el punto de vista cuantitativo. Individuos éstos que se suceden no al
modo de los vagones de un tren sino como las tejas de un techo
puntiagudo: parcialmente superpuestos y cada vez mas numerosos.

47.- La herencia.

De lo antedicho se desprende que el ser vivo es autónomo pero


que carece de originalidad en cuanto a sus formas y dinamismos
esenciales. El huevo del que procede fue formado con elementos
que pertenecían anteriormente a uno o dos individuos, cuyos
huevos originarios reproducían en su totalidad o en parte. El plan
del organismo proviene, pues, de su o sus progenitores y, en lo
esencial, no hace sino reproducir las formas y los dinamismos de
este o estos últimos. Así la encina sucede a la encina y el hombre, al
hombre: remontándose de generación en generación,
encontraremos encinas por un lado y hombres por otro, en
filiaciones específicas fundamentalmente inalteradas. El individuo
recibe, por lo tanto, una dotación hereditaria de la misma naturaleza
morfofuncional que la de sus antepasados. De la misma naturaleza,
pero no idéntica. Notamos, en efecto, dentro de una especie,
diferencias entre razas, entre estratos cualitativos, entre linajes y
entre individuos. El plan organísmico general es el mismo en todos
los casos, pero surgen variaciones que excluyen la hipótesis de una
reproducción mecánica de las células germinales. La distinción que
hacía Weidmann en el ser vivo entre el genotipo, siempre idéntico a
sí mismo por proceder directamente la célula reproductora del
huevo originario, y el fenotipo, sujeto a variaciones vivenciales, no
responde a los datos de la observación. Pues, de ser así, todos los
individuos de una misma especie serían concebidos –y, de hecho
nacerían-, idénticos a sus más lejanos antepasados y, por lo tanto,
idénticos entre sí, lo que no acontece. La realidad es mucho más
compleja, y nuestro análisis del inciso anterior nos la hacía entrever.
El germen no es el producto directo del huevo sino del organismo
tal como se ha realizado, a partir del huevo, según las exigencias y
posibilidades de su adaptación al mundo exterior. El plan heredado
no es del todo rígido. Ofrece alternativas entre las cuales el
individuo elige según las circunstancias. En el marco de la evolución
específica, el esquema morfofuncional se impone necesariamente al
organismo, y por eso siempre se suceden encinas o se suceden
hombres. Pero cada ser vivo adquiere, como consecuencia de su
adaptación a un medio individualmente variable, particularidades
individuales. Ahora bien: el germen es el producto del organismo tal
como es en el momento de la reproducción, vale decir de un
organismo diferenciado por su evolución individual. Recibe, por lo
tanto, el plan general específico, pero también las modificaciones
que éste ha sufrido a lo largo de las generaciones sucesivas. Todos
los perros pertenecen a la misma especie y tienen una dotación
hereditaria común, pero las distintas razas están netamente
diferenciadas por caracteres secundarios que se trasmiten con el
germen por habérsele incorporado mediante una serie de
variaciones individuales que, al repetirse de generación tras
generación, se han reforzado cada vez más. La herencia es, por lo
tanto, el producto de una evolución especializadora y, lo vamos a
ver, enriquecedora del plan específico originario. Este mero hecho
nos prohibiría, si la experiencia no bastara para excluir semejante
interpretación, poner en pie de igualdad dotación hereditaria y
variaciones individuales como factores de definición morfofuncional,
y más aún otorgar a las segundas primacía sobre la primera. El plan
genético se modifica muy lentamente, y siempre dentro del marco
específico que, a nuestra escala de observación y de acción, es
prácticamente inmutable. La diferenciación evolutiva de la especie
en razas y linajes es en lo fundamental, lo hemos visto, el producto
de la adaptación de una serie de organismos y de la consiguiente
elección entre posibilidades hereditarias alternativas. Desde este
punto de vista representa un empobrecimiento de virtualidades a la
vez que un enriquecimiento de realidades. Pero éstas pueden,
gracias a la memoria, convertirse en potencialidades hereditarias y
contribuir así al proceso de la evolución.

48.- La trasmisión de los caracteres adquiridos.

Sabemos por experiencia que un movimiento a menudo repetido


se nos hace cada vez más fácil, hasta llegar al automatismo liso y
llano, y que la imagen de un objeto frecuentemente percibido
adquiere en nuestra mente una fuerza cada vez mayor que la hace
aparecer sin esfuerzo en el pensamiento consciente, hasta
convertirse en una obsesión ineludible. Asimismo nuestra
adaptación a tal o cual circunstancia impuesta por el medio exterior
se efectúa cada vez mejor con el tiempo y provoca variaciones
morfofuncionales: el ejercicio desarrolla un músculo o un órgano y
modifica así su forma. Estos distintos fenómenos tienen una causa
común: la creación de hábitos por memorización de dinamismos
biopsíquicos. La superposición de recuerdos sucesivos de un mismo
movimiento produce un efecto de cristalización, que suscita una
respuesta-reflejo al estímulo desencadenante del proceso. La
primera vez que el organismo se encuentra ante la necesidad de
elegir entre varias alternativas, vacila porque tiene que formular un
juicio que exige un difícil análisis comparativo de las distintas
soluciones posibles. Después de varias experiencias idénticas, ya
sabe lo que tiene que hacer. El individuo aprende, pues, y sus
conocimientos adquiridos se registran, de un modo que
estudiaremos en el próximo capítulo, en su organismo, donde
constituyen un agregado a la dotación hereditaria. Esta contenía la
posibilidad del movimiento y de la forma que, eventualmente, lo
condicionaba. La actualización repetida de tal potencialidad
desarrolla mnemónicamente la causa genética preexistente. El
factor morfodinámico heredado de asociación causal va
reforzándose a medida que se le incorporan recuerdos de su propia
actualización. Ahora bien: a través del germen, el organismo
trasmite el plan de su propio ser, tal como es en el momento de la
constitución de las células reproductoras. Lo que caracteriza el
proceso de la herencia es, en efecto, la semejanza morfofuncional
de los productos con los productores. Lo que se reproduce no es,
por lo tanto, el mero esquema específico sino la inteligencia
organizadora real y actual del progenitor. De no ser así, no habría
evolución adaptativa de la especie y cada individuo se reencontraría
en el punto de partida de esta última, lo que es contradicho tanto
por la historia como por la observación. Le herencia de los
caracteres adquiridos no constituye, por ende, un fenómeno
anormal ni menos incomprensible. A ella se debe la diferenciación
de las razas y de los linajes tanto como la formación de los instintos
técnicos. Algunos científicos la niegan por no haber podido
producirla en el laboratorio o porque ciertas modificaciones
morfológicas artificiales –verbigracia, el corte sistemático de la cola
en ciertas razas de perros- no se trasmiten hereditariamente. El
primer motivo de rechazo evidencia simplemente una
experimentación insuficiente o defectuosa, pues tenemos a la vista
casos fácilmente comprobables que podrían servir de ejemplos para
estudios experimentales. El perro es un animal carnicero que, por
tendencia natural, caza para alimentarse. Sin embargo, los
cachorros pertenecientes a algunas razas especialmente adiestradas
para la muestra adoptan espontáneamente, frente a la presa, la
actitud de inmovilidad enseñada a sus antepasados. Las gallinas,
que a principios de siglo se dejaban atropellar, en las carreteras
europeas, por los primeros automóviles, han adquirido reflejos de
huida, que difícilmente se atribuirán a una educación psíquica de los
hijos por las madres. Explicación ésta última que se descarta, por
falta de coexistencia de las generaciones sucesivas, en el caso de
ciertos peces costeros que, en los albores de la caza submarina, se
acercaban confiados y curiosos a sus victimarios y hoy escapan
velozmente cuando los ven. Por lo demás, se han realizado con
ratones experiencias positivas al respecto. Sin hablar de los
resultados prácticos obtenidos por los fitotécnicos y zootécnicos de
la escuela michurinista en el campo de la adaptación –educativa y
no solamente selectiva- de plantas y animales a nuevas condiciones
de vida. El segundo argumento de los biólogos que niegan la
herencia de los caracteres adquiridos –la falta de trasmisión de
ciertas amputaciones- no tiene mayor validez que el primero. El
corte sistemático de la cola del perro no puede, en efecto, modificar
el plan genético inmanente al germen: no le agrega nada, puesto
que se trata de una supresión, ni le quita nada, puesto que el
dinamismo morfogenético ya ha cumplido su tarea cuando se
efectúa la ablación. Otra cosa seríasi se impidiera a la cola formarse.

49.- La generación interespecífica.

De nuestros análisis anteriores se deduce que dos son los


factores que pueden determinar en un individuo variaciones con
respecto a sus antepasados: la actualización adaptativa de
potencialidades hasta entonces latentes en el linaje y la adquisición
mnemónica de nuevos caracteres. ¿Debemos, pues, excluir
definitivamente la generación espontánea? Se creyó, durante
milenios, que los ratones nacían de la ropa sucia y los gorgojos, del
trigo húmedo. Sabemos hoy que no es así. Pero hemos visto más
arriba que el nacimiento actual de la vida no es inconcebible y que
bastaría, para que el fenómeno se reprodujera, que se diesen otra
vez las condiciones que lo suscitaron hace millones de años.
Estamos muy lejos de poder afirmar que esto no acontece en el
nivel de los microorganismos. Los famosos experimentos de
Pasteur, destinados a demostrar la inexistencia de toda generación
espontánea, estuvieron viciados de nulidad por haber destruido
previamente su autor no sólo los eventuales gérmenes vivientes
sino también las condiciones mismas de la vida. Parece estar
demostrado, por el contrario, que ciertos microorganismos nacen
espontáneamente, si no de la materia inorgánica, por lo menos de
organismos vivos de otra naturaleza. El razonamiento de Charles
Nicolle al respecto es inobjetable. La putrefacción de la fruta es la
consecuencia de la intervención de microorganismos que, según las
teorías pasteurianas, se le agregarían por contagio, desde afuera.
Pero sucede que la putrefacción no es sino el último estadio de la
maduración y que todo el proceso se debe a los mismos agentes.
Habría que admitir, pues, que la evolución natural de la planta –y en
especial su reproducción, que depende de la maduración de la fruta-
está supeditada a la acción aleatoria de seres vivos de origen
externo y, por lo demás, misterioso. El fenómeno no es imposible –
conocemos casos de simbiosis necesaria- pero, aun así, no nos
explicaríamos porqué y cómo la fruta siempre madura: la
polinización de ciertas especies vegetales por intermedio de insectos
no siempre se realiza. De ahí la tesis de Nicolle sobre el origen
endógeno de los microorganismos que actúan no sólo en la fruta
sino en todos los seres vivos. Así el organismo humano “fabrica”
bacilos y bacterias –sin hablar de los virus, cuya vida es dudosa-
capaces de provocar enfermedades infecciosas en su progenitor y,
por contagio, en otros individuos, además de la flora intestinal toda,
indispensable para la función de nutrición. Se trata, pues, de una
generación interespecífica que parece violar la ley de la semejanza,
que hemos señalado como fundamental para la herencia. En
realidad, no hay nada de eso. Cada ser vivo tiene, en su dotación
hereditaria, las potencialidades morfofuncionales correspondientes a
los microorganismos en cuestión, como tiene, por ejemplo, las que
dan nacimiento a los leucocitos. ¿Bacilos y bacterias tienen mayor
autonomía que los glóbulos blancos de la sangre, hasta el punto de
poder independizarse del organismo? También los leucocitos tienen
mayor autonomía que las células conjuntivas. ¿Los microorganismos
endógenos son individuos distintos de su progenitor?. También lo
son los descendientes “semejantes” de este último. Generación
espontánea no significa creación ex nihilo sino actualización de
potencialidades. Y no encontramos nada extraordinario en el hecho
de que un organismo producta seres diferentes de sí mismo si tiene
naturalmente, en su plan genético, el material morfodinámico
correspondiente. El ser humano, verbigracia, por un lado produce
bacilos de Koch, que se reproducirán como tales, y por otro se
reproduce en seres humanos que también producirán bacilos de
Koch. Se trata meramente de una dotación hereditaria polivalente,
que se actualiza en formas y líneas diferenciadas.

50.- La evolución de las especies.

Con la trasmisión de los caracteres adquiridos y la generación


interespecífica tenemos los dos elementos básicos que nos permiten
entender el proceso de la evolución de las especies. Hemos visto, en
efecto, por un lado cómo nació la vida en una pequeña masa de
materia inorgánica y, por otro, cómo se desarrolla una especie a
través de las generaciones sucesivas. Pero las especies son muchas
y no se puede admitir el nacimiento directo de cada una de ellas a
partir de materias proteicas, pues, por lo menos en parte de los
metazoarios, las formas individuales van desarrollándose a partir del
huevo gracias a la intervención de los progenitores de uno de ellos.
Así la ontogénesis del mamífero se realiza en el seno de la madre y
la del sphex, por ejemplo, en la barriga del ortóptero paralizado
donde la madre puso su huevo. La paleontología nos muestra, por
otro lado, sucesiones bien establecidas de formas específicas que
nacieron las unas de las otras. En fin, la explicación alternativa, que
supone la acción antropomórfica de un Creador trascendente que
habría moldeado en la materia los primeros individuos de cada
especie y les habría insuflado la vida, pertenece a una pobre
teología, puesto que admite la intervención temporal de un Dios por
definición eterno. Sin embargo, la tesis de la evolución de las
especies, tal como la exponían ciertos transformistas del siglo XIX,
no era mucho más aceptable que la interpretación creacionista. No
es posible concebir que lo superior haya salido de lo inferior ni que
las formas se hayan diferenciado por una sucesión de casualidades.
Sustituir a Dios por el azar no resuelve, por cierto, el problema y el
cálculo de probabilidades basta para demostrar que la extraordinaria
complejidad del organismo de cualquier mamífero, por ejemplo, no
puede haber nacido de circunstancias accidentales. No hay carácter
morfofuncional sin una potencialidad correspondiente anterior.
Determinada forma puede actualizarse por imperio de nuevas
exigencias biológicas, como lo veremos, pero siempre que esté
prevista, aunque haya permanecido latente hasta entonces, en el
plan genético de la especie. La generación interespecífica nos
demuestra que pueden nacer individuos fundamentalmente distintos
de su progenitor y que la célula-huevo de este último contenía, por
lo tanto, además del plan que le correspondía, la inteligencia
morfogenética de uno o varios organismos de distintas
características. No hay dificultad alguna, por lo tanto, en concebir la
evolución de las especies como una actualización progresiva de
formas latentes, algunas de las cuales fueron reforzadas, además
por cristalización mnemónica de los dinamismos y asociaciones
correspondientes. Así, remontándonos de especie en especie a lo
largo de una línea evolutiva –nada prueba que haya habido
solamente una-, llegamos otra vez a la pequeña masa de proteínas
que, algún día, se puso a vivir. Esta contenía en potencia, pues, no
sólo el plan de su propia forma sino la inteligencia organizadora
“telescópica” de todas las especies sucesivas posibles. En el fondo,
el proceso no es distinto, en cuanto a su naturaleza, del que
notamos en la evolución morfodinámica del individuo. El embrión
humano, por ejemplo, adquiere y pierde, sucesivamente, branquias
y cola, lo que proporciona bases sólidas a la teoría de la
recapitulación atávica. La hormiga, por otro lado, es mucho más
diferente de su larva, desde todos los puntos de vista, que el tigre
de la ballena. Sólo que, en el caso del hombre o de la hormiga, el
proceso se cumple de modo necesario y rígido, mientras que el paso
de especie a especie no constituye un mero desarrollo automático,
en el curso del cual cada forma hubiera aparecido a su debido
tiempo. Pues especies sucesivas coexisten, por lo menos en ámbitos
distintos. La actualización de una forma nueva no se realiza por
simple acción del dinamismo individual ni del específico. Hace falta
un estímulo exterior que la haga oportuna. Lo cual no significa, sin
embargo, que cualquier forma latente pueda aparecen en cualquier
momento y que el elefante hubiera podido surgir inmediatamente,
por evolución, de la pequeña masa proteica originaria. Hay en el
proceso un orden necesario de complejidad creciente, pero
potencialmente ramificado en cada etapa. O sea que todo cambio se
produce por elección entre varias soluciones teóricamente posibles,
ubicadas en un mismo nivel morfofuncional.

51.- Función y órgano.


La existencia de varias posibilidades para resolver ciertos
problemas de adaptación salta a la vista. Todos los animales
voladores tienen alas, pero las de pluma de los pájaros y las de piel
de los murciélagos son anatómica y funcionalmente tan distintas
como sea posible teniendo en cuenta su finalidad común. Los
animales subacuáticos se desplazan con aletas que mueven como
remos, o con la cola utilizada a modo de espadilla, o con todo el
cuerpo mediante movimientos ondulatorios (las anguilas), o con
membranas en forma de alas (las rayas), o hasta con turbina de
reacción (los cefalópodos). Y así en todos los campos de la actividad
funcional. Las soluciones orgánicas adaptativas, no obstante, están
limitadas cuantitativamente por las exigencias del medio. Es éste el
motivo por el cual las vemos aparecer idénticas en líneas evolutivas
muy distanciadas las unas de las otras. Un batracio –la rana-, un
reptil –el cocodrilo-, y un mamífero –el hipopótamo- resuelven del
mismo modo un doble problema nacido de su común vida anfibia:
cuanto están en la superficie de un espejo de agua, sólo sobresalen
su nariz y sus ojos. Asimismo, un pez –el tiburón-, un reptil
extinguido –el ictiosaurio- y un mamífero –el delfín- presentan una
idéntica solución al problema del equilibrio en la natación rápida: un
alerón dorsal estabilizador. Es que no hay muchas maneras de
conseguir un efecto orgánico necesario y simplemente útil. Sin
embargo, no todas las soluciones posibles se encuentran en las
especies vivas y las adoptadas no siempre son las más satisfactorias
desde el punto de vista teórico ni siempre alcanzan el grado máximo
de eficacia. No hay ni hubo nunca animales terrestres con ruedas, ni
animales acuáticos con hélices, ni pájaros con turbina, mientras que
las ardillas voladoras y los peces voladores tienen alas
insuficientemente estructuradas que, a pesar del lenguaje corriente,
apenas les permiten planear. Con sus limitaciones, sus
imperfecciones, sus tanteos y sus errores, la inteligencia
organizadora crea, pues, órganos capaces de desempeñar de modo
más o menos satisfactorio las funciones necesarias o útiles que el
medio exige o hace convenientes. La famosa sentencia “la función
crea el órgano” constituye un raccourci incorrecto si se le toma al
pie de la letra, pero expresa de todos modos una realidad, aunque
mal formulada. No puede, en efecto, haber función sin el órgano
correspondiente, por la sencilla razón de que el órgano es la
condición morfodinámica de la función y de que ésta no es sino una
abstracción que encubre el funcionamiento del órgano. Lo que sí
puede existir antes de su imprescindible instrumentación es la
necesidad de una función que supone un órgano más o menos
adecuado a su desempeño pero siempre provisto de la forma y el
dinamismo mínimos sin los cuales no resolvería el problema
planteado. Posteriormente, ya lo sabemos, el ejercicio funcional es
capaz de desarrollar, por cristalización, el instrumento existente.
Pero no lo puede crear ex nihilo, como tampoco puede hacerlo la
simple necesidad. Para que de ésta surja el órgano es
imprescindible que la línea evolutiva aprehenda la exigencia vital
impuesta por el medio y tenga entre sus posibilidades una solución
adecuada o la capacidad de inventarla. Lo cual no es posible sin una
inteligencia, inmanente a la materia viva, que dirija las variaciones
hacia un fin: la máxima afirmación posible de la línea evolutiva por
adaptación a sus condiciones de existencia y desarrollo. Parece
increíble que hay biólogos mecanicistas que nieguen hasta la
finalidad morfofuncional: ¿Cómo concebir un aparato digestivo
independientemente de la nutrición o un aparato sexual al margen
de la reproducción? Si una forma surge o se modifica en el curso de
la evolución, es para responder a una necesidad total o
parcialmente nueva a una necesidad ya existente. Queda por saber
cómo nace o cambia el complejo orgánicofuncional en cuestión.

52.- La morfogénesis evolutiva.

Notemos de inmediato que la morfogénesis evolutiva difiere


fundamentalmente de la ontogénesis individual anteriormente
analizada. En esta última, en efecto, -y en su proyección específica-
la creación de las formas se hace, a partir del huevo, por ejecución
de un plan fijo que se desenvuelve de un modo invariable y llega a
un complejo estructural previsto. El margen de variación adaptativa
es muy reducido y no afecta lo esencial, salvo para conservarlo. La
creación de formas nuevas supone, por el contrario, una ruptura
con tal rutina, y una ruptura imprevisible. Las especies y sus
respectivas características morfodinámicas no se suceden
necesariamente, como lo hacen los estadios del embrión, y las
líneas evolutivas a menudo se dividen por adopción divergente de
soluciones distintas. La trasmisión de los caracteres adquiridos
bastaría, por otro lado, para excluir la interpretación de los finalistas
deterministas del siglo XIX, según la cual la evolución respondería a
la aplicación rígida de un plan preestablecido en sus menores
detalles. En realidad, las variaciones potenciales surgen por
adecuación progresiva de una especie a un modo de vida
cambiante. El clásico ejemplo de Cuénot merece ser mencionado
aquí: es probable que la ballena –un mamífero que tiene aspecto de
pez- provenga de un pequeño carnívoro terreste, el creodonte, que
vivía, hace millones de años, en lugares húmedos, al modo de una
rata de agua. Como esta última, el animalito en cuestión pudo
convertirse en un nadador mediocre; luego, en un buen mergullador
de patas palmadas, como la nutria; más tarde, en un nadador
rápido con patas transformadas en aletas, que tenía que regresar a
tierra sólo para reproducirse, al modo de la foca; posteriormente, en
un nadador exclusivo, pisciforme y provisto de dientes, que paría y
amamantaba a su cría en el agua, como el delfín; y, en último lugar,
en el gigante pisciforme sin dientes que conocemos hoy. Este
esquema verosímil se respalda en datos paleontológicos y también
en comprobaciones embriológicas: el feto de ballena tiene dientes y
el adulto muestra todavía los rasgos de dos pares de patas. ¿Por
qué estos cambios adaptativos? Según Darwin, cada modificación
útil habría surgido por casualidad en algunos individuos que, mejor
adaptados, gracias a ella, a sus condiciones de vida, habrían
sobrevivido mientras que los demás desaparecían. Pero ni la
selección natural es tan terminantemente eficaz, como lo veremos
en el inciso siguiente, ni la casualidad basta para explicar, por
ejemplo, la primera transformación, simultánea en varios individuos,
de patas en aletas: el cálculo de probabilidades excluye la formación
espontánea de estructuras morfofuncionales tan complejas. Mucho
menos satisface la teoría mecanicista según la cual la excitación
cutánea provocada por el frotamiento del agua en la pata sería la
causa de su cambio automático de forma. De ser cierta, supondría
la existencia latente de la aleta en la pata, y la excitación sólo sería
el factor desencadenante del cambio. Queda, por fin, la tesis de
Lamarck: el beneficiario del proceso sentiría la necesidad de un
nuevo órgano y éste se formaría como consecuencia del deseo así
experimentado. Más convincente que las anteriores por centrarse en
una exigencia adaptativa, vale decir vital, del organismo, esta
interpretación no resuelve, sin embargo, el problema esencial. Pues
la necesidad no puede más que el azar hacer surgir ex nihilo una
nueva estructura morfofuncional ni, lo que es lo mismo, modificar
esencialmente la que existe. Pero sí puede incitar al organismo a
actualizar una potencialidad inmanente. Por su insuficiencia, todas
las explicaciones nos llevan así otra vez a la inteligencia
organizadora de la materia viva, sin la cual la morfogénesis, como la
ontogénesis, serian incomprensibles. Pero ya no es la inteligencia
del maestro de obra, que lee y aplica un plan de trabajo
previamente elaborado, sino la del arquitecto que, gracias a sus
conocimientos, inventa las nuevas estructuras que, con razón o sin
ella, le parecen más adecuadas a una situación dada. Lo que se
actualiza así no es un orden preformado en potencia sino una
potencialidad de ordenamiento variado de elementos
potencialmente preformados. La evolución es creación, pues, en el
pleno sentido de la palabra, aunque sobre la base de factores
preexistentes y por acción de una inteligencia capaz de encontrar
soluciones a los problemas planteados por la relación entre el
organismo tal como es y las condiciones de vida que le impone el
medio.

53.- La selección natural.

La forma nueva que surge en determinado momento de la evolución


no aparece automáticamente en todos los individuos
contemporáneos de una especie. La inteligencia organizadora no
tiene, en efecto, idéntico vigor en todos los organismos y, por otro
lado, la presión del medio afecta a unos más que a otros. Sucede lo
mismo que, en otro nivel, con los seres humanos: ante las mismas
dificultades, unos luchan y buscan soluciones mientras que otros se
repliegan en sí mismos y aguantan. Los primeros pueden
equivocarse y desaparecer. Pero, si tienen éxito, superan su
condición anterior y dominan a los segundos, mediocres y pasivos.
Así, en el campo morfodinámico, hay individuos que, frente a
nuevas circunstancias, tienden a adaptarse mediante la creación de
nuevas formas y otros que meramente reducen sus exigencias
vitales y, por lo tanto, su posibilidad de realización. Darwin pensaba
que los primeros, mejor adaptados, eliminaban necesariamente a
los segundos y, reproduciéndose entre sí, fijaban en una nueva
especie los cambios individuales preponderantes. Tal concepción del
papel de la selección natural no responde del todo, por demasiado
optimista, a la realidad. Sin duda los individuos mejor adaptados
tienen más probabilidad de supervivencia y, por lo tanto, de
reproducción que los demás. Pero los más audaces desde el punto
de vista morfogenético –los más inventivos- corren riesgos que
evitan los mediocres y a menudo fracasan en un esfuerzo creador
temerario. ¿De los creodontes que se largaron mar adentro, cuántos
se habrán ahogado por unos pocos que adquirieron aletas, mientras
que los conformistas, por hambrientos que estuvieran, proliferaban
en el lodo de su habitat acostumbrado? La selección natural elimina
a los más débiles y a los más inadaptados, pero también a los más
arriesgados, o por lo menos a algunos de ellos. Sin tener los
alcances que le atribuye Darwin, resulta sin embargo altamente
positiva para la evolución. Pues basta que algunos creadores
triunfen y se junten para que surja una nueva especie mejor
adaptada que su predecesora y, por lo tanto, superior a ella desde
el punto de vista que nos interesa. La plasticidad morfodinámica
permite tanto la regresión como el progreso. Pero la incapacidad
adaptativa siempre acarrea la desaparición de la especie. Del
miserable pequeño creodonte –o de mamíferos parecidos- nacieron,
como términos actuales de dos líneas evolutivas divergentes, el
hombre y la ballena, mientras que gigantescos reptiles, sus
contemporáneos, mejor adaptados que él a las condiciones
imperantes, desaparecieron sin dejar descendencia alguna. El
primero era biológicamente inventivo; los segundos habían dado ya
el máximo de sus posibilidades en este campo. Por consiguiente, no
son los más adaptados sino los más adaptables los que tienen
mayores posibilidades de supervivencia, a pesar de los riesgos que
les hacen correr sus aventuras creadoras. La selección natural
constituye, pues, un factor ponderable de la evolución, pero sólo un
factor complementario. Facilita la supervivencia de individuos que
han logrado una modificación morfofuncional útil o que han
adquirido un nuevo carácter positivo en cuanto a su afirmación
frente al medio, y favorece así la trasmisión hereditaria de la
innovación y su reforzamiento por acción repetida a lo largo de
generaciones sucesivas. Pero no inventa. Sólo contribuye a la
perpetuación de las formas creadas por la inteligencia organizadora
inmanente al organismo.

54.- Mutación e hibridación.

Si bien el azar no desempeña ningún papel apreciable en el


proceso normal de la morfogénesis, tal como acabamos de
analizarlo, interviene como causa de un fenómeno secundario, la
mutación, que se inserta accidentalmente, de vez en cuando, en
una línea evolutiva. Se trata de la modificación, por obra de un
agente químico, físico o biológico, del material genético de una
célula reproductora. Una asociación prevista en el plan
morfofuncional del individuo y, por lo tanto, del linaje deja de
trasmitirse o se trasmite modificada: una de las potencialidades
normalmente necesarias del huevo es anulada o transformada por la
incidencia casual de un factor externo sin relación alguna con las
exigencias de la adaptación. Numerosos experimentos de laboratorio
han puesto de manifiesto el carácter patológico de la mutación y
nuestros biólogos consiguen, con ayuda de una aguja o de algún
producto químico, incidir en el huevo o en el embrión para destruir
o duplicar una forma potencial. Se obtienen así ranas sin ojos o
patos de cuatro patas. No es de extrañar, pues, que en esa inmensa
mayoría de los casos las mutaciones resulten negativas para el
individuo y, de trasmitirse sus efectos por herencia –y ello pocas
veces acontece- lo sean también para la línea evolutiva afectada. No
se excluye, sin embargo, la posibilidad de que algún cambio casual
de esta naturaleza provoque una modificación casualmente
favorable, a pesar de su origen, para el organismo, ni que ella
pueda integrarse en la dotación hereditaria de la especie, por
cruzamiento de mutantes o por prevalencia de la mutación. Sin
embargo, la formación de una variedad por semejante
procedimiento se produce muy excepcionalmente de modo
espontáneo. Más frecuente es que los fitotécnicos y zootécnicos la
fomenten aprovechándose de cambios fortuitos del tipo
considerado, como lo hacen sistemáticamente con las mutaciones
producidas por la hibridación. En este último caso, la aparición de
un nuevo carácter no se debe a la intromisión patológica de un
agente extraño sino a la combinación, por vía sexual, de los
materiales genéticos de dos o más especies o razas. A menudo la
hibridación de un individuo intermedio entre sus dos progenitores es
inestable. Pero, a veces, en lugar del término medio habitual surge
un carácter nuevo, hasta entonces latente en ambos linajes o sólo
en uno de ellos. Si el proceso de hibridación se generaliza en una
población determinada, la mutación se fija. Notemos que, en este
caso como en el anterior, la modificación morfofuncional, sean sus
causas exógenas o endógenas, surge independientemente de las
exigencias individuales o específicas de adaptación al medio.
Procede de un hecho accidental y no responde, por lo tanto, a
intención directriz alguna. De ahí que pueda resultar positiva,
indiferente o negativa, al margen de la inestabilidad, siempre
perjudicial, que provoca, por lo menos hasta su homogenización
ulterior, la mezcla de dotaciones hereditarias diferentes. Sin
embargo, las mutaciones positivas tienen, por incidencia de la
selección natural, más probabilidad de supervivencia que las
negativas, salvo que éstas sean factores de mediocridad y no de
inadaptación, en cuyo caso refuerzan la perdurabilidad de la línea
evolutiva al mismo tiempo que traban su capacidad de invención y,
por consiguiente, de progreso. Sólo en caso de impedir una
adaptación vitalmente imprescindible, el anquilosamiento así
producido se convierte en causa de desaparición del conjunto
afectado. De cualquier modo, la mutación, en sus dos formas,
desempeña un papel insignificante en el proceso de evolución. Por
lo general, sus resultados morfofuncionales no se trasmiten y, por lo
tanto, no cuentan. Y, cuando se convierten en caracteres
hereditarios, no introducen sino variaciones menores, casi siempre
meramente cualitativas. Sólo en el orden psíquico pueden llegar a
tener consecuencias de consideración.

55.- El desarrollo del espíritu.

Nuestro análisis de la evolución quedaría, por cierto, incompleto


si lo limitáramos, como hemos hecho en los incisos anteriores, al
aspecto morfológico del proceso. No son solamente las formas
tangibles, en efecto, las que nacen y cambian sino también las
psíquicas. El espíritu no se manifiesta en la materia inorgánica y
todo parece indicar que tampoco en los vegetales, aunque la
presencia en éstos del influjo nervioso suscita dudas al respecto. Ni
siquiera estamos seguros de la existencia de actividades psíquicas
en los microorganismos animales. Pues, en este campo, nuestro
único medio de conocimiento es la comparación con el ser humano
y ella no se puede utilizar en un nivel de observación demasiado
distante de aquel en que nos ubicamos. Sabemos, sin embargo, por
nuestra experiencia del sueño y del sonambulismo, que la vida
psíquica no se confunde con la conciencia y que puede manifestarse
en ausencia de esta última, lo cual nos impide negar la posibilidad
de actividades subconscientes en seres que, por lo que creemos
saber, carecen de nuestra facultad de desdoblamiento mental. Lo
que sí es seguro es que el espíritu depende del sistema
nervioso y que sólo con el cerebro alcanza su grado máximo
de actualización. De ahí que, si bien no podemos definir
netamente el estadio de la evolución en que aparece por primera
vez, nos resulte fácil seguir su proceso ascensional a través de las
especies, hasta llegar al hombre; y también notar sus retrocesos por
fijación instintiva, como en el caso señalado de algunos insectos.
Este último fenómeno nos muestra que el progreso psíquico que
la evolución evidencia no es necesariamente continuo ni
definitivo.

El hombre de hoy tienen un nivel mental superior al de sus


antepasados cavernícolas, pero no al de los griegos del siglo
V a.C., y algunos síntomas de fijación regresiva empiezan a
aparecer en nuestra sociedad occidental en vías de
masificación.

Tal vez el espíritu siga, a través de las especies, una curva


semejante a la que se nota en el individuo.

Las actividades mentales del ser humano, en efecto, van creciendo


y decayendo, sucesivamente. Surgen en un estadio desconocido de
su desarrollo morfogenético, alcanzan la conciencia receptiva y la
razón, para llegar, luego de la madurez, a un anquilosamiento senil.

No estamos en condiciones de resolver el problema que surge de la


posibilidad de tal paralelismo y sólo podemos decir que éste no es
inverosímil, ni mucho menos. Pues no faltan motivos para
considerar la ontogénesis como una micromorfogénesis. Lo que, de
cualquier modo, es indudable es que el espíritu, tanto en el
organismo individual como en la línea evolutiva, pasa de la
potencia al acto mediante un proceso propio, aunque
dependiente. Las asociaciones psíquicas son distintas de las
que crea la inteligencia orgánica: no vinculan entre sí
moléculas sino imágenes. Pero éstas no son sino
representaciones sintéticas del mundo exterior aprehendido por el
cuerpo y de este mismo cuerpo. Las actividades psíquicas no
constituyen, pues, una realidad distinta de la vida organísmica sino
las más elevadas manifestaciones conocidas de esta última. Lo cual
explica cómo pueden estar ausentes, aparecer, desarrollarse,
retroceder y hasta desaparecer. El espíritu no se concibe sin la
vida corpórea, que expresa en el más alto nivel y a la cual
da sus máximas posibilidades de realización. Pero no es
imprescindible para la vida, ni siquiera en los organismos
individuales y líneas evolutivas que lo manifiestan. Claro
está que su anquilosamiento y, con mucha razón, su
eventual desaparición rebajan la capacidad creadora y, por
consiguiente, la potencialidad adaptativa del individuo o de
la especie que los padece, y pueden, por lo tanto,
comprometer su supervivencia. No sólo, en efecto, las
actividades psíquicas y, especialmente, las racionales constituyen los
medios más eficaces de adaptación sino que, en cierta medida,
sustituyen y adormecen a los demás. La degeneración no significa
una vuelta al estado anterior: un idiota se ubicará, desde el punto
de vista de la capacidad adaptativa, muy por debajo de un salvaje
del mismo nivel mental.

56.- La transformación de la naturaleza.

A primera vista, las actividades psíquicas sólo vienen a


complementar las orgánicas y constituyen un lujo para el
individuo o la especie, que, gracias a ellas, se realiza con
mayor facilidad y más amplitud. Su esfera de incidencia es, sin
embargo, mucho mayor. El espíritu tiene, en efecto, la
posibilidad de proyectar fuera de sí mismo y fuera del
organismo a que pertenece parte de las asociaciones que
crea. Mientras que los dinamismos biológicos, en el sentido limitado
de esta última palabra, absorben materia que sacan del medio
exterior y, después de asimilarla, se la devuelven en un ciclo que
sólo suscita reducidas retroacciones energéticas, los dinamismos
psíquicos, o por lo menos algunos de ellos, se proyectan, mediante
los órganos que instrumentan, en el mundo orgánico e inorgánico
sobre el cual actúan imponiéndole nuevas relaciones constitutivas.
El artista no se limita a crear en su mente asociaciones entre
imágenes: las incorpora al mármol, las representa en el lienzo o
suscita con ellas nuevas modulaciones sonoras. El ingeniero pone en
el papel sus ideas sobre posibles relaciones entre fuerzas físicas
naturales: pero sobre esta base se construirá un edifico o una presa
de embalse. El fitotécnico el zootécnico establece leyes de la
herencia y, gracias a ellas, crea por selección y/o hibridación razas
que no habrían nacido espontáneamente. El lenguaje, o sea el arte
de trasmitir el pensamiento mediante símbolos de denso significado,
permite además difundir asociaciones operativas y conseguir así, por
acción mancomunada de varios individuos, efectos multiplicados.
Hasta principios del siglo XIX, las modificaciones que el hombre
imponía a la naturaleza eran fundamentalmente cualitativas. La
energía potencial creada por la erección de una catedral era
insignificante en comparación con el valor estético de la obra de
arte así realizada. El desvío de una corriente de agua y el cultivo de
tal o cual planta no incidían de modo apreciable en la evolución
cósmica. Aun el empleo generalizado de máquinas no ha degradado
sino cantidades ínfimas de energía. Pero la época en que el
espíritu sólo producía un “pequeño moho” en la superficie
de nuestro planeta pertenece al pasado. El descubrimiento de
la energía nuclear permite al hombre manejar fuerzas naturales
considerables aun en escala del universo. Las leyes de la materia
inorgánica pueden ahora ser utilizadas no sólo, como antes, para
sacar provecho de su aplicación sino también para modificar, en una
medida todavía reducida pero en vías de crecimiento acelerado, la
misma evolución del cosmos. No es seguro, ni mucho menos,
que esta nueva acción del espíritu resulte positiva. Ya la
ciencia ha contribuido poderosamente a contrarrestar la
selección natural, al empobrecimiento biopsíquico del
género humano y, por el invento de medios de
comunicación masiva, al establecimiento de estructuras
sociales patológicas. Nada nos garantiza que, mañana, el espíritu
–por imprudencia o por nihilismo- no haga estallar el planeta.
Limitémonos, por el momento a señalar la incidencia creciente de
las actividades psíquicas sobre la naturaleza. Incidencia creciente
por lo menos en nuestro medio inmediato: pues no sabemos si no
existe, en mucho mayor escala y desde hace tiempo, en otras partes
del universo.

V – LA INTELIGENCIA ORGANIZADORA

57.- Los datos del problema.

Los sucesivos análisis parciales de nuestros capítulos anteriores


nos dieron, en todos los casos, el mismo resultado en cuanto a los
elementos primarios de lo real. Cualquiera fuera nuestro enfoque,
siempre encontramos básicamente energía y orden: la
misma energía y un orden variable. Así comprobamos el
ordenamiento de cuantos en partículas, de partículas en
átomos, de átomos en moléculas, de moléculas en células,
de células en tejidos, de tejidos en órganos, de órganos en
organismos, y también de dinamismos nerviosos orgánicos
en imágenes y de imágenes en procesos psíquicos. Las
sucesivas etapas de nuestra búsqueda nos permitieron así abarcar
en su conjunto un gradiente de ordenamiento o, dicho de otro
modo, una superposición temporal de órdenes agregados, desde la
energía “pura”, vale decir aprehendida en su más bajo nivel de
ordenamiento a nuestro alcance, hasta los más complejos conjuntos
biopsíquicos. También comprobamos que los distintos órdenes no
son fijos sino que se encadenan en un proceso evolutivo
morfogenético cuyos estadios ni siquiera están rigurosamente
definidos: no sabemos, en efecto, si el virus es materia viva o
materia inorgánica, si tal microorganismo –y aun tal
metazoario marino- es vegetal o animal, ni en qué nivel de
organización empiezan a manifestarse actividades
psíquicas. Los datos primarios de nuestro análisis no son, por lo
tanto, la energía y su orden –ni siquiera la energía y sus distintos
órdenes- sino la energía y un factor de ordenamiento que la utiliza
como materia prima de formas variadas y cambiantes y que le es
inmanente. A este factor, no tuvimos más remedio que darle
nombre en oportunidades anteriores, adelantándonos así, para
mayor claridad de la exposición, al curso lógico de nuestro
desarrollo. Lo llamamos inteligencia organizadora, por ampliación
del uso de un sustantivo hasta entonces privativo de la psicología.
Para esta última disciplina, la inteligencia es la facultad que
tiene la mente de descubrir y crear relaciones entre
imágenes. Ya sabemos, sin embargo, por nuestro análisis del
instinto, que su acción ordenadora abarca también procesos
biopsíquicos y, por lo tanto, dinamismos que pertenecen al campo
de la materia viva. No haciendo diferencia esencial entre el
ordenamiento orgánico por el instinto funcional y el que procede del
instinto orgánico, ni entre el ordenamiento orgánico de origen
instintivo y el que se manifiesta en la morfogénesis individual o
colectiva, es obvio que los distintos procesos organizadores de la
materia viva tienen un factor común. Por otro lado, comprobamos el
encadenamiento evolutivo de esta última con la materia inorgánica,
sin ningún aporte exterior capaz de provocar el cambio de formas.
El factor de ordenamiento es, por lo tanto, el mismo, en distintos
niveles de actuación y en distintos grados de actualización, a lo
largo de todo el proceso evolutivo y en todos sus aspectos.
Tenemos pleno derecho, pues, a llamarlo “inteligencia”, no por
analogía sino por unidad esencial. Este nombre se basta a sí mismo.
Si le agregamos el calificativo “organizadora”, no es tanto para
definir una función que el término anterior expresa suficientemente
como para diferenciar lo genérico de lo meramente psíquico. El
hecho de poder aplicar al factor de ordenamiento en cuestión una
denominación tan clara y tan completa no puede satisfacernos
plenamente, sin embargo. Sabemos que la inteligencia organizadora
existe, esencialmente una, y sabemos cuál es su función. Pero nos
queda por definir su naturaleza y su modo de actuación.

58.- Dinamismos y asociaciones.

Notemos, en primer lugar, que lo que nos interesa aquí es la


inteligencia y no el fruto de su acción: el ordenamiento de la energía
y no su orden. Cuando el escultor modela la arcilla, agrega a las
moléculas de su materia prima un conjunto de relaciones que
permanecen estáticas, salvo intervención exterior. En la estatua,
no hay inteligencia sino orden fijo impuesto por la
inteligencia del artista. Llegaremos a la misma conclusión al
considerar un átomo o un cadáver congelado, carente de todo
proceso de transformación. La inteligencia es inseparable, pues, del
movimiento a través del cual se manifiesta necesariamente. Nada
más lógico, por otra parte, puesto que su función consiste en
establecer relaciones entre elementos preexistentes, lo que supone
para éstos un paso del estado de disociación al estado de
asociación, vale decir un cambio que no puede ser dinámico.
Cuando dos o más átomos se asocian para constituir una molécula,
no suman sus relaciones constitutivas: crean un nuevo orden.
Cuando una célula se multiplica para completar, formar o contribuir
a formar un órgano o un organismo, no se reproduce lisa
llanamente sino que establece entre ella y su descendencia un
orden hasta entonces inexistente. Cuando una imagen consciente va
a buscar en el subconsciente o el inconsciente elementos
mnemónicos con los cuales se forma un pensamiento, no yuxtapone
en el tiempo imágenes sueltas sino que crea un encadenamiento
original. Por supuesto, tal morfogénesis no sale de la nada, aun
cuando sea el producto del azar, vale decir del encuentro de dos
líneas causales independientes. Para que haya nueva asociación, es
imprescindible que el orden por nacer esté ya en potencia en sus
factores. En presencia de un átomo de oxígeno, un átomo de
hidrógeno se le yuxtapone lisa y llanamente, pero dos producen una
molécula de agua, con las nuevas estructuras correspondientes. Una
célula sólo se multiplica inteligentemente cuando su dinamismo
creador responde al orden necesario del órgano o del organismo,
pues sabemos que, mantenida artificialmente en vida fuera del
conjunto al que pertenece, se desarrolla de modo anárquico. Y un
sinnúmero de imágenes surgen en la mente sin desencadenar
ningún proceso imaginativo ni menos racional. En los tres casos
notamos, pues, el paso de una inteligencia organizadora de la
potencia al acto. Esto no significa, sin embargo, que el proceso ni
sus resultados sean siempre de idéntica naturaleza. Al encontrarse,
los átomos de oxígeno y de hidrógeno dan o no dan, según las
condiciones imperantes, moléculas de agua. El proceso, cuando se
produce, es mecánico, vale decir necesario, rígido y, en cuanto a la
asociación producida, previsible. La célula que se multiplica puede,
por el contrario, actualizar un orden organísmico o restaurarlo
parcialmente, pero también responder a exigencias adaptativas e
inventar, dentro de ciertos límites, relaciones de nuevas
características, como lo demuestra a las claras la morfogénesis de
las especies en evolución. La capacidad innovadora de la mente es
aún mucho mayor –en nivel individual- por ser las imágenes más
fluidas y, por lo tanto, más maleables que la materia viva. Tal
invención no significa, por supuesto, creación ex nihilo sino
meramente elección entre varias alternativas contemporáneas, la
que supone un juicio selectivo en el que intervienen no solamente
causas eficientes sino también causas finales. El dinamismo
evolutivo de la materia inorgánica, por lo menos en el nivel de
nuestro ejemplo, empuja en una única dirección. El de la materia
viva y el de la mente, por el contrario, eligen su camino con vistas a
una meta general que supera el proceso en sí. Como en el caso
anterior, hay determinación, ya que la elección es efecto de causas
preexistentes. Pero estas causas son múltiples y variables y su
efecto es imprevisible para cualquier observador que no sea
omnisciente. El encadenamiento causal así producido es, por lo
tanto, contingente en cuanto a sus resultados sucesivos y el
proceso, fluido.

59.- Potencialidades y juicio.

El pensamiento psíquico es el que mejor nos permite aprehender


el modo de funcionamiento de la inteligencia organizadora. Ya
sabemos que éste actúa, en este nivel, constituyendo complejos de
relaciones entre imágenes y, en último análisis, entre impulsos
nerviosos directamente sentidos o previamente memorizados. Con
elementos preexistentes a los cuales impone su orden, construye,
por lo tanto, algo nuevo: inventa. Dicho de otro modo, se suma a
los datos que capta y produce así una síntesis que legítimamente
podemos llamar nueva. La inteligencia psíquica parece actuar
como el obrero que arma una máquina cuyo plano tiene en
la mente. ¿Pero, en estas condiciones, podemos válidamente
hablar de invención? Si todo está dado, el plano y las piezas, no hay
sino actualización de la máquina que ya existía virtualmente, en
potencia. A los datos conocidos, imágenes e inteligencia, vale decir
materiales y posibilidades de organización, no se agrega nada sino
el trabajo de actualización, y este trabajo ya existía también en
potencia. Si fuera exacto este análisis, no se podría hablar de
creación intelectual. El proceso de actualización se desarrollaría de
modo mecánico y una mente superior podría prever su resultado.
Pero hemos dejado a un lado un factor esencial: la elección de la
inteligencia entre sus propias posibilidades y, por consiguiente,
entre las imágenes que emplea: elección ésta que procede de un
juicio, vale decir de una confrontación resuelta de la personalidad
considerada y de las condiciones exteriores de su existencia y
afirmación. La inteligencia actúa, por lo tanto, como un obrero que
conociera varios planos igualmente realizables en la teoría y tuviera
a su disposición un sinnúmero de piezas. Se podría estar al tanto de
los planos y ver todas las piezas: sería imposible, sin embargo,
prever qué maquina saldría de sus manos. Su elección dependería,
en efecto de su humor del momento, de las condiciones particulares
del armado, de las circunstancias accidentales del funcionamiento
futuro de la máquina y aun del azar que orientaría el trabajo en tal
o cual dirección. La inteligencia procede, sin duda, por
ensambladura y se limita a actualizar sus potencialidades. Lo nuevo
que hace surgir no es tal sino en cuanto acto. Pero este acto era
imprevisible, aun para su autor, antes de que se realizase, por
depender, hasta el último momento, de una elección determinada
por factores innumerables, entre los que figuraba el mismo azar. Por
más que se conozca la capacidad –es decir las posibilidades- de un
ajedrecista y las piezas de su tablero, ¿quién prevería la
combinación final del partido? La inteligencia psíquica está frente al
mundo exterior como el jugador ante su adversario: todo le es
conocido, menos la elección sucesiva de las jugadas, inclusive las
suyas propias. El proceso es el mismo, en sus grandes líneas, para
la inteligencia orgánica, cuya identidad de naturaleza con la
inteligencia psíquica ya establecimos. El ser viviente tiende siempre
a adaptarse a las condiciones interiores y exteriores de su
existencia. Por lo tanto, su elección procede, por una parte, de su
historia, vale decir de sus tendencias heredadas y constitutivas, y,
por otra parte, de la utilidad de su decisión en circunstancias y en
un medio dados. Transmite a sus descendientes las modificaciones
ocurridas hasta el momento de la procreación y la especie se
beneficia así con parte de los resultados de su adaptación. Luego,
podemos válidamente decir que la especie, por intermedio de
los individuos sucesivos que la constituyen, se adapta a su
medio y que su evolución es la consecuencia de su
adaptación y de la selección natural que elimina a los menos
adaptables. Las especies que evolucionan son, por lo tanto, las
que están mal adaptadas y tienen potencialidades disponibles. Cada
uno de los individuos que las componen elige, entre sus
posibilidades, soluciones que se habían rechazado anteriormente.
La adaptación no es, por ende, la creadora, en el sentido
absoluto de la palabra, de la evolución, como a veces se
afirma, sino su partera. Exige en ciertos casos la actualización de
virtualidades irrealizadas así como la impide en otros. En los
individuos –y por consiguiente en las especies- perfectamente
adaptados, es factor de estancamiento. En los inadaptados, puede
ser factor de innovación o de regresión según que las condiciones
de supervivencia o de mayor afirmación reclamen el nacimiento de
formas nuevas o, por el contrario, el retorno a formas ya superadas.
Si las condiciones interiores y exteriores son favorables, vale decir si
está lista para surgir una forma distinta de la existencia y si la
adaptación exige su actualización, una nueva especie nace por
mutación o serie de mutaciones.

La evolución de las especies no es, por lo tanto, diferente en


su esencia de la evolución de un individuo: el hombre
desciende de un primate, en el cual ya existía en potencia,
como la rana de un renacuajo. Bastó que el momento
llegara y que las condiciones exteriores fuesen favorables
para que se cumpliera la mutación.

60.- El progreso organizador.

En realidad, la evolución de la materia viva es una en cuanto al


proceso organizador que en ella se manifiesta. Sabemos que la
célula-huevo contiene en potencia todas las formas biopsíquicas que
realizará el individuo, pero también todas las asociaciones virtuales
que jamás se actualizarán porque la elección constante entre
alternativas potenciales las habrá eliminado. Asimismo, el o los
individuos que están en el origen de una especie poseen sus
potencialidades propias, pero también las de sus descendientes de
las mismas características, así como las que otras especies que
podrían surgir, en forma encadenada, en el curso de su evolución.
En ambos casos, la situación es la misma, en el comienzo, que la del
ajedrecista que empieza a jugar. En un primer momento, éste se
encuentra ante varios ataques posibles. Pero, una vez efectuada su
primera jugada, su elección siguiente está limitada a la vez por la
estrategia adoptada y por la respuesta del adversario. Sus
posibilidades de elección disminuyen a medida que la historia de la
partida pesa más sobre su juego, hasta el final, en que no le queda
sino un único movimiento posible, o ninguno. Asimismo, el ser vivo
ve desaparecer y disminuir la amplitud de su campo de elección,
hasta la muerte, que se elige necesariamente. Es, por lo tanto,
legítimo decir que el desarrollo del individuo existe en estado
potencial en el huevo pero que no está preformado en él.

El ser viviente está determinado por sus virtualidades


originarias, en el sentido de que no puede devenir sino su
propia esencia, pero se crea en la medida en que elige entre
sus posibilidades según sus necesidades de adaptación a sí
mismo –esencia más historia- y al mundo exterior.

Esta facultad de creación de la inteligencia orgánica es mucho


menos manifiesta, en nivel individual y hasta específico, que la de la
inteligencia psíquica. Pero para darse cuenta de su alcance, basta
considerarla en más amplia escala. Inclusive tenemos que abarcar
en nuestro análisis la materia inorgánica, puesto que vimos que su
evolución y la de la materia viva se encadenaban sin otra ruptura
que una mutación de carácter más marcado que las que notamos
entre especies orgánicas. Si consideramos el conjunto de la
evolución desde su punto de partida cósmico hasta el hombre,
comprobamos que la diversidad de las formas es netamente mayor
que la que produce la inteligencia psíquica.

Sin siquiera hablar de la materia inorgánica, la variedad de las


soluciones adoptadas, sucesiva o paralelamente, por la naturaleza,
vale decir por la inteligencia orgánica, para resolver los problemas
de la vida en un medio dado es considerable. ¡Piénsese en la
coexistencia morfológica de las plantas, los microorganismos, los
insectos, los peces, las aves, los reptiles, los mamíferos, etc.!
Debemos admitir la evidencia de que las posibilidades de elección
de la célula o precélula originaria –o de cada una de ellas- eran tan
variadas como innumerables. Pero, en la escala cósmica como en la
individual, la potencialidad morfogenética ha ido reduciéndose en la
medida de las elecciones sucesivas. Algunas líneas evolutivas se
extinguieron por incapacidad innovadora, por ejemplo la que
terminó en los grandes reptiles del secundario.

Otras parecen haber perdido toda potencialidad de transformación,


como la que representan hoy las hormigas.

No sabemos, por supuesto, si todavía quedan o no, en la materia


viva de nuestro planeta, formas latentes capaces de actualizarse en
el futuro. Pero sí podemos afirmar que el abanico de posibilidades
ha ido cerrándose con el tiempo.

La pequeña masa de proteínas que se puso a vivir cuando la


mutación de lo inorgánico a lo orgánico contenía en
potencia todas las especies vegetales y animales que se han
desarrollado hasta hoy, las que desaparecieron sin dejar
descendencia y también las que no se actualizaron por no
haber sido elegidas como solución en el momento en que se
presentaron las correspondientes opciones. Una pequeña
masa de proteínas de hoy con capacidad reproductora –una
célula-huevo- sólo contiene en potencia una forma
específica bien diferenciada –o varias destinadas a
coexistir- y, tal vez, formas virtuales capaces de
actualizarse posteriormente, pero no las que se realizaron
en otras líneas evolutivas divergentes ni las que fueron
desechadas o abandonadas en el pasado.

61.- Mecanicismo y finalismo.

El desarrollo del individuo a partir de la célula–huevo originaria y


según la intención directriz que la oriente hacia su completa
realización es, para nosotros, fácil de entender porque se efectúa en
escala humana y forma parte de nuestra experiencia. La
organización de la materia, inorgánica y orgánica, nos supera, por el
contrario, considerablemente y se nos escapa, salvo que podamos,
como hemos hecho, compararla con la de un individuo:
comparación ésta que nos resultó fácil por la identidad de proceso
que hemos comprobado. La inteligencia en sus distintas formas
cumple siempre la misma función ordenadora, y siempre lo hace del
mismo modo por transformación de su potencia en acto y, por lo
tanto, en elección permanente entre sus posibilidades. Lo cual nos
obliga a rechazar las interpretaciones mecanicistas y finalistas de la
evolución morfogenética. Las primeras, según las cuales la
transformación de la materia viva, incluso el pensamiento psíquico,
se desarrollaría según un plan rígidamente concebido y ejecutado,
ya casi no encuentran defensores, pero las segundas, que afirman
que la vida se dirigiría, por caminos diversos, hacia una meta
asignada de antemano, últimamente ha recobrado vigor. También
nosotros encontramos en la materia inorgánica y, por lo tanto, en la
materia viva procesos asociativos mecánicos, pero comprobamos
que no se trataba sino de aspectos parciales de un conjunto mucho
más amplio. También nosotros demostramos que el plan existe
efectivamente, en forma de potencialidades, pero hemos visto que
no se realiza de modo necesario sino que se crea por una elección
repetida, impuesta por la adaptación, entre las soluciones
disponibles. El plan de un ser vivo no puede ser trazado sino
después de su muerte. Por otro lado, existe igualmente una
finalidad inmanente a la materia inorgánica y orgánica, pero no
orienta a ésta hacia una meta precisa. Sólo es, como hemos visto
anteriormente, la tendencia a la actualización de las posibilidades
existentes. El fin de la evolución, en cualquier escala que la
consideremos, es su propia realización.

Desde este punto de vista, la acción de la inteligencia organizadora


es bastante semejante a la que Bergson atribuye a su ímpetu
vital. Pero no podemos admitir la imprecisión de una tesis que
expresa correctamente un movimiento sin definir su factor ni sus
límites. El ímpetu vital sólo toma sentido si se lo encara como
producto de la inteligencia, inmanente a la materia, que se
desarrolla por elección permanente entre sus potencialidades
morfogenéticas, y siempre que se aclare que la creación de formas
nuevas se reduce a la actualización selectiva de virtualidades en
función de la historia de la evolución y de las condiciones actuales
del medio exterior. Reconozcamos que tales precisiones no dejan de
subsistir gran cosa del ímpetu vital bergsoniano: apenas la
expresión y la afirmada importancia del tiempo como modalidad –
pero no como factor- de la creación. En realidad, no hay proyección
milagrosa de formas nacidas de un misterioso dinamismo, como no
hay ningún imán que atraiga hacia sí la corriente evolutiva y suscite
las formas necesarias para que ella se le acerque cada vez más. La
finalidad que rige la evolución no es otra que la tendencia a la
actualización de las formas potenciales mejor adaptadas a las
condiciones existentes, entre las que figura el nivel morfológico
alcanzado por la materia prima de todo nuevo ordenamiento. Este
último punto de vista explica por qué notamos, en la evolución
considerada en su conjunto, un progreso cualitativo, caracterizado
por el ascenso del espíritu. Las actividades psíquicas exigen, para
manifestarse, estructuras orgánicas sumamente complejas que sólo
pueden constituirse mediante asociaciones de elementos ya
provistos de un alto grado de organización. Pero tal progreso no es
irreversible.

El hombre racional es el término actual de una rama de la


evolución. Pero los himenópteros sociables estuvieron
dotados de razón en una época anterior a su estado
presente y la perdieron al transformarla en instinto, con
evidente regresión.

62.- La libertad de elección.

Nuestros análisis anteriores nos han permitido establecer que la


actualización de las asociaciones potenciales escapa del
determinismo mecánico merced a la elección permanente del
pensamiento inorgánico, orgánico y psíquico.

Esta elección es el resultado de un juicio que precede de la relación


adaptativa del ser con su medio, y sabemos que el azar es uno de
los factores de la decisión.

¿Podemos, en estas circunstancias, hablar de elección libre?

Si se entiende por libertad la supresión de la causalidad y se otorga


por consiguiente un carácter arbitrario a la decisión tomada, sin
duda alguna no. Pero tal concepción de la libertad no tiene sentido.

Si, por el contrario, elegir libremente consiste en escoger entre las


potencialidades actualizables la que, en condiciones interiores y
exteriores dadas, permite la mejor realización del ser considerado,
tenemos derecho a afirmar la libertad de decisión y, por lo tanto, su
carácter auténticamente creador. La invención, en efecto, no se
reduce a la actualización lisa y llana. Una forma puede ser nueva,
por recientemente aparecida, sin ser creada. Sólo hay creación
legítima cuando se trata de la elaboración de lo que no se habría
producido sin una intención directriz determinante. La actualización
intelectual es, por lo tanto, creación verdadera, vale decir creación
libre. La libertad, tal como la hemos definido, nos aparece, pues,
como una propiedad esencial de la inteligencia. Decimos de la
inteligencia y no solamente de la razón: el hecho de que la
deliberación que precede a la elección sea consciente no cambia
nada en el proceso del juicio; sólo lo hace más lento. La
inteligencia orgánica que hace latir nuestro corazón actúa
libremente. Su acto era imprevisible antes de que se
realizara, puesto que ignoramos la hora de nuestra muerte,
pero es determinado. Nuestra inteligencia elige hacer latir
nuestro corazón más bien que detenerlo y su elección es realmente
libre ya que procede de un juicio auténtico sobre las condiciones
presentes de nuestra vida en relación con nuestra finalidad
inmanente.

Hasta sería exacto, aunque paradójico, decir que nuestra muerte,


necesaria y previsible puesto que ocurre ineludiblemente, es sin
embargo un acto libre de nuestra inteligencia en el momento en que
se produce, ya que este momento depende de las posibilidades y de
la historia de nuestro ser confrontadas con las condiciones
exteriores de su realización.

El ajedrecista novato que afronta a un maestro va


irremediablemente a la derrota. Es, sin embargo, libre de elegir las
jugadas que lo harán declarar vencido en cierto momento
imprevisto.

Así concebida, la libertad pierde su carácter mítico y se hace


comprensible. Ya no supone ninguna decisión sin causa ni, por lo
tanto, indeterminación alguna.

El acto libre parece arbitrario a quien lo considera


independientemente de la variable causal que constituye la
intención subjetiva. Frente a condiciones idénticas, dos seres
reaccionan diferentemente, no por indeterminación del
encadenamiento fenoménico sino por la intervención, como factor
de cada decisión, de una causa intencional propia del individuo que
se proyecta por ella.

La decisión de cada uno parece arbitraria al otro por distinta de la


que este último ha tomado ante idéntica situación exterior. Pero, en
realidad, es necesaria para su autor por la intervención de una
causa adicional interior, de efecto divergente.

La libertad no es, por lo tanto, sino autodeterminación.

Lo que algunos científicos llaman indeterminación estadística, como


lo que algunos metafísicos –y el hombre de la calle- llaman azar, es
el simple resultado de su incapacidad para aprehender todas las
causas, demasiado complejas, de un fenómeno. Lo que algunos
filósofos –y el hombre de la calle- llaman imprevisibilidad es su
propia incapacidad para aprehender la causa intelectual, inmanente
y subjetiva, de la decisión. Libertad y necesidad no se oponen: la
libertad es la necesidad de un ser que cambia según lo que
es y no puede, por cierto, dejar de hacerlo.

63.- La hipótesis de la energía intelectual.

La causalidad que rige estrictamente el desarrollo de la


inteligencia organizadora en todos los campos y niveles de su
actuación hace inútiles las escapatorias idealistas según las cuales
una entelequia inefable se impondría a la materia, desde afuera o
por adentro, para ordenarla de modo más o menos arbitrario y, de
todas maneras, inexplicable.

Si la evolución es autodesarrollo, producto de series de


autodeterminaciones encadenadas, el problema que se nos plantea
no es descubrir el supuesto factor misterioso de su ordenamiento
sino establecer cómo la energía se ordena mediante su inteligencia
organizadora inmanente.

Surge entonces la hipótesis de la energía intelectual, que nosotros


mismos aceptamos, no sin subrayar las dificultades insuperadas que
ofrecía, en un ensayo anterior (5), algunas de cuyas páginas hemos
incorporado a la presente obra.
La inteligencia sería una energía autodirigida y directriz que
estaría presente, en forma condensada, en el seno de la
energía fisicoquímica, puramente expansiva, y se
actualizaría en la medida en que pudiera desempeñar su
tarea organizadora.

La célula-huevo de un individuo, por ejemplo, contendría energía


intelectual en forma de materia consistente –los cromosomas-, la
que se convertiría paulatinamente en energía fluida imponiendo su
orden potencial a la materia fisicoquímica absorbida.

Lo real sería, por lo tanto, un complejo de energía expansiva y de


energía ordenadora, ambas con dos formas posibles: consistente y
fluida, o sea potencial y actual. Esta hipótesis tentadora tropieza,
sin embargo, con una dificultad insuperable, que señalábamos en el
mencionado ensayo, además de no resolver el problema.

El cromosoma, en efecto, no se esfuma en el curso del proceso


ontogenético. Por el contrario, se divide y cada una de sus partes se
regenera. La inteligencia organizadora del individuo se trasmite, por
otro lado, íntegramente o por mitad, a cada uno de sus
descendientes. Ahora bien: si podemos admitir que determinada
cantidad de energía se recondense después de actuar y quede otra
vez disponible, su multiplicación nos resulta incomprensible, pues no
se concibe sin una autocreación ex nihilo o a partir de una energía
meramente expansiva.

Por otro lado, la pequeña masa de proteínas que se puso a vivir y la


misma materia inorgánica que la constituyó hubieran debido
contener la energía intelectual necesaria para actualizar todas las
formas futuras posibles –orgánicas y psíquicas-, lo que nos parece
altamente inverosímil. Aun superadas estas objeciones, quedaría sin
explicar el modo de acción de la supuesta energía intelectual sobre
la energía fisicoquímica.

Decir que la inteligencia ordena átomos, fuerzas e imágenes


es expresar la causa y el efecto de una serie de fenómenos
comprobados, no el procedimiento mediante el cual la causa
produce el efecto. Precisar que lo hace al modo del escultor
que modela la arcilla no significa sino reformular el
problema en términos antropomórficos que lo disimulan sin
resolverlo, puesto que la inteligencia psíquica del artista
actúa sobre la materia consistente con manos que son materia
viva, vale decir ordenada, sin que sepamos cómo, por la inteligencia
orgánica.

Teniendo en cuenta estas incógnitas, la hipótesis de la energía


intelectual no se diferencia mucho, pues, salvo en cuanto a su
aplicación generalizada, de las teorías vitalistas.

La inteligencia organizadora sería un factor dinámico orientador, o


sea muy exactamente una entelequia, inmanente a la materia.

Habríamos establecido su unicidad esencial y definido su acción


asociativa. Pero, al no poder explicar cómo ni por qué la energía
intelectual tiene potencialidades ordenadoras, no habría más
remedio que considerarla inefable en cuanto a su naturaleza y a su
modus operandi.

64.- El plan ordenador.

Excluida la hipótesis anterior, no nos queda sino una única


solución, según la cual el dinamismo evolutivo procedería de la
energía que analizamos en el Capítulo I y se desarrollaría conforme
a un plan preestablecido, de múltiples alternativas encadenadas,
que le sería inmanente.

Dicho con otras palabras, la energía expansiva adoptaría, en


cada uno de los cambios, una forma hasta entonces
potencial que le sería impuesta por una indicación de
resultado necesario.

Tal fenómeno es de fácil comprobación cuando el cambio se


produce en función de un ordenador externo: la corriente eléctrica
sigue la dirección que le impone el hilo transmisor; el viento es
desviado, necesariamente, por el obstáculo fijo con el cual tropieza.

Pero también observamos procesos semejantes cuando un


catalizador determina una reacción química o cuando una enzima,
una hormona o una vitamina actúa sobre el funcionamiento de un
organismo. Y, en tales casos, el ordenador es de la misma
naturaleza que lo ordenado y hasta puede ser producido por el
conjunto cuya forma va a modificar, como sucede con el cuerpo
humano, que fabrica, por ejemplo, la hormona tiroides destinada a
regular su crecimiento. ¿No habrá, en la célula-huevo, un elemento
que, por su sola presencia, obligue a la energía –consistente y
fluida- a adoptar las formas sucesivas que notamos en la
ontogénesis? ¿No habrá habido, en la pequeña masa de materia
proteica que, en algún momento, se puso a vivir, un ordenador fijo
de la misma naturaleza, que determinara toda la morfogénesis
evolutiva? La lógica contesta que sí y los últimos descubrimientos de
la biología confirman la respuesta. Se comprobó recientemente, en
efecto, la presencia en el núcleo de la célula del ácido
desoxirribonucleico (ADN), producto químico orgánico sumamente
complejo y variable cuyo papel, idéntico al de un catalizador o una
enzima pero de alcance mucho más amplio, consiste en determinar
el desarrollo de las formas que proceden de la unidad biológica en
cuestión. No puede haber duda al respecto, puesto que se ha
podido provocar experimentalmente mutaciones morfológicas
actuando con medios químicos y físicos sobre el núcleo de una
célula-huevo.

La existencia de un ordenador desprovisto de cualquier energía


especial está, pues, plenamente demostrada, con efecto no sólo
sobre el individuo considerado sino también sobre su descendencia.

Queda por establecer cómo un plan sin autonomía energética puede


imponer su ley a la energía y obligarla a seguir sus indicaciones.
Paradójicamente, la cibernética, que reproduce de modo
esquemático el proceso del pensamiento, nos ayuda a
comprenderlo.

Una computadora, máquina ésta que en francés se llama más


correctamente ordinateur (ordenador), tiene por función establecer,
entre los datos almacenados en su memoria, asociaciones que a
menudo son simplemente trascriptas en una cinta de papel pero, a
veces, se convierten en órdenes que desencadenan movimientos
mecánicos.

Así un cerebro electrónico puede dirigir un proceso de fabricación


industrial poniendo en marcha, regulando y deteniendo máquinas de
actuación paralela o sucesiva. Realiza esta tarea sobre la base de un
programa, previamente elaborado e incorporado a su memoria, que
prevé las órdenes adecuadas para distintas circunstancias las que
pueden resultar necesarias en función de las condiciones existentes
y con vistas al resultado buscado.

Fuera de este programa –un conjunto de códigos-, no interviene en


la computadora nada más que energía física. Esta sigue espontánea
y necesariamente, por su propio impulso, las indicaciones actuales
del programa.

Si un aparato de este tipo dirigiera una línea de fabricación de


computadoras provistas de sus respectivos programas, se
reproduciría a sí mismo, con variaciones o sin ellas. Así la célula-
huevo tiene programadas –y realiza- las células diferenciadas del
organismo, inclusive nuevas células-huevo esencialmente idénticas a
la originaria.

Así la pequeña masa de proteínas que en el principio de la evolución


orgánica, se puso a vivir tenía programadas -no sabemos mediante
qué estructuras fisicoquímicas- las formas específicas futuras, las
que se realizarían y también las que quedarían descartadas por las
opciones sucesivas impuestas por la adaptación.

El ADN es el equivalente natural de las tarjetas codificadas


(Alejandro: aquí pondría: “…equivalente natural de esos
conjuntos de códigos…”) que contienen, con sus múltiples
alternativas, el programa de la computadora. Más aún: las
moléculas de sus productos químicos constitutivos se ubican a lo
largo de dos espirales paralelas según un código que parece basado
en el mismo cálculo binario que se emplea en cibernética. Aun si no
fuera así –y no tenemos plena seguridad al respecto, pues se trata
de un descubrimiento relativamente reciente- quedaría el hecho de
que la inteligencia organizadora de la materia viva, vale decir su
potencial morfogenético, actúa por su sola presencia sobre la
energía consistente y fluida que proviene de la materia inorgánica y
que evoluciona conforme a las indicaciones necesarias del plan
programado que le es inmanente. En este último aspecto la célula
se aleja fundamentalmente de la computadora. El ADN no está
agregado al citoplasma como las tarjetas de su programa lo están a
la máquina. Forma parte del núcleo y es, por lo tanto, un elemento
constitutivo de la materia viva. Pero, a diferencia del resto de ésta –
con reserva del punto que trataremos en el próximo inciso-, sus
relaciones constitutivas no determinan exclusivamente su propio ser
sino también, y es ésta su función, todos los seres sucesivos que se
forman como consecuencia del sometimiento de energía al plan que
constituye.

65.- La memoria.

La computadora de nuestro ejemplo recibe de afuera no sólo el


programa que rige su acción ordenadora sino también la
información que, incorporada a su memoria, constituye el conjunto
de datos entre los cuales establece asociaciones y en función de los
cuales elige, entre alternativas igualmente previstas, la decisión más
adecuada. El ser vivo, por el contrario, en sus niveles orgánico y
psíquico, adquiere por sus propios medios los conocimientos que se
refieren tanto a su propio funcionamiento como a las condiciones
exteriores de su desarrollo. La aprehensión de los datos no ofrece
problema alguno, puesto que sabemos que los órganos sensorios
forman parte del organismo y, por lo tanto, estaban previstos en el
programa ontogenético originario. Pero queda por definir la
naturaleza y el modus operandi de la memoria. Notemos en
primer lugar que las imágenes que ésta registra no son
estáticas ni en el momento de su recepción ni en el de su
recuerdo. Se trata de dinamismos y, más exactamente, de
impulsos nerviosos, o sea de energía modulada. Pero esto
no significa de ninguna manera que el impulso de la
recordación sea el mismo que el de la captación ni, por lo
tanto, que la memoria tenga que absorber, fijar y devolver
energía. Basta que registre la modulación que le trae un
impulso nervioso y que otro impulso nervioso podrá,
posteriormente, adoptar provocando así el recuerdo. Del
mismo modo el disco fonográfico o compacto contiene no energía
almacenada sino un conjunto de relaciones debidamente codificadas
que cualquier energía adecuada reconvertirá en imágenes sonoras.
De verificarse tal hipótesis, tendríamos resuelto el problema de la
memoria, al que filósofos y psicólogos han dedicado en vano tantos
esfuerzos. Bergson definió muy bien el papel del cerebro como
seleccionador de imágenes. Pero, al comprobar la inexactitud de la
tesis de las localizaciones cerebrales, se vio obligado a considerar la
memoria como facultad de un espíritu exterior al organismo y, por
lo tanto, inefable, lo cual está contradicho por la existencia del
instinto, orgánico y psíquico a la vez, que sin duda alguna es
inmanente a la materia viva. Este último fenómeno nos proporciona
una indicación sumamente útil.

El instinto, en efecto, forma parte de la dotación hereditaria


del ser vivo. Se trasmite, por consiguiente, del mismo modo
que los demás caracteres morfogenéticos y funcionales.

Ahora bien: el instinto que llamamos técnico es el producto


de una experiencia adquirida a lo largo de varias
generaciones, o sea la consecuencia de un proceso de
memorización.

No hay motivo alguno para pensar que las imágenes de las cuales
resulta sean de naturaleza peculiar. Sabemos, por otro lado, que
también se trasmiten por vía hereditaria caracteres adquiridos de
índole orgánica, biopsíquica y psíquica. Más aún: está
perfectamente comprobado que algunos sujetos recuerdan
acontecimientos vividos u observados por antepasados suyos y que
por lo tanto, en determinados casos, imágenes psíquicas pueden
incorporarse a la célula-huevo, pues, a la hipótesis del registro
codificado, tal como lo hemos expuesto más arriba. Careceríamos,
sin embargo, de datos concretos al respecto hasta hace muy poco,
cuando se estableció experimentalmente que la información
adquirida por un raton a travs de sus sentidos, vale decir imágenes,
podía ser transferidas a otro animal de la misma especie mediante
inyección a este último de un producto químico, en el aciso
ribonucleico(ARN), extraido del primero, la biología nos daba asi la
solución del problema de la memoria: las imágenes son registradas
por el organismo –y no solamente por el cerebro, pues el ARN está
presente en todo el citoplasma de todas las células –en forma de
indicaciones codificadas. De la transmisión de los caracteres
adquiridos y de la reminiscencia ancestral se deduce, aunque la
experimentación no lo haya demostrado todavía, que existen
posibilidades de transferencia, del ARN al ADN, de algunas
imágenes fuertemente registradas, las que se incorporan así a la
dotación hereditaria por modificación y/o complementación del
programa básico. La semejanza estructural de los dos ácidos en
cuestión y el papel comprobado que desempeña primero como
agente trasmisor de las ordenes morfogenéticas que emanan del
segundo facilitan la comprensión de un fenómeno cuyo estudio está
todavía por hacerse.

………………………………………………………………………………
……………

NOTAS

(1) Mahieu, Jaime María de, La naturaleza del hombre,


Ed. Acayú, Buenos Aires, 1955.
(2) Mahieu, op.cit., Inciso 49.
(3) Esta expresión pertenece al físico y filósofo Gustave Le
Bon, quien estableció experimentalmente la identidad de la
materia consistente y la energía y expuso sus conclusiones al
respecto en artículos publicados, entre 1896 y 1906, en la
Revue Scientifique, de París, y recopilados posteriormente
en su obra L’ évolution de la matière. Uno de estos
artículos, publicado en 1903, se titulaba L’énergie intra-
atomique. Einstein no hizo, en este campo, sino desarrollar
desde el punto de vista matemático las tesis de Le Bon –sin
mencionarlas- como, por otro lado, desarrolló las ecuaciones
de relatividad de Lorentz y la teoría del espacio-tiempo de
Minkowski.

(4) Einstein y sus discípulos niegan la existencia de la


energía gravitacional. Sus complicadas y abstrusas teorías no
impiden que un cuerpo que se levante a cierta altura adquiera
energía potencial que, al caer, convierte en energía cinética.
Es esta energía, en sus dos estados, la que se llama
gravitacional, independientemente de las divergencias que se
manifiestan, entre los físicos, respecto de su origen.

(5) Mahieu, Jaime María de, La inteligencia


organizadora, Ed. San Luis, 1950.
66 - Desarrollo autocreador del plan

Nuestro último análisis refuerza considerablemente las conclusiones


anteriores que nos han llevado a rechazar cualquier interpretación
mecanicista o finalista del proceso evolutivo. No hay un plan cerrado
que se desarrolle mecánicamente, pasando por una serie de formas
necesarias, empujado por su propio ser o atraído por una meta fija
ineludible. No sólo se produce una elección repetida entre
posibilidades alternativas sino también una modificación
constante por incidencia de la experiencia memorizada, vale
decir del medio percibido y registrado. La energía avanza,
ordenada según el plan, pero el mismo plan hace surgir órganos de
captación de datos externos que, a su vez, actúan sobre el plan por
aportación de estímulos creadores de formas nuevas y por elección
entre formas potenciales. El plan originario era, por consiguiente,
una exigencia intencional que se ha ido definiendo a medida que se
concretaba.

Si pudiéramos comparar el programa presente en la pequeña masa


de proteínas primitiva o, con mayor razón, en la materia inorgánica
anterior a ésta con el de una célula-huevo humana de hoy, encon-
traríamos una tremenda diferencia.

En este aspecto falla, por lo tanto, nuestro ejemplo del programa


cibernético. Éste comprende un conjunto de relaciones asociativas
potenciales entre datos previstos que se presentarán o no en el
momento, también rígidamente previsto, en que sea posible el
establecimiento de una asociación entre ellos. Es, en cierta medida,
el equivalente de una partitura clásica en la que el compositor
hubiera previsto temas y orquestaciones alternativas en función de
los instrumentos con que se contare en el momento de la ejecución.

El plan que informa la energía sólo comparta potencialidades de


determinados tipos de asociación.

Como una partidura de hot jazz, contiene un conjunto de leyes


asociativas que, lógicamente, siempre dan el mismo resultado -o
sea la misma forma- en idénticas circunstancias, vale decir cuando
se aplican a los mismos datos memorizados y percibidos, pero
resultados -o sean formas- distintos cuando los elementos internos y
externos del proceso son diferentes.

Un silogismo o una ecuación siempre llevan a la misma conclusión si


el razonamiento es correcto, vale decir si establece las sucesivas
asociaciones necesarias teniendo en cuenta todos los datos del
problema y solamente ellos.

Asimismo los individuos sucesivos de una especie sólo se diferencian


en pequeños detalles si no interviene algún cambio importante en
las condiciones internas y externas de su realización. Pero no
existen dos procesos imaginativos idénticos porque, siendo los datos
disponibles innumerables y de utilización optativa, las mismas leyes
de asociación permiten crear complejos sumamente diversos. Del
mismo modo las formas específicas se suceden por variación en los
datos memorizados por la materia viva en determinada linea
evolutiva -o sea en función de la forma alcanzada en el momento de
cada cambio- y en las condiciones exteriores que provienen del
medio. Hay plan, indudablemente, porque la inteligencia
organizadora no e omnipotente: sólo puede realizar
predeterminados tipos de asociación. Pero este plan se actualiza en
función de dato aleatorios cuya incidencia depende de una
capacidad de aprehensión que, a su vez, depende de una
potencialidad asociativa, vale decir del plan. La inteligencia
organizadora actúa, por consiguiente, en todos sus planos, como lo
hace en el nivel psíquico, y no hay nada más normal, puesto que ya
establecimos su unidad esencial: ordena según sus leyes asociativas
el material que aprehende mediante formas cognoscitivas,
elaboradas por ordenamiento anterior, que se modifican en función
de su propio aporte. El plan se desarrolla, pues, por auto creación, o
sea, en el sentido musical de la palabra, por improvisación. La inte-
ligencia organizadora no es sino el método intencional según el cual
la energía se ordena en formas sucesivas, causalmente
encadenadas pero contingentes. No es el plan determinante -el
programa- cuya existencia fisica hemos comprobado sino la potencia
según la cual dicho plan se va creando a lo largo del tiempo.

67 - El "nous"
Nuestro último análisis podría dejar la impresión de que la
inteligencia organizadora existe independientemente del plan, lo
cual sería volver a la entelequia que ya hemos descartado.

En realidad, el plan es la resultante actual, en cada instante que


recortemos en la duración, de la intención ordenadora que
constituye la inteligencia inmanente a la materia, y esta resultante
es el producto de un plan anterior.

O sea que los planes se encadenan sin solución de continuidad y


que la inteligencia organizadora se va a desarrollar a través de los
programas sucesivos en que se expresa.

Pues el plan, no lo olvidemos, es energía -consistente y fluida-


ordenada por la evolución anterior de la inteligencia organizadora
con vistas al ordenamiento posterior de la energía.

La inteligencia va creando el programa mediante el cual seguirá


ordenando, y esa creación se hace en función de un programa
anterior dinamizado por energía.

Para la computadora autorreproductora de nuestro ejemplo anterior,


había que remontarse al primer programa para encontrar en su
origen, una inteligencia exterior a la máquina.

Pero veremos en el próximo capítulo que no hubo primer programa


cósmico. Limitémonos, por el momento, a comprobar que no se
puede concebir la inteligencia organizadora fuera de la energía que
informa -un orden sin elementos ordenados carece de sentido-, ni la
energía sin inteligencia inmanente, vale decir desprovista de
relaciones constitutivas.

La inteligencia organizadora no es sino el orden auto creador de una


materia prima energética de la que es inseparable.

La energía hace pasar de la potencia al acto su propio orden


mediante su ímpetu propio, el que no tendría sentido sin un orden
actual, vale decir sin inteligencia organizadora.

Esta no constituye, por lo tanto, un principio vital, ni siquiera un


principio ordenador- agregado a la energía sino la intención auto
organizadora de la energía, cuyo orden, estructurado conforme a un
programa, comporta los dinamismos asociativos de los cuales
nacerá otro programa.

De ahí que se pueda decir, correcta e indistintamente, que la


inteligencia, materializada en programas sucesivos de
encadenamiento causal, organiza la energía o que la energía se
organiza según su inteligencia esencial.

Tales conclusiones nos hacen volver a la metafísica griega, algunas


de cuyas tesis fundamentales aclaran.

La inteligencia organizadora no es sino el nous de Anaxágoras y el


logos de Aristóteles. Pero no se agrega a un caos primitivo, como
para el filósofo jonio, ni actúa por inefable imitación de un motor
inmóvil trascendente que es acto puro, como para el Estagirita.

El caos absoluto carece de sentido mientras que el motor inmóvil no


puede, evidentemente, dar lo que no tiene.

Concebir, por otro lado, el logos o su fuente como acto puro es


excluir todo cambio y, por lo tanto, toda evolución, lo que no
permite el análisis de los hechos.

Tal como la definimos, la inteligencia organizadora es inmanente a


la energía, no por estar dentro de ella como algo distinto sino por
constituir una propiedad de su propia materia prima.

El plan en que dicha inteligencia se concreta y por el cual actúa es


motor, puesto que la energía se ordena en función de él, e inmóvil,
en el sentido de que su dinamismo proviene de la energía que
ordena.

En fin, como es lógico, el programa es potencia de las formas que


pasarán al acto por acción de una energía exterior a él y ya
preordenada según un programa anterior.

No todo está resuelto, sin embargo.

Podemos, en efecto remontamos de forma en forma o de programa


en programa hasta un estado originario, de potencialidad máxima,
de la inteligencia organizadora, semejante, en cuanto a la Tierra, a
la célula-huevo de un ser vivo:

Pero queda por averiguar qué había antes del plan primitivo, lo cual
nos obliga a extender nuestra búsqueda más allá del planeta, que
tiene un origen conocido en formas anteriores de energía.

68 - Anatomía del universo

Durante milenios los seres humanos consideraron el pedazo de


materia consistente en que vivían como el centro del cosmos y el
Sol, como el Dios benefactor que daba la vida.

Sólo en el siglo XVI algunos de ellos se enteraron, no sin algún


escepticismo, de que la Tierra no es sino uno de los ocho satélites
principales - posteriormente se agregó un noveno- que giran
alrededor de una estrella de mediana magnitud y constituyen con
ella un sistema aparentemente estable. La astronomía estableció
más tarde que el Sol no es sino una de los treinta mil millones de
estrellas que componen la Galaxia, conjunto gigantesco de unos
cien mil años luz de diámetro y diez mil de espesor, dotado de un
lento movimiento giratorio. Este complejo comporta un núcleo muy
denso, alrededor del cual se desplaza el sistema solar, a una
distancia de unos treinta y tres mil años luz, un anillo que gira
velozmente, brazos en espiral y, más allá, nebulosas oscuras de
materia fría. Los grandes telescopios del siglo XX han permitido
descubrir millones de galaxias semejantes a la nuestras, unas
esféricas y otras en espiral, situadas entre dos millones doscientos
mil años luz y mil quinientos millones, y la búsqueda está muy lejos
de haber terminado. En los espacios interestelares, tanto en las
galaxias como entre ellas, flotan nubes oscuras de hidrógeno que
detectan nuestros radiotelescopios. La Tierra no es, por lo tanto,
sino el apéndice minúsculo de una de las innumerables estrellas
distribuidas entre millones de sistemas galácticos. Estas estrellas
están constituidas por los mismos elementos fisicoquímicos y las
mismas radiaciones que el sistema solar.
Algunas están hechas de gases incandescentes, prácticamente
imponderables, como sucede con las gigantes rojas. Otras son
sólidas y su masa alcanza, en el caso conocido de una enana
blanca, a ciento ochenta y siete toneladas por centímetro cúbico. Su
temperatura varía desde el frío absoluto hasta millones de grados
centígrados.

Como vemos, tenemos muchos datos acerca del cosmos. Sin


embargo, a pesar de los medios de que disponemos hoy, nos es
imposible representarlo mediante un modelo coherente. En primer
lugar, no alcanzamos a aprehender todo el universo y, por lo tanto,
no sabemos cuál es la posición de la Galaxia ni, luego, la del sistema
solar dentro del conjunto. Estamos a este respecto, si se nos
permite una comparación que no es nueva, en la situación de una
pulga, alojada en una arruga de la piel de un elefante, para la cual
resultaría imposible establecer las leyes del movimiento del Sol, por
desconocer los desplazamientos del paquidermo, y descubrir la
causa de la lluvia, por ignorar que su huésped suele darse duchas
con la trompa cuando tiene calor. En segundo lugar, sólo captamos
los cuerpos extraterrestres a través de sus radiaciones, las que nos
llegan en tiempos a veces considerables, que alcanzan, para las
nebulosas más lejanas que conocemos, a mil quinientos millones de
años luz. Lo que observan nuestros telescopios es, por consiguiente,
una multiplicidad de fenómenos que pertenecen a distintas épocas
pero cuyas respectivas imágenes son, para nosotros,
contemporáneas. Vemos y fotografiamos tal estrella que, por su
estadio evolutivo de hace un millón de años luz, evidentemente no
existe más en el momento en que la captamos, mientas que la luz
de tal otra, nacida hace miles de años luz, todavía no ha empezado
a llegarnos.

Veremos más adelante, por otro lado, que la trayectoria de las


radiaciones no es rectilínea, a pesar de las apariencias, que los
objetos que registramos por su intermedio no están donde creemos
y que las distancias no siempre son correctamente expresadas por
los resultados de nuestras mediciones. Por [m, los movimientos
combinados de la Tierra, el sistema solar y la Galaxia, cuya
resultante variable desconocemos por faltamos algunos de sus
factores, provocan para nuestros aparatos como para nuestros ojos
ilusiones de óptica, cuyos efectos de distorsión no estamos en
condiciones de calcular. La teoría de la relatividad -relatividad del
conocimiento y no de los hechos, a pesar de la confusión que
fomentan sus divulgadores y, a veces, el mismo Einsteinha puesto
de relieve, de un modo desagradablemente sensacionalista, las
diferencias que velocidades distintas de dos observadores producen
entre los respectivos resultados de su aprehensión de un mismo
fenómeno. Las variaciones así notadas no tienen nada de milagroso
ni siquiera de paradójico. Son la simple consecuencia del efecto de
Fitzgeraid: un cuerpo en movimiento se achica, por contracción de
sus átomos constitutivos, en la dimensión correspondiente a su
trayectoria. Así una esfera, lanzada a alta velocidad, se pone oval y
un cubo, en las mismas condiciones, toma la forma de un
paralelepípedo rectángulo. Un observador inmóvil registraría, en sus
instrumentos, las dimensiones reales de dichos objetos. Pero otro,
que se moviera con la misma velocidad y en la misma dirección que
ellos, les atribuiría sus dimensiones primitivas de esfera y de cubo,
por haber sufrido ei instrumental de medición utilizado
deformaciones, debidas al movimiento, de la misma naturaleza que
las de los cuerpos observados. Ahora bien: ignorando la velocidad
absoluta de la Tierra en determinada dirección, nos resulta
imposible saber.si un móvil exterior al plantea, cuyas dimensiones
son para nosotros las de un cubo, es en realidad tal cubo, o por el
contrario, un paralelepípedo rectángulo. Tenemos, pues, de la parte
del cosmos que captamos una imagen deformada por incidencia de
una incógnita y, por lo tanto, incorregible en el estado actual de
nuestros conocimientos.

69 - El espacio

Si no estamos en condiciones de aprehender el cosmos en su


totalidad ni tal como es y si, en particular, la ubicación real de los
cuerpos que notamos en él se nos escapa, no deja de ser cierto que
el universo es complejo y que sus distintos elementos constitutivos
están separados los unos de los otros por distancias que podemos
evaluar correctamente en años luz. Durante largo tiempo se creyó
que no había nada entre los astros y nuestros científicos siguen
hablando, por rutina, del vacío intersideral. Sabemos muy bien, sin
embargo, que las estrellas incandescentes emiten constantemente
no sólo radiaciones luminosas y otras sino también moléculas y
átomos, sin hablar de las ya mencionadas nubes, para nosotros fijas
de hidrógeno que ubicamos en las galaxias y entre algunas de ellas.
También sabemos que la energía gravitatoria actúa, y por lo tanto
se trasmite, en este pretendido vacío. Lo que no encontramos en
éste es el éter que algunos científicos inventaron por resultarles
necesario para interpretaciones erróneas de ciertos fenómenos y, en
particular, de las radiaciones ondulatorias. En realidad, la idea de
vacío es puramente antropocéntrica. Surge de nuestra capacidad de
distinguir los unos de los otros ciertos conjuntos de materia
consistente. El sistema solar, por ejemplo, nos aparece como una
extensión vacía en la cual se ubican una estrella y nueve planetas
mayores, o sea diez cuerpos aislados, bien diferenciados en nuestra
escala de observación. Una piedra, por el contrario, es compacta
para nuestros sentidos y sólo un profundo esfuerzo racional, basado
en datos científicos aceptados, puede hacemos admitir que está
compuesto por átomos, cada uno de los cuales es equivalente, en
otro nivel, a un sistema solar y sólo nos parece compacto por ilusión
óptica, como por ejemplo, con un anillo que, girando en una mesa
con alta velocidad, al modo de un trompo, se convierte para
nuestros sentidos y para algunos de nuestros instrumentos en una
esfera de metal. Quien estuviera con respecto a la Galaxia en la
misma relación dimensional que el hombre frente a la piedra
consideraría el sistema solar como conjunto compacto y sólo un
difícil análisis científico le permitiría definirlo como lo hacemos
nosotros espontáneamente. A la inversa, un observador instalado
dentro de un átomo con las dimensiones relativas del hombre en el
sistema solar describiría su fracción de mundo como varios planetas
-los electrones- girando en el vacio alrededor de un astro central.
Pero estaría tan equivocado como el hombre común que habla del
vacío intersideral. Ni en el átomo ni en el sistema solar ni, por lo
tanto, en el cosmos existe vacío alguno. Lo que sí revela la
experiencia cualquier escala de observación, tanto entre los cuerpos
consistentes como entre los cuantos radiantes, es el espacio. A esta
palabra, cuando se la emplea con referencia al cosmos, se suele
ponerle una mayúscula y atribuirle así, a priori, existencia propia.
Subconscientemente, el ser hu mano considera, en efecto, el
universo como una especie de recipiente dentro del cual se sitúan y,
de ser el caso, se mueven cuerpos siderales compactos que "ocupan
espacio", vale decir ocupan una porción del Espacio absoluto.
Extrapola así a partir de los datos de su experiencia concreta: el
espacio de que dispone en su cuarto es constante, en función de los
seis lados concretos que lo limitan, y los muebles vienen a "ocupar
espacio", cuando no a "quitar espacio" a su dueño. Esta experiencia
es, sin embargo, de naturaleza subjetiva, pues si algunas de las
dimensiones del cuarto y, por lo tanto, el volumen de éste se
redujeran, por ejemplo por aceleración positiva del movimiento orbi-
tal de la Tierra, el observador, también reducido en la misma
proporción, no estaría en condiciones de notar el fenómeno. De ahí
que el hombre común tienda a considerar el Espacio, por proyección
de su espacio experimental, como cuantitativamente definido y
constante. La realidad es del todo distinta. Si, en efecto, la
aceleración positiva que hemos supuesto en cuanto a la Tierra se
produjera para todos los planetas de nuestro sistema, éstos se
alejarían del Sol y el espacio "ocupado" por el complejo aumentaría.
Ni siquiera hace falta recurrir a semejante hipótesis: el Sol pierde
masa de modo constante por irradiación de energía y eyección de
átomos, lo cual acarrea un debilitamiento creciente de su energía
gravitatoria y, por lo tanto, un paulatino alejamiento de sus
satélites, con aumento del espacio "ocupado" por el conjunto. El
mismo fenómeno se comprueba en escala del átomo, cuyo tamaño
varía en función de un doble factor interno: el poder de atracción
del núcleo y la fuerza centrífuga de los electrones. Y no nos sería
difícil llegar a la misma conclusión con respecto a las galaxias que
giran alrededor de un centro. En tres niveles diferentes se
comprueba, pues, que el espacio concreto entre cuerpos o
corpúsculos es de amplitud variable, como lo es, en función de la
velocidad y de la densidad -las gigantes rojas son el producto de
una enorme dilatación mientras que las enanas blancas son el
resultado de una no menor enorme concentración el espacio
"ocupado" por un cuerpo. Lo cual significa que, en sistemas físicos
considerados aisladamente, el espacio es la resultante de una
relación de fuerzas y se confunde, por lo tanto, con e campo
energético complejo que dichas fuerzas constituyen. No se trata,
pues, de un continente fijo en el cual ubicarían cuerpos y
corpúsculos sino de una propieda esencial de la energía, cuyos
efectos son variables come lo es la misma energía en cuanto a su
proceso dinámico y a la interacción de sus distintas formas.
Veremos más adelante que esta conclusión es válida para el cosmos
considerado en su totalidad.

70 - La curvatura del universo


La ilusión antropocéntrica que lleva al hombre común a situar los
cuerpos y sistemas siderales dentro de un espacio cósmico
inmutable e independiente de su contenido conduce inevitablemente
a ubicar el cosmos en algún lugar del Espacio infinito. El "recipiente"
está deslindado por los "mojones" que constituyen los astros más
lejanos. Pero un móvil de trayectoria rectilínea que alcanzara la
"altura" de cualquiera de éstos y prosiguiera su camino no
tropezaría con barrera alguna. Luego, el Espacio no tiene límite en
ninguna dirección. Tal interpretación es incorrecta cualquiera sea el
punto de vista desde el cual la enfoquemos. En primer lugar, y no
faltaron filósofos que lo recalcaran, el Infinito es el tipo mismo del
falso concepto: una palabra vacía de todo sentido, puesto que no
podemos entender realmente la pseudo noción que pretende
expresar, o con un sentido distinto de esta última, cuando el
término encubre la simple imposibilidad nuestra de alcanzar, física o
mentalmente, un límite excesivamente lejano o huidizo. En segundo
lugar, nuestra anterior definición del espacio como propiedad de la
energía hace inconcebible su existencia fuera del complejo
energético que constituye el cosmos. En fin, no es posible que un
móvil salga del espacio cósmico, por la sencilla razón de que en éste
la trayectoria de cualquier cuerpo o corpúsculo es necesariamente
curva. Einstein y sus epígonos han complicado inútilmente, con sus
malabarismos matemáticos y sus paradojas, la descripción e
interpretación de un fenómeno muy fácil de explicar. Todo
fragmento de materia consistente o radiante es atraído, por efecto
de la energía gravitatoria, por un cuerpo de masa superior a la suya.
Siendo móvil tal fragmento, su trayectoria se encurva. La fuerza
centrípeta provocada por la gravedad y la fuerza centrífuga
suscitada por el movimiento circular se equilibran en determinada
órbita. Así la Luna gira alrededor de la Tierra y la Tierra, alrededor
del Sol, según una trayectoria finita -se la puede medir- pero
ilimitada, puesto que el móvil, después de dar una vuelta completa,
se reencuentra en el punto que habíamos tomado, para los fines de
nuestro análisis, como su punto de partida y sigue girando, En
realidad, el proceso es más complejo. La Luna gravita alrededor de
la Tierra y, junto con la Tierra, alrededor del Sol que, a su vez,
conjuntamente con sus planetas y lo respectivos satélites de éstos,
gravita alrededor del centro de la Galaxia. Y la combinación de los
campos gravitatorios no se detiene en este último punto, aunque los
astrónomos no están todavía en condiciones de definir nuestra
trayectoria galáctica. Ahora bien: no hay lugar alguno, en el cosmos,
donde no se manifieste una resultante gravitatoria, con la
consiguiente curvatura de la trayectoria de cualquier móvil que pase
por él. Todo cuerpo o corpúsculo en movimiento gira, por lo tanto,
alrededor del conjunto material que constituye su centro de
atracción: planeta, estrella, galaxia, grupo de galaxias o, en el límite
teórico del fenómeno, todo el cosmos menos el móvil considerado.
Si dicho centro está constituido por un único fragmento de materia
-planeta o estrella-, la órbita determinada es prácticamente circular
o, por incidencia de talo cual factor, elíptica. Si, por el contrario,
está formado por una multiplicidad de cuerpos aislados -una galaxia,
por ejemplo-, la órbita adopta la forma de una curva sinusoidal
irregular: el móvil se acerca al cuerpo cuando pasa al Iado de un
fragmento y se aleja cuando se encuentra ante el hueco que, desde
el punto de vista de su recorrido, separa dicho fragmento del
siguiente más cercano. Pero siempre la trayectoria rodea
completamente el complejo atractivo y, por consiguiente, es cerrada
e ilimitada. Lo cual significa que el campo gravitatorio que produce
cualquier conjunto de materia siempre tiene la forma de una esfera,
casi regular cuando su centro es un cuerpo único, redondo y
homogéneo, irregular cuando envuelve un complejo heterogéneo.
En este último el caso del cosmos considerado en su totalidad. En él
todo es curvo porque la curva es la trayectoria natural de todo móvil
en un campo gravitatorio esférico. En él todo sistema es esférico
porque lo es el campo gravitatorio que determina, y por lo tanto,
tienen trayectorias curvas cerradas todos los móviles que en él se
desplazan. Esto vale, naturalmente, inclusive para las radiaciones lu-
minosas, con la consecuencia de que, mirando a lo lejos, veríamos
-y tal vez veamos- al "revés" de galaxias más próximas, ya
percibidas "de frente" anteriormente.

El universo es, por lo tanto, desde este punto de vista, un complejo


de campos gravitatorios esférícos que se ordenan en forma esférica
por determinar el conjunto de la materia cósmica un campo
gravitatorio único.
Es cerrado y, por consiguiente, finito: se puede, teóricamente,
contar los cuerpos y corpúsculos que contiene, calcular sus dimen-
siones y medir su masa y la cantidad de energía que representa.
Pero carece de límites, en el sentido de que ninguno de los cuerpos
y corpúsculos que lo componen tropieza nunca con una barrera que
le impida proseguir un camino que, por circular o elíptico, siempre
lleva al móvil hacia adentro aun cuando se dirige en dirección
opuesta. No podemos, pues, representamos la esfera cósmica como
un globo suspendido en el Espacio y limitado por una envoltura que
impida a los cuerpos y corpúsculos que se mueven en el interior ir
más allá de ella. Ya lo hemos visto: ni hay tal envoltura, ni los
fragmentos de materia consistente o radiante tienden a salir de sus
respectivas trayectorias intracósmicas. En cuanto a la mención
de un "más allá", es lisa y llanamente un absurdo. Fuera del
espacio determinado por el campo energético del Ser
universal, no hay nada. En vano trataríamos de aprehender
y definir la Nada, al modo del hombre común que la
considera como espacio vacío y negro. No podemos concebir
el No Ser precisamente porque no es.

71 - Dinámica del universo

El movimiento generalizado, del que depende la estructura del


cosmos tal como acabamos de describirla, es un hecho de
observación: hasta donde alcanzan nuestros telescopios, por lo
menos, todos los fragmentos de materia y todos los conjuntos de
fragmentos se mueven.

Sin hablar, por supuesto, de la energía radiante, móvil por


naturaleza. Pero el movimiento en cuestión constituye además una
necesidad ineludible que proviene de una propiedad inherente a la
materia: la gravedad. Sin movimiento, la Luna caería en la Tierra y
la Tierra, junto a los demás planetas, en el Sol.

El sistema solar así unificado se aglomeraría, en el centro de la


Galaxia, con todas las demás estrellas del complejo y sus
respectivos satélites eventuales.

Y así sucesivamente, hasta que toda la materia del universo


estuviera concentrada en un cuerpo compacto situado en el centro
del cosmos, único lugar donde se equilibran las fuerzas de
gravedad. Tal proceso no es imposible, como veremos más
adelante, pero no corresponde a lo que observamos.

Salvo un eventual núcleo central, el movimiento es, por lo tanto, el


estado normal de todos los cuerpos y corpúsculos del universo.
Tenemos cierta dificultad para aceptar lisa y llanamente este hecho
porque, en la Tierra, el movimiento que percibimos en nuestra es-
cala de observación es, por lo general, efecto de un impulso, vale
decir de energía agregada a un cuerpo en reposo.

Desplazamos o lanzar una piedra exige un esfuerzo energético,


comprobamos que un automóvil, un avión o un cohete gasta
energía. Por más que sepamos que la vuelta espontánea al estado
de reposo proviene de las resistencias materiales que encuentra el
móvil y por más que aprendamos en los tratados de física que, en el
"vacío", el movimiento rectilíneo y uniforme de un cuerpo se
conserva, no lo experimentamos y, por lo tanto, resistimos
subconscientemente las consecuencias de nuestro conocimiento
racional al respecto.

Sin embargo, no hay duda alguna: el reposo no es más natural que


el movimiento. Más aún: este último se puede considerar como
adquisición de energía mecánica por un cuerpo, pero también el
reposo como pérdida de tal energía. Dicho en otras palabras, no hay
más motivos racionales para que un fragmento de materia carezca
de energía mecánica, o sea de movimiento, que para que esté
cargado de ella. Pero, por lo menos en el estado actual del cosmos,
los cuerpos y complejos de cuerpos que observamos están en movi-
miento y no en reposo. Notemos, sin embargo que nos es imposible
medir el desplazamiento de un astro: sólo podría hacerlo un
observador inmóvil en el centro del cosmos o ubicado en una
posición conocida con respecto a éste. Para nosotros, los
movimientos siderales son siempre relativos unos a otros y hasta
recíprocos. Para recurrir a una imagen un tanto trillada, el
observador terrestre está en la situación del pasajero de un tren
detenido en una estación, que mira por la ventanilla a otro tren
estacionado en una vía paralela: cuando nota un ligero
desplazamiento de la imagen así percibida, no sabe cuál de los dos
convoyes está poniéndose en marcha. Al comprobar que entre tal
estrella y el Sol la distancia aumenta, el astrónomo ignora cuál de
los dos astros se está moviendo. Pues el efecto de perspectiva,
según la acertada expresión de Bergson, es el mismo cualquiera sea
la realidad: se aleje de nosotros un ser humano o nos alejemos
nosotros de él, su estatura aparente se reduce en la misma
proporción. Todo esto no significa, sin embargo, a pesar de la
ambigüedad con que tratan habitualmente el tema los
comentadores de la teoría de la relatividad, que el fenómeno sea
idéntico en ambos casos. Pues, al margen del movimiento relativo,
que tiene su importancia y sus consecuencias, está el movimiento
absoluto, desconocido para nosotros pero no por ello menos real.
De él depende, en efecto, la estructura del cosmos, puesto que el
espacio es la resultante de la relación entre gravedad y fuerza
centrífuga y que esta última, para un cuerpo determinado, depende
de la velocidad, que a su vez es función de la energía mecánica que
posee. Pero estamos aquí ante un fenómeno que implica un nuevo
aspecto de la realidad. Pues la velocidad es relación entre la
distancia, o sea el espacio, y el tiempo, que no hemos considerado
todavía.

72 - El tiempo

Todo móvil va desplazándose en el espacio, vale decir ocupando


posiciones sucesivas que se ubican a lo largo de su trayectoria. Al
observarlo, podemos trazar el recorrido que ha seguido para llegar a
donde está. Y si su trayectoria es cíclica - una órbita, por ejemplo- o
si meramente podemos preverla en función de las fuerzas en juego,
nos resulta posible definir las posiciones que ocupará al seguir su
camino. El cambio de posición en el espacio determina, por lo tanto,
con respecto al punto de observación, lugares en los cuales el móvil
no está más y lugares en los cuales todavía no está, vale decir
posiciones pasadas y posiciones futuras. El movimiento implica,
pues, una transformación continua del futuro en pasado, la
que llamamos tiempo. La observación, efectuada en función de
cualquier sistema de referencia exterior al móvil, nos muestra
también que la transformación de marras no es necesariamente
uniforme. Si se agrega energía mecánica _ mediante un impulso- al
cuerpo considerado, su velocidad aumenta y, con ella, la distancia
recorrida en una unidad de tiempo medida por el reloj del
observador extraño. Sin embargo, un reloj -o sea cualquier sistema
cíclico, mecánico o natural- instalado en el móvil no notaría la
diferencia. Pues el aumento de masa producido por la mayor veloci-
dad, o sea exactamente por la energía agregada, habría hecho más
lento el movimiento de tal reloj, por la mayor inercia de sus
elementos constitutivos. Las conclusiones que nos proporciona este
análisis -existencia y variabilidad del tiempo- no son válidas
solamente para los desplazamientos espaciales. Podemos extraerlas
de la observación de cualquier cambio, o sea de cualquier sucesión
de relaciones constitutivas de un cuerpo o conjunto de cuerpos. El
ser vivo, por ejemplo, tiene un ritmo oragnísmico -vale decir un
tiempo- propio, y este tiempo varía con la edad. El índice de
cicatrización de Lecomte du Nouy demuestra científicamente que el
tiempo que transcurre en un año terrestre para un niño de diez años
equivale al tiempo vivido en cinco años terrestres por un adulto de
sesenta años. Hasta se conocen casos patológicos de seres
humanos que se murieron de vejez a los diez años de edad, con un
organismo de centenario. Nos damos perfectamente cuenta, por
otro lado, de la variación de nuestro propio tiempo Y los años
terrestres nos parecen pasar cada vez más rápidamente a medida
que envejecemos, y ello por la sencilla razón de que nuestros años
biopsíquicos se hacen cada vez más cortos. De ahí que niños Y
adultos -y podemos decir lo mismo en cuanto a varones Y mujeres y
a individuos pertenecientes a distintas razas- tengan tantas
dificultades para entenderse: no evolucionan con el mismo ritmo ni,
por lo tanto, viven según el mismo tiempo. Podemos imaginar casos
límite que pongan en evidencia el carácter subjetivo del tiempo. Si
se hubiera colocado, hace un siglo, un ser humano de cincuenta
años en un estado de hibernación absoluta Y se lo recalentara hoy,
no tendría ciento cincuenta años sino cincuenta: ¡tal vez la misma
edad que sus tataranietos! Pues durante su letargo no se habría
producido en él cambio de ninguna naturaleza y, por lo tanto, no
habría existido tiempo alguno. Si se enviara a un astronauta, con
altísima velocidad, por el espacio intersideral, el aumento de su
masa haría más lentos todos sus procesos biológicos y, al volver a la
Tierra después de un año suyo, se encontraría con que, en nuestro
planeta, habrían trascurrido varios años terrestres desde su partida:
de haber sido adecuada la velocidad, podría llegar más joven que su
propio hijo. La experiencia nos presenta, pues, tiempos múltiples,
heterogéneos y cambiantes. Sin embargo, la resistimos por estar
acostumbrados a medir el tiempo de todos los cuerpos y complejos
de cuerpos que nos rodean -y el que nos corresponde- sobre la base
de un patrón único: la doble rotación de la tierra sobre su eje y al-
rededor del Sol. Este procedimiento, que responde a una necesidad
práctica obvia, nos lleva a otorgar al tiempo un valor absoluto, a
considerarlo como un marco fijo en el cual se producirían los
cambios comprobados. En realidad, vivimos en un marco de
tiempo, definido por los ritmos de la Tierra, que abarca la
multiplicidad de los tiempos diferenciados que
corresponden a los distintos entes que integran el planeta.
Asimismo, el tiempo terrestre se desarrolla, junto con los
tiempos propios de los demás planetas del sistema, en el
marco del tiempo definido por el Sol. Y pasa lo mismo con el
tiempo solar dentro del marco temporal galáctico, y así
sucesivamente hasta llegar al tiempo cósmico. Dicho con otras
palabras, los tiempos están contenidos unos en otros,
exactamente como lo están los entes individuales a que
corresponden. No hay Tiempo absoluto, pero sí un sistema
objetivo de tiempos diferenciados y cambiantes.

Aquí también, pues, fallan los relativistas que toman -o, por
lo menos, nos hacen tomar- como fenómenos reales los
"efectos de perspectiva" que produce la observación de
tiempos parciales ajenos al ritmo terrestre. De nuestra
incapacidad para establecer de modo fidedigno la simultaneidad de
dos hechos y, en particular, del resultado contradictorio de
mediciones efectuadas desde distintos sistemas de referencia no se
deduce correctamente que pasado y futuro sean relativos, lo que
vendría a decir que el efecto precede o sigue a su propia causa
según el punto de vista desde el cual se enfoque el fenómeno. Hay,
para cada ente, un pasado que ya no es pero que se
comprueba en sus efectos, un futuro que todavía no es pero
que está contenido en el pasado como efecto necesario y un
presente que constituye el límite movedizo entre pasado y
futuro. Lógicamente, el presente de un ser humano, por ejemplo,
es simultáneo con el de la Tierra y este último, con el del Sol, que a
su vez coincide con el de la Galaxia, y así sucesivamente hasta
llegar al cosmos. Pues, en caso contrario, el sistema solar,
verbigracia, estaría compuesto por un Sol presente y planetas
pasados o futuros, vale decir inexistentes, lo que es imposible, y el
cosmos presente podría estar compuesto, en una eventualidad
límite, por cuerpos y corpúsculos pasados o futuros, lo que es
absurdo. La simultaneidad es, por consiguiente, una condición
necesaria de la existencia del universo. Los distintos entes del
complejo cósmico se desarrollan con ritmos -vale decir tiempos-
variados, pero con un frente de ataque -vale decir un presente-
común.

El individuo de nuestro ejemplo anterior, que se recaliente después


de cien años de hibernación al cero absoluto, no reempieza a vivir
con un siglo de retraso con respecto a los médicos que lo reaniman
y su presente no es pasado para estos últimos.

Durante sus años de letargo biopsíquico, su tiempo propio fue


prácticamente nulo por ausencia casi total de cambios. Pero siguió
existiendo como complejo material y, por lo tanto, como parte de la
Tierra.

Su tiempo fue, por un siglo, el de nuestro planeta, como lo había


sido antes y seguirá siéndolo después.
Lo que ha variado ha sido la intensidad -o sea el valor- individual de
dicho tiempo.

Para tomar otro ejemplo más trivial, dos ventiladores, uno detenido
y el otro en movimiento, existen simultáneamente, aunque sólo el
segundo tiene un ritmo -o sea un tiempo- diferenciado con respecto
a la materia de que ambos están constituidos.

Diagrama de Minkowski; trata de explicar la existencia de una


cuarta dimensión: el tiempo.
En vano trataríamos de encontrar una cuarta dirección espacial. Por
ello los vulgarizadores de la teoría de la relatividad suelen aconsejar
al lector que no trate de representarse el continuo
cuatridimensional. La imposibilidad de hacerlo evidencia la irrealidad
de las fórmulas relativistas.

73 - Tiempo y espacio

Lo que dificulta considerablemente nuestra comprensión del tiempo


es la relación que vincula a éste con el espacio.

Solemos, en efecto, medir el uno por el otro.

En el cuadrante de un reloj, el tiempo se expresa mediante el


desplazamiento espacial de las agujas.

Y, viceversa, reducimos comúnmente una distancia al tiempo


necesario para recorrerla: tal lugar, decimos, está a dos horas de
automóvil.

No se trata en absoluto de procedimientos abusivos.

Pues, por un lado, una distancia sólo es real si hace falta cierto
tiempo para recorrerla -el movimiento es cambio de posición en un
cambio de tiempo y, por otro, distancia -o sea espacio- y tiempo
Son los factores de un valor, la velocidad, que procede de su
relación variable. El hecho de que tales métodos de medición sean
peligrosos por provocar las ya mencionadas ilusiones de óptica que
nos hacen considerar simultáneas porciones del espacio que no 10
son, no impide que su base sea correcta. Espacio y tiempo están tan
relacionados que ni siquiera se concibe la materia sin duración,
puesto que ningún objeto puede existir instantáneamente. Más aún:
la materia es espacio y el espacio es función del tiempo. Sabemos
en efecto, por un lado, que un cuerpo consistente pierde volumen
cuando aumenta su velocidad, por compresión de sus átomos
constitutivos en la dimensión correspondiente a su trayectoria, y,
por otro, que el espacio de un sistema intersideral depende de la
fuerza centrífuga -vale decir de la velocidad- de los cuerpos que
giran alrededor de su centro. Si los movimientos de todos los
cuerpos y sistemas del universo se aceleraran positivamente, el
espacio cósmico se ampliaría, y viceversa. ¿Podemos entonces, al
modo de los relativistas, hablar del tiempo como de la cuarta dimen-
sión del espacio? No hay expresión más incorrecta ni más
engañadora. Euclidiano o curvo, un espacio se define con las
dimensiones de tres líneas mutuamente perpendiculares y,
en él, tres mediciones -en una esfera: longitud, latitud y
distancia del centro- son necesarias y suficientes para de-
terminar la posición de cualquier punto.

En vano trataríamos de encontrar una cuarta dirección espacial.

Por ello los vulgarizadores de la teoría de la relatividad suelen


aconsejar al lector que no trate de representarse el continuo
cuatridimensional.

La imposibilidad de hacerlo evidencia la irrealidad de las fórmulas


relativistas.

Pues el cosmos es una esfera material que sólo sus enormes


proporciones nos impiden aprehender.

Basta reducir mentalmente su radio para conseguir un modelo que


lo represente satisfactoriamente de modo esquemático, como a
menudo se hace, por otro lado, en los planetarios, por lo menos en
cuanto al sistema solar.

En realidad, el tiempo no constituye la cuarta dimensión del


espacio sino la del cosmos,

lo que es muy distinto: una cuarta dimensión que expresa la


existencia de las otras tres. Así considerado, el tiempo es el ritmo de
los cambio de toda la naturaleza que se producen en el universo, o
sea el ritmo cambiante de la energía en sus distintas formas.

Puesto que la materia consistente y radiante se reduce, como lo


vimos en el Capítulo l, a cuantos de acción y que la acción es el
producto de la energía por su período, o sea energía vibrátil, y dado
que la energía pura, sin frecuencia y por lo tanto instantánea, no
puede existir, el tiempo es, como el espacio, propiedad esencial de
la energía.

Sin embargo, estas dos propiedades no se sitúan en un mismo nivel


de importancia. Hemos visto, en efecto, que el espacio es función
del tiempo. Este constituye, por lo tanto, la propiedad primera, de la
cual procede la segunda, el espacio. Dicho con otras palabras, la
energía es espacial por temporal. Afirmar con los relativistas que, en
el cosmos, espacio y tiempo están mezclados y son interactivos es
caer en el absurdo de admitir que el efecto puede modificar la
causa.

No hay continuo espacio-tiempo, sino energía cuyo tiempo


crea espacio. Ahora entendemos mejor por qué no podemos
concebir ni Tiempo absoluto -un tiempo que existe por sí mismo y
sirve de marco a la energía- ni relatividad alguna del presente y el
pasado. El tiempo es modalidad variable de la energía y ésta, única
en sus distintas formas -que proceden de las variaciones del
tiempo-, es necesariamente contemporánea de sí misma: no puede
existir (presente) y no puede existir (pasado) a la vez.

74 - La morfogénesis cósmica

La dinámica del universo, que nos ha llevado a definir el tiempo, no


se manifiesta exclusivamente a través de los movimientos cíclicos,
constantes en nuestra escala de observación, que hemos analizado
más arriba. Se producen novedades, en el espacio, y la astrofísica
está en condiciones no sólo de demostrar que el cosmos evoluciona
sino también de analizar los principales procesos de su
morfogénesis. Se considera hoy, de modo unánime, que la
evolución del universo, tal como lo conocemos, tuvo su punto de
partida en una nube inestable de hidrógeno -más exactamente, una
nube de partículas constitutivas del hidrógeno- que llenaba el
espacio. Por razones desconocidas, esta nube se fragmentó. Se
produjeron concentraciones locales de partículas -correspondientes
a los actuales amontonamientos de galaxias-, las que, por la fuerza
de gravedad suscitada por su propia masa, se convirtieron en
conjuntos autónomos. Mediante procesos de la misma naturaleza,
cada uno de estos últimos se dividió en protogalaxias y cada
protogalaxia, en protoestrellas. Cada formación así constituida sufría
globalmente la incidencia de los conjuntos vecinos y, sin que
sepamos todavía por qué, adoptó una trayectoria orbital. Los
distintos fragmentos diferenciados y ordenados de este modo fueron
contrayéndose por efecto de una gravitación que, al mismo tiempo,
atraía la materia periférica suelta. Al concentrarse cada vez más, la
protoestrella vio aumentar su temperatura interna, la que
desencadenó reacciones termonucleares gracias a las cuales
empezó la evolución de la materia, tal como la analizamos en un
capítulo anterior. Los elementos fueron encadenándose, cada vez
más pesados y, por lo tanto, con liberación de energía cada vez
menor. La conclusión ineludible de tal proceso, y la podemos
comprobar en algunas estrellas, es el fin de las reacciones termonu-
cleares por insuficiencia de temperatura, lo cual acarrea la
transformación del astro en una enana blanca, de muy alta densidad
y reducida actividad térmica, destinada a coinvertirse en un cuerpo
negro, frío y muerto. Otras masas de materia, colocadas en órbita
alrededor de algunas estrellas, habían perdido más rápidamente su
actividad termonuclear, aunque seguían produciéndose en ellas
ciertos fenómenos de radioactividad. Eran los planetas y, entre ellos,
la Tierra, donde empezó y sigue desarrollándose la evoluión vital,
sin que podamos saber a ciencia cierta si se trata de un exclusivo
privilegio suyo. Apenas corresponde notar que sería muy extraño
que las condiciones de la vida se hubieran dado sólo en un plantea,
sobre todo teniendo en cuenta que las formas biopsíquicas que
conocemos no son necesariamente las únicas posibles. Nada de eso
constituye un misterio y las leyes asociativas de la materia bastan
para explicar la estructuración del cosmos a partir de la nube
supuestamente originaria. El proceso demuestra, por otro lado, que
la degradación de la energía, tal como la comprobamos hoy en día,
o sea el aumento progresivo de la entropía universal por igualación
de las temperaturas, no constituye una constante cósmica sino que
sólo responde a la segunda fase, en la cual estamos, de un ciclo
alternado. Es cierto que las estrellas van desintegrándose y pierden
calorías, con la consecuencia ineludible de la muerte térmica. Pero
el cosmos nació, como acabamos de verlo, de una nube,
térmicamente homogénea, de partículas y se fue organizando
mediante una diferenciación creciente de formas y temperaturas. El
físico está en la situación de una efímera que recibiera la lluvia
durante las pocas horas de su existencia e indujera de su
experiencia que en la Tierra llueve constantemente. La entropía
crece sin cesar, pero después de haber decrecido, también de modo
continuo, en una fase anterior del desarrollo cósmico. Notemos bien
que el ordenamiento morfogenético y la diferenciación térmica en
cuestión no se reducen de ninguna manera a retroacciones parciales
del tipo de las que comprobamos, por ejemplo, en una caída de
agua o en un animal, o hasta en el nacimiento ocasional de una
nueva estrella. Éstas frenan un tanto el proceso entrópico
globalmente considerado pero no lo invierten en ningún momento.
La organización del universo, por el contrario, suscita formas cada
vez más definidas y fuentes térmicas cada vez más diferenciadas.
Por ella el cosmos complejo surge de una nube amorfa y el calor, de
la materia fría. La astrofísica podría, pues, desde el punto de vista
que nos interesa aquí, representar la evolución del universo
mediante una curva parabólica, desde la entropía absoluta y hasta
ella pasando por un máximo de orden. Conocemos el punto de
partida y podemos prever el punto de llegada. Y todo parece indicar
que el cosmos ya pasó por la cúspide de la curva y se va encami-
nando hacia la muerte.

75 - La expansión del universo

La descripción que acabamos de hacer de la evolución cósmica


presenta tres fallas. En primer lugar, una nube de gas no es
inestable cuando constituye un sistema cerrado, pues el movimiento
desordenado de sus moléculas o partículas da una resultante
estática. No es imposible, teóricamente, que se formen en su seno,
de modo espontáneo, zonas de densidad diferenciadas. Pero la ley
de los grandes números nos muestra que semejante fenómeno es
tan altamente probable que, de hecho debe descartárselo. En
segundo lugar, para que dos conjuntos materiales no se fusionen
lisa y llanamente por efecto de la mutua atracción gravitatoria y, por
el contrario, formen un complejo dinámico estable, es preciso que,
en el principio del proceso, el de menor masa tenga un movimiento
propio, vale decir se acerque al otro siguiendo una trayectoria que la
fuerza de gravedad desvíe y convierta así en orbital. Por fin, no hay
espacio que pueda llenar la nube supuestamente originaria y ésta
no se puede concebir, por lo tanto, sin un movimiento giratorio
espiraloide. En realidad, estas tres fallas tienen un mismo origen: la
inmovilidad, por equilibrio caótico interno, de la materia primitiva. La
evolución del universo exige, pues, que la nube de partículas en
cuestión haya recibido un impulso o haya nacido como consecuencia
de un impulso. Ahora bien: los astrónomos no han descubierto en el
cosmos únicamente movimientos orbitales. Han observado, en
efecto, que la gran mayoría de las nebulosas en espiral, situadas a
más de un millón de años-luz de nuestro planeta, se van alejando
de la tierra con una velocidad aparente proporcional a la distancia,
lo cual significa que sus respectivas órbitas no son constantes sino
que van ampliándose y, con ellas, el tamaño del cosmos todo. Tal
expansión exige, en su principio, una fuerza mecánica que no puede
haber surgido espontáneamente en la supuesta nube primitiva. De
ahí la tesis, exacta en lo esencial, de la explosión originaria: toda la
materia cósmica estaba concentrada, con elevada densidad, en una
gigantesca bomba nuclear que, al estallar, proyectó en todas las
direcciones partículas y, tal vez, pedazos sólidos. Aun fuera de esta
última posibilidad, la nube nació heterogénea y dinámica. Ninguna
explosión de este tipo produce, en efecto, una dispersión totalmente
simétrica ni menos instantánea. Por un lado, la fuerza expansiva de
la bomba cósmica se actualizó con mayor o menor energía en los
distintos sectores de la esfera, en los cuales tropezó con inercias
variables, y, por otro, lo hizo por olas irregulares, al modo de ciertos
artefactos de pirotecnia. Tal explosión originaria no sólo explica el
alejamiento de las nebulosas en espiral y, por lo tanto, la expansión
del universo sino que también resuelve dos de los tres problemas
planteados más arriba: la nube de partículas no era estática y las
concentraciones formadas en su seno se movían según trayectorias
que, por efecto de la gravitación, eran curvas desde el principio y
siempre susceptibles de convertirse en órbitas. Tal como la exponen
sus creadores y comentadores, la teoría de la expansión tropieza,
sin embargo, con una seria dificultad. No es normal, en efecto, en
su marco que las nebulosas más lejanas sean las más veloces.
Deberían haber sido frenadas, durante su viaje, tanto por la
atracción gravitatoria de las masas situadas entre ellas y el centro
de la esfera como por las radiaciones que empujan en su avance.
Creemos que, en realidad, el fenómeno observado corresponde a
una reducción de velocidad de las nebulosas más lejanas, pero que
los astrónomos no han sabido interpretar correctamente los datos
recogidos. Se basan, para demostrar la aceleración positiva en
cuestión, en el color rojillo, proporcional a la velocidad, que
adoptan, por el efecto Doppler, las radiaciones luminosas emitidas
por un cuerpo que se aleja del observador. Ahora bien: la tendencia
al rojo es tanto más marcada cuanto más lejanas son las nebulosas
en cuestión. Pero los cuerpos más lejanos son aquellos cuya luz
demora más en llegamos. De la coloración observada no podemos
deducir, pues, que las nebulosas más rápidas son las más lejanas,
sino que son las que cuya luz, cuando la recibimos, es más antigua.
La galaxia en espiral que aprehendemos tal como era hace ciento
cincuenta millones de años-luz nos aparece como más veloz que
otra que captamos tal como era hace un millón de años-luz, por
ejemplo. Lo cual significa que el movimiento de las nebulosas en
espiral era más rápido hace ciento cincuenta millones de años-luz
que hace un millón, o sea que su velocidad ha ido decreciendo con
el tiempo. No olvidemos, por otro lado, que la trayectoria de los
cuerpos y conjuntos cósmicos no es rectilínea y que una galaxia
podía perfectamente estar más lejos de nosotros hace ciento
cincuenta millones de años-luz que en una época más cercana sin
que su órbita deje por eso de ampliarse, aunque cada vez menos, y
sin que el cosmos deje de expandirse, aunque cada vez más
lentamente.

76 - La reconcentración del universo

Merced a nuestro análisis anterior, el proceso de la expansión


cósmica ahora nos resulta claro y podemos exponer sus grandes
líneas en pocas palabras: una gran masa de materia de alta
densidad estalla al modo de una bomba termonuclear y proyecta, en
todas las direcciones, energía radiante y consistente que va ex-
pandiéndose por una multiplicidad de movimientos orbitales cuya
amplitud crece mientras resulte suficiente la energía mecánica
suministrada a la materia por la explosión originaria. Sabemos que
el espacio de un sistema sideral es la consecuencia de una relación
entre la fuerza centrífuga -o sea la velocidad- de los satélites y la
fuerza de atracción de la masa central. Si la primera supera a la
segunda, el conjunto se expande. Pero sabemos también que, por
incidencia de la gravedad y del empuje de radiaciones propias por
parte de los móviles, la relación tiende a invertirse. La velocidad de
los satélites y, por lo tanto, su órbita van creciendo cada vez más
lentamente y, luego, se van reduciendo, lo cual provoca la
contracción del conjunto. Todo esto vale para el universo
considerado en su totalidad, que constituye, desde el punto de vista
dinámico, un único sistema. Al girar cada vez más despacio, las ga-
laxias van perdiendo fuerza centrífuga y, en determinado momento,
empiezan a acercarse al centro del campo gravitatorio cósmico del
que hasta entonces se alejaban, vale decir al lugar donde se había
producido la explosión originaria.

El espacio, que antes se ampliaba, ahora se va reduciendo, con un


ritmo acelerado puesto que la progresiva concentración de la
materia aumenta la fuerza de gravedad al tiempo que la fuerza
centrífuga de los conjuntos sigue
disminuyendo.

Las galaxias, en vías de concentración o ya reducidas a cuerpos


compactos, se aglomeran en el centro de la esfera cósmica, a donde
caen una tras otra, y reconstituyen así la masa originaria. La
temperatura del nuevo núcleo aumenta rápidamente por efecto de
la concentración creciente que en él se produce y también por los
sucesivos impactos que convierten en energía calorífica la energía
mecánica que conservan los cuerpos en movimiento y la que
adquieren por transformación de su energía gravitatoria. Todo está
listo par una nueva explosión, semejante a la anterior. Semejante,
pero no idéntica. La reconcentración de la materia borra, es cierto,
las formas adquiridas durante la expansión, y los programas
diferenciados, que son materiales, desaparecen, a la vez que se
quiebra su encadenamiento causal. Queda exclusivamente el plan
básico, propiedad de la materia misma, en la cual está formalizada
la inteligencia organizadora en su máximo de potencialidad, vale
decir, según nuestra definición del capítulo anterior, la intención
ordenadora inmanente a la energía, con las normas asociativas en
que se expresa. Pero la materia se ha transformado a lo largo del
ciclo y, si bien es cierto que la fusión borra ciertas diferencias, ni la
composición molecular ni la repartición energética pueden
reproducirse sin cambios apreciables. No es probable, por otro lado,
que toda la materia del universo llegue a reintegrar el núcleo
cósmico. No hay motivo alguno para suponer que el punto de
ruptura del equilibrio energético se alcance recién con la
concentración total. Lo más verosímil -pero estamos aquí,
obviamente, en el terreno de las suposiciones- es que la explosión
se produzca cuanto algunos cuerpos todavía están girando
alrededor del núcleo. De cualquier modo, éste emite radiaciones de
trayectoria curva y la dificultad que crearía, como hemos visto más
arriba, una nube estática, incapaz de generar espacio, no se
presenta.
1.

OBSERVADOR

Cono de luz: Representación


espacio-temporal de un haz
luminoso empleada para la
explicación de la teoría de la
relatividad especial y el
principio de causalidad.

De nuestra incapacidad para


establecer de modo fidedigno
la simultaneidad de dos hechos y,
en particular, del resultado
contradictorio de mediciones
efectuadas desde distintos
sistemas de referencia no se
deduce correctamente que pasado y futuro sean relativos.

77- La pulsación cósmica

El doble proceso de expansión y reconcentración, tal como lo hemos


analizado en los incisos anteriores, constituye un ciclo cerrado y
autosuficente, puesto que la explosión cósmica es a la vez su causa
su efecto. El universo evoluciona, pues, por alternancia de fases
causalmente encadenadas sin solución de continuidad, o sea por
pulsaciones autodeterminadas que responden exclusivamente,
desde el punto de vista dinámico, a las leyes conocidas de la
conservación y transformación de la energía y, desde el punto de
vista morfogenético, al plan ordenador básico inmanente a la
materia. Esto no significa, sin embargo, y ya lo hemos señalado,
que los ciclos sucesivos se desarrollen de modo idéntico. Cada uno
de ellos provoca, en efecto, un reordenamiento del núcleo cósmico y
cada explosión proyecta, por lo tanto, partículas y, tal vez, pedazos
consistentes -sin hablar del residuo no concentrado- que son
originales por sus respectivas formas y posiciones. Para tomar un
ejemplo trivial, el fenómeno parecido al que se produciría si
pusiéramos un puñado de polvo en un embudo y sopláramos
violentamente por el orificio de salida. Los granitos subirian, se
expanderían según ciertas relaciones y volverían a caer en
posiciones relativas distintas de las primitivas. Un nuevo soplo
produciría el mismo proceso, pero las asociaciones entre granitos
serían diferentes de las producidas en la fase anterior
correspondiente. La pulsación cósmica, crea, por lo tanto, en cada
ciclo, formas originales. Las potencialidades que la inteligencia
organizadora descarta, por exigencia del encadenamiento causal
evolutivo, en una fase de expansión pueden haber sido elegidas en
ciclos anteriores y/o serlo en ciclos posteriores. Desde este punto de
vista, la sucesión de pulsaciones cósmicas se parece a una serie de
partidas de ajedrez, en las cuales se respetarían las reglas de juego
equivalentes a las leyes asociativas de la energía- pero se
recolocarían las piezas en el tablero de modo cada vez distinto. Tal
renovación cíclica afecta no sólo las formas sino también el espacio,
pues según la combinación de las fuerzas desencadenadas por cada
explosión los cuerpos y conjuntos siderales adquieren masas y
velocidades originales que determinan, en cada ciclo, la amplitud de
la expansión universal. Es lógico que el tiempo, el factor del espacio,
varíe también con las pulsaciones sucesivas, aunque no existe
ningún reloj extracósmico cuyo ritmo pueda servir de patrón para
mediciones comparativas. Más importante, por tratarse de un
fenómeno que no hemos encontrado en nuestros análisis anteriores,
es notar que el tiempo cósmico se desarrolla alternadamente en dos
direcciones opuestas. Durante la fase expansiva del ciclo, es ritmo
de los cambios evolutivos de la energía. En la fase de reconcentra-
ción, por el contrario, es ritmo de los cambios involutivos mediante
los cuales se anula el proceso morfogenético anterior. Podemos,
pues, hablar de un tiempo positivo y un tiempo negativo, y hasta de
un tiempo y un antitiempo, con tal de dejar bien aclarado que el
antitiempo es también tiempo pero de efecto regresivo. Nada más
natural: siendo ritmo del cosmos, el tiempo tiene que ser cíclico.
Pero esta conclusión nos permite ir mucho más lejos y resolver un
problema fundamental tan antiguo como la cosmogonía misma: ¿el
cosmos siempre ha existido, o tuvo un comienzo? Ambas
alternativas -y Santo Tomás de Aquino lo hizo resaltar-
carecen de sentido. No se pueden aceptar ni la primera,
puesto que una serie infinita de cambios pasados "no habría
llegado hasta el presente", ni la segunda, ya que la creación
in tempore et ex nihilo del cosmos por un ser trascendente
es doblemente absurda: Dios es extemporáneo por
definición, y de la nada, que no es, nada puede salir. La
dificultad proviene de la acostumbrada asimilación conceptual del
tiempo a un movimiento rectilíneo y a la misma línea recta que el
móvil recorre, movimiento éste que no puede ser infinito y, por lo
tanto, debe haber empezado en algún primer momento. Ahora bien:
el tiempo cíclico no coincide en nada con esta representación. Su
segunda fase anula o, por lo menos, compensa negativamente la
primera. Reconcentrada la materia cósmica, es como si no hubiera
habido expansión, pues de ésta no queda nada, salvo una
disposición caótica y, por lo tanto, indiferente -aunque no
desprovista de consecuencias, como sabemos- de los elementos
constitutivos del núcleo central. Si queremos a toda fuerza recurrir a
una comparación espacial, debemos decir que el tiempo corre como
un móvil intracósmico de trayectoria curva: siempre vuelve a su
punto de partida. Pero no necesitamos de tal imagen, esencialmente
incorrecta. La pulsación universal nos basta para definir el tiempo.
como finito e ilimitado. Finito, puesto que vuelve sobre sí mismo en
circuito cerrado; ilimitado, ya que el proceso cíclico es auto
determinante y auto suficiente y, por lo tanto, no pudo empezar ni
podrá acabar. Así desaparecen tanto el falso concepto de la eter-
nidad como la concepción antropomórfica de una creación temporal.
El tiempo, como el espacio, es una modalidad interna de la
existencia del cosmos, cuya esencia es dinámica. El universo no es
un ser que se mueve -y que por lo tanto, podría no hacerlo- sino un
ser cambiante por naturaleza, un ser que es por moverse, se
conserva en el cambio por ser cambio de sí mismo y crea formas
nuevas sin dejar de ser idéntico a sí mismo porque la autocreación
le es esencial. Es, por lo tanto, extemporáneo porque su tiempo es
cíclico. Ni ha existido siempre ni tuvo primer momento. En vano
buscaríamos su causa primera o su primer programa
evolutivo: sólo encontraríamos pulsaciones encadenadas de
la energía, en el curso de las cuales tiempo, espacio e
inteligencia avanzan y retroceden altemadamente según el
ritmo esencial del Todo cósmico.

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