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WALTER KASPER

LA FUNCIÓN DEL PRESBÍTERO EN LA IGLESIA


Die Funktion des Priesters in der Kirche, Geist und Leben, 42 (1969) 102-106

Crisis de la Iglesia y crisis del ministerio

El Concilio Vaticano II fue la confirmación y culminación del despertar de la


conciencia eclesial que caracterizó la primera parte de este siglo. Supuso un redescubrir
la esencia de la Iglesia en toda su originalidad y profundidad, para ofrecer una imagen
de su vida más de acuerdo con la Escritura, los Padres y la liturgia. A este momento
álgido de fe eclesial ha seguido una crisis en la misma Iglesia El Vaticano II se ha
convertido, así, en la línea divisoria de dos épocas -a primera vista, al menos- opuestas.
¿Lo son, sin embargo, realmente?, ¿o se trata, más bien, de dos fases consecutivas de
una misma dinámica? No hemos de maravillarnos si la generación postconciliar hace
suyo el proyecto eclesial que trazó el Concilio y trata de imponerlo en la realidad. Y un
fenómeno como éste, dondequiera que se dé, no puede ser sino doloroso y crítico,
porque cualquier realidad - incluso la realidad eclesial, esencialmente peregrinante- se
resiste siempre a ser puesta en cuestión de un modo radical.

Esta crisis eclesial se ha convertido en crisis del sacerdocio. Y esto es lógico y natural,
puesto que en el pasado se había identificado casi siempre a la Iglesia con el ministerio.
Así, toda la problemática acerca de la función y posición del sacerdote en la Iglesia
contiene en sí toda la problemática eclesial actual y, consecuentemente, su solución será
decisiva .ara el futuro de la Iglesia. Bastaría citar dos problemas concretos para ver esta
íntima conexión: el de la relación de la Iglesia con la sociedad actual y sus cambios, y el
de la función de la teología dentro de la Iglesia.

La Iglesia, en sus formas concretas de vida, ha de encarnarse en las estructuras de su


tiempo. Por esto las formas concretas del ministerio quedaron marcadas por el estilo de
los funcionarios romanos y por el ceremonial de la corte bizantina, por el feudalismo
medieval y por el sistema de clases, por el absolutismo de los siglos XVII y XVIII y por
el autoritarismo estatal del xix. ¿Por qué, entonces, no han de introducirse igualmente
las formas democráticas del siglo xx? Esta pregunta es vital. Brota de la propia vida del
clero que experimenta en sí mismo la inseguridad radical provocada por una existencia
dual: la existencia de dos mundos tan discrepantes como son el de la sociedad actual -
con su mayoría de edad ya alcanzada- y el de la estructura eclesial, en la que todo está
previsto y ordenado por las rúbricas y la jerarquía. A esto se añade que apenas ninguna
otra profesión o clase de la actual sociedad posee tan pocas seguridades socio-jurídicas
como el clero. En la Edad Media esta seguridad venía dada por los privilegios: era algo
normal y no desentonaba. Hoy este sistema ya no va: ¿no podrían encontrarse, pues,
nuevas formas?

Intento de una respuesta

Las cuestiones planteadas por la relación entre Iglesia y sociedad actual no pueden tener
como respuesta la indiscriminada aplicación a la Iglesia de la democracia parlamentaria.
como quien esperase de ella la salvación definitiva. Sería esto caer de nuevo bajo la
esclavitud de unas formas profanas -sociológicas y jurídicas-, cuya liberación fue
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precisamente el objeto y la tarea de la eclesiología católica de la primera mitad de


nuestro siglo, que culminó en el Vaticano II. El camino a seguir es el que nos señaló
aquella eclesiología : buscar la esencia teológica, específica de la Iglesia, y tratar de
extraer de ella sus formas concretas.

A esta tarea se opone un segundo grupo de dificultades de carácter teológico. Y es que


la crisis eclesial repercute en la misma teología. La teología del servicio sacerdotal es
cuestionada en sus más diversos aspectos: fundamentación bíblica, evolución histórica,
relaciones ministerio-comunidad y entre los diversos ministerios, renovación de la
liturgia y de la teología de la ordenación, así como su liberación de elementos sacro-
paganos, irrevocabilidad y temporalidad del ministerio, etc.

Los problemas enumerados no han encontrado todavía una solución satisfactoria y


universalmente aceptada. Tampoco vamos a intentar darla aquí. Sólo pretendemos,
partiendo del NT, aportar algunas orientaciones e insinuar posibles perspectivas para
una comprensión nueva que integre, al mismo tiempo, lo tradicional.

DIMENSIONES RELIGIOS A, CRÍSTICA Y ECLESIAL DEL SACERDOCIO

La reflexión dogmática sobre el ministerio sacerdotal cristiano ha de comenzar -como


haremos en esta primera parte- situando el problema en su verdadero horizonte. Éste
abarca tres dimensiones: el sacerdocio como fenómeno histórico-religioso, el sacerdocio
de Cristo y el sacerdocio universal de los creyentes. Situado así en su contexto, el
sacerdocio ministerial queda delimitado y podrá ser visto -en la segunda parte- en lo que
tiene de específico.

El sacerdocio como fenómeno histórico-religioso

Para llegar a comprender la esencia de la Iglesia y del sacerdote hemos de situarnos en


la perspectiva más amplia de su referencia al mundo y a la sociedad. Es lo que hace el
Vaticano II al comenzar su Constitución sobre la Iglesia con las palabras Lumen
Gentium y dedicar el primer capítulo a la Iglesia como signo y sacramento para el
mundo. Una teología introvertida, que sólo de vueltas en torno al Denzinger, es
insuficiente; hemos de preguntarnos a qué situación y necesidad humana y originaria
responde el sacerdocio en la Iglesia.

El sacerdocio es primariamente un fenómeno universal histórico-religioso. Su función


es la de mediación entre el ámbito de lo humano y el de lo divino. Su servicio es el de la
reconciliación.

Semejante servicio, como toda religión, presupone la experiencia de un mundo


irreconciliado, de una realidad enajenada de su sentido y plenitud interior, donde
imperan - consecuencia de la ruptura entre lo divino y lo humano, entre el sentido y el
ser- la injusticia, la violencia y la mentira. El sacerdote es aquel que no está reconciliado
con esta realidad fáctica y que asume, como tarea de su vida, la reconciliación entre
Dios y los hombres y la de los hombres entre sí.
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Esta voluntad de reconciliación y unidad le sitúan en oposición a la realidad, le


distancian críticamente del orden social existente y le constituyen, así, en clase
sacerdotal. Esta clase ha sido caracterizada, histórica y socio-religiosamente, por notas
como las siguientes: especial consagración, honores especiales, formación y función
especiales, especial indumentaria... Esto significa que lo que originariamente debía
servir para la reconciliación se convierte en ocasión de nuevas diferencias y divisiones;
y no rara vez dicha clase se convierte -por propio interés- en defensora del statu quo,
sacralizándolo. De este modo, lo que debería ser signo eficaz de mediación se convierte
en signo de lucha y escisión.

Estos son datos histórico-religiosos. Pero, ¿no se han dado y se siguen dando también
en la Iglesia? El ministerio de la unidad se ha hecho scandalum dissensionis, ha caído
en la funesta dialéctica que amenaza al sacerdocio de todo tiempo. Porque, ¿no se da
como un destino fatal que lleva a quien pretende situarse en contradicción con el mundo
-para, así, reconciliarlo- a crear nuevas tensiones y divisiones? En su necesaria
contradicción interna, este fenómeno aparece como expresión del pecado de la
humanidad y de su incapacidad para salvarse a sí misma. Por consiguiente, en el
sacerdocio universal-religioso está implicada la búsqueda de un mundo reconciliado y
se manifiesta, al mismo tiempo, la incapacidad intrínseca de todo intento de
reconciliación. Este sacerdocio es signo de una esperanza y, a la vez, de la desesperanza
de la humanidad.

El sacerdocio de Cristo

La solución al problema que acabamos de plantear la encuentra realizada el NT en


Jesucristo, el nuevo mediador entre Dios y los hombres (1Tim 2,5), Sumo Sacerdote
escatológico que ha realizado de una vez por todas la reconciliación (Heb 9,26ss; 1Pe
3,18). Llevándolo a su culmen, ha acabado con todo otro sacerdocio.

El modo como el Jesús terreno ejerce su sacerdocio es tan revolucionariamente nuevo


que la Escritura nunca aplica al Jesús terreno el título de sacerdote. Entre los pocos
datos históricos seguros que poseemos sobre Jesús se encuentra el de su postura
radicalmente crítica para con el sacerdocio cúltico y las prescripciones levíticas de
purificación; postura que fundamenta con una palabra profética: "Misericordia quiero y
no sacrificio" (Mt 9,13; Os 6,6). Se solidariza con los cúlticamente impuros, con los
socialmente desclasados; no se dirige a los "piadosos" de su tiempo: es un liberal.

Y hasta tal punto provocó a los "piadosos" que tuvieron que crucificarlo. En la cruz se
manifiesta también el carácter de su sacerdocio, pues la cruz no está en el recinto del
templo sino en el ámbito de lo mundano y profano (Heb 13, 13). Su sacrificio es entrega
de si mismo a la voluntad del Padre en servicio a "los muchos" (Heb 10,5; Mc 10,45), y
no sacrificio cúltico alguno. Por Él han sido superadas y destruidas todas las barreras
existentes entre los hombres (Ef 2,14): todos somos uno (Gál 3,28). En Él se ha
cumplido definitivamente la esperanza universal de paz y reconciliación.

Este sacerdocio, por ser escatológico-definitivo, no requiere ser prolongado ni


completado por los hombres (Heb 6,20). Es Cristo mismo quien -como Cabeza y Señor
de la Iglesia- bautiza, predica y consagra. Pero su señorío y la reconciliación por Él
realizada son definitivos y escatológicos: es decir, han de ser testimoniados y llevados a
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su plenitud. Por esto, el servicio de la reconciliación pertenece constitutivamente a la


acción escatológica y única operada en Jesucristo (2 Cor 5,18-20).

Dicho servicio, sin embargo, no se encuentra en la línea del sacerdocio cúltico y


pagano. Sólo puede basarse en Cristo, como servicio en su seguimiento (diakonía,
oikonomía). Tampoco puede concebirse desde modelos autoritaristas. El único punto de
partida para su comprensión es el seguimiento en la obediencia y en el servicio -tal
como el Señor los ha realizado- al mismo Señor que nos llama. El único sacrificio
válido ahora ante Dios es el del servicio, por amor, en la existencia cotidiana y mundana
(Rom 12,1; 1 Cor 6, 20; Heb 13,15).

El sacerdocio de todos los cristianos

Según el NT -al que sigue, en esto, el Vaticano II- este servicio deben desempeñarlo
todos los cristianos. La Iglesia como totalidad -pueblo sacerdotal- es la llamada a
anunciar las acciones salvíficas de Dios, a ofrecer el sacrificio espiritual, a ejercer el
servicio de dirección.

Este sacerdocio universal no se deriva del ministerial ni es menos salvifico que éste.
Más bien, todo lo contrario: es el portador primario de la misión salvífica, y cualquier
particular -sea el Papa, un obispo, sacerdote o laico- sólo goza de eficacia, en el orden
salvífico, si está en comunión con la totalidad y actúa como órgano de ella. La
fraternidad precede a toda diferenciación ulterior y se mantiene en ella.

Consecuencias

El hecho de que la Iglesia como totalidad actualice en el mundo el triple oficio de Cristo
(sacerdotal. regio y profético) podríamos designarlo, de acuerdo con el Concilio, como
colegialidad. Y, en consecuencia, debería hablarse de estructuras más colegiales (o
sinodales) que democráticas, dando por supuesto que las estructuras eclesiales han de
ser todo menos autoritarias. Democracia es una palabra que en el ámbito meramente
profano ofrece ya diversas significaciones; pero es que, además, la estructura eclesial es
irreductible a cualquier estructura profana, del mismo modo que lo es su misión. Esto
no excluye que, en concreto, algunas formas democráticas sean asumibles por la Iglesia,
incluso con más derecho que aquel con el que lo fueron formas feudales o monárquicas.
La misma Tradición no desconoce el estilo democrático; baste recordar el viejo axioma:
"lo que a todos concierne, por todos debe ser decidido".

El Concilio ha dado, en este sentido, un primer paso. Y él mismo es un elemento de


dicha estructura colegial, y la colegialidad fue objeto de especial atención y estudio,
cuya consecuencia han sido los consejos y conferencias episcopales. La colegialidad
entre el Papa y los obispos fue aplicada, asimismo, análogamente a la relación obispo-
presbíteros, y se concretizó en el presbyterium y en el consejo presbiterial. Lo mismo
cabe decir de las relaciones entre el ministerio y los laicos, cuya forma colegial son los
consejos pastorales, parroquiales y diocesanos. Con todo, hay que reconocer que no
existe una concepción unitaria que informe todos estos gremios: de ahí sus mutuas
interferencias. A esto se suma la pervivencia de viejas organizaciones que condenan las
nuevas a la ineficacia. Según lo dicho hasta aquí la facultad de decidir debería radicar en
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un gremio en el que estuviesen representados adecuadamente -bajo la presidencia del


obispo- sacerdotes, laicos y religiosos, expresándose así la unidad y pluralidad de
carismas y servicios del Pueblo de Dios.

Todas estas cuestiones son de gran importancia de cara a la función sacramental y


reconciliadora de la Iglesia en el mundo. Si quiere servir a la paz, a la libertad, al amor y
a la unidad universales, la Iglesia ha de reflejar en su propia vida aquello a lo que sirve.
Para que esto sea hoy posible ha de implantar las estructuras colegiales que brotan de su
misión y esencia sacerdotales y que son forma concreta de éstas.

EL MINISTERIO PRESBITERIAL COMO SERVICIO DE DIRECCIÓN

Servicio de reconciliación y "servicio de dirección" (Leitungsdienst)

Hasta aquí hemos hablado únicamente del servicio sacerdotal de la reconciliación,


propio de toda la Iglesia. Cualquiera que sea la función específica del presbítero en la
Iglesia, nunca podrá ser aislada de dicho servicio de reconciliación, ya que será
siempre una función en la Iglesia. Pero, supuesto esto, ¿cuál es la específica función
presbiterial? Será imposible responder a ello si no se parte del hecho de que la
igualdad fundamental de todos los creyentes -afirmada en el NT y en la Tradición- no
implica que en la Iglesia todos puedan hacerlo todo. Pablo, por ejemplo, nos habla
detalladamente -en los respectivos capítulos 12 de Rom y 1 Cor- sobre una serie de
carismas que no son fenómenos espectaculares ni extraordinarios, sino servicios
concedidos por el Espíritu a la Iglesia. Ésta es, estructuralmente, ecclesia apostólica e
Iglesia de la profecía carismática (Ef 2,20; cfr. LG 12) y, en ella, cada uno tiene su
carisma (1 Cor 7,7), sin que haya nadie que los posea todos: más bien, todos deben
completarse y corregirse mutuamente en orden al bien más universal (1 Cor 12,7).
Norma y suma de todos los carismas es la caridad (1 Cor 13).

El cuidado de esta unidad en la pluralidad de carismas ha sido a su vez confiado a otro


carisma: el de la dirección responsable (1 Cor 12, 28), el de presidir en la Iglesia (Rom
12,8; 1 Tes 5,12; 1 Tim 5,17). El servicio de este carisma -un servicio más entre los
otros- es la unidad y la cooperación de todos los carismas.

Igual que a todo carisma, le corresponde una función esencialmente distinta a la de los
restantes, e irreemplazable por ellos. La estructura carismática de la Iglesia no excluye,
pues, la jerárquica sino que la incluye y le da su sentido verdadero.

Servicio a la unidad de la comunidad local

Este servicio de unidad se conformó ya en el tiempo apostólico de diversas maneras. En


las comunidades judeocristianas se habla de presbíteros, y en las de origen pagano se
menciona a los epískopoi y diáconos. Estos servicios, por tanto, corresponden a
estructuras comunitarias distintas. Entrar en los problemas histórico-teológicos aquí
implicados nos llevaría demasiado lejos; lo importante es señalar que estos títulos no
son cúlticos, sino que expresan una función. El título cúltico de sacerdos se aplica ya al
obispo en el año 200, pero no se hace así con respecto al presbítero -al menos
normalmente- hasta el siglo XI, e incluso entonces sólo para diferenciarlo del obispo.
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Dada la abundancia de elementos cúlticos no-cristianos que se ha n asociado al término


sacerdote, sería conveniente hablar hoy de ministerio presbiterial, y no sacerdotal.

La tarea de este ministerio es servir a la paz y a la unidad en la Iglesia: coordinar los


distintos carismas, descubrirlos, crear para ellos espacios libres, animarlos y -si la
unidad lo requiere- llamarlos al orden.

Este carisma presupone un carisma humano: el de la capacidad de contacto y diálogo,


de dirección y de mando, de manager en el sentido positivo del término. Exige un
carácter equilibrado y agradable, una personalidad con iniciativa y autonomía, con
capacidad de juicio y decisión, con visión del futuro y abierta al mundo de la realidad.

Pero digamos también que la unidad de la Iglesia no es una dimensión meramente


administrativa, sino teológica: es unidad en el Espíritu. Por esto el carisma que le
corresponde lo es en un sentido teológico especial, y no en un sentido humano general.
Es un don del Espíritu, ejercido en nombre de Jesucristo e indeducible desde la
comunidad (2 Cor 5,20).

Es a partir de esta función de unidad como hemos de comprender primariamente el


ministerio; no a partir de sus funciones cúlticas, sacramentales y consecratorias.
Recupera así, al mismo tiempo, su sentido humano y su fuerza de atracción, de los que
carece la mera capacidad de consagrar. Esta comprensión funcional del ministerio no ha
de entenderse, falsamente, en oposición a una comprensión ontológica. También la
función toca al individuo en su ser. Lo que supone, también, que no puede reducirse a
una tarea o función meramente temporal.

Para el creyente, la fe personal es el fundamento de su existencia humana en general;


aunque posea una profesión -en función de una vocación personal-, sabe que ella -
tomada en sí misma, y sea cual sea- se da también fuera de la fe. Para el portador del
carisma ministerial, en cambio, el caso es distinto: su fe no sólo funda su existencia
humana; sino también la profesional. El ministerio, en efecto, únicamente se da como
testimonio de fe y, como tal -en su realidad objetiva-, se basa sólo en la fe y se ejerce
solamente por la gracia. De ahí que requiera al hombre en la totalidad de su existencia
humana y profesional.

Lo que acabamos de decir, a propósito del carisma de la unidad, se encuentra también -


en cuanto a su contenido, aunque de un modo bastante ininteligible hoy- en la teología
clásica del ordo y de la ordenación sacerdotal. Veamos algunos puntos: el ministerio se
basa en la fe y, por tanto, exige la asistencia de la gracia, cuya promesa está contenida
en la vocación; y puesto que la finitud y pecado humanos imposibilitan la realización
subjetiva de la dinámica. objetiva del ministerio, se da siempre una diferencia inevitable
entre misión objetiva y realización subjetiva. Así, esta misión objetiva -en cuanto que es
independiente de su realización- es, en el fondo, un carácter indeleble: expresión, a su
vez, de que alguien ha sido llamado por Cristo, para siempre, a un servicio en la Iglesia.
La misma vocación, se nos dice, ha sido otorgada para santificación de los demás, y no
para santificación propia: con ello se expresa el aspecto de servicio.

Tras esta breve incursión en la teología del orden, volvamos a nuestro tema. ¿Cómo se
realiza en concreto el servicio de la unidad? La unidad de la Iglesia se expresa ante todo
en la fe que se profesa, en la eucaristía y demás sacramentos y en la caridad.
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Consecuentemente la función fundamental del ministerio se despliega en tres servicios:


el de la Palabra, el de los sacramentos y el del recto orden del amor en la Iglesia. Por
supuesto que estos servicios no van en detrimento de la vocación -propia de todo
cristiano- a anunciar la Palabra (incluida la predicación), a celebrar la eucaristía y a
cumplir con la responsabilidad del orden del amor. Lo que el ministerio añade a esta
vocación común es la responsabilidad a que todo esto se dé en el seno de un recto orden
y de la unidad.

Si concebimos así la función de dirección y de unidad, dicha función precede y abarca


la distinción entre ordo y iurisdictio, así como la existente entre los tres servicios de
profeta, sacerdote y rey. Esto posibilita recuperar una imagen más unitaria e integrada
del presbítero. adjudicando a éste un papel determinado en la Iglesia y reconociéndole
una posición plena de sentido. La recuperación de esta imagen unitaria de las tareas
sacerdotales es algo básico: si no existe una coherencia en la tarea que se debe realizar,
uno acaba por abandonarla. ¿No era y es éste el caso de muchos sacerdotes?

Servicio a la unidad de la Iglesia universal

Hemos concretado la función del presbítero. Preguntémonos ahora por los niveles en
que se ejercita. La unidad de la Iglesia se realiza primariamente en la comunidad local,
que no es una porción o filial de la Iglesia total, sino la realización concreta de ésta en
un determinado lugar. Le corresponde, por tanto, una cierta autonomía y
responsabilidad en los asuntos que le conciernen, de acuerdo con el principio de
subsidiaridad también vigente en la Iglesia. Responsable de la Iglesia local es el
presbítero o el correspondiente colegio presbiterial.

Ahora bien, siendo la Iglesia local representante de la totalidad eclesial, el estar en


comunión con todas las demás Iglesias locales es para ella algo esencial y constitutivo.
La unión entre todas las Iglesias - y, por lo mismo, el cuidado por la unidad de la Iglesia-
es también tarea del presbítero. En los asuntos que se refieren a dicha unidad debería
éste ejercer una función decisiva, que podría incluso llegar al derecho a veto.

La comunidad eclesial, en su sentido más amplio, tiene como su núcleo en la Iglesia


episcopal (o diocesana), presidida por el obispo. Y así, partiendo de las diferentes
dimensiones o niveles en que se realiza la unidad eclesial, se solucionaría -según me
parece - mucho más fácilmente la espinosa cuestión de las relaciones entre episcopado y
presbiterado, que hasta el presente se han enfocado a partir de potestades -más o menos
formales- de ordo y jurisdictio. Es claro, desde nuestra perspectiva, que no hay razón
para que las atribuciones y competencias que se requieren para la unidad más amplia, a
nivel diocesano, hayan de darse también a un nivel inferior, como es el del presbiterado.
Se deduce, asimismo, que la competencia de éste no se deriva del ministerio episcopal,
sino que es de derecho propio, si bien con la exigencia de integrarse en aquella unidad
más amplia. La afirmación de que los presbíteros son meros cooperadores del obispo -
que ya se encuentra en Ignacio de Antioquía- no tiene absolutamente ningún
fundamento a partir del NT.

Todos los presbíteros junto:, forman colegialmente -bajo la presidencia del obispo- el
presbyterium. competente para todas las cuestiones relativas a la unidad en la fe, en los
sacramentos v en el orden en la caridad. De ahí que este presbyterium tenga algo que
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decir en la elección del obispo y en el nombramiento de los cargos más importantes, y


que pueda mediar en los conflictos entre las Iglesias locales y la episcopal. Con todo, la
dirección propiamente dicha de la diócesis debería estar a cargo de un consejo en el que
estuviesen representados todos los carismas y servicios del Pueblo de Dios, y no sólo el
presbiterado. Sería de desear que estos nuevos gremios fuesen sustituyendo -
paulatinamente pero con decisión y de verdad- a los antiguos; de lo contrario, todo es
engaño y aparie ncia.

Servicio a la unidad del mundo

La unidad de la Iglesia no tiene su finalidad en sí misma. Apunta a la de la humanidad


entera: es signum et sacramentum unitatis mundi. Con espíritu universal y no sectario la
Iglesia ha de abrirse a los problemas del mundo, con todas las consecuencias que esto
implica.

Por esto, el servicio salvífico del presbítero está en inmediata conexión con las
necesidades y anhelos de la humanidad actual y no puede desvincularse de ellos. Así, la
función presbiterial tiene esencial y constitutivamente una dimensión social y política.
Esta afirmación se presta a malentendidos. Pero está lejos de apoyar o pretender apoyar
una política eclesial.

La política no puede dejar de ser política de intereses, mas la Iglesia nunca deberá
entregarse a sus propios intereses, sino a los intereses de los otros. Sobre todo, la Iglesia
ha de ser representante de aquellos cuyos intereses no son representados por nadie.
Siguiendo a Jesús, ha de hacerse solidaria de los pobres, los sin derechos, los injuriados,
los desclasados... y esto aun a costa de los propios y legítimos intereses de la misma
Iglesia.

¿Qué forma tomará en el futuro este papel social del presbítero? Es de suponer que
tendrá mucho menos que ver con el sacerdocio sacral y cúltico y que habrá de dirigirse a
los pequeños y oprimidos, arriesgándose a los conflictos con los dominadores que esto
lleva siempre consigo. Tal función puede sin duda fundarse en el servicio
neotestamentario de la reconciliación de un mundo en sí mismo irreconciliado. La paz
que la Iglesia puede dar no es la que el mundo pretende (Jn 14,27). Lo que el presbítero
puede dar no se encuentra ni en la derecha ni en la izquierda: sólo puede ofrecer la
reconciliación del único mediador, Jesucristo, que es en persona nuestra única paz.

Conclusión

El ministerio neotestamentario es servicio a la comunidad. Es un carisma entre otros y


para los otros. Por otra parte, la misión salvífica le corresponde primariamente a la
Iglesia -es decir, a la comunidad- como totalidad, y no a los carismas particulares. Pero,
a pesar de esta estructura diaconal, carismática y colegial de la Iglesia, todo carisma es
una función que no viene de abajo, sino que es don del Espíritu, irreductible a lo
comunitario. Sin que esto suponga que la comunidad no haya de cooperar en la elección
de sus ministros.
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Pero incluso el así elegido sería representante no sólo de la comunidad, sino también de
Jesucristo ante ella. Aunque también él ha de oír la voz de Cristo en y por la comunidad.
Así entendía la Iglesia antigua el sentire cum ecclesia.

Con esto abordamos el punto decisivo de la actual crisis: la tensión (si no ya


rompimiento) entre "iglesia-comunidad" e "iglesia ministerial", entre lo que "se hace"
en la Iglesia y lo que todavía "vale" oficialmente en ella. Situaciones críticas como la
presente han sido frecuentes en la historia de la Iglesia. Pueden ser fructuosas. Pero
también pueden resultar funestas y fatales si no se consigue reconocer los signos de los
tiempos, que son también los signos de Dios en el tiempo, o que al menos pueden serlo.

Tradujo y condensó: ANTONIO CAPARRÓS

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