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Christopher Phillips

Sócrates
enamorado
Filosofía para un corazón apasionado

taurus
taurus

C h r is t o p h e r Phillips

SÓCRATES E N A M O R A D O

C h ris to p h e r P h illip s a c u d e al c o ra z ó n d e la filo s o fía y del


d is c u rs o s o c rá tic o p ara d e s c u b rir lo q u e to d o s b u sca m o s:
el tip o d e a m o r q u e hace q u e la v id a m e re z c a la pena. En
esta obra, no se d e fin e el a m o r só lo c o m o eros, sino en to d a s
sus v a ria n te s clásicas: d e s d e s to rg é , a m o r fa m ilia r y xenía,
a m o r del d e s c o n o c id o , hasta philía, a m o r co m u n a l y basado
en la a m is ta d o agápe, a m o r a b n e g a d o y s a c rific a d o . A m o r
al p ró jim o , a la p a tria , a D ios, a la v id a y a la sa b id u ría ...
P h illip s los a cla ra y les da v id a en sus d iá lo g o s s o c rá tic o s
co n g e n te d e to d a clase y c o n d ic ió n .
Las in d a g a c io n e s d e l a u to r nos lle va n d e s d e el ca rn a va l
de Nueva O rleans y los casinos de Las Vegas hasta el ú ltim o
renacer evangélico. Phillips habla co n padres y m adres acerca
d e l « a m o r d e p a d re s » , c o n los in te rn o s d e una c á rc e l de
m á xim a s e g u rid a d s o b re el « a m o r in c o n d ic io n a l» , co n unos
re fu g ia d o s del h u ra c á n K a trin a y la fa m ilia q u e los a c o g ió ,
y co n niñ o s y a n cia n o s ja p o n e s e s en el P a rque d e la Paz de
H iroshim a .
A lo la rg o d e to d o el lib ro , P h illip s e n riq u e c e los d iá lo g o s
co n c o m e n ta rio s so b re los g ra n d e s filó s o fo s del a m o r d e sd e
la A n tig ü e d a d .
Christopher Phillips

Es el fun d a d o r y d ire cto r de la Sociedad para


la Investigación Filosófica (www.philosopher.org).
Vive entre Virginia (Estados Unidos) y México,
y ha publicado Sócrates Café: un soplo fresco
de filosofía y Seis preguntas de Sócrates (Taurus,
2005 ).
C h r is t o p h e r P h il l ip s

S ócrates en a m o r a d o
F il o s o f ía para
UN CORAZÓN APASIONADO

Traducción de Miguel Martínez-Lage

TAURUS

PENSAMIENTO
T ítulo original: Socrates in Love. Philosophy for a Passionate Heart
© C hristopher Phillips, 2007
© De la traducción: Miguel Martinez-Lage
© De esta edición:
Santillana Ediciones G enerales, S. L., 2007
T orrelaguna, 60. 28043 M adrid
Teléfono 91 744 90 60
Telefax 91 744 92 24
m w .taurus.santillana.es

Diseño de cubierta: C arrió/S ánchez/L acasta

ISBN: 978-84-306-0646-7
Dep. Legal: M-29759-2007

P rinted in Spain - Im preso en España

Q ueda prohibida, salvo excepción


prevista en la ley, cu alq u ier form a
de reproducció n , distribución,
com unicación pública y transform ación de
esta obra sin co n tar con la autorización
de los titulares de la p ro p ied ad intelectual.
La infracción de los d erech o s m encionados
p u e d e ser constitutiva d e delito
co n tra la p ro p ie d a d intelectual
(arts. 270 y sgts. del C ódigo Penal).
Para Cecilia,
la mia principessa

y para Caliope Alexis,


la mia piccola principessa

Y para
Margaret A n n Phillips
Alexander Phillips
Michael Phillips,
mi madre, mi padre y mi hermano
Í n d ic e

I n t r o d u c c i ó n ............................................................................................... 11

P r im e r a p a r t e . E ros .................................................................................. 21

S e g u n d a p a r t e . S t o r g é ............................................................................. 89

T e r c e r a p a r t e . X enía ............................................................................... 157

C u a r t a p a r t e . P h e j a .................................................................................. 197

Q u i n t a p a r t e . A g á p e .................................................................................. 25 1

S e x t a p a r t e . A m o r S o c r á t ic o ............................................................. 325

A g r a d e c i m i e n t o s ............................................................................................. 347

L e c t u r a s r e c o m e n d a d a s ....................................................................... 35 1
In t r o d u c c ió n

¿D ó n d e está el a m o r?

«Vergüenza me da reconocer que no sólo las conozco bien a las


dos, sino que son dos de mis parejas de baile preferidas», me dice
A lexandras, de ochenta y u n años de edad. Las dos personas a las
que se refiere son dos m ujeres de edad avanzada, que se han en­
zarzado en una acalorada discusión. U na tom a parte en una m ani­
festación a favor del derecho al aborto libre y gratuito, convocada
después de que el presidente George W. Bush hiciera su prim era
designación al Tribunal Suprem o de Estados Unidos; la otra form a
parte de la contram anifestación de turno. Al final, la m anifestante
proabortista dice a su adversaria, en términos que no adm iten lugar
a dudas, que es en el fondo un saco de ya se sabe qué. Por toda ré­
plica, su adversaria, m anifestante antiabortista, le dedica un gesto
que en el m undo entero se entiende como lo menos parecido a un
cumplido.
A lexandras m enea la cabeza y suspira. «Hoy en día existe un
m uro invisible que separa a las personas. La escena me recuerda
aquella canción de Simon y Garfunkel que decía... “La gente oye
sin escuchar”. —Y añade— : Lo que ya no tiene tanta gracia es que
en u n a cita que tuve con u n a de esas dos señoras, la otra noche, se
estuvo quejando de que los jóvenes de hoy en día ya no p o nen en
práctica los valores qué nosotros, los viejos, tenem os en más alta es­
tima. Viéndolas, hay que dar gracias al cielo de que no sea así».
Alexandras contem pla la estatua de bronce de Sócrates, u n a de
las contadas representaciones de cuerpo entero que se conservan
Só crates enam orado

del filósofo del siglo v a.C., y le dice a la estatua, o en todo caso dice
sin dirigirse a nadie en particular: «¿Dónde está el amor?».
Estamos sentados en un banco en el parque de A thens Square,
cerca de Astoria, en la zona noroeste del barrio neoyorquino de
Queens. A pesar del calor sofocante de esta tarde de verano, nadie
parece haberse abstenido de salir a reunirse con los demás en el par­
que, para disfrutar de la libertad dem ocrática que supone el dere­
cho de re u n ió n y de expresión, o para estar un rato solo, o para
disfrutar de u n espacio am plio y propicio para las excursiones fa­
miliares y otras agradables reuniones sociales. La prim era vez que
fui a Astoria, cuando era niño, fue para visitar a unos familiares. El
griego era entonces la lengua predom inante en el barrio, más in­
cluso que el inglés, y el barrio sigue siendo residencia de más ciuda­
danos de origen griego que ninguna otra com unidad de Estados
Unidos. A hora, en cambio, tam bién se oyen hablar otras 150 len­
guas en este distrito com puesto p o r cincuenta y ocho barrios en
total, que es u n a de las zonas con mayor diversidad cultural de Es­
tados Unidos.
A lexandras fija la atención en u n a m ujer que reparte algo de
com er entre los sin techo, m uchos de los cuales la saludan con
abrazos cariñosos. «Ah, el lenguaje del amor», comenta.
Es u n lenguaje en el que él mismo tiene notable fluidez, aun
cuando tam bién ha tenido su ración de tragedia y desconsuelo.
Hijo único, Alexandras llegó a Estados Unidos procedente de Gre­
cia cuando era u n adolescente, poco más que un chiquillo, en los
años cuarenta. Lo enviaron aquí sus padres cuando se libraba en
Grecia la guerra civil, u n conflicto encarnizado que enfrentó a los
comunistas con la población griega. H abitualm ente, los niños y
adolescentes, sobre todo de las regiones m ontañosas del norte de
Grecia, eran secuestrados y enviados por los insurgentes com unis­
tas a los cam pam entos situados en países del otro lado del telón de
acero, o bien reclutados a la fuerza para que prestaran servicio en
su ejército. Los padres de Alexandras se gastaron todos sus ahorros
para que él fuese sacado clandestinam ente de Grecia y pudiera em ­
p ren d er u n a nueva vida en u n país de promesas ilimitadas.
Tras obtener la ciudadanía estadounidense, Alexandras m intió
al decir la edad que tenía y se alistó enseguida como voluntario en
el ejército. Combatió en el conflicto de Corea. N unca h a hablado
I n t r o d u c c ió n

m ucho, y m enos aún ha hecho alarde de los actos de valentía que


llevó a cabo bajo el fuego enem igo, así como tam poco se ha queja­
do de las heridas que sufrió en la guerra. A finales de los años cin­
cuenta se instaló en W ashington, D.C. Empezó siendo pinche de
cocina, luego fue cocinero y llegó a ser dueño de un buen restau­
rante. Este negocio, que tenía sin asegurar, se incendió durante los
disturbios que se produjeron tras el asesinato de M artin L uther
King en 1968. «Si los reveses y los contratiem pos no acaban conti­
go —le gusta decir— , te harán más fuerte».
Alexandros llegó a la zona de Tidewater, estado de Virginia, y
allí comenzó una nueva vida. Con el tiem po llegó a ser propietario
de u n restaurante económ ico, que yo frecuenté bastante durante
mis tiempos de estudiante universitario en el College de William
and Mary, en la cercana localidad de Williamsburg. Si Alexandros
dorm ía alguna vez, yo al menos no llegué a enterarm e. Muchas n o ­
ches, tras la hora de cierre, venía al colegio mayor en el que yo resi­
día y m e despertaba para llevarme a su club no ctu rn o preferido,
donde podría «aprender a bailar como u n griego de verdad». No
se llegó a casar nunca. H abía dejado en su tierra al am or de su vida
cuando vino a Estados Unidos. «No creo yo en esa idiotez de que
sea posible encontrar a m uchas com pañeras del alma —me dijo
Alexandros la noche en que cum plió cincuenta y cinco años, des­
pués de haberse tom ado unas cuantas copas de más, cosa nada co­
rriente en él— . Si uno tiene la suerte de recibir la gracia de Dios,
encuentra a su verdadero am or un a vez, pero sólo una vez. Yo en ­
contré el mío, y p o r eso me siento dichoso y agradecido».
A unque no haya pasado Alexandros su vida adulta con su am or
verdadero, ha vivido todos y cada uno de sus m om entos con u n a
pasión desenfrenada, con u n a energía ilimitada, con u n a curiosi­
dad insaciable y con atención y cariño p o r los demás, ya sea con su
labor de am or en el restaurante, que es u n hogar lejos del hogar
para u n grupo variopinto, para personas de toda clase y condición,
o bien aprendiendo nuevas lenguas, que es uno de sus pasatiempos
preferidos, e incluso siendo un o de los elem entos perm anentes en
el consejo m unicipal de su localidad, donde hace sus modestas
aportaciones, y haciendo las veces de filántropo, aunque él habría
rechazado este calificativo. Si bien tiene verdadera debilidad p o r
cualquier causa que sirva para ayudar a los necesitados o para p er­
Só crates enam orado

petu ar la dem ocracia, cree que ese «tributo» que entrega, y que
ro n d a la m itad de sus ganancias, debería ser lo m ínim o que debe­
ría dar toda persona que «goce de la bendición de vivir en u n a
gran democracia».
Alexandras dejaba abierto de m adrugada su restaurante siempre
que tuve que hincar los codos para preparar u n examen, y tam bién
cuando mis compañeros de clase y yo, aveces con uno o dos profeso­
res, íbamos allí a continuar los enriquecedores diálogos que había­
mos iniciado en las aulas. Con gran deleite, vi que los otros asiduos
del local a m enudo se nos sumaban en nuestras conversaciones y ex­
ponían sus diversos puntos de vista sobre cuestiones tales como
«¿Qué es un buen ciudadano?», «¿Están todos los seres humanos do­
tados de derechos inalienables?», e incluso «¿Qué es el amor?».
D espués de que m e licenciara en 1981, al principio nos m an­
tuvimos muy en contacto, p ero éste disminuyó con el tiem po, al
verme yo inm erso en el bullicio de la vida cotidiana. Q uince años
después, en 1996, tuvimos u n feliz reencuentro. A lexandras vivía
entonces jubilado (aunque en realidad era más activo y estaba más
dedicado que nunca a muchas causas) con unos parientes, en Asto­
ria, donde les echaba u n a m ano con su propio restaurante. Poco
antes, yo me había m udado al norte de Nuevajersey, y él aceptó mi
invitación para asistir a uno de los prim eros diálogos del Café Só­
crates que organicé yo. Este hom bre, p o r lo general tan locuaz, no
dijo ni u n a palabra durante el diálogo. «Estaba dem asiado ocupa­
do en pensar — dijo después, y añadió— : además, pensar que todo
esto comenzó en mi hum ilde restaurante...».
A lexandras y yo hem os m antenido desde entonces reuniones
frecuentes, sobre todo en verano, cuando Cecilia y yo aprovecha­
mos que los alquileres en M anhattan resultan relativamente accesi­
bles y organizamos proyectos filosóficos de cierto alcance con gru­
pos de m arginados en la región triestatal. En el últim o encuentro
que hem os tenido, el de hoy, A lexandras frunce el ceño, pero este
gesto es tan contrario a su naturaleza jovial que da la im presión de
que sus músculos faciales ni siquiera saben cómo p o n er mala cara.
Se lanza a u n apasionado lamento.
«Ronald Reagan, u n o de mis actores preferidos, dijo que Esta­
dos Unidos es “una ciudad resplandeciente en la cima de u n m onte”,
la luz de cuyo faro “guía a los pueblos am antes del am or en cual­
I n t r o d u c c ió n

quier lugar del m undo” —dice Alexandros—. Cada uno de los ciu­
dadanos ha de ser presuntam ente un rayo de esa luz. Para eso hace
falta algo más que una simple dem ostración de apasionam iento y
del propio derecho que uno tiene a expresarse. Es preciso dem os­
trar con la misma pasión que un o es capaz de apreciar y defender
el derecho que los demás tienen a hacer eso mismo. Para ello, hay
que derribar los m uros que nos separan de los demás y construir
puentes de amor».
Sus palabras prácticam ente resultan inaudibles debido a las dos
antagonistas, que han reanudado el griterío en su confrontación.
Alexandros las mira y dice: «Incluso la prim era dam a del país se ha
apuntado a la intolerancia. En u n acto electoral celebrado en
Nuevajersey, antes de las últimas elecciones presidenciales, el servi­
cio de seguridad de la señora Bush esposó a u n a mujer, y la desalo­
jó a la fuerza, p o r haberse puesto a gritar que había p erdido a su
hijo en la guerra de Irak. Esa mujer, con todo su dolor, en vez de re­
cibir u n abrazo y un a m uestra de condolencia, fue objeto de u n a
reprim enda hum illante. La señora Bush dijo al público presente
en el m itin que esa m ujer no había entendido el dolor de aquellos
que perdieron la vida el 11 de septiem bre, que no había entendido
el sacrificio necesario para preservar la libertad de nuestro país. Lo
cierto es que nadie había entendido ese sacrificio m ejor que esa
mujer, a pesar de lo cual la señora Bush no fue capaz de abrirle su
corazón».
Alexandros señala la escultura en bronce de Sócrates. «La socie­
dad en que vivió no se hundió bajo el peso de u n a agresión exter­
na. Se vino abajo desde dentro, debido a la com pleta ru p tu ra de
toda com unicación entre los ciudadanos, a la ru p tu ra del senti­
m iento de afecto, de amor, de los unos p o r los otros. Llegaron in­
cluso a desdeñar a todo el que no viera las cosas exactam ente igual
que ellos. Form aron u n a banda violenta y se libraron del propio
Sócrates, porque era un incóm odo recordatorio de los tiempos
gloriosos de la antigua Atenas, del im perio de la demokratía — “el
p o d er del pueblo”—, cuando los ciudadanos se esforzaban en p ro
del bien com ún. Resumió muy bien la realidad de que uno h a de
estar abierto a todos los puntos de vista, a todas las experiencias hu ­
manas, porque de ese m odo uno ahonda su am or por las personas
y p o r la sabiduría. Aquel hom bre asombroso sacrificó la vida en
Sócrates enam orado

nom bre de los valores de la Atenas clásica, en nom bre de la exce­


lencia, el honor, la compasión, para que u n día, más adelante, esos
valores siguieran vivos. Y han pervivido precisam ente aquí, en N or­
teamérica, durante más de dos siglos. Me preocupa, la verdad, que
mi am ada N orteam érica se esté volviendo tan ajena al am or como
la antigua Atenas en su época de declive».
Alexandros vuelve a m irar a Sócrates y luego me m ira y dice:
«Constantino Kavafis, el llamado poeta de la diáspora griega, hizo
lo mismo que tus abuelos. Como ellos, Kavafis se m archó de Grecia
en busca de la prom esa ilim itada que representaba Estados U ni­
dos. Kavafis se lam entó de este modo: “Sin la m en o r consideración
[...] construyeron altos m uros a mi alrededor [...]. A hora aquí
estoy, y desespero”».
«Yo no me desespero, todavía no —se apresura a asegurarm e
Alexandros— . Pero cada uno de nosotros ha de hacer todo lo posi­
ble p o r recuperar el amor. —Dicho esto, se pone en pie— . Va sien­
do hora de que cum pla el papel que me toca».
Acude a interponerse entre las dos m ujeres que siguen gritán­
dose. Al principio, me da la sensación de que ambas pueden hacer
causa com ún y le van a dejar fuera de combate p o r h ab er tenido la
osadía de intervenir. No alcanzo a oír lo que les dice, pero al cabo
de u n rato ha conseguido que se rían y se den u n abrazo. Me m ira
y m e guiña el ojo. Miro la estatua de Sócrates.

SÓCRATES ENAMORADO

Sócrates fue «el prim er teórico del amor», como h a dicho Eva
Cantarella, destacada estudiosa de la A ntigüedad en Grecia y en
Roma, adem ás de profesora en la Universidad de Milán. Como el
propio Sócrates aclara en el Simposio de Jenofonte, «no recuerda
u n solo instante de su vida en el que no estuviera enam orado». A Só­
crates no le satisfacía el m ero esculpir, el refinar m ediante el p e n ­
sam iento las formas existentes del amor. Aspiraba a crear nuevos
caminos, posibilidades, encarnaciones, nada m enos que en u n a
época en la que sus congéneres, los atenienses, tras su decisiva de­
rrota en la segunda guerra del Peloponeso, habían term inado p o r
desdeñar todas las formas de amor, salvo las más narcisistas.
I n t r o d u c c ió n

Sócrates puso a prueba los límites del am or concebido de m ane­


ra convencional en su intento p o r descubrir algo más sobre la p ro ­
pia naturaleza del amor, su funcionam iento, sus objetivos y objetos.
En Sócrates, la fuente del am or se explica de m anera característi­
ca p o r proceder de un m anantial único, eros, o el am or erótico-ro-
m ántico. No obstante, al igual que la mayoría de sus congéneres,
los atenienses —hasta que la polis entró en u n periodo de declive
irreversible, ya en sus años de m adurez— , Sócrates se inform a y se
inspira en cinco tipos de amor: eros; storgé (el am or de tipo fami­
liar) ; xenía («amor del desconocido»); philía (am or com unal y ba­
sado en la amistad) y agápe (am or abnegado, sacrificado e incluso
incondicional). Sócrates dem ostró que no existían líneas divisorias
nítidas entre estas formas de amor; su actuación en el m undo parte
de la prem isa de que no era posible que uno se rehiciera, que reh i­
ciera su sociedad o su universo, si no aprovechaba al máximo los
cinco tipos de am or de u n a m anera concertada.

El m u n d o en fo rm a de co ra zó n

¿Dónde está el amor?


¿Cuál es el estado del am or en el m undo en que hoy vivimos?
¿Se encuentra en una situación tan desesperada como en tiempos
de Sócrates, a punto de iniciar otro descenso en espiral dentro de
la civilización de los hombres? ¿Es posible que los griegos de los
tiempos idñicos, de la antigua Atenas, y en particular Sócrates, el
más grande de los defensores del am or en el m undo occidental,
nos m uestren el camino para que hagamos hoy de nuestro m undo
u n lugar más preñado de amor?
U na form a sin duda prom etedora de esclarecer la filosofía de
Sócrates sobre el amor, y su m anera de abordar el conocim iento
de los misteriosos caminos que tom a el amor, así como de aplicar
lo que aprendió, no es la que obtendrem os tan sólo de indagar el
pasado en general, y ni siquiera su pasado en particular, aun cuan­
do ambos sean aspectos vitales en la empresa. Tampoco puede tra­
tarse solam ente de un ejercicio de erudición, aunque también éste
es ingrediente crítico y prim ordial de u n a investigación así. Si se as­
pira a la obtención de conocim ientos fructíferos sobre el amor a la
Sócrates enam orado

m anera socrática, es preciso hacer lo mismo que hizo Sócrates: in­


dagar sobre el amor, experim entar con el am or en teoría y en la
práctica, y buscar el am or en m uchos lugares, desde los más previ­
sibles hasta los m enos familiares.1
Con los cinco tipos tradicionales de am or griego como tram po­
lín de mis investigaciones, me em barqué en algo así como una bús­
queda global del amor, entrelazando de hecho mi corazón y mi
m ente con los de personas que encontré en lugares tales como u n
tugurio dedicado al juego en Las Vegas cuando se celebraba el cen­
tenario de la ciudad; u n parque dedicado a la paz en Hiroshim a;
u n a casa de La H abana en la que se estaba celebrando u n a reunión
familiar muy especial; la República Checa cuando el país estaba a
pu n to de ingresar en la U nión Europea; Soweto y Pretoria, en Su-
dáfrica, durante los vertiginosos días de celebración del décim o
aniversario de la libertad y el fin del apartheid; un restaurante de
Belfast, Irlanda del Norte, el Domingo de Pascua; u na Celebración
de la Diversidad que tuvo lugar en la zona de la bahía de San Fran­
cisco, en California; el m onum ento en recuerdo de W ounded
Knee, en la Reserva Sioux de Pine Ridge, estado de Dakota del Sur;
u n parque de Greenwich Village m ientras se estaba produciendo
el mayor apagón en la historia de Estados Unidos; u n a reunión es­
pecial de confraternización entre cristianos evangélicos, ju d ío s y
sijs, que tuvo lugar con el últim o revival de Billy Graham, el célebre
líder espiritual evangelista.
A prendí aún más a propósito del am or haciendo indagaciones
entre niños y adultos sin techo en diversos lugares de Estados U ni­

1 T am bién es preciso hacer lo que hizo Platón, esto es, ensam blar los discursos so­
cráticos sobre el am or y reflexionar sobre ellos. Al igual que Platón, a veces em pleo
ciertas licencias en la configuración de los diálogos aquí adaptados a p artir de los diá­
logos reales en los que tom é parte, con el objeto de reflejar de u n a m anera más fiel
tanto el tono com o el tenor y la sustancia de lo que en ellos se dijo. Por consiguiente,
los diálogos que realm ente se dieron p u ed en m ejor considerarse u n b o rrad o r a p artir
del cual se estructure y se com ponga el diálogo tal com o queda escrito. Además, quie­
ro creer que el hecho de encuadrar las cuestiones filosóficas dentro de u n m arco tem ­
poral concreto n o las ancla de m anera irrem isible en u n m om ento histórico, de m odo
que no pierden valor; ese marco más bien nos debería ayudar a en ten d er cóm o surgen
determ inados patrones universales, determ inadas lecciones, que nos perm iten aplicar­
las m ejor al envolverlas en nuestro ánim o, en nuestra propia m entalidad, y abordar de
ese m odo los enigmas más inquietantes, más acuciantes, del hoy y del m añana.
In t r o d u c c ió n

dos; entre estudiantes musulm anes, incluidos m usulm anes sufíes,


así como con algunos budistas de Toronto; entre soldados norteam e­
ricanos y veteranos de guerra cubanos; entre los miembros de una
familia de la frontera entre Estados Unidos y México que prestan
ayuda a los inmigrantes. Entre mis exploraciones hubo diálogos con
internos en una prisión de m áxima seguridad, con supervivientes
del Katrina, con personas que celebraban el M ardi Gras en Nueva
Orleans, con jóvenes de una peligrosa zona del este de Los Angeles
en la que abundan las bandas, con m adres y padres en u n barrio
del extrarradio de una ciudad de Texas, con personas del m undo
entero durante u n diálogo realizado a tiem po real p o r Internet, y
con niños en edad de asistir a la escuela prim aria en las escaleras
del Capitolio.
He cambiado impresiones y opiniones sobre el am or con m uchí­
simas personas de las llamadas «normales y corrientes», que llevan
vidas de u n gran corazón. Sus apreciaciones y profundizaciones en
el am or —que em anan de sus obras, de sus actos de pasión y de
com pasión, de su continuado cultivo de una m ente que siente y
de u n corazón que piensa— han hecho de mis pesquisas una conti­
nua revelación. Gracias a todo ellos, he descubierto tradiciones y
prácticas culturales, espirituales y filosóficas del am or que funcio­
nan como antídotos persuasivos y llenos de esperanza contra la obs­
tinación de los que se em peñan de u n a m anera infernal en hacer
de nuestro m undo un lugar de m iedo y de odio. Teóricos y prácti­
cos del am or sin duda sobresalientes por derecho propio, todos ellos
habrían hecho que Sócrates se sintiera orgulloso.
P r im e r a Pa r te

E ros
Breve historia de E ros

El m ito de Eros que propone Sócrates en el Banquete de Platón


es cronológicam ente el últim o de una larga lista de mitos forjados
p o r los griegos, tan dados a la mitología. H esíodo, poeta griego e
historiador de la m itología que vivió en torno al año 700 a.C., rela­
ta en su Teogonia, u «Origen de los dioses», que en sus encarnacio­
nes iniciales Eros com parte el reparto en pie de igualdad con otros
dioses presentes en el nacim iento del m undo. Pisándoles los talo­
nes a los dioses Caos (el aire) y Gea (la tierra), Eros em erge de las
tinieblas prim ordiales y se suma a ellos siendo los prim eros «inmor­
tales que ascienden a las niveas cumbres del Olimpo». Eros era una
fuerza que alentaba tras el nacim iento de todas las cosas del univer­
so. Con el tiempo, Eros tuvo que enfrentarse a Eris, la diosa de la
discordia. Así como Eros se esforzaba p o r dar a luz todas las en ti­
dades que han de llenar el lienzo del universo, Eris estaba resuelta
a deshacer todas sus creaciones. En los mitos de Eros que se confi­
guran con posterioridad, la naturaleza y los objetivos de Eros se tor­
nan más nebulosos: el propio Eros podía ser tam bién fuente de la
discordia, deshaciendo a veces sus propias creaciones, de m odo
que se pudo prescindir de Eris.
Eros pronto se transformó, dejando de ser una deidad primordial
y amorfa para ser deidad dotada de rasgos distintivos. Pasa a ser «el
más hermoso de los dioses inmortales», el más subyugante, el que
floja los miembros, se apodera de la m ente, y aconseja con sabidu-
I ia a todos los dioses y a todos los hom bres en su interior». Eros pasa
de ese m odo a ser el dios que engendra una lujuria y u n anhelo in-
Só crates enam orado

controlables, la pasión, el deseo, el ansia sensual. Ni siquiera los más


sabios son inm unes a sus poderes.
En estos relatos, Eros deja de ser uno de los dioses originales y
pasa a form ar parte de los Erotes, o «dioses del amor», cada uno de
los cuales poseía el poder de provocar a su antojo el deseo en los
seres hum anos y, en algunos casos, tam bién en otros dioses. Entre
los Erotes, Eros es el prim ero entre iguales, el más herm oso, el de
mayor poder. Diversas fuentes describen a Eros unas veces como u n
niño, otras como un adolescente, otras como u n hom bre; unas
veces tiene herm anos, otras es hijo único. Siempre se halla en el
centro de los «emparejamientos por deseo», unos para bien —e in­
cluso conducentes a inconfundibles orgías de carácter sexual entre
los dioses— , pero otros de un sesgo sumam ente destructivo, causan­
tes de la aniquilación de alguien.
Por último, Eros term ina por ser el hijo de Afrodita, la diosa grie­
ga de la belleza, del am or y del deseo. En función de cuál sea la fuen­
te a la que se recurra, Eros es vástago de toda u n a legión de padres,
aunque su m adre es en todos los casos Afrodita, que es la única que
goza de cierto predicam ento sobre él; muchos de sus actos, que avi­
van las pasiones de los seres hum anos y de los dioses, están realizados
p or deseo expreso de su madre.
En todos los relatos posteriores, Eros resulta encantador, de u na
herm osura irresistible, astuto, mañoso, manipulador, caprichoso y
travieso, y en ocasiones avieso e incluso manifiestamente cruel. Siem­
pre sabe acicatear al más sensato y llevarle a com eter la mayor de las
insensateces sin que m edie otra motivación que su propio poder, y
esto es algo característico, así como el hecho de que obtiene un gran
placer con estas manipulaciones. En uno de los relatos, Eros ni si­
quiera es inm une a sus propios poderes: a instancias de Afrodita, que
estaba celosa de una bella m ortal llamada Psyche, Eros lanza una fle­
cha con la que le alcanza en el corazón, y de ese m odo ocasiona que
se enam ore del más feo de los mortales que pisan la faz de la tierra.
Pero Eros quedó parcialm ente afectado p o r su propia flecha, y él
mismo cae rendido, embelesado por la belleza de Psyche, consumi­
do además p o r el deseo que ella le inspira. En la única ocasión en
que desafía y desobedece a su m adre, en contra de su m andato ex­
preso, rapta a Psyche y se la lleva a un lugar oculto antes de que nada
malo pueda sobrevenirle. Tras u n desgarrador romance, Zeus, sumo
E ros

legislador de los dioses y los hombres, les perm ite contraer matrimo­
nio, y la propia Psyche se convierte en diosa.

E ro s y l a a u té n tic a areté

Los orígenes de Eros, tal como los describe el Sócrates de Platón,


suponen una m arcada variación sobre las versiones tradicionales del
mito de Eros, aun cuando Platón presta al dios u n aura de familiari­
dad para expresar m ejor de ese m odo algunos conceptos radical­
m ente diferentes de los objetivos y capacidades que se atribuían al
dios. Sócrates dio a entender que Eros no intervenía directam ente
en los asuntos de los hombres, ya que era en verdad u n interm edia­
rio. Aunque Eros, en efecto, sembrara en los seres humanos las semi­
llas del deseo sensual, o bien ese eros con minúscula, según relata Só­
crates, precisam ente ahí term inaba toda su intervención. Con
posterioridad a esa injerencia, a los hom bres correspondía el deter­
m inar el m odo de nutrir espiritualmente o satisfacer el eros que nos
hubiera sido legado.
Como dice Sócrates, eros «es la fuente de nuestro deseo de am ar­
nos los unos a los otros». Sin embargo, los seres hum anos determ i­
n an entonces cómo actuar sobre esa misma fuente. Sócrates disipó
la idea de que eros controlara la voluntad de los hom bres, de que
fuera capaz de subvertirlos e incluso pervertirlos a su antojo. Más
bien sucede que cada uno es capaz de elegir si pasar la vida sacian­
do a eros de una m anera baja y soez, o si alim entarlo de un m odo
que sea conducente a una elevación del propio yo y de los benefi­
cios sociales que de ello se sigan.

Sócrates relata que el día en que nació Afrodita, el dios m endi­


cante de la Pobreza se aprovechó de la Plenitud, que se encontra­
ba embriagada, tendida en el ja rd ín de Zeus, y engendró una cria­
tura en ella. La criatura así concebida fue Eros, a quien Sócrates
caracteriza como «amante natural de la belleza», además de seña­
lar que «no es de los que aspiran a la sabiduría, ya que es sabio con
anterioridad a toda búsqueda». Con todo, los seres hum anos dota­
dos de eros no son sabios de form a innata, no son am antes de lo
bello de form a innata. Al contrario que Eros, nosotros .«hemos de

25
Só crates enam orado

buscar y aspirar a ello. Como dice Sócrates, ser «como Eros» debie­
ra ser la finalidad de la búsqueda de todo ser hum ano, porque «la
sabiduría es lo más bello, y el am or pertenece a los bellos».
Dicho de otro modo: lo más bello que puede uno amar, según
Sócrates, es la sabiduría. H acem os gala de este bellísim o am or en
nuestros esfuerzos p o r llegar a ser sabios, lo cual es equivalente al
intento p o r descubrir y hacer realidad la naturaleza y el potencial
de la arete, o excelencia hum ana en general. Se trata del «amor de
la belleza» en acción. En este em peño que tanta dedicación requie­
re, com petimos con los inmortales.

La a u t é n t i c a a r e t e

En el Banquete, Sócrates dice que su diálogo con Diotima con­


cluye con esta apreciación perspicaz:

¿Ysi el hombre tuviera ojos para ver la belleza? [...] Sólo en co­
munión con ella, contemplando la belleza con el ojo de la mente,
será capaz de expresar no sólo imágenes de la belleza, sino también
realidades, y nutrir de ese modo la auténtica arete con el fin de [...] ser
inmortal.

A m edida que uno cultiva la capacidad de ver la belleza verdade­


ra con el ojo de la m ente, llega a desear más que nada la expresión
de esa belleza p o r m edio de sus obras y sus actos. Esto es algo que
puede hacerse engendrando u n a criatura con el ser que u no más
am a en el m undo, creando u n a obra de arte tal como puede ser
u n a novela, un cuadro, una obra de teatro, haciendo cam paña p o r
el cambio social, com prom etiéndose en la indagación filosófica en
torno a la excelencia hum ana, aspirando a descubrir las elegantes
leyes físicas que rigen el universo o form ando instituciones políti­
cas que sean pioneras, siem pre con la finalidad de alim entar la au­
téntica areté.
La areté, como explica H. D. F. Kitto, estudioso de la A ntigüedad
griega, es la aspiración de sobresalir en todo, de llegar a ser alguien
con «respeto p o r la integridad o la unicidad de la vida», con la
com prensión de que alcanzar la arm onía no es «algo que se dé en
E ros

u n determ inado aspecto de la vida, sino en la totalidad misma de la


vida». Para los griegos, esta integridad era u n tipo específico de
orden y arm onía entre el yo y la sociedad, en el que cada una de las
obras em prendidas por un m iem bro de la ciudadanía ateniense se
llevaba a cabo con una exquisita atención del impacto que hubiera
de tener en todos los demás, y con un claro reconocim iento de que
era inviable alcanzar u n a gran excelencia personal sin allanar al
tiem po el cam ino para que cualquier otro de los miem bros de la
sociedad tam bién la alcanzara.
«¿Sería ésa una vida innoble?», pregunta retóricam ente Diotima
a Sócrates a propósito de esta aspiración. Muy p o r el contrario, se
trata de la vía que el hom bre tiene abierta hacia la inmortalidad.

El d eseo y la belleza

En el Banquete, Sócrates nos recalca qué clase de fuerza avasalla­


dora constituye el deseo en nuestras vidas, de qué m odo posee el po­
tencial de llevarnos por caminos en los que echemos a perder la vida
entera en persecución de un tipo de deseo erróneo y desaconseja­
ble, o cómo puede llevarnos por una vereda que nos ponga en con­
tacto directo con lo divino.
Tal como escribe con gran elocuencia Stringfellow Barr, em i­
nen te estudioso de las hum anidades, en su historia de los griegos,
Sócrates plantea en el Banquete que eros, si se aprovechara y se ex­
plotara como es debido,

podría conducir al hombre y llevarlo a ascender por una suerte de es­


cala que pasa de la percepción y del amor de una forma bella y llega al
amor de todas las formas bellas, para proseguir por la belleza de las
instituciones y las leyes, la belleza de las diversas ciencias y llegar a una
ciencia de la belleza omnipresente, hasta que ese hombre pudiera
contemplar la belleza en sí misma, la belleza despojada de adornos, la
belleza sin especificar, simple, duradera.

Pero el proceso mismo p ó r el cual percibim os y amamos h a de


ser u n proceso de belleza; ha de en trañ ar u n m étodo, un hábito
del descubrim iento, que nos enseñe cómo percibir m ejor y am ar

27
Sócrates enam orado

m ejor lo que es bello tanto en un sentido particular como en u n


plano abstracto. Desprovisto de esto, todo progreso en nuestra ca­
pacidad de ver formas bellas, y más aún de crearlas, está fuera de
nuestro alcance.
Además, Sócrates de hecho indica que con cada paso que
demos en esa escala, percibir una form a particular y percibir la be­
lleza en su esencia son dos procesos que encajan com o anillo al
dedo. A m edida que uno asciende por la escala, más capaz es de ver
la belleza tanto universal como particular, y de ver aún el m odo en
que se entretejen a cada paso. El ascenso p o r la «escala del eros» es
equivalente al desarrollo de la propia capacidad de ver la belleza
abstracta en los objetos particulares, y de ver de form a concom itan­
te en cada objeto particular u n a manifestación del eros en su senti­
do más etéreo y abstracto.
¿Cuáles son los ingredientes de esta escala? Todas las formas
fundacionales del am or griego, que han de nutrirse ju n tas para
crear las condiciones necesarias para que eros surta su magia. Eros
nunca podrá ser todo lo que puede ser si se divorcia del nutriente
espiritual com plem entario de xenía, storgé, philía y agápe.
Así pues, en sus más elevadas manifestaciones, eros no es equiva­
lente a la conquista de u n a especie de cima de m ontaña desde la
cual pueda uno otear la «belleza en sí misma», descorporeizada de
quien la contem pla y de lo que se contem pla. El verdadero eros no
es u n concepto estático, e q u iv a le n t a un punto fijo y final desde el
que contem plam os la esencia inm utable de la belleza. Por el con­
trario, es el cultivo continuado de nuestra capacidad de percibir,
crear, p o n er en práctica formas más novedosas y más divinas de la
belleza. Por consiguiente, Sócrates nunca estaría de acuerdo en
que la belleza nacida de eros sea u n a simple esencia en sí misma:
antes bien, a su e n ten d er es la parte más integral del proceso ele­
gante, si bien complejo, de la percepción, la invención, la creación
hum ana.

L a s m o d a lid a d e s d e eros

Eros no es sólo aquello que nos perm ite visualizar o escribir u n


poem a, o co m p o n er u n a sinfonía, o p ro d u cir u n a obra estética
E ros

original. Antes bien, es la capacidad de producir algo que abre


nuestra m ente a nuevas perspectivas, a nuevas dimensiones del ser
hum ano. Lo mismo sucede cuando uno hace u n a aportación en
u n a disciplina de estudio, cuando plantea el m arco de una nueva
ley en el terreno jurídico, cuando funda un nuevo tipo de ciencia o
actúa como catalizador en la form ación de una nueva institución
social o de u n nuevo sistema político. No todas estas empresas son
equivalentes a eros en acción. Para Sócrates, sólo aquellas que am ­
plían nuestras modalidades de m irar y de ser en el m undo, aquellas
que avanzan en el cam ino de la auténtica areté, son equivalentes a
las formas bellas y funcionales. Con la finalidad de crear tales for­
mas, uno debe desarrollar u n a capacidad imaginativa a la par que
su inteligencia racional, y debe fom entar sim ultáneam ente la con­
ciencia social y la autonom ía.
Al decir que eros es una suerte de am or adquisitivo y posesivo, Só­
crates no quiso disminuir su entidad, sino tan sólo clarificar su natu­
raleza, de m odo que sea posible reconocerla, aprovecharla, conducir­
la debidamente. Con esa finalidad, uno debe aprender lo que vale la
pena adquirir y poseer. Esto a su vez requiere u n a indagación cons­
tante, una experimentación continua, una perpetua prueba con la di­
versidad de los otros, con la finalidad compartida que es la puesta en
práctica de las formas de la belleza estética (profesional, humanista,
espiritual), que nos hacen avanzar más aún en el camino hacia la au­
téntica areté.

R e u n ió n c o r d ia l

En griego, symposium es un térm ino que designa u n a «reunión


cordial, en la que los participantes beben y conversan». La indaga­
ción de Sócrates, su pregunta sobre la naturaleza de eros, tiene lugar
durante u n simposio en com pañía de amigos y conocidos. Han be­
bido con generosidad, se han dedicado a las chanzas, a las procaci­
dades, a las diversiones, a lo largo de toda la noche. Sin embargo, a
ninguno de ellos, y m enos aún a Sócrates, le parece incongruente
que en semejante am biente se lleve a efecto u na indagación filosó­
fica seria. De hecho, ninguno de los asistentes podría imaginar que
semejante indagación se produjera en otro am biente que no fuera

29
Só crates enam orado

ése, que está en el terreno de lo lúdico, lo apasionado y lo erótico. Si


u no va a hablar de asuntos del corazón de una m anera que rinda
fruto, no debe buscar el entorno estéril, así como no debe limitar­
se simplemente a intelectualizar sus reflexiones.
Para descubrir la visión que Sócrates pro p o n e de eros, es preci­
so tom ar en consideración no sólo el diálogo form al que recoge
Platón, sino tam bién la reunión cordial en sí misma, los intercam ­
bios de pareceres, las bromas, los apartes entre los participantes, la
tensión sexual y la atracción que hay entre unos y otros, y entre
todos ellos y Sócrates. Es frecuente que en de las brom as de carác­
ter sexual los participantes revelen m ucho más acerca de sus nocio­
nes de eros que en el transcurso de una exposición filosófica formal.
Entonces puede un o apreciar de qué m odo, en el transcurso del
diálogo, los participantes avanzan en su conocim iento de eros y en
su capacidad de desarrollarlo en nom bre de la arete.

La v á l v u l a d e e s c a p e d e e r o s

U na persona que se encuentra en el trance de eros se ve impulsa­


da p or u n espíritu y u n a fuerza —lo que los griegos de la A ntigüe­
dad llamaban un daimon— tendentes a colmar u n vacío interior. En
las sociedades griegas más antiguas se creía que uno necesitaba de
vez en cuando la oportunidad de «dar salida» a ese daimon. M ucho
antes de que naciera Sócrates se celebraban festividades en h o n o r
de Dioniso, dios griego del que E. R. Dodds, buen conocedor de la
Antigüedad clásica, dice que es la representación mítica de las «ma­
reas misteriosas e incontrolables» de las compulsiones y las pasiones
hum anas, que «vienen y van» en nuestro interior.
Según la m itología griega antigua, Dioniso era quien ocasional­
m ente espoleaba a los griegos para que cedieran y se entregasen
con total abandono a sus impulsos irracionales. El truco estaba en
encontrar el equilibrio preciso: quien no da periódicam ente salida
a sus impulsos más bajos, en despliegues orgiásticos de mayor o
m en o r frenesí, term ina p o r ser u n a persona reprim ida, asfixiada,
ahogada de u n a m anera que puede dar lugar a estallidos bruscos,
incluso violentos, según m antenían los griegos. Sin embargo, si uno
se excede en esta clase de impulsos term ina por ser cautivo de ellos.
E ros

Las sociedades griegas más antiguas sostienen que el punto de


equilibrio ideal, aquel en el que uno aprende a descargar y canali­
zar los deseos sexuales en la m edida idónea y con la finalidad apro­
piada, puede llevarnos a ser más adeptos al descubrimiento, la con­
tem plación y la configuración de la belleza en sus formas más
elevadas. Puede llevarnos al cultivo de u n a serie de impulsos racio­
nales, constructivos, creadores, que nos perm itan el desarrollo de
talentos de u n m odo tal que dé p o r resultado u n a aportación ópti­
m a a la sociedad.

Si a t i t e h a c e f e l iz

«Eros es “el am or libre” —nos dice April—. Se trata de amor, y no


de sexo, que es libre y gratuito y es para todos».
Ju n to con unas cuantas personas más, me encuentro en una ta­
berna de B ourbon Street, en plena ciudad de Nueva Orleans, en
m edio de los ruidosos festejos del Mardi Gras. Desde hace más de
u n a docena de años acudo al M ardi Gras, u n a tradición genuina
de Nueva Orleans, muy acorde con el espíritu de la ciudad, que
tiene sus comienzos en la década de 1870. Como es natural, en esos
m omentos ninguno de nosotros tiene ni la más rem ota idea de que
durante el próxim o otoño u n huracán de fuerza 4 devastará toda la
región y dejará gran parte de la misma en situación inhabitable.
H abía conocido a April, que se dedica a la horticultura de produc­
tos orgánicos y al diseño de joyas, y a m uchos de los otros que en
esos m om entos se encontraban apiñados a mi alrededor, a lo largo
de los años que viví en Hattiesburg, estado de Misisipi, ganándom e
la vida como escritor de artículos y reportajes para revistas. M ien­
tras observamos a los que se encuentran fuera de la taberna, enzar­
zados en u n a alegre pugna p o r cazar las golosinas y regalos que
arrojan desde una de las vistosas carrozas que pasan p o r la calle, in­
cluida u n a de la Com parsa de Eros, hem os iniciado el análisis de
esta pregunta: «¿Qué es eros?».
«El “am or libre” era la filosofía de nuestra generación, de los
flower children de la década de los sesenta —sigue diciendo April— .
La contracultura fue algo que consistió en explorar y experim entar
con el sexo, las drogas, los anticonceptivos y el rock and roll, en nom ­

31
Só crates enam orado

bre de un am or más liberador, en nom bre de eros. No era algo que


tuviera que ver sólo, ni de u n m odo prim ordial, con la libertad in ­
dividual, sino con la em ancipación del ser hum ano. Parte de ello
consistía en celebrar y en no avergonzarse de la diversidad de las
disposiciones existentes hacia el sexo, y en protestar contra las se­
veras limitaciones impuestas sobre el eros p o r parte de u n establish­
ment puritano e hipócrita».
Tommie, un reflexólogo, comenta: «Yo nunca llegué hasta el ex­
tremo de Alfred Kinsey [científico dedicado a investigar la sexualidad
hum ana], quien dijo que “el único acto sexual antinatural es aquel
que no puede uno llevar a cabo”. En mi opinión, la experimentación
sexual debía practicarse siempre en aras del descubrimiento de u n
amor más universal. Si ése no era el objetivo, no había verdadero eros
en lo que se buscaba».
«Tommie y yo vivimos ju ntos en u n a com una durante u n a tem ­
p orada — explica April— . Todos nosotros com partíam os los mis­
mos valores. Compartíamos todo lo que teníamos, incluidos nues­
tros cuerpos. Eramos íntimos en nuestro am or de los unos p o r los
otros, no tanto en la prom iscuidad. Esa era nuestra justificación
para haber optado p o r la vida en común».
Clarence, dentista y a veces nudista, dice: «El eros desinhibido
está lejos de ser lo mismo que el sexo desinhibido, que es en rea­
lidad u n a banalización del eros, porque puede ser algo ajeno p o r
com pleto al amor. El eros desinhibido significa que el sexo es una
más entre las herram ientas que form an el arsenal de la em ancipa­
ción. La revolución sexual ha de estar u n id a a la revolución polí­
tica, espiritual, económ ica, es decir, al in ten to p o r construir u n
m u n d o de amor, no de guerra, u n m undo en el que todo lo qué
hagam os, todo lo que produzcam os, sea u n a form a de expresión
orientada hacia una emancipación mayor. En aquel entonces creía­
mos que el “am or libre” no era algo carente de valor, sino que era
lo más valioso. Todo lo que u n o hace, todo lo que dice, tendría que
ser una expresión creativa del am or libre, tendría que ser u n rega­
lo que hace a los demás y que da desde el fondo de su ser, sin coer­
ción de ninguna clase. Eso es eros».
Vemos a u n grupo de personas que se desnudan en u n balcón,
al otro lado de la calle, jaleados p o r los espectadores que se h an
agrupado abajo.
E ros

—En Estados Unidos, hoy en día todo es un espectáculo sexual


gratuito — dice Tom m ie— . Todo gira en torno al sexo gratuito,
al sexo com pletam ente desmitifxcado, devaluado, dism inuido.
C uando oigo a los jóvenes hablar del sexo me sonrojo, y eso que
yo soy de la generación de los sesenta. H ablan de sus encuentros
sexuales y de las posturas como quien com para distintas marcas de
pasta dentífrica. No se habla de eros, no parece que nadie lo expe­
rim ente. Eros nunca puede significar que uno «valore» al otro sólo
como m ero objeto sexual, como personas que sirven para que u no
se lo m onte.
Charles, amigo de Clarence y m iem bro de u n a banda de blues,
dice que «esas orgías inacabables y esa lascivia que se ve p o r todas
partes son u n falso eros. Toda esa historia de los rollos que d u ran
u na sola noche, cuando uno está tan borracho que apenas se tiene
en pie, y enseña sus partes púdicas desde un balcón, es más bien
todo lo contrario de eros».
No tarda en seguir hablando. «Eros a veces se expresa m ucho
mejor por cauces que no tienen nada que ver con el sexo puro y duro.
A veces, uno le da su más plena expresión cuando ya no m antiene
una intimidad sexual con la persona a la que ama. Es como los mejo­
res temas del blues, que a m enudo son los que tratan de u n amor ro­
mántico que se ha perdido, de una antigua am ante que ahora sale
con otro. Son una “válvula de escape estética” por la que rezuma u n
eros que de lo contrario habría quedado embotellado en el interior de
uno mismo, donde habría muerto».
—Yo disfruto m ucho el Mardi Gras — dice Clarence—-. Pero es
algo que, al contrario de la creencia popular, no tiene nada que ver
con el eros. Es algo relacionado con el exceso, lisa y llanamente: se
trata de dar salida al lado salvaje que uno tiene dentro. No es algo
de lo que haya que avergonzarse, pero tampoco hay que darle una
dim ensión mayor de la que tiene, así como tam poco hay por qué
disminuirlo.
—Bueno, pues para m í el Mardi Gras sí es eros—dice Hank, ca­
m arero, que hoy lleva la calva pintada con los colores del arco iris,
con unos vistosos bíceps con tatuajes de mujeres desnudas en varias
posturas com prom etedoras— . Eros consiste en saciar los deseos
más profundos, no im porta lo bajos que puedan ser esos deseos.
—¿No im porta lo bajos que puedan ser? —pregunto.

33
Sócrates enam orado

H ank se para a pensar a fondo.


—La «bajeza» está en el ojo de quien mira. Los que han hablado
hasta ahora creen que los deseos de sus padres eran bajas pasiones,
y sus padres pensaban lo mismo acerca de los deseos de estos «radi­
cales del am or libre». Yo no creo que nadie en todo el planeta consi­
deraría nunca bajos sus propios y más íntimos deseos.
— Eros es lo que uno codicia tanto que term ina p o r ser su escla­
vo —dice H ank al cabo— . Es aquello de lo que uno no se harta
nunca, da igual con qué frecuencia se m eta un chute. Es algo que a
u n o le deja en u n estado de euforia, de éxtasis, que p o r desgracia
es pasajero, de m odo que u n o siem pre quiere más de lo mismo.
Puede ser el chocolate, la política, el sexo, las drogas y el rock and
roll; puede ser ju g a r al billar o ponerse m orado com iendo en u n
bufé a bordo de un crucero. Puede ser cualquier cosa que a u n o le
ponga. Para mí, es un vicio muy de Nueva Orleans: es la celebra­
ción sin vergüenza y sin complejos de lo hedonista, lo orgiástico, lo
pornográfico.
—Así pues, para ti... ¿no tiene p o r qué im plicar el amor? —p re ­
gunto.
—No el am or rom ántico —responde H ank—, o no al menos tal
como algunos de los presentes han planteado ese término. Sí que
implica un cierto romance, algo que entraña la satisfacción de aque­
llo que nos produce personalm ente el mayor contento, el mayor su-
bidón. No tiene p o r qué tener ninguna relación con la intim idad
erótica con otro o con otros, sino con aquel objeto o actividad que a
uno le produce el mayor éxtasis.
—Traducido del francés, Mardi Gras significa «martes graso», es
decir, u n día de festines, de com er literalmente hasta hartarse —dice
Paul, el amigo de H ank— . Eso es eros en acción.
Paul sigue diciéndonos que «el M ardi Gras tiene orígenes paga­
nos. Incluso según los criterios extraordinariam ente permisivos de
los griegos en los tiempos prehelenos, esa celebración se conside­
raba salvaje. Con el paso del tiem po se fue incorporando a la Igle­
sia cristiana, aunque nunca perdió del todo su naturaleza lasciva.
La religión institucionalizada reconoció la necesidad de satisfacer
los deseos primitivos de vez en cuando, no los llamados “bajos” de­
seos, sino los deseos primitivos que todos tenem os y que todos, en
lo más profundo de nosotros mismos, necesitamos satisfacer. El eros
E ros

es la satisfacción de esos deseos, lo cual produce u n tipo de placer


atávico».
Charles añade, al cabo de un buen rato:
—Algunos deseos son irreconciliables. Desde que me casé, hace ya
más de diez años, el mayor de mis deseos ha sido ser un marido aman-
tísimo dentro de una relación monógama. Pero a veces tengo un
deseo, llamémoslo primitivo, llamémoslo primario, de estar con
otras, de «hacer el salvaje» con ellas. Procuro convencerme de que...
eh, chaval, tienes el 50 por ciento de los genes de tu padre, que era
todo u n bala perdida en cuestiones de sexo, de m odo que es n atu ­
ral que tengas esos deseos. Pero el otro 50 por ciento de mis genes
no provienen de él. Y aunque todos mis genes proviniesen de él,
yo no soy él: soy yo.
»Lo que intento decir es que mi deseo de estar con otras perso­
nas entra en conflicto con la imagen de la persona que deseo ser en
mi condición de esposo y padre. Si cediera a ese deseo de «hacerlo»
con otras mujeres, con las que ni siquiera tengo p o r qué tener nin ­
guna relación emocional, me alejaría m ucho de ser la persona que
«deseo aspirar» a ser.
»Mi m ujer nunca tendría un desliz. Ni siquiera se le pasaría p o r
la cabeza. A mí me fastidia que en efecto se me ocurra. Sé también
que ella me quiere tanto que si yo cediera a ese deseo y ella lo descu­
briese, me perdonaría. Pero ya nunca volvería a verme del mismo
modo. Yo tampoco volvería a verme del mismo modo.
»Eros—sigue diciendo Charles— es saber lo que uno debe desear,
y actuar de m anera que uno luche consigo mismo para imponerse a
todos esos otros deseos que tiene y que están en conflicto con ése,
a fin de acercarse más a la realización de su «más alto deseo». —Sus­
pira—. Por eso sigo combatiendo contra esos bajos deseos que tengo.
Espero que dentro de veinte años todo esto sigan siendo fantasías,
y que siga siendo tan fiel como siem pre he sido a mi mujer. Todas
estas fantasías no me han convertido en u n peo r am ante con mi
mujer, eso lo aseguro.
— ¿Cómo sabe uno qué es lo que debe desear? —pregunto al
grupo.
—A ver si puedo responder de este modo: cuando u no cum ple
un deseo, a pesar de lo cual después se queda con u na sensación de
vacío, o de vergüenza, no ha cum plido la aspiración del eros. U n

35
Sócrates enam orado

deseo «más elevado» sólo puede ser aquel que a uno le haga feliz y
que haga más felices a todos aquellos con quienes u n o cum ple su
deseo —responde Tommie.
—Todos los que vivíamos en la com una deseábamos en aquel en­
tonces una suerte de utopía —sigue diciendo April tras una pausa—,
un m undo en el que no hubiera trampas, no existieran el adulterio
ni la hipocresía. Pero pasado un tiempo tanto los otros como yo nos
dimos cuenta de que lo que deseábamos en realidad era encontrar
un alma gemela, una persona con la cual com partir la vida. Me llevó
tiempo dar m e cuenta de que m e había querido rebelar contra la ge­
neración anterior a la mía, una generación que había abaratado y
desvirtuado todo el concepto de estar sólo con una persona, pues era
una generación de mujeriegos. Llegué poco a poco a darm e cuenta
de que lo que deseaba era una pareja que fuese genuinam ente igual
que yo, u na persona con la cual pudiese tener u n a relación íntima,
con la cual tuviera un verdadero sentimiento de liberar el am or den­
tro de una relación monógama, cosa que la mayor parte de la gene­
ración de mis padres no pudo disfrutar, porque los hom bres y las
mujeres de entonces no gozaban de igualdad. Nuestro movimiento
del am or libre posibilitó que los hom bres y mujeres entablasen rela­
ciones monógamas con verdadera igualdad entre unos y otros. El au­
téntico eros empezó entonces a ser posible.
—Me fui de la com una al cabo de un año. Tommie se m archó n o
mucho después que yo. Al final, se desmanteló —dice April ahora— .
A pesar de todas las drogas que consum íam os para liberarnos de
nuestras inhibiciones, el sexo con los demás en el m ejor de los
casos m e parecía poca cosa. No creo que llegásemos muy lejos en el
intento de lograr la intim idad a la que aspirábamos. Yo sin em bar­
go sigo considerando que en cierto m odo fue un éxito, porque fue
u n noble experim ento, em prendido con u n a intención am orosa,
p o r em ancipar el am or de los grilletes patriarcales que lo tenían
aprisionado.
April continúa:
-—He pasado más de dos décadas felizm ente casada con u n
hom bre que es tan am oroso y com prensivo que, p o r auténtico
eros, se entrega con devoción a ayudarme en la satisfacción de mis
deseos. El verdadero eros sólo puede existir dentro de esa clase de
intim idad entre iguales, entre dos personas que desean colmarse
E ros

el u n o a otro con el placer y el éxtasis en todas las iniciativas que


em p renden en la vida, no sólo en las puram ente sexuales.
— ¿Es posible que esa noción de lo que constituye específica­
m ente «eros en acción» y del m odo en que sería preciso satisfacer­
lo cambie considerablem ente con el paso del tiempo? —pregunto.
—Es posible, y en efecto cambia —responde April— . Sincera­
m ente, yo no quisiera que mis hijos conocieran todos los detalles
de cómo he practicado y explorado el eros en mi juventud, y no p o r
vergüenza, sino porque ése ya no es el camino que yo creo que u n a
persona debe em prender para satisfacer sus más elevados deseos.
Sin em bargo, los elem entos de los que se com pone el verdadero
eros no cambian: el juego, la creatividad, el deseo, el com promiso,
la inventiva, la plenitud sexual...

Q u e l o s ta b ú es sex u a les sean ta bú

A B ertrand Russell (1872-1970), quien hizo no pocas aportacio­


nes seminales en la lógica formal, las matemáticas y la filosofía ana­
lítica, se le demonizó en su tiempo por afirmar que los tabúes socia­
les que rodean el sexo eran casi siempre «totalmente irracionales y muy
nocivos» (por ejemplo, el cuento absolutamente infundado y pu e­
blerino de que la masturbación produce demencia o ceguera). Aun­
que a Russell se le acusó de ser un libertino sexual, un estudioso de
Russell como Al Seckel señala que en realidad era un romántico en
materia de sexo y de amor: Russell no entendía que hubiera ningún
conflicto entre racionalismo y am or romántico; creía, al igual que
Sócrates, que la indagación racional reforzaba e instigaba el descu­
brimiento y la elevación de la intimidad y la creatividad románticas.
Según la opinión de Russell, sólo cuando uno puede considerar y
cultivar una ética sexual con «toda libertad y sin tem or a nada» puede
predicar costumbres sexuales de tipo racional:

La doctrina que deseo difundir [...] implica prácticamente tanto


control de uno mismo como el que entraña la doctrina convencional...
La doctrina de que existe algo [inherentemente] pecaminoso en el
sexo ha provocado daños indecibles en el carácter individual. [...] Man­
teniendo el amor sexual en una cárcel, la moralidad convencional ha

37
Só cr a tes ena m o ra do

hecho mucho por encarcelar todas las formas del sentimiento amistoso.
[...] Sea cual fuere la ética sexual definitavamente adoptada, ésta debe
estar libre de supersticiones y contar con argumentos a su favor recono­
cibles y demostables.

Russell también tuvo que hacer frente al oprobio social p or haber


afirmado que la institución del matrimonio se hallaba muy disminui­
da debido a las constricciones puritanas existentes. Por abogar por el
sexo prem atrim onial, por m antener que la infidelidad no era auto­
máticamente motivo para proceder al divorcio, Russell se convirtió a
su pesar en u n paria tanto a uno como a otro lado del Atlántico. Los
puritanos de la alta sociedad de M anhattan, supuestam ente tan cos­
mopolitas, llevaron a cabo una campaña que tuvo éxito al impedirle
que pudiera aceptar un puesto de profesor en Nueva York.
Esta es la visión «radical» que proponía:

El amor es lo que da valor intrínseco a un matrimonio [...], es


uno de los supremos objetos que hacen que la vida humana sea digna
de preservarse y vivirse. Pero si bien no existe un buen matrimonio sin
amor, los mejores matrimonios tienen un propósito que va más allá
del amor [...], [un propósito] infinito, dotado de la infinidad del em­
peño humano [...] [de] esa honda intimidad, física y mental y espiri­
tual, que hace del amor serio entre un hombre y una mujer la más
fructífera de las experiencias humanas.

Al Seckel señala que «la rebelión de Russell no pudo derrocar


todas las ideas opresivas de su tiempo, y recientem ente, con el tre­
m endo resurgir del fundamentalismo religioso, se ha producido una
especie de restablecimiento de aquellas antiguas convenciones».

El a t r a c t iv o s e x u a l

La feminista y filósofa existencialista francesa Simone de Beauvoir


(1908-1986), siguiendo a Sócrates y a Diotima, llamó al eros el portal
hacia lo divino, es decir, aquello que hace que «el sentido y el objeti­
vo aparezcan en el mundo», aquello que a uno le lleva a descubrir las
«razones de la existencia». Beauvoir cree que aquellos segmentos de
E ros

la sociedad que reprim en u oprim en a un género, a una clase, en


efecto se reprim en a sí mismos, porque el auténtico « oí sólo se puede
experimentar entre iguales.
La escritora norteam ericana de origen francés Anais Nin, con­
tem poránea de Simone de Beauvoir y famosa por lo explícito de sus
escritos eróticos, ño pensaba que las mujeres fuesen iguales a los
hombres, pues creía que eran mejores. Nin afirmó que en las muje­
res el eros aún existe en su estado puro —en el cual am or y sensuali­
dad se hallan imbricados el uno en el otro—, mientras que en el caso
de los hom bres estos dos elem entos fundam entales del eros hace ya
m ucho tiempo que em prendieron caminos separados. Por ello,
todo lo que les queda a los hom bres es el em peño p or satisfacer sus
más bajas y apremiantes pulsiones.
El otro resultado lamentable, según dijo Nin, es que las mujeres
que se han comprometido en sus relaciones con los hom bres no po­
drán evolucionar plenam ente en sus eros. Sin embargo, antes que re­
nunciar del todo a los hombres, creía que las mujeres debían «dejar
de enum erar sus motivos de queja contra los hombres» y concentrar­
se en cambio en reeducarlos a propósito de las verdaderas modalida­
des de eros, de m odo que puedan reanudar ese esfuerzo m utuo que
amplía cada vez más las fronteras del descubrim iento erótico. En
todos los casos, al m argen de con quiénes tengan relaciones, Nin
afirma que las mujeres han de asumir la tarea de ser guías y abrir el
camino en «la vinculación del erotismo con el amor, con la emoción,
con la elección de una persona determinada», porque las mujeres
son el único género que sigue estando en contacto pleno con el ver­
dadero eros.

La auténtica liberación del erotismo radica en aceptar que con­


siste en millones de facetas [...], hay millones de objetos en él, millones
de situaciones, ambientes y variaciones. Hemos [...] de prescindir de
la culpa que tiñe su expansión, y luego permanecer abiertos a sus sor­
presas, a sus muy diversas expresiones...

Sin embargo, creía que su «máxima potencia sólo puede fundirse


con el amor individual y la pasión por un ser hum ano en particular».
Para Beauvoir y Nin, como para Sócrates y Diotima, toda bús­
queda basada en el principio del placer entraña que nunca vea uno
S ócrates enam orado

a los demás —lo mismo da que los «demás» sean otra persona, la
sociedad en que uno vive, el universo mismo— sólo como u n
m edio para la propia satisfacción, sino que además los vea como
u n a finalidad en sí misma. Sócrates creía que sólo m ediante el
cum plim iento del m andato de am or de Diotima podría uno crecer
de un m odo m últiple, que le perm ita «ver la verdadera belleza [...]
y n u trir de ese m odo la auténtica areté, con el objeto de convertir­
se en amigo de Dios y ser inmortal».

F ruta p r o h ib id a

M artha Nussbaum, distinguida feminista y filósofa, además de


activista social que participa en las facultades de filosofía, derecho,
teología y estudios sobre la Antigüedad clásica de la Universidad de
Chicago, señala el papel fundam ental que desem peñan las costum­
bres sociales en la determ inación de aquellos objetos que desea­
mos en el intento de saciar nuestro eros sexual.

Esto se ve rápidamente en la tremenda variedad de lo que se en­


cuentra eróticamente atractivo en las distintas sociedades y, como es
natural, en los distintos individuos de las distintas sociedades: distintos
atributos en la forma corporal, en el semblante y en el gesto, en la ves­
timenta o en el propio comportamiento sexual.

Lo que esto viene realm ente a subrayar es el papel fundam ental


que tiene la sociedad en el dictado de lo que deberíamos desear. Pero
esto tam bién puede estar en conflicto con aquello o aquellos que
de hecho y en verdad deseamos. Cuando se da este caso, el deseo se
convierte en fruta prohibida p o r así decir, y podem os llegar a sentir
u na profunda insatisfacción si ese deseo queda sin satisfacer, o u n a
profunda vergüenza si se colma.
U n estudioso como K J. Dover escribe que la cultura de la anti­
gua Atenas durante u n tiem po gozó de «la libertad de seleccionar,
de adaptar, de desarrollar y, sobre todo, de innovar». No sólo es
cuestión de que hubiese límites difusos entre las diversas orienta­
ciones, sino que de entrada ni siquiera había límites que desdibu­
jar, debido al planteam iento holístico que se tenía sobre estas cues­
E ros

tiones. Lo que les im portaba es que la «orientación» de la satisfac­


ción erótica partiera de unos principios, es decir, que al m argen de
cómo quisiera uno ver hechos realidad sus deseos eróticos lo hicie­
ra de tal m odo que aquellas personas implicadas se considerasen
m utuam ente y ante todo como una finalidad en sí mismas. Así pues,
se hallaban más orientados hacia los «sentidos y objetivos» de que
hablaba Simone de Beauvoir y hacia la recom endación de Anais
Nin sobre la «verdadera liberación del erotismo», cosas ambas que
a u no lo acercan aún más a la areté.
Cuando Atenas entró en un profundo declive, ya en los últimos
años de la vida de Sócrates, tam bién entró en decadencia la muy
extendida práctica de esta norm a y form a de la realización erótica.

Am orloco

Sócrates dice en el diálogo titulado Fedro que el eros sin limitacio­


nes ni cortapisas haría enloquecer a cualquiera. Lejos de proponer
que el eros debiera suprimirse, quiso decir que es preciso entender­
lo debidam ente si se pretende explotar su potencial con un ben e­
ficio máximo. Cuando es esto lo que sucede, dice, «eros puede ser
una de las mayores bendiciones de la vida». En el Fedro, Sócrates y
Fedro —quienes dan a entender que sienten u n a m utua atracción
erótica— se enzarzan en un discurso sobre cómo resolver «el p ro ­
blem a del eros». Sócrates dice a Fedro que «dentro de cada uno de
nosotros hay dos clases de principios rectores, o de guías. [...] U no
es el deseo innato del placer, y el otro es una capacidad de juicio
adquirido que nos dirige hacia lo mejor...». Eros, para Sócrates, es
la fusión del juicio adquirido con nuestro deseo instintivo del pla­
cer. Eros no es ni razón ni instinto, sino ambos elem entos entrelaza­
dos al servicio de la areté, para asegurarnos de que los placeres a los
que aspiramos se basen en sólidos principios.

La g r a n e v a s ió n

«Este lugar me alim enta pasiones que ningún otro lugar podría
satisfacer jam ás —dice Denny, uno de esos jugadores que hacen

41
Sócrates enam orado

grandes apuestas en mesas exclusivas, y al que no le duelen prendas


al hacer un gesto un tanto contrariado con el cual pretende abarcar
todo cuanto le rodea— . Aquí me es posible entrar en contacto con
mi niño interior, con “el salvaje”, y alim entar sus necesidades».
Con su voz resonante, no tiene mayores problem as en hacerse
oír p o r encim a de lo que unos llam arían la ja ra n a de los demás y
otros llam arían el bullicio estrepitoso. Nos rodean m uchas de las
atracciones de ju eg o más populares que ha conocido el hom bre
(las m áquinas tragaperras), y nos flanquean a uno y otro lado dos
clubs nocturnos que parecen com petir por ver cuál es el que resul­
ta capaz de bom bardearnos con música de los setenta, estéticamen­
te de u n gusto más bien dudoso, a mayor volumen.
M antenem os u n diálogo en torno a esta pregunta: «¿Qué es lo
que alim enta tus pasiones?». La variopinta reu n ió n consta de
com pañeros de vuelo que he conocido en el avión a «Sin City», la
ciudad del pecado, que es como llam an muchos a Las Vegas; ade­
más, hay em pleados del hotel que acaban de term inar su turno,
residentes en la localidad, que «casualmente» se e n cu en tran en el
casino al m enos una vez p o r sem ana y otros jugadores variopintos,
así como algunos transeúntes deseosos de tom ar parte en una
conversación filosófica, al m enos m ientras tengan al alcance de la
m ano las palancas y ranuras de las m áquinas tragaperras.
Hoy se celebra el centenario de la fundación de Las Vegas. Esta­
mos en la planta baja de Glitter Gulch — o Barranca del Oropel, así
llamada por los kilómetros sin fin de neones brillantes, casi cegado­
res—, el lugar del centro urbano en el que el 15 de mayo de 1905
tuvo lugar una subasta de terrenos por un total de unas 60 hectáreas.
En virtud de aquel acto, Las Vegas pasó de ser u n lugar inexistente
a convertirse en un m unicipio formal, que iba a servir de base para
alojam iento y diversión de todos los que trabajaban en la expan­
sión hacia el oeste de la masiva re d de ferrocarriles. El casino en el
que mantenemos esta filosófica reunión fue uno de los primeros que
se construyeron después de que el ju e g o se legalizara en el esta­
do, en 1931. El casino allanó el cam ino para que Las Vegas más
adelante llegara a ser conocida com o Capital M undial del Juego,
en donde eljuego, la prostitución y los matrim onios y divorcios rá­
pidos estaban y están al orden del día. En otros tiempos, Frank Si­
natra, Dean M artin, Sammy Davis Jr., Joey Bishop y Peter Lawford,
E ros

celebridades de la época, dieron a la ciudad aún mayor notoriedad


con la frecuencia de sus visitas y sus juergas y bacanales con algunos
de sus conocidos de la mafia, que en los años cincuenta controlaba
muchos de los casinos.
«Como te iba diciendo en el avión —apunta Denny, agente de
seguros de vida con una clara inclinación por las camisas hawaia-
nas más chillonas que se pueda im aginar— , muchos piensan que
este lugar es una guarida de toda clase de iniquidades. Y lo es. Algu­
nos creen que se trata de u n microcosmos en el que se concentra
todo lo que no funciona bien en este país. Sin embargo, se trata de
N orteam érica en su m ejor versión. Es un lugar en el que es posible
alim entar aquellas pasiones que todos tenem os, aunque apenas
disponemos de válvulas de escape, porque todos hemos de cumplir
con las norm as del decoro y parecer muy m oderados y serios».
Sigue explicándose mejor. «Yo trabajo duro. Se podría decir in­
cluso que tengo pasión p o r mi trabajo. Los agentes de ventas
somos la espina dorsal de nuestra gran economía. Si sobrepaso mi
objetivo de ventas en un diez por ciento, m i jefe m e com pensa con
un fin de sem ana aquí. Es algo que se sale de lo norm al. Si fueras
de u n a ciudad anodina, como Om aha, tam bién en tu caso se sal­
dría de lo norm al. Aquí alim ento mis “bajas pasiones” durante
unas intensas cuarenta y ocho horas, que no se repetirán hasta bas­
tante más adelante. Bebo más de lo que debería, hago el gam berro
más de lo que me convendría, juego más de lo aconsejable... y
luego vuelvo a casa y soy capaz de rendir m ejor en el trabajo, de ser
mejor m arido y padre, con el recuerdo de mi visita a esta ciudad to­
davía vivo en la memoria. Eso me motiva lo suficiente para em plear­
me al máximo, para obtener la recom pensa de u n nuevo viaje de
fin de sem ana aquí».
Rosie, que ha venido en su viaje m ensual con u n grupo de ami­
gas de Salt Lake City, dice que «el lema de Las Vegas, desde hace
muchísim o tiem po, es que “lo que aquí pasa, aquí se queda”. Se
trata de que sea u n a breve y estupenda escapada, de dejar a un lado
m om entáneam ente la familia, las responsabilidades, la norm ali­
dad. Si yo no tuviera Las Vegas y no me escapara a Las Vegas de vez
en cuando, me convertiría en u n ama de casa desesperada de ver­
dad. Como vengo aquí periódicam ente con “las chicas”, como dejo
que todo “quede colgado” durante un breve periodo, puedo volver

43
Sócrates enam orado

a casa y puedo realm ente ser apasionada con la vida en las urbani­
zaciones de las afueras, la vida de una m adre aficionada al fútbol
por sus hijos».
Jake, instructor deportivo en un colegio universitario cercano,
dice: «Estoy de acuerdo en que a veces uno necesita separar las
bajas pasiones de las pasiones más elevadas, cultivar unas no a ex­
pensas de las otras, sino para que redunde en beneficio de ellas. In­
cluso los griegos y los rom anos, los padres del m undo occidental
“civilizado”, perm itían las juergas y las bacanales de vez en cuando.
En vez de ponerse unas orejeras para no ver sus pasiones más p ri­
marias, las afrontaban con honestidad, se las perm itían de vez en
cuando, de u n a m anera que los ayudaba a ser ciudadanos más
puros y más productivos. Al perm itir que se celebrasen orgías y
otros frenesíes apasionados, pudieron producir algunas de las obras
de arte más intem porales que nunca se hayan producido. Existe
una conexión entre lo uno y lo otro».
Kep-Tian, que ha venido hasta aquí desde Taiwán, dice que «es
algo que también forma parte de la tradición oriental. Incluso Lao zi,
el legendario filósofo moral del taoísmo, del siglo vi a.C., inventó en
China un juego de azar con apuestas. Supo reconocer que es sano y
necesario cultivar esta clase de diversiones, como también lo es el
papel que tienen en la canalización de nuestras pasiones más temera­
rias, de m odo que seamos responsables durante el resto del tiempo».
—¿Ypor qué no alimentar las bajas pasiones a todas horas? —p re­
gunto.
—Eso sería como si todos los días fuese Navidad —dice Denny—.
Si les concediésemos todo el tiempo, disminuiría el valor de las bajas
pasiones. Lo mismo sucede si se alimentan así las pasiones elevadas o
las pasiones intermedias. Si las alimentamos en exceso, adquieren de­
masiado peso y se vuelven contraproducentes.
Interviene Lupe, u n a trabajadora de la limpieza en un casino de
lujo.
—Yo creo que u n a sólo debería alim entar sus pasiones más ele­
vadas. Las mías las alim enta Las Vegas. U na pasión, tal como yo lo
entiendo, es aquello a lo que uno se dedica con más devoción,
aquello con lo que uno se com prom ete con u n gran convenci­
m iento. Las Vegas alim enta m i pasión, que es dar de com er a mis
hijos.

44
E ros

Lupe sigue hablando.


—Sé que, para m uchos, Las Vegas es una gran posibilidad de
h uida de otra parte, pero para m í era un lugar al cual h u í perm a­
nentem ente. Fue para m í una huida del infierno. Vine aquí desde
C iudadjuárez, México, con mis dos hijos pequeños. Hace ya cinco
años. Cruzamos el desierto de Sonora. Alguien dirá que fui im pru­
dente e incluso tem eraria al arriesgar nuestras vidas, pero valió la
p en a ese riesgo con tal de llegar aquí, a nuestra tierra prom etida.
«Después de que mi m arido nos abandonara [en M éxico], me
puse a trabajar siete días p o r sem ana, doce horas al día, en u n a
m aquiladora. Confeccionaba pantalones vaqueros p o r quince dó­
lares a la semana. U n jo rn a l de esclavo. Aquí tengo en cambio u n
trabajo bien pagado, con incentivos; mis chicos van a u n buen cole­
gio. Tenemos un buen techo sobre nuestras cabezas, u na casa segu­
ra. Puedo pasar tiem po de calidad con mis hijos, en vez de llegar
a casa con tal cansancio en los huesos que sólo m e podía d errum ­
bar en cama. Algún día, mis hijos serán el alcalde y el gobernador
de aquí. Aquí, en Las Vegas, «todo vale». Y con eso quiero decir que
el cielo es el lím ite de todo el que trabaje con suficiente ahínco y
disciplina.
Evan, un taxista, dice:
—Las Vegas tam bién en mi caso ha alim entado una pasión más
elevada, mi afán por convertirm e en la persona que siempre había
soñado ser. En una pequeña localidad de Nueva Inglaterra mi vida
daba asco. Allí la gente te pone u n a etiqueta y no hay más que h a­
blar. Aquí te perm iten ser quien eres, o llegar a ser quien aspiras a
ser, y además la gente de aquí hará todo lo que haga falta para ayu­
darte en el em peño.
Según los datos de un artículo publicado en U.S. News & World R e ­
port, «docenas de miles de norteamericanos» ven en Las Vegas u na
nueva m eca en la que «reinventan sus vidas». Gracias a su «robusta
economía, debida a los servicios necesarios para satisfacer a más de
treinta millones de visitantes al año», Las Vegas hoy en día atrae a
unas seis mil personas al mes, y «va en aumento la llegada de personas
que aspiran a llevar una vida normal, de clase media», lo cual queda
muy lejos de los viejos tiempos, en que era sobre todo u n imán para
«malhechores, gánsteres y jugadores empedernidos, que buscaban
en la ciudad un refugio de la normalidad de Norteamérica».

45
Sócrates enam orado

—Mira, yo la verdad es que me alegro por esas personas como


Evan y Lupe, que han encontrado en Las Vegas su olla de barro llena
de oro al final del arco iris de su elevada pasión —dice Denny—.
Gomo dice el anuncio de M cDonald’s, aquí «se lo pasan bomba», y
yo m e lo paso bom ba aquí. Lo que pasa es que tenemos razones dis­
tintas para habernos escapado y llegar aquí y pasarlo bomba.
—Este lugar es de u n a pureza im pura — dice Shelley, bailari­
na en u n club de striptease— . Puedes ser quien q u iera que seas:
travestido, transexual, heterosexual, cristiano a m acham artillo o
ateo, o u n poco de todo lo anterior, lo que sea. Es u n a ciudad
ciega a las diferencias sexuales, ciega a las clases, ciega al color.
A nadie p o d ría im portarle m enos de dónde sea cada cual, qué
orientación política tenga, a qué etnia pertenezca, cuál sea su
educación académ ica o su falta de estudios: todo eso da lo mismo.
N uestra filosofía es «vive y deja vivir». Im agina qué m u n d o m ara­
villoso sería éste si todo fu era igual que Sin City, la C iudad del
Pecado.
H arold, u n predicador laico, comenta:
—A sólo u n a ho ra de cam ino está el Campo de Pruebas de Ne­
vada, que es donde Estados U nidos ha llevado a cabo sus pruebas
con armas nucleares. Ese es el «templo» de las bajas pasiones des­
tructivas. Me he pasado gran parte de mi vida protestando a la en­
trada de ese lugar con otros activistas en favor de la paz. «Ah», sue­
len decir, «nosotros nunca utilizaremos las armas nucleares». Sin
embargo, las tenemos, las hemos utilizado y m ucho me temo que las
volveremos a utilizar. H e conocido a m uchas personas a las que
sencillam ente les encanta todo lo que es capaz de hacer u n arm a
nuclear. Y hay que ver cuántos son, y de qué distintos credos reli­
giosos, los que hallan una pasión insuperable en m atar a los in o ­
centes, y cuantos más mejor. Por com paración con todo eso, Las
Vegas es inofensiva, y es incluso benéfica en algunos aspectos, p o r
ser la válvula de escape p o r la cual se da salida a los impulsos más
oscuros que uno sienta, al m enos de vez en cuando, aunque, eso sí,
con m oderación.
H arold sigue diciendo:
—Apocas manzanas de todo este brillo, de todo este relum brón
tan vistoso, hay m uchas personas que están sin blanca, que han
visto destruida p o r com pleto su vida, sus relaciones personales,
E ros

porque no han sido capaces de m antener sus bajas pasiones sufi­


cientem ente a raya. Yo m e dedico a dar consejos a los adictos al
juego, a los que vienen pensando que van a salir de aquí tras haber
ganado carretadas de dinero, y se m archan cuando lo han perdido
todo.
—Mira, sé perfectam ente que m ientras otros m uchos millones
de personas y yo nos dedicamos a alim entar nuestras bajas pasiones
en Las Vegas, ahí fuera hay un m undo enorm e, u n m undo perver­
so — com enta Denny, a la vez que, con impaciencia, trata de llam ar
la atención de u n a de las camareras que atienden las mesas para
ped ir otra copa— . Sé que hay gente sin blanca a pocas manzanas
de aquí. Sé que a m uchos miles de kilómetros de distancia, nues­
tros soldados lo están arriesgando todo para que otros puedan vivir
con el tipo de esperanza, con el tipo de oportunidades p o r las que
tantos lo arriesgan todo con tal de venir a N orteam érica y disfrutar­
las. Lo sé y es algo que aprecio en lo más hondo.
»Sin em bargo, hay veces en las que tengo que ir hasta el final,
¿no? Es preciso que me siga quedando u n a razón para levantarme
de la cama p o r las mañanas. Caramba, nuestro presidente nos dijo
que el acto más patriótico que podíam os hacer después del 11 de
septiem bre era salir a la calle y seguir gastando dinero. Eso es algo
que me convierte en un patriota, cum plir aquí con la parte que me
toca por la causa.
D enny sigue hablando sin dejar que nadie m eta u n a sola pala­
bra en la conversación.
—Tanto si escapas a Las Vegas en busca de u n trabajo m ejor
como si sólo escapas por huir de tu trabajo y de la m onotonía gene­
ral, tanto si vienes aquí a pasar unas cuantas noches como si vienes
a pasar el resto de tu vida, y puede ser así, o tanto si vienes con gran­
des esperanzas y fracasas de un m odo miserable como si triunfas y
sobrepasas incluso tus mejores sueños, es preciso que te entusiasme
un lugar que da alimento a tus pasiones, sean cuales sean, que más
alimento necesitan.
Denny acciona la palanca de u n a tragaperras y en cuestión de
segundos la m áquina escupe 250 dólares en m onedas de 25 centa­
vos. «Las cosas no podrían ir mejor, cielo».

47
Sócrates enam orado

Eros se d esm an d a

¿Qué sucede cuando la mayoría de los m iem bros de u n a socie­


dad pasan a ser cautivos de sus pasiones más temerarias? Se llegó a
suponer que un eros sin cortapisas de ninguna clase estuvo entre los
principales catalizadores del hundim iento de Atenas. La explica­
ción convencional es que los atenienses habían perdido la valentía
colectiva que se precisa para cultivar las pasiones más elevadas tras
las devastadoras pérdidas que sufrieron a resultas de la Segunda
G uerra del Peloponeso. En cambio, rara vez se hace hincapié en
que fue la decisión de la cúpula ateniense de m ando —y las razo­
nes que le llevaron a tom arla— al decidirse a desencadenar esta
guerra, y no la derrota resultante, lo que en verdad condujo al ini­
cio de la decadencia y caída de Atenas. Esta fue la prim era guerra
en la historia desencadenada por los atenienses p o r razones distin­
tas de la difusión de la democracia. En esta ocasión, la motivación
principal estuvo en el ansia de arrebatar tierras a sus enemigos.
Según dijo uno de sus principales historiadores, Tucídides, los ate­
nienses se habían tom ado «ingobernables por su pasión». El ansia
de poder y de riqueza, de gratificación de sus propios apetitos, eran
las nuevas virtudes, las que suplantaron a aquellas que du ran te
muchísimo tiempo habían tenido en mayor estima, con lo cual de­
sataron el fanatismo militarista. Al final de la guerra, según escribe
D onald Kagan, se produjo «un desm oronam iento de las costum ­
bre, las instituciones, las creencias y las constricciones» que habían
hecho de Atenas la civilización más grande que jamás había existido.
Pero este desplome, a decir verdad, tuvo lugar en el arranque de la
guerra, no con su conclusión.

Am or y asco en L as V ega s

En la más famosa de sus obras, Fear and Loathing in Las Vegas: Sava­
geJourney to the Heart o f the American Dream [Miedo y asco en Las Vegas:
viaje salvaje al corazón del sueño am ericano], H unter S. Thompson,
periodista gonzo y quintaesencia del criticón norteamericano, se em­
barcó en un viaje de seis meses de duración cuyo objeto no era otro
que descubrir lo que él llamaba el verdadero sueño americano. En u n
E ros

libro que por lo demás resultaba imposible tomarse en serio, queda


claro que Thom pson escribió más de doscientas páginas de farsa
pura y dura sólo para dar más m ordiente a su breve exploración de
una cuestión muy seria y muy sentida en lo más hondo: ¿qué es lo que
se puede hacer después de que el gran am or de la historia estadouni­
dense haya dejado de existir? Q ueda igualmente de relieve que no
viajó a Las Vegas a descubrir en qué se había convertido el sueño ame­
ricano. Es evidente que, a su juicio, todo el m undo se había vendido;
tampoco esta constatación requería ninguna denuncia en forma de
reportaje. Su viaje al m undo de Las Vegas, la niña bonita, la auténti­
ca n iñ a, de cartel publicitario de la lascivia norteamericana, supuso
una oportunidad para reflexionar sobre el sueño que Estados Unidos
prácticamente había hecho realidad, aquel m om ento brillante, res­
plandeciente, que acababa de pasar y había desaparecido. Su viaje a
Las Vegas fue «una especie de em peño atávico, u n viaje de ensueño
hacia el pasado —aunque fuera reciente— , hacia los años sesenta».
El gran llamamiento al cambio cívico y social, que tanto encanto tuvo
para personas de todo tipo y condición, en particular para los jóvenes
de aquel m om ento, parecía ya, a lo sumo, un recuerdo lejano, casi
como si nunca hubiera existido de veras.
Thom pson consideró que su estancia de 1971 en Las Vegas fue
u n a ocasión de recordar el reciente «viaje de los sesenta» que ha­
bía cautivado a su generación y que la había agitado con la in ten ­
ción de revivir el sueño am ericano original, esto es, la creación de
u n m u ndo en que todos los ciudadanos tuvieran no sólo el d e re ­
cho, sino tam bién u n a oportunidad de buena fe para em p ren d er
u n a vida realm ente liberadora. C onsideró su o b ra u n hom enaje,
«un saludo, bien que a regañadientes, dedicado a esa década que
tuvo u n com ienzo tan p ro m e te d o r y u n final tan b ru tal y tan
agrio».
Tan sólo seis años antes, Thom pson dijo que consideraba u n a
bendición form ar parte de «una época y u n lugar muy especiales»,
en los cuales estar vivo y participar estando al servicio de u na causa
más elevada «significaba algo», siendo ésa una causa tan apasionada
y tan alborozada que «ninguna explicación, ninguna mezcla de m ú­
sica y letra, ningún recuerdo podrá plasm ar debidam ente aquella
sensación de saber que uno estaba allí, que estaba vivo en aquel rin­
cón del tiem po y del m undo».

49
Sócrates enam orado

Thom pson señaló que Las Vegas era el epítom e del llam ado
sueño am ericano tal como éste se había realizado, u n lugar en el
que no se toleraba a los perdedores; para éstos, Las Vegas era «la
ciudad más hostil de la tierra». Se consideraba él la quintaesencia
del perdedor, y le pareció castigo apropiado obligarse a perm ane­
cer en Las Vegas por espacio de seis meses. U na vez allí, dedujo que
la única opción que le quedaba abierta a un a persona provista de
conciencia social, en u n océano de inconsciencia, era «apretarse
bien las tuercas y hacer lo que uno debe hacer»: seguir luchando
p o r la buena causa de resucitar la ética activista de los años sesenta
con más ánim o que nunca, sobre todo a la vista de que la nave n or­
team ericana estaba evidentem ente yéndose a pique.
T hom pson fue alternativam ente objeto de elogio y de condena
p o r parte de liberales y conservadores p o r igual. Fue u n criticón de
criticones, m ala conciencia ejem plar de su época, y se le llegó a ca­
lificar, como es sabido, de «otro Sócrates, sólo que soltaba palabras
malsonantes y trasegaba Wild Turkey sin m edida». Para Thom pson
no había vacas sagradas, y este ejemplo de u n a vida de excesos y de
u n brillante periodism o era tan duro como cualquier otro —o in­
cluso más— en lo que hacía a su persona y a sus propios efectos.
Su objetivo no era otro que despertar a los norteam ericanos de su
sueño, zarandearlos, espolearlos a librarse de la seguridad aborre­
gada y del entum ecim iento que habían term inado p o r im ponerse
en todos los frentes. A un cuando su tarea pareciera n o albergar
ninguna esperanza de éxito, fue implacable en su afán de inform ar
con objetividad sobre «la verdad absoluta», algo que era «una m er­
cancía muy poco corriente y sum am ente peligrosa en el contexto
del periodismo». Según su biógrafo, Paul Perry, Thom pson vio for­
talecido su ánim o cuando Aspen, su ciudad adoptiva, empezó a ser,
al m enos p o r un tiem po, un lugar de encuentro en el que se con­
gregaban «“los hom bres de negocios norteam ericanos sin blan­
q uear” [...] con R obert Kennedy y personas p o r el estilo [...] para
hablar a fondo de cuestiones como la relevancia del Bien y del Mal
para el hom bre m oderno y los posibles vínculos espirituales del gé­
nero hum ano con Sócrates».
Thom pson articuló su filosofía de la vida de una m anera inm e­
jorable en u n ensayo que data de los años cincuenta. El propio Só­
crates no podría haberlo dicho m ucho mejor:
E ros

La seguridad [...], ¿qué significado tiene esta palabra en rela­


ción con la vida que llevamos hoy en día? [...] Por medio de este térmi­
no me refiero a un hombre que ha optado por la seguridad financiera
y personal, hasta el punto de ser éste su objetivo en la vida [...] Sus
ideas y sus ideales son los de la sociedad en general, que le acepta de
lleno por ser [...] respetable [...]. Hay que compadecerse del hombre
que carece de valentía para aceptar el desafío de la libertad y para
abandonar ese colchón que la seguridad ofrece. [...]
Volvamos atrás las páginas de la historia y veamos a los hombres
que han dado forma al destino del mundo. Nunca les perteneció a
ellos la seguridad, pero más que existir vivieron plenamente. ¿Adonde
habría ido a parar el mundo si todos los hombres hubieran optado
por la seguridad y no hubieran asumido los riesgos, si no se hubieran
jugado la vida apostando al azar de que, si ganaban, la vida iba a ser di­
ferente, más generosa? [...] ¿Quién es en verdad más feliz? ¿El que ha
desafiado la tormenta de la vida y ha vivido, o el que se ha quedado
sano y salvo en la orilla y se ha limitado meramente a existir?

A ojos de H unter Thom pson, los norteam ericanos habían deja­


do de jugársela de acuerdo con la tradición norteam ericana de
aquellos que «habían dado form a al destino del m undo». Una ciu­
dad como Las Vegas era un a burla descam ada de todo cuanto de­
b iera ser, p o r el b ien de la ciudadanía y la h u m an id ad , el verda­
dero juego de azar. Aun cuando obtengam os grandes ganancias en
Las Vegas, en realidad perdem os a lo grande, porque no hem os
avanzado ni un ápice en la senda del sueño am ericano original. El
20 de febrero de 2005 T hom pson m urió en su casa, en los alrede­
dores de Aspen, Colorado, a los sesenta y siete años, a raíz de u n a
bala en la cabeza que él mismo se había disparado.

Sócrates, alarm ado al ver que sus congéneres perseguían cada


vez más u n a vida que tan sólo prom etía «la m era apariencia del
éxito», decidió inspirarles la búsqueda de una vida que no pudiera
comprarse p o r m edio de ninguna cantidad de dinero ni de bienes
materiales. Por ese motivo, dijo: «Paso m i tiem po yendo de un lado
a otro, tratando de persuadiros a todos vosotros, jóvenes y viejos

51
Sócrates enam orado

p or igual, para que vuestra prim era y prim ordial preocupación no


sea vuestro cuerpo, ni vuestras pertenencias, sino el mayor bienes­
tar posible de vuestras almas». Sin embargo, algunas formas del ex­
ceso p u eden elevar la experiencia hum ana, pued en llevarnos a ser
más amorosos, más atentos. Sócrates creía que existían d eterm ina­
dos tipos de riqueza de los cuales nunca se puede ten er una can­
tidad desmesurada: la riqueza de la em patia, la riqueza de la b on­
dad. Jenofonte, historiador griego y contem poráneo de Sócrates,
señala que Sócrates elogiaba a aquellos que preferían «acumular
u n tesoro de saber, de sabiduría, y no de dinero». A eso lo llamaba
Sócrates «riquezas verdaderas», porque «enriquecen con la virtud
las m entes de aquellos que las poseen».

E d ip o

Edipo Reyy Edipo en Colono, parte de la trilogía de Tebas que escri­


bió Sófocles, autor de tragedias (496-406 a.G.) y coetáneo de Sócra­
tes, son la inspiración de la que bebe el complejo edípico descrito
por Sigmund Freud (1856-1939), fundador del psicoanálisis. Freud
creía que esta tragedia servía como una especie de caso ejem plar y
dram atizado, para ilustrar cómo uno de los rasgos capitales en la
vida de los jóvenes consiste en albergar u n a gran atracción erótica
por u no de sus progenitores y un gran odio hacia el otro, tanto que
fantasean con tener relaciones sexuales con uno y asesinar al otro.
En opinión de Freud, el «cumplimiento de los deseos» debe tratar­
se abiertam ente, como parte de la vida norm al de u no y de su desa­
rrollo, a riesgo de que, de lo contrario, exacerbe neurosis graves en
años posteriores. De todos modos, lo cierto es que si bien las obras
teatrales sobre Edipo tienen com ponentes eróticos, de ninguna ma­
nera tratan un complejo edípico tal como Freud lo interpreta.
Edipo y Sócrates tienen algo en común: ambos buscan u n saber
que los capacite para servir m ejor a sus amadas sociedades. En su
caso, Edipo quiso saber quién había asesinado al anterior rey, p o r el
motivo muy concreto de que ese saber pondría fin a la plaga que aso­
laba a su pueblo. Sin que Edipo lo supiera ni por asomo, era él mismo
quien había asesinado al rey, su padre, durante una pelea. Pasó en­
tonces a ser rey y se casó con Yocasta, de la cual no podía saber que
E ros

era su madre, y con la cual tuvo cuatro hijos. No disponía de form a


alguna de saber que el extranjero que le provocó y lo llevó a u n a
pelea fatal era su padre, como tam poco podía saber que la m ujer
con la que term inaría p o r casarse era su m adre. Todo ello es una
tram a ideada por Sófocles con objeto de que el resultado de la obra
teatral sea tan trágico como resulte hum anam ente posible.
Con todo y con eso, no está ni m ucho menos claro que el propio
Edipo tuviera un complejo edípico. Para que así fuera, y de acuer­
do con los propios criterios de Freud, Edipo habría tenido que co­
nocer la identidad de su padre y de su m adre, y h ab er deseado
luego asesinar a uno y casarse con la otra.
Edipo, ya convertido en rey de Tebas, se entera p o r m edio del
oráculo de Belfos de que descubrir quién fue el asesino del anti­
guo rey será la única form a de im pedir que su pueblo siga sufrien­
do las consecuencias de u n a plaga devastadora. Edipo persiste en
su búsqueda por am or a su pueblo incluso después de que le acon­
sejen desistir muchas personas que sí estaban al tanto de la verdad.
Del mismo m odo, por am or a Edipo, quienes estaban al corriente
de quién es el asesino tratan de desbaratar sus pesquisas, aun cuan­
do esos em peños les causen perjuicios adicionales.
Tanto Sócrates como Edipo creían que el descubrim iento, el co­
nocim iento de uno mismo, estaba siem pre relacionado con el ob­
jetivo de m ejorar la situación de sus sociedades respectivas. Escar­
bar en el pasado sin mayores intenciones, sin otro objetivo que la
introspección, no habría tenido en cambio sentido ni para el Edipo
de Sófocles ni para el propio Sócrates.

El c o m p l e jo d e E d ip o

¿En qué punto deja todo esto el complejo de Edipo que diag­
nostica Freud? Su conceptualización está im pulsada p o r la propia
invocación de Freud en el sentido del «Conócete a ti mismo» de Só­
crates. Las razones de Freud son similares a las de Sócrates y Edipo:
descubrir u n saber que m antenga la civilización de los hom bres, o
al m enos los rincones respectivos en que habitan cada uno de ellos,
lejos de su disipación. Freud, que en 1938, a los ochenta y dos años
de edad, huyó de Viena con su familia para refugiarse en Inglaterra

53
Sócrates enam orado

y eludir la persecución de los nazis, aspiraba a com prender cómo


podem os en ten d e r prim ero, y afrontar después, nuestras ten d en ­
cias destructivas e irracionales.
La noción que plantea Freud de un complejo edípico se origina
con el reconocim iento de sus propios sentimientos de cariz sexual
hacia su m adre, y su concom itante anim osidad para con su padre.
Freud descubrió al analizar a otros pacientes que m uchos de ellos
confesaban tener sentim ientos similares hacia sus padres respecti­
vos; p o r m edio de u n a lógica extrapolación llegó a la conclusión de
que éste debía de ser «un acontecim iento universal en la infancia».
Pero aunque algunos niños sin lugar a dudas tienen cierta combina­
ción de sentimientos eróticos y agresivos hacia sus padres, no existen
pruebas que respalden la universalidad de la teoría de Freud. Sócra­
tes, p o r ejemplo, no parece que tuvierajamás ese complejo. D onde
Sócrates sí habría estado de acuerdo con Freud es en que el since­
ro reconocim iento y la confrontación de tales sentimientos pueden
dar lugar a u n crecimiento sano. Para Freud, lo único realm ente im­
perdonable es u n a sociedad que no perm ita a sus miem bros una
m ejor com prensión de esa clase de sentimientos.
Si u n a persona tan poco sentenciosa y tan perspicaz como Freud
hubiera estado presente en el m om ento en que Edipo experim en­
ta su crisis, tal vez hubiera sido posible im pedir que tuviera lugar su
im petuoso acto. Freud se dedicó a im pedir que muchas personas
se causaran daños debido a u n a culpa m al entendida y p eo r atri­
buida, o debido a la vergüenza o a la falta de entendim iento de sus
sentim ientos eróticos. Sabía que los más sensibles no necesitan el
ásperojuicio de la sociedad para torturarse, pues ellos son sus p ro ­
pios críticos, los más severos, los m enos m isericordiosos. En esta
línea, no hubo un crítico más duro de Edipo que Edipo mismo.
Era u n ser de gran com plejidad que estaba profundam ente ena­
m orado y dedicado p o r entero a su esposa y a sus hijos, profunda­
m ente com prom etido y atento con sus propios súbditos.

F reud y Sócrates

Al igual que Sócrates, Freud creía que conocer la verdad acerca


de eros podría en efecto liberarnos. Al contrario que Sócrates, creía
E ros

que eros era única y exclusivamente u n a cuestión apropiada para


u n sondeo y una reparación en térm inos psicológicos. Sócrates y
Freud, no obstante, com partían la idea de que virtualm ente cual­
quier relación posee un elem ento erótico, sin que im porte lo subli­
m ado que pueda hallarse. Para Sócrates, eros no era u n a entidad
fija, alojada en un nivel físico-psíquico, como puede ser la libido,
sino una entidad dinámica, funcional, en constante evolución, que
puede entenderse m ejor y descubrirse sólo por m edio de la explo­
ración de nuestros cosmos interior y exterior, siem pre en tándem .
Freud creía que el sexo era la fuente instintiva de la naturaleza
h u m ana y, p o r lo tanto, de todas nuestras tendencias, tanto cons­
tructivas como destructivas. Al escribir sobre eros en u n a época de
creciente antisem itism o y de fascismo im perante, Freud fue pesi­
mista p o r suponer que los seres hum anos no habían aprendido
nada realm ente válido en el tiem po transcurrido desde la I G uerra
M undial — tres de sus hijos com batieron en la guerra, en la que
p erd iero n la vida más de 15 millones de personas, y u n a hija suya
m urió en la epidem ia de gripe y en la h am b ru n a que siguieron a
la guerra— acerca de los aspectos más oscuros de su naturaleza,
n ada que sirviera para im pedir el estallido de otro conflicto vio­
lento de la misma m agnitud. No deja de ser interesante que cons­
truyera su propia m itología de los instintos básicos del hom bre no
con intenciones filosóficas, sino para qué sus conceptos psicológi­
cos resultaran más atractivos y más claros. En su mito, Freud contra­
pone dos «poderes celestiales», los eternos Eros y Tánatos, el dios
griego que reafirm a la vida frente al dios griego de la m uerte y la
destrucción.
Freud sostiene que nuestros impulsos sexuales son el m anantial
del que brotan ambos. En su opinión si actuamos m eram ente para
saciarnos en lo sexual no actuam os a favor de los intereses m ejo­
res de la sociedad, de m odo que en realidad podem os bajar el telón
de la sociedad misma, ya que lo que pro d u ce p lacer a u n indivi­
duo bien p uede estar en conflicto directo con aquello que m ejor
p erp e tú a la sociedad. Si el hom bre hace del «erotism o genital el
p u n to central de su vida», afirm ó Freud en El malestar de la cultu­
ra, n o te n d rá energías ni inclinación a dedicarse a la cultura, a la
construcción de la civilización, a las em presas que com portan,
de lo cual h a de resentirse la sociedad. Por consiguiente, afirm a

55
S ócrates enam orado

Freud, «los sabios de todas las épocas nos han aconsejado de m a­


n era enfática que nos guardem os de esta form a de vida». Para
Freud, cada un o de nosotros ha de acordar voluntariam ente una
«restricción de la vida sexual» si de verdad esperamos fom entar «un
ideal hum anitario».
Según Freud, como no disponem os de cantidades ilimitadas de
energía psicosexual a nuestra disposición, podem os em prender la
construcción de la cultura sólo si reprimimos el impulso sexual; a su
entender, sólo esta conducta «de inhibición de los objetivos» es con­
ducente a la perpetuación de la civilización. Para Freud, la felicidad
individual po r sí misma, tal como se alcanza po r m edio de la grati­
ficación sexual personal, no tiene valor cultural, porque puede in­
cluso desm adejar la sociedad. La gratificación de los propios deseos
de ese m odo, creía Freud, a m enudo está en conflicto con los actos
que p ueden ser más útiles para que la sociedad evolucione.

F reud c o n t r a l o s g r ie g o s

Los griegos de la A ntigüedad creían que su objetivo com parti­


do debía ser el aprovecham iento de sus energías primitivas de u n
m odo que les perm itiera expandir y realzar de continuo sus reser­
vas de energía. No consideraban que los instintos sexuales y agre­
sivos del ser hum ano estuvieran forzosam ente en conflicto los unos
con los otros, como era la opinión de Freud. Para ellos, no era p re­
ciso reprim ir tales impulsos, sino que era necesario canalizarlos de­
bidam ente. De hecho, creían que la utilización adecuada de los
propios impulsos sexuales ya era en sí misma u n o de los ideales
humanitarios de máxima importancia. H abrían estado muy de acuer­
do con Freud en que el instinto sexual no se debe airear de cualquier
m anera, si bien para ellos la respuesta no estaba en reprim irlo. Los
griegos operaban a partir de la prem isa de que si la energía sexual
de cada uno se aprovecha como es debido, el yo del individuo y el yo
social, com pletam ente interdependientes según sus planteam ien­
tos, evolucionarán de una m anera óptima.

Freud seguram ente com ete u n e rro r al afirm ar que debem os


siem pre inhibir nuestros apetitos sexuales si aspiramos al florecí-
E ros

m iento artístico, cultural y político. P or el contrario, debem os más


bien aprender a utilizar nuestros apetitos sexuales de u n a m anera
que contribuya a tales avances y mejoras. Aunque en algunos ejem­
plos bien podría darse el caso de que el fracaso a la hora de satisfa­
cer (o el esfuerzo consciente de reprim ir) nuestras acuciantes n e­
cesidades sexuales conduzca a algunos a la creación de grandes
obras de arte y literatura, o a hacer aportaciones duraderas en otros
terrenos, también puede darse el caso, en no pocos ejemplos, de que
ese fracaso sirva para inhibir otros logros mayores en el arte, la cien­
cia y las hum anidades. Es algo que depende de la cultura, la socie­
dad, el individuo y los fines que se persigan.

E ro s y c iv iliz a c ió n

H erbert Marcuse (1898-1979), filósofo germano-americano y pre­


ferido de la Nueva Izquierda en las décadas de los sesenta y los seten­
ta del siglo pasado, cuyas obras sirvieron para difundir lemas como
«haz el am or y no la guerra» o «amor libre», escribió en Eros y civili­
zación una refutación de los planteam ientos de Sigmund Freud
sobre la supresión sexual. Marcuse afirmaba que la represión del eros
no conduce a la salvaguardia de la civilización, sino a todo lo contra­
rio. Mientras no trabajemos de m anera consciente para crear socie­
dades en las que el cuidado de nuestras vidas sexuales, laborales, po­
líticas y espirituales sea com plem entario, de m odo que tengan un
valor idéntico por ser las finalidades principales e interrelacionadas
de los integrantes de la sociedad, Marcuse sostenía que term inare­
mos p or ser elementos menos —no más— evolucionados.
Así como Freud creía que la «civilización se basa en el sojuzga-
mi en to perm anente del instinto hum ano» por el mayor bien de la
sociedad, Marcuse afirm a que sólo u n a «sociedad no represora»
puede perpetuarse y progresar. Al contrario que Freud, Marcuse
no respaldaba la noción de que exista u n choque inherentem ente
biológico entre sexo y civilización. En las m odernas sociedades in­
dustriales, dijo que todas las pruebas dem uestran que la represión
sexual ha servido solam ente para contribuir a la m arginación de
los pobres y de las mujeres. En vez de explotar nuestra «riqueza so­
cial para dar form a al m undo del hom bre de acuerdo con sus ins­
Sócrates enam orado

tintos vitales», M arcuse sostenía que nos hem os convertido en


«una sociedad adquisitiva y antagonista, en proceso de constante
expansión». Así pues, en vez de prom over la liberación del ser h u ­
m ano, afirmó que la represión sexual ha conducido a «la destruc­
ción de la vida (hum ana y anim al)», y generado u n a situación en
la que «la crueldad y el odio y el exterm inio científico de los hom ­
bres han ido en aum ento». A su entender, la represión de los ins­
tintos sexuales ha desem peñado un papel decisivo al contribuir a re­
forzar los mismos problemas que Freud creía que podría remediar.
La solución, sostiene Marcuse, no consiste en redoblar nuestros
esfuerzos para lograr la creación de u n a sociedad del ocio. A la
larga, sostiene, esto sólo serviría para em peorar la situación de u n
problem a que ya es grave de p o r sí, ya que seguiríamos estando tan
alienados de nuestro trabajo como siempre, y tan alienados de u n a
vida sexual creativa y liberadora, sin que im porte cuánto tiem po
libre podam os ten er para dedicarnos al sexo de m odo que fuera
parte integral y redentora de todas las dimensiones de la existencia
humana. Según Marcuse, la única respuesta consiste en crear un tipo
de sociedad en el que todos nuestros m om entos de vigilia, en espe­
cial los m om entos en el trabajo, sean expresiones creadoras y válvu­
las de escape de nuestras pasiones, sobre todo las de tipo sexual.
Afirmó que no deberíam os tender hacia u n aum ento del ocio, sino
hacia una vida creativa m ultidim ensional, en la que se desdibujen
los límites entre las horas de trabajo y las horas de ocio, entre la ex­
presión sexual y otras formas de expresión creadora.
Marcuse, sin embargo, nunca creyó que la respuesta fuera la revi­
vificación del tipo de sociedad que cultivaron los atenienses de la An­
tigüedad; más bien, sostuvo que sólo una sociedad marxista podría
ser conducente a la plenitud hum ana que imaginaba. Sin embargo,
hasta la fecha es evidente que ninguna sociedad que se proclame
marxista ha logrado acercarse siquiera a la consecución de los fines
descritos, fines que los atenienses sí alcanzaron durante u n tiempo.

R azón e in s t in t o

H erbert Marcuse afirmó que el eros era puram ente instintivo, algo
que necesitaba p o r fuerza estar em parejado con la razón o con el
E ros

logos si aspiramos a aprovecharlo m ejor y canalizarlo creativamente.


Sócrates, p o r otra parte, creía que eros mismo ya tenía la razón in ­
crustada en sí, y que debem os tratar de descubrir la com binación
de la razón y el instinto eróticos que m ejor sirva a los fines de la au­
téntica areté. Fue esta filosofía del eros la que por u n tiem po espoleó
la Edad de O ro en Atenas.

L a ú ltim a te n ta c ió n d e eros

A juicio de Eva Cantarella, Sócrates sería la últim a persona que


sucum biría a «las tentaciones del sexo», porque m an ten er el con­
trol sobre sus impulsos sexuales «era u n ideal que encajaba en [su]
aspiración general hacia el control de u n o mismo», y este control
no era sino u n a dem ostración más de la clase de «rigor que consi­
deraba indispensable en todas las zonas de la experiencia si uno ha de
alcanzar la plenitud del ser». Pero se trataba de u n tipo de plenitud
cuya existencia un am or como el de eros nunca sería suficiente para
propiciar.
Cantarella, sin embargo, insiste en que para Sócrates y para sus
com pañeros de indagación «el tem a de Eros [se encuentra] en el
centro de sus reflexiones morales y políticas». Así como el amor in­
form aba e im pulsaba sus indagaciones, eros no era sino uno de los
diversos tipos de am or existentes en el centro de las mismas. Al
equiparar a eros en particular con el am or en todas sus dim ensio­
nes, Cantarella m erm a la naturaleza plena, la am plitud y la h o n d u ­
ra de sus reflexiones e intuiciones, toda «esa plenitud del ser» que
puede darse.
Por otra parte, un destacado estudioso de la época clásica como
Benjamin Jow ett indica que nunca es posible dejar a eros p or com­
pleto atrás. Según escribe en la introducción a su traducción del
Banquete de Platón, éste es «consciente de que las cosas más eleva­
das y más nobles del m undo no se desgajan con facilidad de los de­
seos sensuales». ¿Ypor qué íbamos a querer desgajar lo sensual de
lo elevado, de lo noble? Los deseos sensuales de uno mismo p u e ­
d en ser por sí mismos elevados y nobles, dar lugar a la creatividad,
la experim entación y el descubrim iento. A la inversa, los deseos es­
pirituales p u ed en ser más primitivos en ocasiones que los deseos

59
Só crates enam orado

sensuales. M uchos de los peores actos de barbarie que se h an dado


en la historia del ser hum ano los llevaron a cabo aquellos que se
inspiraron en lo que consideraban u n a espiritualidad pura y subli­
me. Es posible que si sus facetas espirituales y sensuales las hubie­
ran cultivado a la par, tal como propugnaba Sócrates, habrían ac­
tuado con mayor hum anidad.
U na de las intuiciones más im portantes sobre esta m ateria se
en cuentra en la República de Platón, en un breve en cu en tro entre
Sócrates y Céfalo, quienes entablan un breve diálogo que a su vez
precede a otro m ucho más complejo sobre la naturaleza de la ju s­
ticia. Sócrates p reg u n ta a Céfalo si, con las ventajas de la edad, h a
ap ren d ido algo de m érito especial en lo tocante a los apetitos se­
xuales de sus años de juventud, si se trata de algo que echa en falta
o si ahora que ya no está sujeto a dichos apetitos se siente más libe­
rado. Céfalo le responde de que se alegra de h ab er adquirido u n a
m edida considerable de control sobre los apetitos de sus tiempos
mozos, de los que se ha liberado para dedicarse de u n m odo más
fructífero a la aspiración de alcanzar la sabiduría. Al igual que Só­
crates, Céfalo es capaz no tanto de negar, cuanto más bien de con­
trolar y canalizar sus pasiones, de m anera que sean propicias a la
b úsqueda am orosa de aquellas cosas que más im portan, esto es,
cóm o convertirse en u n ser hum ano de verdadera excelencia, có­
m o hacer del nuestro u n m undo donde prim e más el amor. No
tiene u no que ser u n asceta para negar los propios apetitos sexua­
les, para sublimarlos en todos los casos. Sin em bargo, tal como pa­
recen concluir Sócrates y Céfalo, se requiere u n cierto grado de
dom inio sobre ellos si un o aspira a no dejarse dom inar p o r ellos,
a no ser cautivo de ellos, a fracasar p o r tanto en el descubrim ien­
to y el cultivo de otros tipos de am or que p u e d en te n e r im pacto
en la propia sociedad, y es posible que también en la hum anidad en
conjunto.
Desde sus m anifestaciones más bajas hasta las más elevadas,
desde sus resultados más destructivos hasta los más constructivos,
lo que distingue a eros en todos los casos es que impulsa a u n a p er­
sona a llenar algo que le falta en su interior. Como las obras y los
actos de Sócrates en gran m edida se em prendieron a partir de u n
am or expansivo, y no de una vacuidad percibida en su interior o en
su exterior, y como sobre todo no se dirigieron tan sólo a realzar las
E ros

relaciones interpersonales inmediatas, sino a ahondar los vínculos


redentores entre el yo y el m undo exterior, eros n o puede conside­
rarse la suma total del am or socrático.

E l c a m in o in te r m e d io e n eros

En el Banquete de Platón, Alcibiades no tiene ningún reparo en


equiparar a Sócrates tanto con los seres de pezuñas hendidas que ha­
bitan en la mitología griega, consagrados al vino y al exceso, los acó­
litos semidivinos de Pan, dios dotado de u n a gran carga sexual, que
de hecho se asemejan a un sátiro, como con Dioniso. Pero aun cuan­
do las figuras míticas que m enciona Alcibiades representaran el
em beleso y el éxtasis que podían llevar a u n a persona a la locura,
pasa p or alto que el propio Sócrates era la viva im agen del control
y del dom inio de sí mismo. Sócrates era u n experto en dom eñar los
aspectos dionisiacos de su naturaleza, en someterlos y ponerlos al
servicio de lo apolíneo, es decir, de lo refinado, lo estético, lo espi­
ritual. Inclinarse por uno u otro extremo, p or lo dionisiaco o por lo
apolíneo, es un cam ino que en opinión de Sócrates nos alejaría
bastante de la auténtica areté.
La reunión cordial en la que se charla y se bebe, con Sócrates al
tim ón, nunca llega a dar pie a la embriaguez y a la disipación liber­
tina, así como tam poco se encarrila con decisión hacia lo estoico y
lo puram ente intelectual. Sócrates navega con destreza p o r un ca­
m ino interm edio entre uno y otro extrem o, porque eso es lo que
ha de llevarle a nuevas intuiciones, a nuevos conocim ientos, a n u e ­
vas posibilidades de eros. Existe u n caos controlado en su m anera
de canalizar las pasiones de los participantes entre los extremos fí­
sicos y espirituales, del cual resulta la m aduración gradual de sus
planteam ientos y m aneras de interpretar el amor, de su capacidad
realzada de visualizar la belleza de formas novedosas, de su deseo
de p o n er a la luz aquello que han visto.
En el Libro IX de la República de Platón, Sócrates aporta u n a
hoja de ru ta —la correspondiente al cam ino interm edio— sobre
el m odo idóneo de canalizar y n u trir espiritualm ente el eros. Dice
que u n o debería haberse «complacido prim ero en sus apetitos,
aunque no dem asiado, ni dem asiado poco, lo suficiente para d e­

61
Só crates enam orado

jarlo s dorm ir, para im pedir que tanto los apetitos com o sus dis­
frutes y dolores interfieran en el principio más elevado [...], con­
tem plar y aspirar al conocim iento de lo desconocido». Si u no no
sigue esta prescripción, Sócrates asegura que estos impulsos se
tornarán más ingobernables, más rígidos, hasta que «la bestia que
llevamos dentro, saciada de carne o de bebida [...] siga adelante
satisfaciendo sus deseos; no hay estupidez ni crim en imaginable»
que n o p u ed a u n o llegar a com eter con tal de saciarlos. En cam­
bio, ap ren d ien d o a confrontar esos impulsos, a dom eñarlos, u n o
p u ed e llegar a ser u n a persona cuyo «pulso sea sano y tem plado»,
y p o r tanto más capaz de concentrarse en «nobles pensam ientos
e indagaciones».

La filosofía de Sócrates en torno al cultivo del eros recuerda la


noción que p ropone Buda sobre el Camino del Medio. En su
m ejor versión, el eros es para Sócrates el punto interm edio entre
pobreza y abundancia. Hay tam bién otro «terreno interm edio del
eros»: Poros era u n dios, u n inm ortal, y Plenitud era m ortal, de
m odo que el acogim iento propicio de eros viene a ser equivalente a
recorrer el camino interm edio que se halla entre el m undo etéreo
y el m undo eterno.
Sócrates tam bién indica, en la versión que p ro p o n e Jen o fo n te
del Simposio, que eros puede ser u n a prisión si no lo explotam os
com o es debido. Si vamos a los extrem os en el am or espiritual,
tanto como en el am or físico, eros resulta más constrictivo que li­
berador; la lujuria espiritual es tan deform adora com o la lujuria
física. Para que seamos custodios y no prisioneros de nuestro eros,
hem os de a p re n d e r a aprovecharlo de m aneras diversas, p ero
que nos transform en a nosotros y transform en el m u ndo en que
vivimos.
Más aún: para Sócrates, eros nunca debiera ser considerado en
u n vacío privativo, sino que siem pre ha de estar en el contexto del
desarrollo de las cinco formas fundam entales del amor: eros, storgé,
xenía, philíay agápe. De este m odo, para él, uno ha de esforzarse p o r
descubrir el Camino del Medio entre todas ellas, la mezcla ideal de
las cinco formas que m ejor nos ayude a progresar en la auténtica
arelé.
E ros

A n s ia constante

En el Banquete de Platón, Sócrates dice que Diotima le instruye


en que el eros es el espíritu que antes que ningún otro aviva las as­
cuas de la pasión entre dos personas. Afirma Diotima que si uno se
queda encenagado en el simple «eros sexual» term inará obsesiona­
do p o r saciar sus apetitos corporales a expensas de todo lo demás,
que descuidará de m anera penosa; en consecuencia, hay que apren­
der a adquirir maestría sobre esa pulsión y conducirla hacia el «eros
celestial». Dice además a Sócrates que la ventana de la oportunidad
para que u n o se desprenda de sus más bajos deseos y apetitos y se
abra a las nociones de belleza concom itantes que de ellos se des­
p ren d en , y llegue así a e n ten d e rla y a disfrutarla en sus form as
más sublimes, sobreviene cuando el am or físico en tre u n o y o tro
se halla en su m om ento culm inante, ya que es entonces cuando
mayor resulta la inclinación a buscar en la persona am ada esas
m anifestaciones de la belleza. Esto a su vez nos garantiza que a lo
largo del tiem po el am or se ahonde, que el vínculo en tre las p a r­
tes se fortalezca, hasta que llega un o a la epifanía de que «la belle­
za de las almas es más valiosa que la belleza de los cuerpos». Dio­
tima advierte de que si esto no es lo que sucede, entonces cuando
la m era apariencia física y la atracción que se basa en ella com ien­
cen a apagarse, se h ab rá perdido u n a ocasión sin igual, u n a oca­
sión que tal vez no vuelva a repetirse, de crecer en el amor, y el
com prom iso contraído con el otro quedará a u n lado del camino.
De ese m odo no a p ren d erá un o nunca qué es la forja de u n com ­
promiso profundo, duradero, y estará destinado a perm anecer sumi­
do en u n estado de ansia constante, que todo lo consume, «compro­
metido» única y exclusivamente con el afán de saciar sus apetitos
más bajos.

En el Fedro de Platón, u n a continuación alegórica del Banquete,


Sócrates distingue entre distintos tipos de amantes. A u n extrem o
del espectro se halla «el am ante maligno», que sólo aspira «a ser­
vir a sus propios intereses». Para éste, la persona am ada n o es más
que u n m edio para saciar sus propias pasiones y apetitos, alguien
hacia el cual no siente verdadera ternura, no es solícito, aun cuan­

63
Sócrates enam orado

do finja serlo al com ienzo, haciéndose pasar po r u n a persona «su­


m am ente agradable» con el fin de «esclavizar y engañar al otro»
teniendo en m ente sólo sus fines m anipuladores y controladores.
Benjam in Jowett, gran conocedor de la A ntigüedad clásica, seña­
la que sólo cuando deja de estar p resente el am ante m aligno re­
sulta evidente a su supuesto am ante que se trata del «enemigo»,
que sólo am a «como am a el lobo a los corderos». Por o tra parte,
se en cu en tra el llam ado «no am ante», el cual no provoca u n a res­
puesta em ocional en los demás, en las personas con las que tiene
interacción, p orque tam poco provoca sentim ientos, ni celos, ni
posesión, ni em ociones rom ánticas de ningu n a clase. A conse­
cuencia de su «prudencia» excesiva, no despierta apego em ocio­
nal a su persona. Asimismo, está el «amante noble», que no busca
aquello que es m ejor para él, sino que que sólo está p reocupado
p o r la persona amada. U n am ante noble nunca perjudicaría ni in­
tencional ni conscientem ente a la persona amada; p o r el contra­
rio, cada un o de sus actos está llevado a cabo p ara h acer lo que
m ejor sirva a los intereses de la persona amada, lo que más prom e­
ted o r sea para el bien de sus objetivos.
Jow ett señala que, en este diálogo, Sócrates traza estas distincio­
nes entre los diversos tipos de am antes con objeto de hacer aún
mayor hincapié entre la dim ensión elevada y la dim ensión baja del
amor: «una responde a las apetencias naturales del animal, la otra
se eleva por encim a de ellas y contem pla con respeto las formas de
la justicia, la templanza, la santidad». En un caso y en otro el am or
se representa como «una de las grandes potencias de la n aturale­
za», aunque sólo en el caso del am or noble existe u n comprom iso
que hace volver los pensam ientos de la pareja «hacia la belleza de
origen divino».

C o m p r o m is o

—Todo com prom iso es un tipo de m atrim onio. Los com prom i­
sos llevan consigo responsabilidad, devoción. Pero los mejores tie­
n en tam bién u n ingrediente rom ántico, son creativos y amorosos.
Nos hacen sentir más libres de lo que éramos antes de adquirirlos
—dice Rachel, ayudante técnico sanitario, que participa conmigo
E ros

y con otras veinte personas en u n a Celebración de la Diversidad,


en la zona de la bahía de San Francisco, en California. M antene­
mos u n diálogo en torno a esta pregunta: «¿Cuáles son los mejores
compromisos?».
—U n com prom iso de este tipo, con la persona que uno más
ama en el m undo —sigue diciendo Rachel—, es algo que expande
el m undo en que uno vive. Hay u n hilo de creatividad, de explora­
ción, de descubrim iento en prácticam ente todas las interacciones
que se tienen con el otro.
Ray, de cuarenta y cinco años, es m iem bro fundador del prim er
grupo del Café Sócrates que puse en m archa en la zona de San
Francisco a finales de los años noventa, cuando vivía allí.
—Los mejores compromisos —dice— , al m enos de tipo am oro­
so, rom ántico, que parece ser el tipo al que nos estamos refiriendo,
son u n seguro para gozar del m ejor sexo del m undo. Así puede ser
uno com pletam ente abierto y sincero en lo referente a sus necesi­
dades y deseos, además de que los dos están entregados a satisfacer­
los. La satisfacción erótica de u n a persona nunca tiene que ver
«sólo con el sexo», aunque el sexo en ese caso n o tiene punto de
com paración. Es el mejor, porque las personas implicadas se am an
m utuam ente. El sexo sin am or puede ser fenom enal, pero el sexo
con am or es el no va más.
»En L a mancha humana, la novela de Philip R oth — dice a con­
tinuación— , hay un diálogo en el que Colem an Silk, profesor de
literatu ra clásica, después de haberse acostado con Faunia, una
lim piadora de trein ta y cuatro años de edad con la que quiere
te n er u n a relación en serio, le dice de m an era insistente: «Esto
no sólo es sexo, Faunia. Es m ucho más». Y ella, inflexible, le res­
ponde: «No. Esto es sexo, es sexo p o r sí mismo. No lo jo d as ahora
fingiendo que es otra cosa distinta». Está cabreada con él porque
ha incum plido «las reglas del encuentro», p o r te n er aspiraciones
más elevadas sobre su relación, más allá del p u ro sexo. Faunia
piensa que el sexo es m ucho m ejor cuando no se m ezcla con el
am or rom ántico, cuando u n a pareja no tiene más sentim ientos
m utuos que los que genera la p u ra excitación sexual. Pero es que
incluso ese sexo con am or es m ucho m ejor que el sexo «tal cual»,
sin amor. Para alcanzar lo sublime tiene que existir u n a intim idad
en tre las dos partes im plicadas, de m odo que cada vez que u no
S ócrates enam orado

crea que ha alcanzado la cum bre se pare a pensar que aún hay
otra cum bre más elevada que está a la vuelta del camino.
Rachel asiente:
—Mi pareja y yo —dice— practicam os el sexo tántrico, el anti­
quísimo arte de cultivar la conciencia sexual. «Tantra» significa
«sexo amante», es decir, com prom eterse en el sexo de tal m anera
que uno se funde con su pareja. Pinde So Brahamande, en sánscrito,
significa que el propio cuerpo es u n tem plo divino, u n m icrocos­
mos del universo en sí, y con el yoga Tantra y la m editación uno
aprovecha la energía sexual y le saca partido de m aneras variadas,
conducentes a u n a mayor conciencia sexual y espiritual al mismo
tiempo.
—Mi «biblia del sexo», el Kama Sutra, tam bién es mi biblia de la
vida, mi «Biblia del compromiso» —dice Ana, u n a amiga de Ray
que h a venido desde Atlanta para tom ar parte en la celebración,
organizada después de que el presidente Bush declarara que iba a
encabezar u n movimiento a favor de una enm ienda constitucional
para que se p rohíban los m atrim onios entre las personas del
mismo sexo— . Yo no lo considero, como hacen muchos, como u n
breviario de carácter sexual —dice acerca de los escritos com pues­
tos entre los siglos i y vi de nuestra era por el enigmático Vatsyaya-
na, del cual prácticam ente no se sabe nada— . Sus capítulos abar­
can todo lo abarcable, desde las posiciones sexuales específicas
hasta cómo lograr las formas más intensas de excitación erótica,
pasando p o r los vínculos que hay entre lo erótico y lo epistem oló­
gico o las incursiones sobre el am or en general.
»Kama, en sánscrito, significa tanto «sexo» como «amor»; los
dos se hallan indisolublem ente unidos. En lo que hace referencia
al «mejor compromiso», yo creo que significa que si amas a alguien
hay que dejarlo en libertad, pero en el sentido de hacer el am or a
alguien de m anera que se sienta más libre, más liberado. El Kama
Sutra, o «aforismos sobre el amor», pretende m ostrar de qué m odo
es posible la fusión de Kama con Artha, el bienestar general, y con
Dharma, el código de conducta en la virtud. La vida sexual es el
cam ino para llegar a estar más en contacto con todas las dimensio­
nes de u no mismo, y para alcanzar u n mayor com prom iso con el
m undo. Significa que el sexo es algo sagrado m ientras no sea frívo­
lo ni prom iscuo, que es u n com prom iso que se contrae con u n a
E ros

persona con la que uno ha entablado una relación de amor. El ob­


jetivo al hacer el am or de la m ejor de las m aneras posibles es sentir­
se im pulsado a sumergirse más hon d o en el m undo, a cuidar de lo
erótico de m anera que se ahonden los vínculos que uno tiene con
el m undo, su compromiso y su sentido de la responsabilidad.
Tras una pausa, Rachel dice:
—Otro aspecto que tienen los mejores compromisos románticos
es que tú y tu pareja os amáis m utuam ente por ser quienes sois, no
con la esperanza o la expectativa de transformaros el uno al otro. Mi
pareja y yo tenemos una total aceptación de la u n a p or la otra. Ella es
el espejo de mi alma que no la juzga. Al saber que me ama incluso
con todos mis defectos, me siento continuam ente impulsada a exa­
m inar a fondo mis debilidades, a estudiar de qué m odo puedo llegar
a ser m ejor persona. No porque no me quede más remedio, sino
porque es lo que deseo.
—La aceptación y ese carácter no sentencioso, que no juzga, ¿son
por igual indispensables en los «mejores compromisos»? —pregun­
to— . Cecilia, el am or de mi vida, me ama con todas mis imperfeccio­
nes. Ella hajuzgado que ama mis imperfecciones tanto como ama el
resto de mi persona. Algunos defectos que en mí son muy evidentes,
y que tanto a otras personas como a m í mismo nos molestan sobre­
m anera, a ella de algún m odo le resultan maravillosos, le parecen in­
cluso tan enternecedores como mis posibles perfecciones.
—Bueno, yo siem pre habría dicho que el am or era ciego a los
juicios —-replica Rachel al cabo de un rato— . Pero sí, es cierto que
es incluso m ejor si entraña alguna clase de juicio. Cada u n o de los
dos, con los ojos bien abiertos, juzga al otro y decide que lo ama en­
tero, tal como es. De lo contrario, es casi como si uno pasara p or
alto los fallos del otro, en vez de aceptarlos am orosam ente.
—El prim er y el m ejor compromiso que uno h a de adquirir ha
de ser con uno mismo: se trata de averiguar quién es u no en el
fondo —dice Muriel, com pañera de piso de Ray—. Si alguna vez
piensas comprometerte en serio con otra persona, es mejor que estés
cómodo dentro de tu propia piel. ¿Conoces la canción que dice «ama
al que esté contigo»? Bien, pues la única persona con la que uno está
veinticuatro horas al día siete días a la semana es uno mismo.
—¿Es necesario estar com pletam ente a gusto d entro de nuestra
propia piel antes de com prom eternos de m anera significativa con

67
S ócrates enam orado

otra persona? —p regunto— . ¿O es posible que ese com prom iso


profundo que u n o adquiere con otro, la aceptación del otro tal
como es, con sus facetas más incóm odas incluidas, sea lo que nos
ayuda a estar más cómodos con nosotros mismos?
—Desde luego, no es necesario estar perfectam ente cóm odo
con u no mismo para iniciar u n a relación com prom etida, pero sí
hay que tener una idea realm ente decente de quién es uno —repli­
ca M uriel— . A veces uno puede trabar u n a relación am orosa y
com prom etida, y darse cuenta entonces no de que estaba viviendo
u n a m entira, sino de que no sabía cuál era toda la verdad sobre sí
mismo; p o r ejem plo, que uno es gay. Y cuando esa verdad resulta
evidente, pone fin a esa relación.
Y añade:
—Los m ejores compromisos son los de aceptación incondicio­
nal, au n q u e no sin p o n e r en cuestión algunas cosas. Sólo los fa­
náticos no cuestionan sus com prom isos. Más bien se deb en ana­
lizar los propios compromisos en todo m om ento, a la luz de los
descubrimientos que uno vaya haciendo acerca de quién se es como
persona.
—Aveces —interrum pe Ray—, hay que estar incluso dispuesto a
causar una ofensa, tanto a uno mismo como a los seres más cercanos
y más queridos, a la hora de afrontar seriamente las verdades únicas
relativas a uno mismo, y eso significa que hay que estar com prom e­
tido ante todo y m ejor que nada con el conocimiento de uno mismo
tan plena y sinceram ente como sea posible. No puede uno ser el
m ejor que puede ser, no puede p or tanto adquirir nunca u n «mejor
compromiso» con nadie, ni con nada, sin ese conocimiento.
—Exacto —dice M uriel—. Tal vez tenga uno que capear una
profunda crisis de fe o de identidad; o que afrontar u n a persecu­
ción, incluso por parte de quienes se supone que han de am arnos
más que ninguna otra persona del m undo. Pero es algo que vale la
pena, porque entonces uno puede adquirir realm ente u n profun­
do compromiso con su m undo.
Ana parece estar ahora más anim ada y dice:
—Me doy cuenta de que la palabra que estaba buscando desde
que com enzó este diálogo no es otra que «sagrado». Los mejores
compromisos son los sagrados. T ienen su comienzo cuando dos o
más personas aceptan u n a profunda responsabilidad p o r el bienes-
E ros

tar del otro. Pero no term inan ahí. U no empieza a ser más apasio­
nado por el cuidado y las atenciones que presta a todas las personas
que se encuentran en su órbita.
—Ese es sin lugar a dudas el ideal, pero me temo que yo m e
quedo lejos — dice John, amigo de Ana, en casa del cual se alojan
ella y su novio m ientras pasan unos días en la zona de la bahía de
San Francisco; hasta ahora se había contentado sólo con escuchar
a los demás— . El otro día estaba en el ascensor del edificio en que
vivo, con mi pareja, y un hom bre de edad avanzada se encontraba
con nosotros. De pronto dijo: «Odio a los maricones».
Mi prim er impulso fue darle un sopapo, pero me sorprendí a m í
mismo, y creo que tam bién a él, cuando m e limité a preguntarle
p o r qué.
No contestó. N ada más abrirse la p uerta del ascensor salió a
toda velocidad y masculló: «Maricones». Porque yo iba de la m ano
con mi pareja, todo lo que alcanzó a ver es que soy gay. Ni siquiera
eso, sólo vio a un «maricón». No supo ver en m í a u n violinista p ro ­
fesional, ni al padre de dos niños maravillosos adoptados en China.
No vio a la prim era persona de toda su familia que ha hecho estu­
dios universitarios y menos aún a una persona que se ha graduado
con u n summa cum laude. No vio en m í a u n hom bre que tiene todo
u n m undo de compromisos sagrados, y no lo vio p o r la ceguera de
sus prejuicios.
— ¿Qué viste tú en él? —pregunto.
—Vi a un viejo homófobo asustado y lleno de odio. Pero después
me paré a pensar: habría sido increíble si hubiese logrado que se
sentara a hablar conmigo. Me fastidia pensar que abandonará este
m undo siendo así, sin llegar a saber por qué odia o teme a las perso­
nas que son «diferentes». Pero tam bién me fastidia pensar que yo
me iré de este m undo con mis propios temores y con mis prejuicios.
Estoy convencido de que si nos hubiésemos tom ado la molestia de
conocernos el uno al otro, habríam os encontrado algo en común,
como, no sé, la afición a la filatelia, o lo que sea. Ese habría sido u n
«buen compromiso» para que dos personas que se tienen u n paten­
te rechazo se conocieran mejor y vieran si tal vez no estaban recípro­
cam ente equivocadas. Aun cuando la cosa no hubiera salido de la
m ejor de las maneras posibles, uno al menos lo habría intentado, y
a buen seguro habría aprendido m ucho sobre sí mismo.

69
S ócrates enam orado

Jo h n nos m ira antes de continuar.


—Los mejores compromisos, más que nada, son aquellos en los
que u no term ina más íntim am ente «ligado» consigo mismo. U no
tiene la sagrada y egoísta obligación de conocerse a sí mismo tan ple­
nam ente como sea capaz, con el fin de ser mejor, y para mí ése es el
mejor compromiso que puede hacerse de por vida. Para ello necesi­
tamos a los demás, a los amigos, a los desconocidos, a los antagonis­
tas, para que sean espejos de nuestras almas. Y cuantos más, mejor.

Se x o y s o c ie d a d

M artha Nussbaum testificó ante el Tribunal Suprem o de Esta­


dos U nidos durante las deliberaciones de 1996 sobre u n a m edida
legal p en d ien te de tram itación en el estado de C olorado, p o r la
que se p ro h ib ía la aprobación de cualquier ley que am pliase los
supuestos contem plados en los derechos civiles elem entales para
los hom osexuales. N ussbaum aseguró que en todas las «tradicio­
nes y civilizaciones de la época clásica, las relaciones rom ánticas
en tre personas del mismo sexo, los lazos entre ellas y su conducta
sexual gozaban de muy alta estima». Antes del advenim iento del
cristianism o —señaló— , no hay pruebas en las culturas occiden­
tales, y m enos aún en su normativa legal —sobre la cual se basa en
gran m edida la de nuestro propio país— , de que «se considerasen
los vínculos eróticos entre personas del mismo sexo como algo in­
moral, “antinatural” o impropio». De hecho, en aquella misma de­
claración testificó que existen claras pruebas de que en los tiempos
de máximo apogeo de la antigua Atenas «los actos homosexuales
entre dos varones que dieran su consentim iento, y en casos menos
frecuentes entre mujeres que tam bién consintieran, se recibían pú­
blicamente con ostensibles muestras de aprobación». A la postre, el
Supremo desautorizó la chocante Segunda Enm ienda de Colorado.

En su libro titulado Sex and SocialJustice, Nussbaum sostiene que


todas las leyes deberían estar orientadas hacia el reflejo y la prom o­
ción del valor m oral más profundo: el de que todos los seres h u ­
m anos poseen u n a dignidad propia «sólo en virtud de que son
hum anos, y este respeto no debería reducirse en función de una
E ros

característica que se distribuye según los caprichos de la fortuna».


Hoy en día, a su entender, el movim iento por los derechos de los
homosexuales es uno de estos intentos p o r hacer aún más realidad
el hum anism o inspirado en la Atenas democrática de antaño. Nuss­
baum señala que «leer a los griegos tiene un valor incuestionable en
nuestras deliberaciones morales y legales», y tiene importancia hoy
en día en cuestiones de derechos de género y de relaciones entre
personas del mismo sexo «por el m odo en que nos invitan [los grie­
gos] a com partir el apasionado anhelo de esos am antes del mismo
sexo, a conmovernos con sus esperanzas y sus angustias y su alboro­
zo final». Al hacerlo, es probable que descubramos que sus anhelos
no son ni m ucho m enos «ajenos» a los de quienes tienen prim or­
dial o exclusivamente relaciones heterosexuales.

E s p e jit o , e s p e jit o

Al anunciar su dimisión como gobernador de Nueva Jersey p o r


haber tenido lo que describió como una aventura consensuada con
otro hom bre, James McGreevey dijo que durante toda su vida había
«luchado con mi propia identidad, con la persona que soy». Casado
y padre de dos hijos, educado en el seno de una familia católica, si­
guió diciendo que «en u n m om ento determ in ad o , en la vida de
todas las personas, uno ha de m irar en el fondo de su propia alma y
decidir cuál es su verdad única en el m undo, no tal como quizá qui­
siéramos verla, no como tal vez esperemos verla, sino tal como es en
realidad».
¿Puede u n espejo reflejar alguna vez con exactitud quién es
uno? ¿Puede uno «verse» alguna vez por com pleto, con exactitud,
con honestidad? ¿O es tal vez ese «intento de ver» lo que en reali­
dad importa? ¿Depende de nuestro propósito, de nuestro objetivo?
Si esa «verdad única» que uno llega a conocer sólo sirve para depri­
mirnos, para traumatizarnos, ¿vale la pena descubrirla?

En el Alcibiades de Platón, Sócrates m edita sobre el m odo en que


habrían sido las cosas si la orden que recibió del oráculo de Delfos
no hubiera sido «Conócete a ti mismo», sino más bien «Ve cómo
eres tú mismo». Señala que hay «algo de la naturaleza del espejo en

71
Sócrates enam orado

nuestros propios ojos», de m odo que cuando uno se m ira en unos


ojos «se ve u n a suerte de im agen de la persona que mira». Sócrates
sigue diciendo que ser capaces de ver nuestro propio reflejo físico
no equivale a verse a uno mismo. Para esto, dice que es preciso que
uno se mire en el espejo de su yo más profundo, en sus pensam ien­
tos y sentim ientos, en sus intenciones y objetivos. También debe
uno contem plarse por fuera, no sus rasgos físicos, sino sus obras y
sus actos. En térm inos ideales, u n o se m ira en ambos planos de ma­
nera congruente.
¿Cómo hacerlo de m odo provechoso? En el Fedro de Platón, Só­
crates dice que «el am ante es el espejo [del am ado] en el que se
contem pla» de tal m odo que el am ado llega a en ten d er cómo de­
term inados elem entos de su m anera de vivir el am or p u ed en dis­
tanciarle del conocim iento de sí mismo, alejarlo u n poco más de
los demás y de su m undo. Al mismo tiem po, el am ado reconoce
cómo puede avanzar en su em peño por retirar las orejeras que im­
p id en una mayor ilum inación del propio yo, rom piendo los tabi­
ques existentes entre el yo y el otro, entre el interior y el exterior.

Según H azrat Inayatjan (1882-1927), el prim er maestro sufí de


O ccidente, que hizo de su vida u n em peño constante p o r conectar
los planteam ientos espirituales de O riente y O ccidente, el espejo
hum ano se com pone a partes iguales de corazón y de cerebro. «La
m ente es la superficie del espejo y el corazón es su hondura», y si
ambos se com binan para servir como u n prism a p o r el cual m irar
al interior del alma, «todo se refleja». Como u n a partícula y una
onda, ambos son manifestaciones de una y la misma cosa, aunque
los dos son com ponentes indispensables a la ho ra de aportar una
im agen más com pleta de aquello que uno ve. Jan distingue entre
varios tipos de espejos morales: el de la «persona insincera», cuyas
reflejos revelan tan sólo la superficie —de sí mismo y de quienes as­
piran a saber más de sí mismos m ediante esa persona— , frente al
espejo de la «persona sincera», cuyos reflejos traspasan la superfi­
cie y la profundidad al mismo tiempo. Cuando dos personas since­
ras «se concentran la u n a en la otra [...] con amor», cada u n a de
ellas ayuda a la otra a obtener u n a visión mayor, tanto literal como
figurada, de quién es y quién podría ser aún.
E ros

Para Rumi, filósofo y místico del Islam (1207-1273), y uno de los


más grandes glosadores del amor de todos los tiempos, el espejo que
no juzga el amado es el catalizador en virtud del cual el propio cora­
zón se abre cada vez más, hasta quedar tan completamente limpio y
despejado que parece un espejo sin imágenes.
No obstante, los mejores espejos son los que juzgan con amor.
C ontienen imágenes potencialm ente infinitas, en vez de no conte­
n er ninguna, y todas ellas están orientadas hacia la posibilidad de
ayudarnos a m ostrar que somos obras en constante progreso, ina­
cabadas, susceptibles de esculpir yoes que puedan dar u n nuevo
sentido a todo lo que hemos sido, a todo lo que hemos hecho hasta
ahora. De ese m odo funcionaría un espejo socrático.
¿Es posible que alguien que no nos ame, alguien insincero e inclu­
so odioso, sostenga ante nosotros u n espejo al que valga la pena aso­
marse, y que de ese m odo contribuya a nuestro acervo de conoci­
mientos acerca de nosotros mismos, al cual podemos recurrir de una
m anera constructiva, ayudándonos a am ar mejor? Alguien que nos
ama puede ir muy lejos con tal de ocultarnos determinadas verdades,
sobre todo si supone que pueden resultarnos dolorosas o traumáti­
cas, aun cuando a la larga algunas pudieran ser también provechosas.
Quien no tenga un sentimiento de afecto por nosotros, en cambio,
puede con una sinceridad brutal revelarnos algunas cosas que prefe­
riríamos que quedasen escondidas (y que en algunos casos es mejor
que queden olvidadas), o que preferiríamos no haber sabido que es­
taban escondidas. A veces, una revelación de estas características
puede hacem os daño, pero a veces puede hacernos m ucho bien.
¿Puede u n espejo despiadado servir en ocasiones a u n m ejor
propósito que un espejo de amor? Tal vez. Con frecuencia, sin em ­
bargo, los mejores nos revelan con amor, con amabilidad, aspectos
de nosotros mismos que posiblem ente sean difíciles de reconocer,
m ostrando sólo todo aquello que podam os asumir en u n m om en­
to determ inado.

E m b r ia g a d o de am or

Los fundam entalistas m usulm anes sostienen que en su fe no


hay espacio para la sensualidad. En esto Rumi no estaba de acuer­

73
S ó crates ena m o ra do

do con ellos. Se le consideró de hecho u n iconoclasta en el m ejor


de los casos, u n paria en el p e o r de los supuestos, p o r escribir
acerca de la alegría de la danza, de la belleza de la sensualidad,
del éxtasis de quien está «embriagado» p o r la gracia de Dios.
A unque Rumi se consideraba u n m usulm án convencional, sus
obras fueron prohibidas p o r los fundam entalistas de su tiem po,
com o lo son ahora. Sus poem as son celebraciones de lo cotidia­
no, de la belleza potencial y real, de la bo n d ad y del am or presen­
tes en todas las cosas, siem pre y cuando seamos capaces de tom ar­
nos el tiem po necesario para desarrollar esa m irada in terio r que
es precisa para verlo.
Andrew Harvey, estudioso, gran conocedor y entusiasta de
Rumi, escribe que el poeta místico «combinaba el intelecto de Pla­
tón, la visión de las cosas y el esclarecimiento espiritual de Buda o
de Cristo, y el derroche de los dones literarios de u n Shakespeare».
Harvey tam bién podría haber reseñado que en múltiples aspectos
Rumi era muy similar a Sócrates, el cual, como él, «nunca afirmó
poseer u n a ilum inación total»; en cambio, con u n a com binación
de hum ildad y de curiosidad insaciable, buscó de u n m odo impla­
cable nuevas posibilidades, nuevas manifestaciones de todo aque­
llo que pueda ser el amor. Harvey apunta que un a de las «contribu­
ciones más originales de Rumi a la historia del pensamiento místico»
ha resultado, con el tiempo, su «intuición de que la evolución es un
proceso infinito, que jam ás term ina en ninguno de los planos de
ninguno de los m undos [...] y que el viaje que encarna y que vive el
Amor es tan infinito, tan ilimitado como el Amor mismo».
El am or es p o r su propia naturaleza evolutivo; no es algo que se
haya de encontrar solam ente en los objetos externos, sino que más
bien se trata de algo susceptible de posterior creación y rem odela­
ción, siem pre y cuando uno sepa cómo proceder. Lo que vislum­
bró Rumi podría haberle llevado a intuiciones aún más profundas
si las hubiera sometido a un escrutinio racional a fondo. Probable­
m ente sea injusto echárselo en cara; Rumi utilizó de m anera magis­
tral la indagación poética como m étodo para exam inar el am or
desde muy variados puntos de vista, imaginando además el am or en
nuevas encarnaciones.
No escribió Rumi sobre m undos de odio, o de indiferencia, o de
intolerancia, y no p o r hacer la vista gorda a todo ello, sino porque
E ros

creía que el m undo en que vivimos es el m undo que tenemos la ins­


piración de hacer realidad. Rumi consideraba su poesía u n vehícu­
lo para mostrarnos una m anera de am ar que nos condujera a u n a
intim idad más directa con Dios, al cual equiparaba con el am or
universal. Para Rumi, todo el que de verdad ha amado a otra perso­
na, aunque sólo haya sido un a vez, al m argen de que fuera o no co­
rrespondido, h a avanzado po r el camino de la divinidad.
Las nociones más etéreas del am or que hay en Rumi no trascen­
dían lo sensual, sino que, al contrario, rebosaban sensualidad. A su
entender, el sexo mismo era una form a de indagación, u n camino
hacia la divinidad. El sexo con u n a persona am ada era u n a form a
de lo sagrado, de m utua intim idad y de exploración, que a uno lo
ponía en contacto con lo divino, reflejando el am or de quien h a
avanzado más allá y más adentro, desplazando los límites de la in ­
tim idad sensual y espiritual, de la epifanía, logrando una mayor co­
nexión con la inmensidad. Para Rumi, la cúspide es la embriaguez
del éxtasis en la ilum inación de que estamos vivos, de que somos
amados, de que somos capaces de u n am or más expansivo.
Rumi com parte la visión de Diotima en el Banquete de Platón, en
el sentido de que el am or es la búsqueda de la belleza: «Allí donde
com parece la Belleza tam bién está presente el amor». El am or es la
religión suprem a para Rumi, como lo era para Sócrates. Ambos te­
nían plena fe en la bondad esencial de cada ser hum ano, en el p o ­
tencial de cada persona en la tarea de apropiarse de u n m undo
más lleno de amor, una vez que cada uno no sólo es consciente de
esta bondad inherente, sino que halla la inspiración necesaria para
com partirla con el m undo. Cada uno creía que había de explorar
el am or por medios que conectasen y trascendiesen el propio yo, la
com unidad, la cultura, la fe, por medios que les perm itieran intro­
ducirse continuam ente en nuevas perspectivas, experiencias, di­
mensiones del amor.
Para Rumi, en todos los casos, el objetivo del am ante es la atrac­
ción del am ado, sentir el tirón m agnético del amor. Los am antes
que no busquen esto, diría Rumi, rechazan el verdadero amor, porque
no tienen intención de cambiar. Se niegan a abandonarse, a ser vul­
nerables al amor, a entregarse desnudos a sus posibilidades, y de
ese m odo pierden algo crucial en la vida, pierden la perspectiva del
am or verdadero. Por encim a de cualquier otra consideración, dice

75
S ócrates enam orado

Rumi, uno debe em beberse del am or con todo el corazón, con


toda su alma.

Los estudiosos del cristianismo tienen a gala señalar que las pri­
meras versiones griegas de la Biblia no hacen uso del térm ino eros,
típicam ente considerado una form a baja de amor. En esta aprecia­
ción se pasa oportunam ente p o r alto que la Biblia contiene uno de
los relatos más sexualm ente explícitos, y más sensuales, que jam ás
se hayan contado: es el C antar de los Cantares, o C antar de Salo­
m ón, u na pieza de 117 versos, de pu ra poesía del éxtasis, intercala­
da entre el Eclesiastés e Isaías. Se trata de un poem a de am or que
versa sobre el despertar sexual y el anhelo erótico de dos jóvenes
amantes. Incluso contiene esta exhortación: «¡Festejad, amigos, y
bebed hasta embriagaros de amor!».
U n estudioso com o R obert A lter ha ap u n tad o que el C antar
de los C antares es un o de los más grandes poem as de am or de
todos los tiempos, u n poem a «en que se fu n d en distintos territo­
rios, distintos sentidos, adem ás de los cuerpos m asculino y fem e­
nino». El au to r de esta historia bíblica se cree que fue Salomón,
hijo de David y Betsabé, elegido para ser el h ered ero al trono de
David, incluso a pesar de no ser el prim ogénito, p o r el profundo
am or que David tenía p o r Betsabé. En u n a nueva traducción,
Ariel Bloch y Chana Bloch describen el C antar de los Cantares de
este modo:

Es un poema acerca del despertar sexual de una mujerjoven y


de su amante [...] que se encuentran en un paisaje idealizado de fer­
tilidad y abundancia, una especie de Jardín del Edén, en el que descu­
bren los placeres del amor. El tránsito de la inocencia a la experiencia
es también uno de los temas de la historia del Edén, aunque [...] el
Cantar contempla el paso de esa misma frontera y en él ve sólo el júbi­
lo del descubrimiento.

Lo que verdaderam ente sitúa el poem a al m argen de otras histo­


rias de am or de la misma época es que el am or apasionado, en vez
de ser descrito como la quintaesencia del sufrim iento, como «una
enferm edad que todo lo consume», es algo que se presta al disfru­
te. Los am antes «no sufren el amor, sino que lo saborean». El Can-
E ros

tar de los Cantares celebra el eros tal como fue concebido en princi­
pio, siglos antes, en Grecia, cuando eros era u n a celebración del
am or entre las personas y u n a parte integral (aunque de ninguna
m anera la única) de casi cualquier viaje verdadero de descubri­
m iento hum ano.

La belleza d el c o r a zó n y de la m en te

Sócrates no era precisam ente apuesto. A decir verdad, según


casi cualquier criterio estético, era sencillamente feo. El propio Só­
crates fue el prim ero en reconocer que su barriga prom inente, su
nariz achatada y su rostro arrugado no eran los ingredientes ade­
cuados para una atracción fatal. No se sentía en m odo alguno ape­
nado p or esa apariencia poco agraciada que le había dado la divi­
nidad, no veía ninguna incongruencia en que u n a persona tan
alejada de la belleza insistiera, en casi todas sus disquisiciones filo­
sóficas, en el am or y la búsqueda eterna de la belleza. Los jóvenes
apuestos entre los cuales llevaba a cabo sus indagaciones filosóficas
tam poco veían nada incongruente; estaban prendados de él. No se
trata solam ente de que pasaran p o r alto su apariencia física; más
bien esa apariencia hacía más evidente el hecho de que poseía ver­
dadera belleza de corazón y de m ente; no es que el am or que le
profesaban fuera ciego, sino que más bien eran incapaces de ver
sus aspectos físicos al m argen del resto de su persona, el conjunto
de su persona les resultaba de u n a gran belleza. En verdad, si se les
hubiera preguntado, habrían insistido en que, visto bajo una luz
apropiada, los rasgos físicos del propio Sócrates eran de una gran
belleza.
Tanto en el Cármides com o en el Banquete, diálogos ambos de
Platón, Sócrates esquiva los avances im placables de sus in te rlo ­
cutores de u n m odo que los lleva a ser más dueños de su territo­
rio, a ten er un mayor control sobre la determ inación del cuándo
y cóm o in c o rp o ra r la faceta ap asionada, y h acia qué fo rm a de
indagación —-sexual, axiológica, epistemológica o u n poco de todas
ellas— tenderán si se alejan de sus más bajas compulsiones, com o
son la lujuria en estado pu ro , la avaricia, el poder. Eros estaba
aquí e n ju e g o , au n q u e tam bién se p o n ía en tela de ju icio si los

77
Sócrates enam orado

m edios y los fines hacia los cuales ten d ía eran bajos o eran n o ­
bles. Por si fuera poco, eros no operaba en un vacío, sino más bien
en tándem con otras formas y dimensiones del amor, el am or fami­
liar, el am or de la com unidad, el am or existencial y el am or estéti­
co entre otros. Era parte integral de los factores que propiciaban
las transform aciones en aquellos con los cuales Sócrates hacía sus
indagaciones.
Alcibiades, el apuesto m ilitar y político, no tiene n in g ú n es­
crúpulo cuando habla en el Banquete en nom b re de todos los
dem ás participantes en la conversación. D esnuda su corazón
ante su m e n to r y se vuelve muy elocuente al co m en tar la capaci­
dad sin p ar que tiene Sócrates en el arte de conm over el alm a de
u n hom bre:

Los simples fragmentos de tus palabras asombran y poseen las


almas de todos los hombres [...] el corazón se me desboca [...] y los
ojos se me llenan de lágrimas.

Entonces, dándole la espalda a Sócrates y dirigiéndose al resto


de la concurrencia, Alcibiades sigue diciendo así:

Me hace confesar que no debería yo vivir como vivo, descuidan­


do las apetencias de mi propia alma. [...] Deberíais todos saber que la
belleza y la riqueza y el honor para él no tienen trascendencia.

A hora bien, Alcibiades tam bién habla del m odo en que el esti­
lo que tiene Sócrates con las palabras y su m anera de vivir «con se­
riedad de propósito» afectan a su m anera de ver a este hom bre. Al­
cibiades no está ciego; al contrario, es el prim ero en reconocer que
Sócrates es u n feo espécim en para todo aquel que se limite a m irar
sus rasgos físicos. Sin embargo, en el caso de Sócrates, conocerle es
conocer la belleza; todos los que tienen intim idad con él se dan
cuenta de que esa fealdad superficial no hace sino acentuar el
hecho de que él refleja «imágenes doradas y divinas de belleza tan
fascinante» que m ueven a un hom bre a cam biar de vida y a esfor­
zarse p o r vivir la vida de belleza que Sócrates representaba.
E ros

La f e a l d a d e s t á e n e l o j o d e l q u e m ir a

Platón parece m ostrar que los rasgos externos de Sócrates, tan


poco atrayentes, p o nen a prueba en definitiva si aquellos con los
cuales conversa y reflexiona son capaces de detectar la belleza en
sus formas más duraderas. La mayoría parece superar la prueba.
Sócrates, sin embargo, no cambió los criterios para m edir la belleza.
Tan sólo optó por obviarlos. Cuando uno se enam ora de alguien, se
enam ora más del m undo, de m anera que, o bien la belleza im preg­
na incluso lo más m undano, lo más ostensiblem ente feo, o bien
siente la inspiración de extraer la belleza de todo lo que pueda ser
antagónico a ella.
El tipio mismo de indagación mediante la cual Sócrates se relacio­
naba con los demás es u n a especie de enam oram iento m om entá­
neo, au n q u e no en u n sentido p rim o rd ialm en te erótico. La n a ­
turaleza de sus intercam bios alteró las lentes con las cuales los
participantes veían su universo y actuaban en él. Sus intercambios fi­
losóficos, apasionados, intensos, rigurosos, fueron en sí mismos capi­
tales en la transformación del m odo en que veían el m undo y el lugar
que ocupaban en él. Llegaron todos ellos a ver cuánto se necesitarían
los unos a los otros si tuvieran que expresar de m anera más plena, y
descubrir de hecho, sus propias perspectivas, y adquirir de ese m odo
autonomía, siendo sin embargo pensadores y actores dotados de una
clara conciencia social.

Soy d e m a s ia d o ,s/-;xy pa r a e s t e d i á l o g o

Sócrates puso del revés todas las reglas eróticas. En sus indaga­
ciones en el ágora, eran losjóvenes apuestos los que perseguían al
viejo feo, quien, sin embargo, se les antojaba rotundam ente atrac­
tivo. A un cuando se vieran frustrados cuando él se negaba a acce­
d er a sus intentonas, preferían seguir estando en su compañía, en ­
zarzados con él en una íntim a indagación filosófica, en vez de no
tener relación alguna con él.
¿Y si Sócrates hu b iera cedido a las propuestas de sus apuestos
interlocutores? ¿H abrían puesto en tal caso fin a sus diálogos con
él? Tal vez no h u b iera sido así. Saciarse sexualm ente es algo que

79
Só crates enam orado

puede llevarnos a ser más, y no m enos, filosóficam ente inquisiti­


vos; es algo que pu ed e conducir a mayores revelaciones sobre el
eros. Para unos, la indagación sexual p o d ría ser u n «precursor»
vital de una indagación filosófica fructífera. Para otros, cuanto
más sexo se practica, m enos interés queda p o r todo lo demás. Si
Sócrates hubiese cedido a los deseos de sus com pañeros de inves­
tigación filosófica, a sus afanes p o r gozar de él, ¿habría m engua­
do el hechizo que tenía sobre ellos, o hab ría resultado más fasci­
nan te que nunca?

F il t r o d e amor n . '0 9

C hristopher Faraone, estudioso en este campo, escribe en A n ­


cient Greek Love Magic [Magia am orosa de los antiguos griegos] que
el uso de pociones de am or era práctica com ún en Grecia, y que las
mujeres recurrían a los filtros de am or para engendrar o realzar la
ternura y el afecto p o r el hom bre al que amaban. A unque a Sócra­
tes se le suele recordar sobre todo p o r el atractivo que tenía para
otros hom bres, según Jenofonte era igualm ente atractivo para las
mujeres, que a m enudo recurrían, por él, al poder de los filtros. Jeno­
fonte deja constancia de que Sócrates dijo: «También yo tengo m u­
chas novias que no me dejan escapar de su lado ni de día ni de
noche», porque em plean como expertas «filtros y encantam ientos
de amor».

C onstruya el a m o r q u ie n p u e d a

El filósofo y ensayista español José O rtega y Gasset (1883-1956),


en su elegante libro Sobre el amor, apunta que todas las eras, todas las
épocas, todas las etapas culturales del ser hum ano, «han tenido al­
guna gran teoría de los sentimientos», excepción h echa del Occi­
dente m oderno. En su propio em peño p o r dar com pensación a
esta carencia y retom ar la reflexión allí donde la dejaron los teóri­
cos del am or de una época pasada, O rtega y Gasset afirma, a propó­
sito del am or rom ántico, que el am or no sólo está en el ojo de
quien mira, ni lo está más o menos de lo que uno quiera. Más bien,
E ros

aquello de lo que uno está com puesto determ ina en gran m edida
qué clase de am or es la que puede construir, si es que puede cons­
truir alguna.

Siendo el amor el acto más delicado y total de un alma, eir él se


reflejarán las condiciones e índole de ésta. Las características de la
persona enamorada han de atribuirse al propio amor. Si el individuo
no es sensible, ¿cómo puede ser sentiente su amor? Si no es profundo,
¿cómo va a ser hondo su amor? Tal como uno sea, así será su amor. Por
esta razón, en el amor podemos hallar el síntoma más decisivo de lo
que es una persona determinada.

Según este planteam iento, u n a relación am orosa no posee


u n a naturaleza in h e re n tem en te transform adora. Para O rtega y
Gasset, quiénes seamos en u n m om ento determ inado es [...] quie­
nes somos. Se trata de u n a filosofía del am or h arto pesim ista y
bastante poco caritativa. ¿Q uiénes de en tre nosotros n o tienen
necesidad de conocer m ucho más sobre el amor, de llegar a ser
m ejores am antes, de ap re n d er a ser am antes incluso de entrada?
Sólo quienes tengan una mayor experiencia en los secretos del
amor, quienes tengan un interés generoso y duradero p o r noso­
tros, podrán ayudarnos a saber más sobre el am or y sus secretos.
Necesitamos a los demás, y es probable que ellos nos necesiten a
nosotros —amigos y desconocidos y seres queridos por igual— a cada
paso del camino. En particular, una persona am ada puede en efec­
to enseñarnos a descubrir y ahondar nuestro amor, puede revelar­
nos características que no sabíamos que poseíamos, pu ed e inspi­
rarnos de m anera que las cultivemos, y ayudarnos en suma a ser
m ucho más de lo que somos en cualquier m om ento determ inado
de nuestra vida.

F i n g im i e n t o s

Laszlo Versenyi, incom parable estudioso de la A ntigüedad grie­


ga y gran experto en Sócrates, opina que en sus discursos sobre el
eros éste m ostró que las relaciones amorosas

81
Sócrates enam orado

son irónicas, porque están llenas de fingimiento. Cada uno de los


miembros de una relación finge ante el otro que lo ama tal cual es, por
lo que es, cuando en verdad cada uno aspira a transformar al otro en
otro distinto, es decir, en otro mejor del que es.

Este planteam iento, sin em bargo, pasa por alto la naturaleza


in h erentem ente transform adora de las relaciones amorosas, no
necesariam ente porque una persona aspire abiertam ente a trans­
form ar a la otra, sino porque la relación misma puede avivar un
ardiente deseo de ser más o de ser m ejor de lo que u no es en el mo­
m ento presente, de abrirse a experiencias que perm itan nuevas po­
sibilidades de crecim iento y de descubrim iento, de m ostrar y com­
partir el amor.
Versenyi tam bién pasa por alto todos los grandes amores en los
que u no llega a am ar más, y no menos, con un conocim iento más
íntim o de los defectos del otro, con u n a mayor experiencia de los
cambios que afrontar la vida misma puede traer consigo. Como
dice Shakespeare en su soneto 116,

[...] No es amor el amor


que de inmediato cambia si topa con cambios...
¡oh, no! Es un firme faro, eternamente fijo,
que presencia tempestades sin nunca estremecerse...

¿Hay algo erróneo en que alguien aspire a que seamos m ejo­


res? ¿Depende acaso de qué se entiende po r «mejor»? Las mejores
relaciones de am or nos ayudan a aclarar y a e n ten d er nuestras es­
peranzas más íntimas. La persona am ada hace suyas esas esperan­
zas y hace todo lo posible para ayudarnos a hacerlas realidad. Al
mismo tiempo, tam bién p uede ayudarnos a ver aspectos de noso­
tros mismos, capacidades potenciales, talentos que no sabíamos
que poseíamos, y ayudarnos a reconducir nuestras vidas p o r direc­
ciones imprevistas. Los criticones que actúan de b u en a fe, am oro­
samente, p ueden ayudarnos a ver si nos vendem os mal, si nos con­
formamos con dem asiado poco; pueden ayudarnos a afrontar los
sentimientos de inadecuación, así como los defectos y deficiencias
más evidentes, los que nos im piden llegar a ser todo lo que podría­
mos ser.
E ros

Por si fuera poco, hay ocasiones en el transcurso de un a relación


genuinam ente am orosa en las que tales pretensiones de transfor­
m ación pueden ser realm ente desinteresadas. Alguien que nos
ame verdaderam ente podrá conducirnos p o r direcciones que
quizá auguren el final de nuestra relación rom ántica con esa perso­
na, pero que, pese a todo, son lo m ejor para nosotros.
Versenyi, u n pesimista rom ántico en la gran tradición de Euro­
pa Oriental, dice tam bién que la relación erótica

está por su propia naturaleza [...] plagada de dudas, de interro­


gaciones, de exámenes, de indagaciones del uno con respecto al otro,
pues el amante busca en su amada aquello que lo complete de mane­
ra plena [...]. El amor es por su propia naturaleza la búsqueda de uno
mismo, el cumplimiento de la propia plenitud.

De ser así, entonces no se basa puram ente en las pretensiones


que u no tenga de cambiar al otro, sino tam bién en las propias ex­
pectativas de transformarse a uno mismo.

R e u n ió n de am or

Guando empecé a organizar los diálogos del Café Sócrates hace


ya más de diez años, mi idea era la de reunir a personas que en su
mayor parte no se conocieran al empezar, para que tomasen parte
en u n curso de filosofía socrática. Mi hipótesis era sencilla: investi­
gando u n a serie de interrogantes afines a todos ellos, pronto se for­
maría una com unidad filosófica, en la que esas preguntas servirían
para aglutinar a todos los participantes en el diálogo. Aunque ha de­
jad o de sorprenderm e que personas desconocidas entre sí desarro­
llen en el transcurso de una conversación filosófica com partida una
intim idad y una cam aradería notables en un plazo muy breve, la
em oción que me produce asistir al nacim iento de esos lazos no ha
cesado nunca.
El propio diálogo nos hace a un tiem po más y m enos extraños
respecto a nosotros mismos y respecto a los demás, de maneras que
nos conectan y nos tornan más apasionados en cuanto a nosotros, a
nuestras vidas y a aquellos con quienes entablamos una interacción.

83
Sócrates enam orado

La mayoría de las personas que asisten a estos diálogos creen de en­


trada que saben muy bien qué piensan sobre determ inadas cuestio­
nes, para descubrir, a m edida que progresa el diálogo, que en de­
term inados aspectos apenas si se conocen a sí mismas. Expresan y
descubren al tiempo pensam ientos e ideas que no eran conscien­
tes de tener. Así pues, descubren que no se conocen a sí mismas tan
bien como creían, lo cual supone u n a epifanía, u n elem ento de
sorpresa que las anima a continuar con los demás en esa búsqueda
com partida del descubrim iento filosófico de lo novedoso, de lo
desconocido, en la m edida en que concierne a cuestiones que sí les
im portan en lo más profundo. Esto es algo que puede llevarnos a
sentir y cultivar un mayor interés p o r nosotros mismos y p o r los
demás, y tam bién por nuestro m undo, m ientras que si apenas se
tienen sorpresas, si desaparece la capacidad de asombro, el resulta­
do fácilmente puede ser la apatía o la indiferencia.

U n diálogo filosófico al estilo de los que celebraba Sócrates es


en térm inos ideales u n a reu n ió n de amor. Los participantes se
ayudan unos a otros a sondear y revelar aquellas formas de unici­
dad que estaban ocultas desde antaño en su interior, y que les ins­
piran a cumplir cada uno con su parte en la búsqueda de caminos
del conocimiento que sean desconocidos aún y que puedan hacer­
les avanzar hacia una mayor areté.
Lo mejor de todo posiblemente sea que, muy a m enudo, perso­
nas que en circunstancias distintas no habrían tenido la ocasión de
conocerse, o que en circunstancias normales no habrían tenido nin­
guna relación entre sí, llegan a hacerse muy buenos amigos. En algu­
nas ocasiones, los asistentes al Café Sócrates han encontrado al amor
de su vida.

E xtraño, y s in e m b a r g o f a m il ia r

—Tú conseguiste que se tam baleara la idea que yo tenía de


cómo son los gringos, una idea que me había form ado al ver dem a­
siadas películas de Hollywood —me dice ella— . ¡Hablabas con
tanta pasión, aquella prim era vez que nos vimos, de tu deseo de lie-
E ros

gar a aquellos que no tienen u n a voz propia en la sociedad! Pero


precisam ente por todos los estereotipos que me había form ado
sobre los norteam ericanos, casi llegué a pensar que m e estabas to­
m ando el pelo.
Y sigue diciendo:
—Es muy fácil pensar que las personas provenientes de culturas
que uno desconoce son extrañas, y que lo son de una m anera desa­
lentadora e incluso desagradable. Esa no es más que u n a excusa
prefabricada para no tener que hacer el esfuerzo de conocerlas.
—Tú para m í eras «exótica» —le digo—. Yo no sabía práctica­
m ente nada de México ni de los mexicanos, a pesar de lo cual sentí
una conexión inmediata contigo. Eras muy apasionada a tu manera,
al com partir conmigo todos los proyectos en los que tomabas parte,
destinados a rescatar a la población indígena de tu país de la pobre­
za, y también al hablar de tus experiencias de vida en sus com unida­
des, aprendiendo de su cultura. Yo ya empezaba a pensar: «Tengo
ganas de ir allí, de entablar diálogo con ellos, de trabajar contigo».
—Vaya, yo por mi parte pensaba que sería fantástico si este tipo
quisiera venir a sumarse a mis esfuerzos duran te u n a tem porada
—dice a su vez— . Las personas con las que trabajo llevan siglos sos­
teniendo diálogos de tipo socrático, aunque nu n ca los llam arían
p or ese nom bre. También pensé que ésa sería u n a form a perfecta
de conocerte mejor. Em pezaba a sentir algo que no podía creer
que de veras sintiera...
—Yo sentía una perfecta torm enta de pasiones, desde la lujuria
absoluta al am or absoluto por ti —le digo.
—Te planteé una pregunta: «¿Qué es el amor?» —y continúa— :
A unque la verdad es que había planeado hacerte otra com pleta­
m ente diferente. Pero ésa fue la que me brotó de una m anera es­
pontánea después de m irarte a los ojos. N otaba en mi interior una
vocecilla que decía: «Es éste». Y yo le decía a la vocecilla: «Tienes
que h ab er perdido la cabeza. Anda, estate callada». Así pude aca­
llar u n poco aquella voz, pero mi corazón no m e escuchaba cuan­
do yo le decía: «Calla».
Pasa el tiempo. Nos miramos a los ojos, cómodos en el silencio.
—Es u n milagro que u n ám or apasionado evolucione, que se
haga más fuerte y más apasionado a m edida se tiene u n a mayor in­
tim idad y fam iliaridad— dice.

85
Sócrates enam orado

—A m í me encanta que entre nosotros siga existiendo una «in­


tim idad de lo extraño» después de todos estos años —digo— .
Todas las mañanas, cuando me levanto, te miro y pienso: ¿quién es
esta persona tan asombrosa? Todos los días aprendo algo de ti y
aprendo algo nuevo contigo, todos los días.
—U na amiga m ía me escribió hace poco para contarm e que su
m arido y ella estaban poniendo fin a su m atrim onio —m e cuen­
ta— . Me dijo: «Ya no hay sorpresas en nuestra relación». ¡Se cono­
cen demasiado bien! Siempre tendría que quedar algo más que co­
nocer sobre la persona con la que compartes la vida. Por m edio de
ti yo descubro más acerca de mí. Cada día es u n día de descubri­
m iento, y lo es gracias a nuestro amor.
—Yo estoy haciendo en mi vida cosas que jam ás habría soñado
de no ser por ti —digo— . No sólo me das una idea m ucho mayor de
las posibilidades cuando se trata de expandir mis horizontes, sino
que me haces creer, además, que puedo soñar con ello y encim a ha­
cerlo realidad.
Al cabo de u n rato, digo:
—Acababas de llegar a Estados Unidos cuando nos conocimos.
Fue muy valiente por tu parte aventurarte sola en el diálogo. Y más
valiente aún cuando apareciste y yo era el único que había acudido
a la cita. Desde ese preciso instante quise ser tu caballero de res­
plandeciente arm adura. Quise hacer todo lo que estuviera en mi
m ano para conseguir que tu estancia en Estados Unidos fuera aco­
gedora; quise que el país te resultara hospitalario y familiar, que te
sintieras cóm oda explorándolo.
Me tom a de la m ano y me la acaricia; roza con los dedos el ani­
llo de Kokopelli que me regaló el día en que nos casamos.
—Se lo com pré para ti a u n a m ujer ya vieja de Old Oraibi, en la
reserva de los Hopi. Es el pueblo más antiguo que h a estado siem­
pre habitado en toda N orteam érica. Me dijo que Kokopelli signifi­
ca «el flautista», y que es el símbolo mítico del abastecim iento, de
la nutrición espiritual, del amor.
—Por no hablar de la fertilidad —añado. Le acaricio el abdo­
m en y noto que la vida palpita en su interior.
—A ún recuerdo nuestro prim er diálogo sobre el amor, y lo re­
cuerdo casi palabra p o r palabra — dice Cecilia a la vez que coloca
su m ano sobre la m ía— . Hablamos de mi diálogo platónico prefe­
E ros

rido, el Banquete, y del mito del origen del amor, de cómo los seres
hum anos eran en tiempos muy lejanos no exactam ente asexuados,
sino que estaban compuestos de ambos sexos, hasta que Zeus los
separó. Desde entonces, cada u n a de las dos mitades separadas ha
de buscar a la otra, con el anhelo de volver a ser una sola. Nuestra
hija es esa «unión», el entrelazarse de nuestros cuerpos y espíritus.
En ella, nuestros corazones laten como si fueran uno solo.
H an pasado exactam ente diez años desde el día en que Cecilia y
yo nos conocimos. Estamos en el lugar en que nos vimos p or pri­
m era vez, en donde trabamos u n diálogo los dos. P ronto seremos
padres, entrarem os en u n terreno com pletam ente desconocido.
¿Cómo reaccionará esa pequeña personita ante mí, ante nosotros,
ante este mundo? ¿Me am ará tal como yo la amo ya ahora? ¿Disfru­
tará de suficientes m om entos de alegría como para estar agradeci­
da de que la hayamos traído a este m undo? ¿La querrem os de una
m anera que le dé raíces, además de darle alas?
Cecilia se inclina y me palpa la frente arrugada. «Sabrá siempre,
en los buenos tiempos y en los que no sean tan buenos, que vino a
este m undo como fruto de un am or puro».
En ese m om ento, da una patada. «Está agitada—dice Cecilia— .
Es como si dijera: mamá, papá, da lo mismo que estéis listos o que
no, porque ¡allá voy!».

87
S e g u n d a Pa r t e

S torgé
Lazos de familia

Storgé es el am or familiar, u n a em anación natural y espontánea


—que los griegos de antaño llam arían instintiva— de calidez, de
ternura, de afecto. Se despliega en prim er lugar y ante todo con los
familiares más inmediatos, entre los cuales existe un sentido parti­
cularmente ínüm o de m utua dependencia en lo tocante a la identi­
dad, la educación, el cuidado, la felicidad. Sin embargo, también es
un tipo de am or que a veces se puede experim entar entre personas
que están relacionadas unas con otras por la tribu, la misión, el deber
compartido, como es el caso de los soldados en el frente. En su máxi­
mo apogeo, la storgé lleva a algunos a relacionarse con todos los seres
humanos como miembros que son de la familia humana. Sin embar­
go, por regla general, arranca con el amor de los miembros de una fa­
milia, los unos por los otros, y en particular de los padres p or sus hijos.

T odo q u e d a e n f a m il ia

—No im porta cuán grave pueda ser el error de juicio que com e­
tan tus hijos, o cuánto se alejen de los valores que uno trata de in­
culcarles, pues jam ás se pierde del todo la fe en ellos, y siem pre se
les quiere igual —dice Jean en respuesta a la cuestión que estamos
exam inando, es decir, «¿Qué es el am or de padres?».
—De lo contrario —dice esta abogada, m adre de tres hijos—
no se trata de verdadero am or p a tern o o m aterno. El am or pa-
Sócrates enam orado

ternal supone aceptación, com prensión y p e rd ó n sin límites.


Uno sigue castigando, sigue juzgando, sigue siendo firm e y estric­
to cuando ha de serlo, pero nunca abandona a su hijo, ni siquie­
ra cuando parece hacer todo lo posible para llevarnos a p e rd e r la
calma.
Me encuentro en un café de u n a conocida cadena, en el extra­
rradio de una de las grandes ciudades del sur, con u n grupo de m a­
dres, y un padre, que tom an parte en un diálogo de m ediodía, en
un día laborable.
—Cuando nuestro hijo, de doce años, fue acusado de robar en
el colegio, mi prim er pensam iento fue: «Ese no es Jeremy, ése no
es el m odo en que lo hemos educado» —nos dice Jean — . Cuando
fue acusado por segunda vez de robar también en el colegio, yo aún
tenía dudas. Pero a la tercera lo sorprendieron con las manos en la
masa, robando en una tienda, y tuve que aceptar lo que estaba ha­
ciendo mi Jeremy. A hora acudimos a un asesor familiar. Estamos
mucho más implicados que antes en la vida de nuestros hijos. Ahora
trato de trabajar desde casa todo lo que puedo, para pasar más tiem­
po con los niños, y mi marido ha reducido sus viajes de trabajo, aun
cuando eso puede significar que pierda la posibilidad de ascenso en
su empresa.
Todd, el marido de Jean, dice:
—A fortunadam ente, hicimos todos estos cambios, y nos senti­
mos agradecidos por estar en una posición en la que podem os per­
mitírnoslos. Nuestros hijos no eran ni m ucho m enos de esos que,
al volver a casa del colegio, se encuentran con que no hay nadie es­
perándoles, aunque lo cierto es que no pasábamos el tiem po sufi­
ciente con ellos. Ahora pienso que nuestro hijo Jerem y en realidad
estaba tratando de llamar la atención, reclam ando ese «amor pa­
ternal» que nosotros creíamos darle en m edida suficiente, aunque
es evidente que no lo era.
»Por lo que he sabido gracias a otros padres con los que hemos
com partido nuestras experiencias —sigue diciendo Todd— , la
«transgresión» de nuestro hijo era algo relativam ente m enor. Lo
que pasa, sin embargo, es que no im porta lo bien que uno críe a
sus hijos, ni el cariño que les dé, ya que ellos siempre p u eden hacer
cosas realm ente espantosas. Pero eso tampoco im porta, porque se
les sigue queriendo igual.
St o r g é

—De todos modos, lo que le pasó a nuestro Jerem y también me


ha llevado a cuestionarme no sólo si estaba dándole suficiente am or
m aterno, sino tam bién si estaba dándole el apropiado —dice
Jean— . Creo que al principio había una parte de mí que se negaba
a reconocer lo que él había hecho, porque en caso contrario habría
tenido que examinarm e yo misma a fondo y con dureza, y haberm e
preguntado si realm ente estaba educando a mi hijo como es debi­
do, Terminé por darm e cuenta de que ser demasiado permisiva,
ju n to con una evidente ceguera ante los defectos que una misma
tiene en calidad de m adre, puede ser u n a receta perfecta para que
a tu hijo le sobrevenga el desastre. Ahora dedico más tiempo a p en ­
sar en la m aternidad, dedico más tiem po y atención a ser m adre, y
aunque a veces me duele, manifiesto u n «amor duro» y le leo a mi
hijo la cartilla cada vez que es necesario. No m e resulta nada fácil,
pero ¿quién dijo que criar a un hijo fuera fácil?
Pasamos u n rato sentados en silencio.
—Mi hijo, siendo adolescente, causó heridas a otra persona en
u n accidente debido a que conducía bajo los efectos del alcohol
—dice una m ujer que prefiere no decir su nom bre— . Siempre le
había inculcado que no se debía conducir bajo los efectos del al­
cohol, y me prometió que no lo haría. A pesar de todo, eso fue lo que
hizo. Causó un perjuicio terrible en la vida de otra persona. Pero si
el cariño que le tengo menguase sólo un poco, otra vida sufriría un
daño irreparable. H e llorado hasta secárseme el corazón por lo que
le hizo mi hijo a otra persona, pero también sé que él sufre de una
m anera terrible. Por eso creo que tengo que estar ahí en los m o­
m entos en que él necesite llorar. Hallar el equilibrio entre castigar
a tu hijo y estar a su lado con toda el alma es la parte más difícil, la
más im perfecta y seguram ente la más necesaria del am or paternal.
Penélope, u n a de esas m adres que se dedican a serlo las 24 h o ­
ras del día, adem ás de ser activista en su com unidad, nos dice lo
siguiente:
—Lo que estoy a punto de decir eleva la categoría de «cosas terri­
bles que tu hijo puede hacer» directam ente a la estratosfera. Estaba
pensando en los padres de Timothy McVeigh.
McVeigh, veterano de la G uerra del Golfo, fue sentenciado a
m uerte y m urió p o r efecto de u n a inyección letal en ju n io de 2001,
p or la m atanza que llevó a cabo el 19 de abril de 1995 en el edificio
Só crates enam orado

Federal Alfred P. M urrah de O klahom a City, donde u n a bom ba


acabó con la vida de 168 personas.
D urante su declaración en eljuicio —prosigue Penélope—, su
m adre dijo al juez que el acusado «era un hijo cariñoso y u n niño
feliz», del cual «estaría orgullosa cualquier otra madre». Siguió di­
ciendo al juez que «no es un m onstruo [...] es u n ser hum ano». Es­
taba horrorizada p o r la m aldad que había com etido, lo estaba
tanto como cualquiera, si bien el am or que tenía p o r él seguía sien­
do intenso. Seguía viendo a su hijo cuando era pequeño a través de
toda aquella ira, de todo aquel odio mal encauzado. Dijo que ni si­
quiera era capaz de im aginar el dolor y el sufrim iento de quienes
habían perdido a sus seres queridos a m anos de su hijo. Pero en
cambio suplicó, tal como habría hecho cualquier padre o m adre,
que a su hijo le fuera perdonada la vida.
»Me pregunto si alguien trató de im aginar el dolor y el sufri­
m iento de sus padres — dice Penélope— . A lo mejor, no se le pudo
perdonar la vida por él, pero sí p o r sus padres, p o r el am or que le
tenían. A lo m ejor habría sido lo adecuado.
—La m adre de Eric R udolph dijo prácticam ente lo mismo que
la de Timothy McVeigh —dice Jean. Eric R udolph fue condenado
a cadena perpetua, sin posibilidad de rebajam iento de condena,
por las bombas que estallaron en los Juegos Olímpicos de 1996.
Además, había provocado explosiones en u n a clínica de m ujeres
en la que se habían practicado abortos y en u n club nocturno de
lesbianas, a consecuencia de las cuales m urió una m ujer y resulta­
ron heridas más de cien.
—La m adre de Eric R udolph dijo en u n a entrevista: «Yo no lo
veo como un m onstruo. No creo que pudiera». Es evidente que no
p o d ía—dice Jean— . No, como creen algunos, porque estuviera ce­
gada por el amor. Reconoció convincentem ente que lo que había
hecho era algo execrable. Con todo y con eso, dijo que ella lo ama­
ría «pase lo que pase». Eso es el am or paternal en muy pocas pala­
bras: amar a tu hijo pase lo que pase.
—Debo reconocer que yo veo a dos m onstruos cuando pienso
en esos dos —dice Caroline, que trabaja desde su casa como tuto-
ra de estudiantes universitarios— . Prefiero pensar que ningún hijo
mío sería nunca capaz de hacer algo ni rem otam ente parecido a
algo tan terrible. Los hem os criado con muchísimo amor.
St o r g é

Suspira.
—Sin embargo, hay una parte de m í que sabe que no im porta lo
buenos y lo cariñosos que puedan ser los padres, porque las cosas
pueden salir terriblem ente mal. Si ése fuera mi hijo, me digo, ¿que­
rría yo que se le perdonase la vida? Por descontado que sí. Sin em ­
bargo, como no es mi hijo, lo juzgo de m anera implacable. No obs­
tante, en el preciso instante en que me obligo a considerar la
posibilidad del «y si ése fuera mi hijo», el am or m aterno entra en
juego, y encuentro u n a capacidad de p erd ó n superior a todo lo
demás. Ruego a Dios que nunca me ponga a prueba como a los pa­
dres de R udolph y de McVeigh. ¿Cómo podría estar a la altura de
esa prueba máxima del am or paternal?
—Sé de algunos padres y m adres que han desheredado a sus
hijos p o r haber com etido «delitos» infinitam ente m enos graves
que estos que estamos com entando —dice Penélope— . Sin em bar­
go, como hicieron algo que no se adecuaba a los deseos de sus pa­
dres fueron desheredados. Y esto puede ser debido a cosas tan in o ­
cuas o tan ridiculas como em prender u n a carrera profesional a la
que sus padres se oponen, o ser gay, o casarse con alguien al cual
sus padres no ven con buenos ojos, o quedarse em barazada fuera
del m atrim onio. C ualquier padre que trata a su hijo de ese m odo
no practica realm ente el am or paternal, ese am or que es provisión
y guía, pero tam bién aceptación del otro.
Penélope añade:
—Mi m arido es dirigente sindical y yo soy activista política libe­
ral. Procuram os educar a nuestro hijo de m anera que no piense
que el dinero es el valor que acabará con todos los valores, sino que
«cambiar el m undo» es en realidad lo que im porta. Pero él, sin em ­
bargo, puede optar p or dedicarse a una carrera centrada en el di­
nero, y puede llegar a convertirse en un conservador en política.
Da lo mismo qué elecciones haga nuestro hijo; yo sé que algunos
de los valores que le hem os inculcado perm anecerán. Sé que será
u n a persona de buen corazón incluso si no elige el camino que n o ­
sotros esperamos, que nosotros confiamos en que elija.
—¿El am or paternal es tan sólo cuestión de aceptar los valores
que escoja el propio hijo, aun cuando estén en conflicto con los
nuestros? —pregunto— . ¿O unos padres cariñosos también deben
estar abiertos a esos valores de su hijo que están en conflicto con
Só crates enam orado

los suyos, o al m enos a los que son diferentes, y ser receptivos a la


posibilidad de que pudieran incluso ser mejores?
Penélope piensa a fondo antes de contestar, y elige sus palabras
con m ucho cuidado.
—Obviamente, u n padre o u n a m adre crían a su hijo de acuer­
do con aquellos valores que consideran «mejores». Sin em bargo,
¿cómo se convierte uno en u n a persona m ejor si no está abierto a
nuevos conjuntos de valores, en especial si son aquellos p or los que
h a optado su hijo? Siempre m e ha parecido que mis valores son los
«mejores», si bien no son ni p o r asomo los que recibí de mis pa­
dres. Los recibí de mis amigos, los ap ren d í de los libros que leía­
mos y de la música que escuchábamos, de las clases a las que íbamos
y de las causas que abrazamos. ¿Por qué iba a contar con que mi
hijo sea diferente? Deberíam os desear que él aspire a buscar a
fondo en el desarrollo de sus propios valores.
—Eso m e recuerda a Jo h n Walker Lindh, que tenía veinte años
cuando se sumó a las filas de los talibanes en Afganistán —dice
Todd— . Desde que fue capturado allí hace cinco años p o r las fuer­
zas estadounidenses, ha sido dem onizado no sólo p o r ser u n trai­
dor, sino tam bién u n asesino, aun cuando no haya pruebas de que
llegara a em puñar las armas contra los soldados norteam ericanos.
En u n a vista judicial para p ed ir clem encia, su padre com pareció
hecho u n m ar de lágrimas y dijo que su hijo era «un joven decente
y honorable que se había em barcado en su propia búsqueda espiri­
tual». Su hijo se había criado en la religión católica, pero tras ver la
película Malcolm X empezó a interesarle el Islam, y a los quince
años se convirtió a esta religión. Llegado el m om ento, con el ben e­
plácito de sus padres, viajó prim ero a Yemen y después a Paquistán.
Allí se aprendió el Corán de m em oria y se convirtió en u n estudio­
so del islamismo.
«Cuando a su padre se le preguntó en la vista judicial qué pensa­
ba de todo esto, contestó de este modo: «Es maravilloso que u n
m uchacho norteam ericano aprenda [...] otra lengua, que aprenda
otra religión; son grandes cosas». Sus padres, como es lógico, no sa­
bían que había viajado de Yemen a Afganistán para adiestrarse con
los talibanes, u n grupo que en u n prim er m om ento contó con el
pleno apoyo de Estados Unidos, inicialm ente para luchar contra
las tropas de la Alianza del N orte que tenían el respaldo de los so­
Sto r g é

viéticos. Su padre dijo que, de haberlo sabido, habría dicho a su


hijo que si su afán era ayudar debería «haber ido a trabajar en u n
campo de refugiados». Su padre term inó diciéndole al juez que se
sentía muy orgulloso de su hijo. Actuó con una gran integridad du­
rante todo el juicio.
Todd hace un a pausa y continúa.
—Me he preguntado si hem os hecho algo distinto de lo que hi­
cieron los padres de Lindh. No se me ocurre nada. Ellos criaron a
su hijo inculcándole valores positivos, anim ándolo a que pensara
p o r sí mismo, a que llegara a ser u n a persona según su recto e n ten ­
der. Lo criaron para que explorase y hallase u n a diferencia en un
m undo en el que dem asiado padres, demasiadas corporaciones,
demasiados países cambian de lealtad y de alianzas a todas horas, y
no p o r u n cambio en sus valores fundam entales, sino porque care­
cen de valores fundam entales; u n m undo en el que demasiados
crios de su edad están pegados al televisor viendo Supervivientes o
L a isla de las tentaciones. Por desencam inado que pudiera estar el
joven Lindh, y es bastante probable que se pase el resto de sus días
entre rejas, a m í me parece que sus intenciones eran rectas, y que
lo criaron concienzudam ente unos padres de gran corazón.
Tras un largo silencio, Teri, copropietaria de un a em presa de re­
laciones públicas, que ha llegado cuando el diálogo ya estaba em ­
pezado, dice:
—Nosotros adoptam os a u no de mis hijos cuanto tenía cuatro
años de edad. Provenía de la Europa del Este y tenía u na complica­
da historia familiar. Tiene algunos problemas de com portam ien to
bastante graves. Da lo mismo qué suceda, yo estoy con él. Desde el
m om ento en que lo conocí y lo abracé, se form ó entre nosotros un
vínculo dé am or m aternal tan intenso que no im porta que sea o no
sangre de mi sangre. Es mi hijo. Si alguna vez olvido el com prom i­
so de p o r vida que he contraído, y que consiste en estar a su lado,
traicionaré el am or de madre.
»Cuando tenga edad suficiente —continúa— , m e gustaría re­
gresar con cierta frecuencia a su tierra de origen. Me gustaría que
ap ren d iera su lengua, su cultura y sus valores. Y yo tam bién quie­
ro aprenderlos. Form an parte de lo que él es, form an parte de las
dos personas que lo hicieron. Le ayudará a él y m e ayudará a m í a
conocer más a fondo su corazón.
Só crates enam orado

Jean dice en voz baja:


—Hasta ahora, sólo he pensado en el am or paternal en lo que se
refiere a mis propios hijos. H e estado alejada de mi padre durante
años, debido a su infidelidad con mi m adre. Lo he juzgado con du­
reza, con m ucha más dureza que a mi prim er m arido, que estaba
lejísimos de ser u n santo. Yjuzgo a mi padre con m ucha más dure­
za que a mis hijos. Sin em bargo, fue u n buen padre en múltiples
sentidos. H e olvidado toda esa bondad sólo p o r aquello tan im per­
donable que hizo.
A continuación, añade:
—El am or paternal no es algo que sólo tenga que ver con el am or
p or tus propios hijos, sino también por tus propios padres y, en defi­
nitiva, p o r ti misma, pues es reflejo de cómo quieres que tus padres
te amen, de cómo quieres que tus hijos te sigan queriendo cuando
tengan edad suficiente para descubrir que distas m ucho de ser per­
fecta. Ya he dejado pasar demasiado tiempo sin decirle a mi padre
cuánto lo quiero. Voy a poner rem edio a esa dejadez ahora mismo.

P erdónam e, padre

En su autobiografía, M ahatm a G andhi señala que la experien­


cia capital de toda su vida tuvo lugar cuando confesó a su padre
que había robado dinero para com prar comida y tabaco:

[...] unas lágrimas como perlas cayeron rodando por sus mejillas. [...]
Yo también lloré. Vi con claridad la agonía que estaba viviendo mi
padre. Esas perlas, esas lágrimas de amor purificaron mi corazón. [...]
Sólo quien haya experimentado un amor semejante puede saber en
qué consiste. [...] Ésta fue para mí una lección objedva de amor. Vi en­
tonces en esa lección solamente el amor de un padre, pero hoy sé que
era amor puro. Cuando ese amor es capaz de abarcarlo todo, transfor­
ma todo lo que toca.

Este am or puro que le m ostró su padre transform ó a Gandhi.


Pasó el resto de su vida transm itiéndolo a los demás, tratando de
crear un m undo que fuera reflejo exacto del tipo de am or que su
padre le había m ostrado en aquel aciago día de su juventud.
Sto r g é

T o d o s s o n m is h i j o s

Mi bisabuelo m aterno, William Ira McKinney, llegó a ocupar la


muy respetable posición de director de escuela en el condado de
Raleigh, Virginia Occidental. Por lo que he llegado a saber, tenía
verdadera destreza a la hora de anim ar a sus alumnos —cuyos pa­
dres trabajaban todos en las minas de carbón— a que esperasen
muy altos logros cada cual p o r sus propios méritos. En el opresivo
entorno de los m ontes Apalaches, anim ó a aquellos m uchachos a
m irar más allá de las m ontañas, a im aginar de qué m odo iba a for­
jarse cada uno u n a vida de acuerdo con su propia elección, para lo
cual les inculcó que era preciso que nutriesen el talento que Dios les
hubiera dado p o r m edio del tesón y la disciplina. En efecto, consi­
deraba que el tesón y la disciplina eran los «talentos» más im portan­
tes que uno pudiera poseer. Para él, todos sus alum nos eran como
su propia familia, como sus propios hijos. Supo sacar el mejor re n ­
dim iento de las personas que tuvo a su cuidado, y estas personas, jó ­
venes todas ellas, se esforzaron para que se sintiera orgulloso de
ellas. Hizo de la propia com unidad, lejos de ser u n núcleo alejado y
cerrado al m undo exterior, u n a prolongación de la escuela, u n la­
boratorio para diversas empresas prácticas y lectivas.
Mi bisabuelo estaría com pletam ente de acuerdo con la filosofía
educativa del renom brado filósofo y activista socialjaponés, Tsune-
saburo Makiguchi (1871-1944), que nació en la pobreza extrema,
en u n a aldea rural del norte de Japón, y que sostuvo que la educa­
ción formal, incluso a la más tierna edad, jam ás debe separar el
m undo del aprendizaje del m undo en general. Makiguchi creía
que todos los niños, al margen del trasfondo socioeconómico del que
procedan, al m argen de su origen étnico, m erecen la oportunidad
de p o n er en práctica el potencial que tienen, y son igualm ente ca­
paces de a p ren d er de u n a m anera excepcional. «Todos son estu­
diantes p o r igual [...] —escribió— . Aun cuando unos vengan cu­
biertos de polvo y suciedad, la «luz brillante de la vida» resplandece
en sus ropas sucias».
El ejem plo de Makiguchi fue la principal inspiración en mi
deseo de sostener diálogos de tipo filosófico con niños y conjóve-
Só crates enam orado

nes, en particular con aquellos que se encuentran en los m árgenes


de la sociedad, de m odo que yo pudiera exponerm e a —y me de­
ja ra ilum inar por— la «luz brillante de la vida» que luce en sus
m entes y en sus corazones.

YTU PAPÁ TAM BIÉN*

—Por ser el prim ogénito, ahora me toca ser el hom bre de la fa­
milia —me dice Javier, más bien Javi, que es como lo llamo desde
hace m ucho tiem po— . En eso consiste el am or familiar, en respon­
d er a la llam ada cuando te toca dar un paso al frente.
Alto y sum am ente guapo a sus diecinueve años, se acaricia con
gesto distraído la perilla a la vez que habla con voz grave. Muy lejos
queda aquel jovenzuelo rubio y delgado con el que com encé a filo­
sofar hace casi una década, en uno de los primeros Clubes de Filóso­
fos que puse en m archa para niños yjóvenes en la zona de la bahía de
San Francisco. Javi vivía en u n apartam ento muy p eq u eñ o y muy
destartalado, con sus padres, que habían emigrado a Estados Unidos
procedentes de Guatemala, y con sus cuatro herm anos y hermanas.
Javi sigue llevando el mismo tipo de gafas redondas que llevaba en­
tonces —ahora dice que son las que le gustan porque son las que
usaba Jo h n L ennon— y sigue tan pensativo como siempre. Ésta es
la prim era vez que nos vemos en más de cinco años, desde que su
familia se m udó al este de Los Angeles. Estamos sentados en el es­
calón de entrada de la casa en la que vive su novia.
—Mi p ad re ten ía aquí u n b u e n em pleo, era trab ajad o r de la
con stru cción — dice Javi— . A pesar de ser m uy b u en o , quem ó
todos los puentes. Sus problem as con la b ebid a se h ab ían agra­
vado, lo cual nos puso en u n a delicada situación. U na n o ch e,
tras h a b er estado meses sin trabajar, se largó m ientras los dem ás
dorm íam os.
»Te podrás im aginar la angustia de mi madre. D urante u na tem ­
p orada ni siquiera pudo dormir. Me pasaba la noche en vela, cui­
dándola. Como ya he dicho antes, m e tocó ser el hom bre de la
casa, de m odo que ahora cuido de todos y lo hago todo lo bien que

* En español en el original. (N. del T.)

100
St o r g é

sé. Pero también lo hago porque sé que es lo que mi padre querría


que yo hiciese.
»Sé por qué bebe —sigue diciendo-—, y es p o r problem as sufri­
dos en su propia infancia, de los que ahora trata de huir. Podía ser
muy hiriente cuando estaba borracho. Cada vez que volvía a estar
sobrio, se echaba a llorar y pedía disculpas por lo que había hecho,
p o r lo que había dicho, y nos decía cuánto nos am aba. Siem pre
le perdonam os. Pero al final creo que él mismo ya n o pudo p e r­
donarse.
Javi me dice:
—Ojalá supiera cómo ponerm e en contacto con él. No es que lo
odiemos, no. Tan sólo nos preocupa. Yo envío ondas de am or para
que le lleguen, y de verdad espero que las reciba donde quiera que
esté. —Se limpia con el dorso de la m ano un a lágrima— . Mi novia
está embarazada —desvela enseguida— . Vamos a casarnos. Q uiero
ser en todo m om ento u n padre como fue mi padre en sus mejores
m om entos. Mi padre nunca nos dijo que nos quisiera, pero se le
notaba en los ojos cuánto nos quería. A mi pequeño le voy a decir
con acciones y con palabras cuánto le quiero.
Después, añade:
—Tengo u n buen trabajo a tiem po parcial en la construcción.
Los conocim ientos que me enseñó mi padre m e han servido. Y es­
tudio p or las noches. Seguiré yendo a la escuela nocturna y perse­
veraré aún más pensando en mi pequeño.
Al cabo de un rato, me dice Javi:
—¿Recuerdas cuando nos preguntaste cómo queríamos llamar
al grupo, y alguien propuso que fuésemos «La Banda de los Filóso­
fos»? Yo dije que de ninguna m anera, que «banda» es una palabra
que tiene un significado que no corresponde, y quise que lo llamá­
semos «El Club de los Filósofos». U na banda y u n club son tipos de
familias, sólo que una es de u n tipo malo: un o m ira a los demás
como si fueran herm anos de sangre, pero hace cosas malas a todo
el que no pertenezca al grupo. U n club, en cambio, es u na familia
de tipo bueno, en la que uno intenta hacer el bien, hacer algo po­
sitivo p or los que pertenecen al grupo y por los que están fuera, y lo
hace p or amor. El am or de la familia siem pre h a de ser de tipo
bueno, para algo bueno, con objeto de que haga todo el bien que
se le supone.
S ócrates enam orado

En e l n o m b r e d e l a m a d r e

En ese m om ento, un grupo de adolescentes viene derecho hacia


donde estamos. Al pasar saludan ajavi, y es evidente que lo adoran,
que reverencian el suelo mismo que pisa. No hacen caso de mi p re­
sencia hasta que él m e presenta y deja ver a las claras que soy u n
amigo íntim o. Javi, con gran deleite p o r mi parte, me cuenta que
ha m antenido diálogos al estilo del Club de los Filósofos con ellos,
«para que cuando tengan que tom ar decisiones de peso sepan hacer
lo que deben y hagan lo correcto, y para que incluso si com eten u n
error se den cuenta y puedan rectificar».
Javi les dice cuál es la cuestión de la que estamos hablando:
«¿Qué es el am or familiar?».
—¿Habéis visto la última película de L a guerra de las galaxias, L a
venganza de los Sith ?—nos p regunta Emilio al poco rato. Cuando
comencé a filosofar con niños y jóvenes, posiblem ente me habría
quedado perplejo, preguntándom e qué tendría que ver esa réplica
con la cuestión que estábamos exam inando. H ace m ucho que he
aprendido que una respuesta como ésa enseguida tiene m uchísi­
mo que ver con la cuestión, que incluso puede aclararla.
—En la película, Anakin Skywalker se pasa al lado oscuro a pesar
de que en realidad no quiere. Esa es la única form a que tiene de
salvar a la senadora Padmé, la m ujer que será m adre de su propio
hijo. Sabe que Padm é m orirá cuando dé a luz. Pero Anakin no po­
dría soportar un a cosa así, y la única form a que tiene de im pedir­
lo consiste en ju ra r lealtad al Señor de lo Oscuro, que entonces
salvará a Padm é, de m odo que ella seguirá viva con Anakin y con
su pequeño. Así, resulta que Anakin se volvió malo p o r el am or a la
familia.
—Yo no creo que nunca se pueda hacer el mal p o r amor, sea el
am or a la familia o am or de cualquier otra clase —dice A dalberto
con firmeza— . Si de verdad hubiera am ado a Padm é, para em pe­
zar nunca la habría puesto en una situación tan com prom etedora;
nunca la habría seducido, nunca habría tenido ningún trato fami­
liar con ella, de m odo que no se habría visto obligado a hacer nada
malo para salir de semejante embrollo.
St o r g é

»Anakin no tenía claras cuáles eran sus prioridades —me explica


Adalberto— . Quería que todo sucediera ya, quería tenerlo todo ayer
mismo. Se supone que los caballeros Jedi son las personas más pa­
cientes del m undo, y él era todo lo contrario. Tienen a su cargo el
cuidado de todo su pueblo, que viene a ser su rebaño, su familia.
Ju ran com prom eterse a hacer todos los sacrificios personales que
sean necesarios por el bien de los suyos. Sin embargo, Anakin Sky-
walker tuvo una relación carnal con Padmé y la dejó embarazada,
aunque la ley de los Jedi prohíbe que sus caballeros m antengan este
tipo de relaciones, ya que le pueden nublar el entendim iento, el ju i­
cio, y ponerle en una situación como la que él protagoniza, en la cual
pone en peligro a todos aquellos a los que hajurado proteger.
Precoz, a sus diez años, Saira tom a la palabra.
—Anakin Skywalker era el típico m acho, tem peram ental, brus­
co, amigo de ju g ar con el mal desde el día en que em puñó un sable
de luz, la espada de los Jedi. Quiso ser m iem bro del Consejo de los
Jed i a pesar de que era dem asiado joven, todavía inm aduro y p o r
hacer. Se negó a aceptar la explicación del Consejo, en el sentido
de que ninguna persona de su edad había form ado parte del
mismo. Lo habían criado y lo habían am ado como si fuera su p ro ­
pio hijo, teniendo en m ente lo m ejor para él, que es de lo que se
trata en el am or de la familia. Pero p o r ser u n tozudo, la oveja
negra de la familia, en vez de entender de dónde provenía toda la
com unidad, se pone celoso y se m uestra resentido. Se pasa a las
fuerzas del Señor de lo Oscuro para aprender las artes oscuras por
rencor, no sólo con la idea de salvar a Padmé y a su pequeño.
Adalberto m e pone al corriente de la situación.
—Bueno, lo mismo da que se pasara al lado oscuro p o r Padm é
o p o r rencor. En resum idas cuentas, com ienza a seguir el código
de conducta del lado oscuro: «La paz es m entira, sólo existe la pa­
sión. Por m edio de la pasión adquiero fuerza [...], adquiero
poder. Por m edio del p o d er triunfo y m e alzo con la victoria [...]».
P or el contrario, el código de los Jedi —prosigue A dalberto—,
gira en torno a la adquisición de toda clase de conocim ientos bue­
nos, trata de superar la ignorancia, para librar al rebaño de todo
mal. La única pasión que tenían era p o r la paz. No creían que uno
ganase fuerza ni que adquiriese po d er p o r m edio de la pasión,
sino que uno utilizaba la pasión para adquirir el conocim iento n e­
S ó cr a tes ena m o ra do

cesario para usar m ejor la fuerza y el p o d er y ponerlos al servicio


de la paz de su pueblo.
—Yo procuro no flirtear con el lado oscuro —dice Saira con
gran seriedad— . Procuro asegurarm e de que, p o r las decisiones
que tomo, sea imposible que me enrede en lo que no me conviene,
en lo que pueda hacernos daño a m í y a mi familia.
—Mi herm ano mayor tenía sus propias ideas, pero se apuntó de
todos m odos a u n a banda, y ahora está aprendiendo de verdad qué
es el lado oscuro. Está en u n reform atorio juvenil — dice Paco,
que tiene doce años y acaba de h ab lar p o r prim era vez— . La de­
cisión que tom ó cuando quiso conocer de p rim era m ano la vida
de las bandas h a b ría estado bien si sólo le afectase a él. Pero ha
sido u n a pesadilla para to d a m i familia, así com o las decisiones
de Anakin fueron u n a pesadilla para todas las personas que eran
com o si dijéram os de su familia. Para que el am or de la fam ilia
sea verdadero, uno debe considerar cómo afectan sus decisiones
a las personas a las que más ama, y actuar de m an era que n u n ca
p u ed a hacerles daño a propósito. A nakin no hizo eso, y mi h e r­
m ano tam poco.
Paco sigue diciendo:
—Obi-Wan Kenobi, el m aestro Jedi que crió a Anakin como si
fuera su propio hijo, hizo todo lo que estuvo en su m ano p or salvar
a Anakin del malvado Señor de los Sith. No obstante, Anakin se
dejó convencer por el Señor de lo Oscuro y sumó sus fuerzas con él.
En lo más profundo de su corazón sabía que estaba traicionando el
am or de la familia al hacer una cosa así. Sabía que el Señor de lo Os­
curo le necesitaba, necesitaba u n ir fuerzas con él para vencer a las
fuerzas del bien. ¿Qué recibió Obi-Wan en pago p o r todo el am or
que le dio a Anakin? Anakin lo mató. Traicionó a la figura que había
sido como su propio padre, p o r no hablar de que traicionó a su es­
posa, a su hijo y a todos a los que tendría que haber amado.
—De todos modos —señala Emilio—, al final el am or de Anakin
p o r Padm é y por su hijo es el que vence. El hijo de Anakin, Luke
Skywallcer, se convierte en la persona que Anakin tendría que
haber sido, y es Luke el que salva a su pueblo.
—El propio padre de Luke, D arth Vader, que antes h a sido Ana­
kin Skywallcer, tiene que m orir para que eso suceda así —apunta
Adalberto.
Storgé

—El padre de Luke quería m orir —insiste Emilio— . Incluso


aunque el lado oscuro controle el 99,9 por ciento de su persona,
ese 0,1 por ciento de bondad que sigue existiendo en él, y que es el
am or de la familia, term ina p o r conquistarlo todo. M uere en nom ­
bre de su am or por Padmé y p o r su hijo.
Y sigue diciendo Emilio:
—M ientras exista un m inúsculo ápice de am or familiar dentro
de uno, puede conquistar todo un m undo que sea oscuro práctica­
m ente por completo. Mientras ese am or no m uera del todo, siem­
pre hay esperanza.

U n a s u n t o d e f a m il ia

Al igual que ocurre con el eros, el lazo que une a las personas p o r
m edio de la storgé comienza con lo más íntim o o lo más inm ediato,
pero no siem pre term ina ahí. Y tam bién como en el caso del eros,
las formas inferiores y superiores pueden estar e n ju eg o de m ane­
ra sim ultánea, e incluso com petir p o r la prim acía. En el m ejor de
los casos, los sentim ientos que auspicia y fom enta la storgé pueden
cifrarse en el ím petu de am pliar el espectro en que uno se mueve,
de m odo que sea más incluyente, al tiempo que se aspira a un obje­
tivo más elevado que el m ero apoyo m utuo entre las partes.
El auge y la caída de la antigua Atenas comienzan y term inan en
aspectos sum am ente reveladores por los lazos familiares. En su m o­
m ento de máximo esplendor, la storgé ateniense fue un factor clave
en el cultivo de la im aginación empática, lo cual dio lugar a una
serie de avances intem porales en la filosofía, la estética, lo cultural,
lo espiritual y lo político; en su punto de máxima decadencia, fue
una de las causas principales de las agrias divisiones internas entre
diversas facciones.
Aún estoy por encontrar una obra, sea erudita o sea del tipo que
sea, en la que se escriba sobre Sócrates en relación con la storgé,
aun cuando este tipo de am or sustentó en gran m edida su am or y
cimentó su búsqueda de las verdades redentoras, así como su sub­
siguiente decisión de tomarse la cicuta y m orir antes que poner en
tela de juicio todas sus posturas y dudar de sus afanes. Sócrates se
vio obligado a actuar tal como lo hizo p o r puro am or a su familia,
Só crates enam orado

esto es, a sus com pañeros en sus indagaciones, su tribu, la familia


de su polis, y tal vez, incluso, la gran familia de la hum anidad.

R e n c il l a s f a m il ia r e s

La storgé, como todos los tipos de amor, puede encontrarse en la


raíz de toda clase de conflictos y tensiones, tanto como en el origen
de la arm onía, el crecim iento, el descubrim iento. Por si fuera
poco, otros tipos de am or en com petencia directa tal vez hagan
som bra a la storgé, o tal vez hagan de este tipo de am or —si se halla
en manos de u n a persona suficientem ente calculadora— algo que
h a de explotarse o distorsionarse con el fin de introducir cuñas
que dividan a los m iem bros de u n a familia. Por ejemplo, hay cier­
tas ideologías políticas o espirituales que pueden hacer de la storgé
u n valor en el m ejor de los casos secundario, u n tipo de am or que
es cultivado sólo si encaja bien con las ideologías «más elevadas»
que uno pueda tener, tal como las ve, o incluso u n tipo de am or que
se p ueda descartar como si tal cosa en caso de que no encaje.
La propia era en que vivió Sócrates, al final, enfrentó entre sí a
los m iem bros de u n a misma familia, a m edida que las facciones y
confederaciones de las polis rivales fueron encarándose unas con
otras.

L azos d e sangre

—La sangre debería ser más espesa que cualquier otra cosa [...],
en especial, más espesa que el agua y la política, ¿de acuerdo? Y, sin
em bargo, durante gran parte de mi vida he puesto yo el agua y la
política p o r encim a de la familia —Elequem edo, a sus ochenta y
u n años, m ira por la ventana del cuarto de estar de su casa y ve u n a
pancarta extendida de un lado a otro de la calle, en la que se lee:
«Patria o Muerte».*
»La fam ilia es la única patria verdadera —dice— , tanto si se
halla separada p o r u n a extensión de mar, com o si sus m iem bros

* En español en el original. (N. del T.)


St o r g é

están de acuerdo o discrepan en todo o en nada. Hoy m e agrada


pensar que, si me viera puesto a prueba, me p o n d ría en tre mi fa­
milia y todo el que pueda am enazar su derecho a vivir como cada
uno de sus m iem bros elija. Lo único p o r lo que vale la pena m orir
es la familia.
Los que están reunidos con nosotros se sienten conmovidos p o r
los com entarios vehem entes y sentidos de este veterano de guerra
condecorado varias veces. Estamos en La H abana, Cuba, apretados
en el cuarto de estar de u n a de aquellas antiguas mansiones colo­
niales que fueron hace m ucho tiem po abandonadas o expropiadas
a sus propietarios originales. La grandeza de estas casas sigue sien­
do evidente incluso tras casi m edio siglo de u n abandono tal que
p arecen a pun to de derrum barse ante nuestros propios ojos.
Es el día de Año Nuevo. Antes, he coincidido con algunas perso­
nas con las que ahora me encuentro, cuando visité el parque Jo h n
L ennon, donde hay u n a estatua de bronce a tam año natural del
cantante de Liverpool, por el que los cubanos profesan verdadera
veneración. Se trata de personas que desde prim eras horas de la
noche anterior estaban en el parque, adonde fueron a beber u n
ron muy bueno y a fum ar espléndidos cigarros puros que el gobier­
no distribuye por Nochevieja para que los cubanos de a pie puedan
celebrar p o r todo lo alto el aniversario de su exitoso levantam ien­
to, encabezado p o r un entonces joven abogado llamado Fidel Cas­
tro. Cuba había obtenido la independencia oficial de España el 20
de mayo de 1902, fruto de u n a revuelta inicialm ente liderada p o r
u n activista revolucionario, partidario de la democracia, el filósofo
y escritorjosé Martí, que m urió en el campo de batalla. Cuba fue la
últim a de las colonias de España en todo el hemisferio occidental
que adquirió su libertad con respecto a la m etrópoli. Sin embargo,
la dilatada tradición de regím enes autoritarios no term inó en to n ­
ces; los líderes criados en Cuba resultaron tan autocráticos como sus
predecesores españoles, ya que explotaban tras la independencia la
«mentalidad oprimida» del pueblo cubano, hecho que les impidió
foqarse u n a nueva identidad colectiva en térm inos positivos.
El 1 de enero de 1959, el entonces presidente, Fulgencio Batis­
ta, el más despiadado de los dictadores de Cuba, y el que más tiem ­
po había perm anecido en el poder, huyó en busca de refugio a la
República D ominicana. Castro y sus com pañeros de insurgencia,

107
Sócrates enam orado

los llamados «barbudos», habían logrado lo que a todas luces pare­


cía imposible: su ejército de desharrapados había derrotado a las
fuerzas de Batista, muy superiores en todos los aspectos. Ju n to con
Batista, todos los acaudalados que se habían beneficiado de su ré­
gim en autócrata, que habían vivido con unos privilegios extraordi­
narios a expensas de los pobres, huyeron del país y buscaron refu­
gio seguro en Estados Unidos y en otros países. Castro y los suyos
en traro n en La H abana, donde los recibió jubilosa y enardecida la
m uchedum bre.
Tras m ezclarm e con los celebrantes del aniversario, presentán­
dom e y hablándoles del diálogo que tenía la esperanza de entablar
con ellos —en torno a u n a sencilla pregunta: «¿Por qué cosas vale
la pen a p e rd e r la vida?»—, se prestaron a tom ar parte en mi inicia­
tiva. Pero se dio el caso de que son muy pocas las personas que dis­
fru tan conversando con total sinceridad y a lo largo de m uchas
horas, sobre todo con desconocidos y más aún si son extranjeros.
Insistieron en que dialogásemos en casa de Elequem edo, para evi­
tar que nos pudieran oír los agentes secretos al servicio del gobier­
no. En cuanto estuvimos a p uerta cerrada se m aterializaron otros
quince participantes poco más o menos, cada uno con su silla ple­
gable. No sé bien cómo nos apretam os todos en el reducido espa­
cio de u n a sala de estar. A nadie pareció im portarle en absoluto lo
exiguo del sitio disponible.
Elequem edo se ha quedado en silencio. Nadie dice nada p o r
elem ental deferencia hacia él, pues están seguros de que su anfi­
trión, y patriarca de m uchos de los presentes aún tiene más cosas
que decir. Sigue m irando p o r la ventana, atento ahora al estrecho
de Florida, al otro lado del cual, a sólo ciento cincuenta kilómetros,
está Miami. En un día claro como éste no es difícil im aginar que se
ve la otra orilla.
El hom bre, muy fornido, aprieta el hom bro de otro joven de
complexión más liviana que tiene a su lado. A pesar de las conside­
rables diferencias de tamaño, de apariencia, de edad, tienen u n pa­
recido muy notable.
—Este, Richei, es mi héroe y mi modelo. Hizo falta que viniera a
visitarnos para que aprendiera yo que no hay sacrificio dem asiado
grande a cambio de u n a reconciliación familiar. Sin la familia, ¿qué
otra cosa puede tener importancia?
Storgé

Richei, quien no parece hallarse cómodo cuando llama la aten­


ción de los demás, habla con voz queda.
—Parte de mi familia de Miami, en especial mi padre, que es el
herm ano del tío Elequem edo, podría desheredarm e u n día, cuan­
do les diga que he venido aquí. Ellos creen que estoy de viaje de n e­
gocios en California.
Mira alrededor, a todos los presentes, y habla con gran senti­
miento.
—Tengo treinta y ocho años, soy un hom bre. ¿Cómo voy a espe­
rar que mis padres o mis herm anos, o mis parientes de aquí, obren
con cordura tras tantas décadas de división y anim osidad, si no
tomo yo la iniciativa y hago u n a m aniobra de acercamiento?
Acto seguido, Richei dice, refiriéndose a los que nos rodean,
todos los cuales tienen alguna relación con él:
—La mayoría de los que estamos aquí somos miembros de u n a
misma familia, aunque yo no había conocido a muchos de ellos hasta
que vine aquí hace una semana. Tal vez parezca puro melodrama la­
tino, pero siento una felicidad loca de estar aquí. Por prim era vez en
mi vida he tenido un muy intenso sentimiento del yo, del lugar, de las
raíces. Tanto que, si m uero mañana, Dios no lo quiera, m oriré con­
tento. H a valido la pena el riesgo de hacer el viaje hasta aquí. Y si esto
no acaba con nosotros, servirá para reunir a toda la familia algún día,
para que estemos todos más unidos.
—Gracias a la valentía y al gesto de am or que ha tenido Richei,
nuestra familia, tal como había existido durante décadas, dividida
por el resentim iento y la mala fe, ha m uerto y ha sido enterrada
para siem pre —dice Magalys, que tiene treinta y dos años y es m é­
dico— . A hora ha renacido. A hora volvemos a tener u n a familia
por la que vale la pena morir.
Luego añade:
—Mi tío Elequemedo y el tío Abelardo, el padre de Richei, comba­
tieron hom bro con hom bro en el levantamiento contra Batista, ese
asesino. Los dos resultaron heridos cuando cayeron en una embosca­
da, u n ataque con morteros de los esbirros de Batista, y luego fueron
condecorados con medallas al valor por el propio Fidel en persona.
»Después de la victoria en Bahía de Cochinos, Fidel prohibió
todos los partidos políticos, con la excepción del Partido Comunis­
ta. Prohibió la libertad de expresión, el derecho de reunión, e hizo

109
Sócrates enam orado

que todos sus adversarios, en realidad todo el que estuviera en de­


sacuerdo con él en cualquier cosa, fueran encarcelados. Y en varios
casos los hizo ejecutar. Fidel afirmó que se trataba ante todo de pre­
servar el socialismo* frente a los enemigos infiltrados, pero Abelardo
pronto se dio cuenta de que era un pretexto po r parte de Fidel, de­
seoso de llegar a ser lo que siem pre había aspirado ser, el últim o
dictador vitalicio de Cuba. Abelardo decidió escapar a Estados Uni­
dos con su m ujer y con los herm anos mayores de Richei, m ientras
los cubanos aún tenían perm iso para m archarse si así lo deseaban.
Mi padre trató de convencerle de que se quedara.
Interviene Elequemedo:
—En aquel entonces yo estaba convencido de que Fidel sólo
había tom ado medidas tan extremas po r pu ra necesidad, que esta­
rían en vigor p o r poco tiem po y p o r el bien a largo plazo de nues­
tra patria. Dije a Abelardo que si se m archaba a Estados Unidos,
país que había prestado constante apoyo al régim en de Batista du­
rante todos aquellos años, sería un traidor a todo aquello que había­
mos sacrificado en el nom bre de nuestras familias, y que mancilla­
ría el sacrificio suprem o que el padre de Magalys, Teófilo, nuestro
herm ano menor, había hecho como camarada que se alzó en armas
p o r la causa. Abelardo contestó que yo era un esbirro que sólo sabía
hacer apología de Fidel, y que era yo el que mancillaba el buen
nom bre y la m erecida fama de nuestro herm ano. Dijo que al menos
en Estados Unidos dispondría de libertad para expresar sus opinio­
nes y para hacer la vida que él eligiera librem ente con su esposa y
sus hijos. Se m archó al día siguiente. A lo largo de los años hemos
m antenido el contacto, aunque nuestros intercam bios son breves y
más bien impersonales, y nunca nos hemos vuelto a ver en persona.
Los dos somos demasiado tozudos para ceder, para reconocer que
lo pasado, pasado está. Ahora, sin em bargo, tengo la intención de
escribirle y pedirle disculpas. No quiero m orir sin haberm e reconci­
liado con mi herm ano.
Sigue diciendo Elequemedo:
—Eramos de u n a familia del cam pesinado más hum ilde, éra­
mos analfabetos. Vivíamos sin esperanzas. Habíamos intentado a lo

* En español en el original. (N. del T.)

110
Storgé

largo de muchos años, con medios pacíficos, po n er fin a los malos


tratos que recibíamos por parte del régim en de Batista. Su respues­
ta fue la tortura, la hum illación, el asesinato. Por eso, mis herm a­
nos y yo arriesgamos la vida de buena gana con tal de form ar parte
de la revuelta. Creíamos que bien valía la pena m orir «por el amor de
nuestros hijos».*
«Probablemente quiera usted preguntarm e —me dice— si, de
haber sabido entonces lo que ahora sé, habría valido pese a todo la
pena m orir por aquello. Mi respuesta sería siempre que sí, y p o r las
mismas razones, es decir, p o r la familia, aun cuando el resultado haya
sido bastante variopinto. Me gusta pensar que incluso mi h erm a­
no está de acuerdo en que los cubanos normales y corrientes, noso­
tros, estamos ahora m ucho mejor que en tiempos de Batista.
»Si los dos sabemos leer es gracias a las brigadas de alfabetiza­
ción que Fidel distribuyó por todo el país, después de la revolución,
y sobre todo en las com unidades más pobres — explica Elequem e­
do— . No se puede ser plenam ente una persona, no se puede saber
plenam ente cómo serlo, qué esperar, qué soñar, si no se posee el
don de la alfabetización. Nuestras clases se celebraban al aire libre,
porque ni siquiera teníam os escuelas; las im partían personas de
b u en a educación, de las familias más acomodadas, que se habían
sumado a Castro en el levantamiento**. O ptaron p or quedarse en
vez de escapar a Miami. Para ellos, arriesgar la vida para ser parte
de la nueva familia cubana era algo que bien valía todos los sacrifi­
cios. Sabían que podían m orir a resultas de su decisión, y de hecho
m uchos fueron asesinados por los partidarios de Batista que pasa­
ro n a la clandestinidad y que se convirtieron en francotiradores
que sem braban el terro r entre nosotros. Pero entendieron que el
sacrificio bien valía la pena, tal como mis herm anos y yo sentimos
que valía la pena derram ar nuestra sangre p o r el bien de nuestro
país y de nuestras propias familias.
—Nuestros siete hijos se han licenciado en la universidad —dice
Laline, esposa de Elequem edo— . Dos de ellos son incluso docto­
res. Lo que han logrado no habría sido posible nunca para los po­

* En español en el original. (N. del T.)


** En español en el original, (N. del T.)

111
S ócrates enam orado

bres antes de la revolución. En Cuba, hoy en día todo el m undo


goza de u n nivel de vida p o r encim a de lo elem ental, a pesar de las
graves restricciones materiales que padecemos. Todos nos conside­
ramos parte de u n a amplísima familia. N inguno de nosotros vive
en la abundancia, aunque ninguno vive tam poco en nada que se­
meje la pobreza absoluta antaño, cuando no había casas decentes,
no había escuelas, no había carreteras, ni electricidad, ni desagües.
Tenemos u n a asistencia médica excepcional. Somos uno de los paí­
ses del llam ado Tercer M undo, aunque nuestra esperanza de vida
iguala a la de ustedes.
Elequem edo suspira hondo y su esposa bruscam ente guarda si­
lencio, como si le hubiera dado una señal.
—Por desdichadas que fueran entonces nuestras vidas, aún
había m ucho que p erd er —me dice— . Siem pre hubo am or en
abundancia en nuestras familias. Gozamos de m uchos m om entos
muy bellos, m om entos de gran ternura. Pero todos y cada u n o de
nosotros creyó que debía arriesgarlo todo con la esperanza de ini­
ciar u n futuro m ejor para nuestros seres más queridos.
»Fidel era descendiente de u n a familia rica, a pesar de lo cual
asumió nuestra causa como si fuera la suya; hasta tal punto nos con­
sideraba su familia que se puso a m enudo a tiro en la línea del fren­
te. En 1953, cuando fue capturado p o r las tropas de Batista y acusa­
do de traición tras haber asaltado los barracones del ejército de
Batista el 26 de julio, en el ataque inicial del levantam iento, Fidel
declaró: «La historia me absolverá» en un discurso famoso, en el
cual tam bién dijo que era «inconcebible que los niños m ueran p o r
falta de asistencia médica», y que «la mayoría de nuestra población
rural vive hoy en peores condiciones que cuando Colón descubrió
a los indios». Para poner rem edio a todo ello, invocó a los cubanos
para que se unieran en la creación de «una cultura radicalm ente
original», en la que «se democratizara el acceso» y «se guiase p o r el
pensam iento de que es dem ocrática y nacionalista y dedicada ante
todo a lograr la justicia social». N unca soñé que fuese a traicionar
esa visión. La Cuba en la que hoy vivimos no es la Cuba que los revo­
lucionarios imaginamos, la Cuba p o r la que valió la pena dar la vida.
—¿Será preciso arriesgarlo todo de nuevo para tener una Cuba
p o r la que valga la pena morir? —pregunto.
Al oírlo, Elequem edo sonríe de m anera críptica.
St o r g é

—Sin lugar a dudas —dice— , es algo p o r lo que vale la p en a


arriesgarse. —A continuación, añade— : Te voy a decir ahora algo
que aún no he dicho a mi familia. Yo firmé la petición de Varela.
Su familia, y sobre todo su esposa, lo m ira sin dar crédito a lo
que h a dicho. El Proyecto Varela, encabezado p o r Oswaldo Payá y
Elisardo Sánchez, solicita al régim en de Castro que autorice la ce­
lebración de un plebiscito sobre el futuro de Cuba. Si el resultado
fuese positivo, el plebiscito otorgaría u n a amnistía general a los pri­
sioneros políticos, perm itiría la libertad de expresión y de reunión,
y traería aparejadas u n a serie de reform as electorales. Se habían
reunido más de 25.000 firmas en el m om ento de la visita de Jimmy
Carter en 2002, por invitación expresa de Castro, cuando el ex p re­
sidente estadounidense habló p o r televisión en favor de Varela
ante el público de toda la nación. Las firmas son más de las necesa­
rias para tram itar la petición.
—Para invalidar la petición — me dice— , Fidel aprobó un edic­
to después de la visita del ex presidente Carter, en 2002, en virtud
del cual el socialismo* ha de ser la ley nacional p o r toda la etern i­
dad. ¿Y dónde está el socialismo? Tenemos a u n líder paternalista
que nos trata con condescendencia, que exige que avancemos al
paso de la m elodía que él quiera tocar, porque él «sabe lo que hay
que saber». Por firm ar esa solicitud es posible que algún día se me
im ponga u n castigo, p ero así sea. No creo que tenga que tem er la
m uerte p o r eso, aunque bien valdría la pena si llegara el caso. No
m oriré solo. Desde que Fidel aprobó p o r la fuerza esa nueva ley,
más cubanos que nunca h an firm ado la petición de Varela.
—Mi padre estaría orgulloso de ti — dice Richei a su tío— . Lo
estaría si no estuviera tan ciego p o r su odio a Castro. Mi padre cree
que si m uere Castro, aun cuando a él le tocase m orir al día siguien­
te m oriría siendo u n hom bre feliz. Pero esas obsesiones cargadas
de odio nunca bastan para que valga la p en a m orir p o r ellas. Sólo
el trabajo p o r objetivos positivos y afirmativos puede bastar para
eso. Más que señalar a Castro por ser la raíz de todos los problemas,
debem os considerar si no seremos tam bién nosotros parte del p ro ­
blema, en vez de ser parte de la solución.

* En español en el original. (N. del T.)

113
S ócrates enam orado

Richei dice entonces:


—Em pecé a pensar muy seriam ente en venir aquí después del
episodio de Elián González.
Elián González tenía seis años cuando, en noviem bre de 1999,
su m adre trató de cruzar el estrecho de Florida con él en u na p re­
caria balsa. Ella m urió en el intento, pero a Elián lo rescató u n pes­
cador que lo llevó a Miami, donde perm aneció seis meses viviendo
con unos parientes, cubanos exiliados. La entonces Fiscal General
de Estados U nidos, Ja n e t Reno, decretó que fuera devuelto a su
padre, en Cuba, después de u n furioso choque entre oponentes y
simpatizantes de Castro.
—En vez de exam inar qué motivos pudiero n em pujar a una
m adre a sem ejante desesperación, arriesgando no sólo su vida,
sino tam bién la de su hijo pequeño, con una travesía oceánica en la
que ambos podrían perderla, el griterío entre Castro y los partida­
rios de la línea dura en Estados Unidos fue más ruidoso que nu n ca
—dice Richei— . Se rebajaron a utilizar esa tragedia familiar como
u n simple peón con el cual reforzar sus ideas de que las diferencias
son demasiado graves para que se p uedan salvar. Poner p o r delan­
te la familia fue un gesto que supuso el fin de la carrera política de
Jan e t Reno, la cual, sin embargo, pensó que aquel niño necesitaba
estar con su padre, que estaba vivo, y que necesitaba el am or de su
padre más que ninguna otra cosa en el m undo. Entonces em pecé a
en ten d er que alguien en todas las familias cubanas divididas, debía
asumir el mismo espíritu de Jan e t Reno. Los miembros de cada fa­
milia h an de arriesgar algo si aspiran a un ir a los cubanos que resi­
den a uno y otro lado del océano. Esto es algo que p ueden hacer las
familias u n a a una, y exigir después que haya más líderes políticos
que se arriesguen a hacer lo mismo.
—Creo que si el padre de Elián am aba de verdad a su hijo, ten­
dría que haberse quedado en Estados Unidos cuando Reno le ofre­
ció la posibilidad de hacerlo —dice Ynilo, que es prim o segundo
de Richei.
—Mi único herm ano y su familia —me dice Ynilo después— se
fueron de la isla cuando el éxodo de Mariel. Intentaron convencer­
me para que yo hiciera lo mismo. Pero mi novia, que entonces esta­
ba em barazada de nuestra hija, no quiso ni oír hablar de la idea.
Me quedé. Mi hija aquí no tiene ningún futuro, pero yo no arries­
St o r g é

garía la vida en u n a travesía peligrosa ni tam poco la abandonaría


nunca.
El éxodo de Mariel tuvo lugar en la primavera de 1980. Después
de que un núm ero considerable de cubanos se refugiara en la Em­
bajada de Perú en La H abana, Castro anunció bruscam ente que
todos los cubanos que quisieran m archar tenían permiso para aban­
donar la isla con total im punidad. Fueron unos 125.000 los cubanos
que aceptaron la oferta de Castro.
—Todos los balseros* se m archaron porque en tendían que la
prom esa original de la revolución, o más bien las promesas, habían
sido incumplidas e incluso olvidadas y despreciadas —sigue dicien­
do Ynilo— . Lo hicieron con el mismo espíritu y p o r las mismas ra­
zones p o r las que m uchos arriesgaron la vida en el levantam iento
de 1959.
Se enoja de pronto.
— ¿Qué ha hecho Fidel p o r nosotros? Desde luego, ahora sabe­
mos leer, pero sólo podem os leer lo que diga Fidel. Desde luego,
tenem os u n a buena educación, pero luego no encontram os traba­
jo . Mi herm ano tiene el título de doctor en Sociología, a pesar de
lo cual sólo ha encontrado trabajo de ascensorista en u n hotel para
turistas ricos. Desde luego, el Estado nos paga el entierro, pero
¿qué clase de vida llevamos antes de ese entierro que nos sale gra­
tis? La vida que tenem os realm ente no es de las que vale la pena de­
fen d er con la vida misma. Si no fuera p o r los dólares que me en ­
vían [se refiere al herm ano de Ynilo y a su m u jer], probablem ente
no sería capaz de sobrevivir, sobre todo después de que com enza­
ra el «periodo especial» tras el desm oronam iento de la U nión So­
viética, cuando éste puso fin a todo el apoyo financiero que presta­
ba a Cuba. Antes pensaba que mi herm ano y su m ujer debían de
ser millonarios para enviarme todo ese dinero, pero ahora sé que
trabajan siete días a la sem ana para echarm e u n a mano.
—Fidel no deja de decirnos que nosotros los cubanos hemos de
estar dispuestos a sacrificarnos más que nunca p o r el bien del país
—dice la segunda m ujer de Ynilo, Yuriceima, que está esperando
un hijo— . Y lo hacemos, desde luego que sí. A ninguno se nos ocu­

En español en el original. (N. del T.)

115
Só crates enam orado

rriría no com partir con nuestros vecinos lo poco que tenemos; a


nuestros vecinos los consideramos una ampliación de la familia. Y así
como uno se puede apostar lo que quiera a que Fidel vive en la abun­
dancia, yo no cambiaría el cariño que tenemos en esta habitación por
toda su riqueza material. Sin el cariño de la familia no hay nada p o r lo
que valga la pena ni m orir ni vivir.
Se hace un largo silencio antes que Elequemedo tome la palabra.
—Cuando me enteré de que Richei estaba aquí, m e avergüenza
reconocer que no estaba seguro de darle la bienvenida en mi casa
con los brazos abiertos. Pero en cuanto lo vi desaparecieron como
p o r ensalmo todos los antiguos resentim ientos, sustituidos p o r u n
am or puro.
C ontem plo u n gran retrato enm arcado del Che Guevara que
cuelga sobre la repisa. Vástago de u n a familia de clase alta de Ro­
sario, Argentina, Guevara prácticam ente había term inado sus estu­
dios de M edicina cuando en 1952 se em barcó en u n viaje que iba a
cambiarle la vida: recorrió más de seis mil kilómetros en m oto p o r
el norte de A rgentina y p o r otros países sudam ericanos. Por el ca­
mino, conoció íntim am ente las penosas condiciones de vida en que
subsistían los pobres de la región, en particular los grupos indígenas,
cuyas tierras eran expropiadas debido a la abundancia de sus recur­
sos y pasaban a manos de las grandes corporaciones con los parabie­
nes de los gobiernos respectivos. Sobre esta experiencia transforma­
dora, Guevara escribió que al entrar «en contacto estrecho con la
pobreza, con el hambre, con la enfermedad, con la imposibilidad de
curar a un niño p or falta de recursos elementales», comenzó a «ver
que había algo que [...] me parecía [...] tan im portante como ser u n
investigador famoso, como hacer una aportación sustancial a la m e­
dicina, y ese algo era simplemente ayudar a las personas».
Y comento:
—El Che estuvo dispuesto a alejarse po r com pleto de su familia
inm ediata, de sus valores de clase alta, para luchar y m orir en nom ­
b re de los desposeídos del m undo. A veces, uno h a de estar dis­
puesto a rom per los lazos con su familia y con los valores que tie­
n e n en mayor estima para vivir u n a vida p o r la que valga la p en a
morir, ¿no es cierto?
A su debido tiem po, escogiendo las palabras con gran esmero,
Elequem edo responde:
St o r g é

—-Yo creo que el Che entendió que nunca se puede am ar de


veras a la propia familia si antes no se aprende a am ar a todas las fa­
milias, a verlas a todas como algo sumam ente precioso e igualm en­
te m erecedor de todo lo m ejor que pueda dar la vida. Si una fami­
lia cuida solam ente de sus intereses egoístas, como hacen muchas
familias ricas, el suyo no es un verdadero am or de la familia, porque
no tienen ninguna preocupación por la gran familia del hom bre.
Elequem edo sigue m irando el retrato del Che, y luego continúa:
—El Che tenía u n a fe enorm e en la idea de que el am or es el
mayor de los agentes revolucionarios. Escuche lo que escribió: «A
riesgo de parecer ridículo, perm ítasem e decir que el verdadero re­
volucionario se guía p o r u n gran sentim iento de amor» —lee Ele­
quem edo— . Dijo que «no es posible ser u n auténtico revoluciona­
rio sin tener esta cualidad», porque es lo que nos da esa «gran dosis
de hum anidad» que se necesita para «evitar la caída en los extre­
mos, en el frío intelectualism o, en el aislamiento de las masas».
Es Richei quien tom a la palabra ahora.
—Las personas razonables pueden estar en desacuerdo con que el
Che viviera y muriese de acuerdo con su filosofía del amor, o con que
su verdadero amor fuese el comunismo a expensas de todo lo demás,
de los cubanos, de los pobres, de su propia esposa y de sus hijos.
Esa misma p regunta podría plantearse con respecto a Castro,
un hom bre cuya devoción ideológica parecer h ab er m utado y ha­
berse desplazado hacia u n abrum ador egotismo. Juanita, la herm a­
na con la que Castro no tiene ninguna relación, a pesar de que
p eleó ju n to a él contra Batista, huyó de Cuba en 1965, cuando em ­
pezó a estar claro que Castro estaba estableciendo su propia dicta­
dura bajo la máscara del socialismo. Desde entonces, Juanita no ha
cesado de denunciar a su herm ano. U n artículo de la agencia Reu­
ters cita estas palabras suyas: «La m egalom anía de Castro no cono­
ce límites». U na hija que Castro tuvo fuera del m atrim onio, Alina
Fernández, que huyó del país en 1993 y que se h a convertido en
uno de los críticos más m ordaces de su padre, dijo al Observer de
Londres que ella no se «refería al señor Castro como su padre [...].
Yo soy su exiliada».
Al cabo de un rato, Elequem edo dice:
—José Martí, el padre del movim iento cubano p o r la in d ep en ­
dencia, nos advirtió de ese «amor ciego». Mi herm ano y yo también
Sócrates enam orado

nos hem os dejado cegar p o r las ideologías. Las ideologías han dis­
torsionado el idealismo apasionado p o r el cual arriesgamos los dos
la vida. Dicen que la caridad em pieza po r casa, pero yo no he sido
muy caritativo con él. Es algo que debo remediar.
«La visita de Richei me abrió los ojos. Nadie podrá poner en duda
que el camino que él trazó hasta la puerta de mi casa estuvo pavi­
m entado con la intención de construir «el am or familiar»*. Su visita
ha sido justam ente esa «dosis de humanidad» que yo necesitaba.

A su n to s d e f a m il ia

En Cuba Confidential: Love and Vengeance in M iam i and Habana,


A nn Louise Bardach escribe que si bien Fidel Castro h a cum plido
algunas de sus promesas originales en el terreno de la sanidad p ú ­
blica, la educación y el deporte, prácticam ente en todos los demás
aspectos de la vida nacional los cubanos siguen viviendo con grandes
privaciones. El im pacto más pernicioso de sus medidas políticas se
produce en el plano familiar: «La mayoría de las familias cubanas
h a experim entado u n episodio trágico y desgarrador de separa­
ción y de pérdida».
Pero los tiempos están cam biando. Bardach afirma que reunio­
nes como la que yo presencié em piezan a ser más corrientes que
nunca, y que posiblem ente constituyan u n a esperanza para salvar
las diferencias abismales que existen entre millares de familias. En
Miami, apunta Bardach, cada vez más «los exiliados de la línea
du ra se encuentran con las reticencias de sus propios hijos», pues
muchos «cubanos nacidos en Estados Unidos, al no tener el lastre
del odio que tienen sus padres, han optado p o r ponerse de parte
de Cuba» y, dando señales tanto de desafío como de reconcilia­
ción, se aventuran a viajar a Cuba «sin notificárselo a sus familias».
En esta inversión de la tendencia, predice, radica la esperanza de
que los cubanos de N orteam érica y los cubanos de la isla pu edan
lim ar diferencias. Bardach encuentra asombrosos paralelismos con
los chinos que em igraron a Nueva York y a San Francisco huyendo

* En español en el original. (N. del T.)


St o r g é

del brutal régim en de Mao Zedong yjurando que no tendrían nin­


guna relación con la China continental hasta que su dictadura co­
m unista hubiera sido derrocada p o r com pleto. Sin em bargo, su
propia progenie nacida en Estados Unidos no ha asumido ese mismo
ju ram ento, y debido a un profundo interés p o r sus propias raíces,
desde finales de la década de los setenta han dado con gran deci­
sión una serie de pasos para forjar lazos no sólo con la China con­
tinental, sino tam bién con los miem bros de sus familias de los que
no han sabido nada en m ucho tiempo.

U n i r l a s is l a s

La mayoría de los que hoy en día, cada uno en su orilla respec­


tiva del estrecho de Florida, destacan más en su intento por propi­
ciar la reconciliación, se ha inspirado en gran m edida en el filóso­
fo y p o etajo sé M artí (1853-1895). M artí pasó la mayor parte de su
vida en el exilio, lejos de su am ada patria, debido a su activismo po­
lítico, y de hecho se licenció en Hum anidades y Filosofía cuando se
encontraba en España. Sin embargo, nadie form aba parte tan ínti­
m a como él de la propia Cuba. U no de los biógrafos que ha tenido
M artí lo describe como «el torturado am ante de su propia tierra;
aunque su cuerpo perm aneció en el exilio, su corazón siem pre fue
fiel a Cuba».
Allí se hizo m uy conocido com o sobresaliente poeta, adem ás
de erudito, periodista, profesor y activista social y político. Hasta
hace relativam ente poco no se ha reconocido d eb id am en te su
im portancia y originalidad com o pensador y filósofo social y p o ­
lítico. M artí creía que si Cuba tenía que alcanzar la in d e p en d e n ­
cia a largo plazo, d e rro c ar el régim en español en C uba tan sólo
debía ser el p rim er paso. Era preciso llevar a efecto tam bién otra
revolución: los cubanos debían superar las divisiones intestinas,
todas las fracturas internas, las com prensibles cicatrices existen­
tes en el tejido social tras varias generaciones de régim en opresi­
vo, adem ás de todo el enfrentam iento político, étnico y de clase.
U n pueblo liberado tras expulsar al p o d e r colonial n u n ca po d ría
librarse del colonialism o en sí, creía M artí, si perm anecía e n él
u n a m entalidad propia de amos y esclavos. E ntendía que todas las

119
S ócrates enam orado

personas com prom etidas en la causa de la liberación tam bién de­


bían aspirar de m anera muy consciente a forjar u n a nueva identi­
dad, y no sólo a partir de la misión com partida de la propia libera­
ción. Más bien debían tallar u n yo colectivo a partir de la herencia
tradicional, cultural y moral, del sustrato indígena. Si los cubanos
no lograban esta m eta, M artí tem ía que un nuevo líder fuese capaz
de explotar sus divisiones instalándose como dictador de p o r vida,
u n resultado especialm ente trágico si se tiene en cuenta que sería
uno de los propios cubanos quien desm antelara toda la prom esa de
la revolución.
Para im pedir ese desenlace, M artí hizo u n llam am iento a todos
los cubanos para que form asen u n a familia con esa misma calidez
natural de sentim ientos que había presenciado u n a y otra vez du­
ran te su estancia, en el exilio, en otros países latinos liberados
p o r el que era su héroe, el venezolano Simón Bolívar (1783-1830).
Si Cuba estaba llam ada a form ar parte de la gran familia de las na­
ciones latinas, aju icio de M artí los cubanos antes ten ían que des­
cu b rir esos atributos propios en los que hallarían inspiración
p ara trascender las m ezquinas divisiones internas y p ara esforzar­
se en trabar amplias conexiones con los hispanos de otros países.
Sem ejante planteam iento sólo podría llegar a darse si se inculca­
ba antes en los cubanos la «cubanidad»,* que Jam es Kirk, experto
en M artí, equipara con «el orgullo de ser cubano». El objetivo no
era el cultivo de ese orgullo p o rq u e sí, ni la construcción de u n
tipo de p atrio tería que pusiera a C uba en malas relaciones con
otras naciones de su en to rn o , sino que p o r m edio del reconoci­
m iento en pie de igualdad y p o r m edio de la validación en tre los
cubanos inspirados p o r la cubanidad p u d ieran hallar u n a vía de
u n id ad m ayor con otras naciones, en particular las del m u ndo
hispano, que sirviera p ara esforzarse en alcanzar u n a m eta de
más altura, inspirada en los valores com unes y la historia com par­
tida. Com o p io n ero en la filosofía de la identidad, M artí creía
que u n o jam ás llegaría a ser parte vital de la «humanidad»** si la
ru ta p ara llegar allí no pasaba p o r el corazón de la cultura propia,

En español en el original. (N. del T.)


** En español en el original. (N. del T.)
St o r g é

en este caso la «cubanidad», y p o r las costumbres hum anitarias que


son privativas de u n lugar particular, aunque las trascienda.
Muchos de los cubanos de a pie, inspirándose en su héroe, Martí,
siguen aspirando a poner en práctica la cubanidad. El único terreno
en el que no han logrado hacer avances sustanciales es el de la políti­
ca. Haroldo Dilla, destacado sociólogo de la política y cubano hoy re­
sidente en la República Dominicana, tuvo una amplia relación con
el Centro de Estudios de las Américas (CEA), u n influyente e inde­
pendiente gabinete de asesores en temas sociales fundado p o r el
Partido Comunista de Cuba. El CEA quedó disuelto en 1996 p o r
«haberse excedido en sus atribuciones». Dilla observa que Cuba está
convirtiéndose, a pesar de todos los intentos por im pedirlo que han
hecho los líderes políticos y los partidarios de la línea dura a u n o y
otro lado del estrecho de Florida, en una «sociedad civil» basada en
la ética de la cubanidad. Dilla hace hincapié en que no conviene
confundir esto con el aparato estatal, sino que se trata de una socie­
dad estrechamente entretejida y form ada entre los cubanos de a pie,
que «abogan por una mayor autonom ía en las estructuras políticas,
u na mayor democracia, u n a mayor libertad de acción y discusión».
Por debajo del espectro del radar estatal, han form ado u n a sociedad
alternativa.

En u n p rim er m om ento, y al igual que M artí, el Che Guevara


vio en Cuba el laboratorio ideal para forjar entre los cubanos u n a
id en tid ad particular que tuviera resonancia en otros m uchos
pueblos, que p ro m etiera servir como ím petu de u n a revolución
más expansiva, la cual, a su vez, diera lugar a u n a fam ilia h u m a­
n a más evolucionada. Que Guevara «actuó en este sentido p o r el
bien de la hum anidad tal como él lo interpretaba, es algo que pare­
ce fuera de toda duda», según afirma H enry B utterfield Ryan en
The Fall o f Che Guevara [La caída del Che G uevara]. Ryan escribe
que sin duda de ninguna clase Guevara se cuenta entre esas figuras
paradigmáticas de la historia de la hum anidad, que «desplegaron
[...] u n a adhesión leal e inquebrantable a un a ideología» y «cuya
dedicación a sus principios es fuente de inspiración, al m argen de
lo que pueda un o sentir en torno a sus creencias». Ryan dice que
Guevara «recuerda a los prim eros reform adores de la Iglesia cris­
tiana» p o r «su amplísima cultura, su desprecio p o r las com pensa­
Sócrates enam orado

ciones de este m undo, su entrega a un ideal [...] y su certidum bre


de que algún día term inaría p o r ser un m ártir de su fe, como de
hecho sucedió».
Al final, convertido oficialmente en ciudadano cubano por decre­
to de Castro, Guevara podría haber considerado que ser un «mártir
p or su fe», una ideología concreta, se encontraba p or encim a del
hecho de ser un m ártir por los fieles, los marginados del m undo. De
ser así, term inó por aplastarlo ese «amor ciego» contra cuyos peli­
gros había advertido en su díajosé Martí.

F a m il ia t r ib a l

Cada «nación tribal» en el m undo helénico tenía u n a form a


muy sofisticada de organización social, relativam ente incluyente y
de claro sesgo participativo. Era un paso lógico, que se dio bajo el li­
derazgo visionario de u n estadista ateniense, Solón (630-560 a.C .),
el que se sum aran unas a otras las distintas tribus para form ar u na
mayor confederación intertribal, en cuyo vértice se encontraba
Atenas. Con el tiem po dieron en desarrollar un concepto de lo que
podríamos llamar «la atenicidad», que de hecho trascendía sus leal­
tades e identidades respecto de las tribus particulares. Solón insti­
tuyó im portantes reform as democráticas. Los escaños de los diver­
sos consejos democráticos de Atenas estaban adjudicados de m odo
que todas las tribus estuvieran representadas p o r igual, con la ga­
rantía de que ningún grupo individual pudiera m onopolizar el
poder, e im pidiendo de ese m odo el resurgir de las luchas civiles
habidas en el pasado.
A m edida que fue expandiéndose la confederación de los grie­
gos, no lo hizo de u n a m anera jerárquica, sino más bien al m odo
de u n círculo que se ensanchara, en el seno del cual todas las tribus
que participaban eran igualm ente valoradas y reconocidas. Com­
partían todas ellas u n objetivo más elevado, a saber, el cultivo de la
arete, de la excelencia generalizada entre todas. Ahora bien, esa ateté
no hacía referencia a la excelencia en el sentido individualista del
térm ino que le damos hoy en día. Era más bien u n tipo de excelen­
cia que no podía hacerse realidad a m enos que todos los integran­
tes de la com unidad se esforzaran p o r lograrla, desarrollando cada
Storgé

cual los talentos y las capacidades que más aportaran a una mayor
actualización del yo y de la sociedad. La dem ocracia tribal que se
esforzaba p o r llegar a la arete estaba inspirada e im pulsada por u n a
elevada form a de storgé.
Hoy en día, otra nación democrática de base tribal está m ostrán­
donos el cam ino para am pliar y ahondar el concepto de am or fa­
miliar, en u n a época en la que incluso las sociedades más abiertas
descubren que esa m eta es, en el m ejor de los casos, esquiva.

E n e l n o m b re d e l ubuntu

«Elvalor más preciado de todos es el del u b u n tu —dice Mae, de


cuarenta y tres años de edad— . En zulú, significa “soy quien soy
porque somos quienes somos”, sea para bien, sea para mal. Si un
m iem bro de mi tribu hace daño a alguien, todos hemos hecho ese
daño, igual que cuando uno hace el bien es reflejo de todos noso­
tros. Pero como el ubuntu tiende a ser un esfuerzo positivo, más
bien debería entenderse como que “no puedo ser todo lo que soy
a menos que haga todo lo posible para asegurarm e de que tú pue­
des llegar a ser todo lo que eres”. Este em peño p o r la bondad es lo
que lo convierte en el más preciado de todos los valores. Exige que
todos nosotros demos grandes muestras de amor, de calidez en el
sentim iento, de compasión».
Me e n cu en tro en Pretoria, que es la capital adm inistrativa de
la nación sudafricana. La ciudad insular, fundada en 1855, se en­
cu en tra a unos setenta kilóm etros del centro industrial de Joha-
nesburgo, y debe su nom bre al líder de los colonos bóers, a los
que se conocía por voortrekkers («pioneros» en lengua afrikaans), que
vencieron al reino zulú de los indígenas. Es el día en que tom a
posesión de su segundo m andato como presidente Thabo Mbeki,
en su día activista an ti apartheid y líd er del C ongreso N acional
Africano (CNA), que ha resultado reelegido p o r u n a mayoría
abrum adora. Los padres de M beki fu ero n tam bién destacados
m iem bros del C ongreso N acional Africano. Su padre, condena­
do a cadena p e rp e tu a p o r su activismo, fue encarcelado ju n to a
N elson M andela en la prisión de R obbens Island. Mbeki se vio
obligado a em p ren d er el cam ino del exilio en 1962, a Gran B reta­
Sócrates enam orado

ña, d o nde organizó y encabezó el m ovim iento del CNA en tre


otros exiliados, hasta su regreso en el m om ento del fin del apart­
heid. Los actos previstos p a ra el día de hoy se celebran en el
m arco del décim o aniversario del Día de la L ibertad N acional,
con lo cual se cum ple u n a década desde la disolución del sistema
del apartheid en Sudáfrica, del racismo y el segregacionismo.
Antes de la década de 1870, Sudáfrica era una amalgama de gru­
pos autónom os semejantes a las polis griegas, com puesto cada uno
de ellos p o r una población diversa y sin em bargo en arm onía, d en­
tro de la cual tenía cabida u n a am plia gama de grupos étnicos,
cada u n o de ellos con su propia lengua. C uando se descubrieron
los yacimientos de oro y diamantes, el im perio británico procedió
a la invasión, conquista y colonización del país. Como ha escrito
Anthony Butler, el resultado fue que se diezm aran rápidam ente las
sociedades autónom as, reem plazadas p o r el dom inio británico,
con la subsiguiente «foija de u n a clase obrera emigrante» com­
puesta p o r una m ano de obra virtualm ente esclavizada, reclutada a
la fuerza entre las poblaciones indígenas, que explotaba las minas
en beneficio de los colonos. En consecuencia, se estableció formal­
m ente el sistema del apartheid, una «clasificación organizada e im­
puesta sobre la compleja y muy diversa población de Sudáfrica».
Hay más de u n millón de personas presentes en la cerem onia de
investidura. Los sudafricanos se h an congregado en este p unto, al
que han llegado utilizando todos los medios de transporte imagi­
nables, procedentes de las provincias más rem otas de la nación,
con u n a población de cuarenta y cinco millones de personas, para
tom ar parte en u n día tan especial. Prácticam ente no hay sitio su­
ficiente para que todos los celebrantes se congreguen en la expla­
nada principal, con lo que la organización opta p o r conducirnos a
más de cien mil de los presentes a un gran campo de fútbol cercano,
en el que podrem os asistir a la cerem onia p o r m edio de u n a panta­
lla gigante. Es aquí donde p o r prim era vez en todo el día encuentro
u n grupo de negros y blancos que están sentados juntos. La mayoría
parece receptiva a la propuesta de com partir sus puntos de vista
sobre esta pregunta: «¿Cuál es el valor que más aprecias?».
Mae, la prim era que comparte sus pensamientos sobre esta cues­
tión, no parece ni siquiera inm utarse al ver que su respuesta susci­
ta una serie de miradas que van desde la curiosidad no disimulada
St o r g é

hasta el escepticismo manifiesto. A borda la cuestión de frente, sin


andarse p o r las ramas.
—Sin duda ha de parecer extraño que una persona blanca, nada
menos que de origen afrikáner, hable del ubuntuy sostenga que es el
más preciado de los valores —dice, y mira a los participantes de uno
en uno.
Me m ira entonces a mí.
—Siempre me he considerado —afirma— u n a persona liberal,
incluso en los peores tiempos del apartheid. Pensaba que sólo con
decir que yo creía que los blancos y los negros son iguales, era sufi­
ciente para tener la conciencia lim pia con respecto a todo lo que
estaba ocurriendo. Era muy ignorante, y estaba demasiado protegi­
da, alejada de la realidad de los oprimidos. U n día, después de ha­
berm e casado, estando em barazada de mi único hijo, vi a un oficial
de policía blanco que apaleaba brutalm ente a u n joven negro, p o r
la sencilla razón de que no se había apartado de la acera cuando
pasaba él de largo. Así «cobré conciencia».
«Empecé a preguntarm e si mi hijo llegaría alguna vez a ver a las
personas con u n a piel de otro color de la m ism a m an era en que
las veía aquel policía. Ojalá que no, me dije. Poco después partici­
pé en u n a m anifestación masiva contra el apartheid. U no de los
convocantes leyó u n a carta de Nelson M andela, u na carta escrita
desde su celda en la cárcel. No era un llam am iento a la violencia,
sino a la unidad. Decía que los blancos y los negros debíamos u n ir­
nos y estar ju n to s como u n a sola tribu, porque eso es de hecho lo
que somos, u n a tribu que com parte u n a misma historia, unas mis­
mas raíces. Decía que todos nosotros teníamos que desm antelar el
apartheid, derribando las murallas existentes entre nosotros y den ­
tro de nosotros. M andela nos «incitó» a derrocar u n sistema políti­
co y social basado en las puras divisiones, para erigir uno basado en
la un ió n pura.
«Ingresé en el Congreso N acional Africano, au n q u e aún era
ilegal. C uando se enteró mi m arido, se m archó de casa. Ni siquie­
ra vino al hospital a asistir al nacim iento de mi hijo. Cuando mi
hijo vino al m undo, em pezaba a ser bastante claro que los días del
apartheid — que en afrikaans significa «disgregación»— estaban
contados. [Mi hijo] iba a form ar parte de u n m u n d o nuevo, u n
m undo feliz, un m undo de amor. Y por haber hecho al menos un a

125
S ócrates enam orado

muy p eq u eñ a aportación a ese m undo, experim enté u n a clase de


felicidad, u n a alegría que no he vuelto a experim entar nunca más
en toda mi vida. Em pecé a leer más, a inform arm e sobre mi propia
historia, sobre los pueblos de Africa y la tradición tribal del ubuntu.
Me puse a ap ren d er zulú, y com encé a adquirir u n conocim iento
aún más claro de lo que aún tenía que hacer para form ar parte de
la nueva familia de Sudáfrica.
Sus conm ovedoras palabras ganan adeptos entre los que, en la
sala, en un principio se mostraban escépticos. Hay u n hom bre, Moe-
ketsi, que tendrá casi cincuenta años y trabaja como tem porero,
que está presente con su esposa y sus hijas, dos gemelas idénticas.
Toma a Mae de la m ano y se la estrecha.
—Yo he sido d u ran te m ucho tiem po — dice— u n activista anti
apartheid, m otivado p o r p u ro rencor, p o r el odio hacia nuestros
opresores. Esos eran los valores que yo tenía en más estima, pero
son valores negativos. No eran los valores de mis antepasados. Mis
ancestros zulúes no creían que cuando uno te abofetee haya que
poner la otra mejilla. Creían que cuando uno te abofetee lo que has
de hacer es abrazarle. Es u n gesto de ubuntu en acción. Tenemos
u n proverbio de gran sabiduría: «Nunca vuelvas la espalda a tu
cultura, a tus antepasados», porque te volverás la espalda a ti mis­
mo. Ellos creían que era deb er m oral de todas las personas tom ar
siem pre en consideración los intereses y el bienestar de todos los
demás, de todas las personas con las que un o tiene relación, no
sólo de su tribu. Al m anifestar com pasión y hospitalidad, u no am­
plía el círculo de su tribu y da entrada a toda la h um anidad en el
seno de la misma.
»Pero yo rechacé ese sistema de valores. Incluso tras el fin del
apartheid, mis valores negativos seguían dando color a mi m undo.
Lo que pasa es que tam bién yo tuve u n m om ento decisivo. O í h a­
blar a Thabo Mbeki, después del fin del apartheid, cuando estába­
mos en u n a crítica encrucijada, y le oí decir que si hem os de h o n ­
rar los valores de nuestros antepasados debem os esforzarnos «por
no odiar nunca a nadie en razón del color de su piel o de su raza,
p o r valorar siem pre a todos los seres hum anos, p o r no negarles
jam ás el profundo sentim iento que inform a el espíritu del ubuntu,
del perdón, de la com prensión, del saber que el daño hecho ayer
no puede hoy deshacerse con la resolución de hacer daño a otro».
Sto r g é

Mbeki dijo que los anteriorm ente oprimidos y los opresores form an
parte por igual de una misma historia, u n a historia de sufrimiento y
esperanza, y que nos necesitamos los unos a los otros más que
nunca si realm ente vamos a iniciar este capítulo nuevo y a tener una
historia inolvidable que sirva de inspiración en el m undo entero.
Dijo tam bién que hem os de perm anecer unidos, que hemos de
considerarnos una sola tribu, para que «quienes sufrieron las des­
ventajas puedan ocupar su lugar en sociedad, en pie de igualdad
con sus congéneres». Aquel discurso en el que dijo «soy u n africano»
cambió el m odo en que yo veía a los blancos, el m odo en que me
veía a m í mismo, a mi tribu, el m odo en que consideraba mi lugar
en todo ello. No podía valorarm e plenam ente sin valorar plena­
m ente a todos los demás. En eso consiste el ubuntu.
—También a mí, el discurso del presidente Mbeki me llevó a
cam biar mi form a de vida, m i m anera de considerarm e —dice
Rose, la m ejor amiga de Mae— . Para cum plir con mi papel y dar a
los que históricam ente habían sufrido las desventajas la ocasión de
ocupar su lugar en la sociedad, he renunciado voluntariam ente a
mi trabajo de funcionaría del gobierno federal varios años antes de
lo que me hubiera correspondido, y estoy adiestrando a u n a negra
sudafricana para que me sustituya.
»Cuando haya com pletado su preparación, pasaré a estar entre
ese 40 por ciento de personas sin empleo. Pero seguiré aquí, en Su­
dáfrica, porque valoro a estas personas, valoro este lugar, me valo­
ro a m í misma entre esas personas y en este lugar, aunque estoy se­
gura de que ese valor quedará puesto duram ente a prueba cuando
mis fondos financieros se agoten del todo.
—La huida de los blancos de Sudáfrica se ha dado p o r las p eo ­
res razones posibles —dice Mae a continuación— . Los que huyen
valoran ante todo el «yo, mí, me, conmigo». No desean sacrificarse,
ni siquiera a corto plazo, a cambio de los beneficios que a la larga
pueda ganar su tierra. El resultado ha sido una terrible fuga de ce­
rebros. Profesionales como médicos, abogados, ingenieros, econo­
mistas, se h an m archado a millares. Al igual que Rose, yo pienso se­
guir aquí incluso cuando me quede en el paro, u n a vez concluya
mi trabajo para el gobierno federal. Q uiero que m i hijo tenga aquí
sus raíces, que esté enraizado en lo que Mbeki h a llam ado la nueva
tribu, la identidad com partida de la «africanidad». H uir sería ense­
Só cr a tes ena m o ra do

ñ ar [a m i hijo] el «peor de los valores»: que cuando las cosas se


p o n en feas después de que a uno le haya ido bien d urante tanto
tiem po, hará bien en m archarse a otra parte.
—Mi padre trabaja para u n banco de inversiones —nos cuenta
Blaine, de diecisiete años, que es el hijo de Mae— . Se m archó a
L ondres cuando llegó el fin del apartheid. Yo p u d e elegir en tre
quedarm e y m archar. Igual que mi m adre, quise ser parte del fu­
turo de m i país. —Y añade con tim idez— : A demás, n o q u ería
ab an d o n ar a m i novia.
Su novia, Samora, interviene entonces.
—El ubuntu tam bién significa «hum anidad hacia los demás».
Significa que uno considera que todo el m undo es igual que él, que
no tiene más im portancia, pero tam poco menos. Muchos sudafri­
canos blancos y negros p o r igual no practican el ubuntu conmigo
porque m i novio es blanco.
—¿Influye esto en el m odo en que tú pones en práctica con ellos
este valor que está por encim a de todos? —pregunto.
—No — dice con llaneza. Y añade— : Bueno, m e gustaría que la
respuesta fuese «no». Pero a veces m e hacen p e rd e r los nervios.
Si respondo rebajándom e a su nivel, me siento fatal. Eso no es ser
quien soy, no es ser quien quiero ser: es ser quien ellos quieren que
sea. Así, ganan ellos.
—Yo he visto a Samora sometida a terribles insultos racistas, obje­
to de epítetos terribles —nos dice Venda, su m adre—. ¿Sabéis cómo
contesta? Se acerca con m ucha calma a esas personas y les pregunta
p or qué dicen cosas que hacen tanto daño. Siempre tengo ganas de
arrimarla a mi lado y de protegerla. Esas personas podrían hacer daño
a mi preciosa hija. Las más de las veces, retroceden y se marchan. En
algunas ocasiones, aunque sean las menos, piden disculpas. Samora
es mi modelo personal cuando se trata de practicar el ubuntu.
—Y la m ía —dice Blaine. Mira a su m adre de reojo y añade— :
Por m ucho que mi m adre considere que el ubuntu es el valor más
valioso de todos, no com parte del todo el hecho de que yo esté con
u n a negra.
—Yo amo a Samora como a mi propia hija —replica Mae-—.
Temía, sin em bargo, que a los dos les estuviera esperando m ucho
sufrimiento p o r estar juntos. Pero ellos me han enseñado que hay
algunos tipos de dolor que vale la pena soportar, obviamente y sobre
Sto r g é

todo en nom bre del am or que se tienen el uno al otro, pero tam ­
bién en nom bre de la tarea de hacer que nuestra sociedad sea p or
fin el lugar ajeno a los colores que necesita ser. Bueno, ajeno a los
colores no es exacto: se trata de que sea un lugar en donde todos
los colores tengan el mismo valor.
—Lam ento ser un aguafiestas en todo esto del ubuntu ■ —dice
Khoe, amigo de Moelcetsi—, pero es muy difícil sentirse igual cuan­
do u no sigue sin ten er los privilegios y las ventajas que tienen los
blancos. ¿Cómo voy a tratar a los demás como si fueran mis iguales
si ni siquiera jugam os en la misma división?
A lo cual Samora responde así:
—El padre M andela pasó casi tres décadas encarcelado. H an
hecho todo lo que han podido para degradarle y humillarle. El les
mostró en cambio lo enclenques que eran ellos y lo grande que era
él, no porque se pusiera por encima, sino porque no se puso nunca
por debajo de ellos. U no no debe perm itir que las circunstancias
determ inen cómo se valora a sí mismo y cómo valora a los demás.
—Sólo gracias a los que no quisieron esperar a que se dieran en
Sudáfrica unas circunstancias ideales nos hallamos hoy a una década
de distancia del veneno del apartheid —dice la m adre de Samora— .
Hemos llegado a este punto gracias a la creencia com partida entre
los activistas anti apartheid de que eran absolutam ente iguales en
todo a sus opresores. Su decisión de actuar a partir de esa creencia y
en bien de la gran tribu sudafricana fue el elem ento decisivo en este
progreso.
— ¿Y cómo se zanjan las cuentas pendientes que se tengan con
las tácticas violentas de algunos revolucionarios con el «preciadísi­
mo valor» del ubuntu ? —pregunto— . ¿Significa acaso que en u n
m undo im perfecto, a fin de crear las condiciones necesarias para
u n a sociedad basada en la «hum anidad para con los otros», algu­
nas veces se debe actuar de m anera violenta?
—La inm ensa m ayoría de los activistas em pleó la violencia
como recurso últim o, cuando no quedaba más opción que ésa
para im pedir que siguiera su curso la m atanza generalizada e in ­
discrim inada de los negros —señala Venda— . Pero hubo algunos
que en efecto se excedieron, rebajándose al mismo nivel de los
opresores. C uando los días de los mayores tum ultos quedaron
atrás, Nelson M andela y el Obispo D esm ond Tutu establecieron la
S ócrates enam orado

Comisión de la Verdad y la Reconciliación en n om bre del ubuntu.


Para ser todos un o solo, se dieron cuenta de que cada u n o y sus
enem igos de antes habían de enfrentarse los unos con los otros,
adem ás de que cada cual había de enfrentarse consigo mismo y
con su pasado com ún. Es preciso recordar y es preciso arrepentir­
se antes de p o d e r p e rd o n a r y reconciliarse. La idea e incluso el
ideal era que todo el que hubiera com etido actos de violencia ma­
yúsculos los reconociera sin m iedo a las represalias, buscando el
perd ó n , de m odo que pudiéram os avanzar siendo u n a sola tribu.
La comisión dio p o r finalizados sus trabajos en 1998, y em itió u n
inform e basado en más de 20.000 casos de malos tratos y de violen­
cia tanto p o r parte de los afrikáners como p o r parte de los activis­
tas del CNA. Lo cierto es que fue infinitam ente mayor el núm ero
de m ilitantes del CNA que dieron testim onio, aun cuando en la
m ayoría de los casos sus actos de violencia no h u b ieran sido gra­
tuitos o sin m ediar provocación, como sí ocurría con los de la po­
licía afrikáner, y aun cuando los opresores en todos los casos h u ­
bieran com etido m uchas más atrocidades, a juzg ar p o r cualquier
criterio, que los oprim idos.
—Lo cierto es que sigue habiendo m uchos blancos que no de­
sean la reconciliación —dice Mae— . Son demasiados los que co­
m etieron los actos más inhum anos y no h an tenido que pagar p or
ellos, además de que no sienten ningún rem ordim iento. No valo­
ran a los demás, a los que se hallan fuera de su muy reducido grupo,
y de hecho desean que nuestra sociedad retorne a «los buenos y vie­
jos tiempos». La diferencia radica en que ahora son personas de
todas las razas las que presentan un frente unido en el ubuntu.
—Hay u n térm ino zulú, simunye, que significa al mismo tiem po
«unidad m ediante la fuerza» y «somos uno» —dice Venda— . Si nos
convertimos en uno, nos hacemos más fuertes, de m odo que pode­
mos sofocar con más eficacia las fuerzas fracturadas y las voces del
odio m ediante la voz unificada del amor. Existe otra acuñación,
um untu ngum untu ngábantu, que significa que sólo podem os llegar
a ser verdaderam ente seres hum anos p o r m edio de los otros: cuan­
tos más seres hum anos haya en nuestras vidas, más los harem os
p arte de nuestro m undo, de nuestra familia, de nuestra tribu, y
más hum anos seremos nosotros.
Moeketsi comenta:
Storgé

—La novelista Nadine G ordim er dijo en su discurso de recep­


ción del Premio Pulitzer que para los escritores de la experiencia su­
dafricana es un deber insosloyable explorar y sondear profunda y
sinceram ente a los amigos y a los enemigos por igual, hasta en los
m enores detalles. Y citó a uno de los poetas más respetados de nues­
tro país, también luchador por la causa de la libertad, Mongane Se-
rote, el cual nos exhorta a «hojear en los rostros de los demás» y
«leer en cada ojo que mira». Creo que para form ar de veras parte,
prim ero hemos hojear nuestro propio rostro y leer en nuestros p ro ­
pios ojos, para así cerciorarnos de que hemos afrontado y hemos su­
perado nuestra inclinación hacia la intolerancia y el prejuicio, de
m odo que merezcamos ser miembros de esta nueva tribu. El apartheid
no significó solamente que estuviéramos físicamente separados los
unos de los otros —sigue diciendo— . También hubo apartheid en
nuestros corazones. El ubuntu es el lenguaje del am or en acción, el
puente que comunica todos nuestros corazones.

R e c o n c il ia c ió n y perd ón

N elson M andela dice que «el espíritu del u b u n tu —esa noción


africana y profunda de que somos seres hum anos sólo en virtud de
la hum anidad que poseen otros seres humanos— no es u n fenóm e­
no localista, sino que ha supuesto una aportación global a nuestra
búsqueda com ún de un m undo mejor». Al contrario: se trata de
u n fenóm eno localista que, si se practica a gran escala, en las di­
versas culturas del m undo, p o d rá tener un alcance m ucho más
global.

El em inente dram aturgo nigeriano Wole Soyinka, que en 1967


fue detenido y encarcelado, y luego obligado a tom ar el camino del
exilio p o r haber intentado m ediar en u n acuerdo de alto el fuego
cuando el país se encontraba en el peor m om ento de su trem enda
guerra civil, dijo en su discurso de aceptación del Prem io Nobel
que el m undo tiene muchísimo que aprender de los indígenas afri­
canos y de «su capacidad de perdón», que se basa en u n a «genero­
sidad de espíritu» que puede atribuirse directam ente a los precep­
tos éticos de su herencia común. Prácticam ente en todas las tribus,
Só crates enam orado

la pieza capital de esa herencia es el ubuntu, un valor que ni siquie­


ra generaciones de opresión colonial p udieron anular jamás. Esto
quedó reflejado de m anera notable en la Constitución provisional
de Sudáfrica m ientras el proceso de transición del apartheid a la de­
m ocracia propiam ente dicha. La Constitución misma invocaba la
«necesidad de com prensión, pero no de venganza», es decir, «una
necesidad de reparaciones, pero no de represalias; u na necesidad
del ubuntu y no de victimización».

Soy po rq u e som os

Encontré en un o de los barrios del extrarradio de París a u n a


persona que defendía una filosofía del am or familiar sorprenden­
tem ente sem ejante a la del ubuntu. Me había aventurado p o r u n a
zona u rbana en la que un año después iban a desatarse desórdenes
y revueltas a raíz de que dos jóvenes quedasen electrocutados en
u na subestación eléctrica (en parte tam bién porque se propagaron
rum ores sin fundam ento de que habían m uerto cuando trataban
de escapar de la policía). U n artículo de la agencia Associated Press
publicado durante las revueltas decía que en los bloques de vivien­
das de la zona «las familias se rom pen en una olla a presión de de­
lincuencia, pobreza y desempleo». U na m ujer que reside en la
zona ha llegado a decir que «la ausencia de los padres causa en al­
gunos chicos la apatía, m ientras que las chicas a m enudo se casan
deprisa y corriendo con quien m enos les conviene, p o r lo cual ter­
m inan a m enudo p o r divorciarse, y no pocas recurren a las drogas
y la prostitución». «Todo esto —añadió— es muy frecuente en esta
com unidad. La m uerte del am or ha destruido a toda u n a genera­
ción» . Se refería de m anera específica a la m uerte de am or fami­
liar, sin el cual no pueden existir los otros tipos vitales de amor, el
am or propio, el am or por la com unidad, el am or p or los demás.
La m ujer que regenta el café en el que paré a com er algo había
em igrado a Francia procedente del Africa Occidental. M adre sol­
tera de dos niños, abandonada p o r su m arido, había em igrado a
París para trabajar en u n a fábrica de prendas de confección. Me
dijo que le había sido posible llegar a ser dueña del café gracias u n
program a estatal que ofrecía subvenciones y préstam os sin interés
St o r g é

a los inm igrantes interesados en p o n er en m archa un m icronego-


cio, y que todo ello había sido el cum plim iento de u n sueño an h e­
lado desde m ucho tiem po atrás. Sin em bargo, seguía en la brega,
como es de esperar, com binando la responsabilidad de regentar el
café —para lo cual a m enudo tenía que hacer jo rn ad as de doce
horas los siete días de la sem ana— con la crianza de sus hijos.
—Mis hijos se sienten como si estuvieran en una franja interm e­
dia —me dijo—. No se sienten franceses, aunque son ciudadanos
franceses, pero tam bién están ya lejos de su herencia y sus antepa­
sados africanos, aun cuando trato de hablarles de todo ello. En
cambio, te aseguro que hay u n a cosa de la que no están desarraiga­
dos: de mí. Nunca les falta cariño. Aunque esté derrengada, les dedi­
co m ucho tiempo. Como tengo una familia muy num erosa y muchos
amigos, cuento con ayuda para cuidarlos, para mimarlos y malcriar­
los todo lo que pueda, para reñirles si se portan mal, para llevarlos y
recogerlos del colegio y de los entrenam ientos del equipo de fútbol.
»Según nuestras creencias tradicionales —sigue diciendo—, no
hay u n «yo» sin un «tú», y no hay «otros», sino sólo «nosotros». Sólo
cuidándonos los unos a los otros existimos de veras como individuos.
Por eso nos cuidamos los unos a los otros, nos ayudamos a levantar­
nos cuando hemos caído, nos elogiamos y nos criticamos cuando lo
merecemos, siempre con intención cariñosa. Ni siquiera en las al­
deas más pobres hemos dejado m orir esta tradición, la de cuidar de
los hijos de los otros, el considerarnos unos a los otros como una fa­
milia muy numerosa. No hay razones de peso para que esta tradición
tenga que quedarse arrinconada una vez que hemos llegado aquí.
»Si traes a un niño al m undo —prosigue—, has aceptado la res­
ponsabilidad de enseñarle a distinguir el bien del mal, de enseñar­
le su herencia cultural, de alim entarle espiritualm ente de m odo
que le sirva para superar las adversidades de la vida. Nosotros, los
adultos, tenem os que dejar de p o n er excusas, y em pezar de nuevo
a cuidarnos los unos a los otros, y a los hijos de los demás.

Am o r e n l a f a m il ia m il it a r

Las tropas de los antiguos griegos estaban com puestas p or sol­


dados-ciudadanos, hom bres libres e iguales, soberbiam ente equi­
Só crates enam orado

pados, adiestrados y motivados. Como escribe Edith H am ilton en


El camino de los griegos, «cada hom bre tenía su cuota de responsabi­
lidad», aun cuando había com andantes a los que se consideraba
más expertos en la estrategia m ilitar y en las tácticas de combate.
Debido a este estatus especial, un com andante sabía que «debía
estar preparado para afrontar más adversidades que las que él exi­
gía a sus soldados». Las tropas de Grecia, señala H am ilton, tenían
fam a de que, cuando las cosas se ponían realm ente feas «arrojaban
piedras contra u n general cuyas órdenes no eran bien recibidas», o
«daban la espalda a los cabecillas incom petentes y [actuaban] p o r sí
mismos». Esta sin em bargo era u n a solución que se evitaba p o r
todos los medios, porque cuando se tom aban las decisiones milita­
res críticas en situación de em ergencia se celebraba u n a reunión
consultiva con todas las tropas; todos los presentes estaban invitados
a aportar lo que pudieran aportar, y se les anim aba incluso a disen­
tir de los generales para garantizar su «cooperación voluntaria», en
vez de obligarlos a cum plir su deber. Los griegos habían entendido
m ucho tiempo atrás que los soldados com baten con más denuedo y
la moral de las tropas es más alta cuando sienten que todos son igua­
les, que son verdaderam ente herm anos de armas, que luchan ju n ­
tos y p o r su propia voluntad en la defensa del hogar y del suelo que
les pertenecen, m anteniendo incólumes los ideales y la ética de los
griegos, de «individuos libres y unidos por un servicio espontáneo a
la comunidad». U na forma especial de afecto fraterno los convertía
en feroces e instintivos protectores los unos de los otros en el campo
de batalla.

Banda d e h er m a n o s y herm anas

Diane, soldado raso de prim era clase en un batallón de zapado­


res del Ejército Nacional en la Reserva, dice lo siguiente:
— Cuando estás en el cam po de batalla, toda tu preocupación
consiste en cargar con la parte que te corresponde en tu unidad, y
hacer las cosas bien al lado de los que la com ponen. Ese es el deber
del soldado resum ido en muy pocas palabras. No te paras a pensar
si la guerra es justa o es injusta, si los norteam ericanos allá en casa
nos estarán dando su apoyo. Así como entiendo que es deber de
St o r g é

todos los norteam ericanos estar con nosotros, al m argen de que


estén o no a favor de la guerra, mi deber es hacer cuanto esté en mi
m ano para asegurarme de que los miembros de mi unidad vuelvan
a casa sanos y salvos.
Diane ha regresado hace poco tras un año entero de servicio en
Irak, al igual que los otros doce hom bres y mujeres en activo, miem ­
bros de las fuerzas armadas estadounidenses o de las unidades en la
reserva, que se han reunido conmigo para sostener u n diálogo en
torno a la cuestión: «¿Cuál es tu deber?». Diane está entre los cerca
de 185.000 soldados de la Guardia Nacional y de la Reserva—solda­
dos-ciudadanos— en activo. De los cerca de 150.000 soldados n o r­
team ericanos destacados a Irak, casi el 40 por ciento son miembros
de la G uardia Nacional o de la Reserva. G uando este diálogo se
lleva a cabo, cerca de mil quinientos soldados han perdido la vida
en Irak, y bastantes más de diez mil han resultado heridos. H asta la
fecha, al m enos dieciséis m iem bros de la Guardia Nacional, cua­
ren ta de la Reserva del Ejército y otros cuarenta de la Reserva de la
M arina han perdido la vida. Hoy mismo se ha sabido que otros dos
soldados estadounidenses h an m uerto cuando su vehículo, que no
estaba blindado, pisó u n a bom ba puesta a su paso y activada p o r
control rem oto.
—Arriesgar tu propia vida para salvar a otros com pañeros de
filas —pregunto— , ¿va más allá de lo que el deber exige?
—Desde mi punto de vista, no —responde Diane— . Porque son
de la familia. Y no quiero decir solam ente «de la familia militar»,
como se nos ha adiestrado a pensar, sino que son «familia de ver­
dad» . ¿Quién form a parte de la familia si no son aquellas personas
con las que uno ríe y llora, a las que confía todo, con las que com ­
parte todo? Como es natural, yo me pongo entre ellos y una bala.
—Entonces —insisto—, ¿el deber no sólo es obligación, sino
u na obligación voluntariam ente asumida?
Toma la palabra Jacquie, u n a sargento que h a sido movilizada
con u n batallón de mecánicos.
—Bueno, en ese caso la obligación voluntaria bro ta a partir de
la obligación form al que contraje al alistarme y prestar ju ra m e n ­
to de proteger y defen d er a mi país. Pero u n a cosa es d efen d er tu
país en térm inos abstractos; otra muy distinta es cuando te hallas
con tus soldados e n la línea de fuego y en u n lugar lejano. E nton­
S ócrates enam orado

ces, tus soldados se convierten en la encarnación de tu país, de


aquello que amas p o r encim a de todo; por decirlo en térm inos un
tanto cursis y rim bom bantes, el padre, la m adre, el pastel de m an­
zana y toda la pesca. El vínculo que que nos u n e va más allá de lo
p u ram ente «fraterno». C uando te encuentras en u n a misión du­
rante cuatro meses, veinticuatro horas al día y siete días a la sema­
na, acabas p o r ser como los siameses. Ni siquiera pienso en el
«deber» cuando estamos m etidos hasta el cuello en u n a cosa así.
En nosotros es instintivo velar los unos p o r los otros, protegernos
los unos a los otros, como hacen papá y m am á con su cachorros.
Interviene Diane:
—Sé que a muchos les gustaría preguntar al presidente si estaría
dispuesto a enviar a sus propios hijos a la guerra y seguram ente a
m orir en lugares como Irak. Mi respuesta es bien sencilla: yo no en­
viaría voluntariam ente ni a mis hijos ni a nadie a u n sitio así, a
m enos que esas personas tuvieran la aspiración, como es mi caso,
de ser soldados profesionales. Pero no estaría dispuesta a enviar a
nadie a la guerra, a menos que antes hubiera hecho todo lo posible
p o r resolver el conflicto p o r medios pacíficos. Ése debería ser el
máximo deber de u n com andante en jefe.
»No quiero que el com andante enjefe, al considerar si declara la
guerra, piense en aquellos de nosotros cuyas vidas va a p o n er en pe­
ligro «como si» fuésemos sus propios hijos o sus herm anos —sigue
diciendo Diane— . Lo que quiero es que nos considere de verdad
sus hijos y sus herm anos, porque eso es lo que somos: somos los
pocos que, con orgullo, estamos dispuestos a arriesgarlo todo p o r
am or a la familia y por am or a la patria, en una era en la que es muy
poco lo que se pide a muchos, y m ucho lo que se nos pide a noso­
tros [las fuerzas arm adas].
—Seré muy sincera. Yo en principio m e alisté en la reserva p o r
los beneficios que supone —dice Jacquie— . Soy u n a m adre solte­
ra que en la vida civil trabaja com o secretaria de dirección en
unos grandes alm acenes. N ecesitaba unos ingresos adicionales,
necesitaba los beneficios de la educación, la ju b ilació n y la aten ­
ción sanitaria. Pero tam bién era consciente de que p odía darse la
ocasión de que se m e llam ara a prestar servicio; aunque com o
m iem bro de la reserva, pensé que sería para ayudar en u n a com u­
n id ad cerca de casa, en u n a situación de em ergencia en Luisiana,
St o r g é

y no en u n a guerra preventiva que se libra a miles de kilómetros.


Sin em bargo, iré a donde m i com andante en jefe estime que
m ejor servicio puedo prestar, y rezaré, eso sí, para que considere
que es un deber que Dios le im pone el asegurarse de que no nos
m eta en u n a m ierda como ésta p o r otras razones que no sean de
verdad vitales en la defensa de nuestra am ada patria, y que sólo
p o r esa razón está autorizado a arriesgar su p ro p ia vida, la de sus
herm anos o la de sus hijos.
Cutler es un cabo de infantería de u n a unidad de la Guardia del
Ejército que fue llamado a prestar servicio en Irak cuando sólo le
quedaba u n semestre para term inar sus estudios de ingreso en la
facultad de Derecho; tiene novia y ha previsto casarse en menos de
u n mes.
—Los líderes políticos de antaño —dice—, que eran además co­
m andantes militares, siempre se encontraban en el frente de bata­
lla, siem pre eran los prim eros que entraban en la refriega. E nten­
dían que ése era su deber, para lo cual se basaban en u n código
m oral superior, no escrito. N unca pedían a sus soldados que hicie­
ran nada que ellos no fuesen a hacer. Am aban a sus soldados más
de lo que am aban a ninguno de sus parientes consanguíneos, aun
cuando éstos se negaran por m iedo a luchar a su lado. Los que no
regresaban a casa podían m orir en paz, sabedores de que quienes
les sobrevivieran tom arían bajo su protección a sus familias, a las
cuales proveerían como si fueran las suyas propias, y podían estar
seguros de que los actos de heroísm o de sus com pañeros y su buen
ejemplo siem pre resplandecerían en la m em oria de todos.
—El propio Sócrates respondió a ese llam am iento y participó
en las guerras en nom bre de Atenas siempre que su patria le exigió
que acudiera en su defensa — dice Cora, m adre de tres hijos re­
cientem ente divorciada, que es capitán de una unidad de helicóp­
teros e inveterada aficionada a la filosofía— . Fue soldado en varias
de las batallas de la G uerra del Peloponeso y fue condecorado p o r
su valor. Sócrates dijo que en todas las cam pañas en las que había
tom ado parte «nunca abandoné mi puesto», y, al igual que todos
los demás, «corrí el riesgo de m orir en la batalla». Es el soldado-ciu-
dadano ideal. En casa ejercitaba su derecho a la libertad de expre­
sión y a veces criticaba a su propia patria, aunque siempre lo hicie­
ra p o r am or y p o r sentido del deber, cuando ésa era la m ejor

137
Sócrates enam orado

m anera de d efender la dem ocracia ateniense de los enem igos in­


ternos. Pero tam bién fue el prim ero que arriesgó su vida para de­
fen d er a su país de las agresiones externas.
—Aquí, en Estados Unidos, los soldados-ciudadanos como noso­
tros tenem os m uchos menos derechos, muchos menos privilegios
que el resto de los ciudadanos de a pie, en vez de más, lo cual me pa­
rece una deshonra —dice Cuder—. En u n a de mis películas preferi­
das, Las brigadas del espacio, en la civilización que allí se describe las
leyes que están en los libros ofrecen la posibilidad a cada cual de ele­
gir entre ser civil y ser ciudadano. U n ciudadano, a diferencia de un
civil, es el que se presta voluntario para ir a la guerra y defender a su
país. Personalm ente, no creo que haya que ir de verdad a la guerra
para ser ciudadano. Hay muchísimas otras formas de cumplir con el
deber de ser patriota: se puede luchar en la guerra contra la pobre­
za, contra la miseria de los que ni siquiera tienen techo, contra el
analfabetismo, o en la guerra contra la mala atención sanitaria o con­
tra el ham bre. Pero sí creo que hay que hacer algo así para gozar de
los derechos y los privilegios de un ciudadano.
La película Las brigadas del espacio es u n a adaptación de u n a no­
vela de ciencia ficción del mismo título escrita p o r Robert A. Hein-
lein, un oficial naval de la reserva. Relata la historia del joven Johnnie
Rico, el cual, en contra de los deseos de sus padres, que son de
clase alta, se alista en el ejército para ir a la guerra contra los bichos
extraterrestres que los invaden; en recom pensa p o r el cum plim ien­
to de sus deberes de soldado se le otorga la categoría de ciudada­
no. En el libro, el m entor de Rico, el coronel Dubois, le instruye en
que «no es el ejercicio del derecho al voto lo que nos hace ciudada­
nos», sino que «la ciudadanía es u n a actitud, u n estado anímico,
u n a convicción em ocional de que el todo es más grande que sus
partes [...] y las partes hum ildem ente deberían estar orgullosas de
sacrificarse para que el todo perviva».
—En las últimas cuatro elecciones presidenciales en nuestro
país —dice Jacquie— hem os elegido y reelegido en dos ocasiones
a presidentes, y u n a vez a u n vicepresidente, que se valieron de sus
influencias para no tener que cum plir su deber, para no correr
nu n ca el m enor riesgo en la defensa de la patria. H emos elegido a
esas personas, que a todas horas están hablando del deber de hacer
esto, del deber de hacer lo otro, y hem os prescindido de los autén­
St o r g é

ticos héroes de guerra, que en vez de hablar del deber respondie­


ro n al llam am iento y lo cum plieron. Aún se les pone el corazón en
u n p u ñ o cuando recuerdan a aquellos de sus herm anos y herm a­
nas de armas que no volvieron de la guerra. Al tener soldados bajo
mi m ando, sé muy bien que si uno de los miem bros de mi unidad
perdiera la vida yo me sentiría personalm ente responsable, como
si hubiera fracasado, de perder a alguien a quien considero un h e r­
m ano y u n hijo, y al que quiero como tal. No se me alcanza en ten ­
der cómo hay personas que hablan sin cesar del deber y que se en­
vuelven en la bandera de la nación cuando nunca han estado e n el
frente y nunca han cum plido con su deber con la patria y con Dios.
»Thomas Paine, nuestro filósofo revolucionario, dijo que «los
m om entos en que los hom bres ponen sus almas a prueba» son, en
épocas de crisis, «los m om entos en que el soldado de verano y el
patriota amigo de tom ar el sol se escabullen de prestar servicio a
su patria», m ientras que quien cum ple su deber «merece el am or
y el agradecim iento de hom bres y mujeres p o r igual». Debo decir
que nuestra tarea puede parecer bastante ingrata, aunque muy de
vez en cuando un civil, un desconocido, se me acerca y m e estrecha
la m ano, e incluso m e da u n abrazo, por puro agradecim iento p o r
el deber que cum plo en nom bre de nuestro país. Acepto su grati­
tud, pero la acepto en nom bre de todos mis herm anos y herm anas
los militares. Cuando les digo que tengo la esperanza de que vayan
a visitar u n cem enterio en el que estén enterrados los veteranos y
que allí presenten sus respetos a los que hicieron el mayor de los sa­
crificios, se limitan a asentir como quien no entiende muy bien lo
que se les dice.
—Lo que pasa —dice Cora— es que uno quisiera pensar que se
le pide que sacrifique la vida por una causa que es tan sublime que
todo aquel que fuera apto para el servicio estaría deseando hacer
lo mismo; pero es que ni siquiera quienes nos dan sinceras m ues­
tras de gratitud parecen tener la m enor idea de cuál es realm ente
nuestro deber, a qué equivale en verdad. N uestro propio presiden­
te, cuando se le pregunta qué sacrificios están haciendo nuestros
ciudadanos, que sean comparables a los de los soldados, responde
que «ellos tienen que hacer colas más largas en los aeropuertos».
Ni siquiera en las más altas esferas hay u n conocim iento real de
cuál es el deber.
Só crates enam orado

»Uno quisiera pensar que sus líderes hacen todo lo posible y se


esfuerzan p o r adiestrarnos adecuadam ente para el mayor núm ero
de contingencias, previstas e imprevisibles. Uno quisiera pensar que
h an hecho todo lo que estaba en su m ano por conocer a fondo al
enemigo, de m odo que al enem igo se le pueda derrotar con tan
pocas bajas como sea posible, quiero decir por ambos bandos, por­
que la m uerte de u n ser querido en combate destruye a muchos
otros que están esperando a que vuelva a casa sano y salvo. Uno qui­
siera pensar que los ciudadanos de su propio país consideran que
su deber es pagar impuestos más altos para que uno pueda tener
mejor protección antibalas en el cuerpo y mejor blindaje en los vehí­
culos. U no quisiera pensar que susjefes y sus colegas acogerán a los
soldados-ciudadanos a su regreso con los brazos abiertos, y no a re­
gañadientes. Y uno quisiera pensar que su vida tiene tal valor para
sus líderes y para sus semejantes, los ciudadanos de su país, que de­
rram arían tantas lágrimas si uno m uriese en el campo de batalla
como si m uriese un o de los suyos. Pero eso significa que tendrían
que considerarnos sus herm anos, sus hijos. Sería su deber solemne
y sería u n ho n o r p o r su parte que nos considerasen así, pero ¿cómo
van a hacerlo, si nunca se les ha hecho sentir que tengan ningún
lazo con nosotros, si nunca han tenido que dar u n paso al frente ni
sacrificar nada? A pesar de todo lo cual seguimos adelante, porque
no im porta qué suceda: nosotros tenem os un profundo sentido del
deber respecto a nuestro país, como lo tenem os contraído tam bién
los unos con nosotros.
Tras u n silencio pensativo, Cora murmulla.
—El rey Enrique, de Shakespeare, dijo: «Nosotros, los pocos, los
felices pocos, nosotros, banda de herm anos. Pues quien hoy derra­
me su sangre a mi lado será mi hermano...».
—¿Tú crees que eso es cierto? —pregunto— . ¿Alguien que de­
rram e su sangre contigo en el campo de batalla, sin que im porte la
causa, es un herm ano?
—En aquel entonces me parece que el derram am iento de san­
gre era algo dem asiado corriente, y que además lo considéraban
de lo más glorioso —dice Cora, no sin antes haberse parado a p en ­
sar a fondo— . El resto del pasaje sigue diciendo así: «Y los caballe­
ros de toda Inglaterra apenas darán valor a su hom bría m ientras al­
guien diga que luchó con nosotros en el día de San Crispin».
Sto rg é

Me m ira a los ojos:


—Yo no creo que la valentía de nadie, sea hom bre o mujer, tenga
poco valor. Nunca se debería glorificar la guerra. Nunca es un buen
día para m orir en el campo de batalla, sobre todo cuando hubo al­
guna posibilidad de evitar esa guerra.
Se rom pe un largo silencio cuando Diane tom a la palabra.
—Lo diré con toda claridad: todas estas personas que están aquí
para m í son más im portantes que la vida misma. Hasta ese extrem o
las amo. Y sé que estas personas sienten p o r mí eso mismo. Si m ue­
res con tal de que ellas vuelvan a casa, con sus seres queridos, real­
m ente se puede hablar de «misión cumplida». Esa m uerte bien
habrá valido la pena.

El a r t e d e l a pa z y e l a m o r

Sun Tzu (544-496 a.C.), prim er m inistro y estratega chino, así


como experto en diplomacia, vivió como Sócrates y Confucio en el
siglo v a.C., una época en la que las sociedades eran una amalgama
de clanes diversos. En sus aforismos, hizo hincapié en la im portan­
cia de que un com andante en jefe nutriese espiritualm ente los
lazos de parentesco si de veras aspira a contar con la m ejor fuerza
de com bate posible. Según Sun Tzu, es imperativo que u n com an­
dante «contem ple a sus soldados como u n padre a sus hijos», que
los considere «sus hijos bienam ados», que asum a sus tareas para
hacerse de prim era m ano una idea clara de las penalidades y las tri­
bulaciones por las que han de pasar. En el m undo de Sun Tzu, el co­
m andante y los soldados se hallaban relacionados en pie de igual­
dad en cualquier acontecimiento, debido a las relaciones de clan o
de tribu, puesto que habían crecido en las mismas comunidades,
habían com partido los mismos valores, cada uno de ellos conocía a
sus respectivas familias.
Según Sun Tzu, el líder supremo de las tropas ha de esforzarse por
encima de todas las cosas en ser un «sabio comandante», y en calidad
de tal nunca será presa de las «cinco cualidades fatales», que son «la
imprudencia, la cobardía, el genio irascible», el tener «un sentido del
honor demasiado delicado» o el ser fácilmente presa del hostiga­
miento, por lo cual se reacciona de m anera poco cuidadosa e inclu­

141
Sócrates enam orado

so precipitada. Sun Tzu dijo que estos defectos de carácter son «fata­
les» e incluso «desastrosos» en los asuntos militares. El, que en mu­
chas ocasiones había presenciado con sus propios ojos los horrores
de la guerra, y había prestado servicio tanto con muy buenos como
con pésimos comandantes, tenía una aguda conciencia de que, inclu­
so en las mejores circunstancias, muchos han de m orir en la guerra,
unos con nobleza, otros no tanto. Pero tam bién sabía que las deci­
siones que tom ara u n com andante, basadas en gran m edida en su
tem peram ento personal e informadas por el respeto (o la falta del
mismo) que tuviera por sus tropas, habrían de determ inar si morían
o seguían con vida infinidad de soldados. Se propuso, así pues, elabo­
rar estrategias pragmáticas para vencer en la guerra, que a su vez mi­
nimizaran el núm ero de muertos y heridos por ambos bandos. Sus
obras dem uestran hasta qué punto era consciente de que todo solda­
do es hijo o esposo o padre o abuelo o nieto, alguien que ante todo
desea regresar con sus seres queridos; por consiguiente, pensó dete­
nidam ente en cómo evitar por completo los conflictos violentos.

El estudioso Kidder Smith apunta que E l arte de la guerra, de Sun


Tzu, en efecto enseña «cómo conquistar sin agresión, tanto si el con­
flicto es grande como si es pequeño», ya que para Sun Tzu «someter
el poderío militar ajeno sin que m edie batalla es la victoria más
hábil» de todas las posibles. Sun Tzu reconoció que aun cuando uno
«vive en u n m undo en el que no es posible evitar la agresión», tales
agresiones no tienen por qué desembocar en conflictos violentos. Si
uno se toma el tiempo indispensable para «conocer al otro», puede
adquirir un mayor conocimiento de sí mismo, ya que habrá de hacer
frente y habrá de hacer las paces con sus propios conflictos internos,
con sus propias tendencias agresivas. Cuando uno adquiera una ma­
yor comprensión de sus puntos fuertes y de sus puntos flacos, estará
m ucho mejor equipado para «enzarzarse hábilmente» con su adver­
sario. U na de las reflexiones más importantes de Sun Tzu es ésta:

Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, nunca correrás


peligro, ni siquiera en cien batallas. Si te conoces a ti mismo, pero no
al enemigo, unas veces ganarás, y otras perderás. Y si no conoces al
enemigo ni te conoces a ti mismo, corres un grave peligro de perder
todas las batallas.
St o r g é

Al igual que Sócrates, Sun Tzu creía que uno de los dogmas rec­
tores de la vida debe ser «Conócete a ti mismo», y que esto era in­
cluso más válido en el caso de aquellos cuyas decisiones determ i­
nan el destino de tantos otros. El arte de la guerra, de Sun Tzu, trata
principalm ente del arte de conocerse a uno mismo, de cultivar
aquellas virtudes que a uno le perm iten ver el conflicto como si
fuera una oportunidad para forjar la paz, e incluso ofrecer amor,
desde dentro y desde fuera. Ralph Sawyer, estudioso de Sun Tzu,
ha observado que el libro de Sun Tzu «en repetidas ocasiones hace
hincapié en la necesidad de la racionalidad y del dominio de uno
mismo» en todos los tratos que en trañ en conflicto, de m odo que
u n com andante sabio de veras ha de cultivar los «rasgos ideales» de
la sabiduría, el conocim iento, la credibilidad, la benevolencia, la
disciplina, la valentía y el análisis habilidoso, de m odo que todas las
pasiones que podrían im pulsarle a entablar com bate prim ero y a
pensar después queden debidam ente sujetas p o r el bien de todos
los integrantes de su familia m ilitar que están a sus órdenes, y, a la
larga, en aras de la propia nación que está llam ado a proteger y a
preservar.

La guerra que desem bocó en la caída de la antigua Atenas, la


llam ada Segunda G uerra del Peloponeso, que se prolongó del
año 420 al año 405 a.C., tuvo su origen en u na disputa entre fami­
lias, u n conflicto entre dos bandos que p ronto fue inevitable, ya
que nadie se guardó de las cinco cualidades fatales que enum era
Sun Tzu. No supieron enfrentarse a las semillas de su rivalidad,
que en este caso era darse cuenta de que la suya era u n a rivalidad
en tre herm anos. Edith H am ilton observa que estos «dos peq u e­
ños estados griegos [...] se enfrentaron no porq u e fueran distin­
tos, sino porque eran iguales». Tan sólo cinco décadas antes, Ate­
nas y Esparta habían estado en el mismo bando, en la defensa del
territorio griego frente a los ejércitos invasores del im perio persa,
a los que lograron repeler. Sin em bargo, y con el tiem po, tras la
d erro ta de los persas, aun cuando las dos ciudades-Estado siguie­
ro n m an ten ien d o el objetivó com ún de desarrollar u n a civiliza­
ción más avanzada, cada vez más se desviaron u n a de la otra en
los m edios para alcanzarlo. Esparta se convirtió en u n a aristocra­
S ócrates ena m o ra do

cia y Atenas en u n a dem ocracia (si bien las m ujeres de Esparta


gozaban de más derechos que sus sem ejantes en A tenas). Y aun­
que los ciudadanos de am bos Estados seguían siendo p arte de la
misma fam ilia griega, ah o ra se veían com o herm anos rivales:
cada u n o de ellos trataba de ser más que el otro, am pliando su
p articu lar confederación entre otras entidades políticas griegas.
En la mayoría de los casos, Atenas superó a su rival, ya que, como
h a señalado E dith H am ilton, se les consideraba g en eralm en te
«los defensores de los indefensos», un pueblo que no aspiraba a
apropiarse de la tie rra n i de los recursos ajenos, sino de ensan­
ch ar su confederación incluyendo a nuevas entidades bajo el pa­
raguas de la dem ocracia.
Sin em bargo, las incursiones de Atenas quizá cosecharon u n
éxito excesivo. En un m om ento determ inado, la propia Atenas
perdió de vista la razón de su expansión constante, si bien siguió
expandiéndose y desarrollando, como escribe H am ilton, una «pa­
sión p or el poder y p o r la posesión que ningún poder, ninguna po­
sesión bastaban para satisfacer». La G uerra del Peloponeso fue una
guerra am oral, u n a guerra que no tuvo «nada que ver con u n a di­
ferencia de ideas ni con otras consideraciones sobre el bien y el
mal». Gon el súbito y «creciente increm ento del po d er y del dine­
ro», Atenas comenzó a codiciar las tierras y los recursos, en vez de
aspirar a la difusión de los valores atenienses (aunque aún siguió
haciendo afirmaciones especiosas de que era esto lo que intenta­
ba) . Puso entonces su punto de mira en Siracusa, tierra y población
que nadie podía suponer, ni siquiera caritativamente, que Atenas
deseara para nada más que para saciar su avariciosa pasión de
poder. Esparta se alió con Siracusa, pero el ejército ateniense se­
guía siendo más poderoso. Cometió, sin embargo, una cascada de
errores sin precedentes, debidos sobre todo a u n nuevo plantea­
m iento p o r parte de sus líderes militares, que fueron presa de las
cinco cualidades fatales de las que habla Sun Tzu. P erdieron del
todo la apariencia elem ental e im portantísim a de «racionalidad y
de dom inio de sí mismo». Como ha escrito Donald Kagan, historia­
d o r de la época clásica, en The Peloponnesian War, las propias tropas
habían dejado de obedecer sus órdenes, y la práctica ateniense de
la contención y la m oderación pasó a ser «un m ero disfraz im pro­
pio de hombres».
Storgé

Edward Shepherd Creasy escribe que Atenas term inó p o r p e r­


derlo todo al «poner en ju eg o la flor de sus fuerzas, y los frutos
acum ulados tras setenta años de gloria, en u n a única y arriesgada
apuesta p o r el dom inio del m undo occidental». Las grandes virtu­
des que habían unido a un amplio conjunto de tribus helénicas en
un espíritu de armonía, de em peño colectivo y de exploración con­
ju n ta, que les habían llevado a trascender particularism os y disen­
siones en nom bre de un bien más amplio para todas ellas, evolucio­
naro n entonces hacia las luchas intestinas entre diversas facciones,
hacia la m entalidad provinciana y cerrada, subvirtiendo todo el
bien que hasta entonces se había cultivado. D ejaron de ser u n a
confederación, dejaron de ser u n a familia unida. «Hasta los pode­
rosos lazos de familia [...] sucum bieron a las presiones de una gue­
rra prolongada», escribe Kagan. La más triste consecuencia, según
H am ilton, es que «una gran potencia provocó su pro p ia destruc­
ción». Pero más triste aún es que «la causa de la hum anidad salie­
ra derrotada. La aportación de Grecia al m undo quedó detenida, y
pronto cesó del todo».
N orm an F. Cantor escribe en Antiquity que con el final de la gue­
rra hubo «un nuevo am biente en el que los ideales del debate ra­
cional, de la m oderación y de la hum anidad, difícilm ente podían
florecer». La ciudad quedó «desmoralizada p o r el miedo», hubo
«caóticas disputas entre la propia ciudadanía ateniense», y a la
sazón com enzó u n verdadero «reinado del terror», a raíz del cual
el desplom e fue absoluto.
No fue el final de la guerra lo que produjo todos estos desórde­
nes, sino el comienzo mismo de la contienda, el desencadenam ien­
to de u n conflicto que pudo haberse evitado. Atenas dejó de ser el
lugar que durante tanto tiempo había sido, el lugar descrito por Pe-
rieles (460-429 a.C.), el destacado líder político de los atenienses,
quien dijo con razón: «Sólo nosotros hacemos el bien p o r nuestros
vecinos, y no por interés, sino con la confianza de la libertad, con u n
espíritu de franqueza, intrepidez y generosidad que nada teme».
Jenofonte, general ateniense él mismo, elogió a Sócrates como
u n soldado ejemplar, dotado de u n a innata capacidad de lideraz­
go, y recoge su dicho de que es «competencia» de u n com andante
en jefe ser como el pastor que cuida de su rebaño, de tal m anera
que todos los suyos «estén bien y nada les falte». A tal fin, debe
Sócrates enam orado

proporcionar a los soldados las municiones y provisiones que sean nece­


sarias; debe ser inventivo, laborioso, diligente, paciente, tenaz y presto a
captarlas cosas; debe ser manso y riguroso a la vez [...] debe saber cómo
preservar a los suyos [...]

Según Sócrates, cualquier líder m ilitar que no sepa ejercer el


m ando de este m odo «debería ser severamente castigado».

La g e n e r a c ió n m ás g r a n d e

En Generation K ill [G eneración m asacrada], el periodista Evan


Wright, que estuvo dos meses en Irak con veintitrés m arines de un
grupo de élite, el Prim ero de Reconocim iento, escribe que «estos
m arines son prácticam ente indistinguibles de sus antepasados»,
esto es, «la generación más grande», los que com batieron en la
II G uerra Mundial. Dice que los soldados con los que lo com partió
todo iban desde «los chicos duros [...] que rezan a Buda y citan las
filosofías orientales y los preceptos de la New Age» hasta «chicos de
las bandas callejeras» o «cristianos renacidos». Todo ello no los di­
ferencia de la generación más grande. H an hecho los mismos y so­
lemnes juram entos al alistarse, han aceptado correr los mismos pe­
ligros, han asumido que no son imprescindibles. Dicho en palabras
de W right, los soldados de hoy en día, como los de la II G uerra
M undial, «afrontan la m uerte a diario», «luchan con m iedo, con
confusión», y m uchos «matan a gran cantidad de personas», ade­
más de que es probable que en muchos casos «sin duda piensen en
algunas de sus acciones y muy probablem ente las lam enten duran­
te el resto de sus días». U no de los soldados del libro dice simple­
m ente que su esperanza es que «los estadounidenses [...] sepan cuál
es el precio que nosotros hem os tenido que p agar [...] para m an­
tener su nivel de vida».
Lo que sí diferencia a los soldados de hoy en día es que no
suelen ser reclutados a la fuerza, sino que se h an presen tad o vo­
lu n tarios p ara realizar u n servicio militar. La m ayor de las dife­
rencias q u e hay e n tre los soldados de hoy y los de la II G uerra
M undial es que la mayoría de aquella generación de norteam erica­
St o r g é

nos era muy consciente de los sacrificios que hicieron sus soldados;
de hecho, los soldados y los civiles por igual hicieron im portantes sa­
crificios en nom bre del esfuerzo bélico, y muchos de ellos pasaron
penurias y privaciones con u na idea clara del propósito común, de
la misión que com partían. Es poco probable que u na generación
quede caracterizada y sea realm ente «grande» a m enos que exista
un código común, un concepto patente de que todos están en ello
a raíz de u n a idea de deber com partido, de sacrificio com ún, ya sea
po r contribuir al esfuerzo bélico en el suelo patrio, ya sea hacién­
dolo en el extranjero. Si la desconexión es tan grande que la mayo­
ría de los norteam ericanos dejan de tener claro el concepto del sa­
crificio que llevan a cabo sus soldados, se trata de u n a indicación
clara de que la nuestra ha pasado a ser u n a familia disfuncional.

Va l o r e s f a m il l a r e s e n Sócrates

En lo referente al «amor familiar», ¿debería ser norm a la acep­


tación incondicional? ¿D eberían padres e hijos aceptarse m utua­
m ente sin más requisitos, aun cuando los hijos nunca hayan p edi­
do que se les traiga al m undo (al m enos según predica la mayoría
de los sistemas de creencias)? Los padres, que u n día tam bién fue­
ron hijos, tam poco pidieron nu n ca que se les trajera al m undo, si
bien ya están aquí, y ahora —esperándolos o no, casados o no, p re­
parados o no— tienen sus propios hijos. Los hijos quizá no sean tal
como sus padres esperaban, pero al menos, en cierto m odo, los pa­
dres tuvieron algo que ver en la decisión de que existieran, de que
fueran parte de su familia. ¿Esto da a los hijos el derecho de acep­
tar en m enor m edida los defectos de sus padres que a la inversa?
El hijo de Sócrates, Lamprocles, sin duda pensaba de este modo.
Jenofonte (427-355 a.C.), soldado, escritor y discípulo de Sócra­
tes, fue con Platón el otro contem poráneo de su m entor que escri­
bió bastante acerca de él, y a la postre se vio obligado a tom ar el ca­
m ino del exilio debido a su adm iración p o r el filósofo. Jenofonte
relata esta anécdota en sus Memorabilia: u n a vez, cuando el hijo de
Sócrates, Lamprocles, se quejó de lo estricta que era a m enudo con
él su m adre, u n a m ujer irascible, Sócrates acudió rápidam ente en
defensa de su esposa.
Sócrates enam orado

Sócrates era u n hom bre que sentía u n a devoción insólita p o r su


mujer, aun cuando sus com pañeros de disquisiciones filosóficas se
m uestran bastante despiadados y lo desprecian p or sus relaciones
con Jan tipa. En el Simposio de Jenofonte, los participantes machis-
tas critican a Sócrates p or no haber sabido p o n er a su m ujer en su
sitio, p o r «permitirle» que tenga tanto genio. Sócrates se defiende
de este m odo: ¿por qué iba él a q u erer u n a esposa sumisa? ¿Qué
iba él a aprender, cómo iba a crecer y m adurar a partir de la expe­
riencia de ser m arido si, al igual que sus amigos, tuviera u n felpu­
do p o r esposa? En aquel entonces, su perspectiva sobre la condi­
ción de m arido era bastante radical. No obstante, Sócrates tenía a
las m ujeres en u n a estima relativam ente más alta que la de sus se­
m ejantes, los hom bres libres. Eva C antarella ha escrito que Sócra­
tes, «al contrario que la m ayoría de sus conciudadanos», «tenía
cierto respeto p o r las m ujeres y, de m anera muy particular, no
creía que fueran inferiores p o r su propia naturaleza». Llegó al ex­
trem o de reconocer la superioridad de las m ujeres «al m enos en
ciertos terrenos». Para Sócrates, lo que a u n a persona le daba u n a
clara inferioridad en lo que fuese no era la pertenencia a u n deter­
m inado sexo, sino la falta de educación y de experiencia, y fue
u n o de los prim eros partidarios de que las m ujeres tuvieran acce­
so a la educación.
Aun cuando su padre fuera más ilustrado que otros m uchos,
Lam procles tenía todas las posibilidades de que se pusiera de su
parte. Al igual que su padre y al contrario que su m adre, él era au­
tom áticam ente un ciudadano de la polis, dotado gracias a su sexo y
edad de todos los derechos de los que su padre disfrutaba. Sin em­
bargo, cuando despotricó contra su m adre, su padre acudió al
pu n to en defensa de su esposa.
Sócrates dice a Lam procles que él precisam ente debería saber
muy bien que si su m adre lo reconviene es con las m ejores in ten ­
ciones: «Te desea a ti mayor bien que n ingún otro ser hum ano».
A la m anera genuinam ente socrática, presenta entonces ante su
hijo la prueba incontestable que respalda su form a de ver las cosas.
Señala que Jantipa es «buena contigo cuando estás enferm o, te
cuida al máximo de sus posibilidades, se ocupa de que nada te
falte», ruega a los dioses «para que dispensen muchas bendiciones
sobre tu cabeza», e incluso «cumple p o r ti tus votos». Teniendo
St o r g é

todo ello en cuenta, a Sócrates le deja perplejo que Lamprocles


arrem eta de ese m odo contra su propia m adre.
Lamprocles, que tiene tanto genio como su madre, insiste en que
ella no tiene derecho alguno a reconvenirlo, y es incluso de la opi­
nión de que los padres traen al m undo a sus hijos sólo para tener al­
guien al cual atormentar. Sócrates dice a Lamprocles que debería
dar las gracias a su buena estrella por tener una m adre así, y lo llama
ingrato. Y no sólo eso: también dice que los padres que han dedica­
do tanto tiem po a la crianza de sus hijos como es el caso de Jan tipa
tienen todo el derecho a reconvenirlos cuando no se com portan
como es debido. A juicio de Sócrates, la gratitud es en gran m edida
una calle de sentido único: de los hijos hacia los padres, pero no a la
inversa, ya que «el padre y la m adre los han traído de la nada y les han
dado el ser», lo cual les ha hecho posible «gozar de toda esta belleza,
tom ar parte en todas estas bendiciones que los dioses conceden al
hombre, cosas que no tienen precio, tanto es así [...] que nos estreme­
ce el simple pensamiento de dejarlas» cuando nos llegue la hora.
Lamprocles sigue sin estar convencido, de m odo que Sócrates, tal
como haría con cualquiera en uno de sus diálogos, pregunta a Lam­
procles a quién debe él su lealtad. ¿Debería lealtad a un desconocido
que le ayudara en caso de necesidad? Lamprocles responde que
efectivamente, sin duda. En tal caso, replica Sócrates, ¿cómo es que
su hijo no profesa lealtad de ninguna clase a su madre, «quien te
ama más que a todo lo demás»? Lamprocles por fin parece com pren­
der cuál es el error de su planteamiento. Se le instruye que «ruegue
encarecidamente» a su m adre que le otorgue el perdón. Para asegu­
rarse de que su hijo no vuelva a incurrir en esa conducta recalcitran­
te, Sócrates añade que si alguno de sus conciudadanos supiera que
Lamprocles ha tenido semejante actitud de desdén hacia su padre o
hacia su madre, se vería muy pronto «privado de amigos», pues todos
ellos entenderían que una persona como él sería capaz de burlarse de
la amabilidad, y por tanto no merece la amistad que le tienen.

El pa d r e es e l q u e m ás sabe

¿Qué clase de padre fue Sócrates? ¿Era incondicional el am or


que tenía p o r sus hijos? ¿Dijo acaso a Lam procles que el am or pa-
S ó crates enam orado

terno bascula sobre el hecho de que los hijos hagan lo que les
dicen los padres, y estén a la altura de sus expectativas? No tenem os
m odo de precisar si fue tan autoritario en la paternidad como de­
m ócrata en la práctica de la filosofía, aunque parece bastante claro
que aspira a canalizar la energía de su hijo, ese genio que tiene, ale­
ján d o lo de lo que percibe como fuente de conflictos evitables con
los padres, y encam inándolo hacia finalidades más productivas,
como es el desarrollo de uno mismo.
En este relato de Jenofonte, Sócrates sigue diciendo a Lam pro­
cles que los padres se ponen a sí mismos el listón más alto que a
nada en el m undo. Dice a su hijo que el papel de padre consiste en
proporcionar a los hijos «todas aquellas cosas que a su juicio serán
provechosas para su bienestar y, de todas esas cosas, proporcionar­
les tan gran m edida como sea posible». No se refiere con esto a las
posesiones materiales. Sócrates no rechazaba las cosas materiales,
pero tam poco las adoraba, y no contaba con que ninguno de sus
hijos incurriese en esa adoración. A preciaba sum am ente sus raí­
ces y sus valores de clase m edia, y se contentaba con ser u n a perso­
na de recursos más bien modestos, incluso en u n a época en la que
sus conciudadanos de clase m edia habían tom ado u n a vía rápida
hacia la acum ulación de u n a gran riqueza como era el comercialis­
mo virulento, sin que por ello les importase abandonar valores que
du ran te m ucho tiem po habían tenido en muy alta estima. Para la
mayoría, la acum ulación de dinero y de los bienes materiales que
el dinero proporciona se había convertido en una finalidad p o r sí
misma, y ése era el nuevo valor que la mayoría de los padres trataba
de inculcar a sus descendientes con verdadero ahínco, con pasión
incluso. H abía numerosos sofistas a sueldo dispuestos a dar validez
a esa filosofía paterna, y a asegurar a los hijos que hacía falta m ucho
valor para em prender la búsqueda de la riqueza material sin pedir
disculpas p o r ello, equiparando el am or con el hecho de colm ar a
los hijos de bienes materiales.
Entretanto, Sócrates siguió proponiendo como modelo para sus
hijos y para otros jóvenes otros conjuntos de valores radicalm ente
distintos. La diferencia consistía en que a él em pezaba a vérsele
ahora como una persona que corrom pía a lajuventud p o r predicar
esos valores. A los padres les preocupaba que sus hijos pudieran
quedar contam inados por tal ejem plo, y cuestionaran su propia
St o r g é

form a de vida, rebelándose contra ellos. Los líderes de Atenas, muy


necesitados de un chivo expiatorio que los exculpara p o r sus fraca­
sos en la política tanto exterior como doméstica, explotaron ese
abismo abierto en los valores de la sociedad ateniense. Tan eficaz
llegó a ser su propaganda en la dem onización de Sócrates que p u ­
dieron incluso convencer a m uchos de que su única intención era
trastornar los viejos valores atenienses y poner del revés el panteón
de los dioses desde antaño reverenciados, cambiándolos por dioses
nuevos, con lo cual empezó a pasar por hereje.
Antes de que pasara m ucho tiempo, Sócrates se encontró conde­
nado a m uerte p or haber com etido el delito de vivir como siem pre
había vivido. En la últim a oportunidad que tuvo de defenderse, de
suplicar una condena menos severa, e incluso de retractarse de su
form a de vida, que es lo que muchos contaban con que haría a fin
de salvar la vida (si no p o r sí mismo, al menos p o r su fam ilia), dijo
a sus conciudadanos, los hom bres libres, lo siguiente:

Os amo y os respeto, pero prefiero obedecer a Dios antes que


obedeceros a vosotros. Mientras me quede un hálito de vida y aún
tenga fuerza, jamás me abstendré de exhortar a todo el que conozca,
y nunca dejaré de decirle que... «Tú, amigo mío, ciudadano de la
grande, poderosa y muy sabia ciudad de Atenas, ¿no sientes vergüen­
za de amontonar grandes cantidades de dinero [...] y de preocuparte
tan poco por la sabiduría y la verdad y mejora de tu propia alma?» Os
digo que la virtud no la da el dinero, sino que de la virtud se sigue el
dinero y todos los demás bienes, sean públicos o privados... Si ésta es
la doctrina que corrompe a la juventud, entonces soy en efecto una
mala persona.

La apología de Sócrates, hoy es bien sabido, no fue ni de lejos


u n a apología: fue más bien u n a defensa de los valores atenienses
clásicos. No obstante, llegó a encolerizar tanto a quienes iban a de­
cidir su destino que el Consejo de los Q uinientos —así se les llama­
ba— , aprobó la sentencia a m uerte por u n m argen más amplio del
que se dio cuando votaron si era o no culpable.
El conmovedor parlam ento de Sócrates seguram ente también
provocó aún más su ira, porque en el fondo fue una explicación de su
filosofía de la paternidad, al lado de la cual la de ellos era una ver­
S ócrates enam orado

güenza. La única razón por la que uno traía hijos al m undo, a su en­
tender, era la de inspirarles y equiparles y guiarles en su propia bús­
queda de la «sabiduría, la verdad y la mej ora de sus almas».
Desde el punto de vista aventajado que da el paso de algunos si­
glos, el resultado del juicio contra Sócrates tal vez parezca fantásti­
co. No lo fue en absoluto.
Tucídides, historiador griego (460-400 a.C.) cuyas magistrales
crónicas de la historia ateniense durante este periodo se conside­
ran aún hoy u n pu n to de referencia en cuanto a su objetividad,
describió así el desplom e de Atenas después de la d erro ta en la
G uerra del Peloponeso:

Prácticamente la totalidad del mundo helénico fue presa de


una convulsión [...]. El entusiasmo de los fanáticos pasó a ser el distin­
tivo del hombre verdadero [...]. Todo el que manifestara opiniones
violentas era digno de confianza, y todo el que pusiera objeciones a
esas mismas opiniones era sospechoso [...]. Por lo tanto [...] hubo un
deterioro generalizado del carácter en todo el mundo griego. La ma­
nera honesta y directa de mirar las cosas, que es de hecho la marca de
una naturaleza noble, pasó a ser considerada una cualidad ridicula,
que pronto dejó de existir.

Los hijos de Sócrates no iban a tardar en ser adultos, en valerse


pos sí mismos. Si él cedía a las exigencias de sus perseguidores y re­
nunciaba a los valores que había defendido, ¿qué mensaje iba a
transm itir a sus descendientes? En com paración con eso, ¿qué su­
ponían unos cuantos años más de vida? H abía disfrutado ya de un a
vida larga y provechosa, había preparado a sus hijos de cara a las ex­
centricidades del m undo, había tenido u n a larga y fructífera rela­
ción con su mujer. Vivir unos años más p o r razones erróneas ha­
bría m ancillado todo lo logrado hasta entonces, y habría hecho
m enguar la probabilidad de que sus hijos hallaran la inspiración
para vivir en los valores en los que él los había educado.

Sócrates no quiso que su esposa, y m enos aún sus hijos, estuvie­


ran presentes en su condena a m uerte. Eva Cantarella le echa en
cara que estuviera molesto con su esposa cuando ella fue a visitar­
lo a la celda de la cárcel y lloró ante la inm inencia de su m uerte. En
St o r g é

vez de darle consuelo, le dice a uno de sus seguidores: «Grito, que


alguien se la lleve a casa». Cantarella concluye a partir de este epi­
sodio que «Sócrates no puso en práctica sus teorías», es decir, que
no amó a Jan tipa tal como decía. A Cantarella no parece que se le
haya ocurrido que a Sócrates le trastornó ver llorar a su am ada es­
posa, y que su aparente enojo era la m anera de resolver sus propias
turbulencias emocionales; tampoco parece habérsele ocurrido que
estuviera acostumbrado a que su esposa fuera u n a m ujer animosa y
combativa, y que prefiriese por tanto que siguiera siendo la de siem­
pre, y ahora más que nunca.

Antes de beber la cicuta y morir, Sócrates exigió a los amigos que


le rodeaban que le hicieran una promesa, a saber, que castigaran ellos
a sus propios hijos si alguna vez seguían al rebaño y daban en codiciar
las riquezas materiales más que la continua aspiración a una virtud
mayor. Y cuando logró que le garantizasen su deseo, consiguió asimis­
mo la promesa de que ellos mismos también seguirían «la senda de la
vida» que habían descubierto juntos: una vida que no sólo consigue
que vivir sea más digno en el plano individual, sino que lo convierte
en u n acto «del máximo servicio» para la polis y la humanidad.

De t a l p a l o , t a l a s t il l a

El padre de Sócrates, Sofronisco, era escultor; su m adre, Fenare-


te, era comadrona. Eran personas modestas, que llevaron una exis­
tencia creativa, plena. Es evidente que sus padres le anim aron a se­
guir p or el camino que deseaba y a desarrollar su propia naturaleza,
su afán innato por la investigación, ese deseo de preguntar «¿por
qué?» casi ante cualquier cosa, de un m odo que le iba a ayudar a
descubrir cuál era su único y verdadero lugar en la vida.
Sócrates, de hecho, probó suerte en la escultura, pero no poseía
el talento de su padre. Y sin em bargo le fascinó siem pre que u n a
piedra am orfa pudiera adquirir vida propia con todo lujo de deta­
lles. En cierto m odo cabe decir que veía en cada ser hum ano u n a
piedra, una escultura que estaba en proceso, haciéndose, una obra
aún inacabada hasta el último m om ento, y susceptible siempre de
una reform a espectacular.

153
S ócrates enam orado

Debió tam bién de presenciar m uchos alum bram ientos en los


que su m adre actuó como partera. A Sócrates le gustaba decir que
su versión de la filosofía estaba em parentada con la actividad de la
com adrona, aunque en su caso se trataba de dar a luz nuevas ideas,
nuevas posibilidades para el ser hum ano.

La m a d r e p a t r ia , l a p a t r ia a s e c a s

Grito, u no de los jóvenes protegidos de Sócrates, le rogó que h u ­


yese de la cárcel y m archara al exilio. Tan seguro estaba Crito de
que Sócrates accedería a su petición que ya le había preparado u n
complejo plan de fuga. Sin embargo, desde el pu n to de vista de Só­
crates la fuga estaba fuera de toda consideración. Dijo que en su
caso sería el colmo de la ingratitud im pedir que el sistema judicial
ateniense llevara a efecto el veredicto que a él se le había impuesto,
al m argen de que fuera injusto.
Atenas, como entidad, le dijo a Crito, era como u n padre o u na
madre. Al im ponerle a él su castigo, tenía todo el derecho de decirle,
en caso de que protestara, que «nosotros te hemos traído al m undo,
nosotros te hemos criado, te hemos alimentado y educado, te hemos
dado a ti, como a cualquier otro ciudadano, la parte que te corres­
ponde en las muchas cosas que pudimos ofrecerte». Sócrates dijo que
Atenas, al igual que un padre podía enderezar a un hijo recalcitrante,
tenía todo el derecho a decirle: «¿Qué queja puedes tener tú contra
nosotros y contra el Estado, hasta el punto de buscar nuestra ruina?
¿No somos nosotros, antes que nada y antes que nadie, tus propios pa­
dres? Al fin y al cabo, por m edio de nosotros tu padre se casó con tu
m adre y de ese m odo te trajeron al mundo».
Sócrates hizo especial hincapié en que ya había sido juzgado, y en
que por más que lo había intentado no había sido capaz de convencer
a sus conciudadanos, los hombres libres de Atenas, de su inocencia.
Jenofonte, que se dedicó a rehabilitar el buen nom bre de Sócra­
tes después de que éste bebiera la cicuta y m uriera, consigna que
Sócrates aceptó su destino no con resignación, sino con u n a clara
sensación de optimismo a largo plazo, de que al final todo iba a salir
bien. A fín de cuentas, según Sócrates era un buen m om ento para
morir:
St o r g é

Si tuviera que vivir más tiempo, tal vez cayeran sobre mí los in­
convenientes de la vejez [...]. La experiencia del pasado nos enseña a
ver que quienes padecen injusticias y quienes las cometen no dejan
precisamente una reputación análoga después de su muerte. En tal
caso, si muero en esta ocasión tengo la certeza de que la posteridad
honrará mi memoria más que la de aquellos que me condenan. Y es
que de mí se dirá que nunca hice nada mal hecho, nunca di un mal
consejo a nadie, y dirán que me esforcé durante toda mi vida por ani­
mar a practicar la virtud a quienes pasaron su tiempo conmigo.

Friedrich Nietzsche creía que Sócrates era u n rom ántico, que


tenía eso que se denomina amorfati, o «amor por el destino», y que no
habría cambiado u n a sola cosa en su form a de vivir ni en su form a
de morir: «Su condena a m uerte es algo que [...] el propio Sócrates
pareció desencadenar con plena conciencia de lo que estaba h a­
ciendo».
Sócrates no se resignó a su destino: lo creó, lo deseó, lo amó.

155
T erc era Parte

X e n ía
A m o r p o r el fo r a ster o

Xenía es el «amor p o r el forastero», u n tipo de am or que se


m uestra p o r y para los extranjeros o los invitados, y que se distin­
gue p o r la solicitud, la calidez, la hospitalidad y la com pasión p o r
todos aquellos con los que un o de form a característica no tiene
una fam iliaridad clara o u n a estrecha relación. Xenía era u n a prác­
tica ancestral y muy extendida entre los griegos hasta la edad adul­
ta de Sócrates. Por una parte, cultivaban la xenía p o r creer que era
algo que com placía a los dioses. El giro negativo de esta realidad
sería que, de no hacerlo, incurrirían en la ira de Zeus, el goberna­
d or suprem o de los dioses griegos, el cual exigía la práctica de la
xenia entre sus súbditos los mortales. Los griegos creían que nunca
sabían del todo quién estaba llam ando a su puerta: aun cuando vis­
tiera con harapos, podía tratarse de una persona im portante, de
u n personaje incluso acaudalado y disfrazado de m endigo a peti­
ción de Zeus, para poner a prueba si, pese a todo, ellos eran capaces
de agasajarle con u n festejo tal como si fuera u n rey. Por consi­
guiente, sin im portar que el forastero pareciese abyecto o depau­
perado, los griegos desplegaban una efusiva hospitalidad.
También practicaban la xenía escrupulosam ente por u n a convic­
ción y una pasión genuinas, así como p o r motivos pragmáticos. Al
ser anfitriones tan atentos con los extranjeros que llam aban a su
puerta, así tenían la certeza de que cuando a ellos les tocara viajar
por tierras desconocidas, lejos del hogar y de la ciudad, se les aco­
gería con u n a hospitalidad análoga. A unque cuando se lanzaban a
S ócrates enam orado

hacer incursiones era probable que se encontrasen con alguien


con el cual com partían algún ancestro, la región era extensa, y en
muy contadas ocasiones conocían personalm ente a nadie si se
aventuraban lejos de sus casas. Con la am plia im plantación de la
práctica de la xenía en las sociedades helénicas y dóricas, sabían
que serían acogidos con hospitalidad al term inar el día durante su
viaje.

F ronteras

En el diálogo socrático Fedro, Fedro le habla así a Sócrates: «Cuan­


do estás en el campo pareces un extranjero conducido p o r u n guía.
¿Cruzas alguna vez las fronteras? Yo más bien pienso que tú nunca
te aventuras más allá de las puertas de la ciudad».
A esto, el Sócrates histórico podría haber replicado: «¿Por qué
aventurarm e más allá de las puertas, cuando el m undo entero
viene a Atenas?». Atenas era en efecto el vértice del m undo. No n e­
cesitaba ir más allá de las puertas del ágora para encontrarse a p er­
sonas muy diversas, para exponerse a un m undo de ideas nuevas.
En los diálogos que Sócrates sostenía en el ágora, invitaba a par­
ticipar a cualquiera, a los desconocidos que pasaran p o r allí, a los
amigos, a los conocidos. Lo hacía no sólo por obediencia a los dio­
ses, sino porque creía que u n a de las mejores m aneras de conocer­
se a sí mismo consistía en conocer a los forasteros, cuyas novedosas
y nada familiares visiones del m undo le proporcionarían u n a in­
m ensa variedad ¿de perspectivas que entonces podría considerar y
co m p arar con las suyas, llevándole a u n a p o sterio r articulación
y descubrim iento de sus propios puntos de vista.

A quí n a d ie e s e x t r a n je r o

Mi abuelo paterno, cuyo nom bre llevo, em igró a Estados U ni­


dos en 1922 ju n to con su esposa, Calliope. Llegó a u n m u n d o
nuevo y desconocido d o nde hab ría de form ar u n h o g ar p ara su
familia, de la cual m i p adre p ro n to sería u n nuevo m iem bro. En
el m om ento en que pisó territorio estadounidense, m i abuelo se
X e n ía

sintió como en su casa e hizo que quienes estaban con él se sintie­


ran tam bién así. El era el recién llegado, aunque supo cam biar las
tornas y se desvivió p o r lograr que los demás se sintieran a sus an ­
chas. A unque hablaba inglés con dificultad y con u n muy m arca­
do acento griego, hizo de ese inglés precario su instrum ento para
ro m p er el hielo. Personas de mal genio e incluso m anifiestam en­
te odiosas en presencia de otro no tenían más rem edio que esbo­
zar u n a sonrisa cuando estaban con él. Su ingenio, su efusividad,
su ap aren te deseo de conocer a todo aquel que se cruzara en su
cam ino, em parejados con el hecho de que literalm ente se quita­
ba la camisa para dársela a quien pudiera necesitarla, supuso u n a
reanudación de la xenía que practicaban los antiguos griegos.

Al igual que la mayoría de mis parientes griegos, mi abuelo se


instaló en el sur. Los rituales de la hospitalidad sureña, como abrir
la puerta de la casa al amigo y al desconocido p o r igual, y tratarlos
a ambos como si fueran de la familia, no resultaron novedosos para
mis parientes. Muchos llegaron a extremos muy considerables con
tal de ayudar a los recién llegados de la vieja patria, echándoles u n a
m ano para que se situaran y se aclimataran. No era algo que se les
exigiera. Eran ellos mismos quienes se lo exigían.
U na variación de la xenía parece muy extendida entre todos los
grupos inm igrantes en Estados Unidos de los que tengo u n conoci­
m iento más o m enos estrecho. Se ayudan los unos a los otros de
m anera sustancial y en las pequeñas cosas, conectados p o r la cultu­
ra y la lengua, p o r las esperanzas compartidas, p o r los sueños.

S ié n t e t e c o m o e n t u ca sa

—C uando un extranjero llama a tu puerta, nadie quiere ten er


que desvivirse para darle muestras de una cierta hospitalidad —dice
Joel cuando le hablo de mi interés por explorar la cuestión «¿Qué
es el am or por los forasteros?».
Joel y su mujer, Emma, tienen u n a granja cerca de la frontera
entre Arizona y México. Son dos de los muchos asiduos al Café Só­
crates que nos han invitado, a Cecilia y a mí, a hospedarnos en su
casa durante una de nuestras giras.
S ócrates enam orado

—Ésa es la filosofía del «amor por los forasteros» que mis padres
me inculcaron: que en la m esa siem pre haya sitio p ara u n o más
—nos dice ahora— . A la hora de la cena siem pre pongo u n plato
de más en la mesa. Es muy raro, desde luego, que u n extraño se sien­
te con nosotros. Puede ser u n vendedor a domicilio que ha tenido
m ala suerte, un m exicano que ha cruzado el desierto con su m ujer
em barazada y que viaja cam ino de Chicago, donde le han p ro m e­
tido u n trabajo. U na buena cena y un poco de conversación p u e­
den suponer u n a gran diferencia. Puede ser como u n a segunda
oportunidad. Tan sólo nos limitamos a continuar la tradición que
ellos iniciaron.
Sigue diciendo:
—Hace años era poco corriente que un mexicano cruzara la fron­
tera por el desierto para entrar así en Estados Unidos. Nadie ama su
tierra tanto como ellos. Son capaces de hacer lo que sea con tal de no
irse de su tierra; lo que sea, salvo m orir de hambre. Ésta es señal de
que ahora viven muy malos tiempos: son muchos los que arriesgan la
vida para venir a Estados Unidos. Nuestro presidente los llama «traba­
jadores invitados». Como son nuestros invitados, al menos a algunos
queremos darles un poco de hospitalidad, y les agradecemos que
hayan venido y que sean la locomotora de nuestra economía.
—El Levítico nos dice que amemos a los desconocidos, al prójimo,
como a uno mismo —comenta Emma—. Cumplimos con ese manda­
m iento de la Biblia. El amor a los extraños es una especie de am or a
los vecinos. En el m om ento en que muestras este amor, los descono­
cidos pasan a ser como los vecinos. Nunca lo olvidarán si tienes con
ellos un acto de amabilidad, y es probable que un día transmitan esa
misma amabilidad a alguien que se encuentre necesitado.
Dice a continuación:
—U no de los pocos que han llamado a la puerta de nuestra casa,
un hom bre que vino a pedir agua, era de Chiapas, México. Nos contó
cómo la organización del Acuerdo del Libre Comercio en N ortea­
mérica, o NAFTA, los ha hecho papilla. Era un cultivador de café de
cuarta generación, pero ahora resulta que las cadenas norteam eri­
canas pueden vender sus productos al por m enor en México, a p re­
cios más baratos que los que él consigue vendiéndolos al p or mayor
en su propio país. Sus planes eran ahorrar lo suficiente para com­
p ra r u n taxi, y volver entonces para ganarse la vida com o taxista
X e n ía

y m antener a su esposa y a sus cuatro hijos. Dijo que su deseo no era


acostumbrarse a la vida de aquí. Lo que deseaba era volver a su tie­
rra, a su casa, ju n to a la familia a la que ama, con la esperanza de
ten erju n to a ellos una vida decente. Por eso, si ayudándole un poco
logramos que dé un paso más en el camino hacia la consecución de
su sueño, claro que lo haremos.
Joel nos cuenta:
—Miles de mexicanos han pasado p o r aquí a lo largo de la últi­
m a década cuando iban de cam ino a otra parte. De todos ellos,
sólo unos cuantos han llamado a nuestra puerta. La mayoría de la
gente no se da cuenta de que es más fácil prestar ayuda a u n foras­
tero que no que éste pida ayuda.
Sigue diciendo:
—Yo soy ciudadano estadounidense desde hace cinco generacio­
nes. Mi fam ilia p o r p arte de p ad re es alem ana, p ero mis an tep a­
sados p or parte de m adre son mexicanos. Algunos vivían no muy
lejos de esta finca nuestra cuando esta parte del país pertenecía al
Estado de México. Gracias a mi abuela m aterna, que insistió en que
yo aprendiera algo de español, lo hablo pasablem ente y m e puedo
com unicar con los hispanos que me encuentro. La historia de sus
vidas le rom perían el corazón a cualquier persona sensible. Dejan
allá atrás todo lo que tienen, su hogar, sus hijos, todas sus p erten en ­
cias, salvo aquellas con las que pueden viajar por espacio de cientos
de millas, a cambio de la oportunidad de venir aquí y trabajar hasta
caer rendidos, para enviar a su casa el dinero que ganen. Envían
más de mil millones de dólares al año a sus familias. N inguno de los
que tengan incluso un rem oto parentesco con ellos es u n extraño
para ellos a la hora de ser generosos.
—Es posible mirarles a los ojos y ver sus corazones, entender a la
prim era que son personas buenas, decentes —dice Emma— . Y ésa
es razón suficiente para que les ayudemos.
—¿Mostráis ese «amor al extranjero» con la esperanza de que el
extranjero algún día os devuelva el favor si alguno de vosotros pasa
por u n m om ento de necesidad? —pregunto.
—Bueno, lo cierto es que cualquier día podríam os ser nosotros
los que necesitáramos cruzar la frontera hacia su país, con lo cual
tendríam os que pedirles ayuda —responde Emma— . Hay quien
dice que eso es imposible, pero quien lo afirme carece de sentido
Sócrates enam orado

de la historia y tam bién de hum ildad. En este país estamos agotan­


do todos nuestros recursos. Y nunca se sabe cuándo puede pro d u ­
cirse u n desastre natural. Mis padres crecieron durante la Gran De­
presión, y tuvieron que ir de un sitio a otro en busca de trabajo y de
alimento. Si no hubiera sido por la decencia y la generosidad de
personas perfectam ente desconocidas, no habrían sobrevivido. Y
aunque tuvieron ocasión de ver lo peo r de la naturaleza hum ana,
tam bién vieron lo mejor, y lo vieron p o r lo general en quienes
menos podían esperarlo. La mayoría de los norteam ericanos de hoy
en día no atinan a im aginar que algún día puedan cam biar las tor­
nas, p or eso no im aginan por qué han de dar muestras de am or a
los forasteros.
—Algunas personas hoy se m uestran legítim am ente preocupa­
das p o r la integridad de nuestras fronteras — dice Joel— . En este
sentido, nuestro gobierno y el de México deberían au n ar sus es­
fuerzos para im plantar políticas y aprobar tratados que den a los
pobres verdaderas oportunidades para que sus familias prosperen
de u n a m anera decente allá en donde viven. U n m uro difícilmente
puede ser la respuesta a estos problemas.
—No se m uestra el am or al extranjero construyendo u n m uro
—dice Emma—. Robert Frost, el gran poeta norteam ericano, m an­
tenía esta filosofía sobre los muros: «Antes de construir u n m uro
querría yo saber / qué es lo que encierro dentro, qué encierro fuera,
/ y a quién es probable que ofenda». Hoy en día son demasiados los
muros que ofenden: dejan a la gente fuera, mientras que los que se
quedan en el interior se esconden tras una superioridad moral pura­
m ente defensiva. Ese no es un acto de am or por parte de una nación
que supuestamente es el faro hum anitario del m undo libre.
»Uno de los fundadores del Proyecto M inutem an dijo que sus
m iem bros form aban «un grupo de “M artin L uther Kings” p red o ­
m inantem ente blancos» — com enta Em ma— , con lo cual quiso
d ar a entender, m e parece, que el suyo es en el fondo u n acto de
am or hacia los extranjeros.
El Proyecto M inutem an, cuyo objetivo oficialmente consiste en
abortar todo intento de en trar en Estados Unidos a través de una
franja de unos cuarenta kilómetros, que se extiende en la frontera
de Arizona, en el condado de Cochise, fue presentado pública­
m ente el 1 de abril de 2005.
X e n ía

—El doctor King se revolvería en su tum ba — dice Joel— . Él


creía que los norteam ericanos debían desvivirse para atender a las
gentes de todo el m undo. Y le preocupaba el tipo de personas en
que se estaban convirtiendo los norteam ericanos. Dijo: «Si a u n
norteam ericano le im porta solam ente su nación, no tendrá n in ­
gún m iram iento p o r los pueblos de Asia, Africa o Sudamérica»,
po r no hablar ya de México. El doctor King creía que a u n nortea­
m ericano nunca se le debería perm itir vivir tan alejado del dolor y
del sufrim iento ajenos, del m undo entero, que ya ni siquiera p u ­
diera conectar con esas realidades.
»Hoy en día son demasiados los que no p u ed en conectar con
esas realidades, porque viven de espaldas a la necesidad, el dolor, el
sufrimiento, y por eso la idea del am or a la gente de fuera les resul­
ta ajena. Si uno sella a cal y canto las fronteras de su corazón, d ar
muestras de afecto a los de fuera es sencillamente imposible.

E x t r a n je r o e n t ie r r a e x t r a ñ a

La xenía es uno de los temas centrales de la Odisea de H om ero,


y figura tam bién de m anera destacada en la litada, poem as épicos
con los que Sócrates se educó. Ulises —en griego, Odiseo—, el as­
tuto héroe de la G uerra de Troya, tuvo la idea de obsequiar un ca­
ballo de m adera como ofrenda a los ciudadanos de Troya, en u n
gesto que parece de xenía a la inversa, ya que los visitantes que p ro ­
yectan la invasión hacen las veces de anfitriones, haciendo incluso
(aparentem ente) u n regalo a los sitiados, en un gesto que cambió
el decurso de la guerra y desem bocó en la caída de Troya. Troya
pagó un precio altísimo p o r haber violado las convenciones de la
xenía con el com portam iento de uno de los suyos, pues la guerra
com enzó cuando Paris, príncipe troyano, secuestró a H elena, an ­
tigua reina de Esparta, siendo un invitado de su esposo.
El dios Poseidón, molesto por la derrota de su bando, y enojado
en especial p o r el papel decisivo que desem peñó Ulises en la d e­
rrota de Troya, lo abandonó en alta mar, donde se vio condenado a
vagar sin rum bo durante más de u n a década. A lo largo de sus con­
tinuas desventuras, Ulises conoció a los lotófagos, al Cíclope, a las
sirenas, a princesas y diosas, e incluso se aventuró a visitar el Hades.
Sócrates enam orado

A lo largo de sus viajes, m uchas veces llegó a d ep en d er p o r com ­


pleto de la am abilidad de los desconocidos, desde el porquerizo
que lo socorre, pues habita en la orilla a la que llega el náufrago, o la
diosa y ninfa Calipso, que alargó su hospitalidad (cierto que rete­
niéndolo casi como prisionero) durante siete años. Calipso habría
querido que Ulises se quedara para siem pre, y probó a tentarle
ofreciéndole nada m enos que la inm ortalidad con tal de que se
quedara con ella. Ulises rechaza el ofrecim iento. Todo lo que an­
helaba era regresar a su Itaca natal, con su am ada esposa y su hijo.
P or fin, a Ulises le es perm itido volver a casa, aunque sólo podrá
hacerlo bajo la form a de u n extranjero desconocido. A su llegada,
ni siquiera lo reconoce su hijo, Telémaco, ni tam poco Penélope, su
esposa, que cree que ha m uerto hace tiempo; sólo su perro lo reco­
noce. M adre e hijo se encuentran por entonces muy preocupados,
em peñados en rechazar a los incansables pretendientes de Penélo­
pe, que han com etido faltas graves contra la xenía, ya que se que­
dan m ucho más tiem po del debido, se exceden en aprovecharse de
su acogida y se niegan a m archar cuando se lo piden.
Penélope y su hijo han proporcionado a los pretendientes que
asp iran a casarse con ella todas las com odid ad es im aginables.
A cambio, como huéspedes que son, se espera de ellos que sean
respetuosos y agradecidos, y que n unca se aprovechen de la hospi­
talidad que se les ofrece, pues existe un protocolo p ara los invita­
dos igual que lo hay para los anfitriones, que aquéllos han de cum­
plir expresam ente cuando se trata de respetar la xenía. Por hacer
dejación de sus propias responsabilidades, los invitados pagan con
sus vidas, pues m ueren a manos de Ulises.

La c iu d a d d e l a m o r a l p r ó j i m o

—En algún m om ento del camino, alguien tiene que enseñarte,


o bien has de aprenderla p o r tu cuenta, la lección de que «soy p o r
la gracia de Dios» —dice Russell en respuesta a la pregunta siguien­
te: «¿Es posible enseñar la compasión?».
»A m í m e e n se ñ a ro n la com pasión quienes carecían de ella
— sigue diciendo entre sorbo y sorbo de u n a gran taza de café— .
Yo me crié en la otra Philly, en la ciudad de Filadelfia, estado de Mi-
X e n ía

sisipi, durante las luchas p o r los derechos civiles. Vi de qué form a


tan espantosa trataban algunos blancos a los negros, y decidí que si
alguna vez me encontraba en un a situación de p o d er sobre los p o ­
bres y los vulnerables, actuaría de m odo absolutam ente contrario
al de aquellos blancos, siendo u n a fuerza a favor del bien y de la
compasión.
Nos encontram os en un café a la vista de la C am pana de la Li­
bertad, en Filadeldia, estado de Pensilvania. Russell y yo nos hemos
escrito con frecuencia desde que visité esta ciudad hace ya algunos
años para m antener allí u n diálogo.
—Filadelíia en griego significa «Ciudad del am or fraterno» —dice
su amigo H arold— . Así como la Filadelfia del sur profundo n unca
estuvo a la altura de su nom bre, ésta sí lo está, gracias entre otros a
la gente como Russell. Yo creí que ya sabía todo lo que se puede
saber sobre la compasión. Pero hasta el desastre del huracán Katri­
na, y ya a la muy m adura edad de cuarenta y nueve años, no llegué
a entenderlo de verdad.
»Russell y su familia no nos conocían de nada, a pesar de lo cual
nos acogieron, a mi esposa y a m í y a nuestros tres hijos, sin hacer
n inguna pregunta. Nos regalaron esa clase de hospitalidad que
uno podría esperar de sus parientes más cercanos en la fiesta de
Acción de Gracias. H an dado un sentido com pletam ente nuevo a
ese dicho según el cual «mi casa es tu casa».*
Russell se encoge de hom bros para quitar im portancia al cum ­
plido, como si se sintiera incóm odo ante tan grandes elogios.
—Podría habernos pasado a nosotros —dice con toda senci­
llez— . Para a p ren d er la com pasión hace falta hum ildad. Sé que
m añana, o quizá otro día, puede tocarle el tu rn o a H arold, o a
quien sea, de echarnos una m ano a m í y a mi familia.
»Cuando contem plé en la televisión las imágenes después del
paso del Katrina, vi cuántas personas, en especial entre los negros,
se vieron obligadas a defenderse por sí mismas, sin ten er nada de
nada, y pensé que mi deber era hacer algo. Me dejó boquiabierto
que la nación más rica de la tierra tratara a sus propios ciudadanos
como si fueran de segunda clase. Notifiqué a una de las agencias de

* En español en el original. (N. del T.)


Sócrates enam orado

ayuda hum anitaria que mi casa estaba disponible para acoger a


quien fuese. No recibí respuesta. Así pues, com encé a llamar a ami­
gos, y luego a amigos de amigos, que quizá conocieran a alguien
que estuviera necesitado. Por fin recibí u n a llam ada de u n hom ­
bre que resultó ser H arold, y me dijo que estaban a p u n to de en ­
viarle en autobús al Astrodom e de H ouston, operación en la cual
su familia po d ría tener que separarse. El alivio que noté en su voz
cuando le dije que en casa teníam os sitio de sobra se coló a través
del hilo telefónico.
—Tuvimos ciertos reparos a la hora de aceptar —dijo H arold— ,
pero esos reparos, esa timidez, se supera en un santiam én cuando
uno se encuentra en tan graves dificultades como estábamos noso­
tros. Sólo de pensar en tener u n techo de verdad sobre nuestras ca­
bezas, u n a cama de verdad en la cual dormir, un cuarto de baño de
verdad... era el paraíso.
—Mis hijos estaban emocionados —me dice Russell— . Echaban
de m enos a alguien que ocupase esas habitaciones libres, alguien
con quien ju g a r y a quien cuidar, desde que m urió su abuela. Para
m í —prosigue enseguida—, fue lo más fácil del m undo, m e refiero
a ser compasivo en aquellos prim eros días. Pero cuando te das
cuenta de que los desconocidos a los que has dado la bienvenida
en tu casa van a quedarse u n a buena tem porada, es cuando te ves
puesto a prueba. Mis hijos han ido dem ostrando mayores atencio­
nes con ellos y más hospitalidad a m edida que pasa el tiempo. Ellos
me han enseñado muchísimo sobre la compasión entendida como
u n gesto a largo plazo.
—Ni siquiera una sola vez hem os tenido la sensación de no ser
bien recibidos, de que ellos tal vez desearan retirar su muy genero­
sa invitación —dice H arold— . Para mí, la com pasión consiste en
com prensión, em patia, generosidad y amor, todo ju n to . De esa
pasta está hecha la familia Kelly. Es como si... todos los días, cuan­
do se despiertan, imaginasen qué se siente estando en nuestro pe­
llejo, y entonces nos tratan en consonancia con esos sentimientos.
Estrecha con su m ano el hom bro de Russell. Es palpable el afec­
to genuino que existe entre los dos. Russell dice:
—N unca más volveré a pensar que la com pasión sea u n a calle
de u n solo sentido, sino de muchos. Los Andrew han sido trem en­
dam ente considerados con nosotros y con nuestras necesidades.
X e n ía

—Tratamos su casa como haríam os con la nuestra, m ejor inclu­


so, ya que no dejamos la ropa sucia tirada por cualquier parte —me
dice Harold— . Procuramos dejarles a ellos su propio espacio. Como
somos sus invitados, tam bién tenem os que im aginarnos qué se
siente al estar en su lugar, cómo es el tener su propia casa abierta a
unos desconocidos, y por eso somos sum am ente considerados con
ellos.
— ¿De m odo que la compasión tiene u n com ponente de toma y
daca, de reciprocidad? —pregunto.
—Desde luego —dice Russell— . Pero no es de tipo quid pro quo,
en el que si alguien hace algo por ti luego tú tienes que hacer algo en
la misma m edida p o r él. R equiere que todos los implicados en la
«transacción de la compasión», p o r así decir, sean considerados
con las necesidades de los demás.
— ¿Es preciso que un a persona haya sufrido de form a parecida a
ti para que te ofrezca el tipo de com pasión que necesitas? —p re ­
gunto.
—Los abolicionistas ayudaron a mis antepasados a recuperar la
libertad —dice H arold— . Los escondieron de los esclavistas y de los
que perseguían a los esclavos fugados, les ayudaron a h uir clandes­
tinam ente, aun cuando no tenían experiencia directa de lo que h a­
bían vivido los esclavos, de la brutalidad y las torturas padecidas. Lo
que sí tenían ellos era el sentido de que «soy por la gracia de Dios».
Hace falta una imaginación compasiva p o r su parte para darse
cuenta de que, si no hubiera sido por la casualidad del nacim iento,
también a ellos podría haberles tocado en suerte esa clase de vida.
—Éso es algo de lo que carece Bill Bennett, el anterior secretario
de Estado de Educación —dice Russell—. En un program a de radio
le oí decir que, aun cuando fuera m oralm ente reprensible, si se
pretende reducir de m anera drástica la delincuencia, e incluso su­
prim irla, habría que practicar el aborto sistemático en los bebés de
los negros. U na afirmación como ésa delata una absoluta incapaci­
dad de imaginar, de llegar a tener siquiera un atisbo de cómo h a
sido la experiencia de los negros en Estados Unidos desde los tiem­
pos de la esclavitud. Ser negro no es la razón de que haya tanta cri­
minalidad; nacer en un m undo en el que todo está en contra de ti
sí lo es. Si realm ente se aspira a la supresión de la criminalidad, la
gente como él tendría que renunciar de buen grado a u n a parte
Só crates enam orado

considerable de lo que poseen, para hacer posibles unas reglas de


jueg o más equitativas.
Al cabo de un rato, H arold añade lo siguiente:
—La com pasión puede ser el intento de ponerse uno en la piel
del otro, en sus zapatos, como se suele decir, aunque esos zapatos
n unca te quedan perfectos. Da lo mismo lo compasivo que uno
trate de ser, nunca será com pleta y perfectam ente compasivo, ya
que no es posible saber del todo qué es lo que está viviendo otra
persona, aun cuando hayamos tenido una experiencia similar. Lo
que cuenta es intentarlo de todo corazón.
—Antes pensaba que podríajuzgar si la gente es compasiva, y en
qué m edida, p o r la m anera de tratar a sus perros —dice Russell— .
Pero he visto a m uchos tratar a sus perros m ejor que a las propias
personas. Por otra parte, yo mismo he tratado a este perro franca­
m ente m al en otro tiempo. Lo trataba con indiferencia, con frial­
dad —dice m ientras acaricia al que debe de ser uno de los perros
más flacos y más patéticos que he visto en mi vida, aunque al mismo
tiem po parece uno de los más felices— . Buddy esperó arm ado de
paciencia y sentado a la puerta de mi casa, como si supiera que yo
con el tiem po iba a cambiar de parecer. Estaba a punto de m orir de
inanición. De hecho, llegué a pensar que lo más «compasivo» sería
acabar con él y dejarlo dorm ir para siempre. Buddy parecía pensar
en cambio que yo estaba hecho de otra pasta, que era más cariñoso
de lo que yo mismo suponía. ¿Por qué iba yo a hacer u n sitio en mi
vida a esta cosa flaca y desgarbada? No era la idea que tenía yo de lo
que es u n perro, pero yo sí era la idea que él tenía de lo que es el
dueño de u n perro. Me venció. Es mi m ejor amigo. Conoce mi es­
tado de ánim o antes incluso que yo mismo, y sabe cómo actuar en
consecuencia. Este perro es p u ra compasión. Si antes de que me
llegue la hora consigo ser la m itad de compasivo de lo que es él de
m anera innata, estaré satisfecho. Tal vez sea u n com pañero peque-
ñajo, pero tiene el corazón más grande que conozco.

U n a c iu d a d d e d e s c o n o c i d o s

C uando se le dio a escoger entre el exilio y perm anecer en Ate­


nas para afrontar la condena a m uerte, Sócrates seguram ente trató
X e n Ia

de im aginar cómo sería el abandono de la ciudad en la que había


nacido y en la que había vivido siem pre, la ciudad que conocía
hasta en sus más recónditos rincones, para adentrarse en un terri­
torio com pletam ente desconocido.
Pero en otro sentido, la suya era una ciudad que ya no reconocía:
se había convertido en u n extraño en su propia tierra. La mayoría
de los suyos estaban para él tan irreconocibles como a la inversa, tan
diferentes eran los nuevos valores respecto a los que él veneraba.

La práctica de la xenía se basaba en u n a idea clara del igualitaris­


mo, es decir, que otras personas, incluso en lugares muy lejanos,
eran m erecedoras del mismo respeto y de la misma consideración
que se tenía y m ostraba a los seres más cercanos y más queridos. No
obstante, los atenienses de los últimos años de la vida de Sócrates,
con gran congoja por parte de éste, dieron en considerarse por en­
cima de los demás, hasta el extrem o de que llegaron a creer que te­
nían derecho, e incluso que era claram ente su destino tom ar todo
aquello que desearan, arrebatándoselo a quienes les viniera en
gana.

E x t r a n je r o e n t ie r r a a m ig a

«Esta tierra form a parte de m í —dice la mujer, aunque lo dice


más para sus adentros que para que la oigamos Cecilia y yo—. ¿No
debería ser precisamente éste el lugar en el que más me siento como
en mi propia casa?».
Nos encontram os en el W ounded Knee Memorial, en la Reserva
Sioux de Pine Ridge, estado de Dakota del Sur. La prim era vez que
visité el lugar fue a comienzo de los años ochenta, cuando estaba
escribiendo un artículo para la revista Parade sobre Dennis Banks,
cofundador del Movimiento Indio de América, u n grupo radical
en lo social y en lo político, cuyos activistas desencadenaron aquí
mismo u n a revuelta en 1978. Desde entonces, m e he visto en algu­
nas ocasiones atraído a esta tierra, que es de una belleza sobrecoge-
dora. Cecilia y yo viajábamos en coche, y cuando nos dimos cuen­
ta de que sólo estábamos a tres horas de distancia decidimos tom ar
el desvío.
Só cr a tes ena m o ra do

La mujer, que parece tener treinta y tantos años, es en su aspec­


to externo u n a m ezcla de lo m oderno con lo tradicional. Parece
que no le molesta el cabello largo, negro como el azabache, que el
vien to constante le revuelve sin cesar. Se había acercado al cem en­
terio poco después de que llegáram os nosotros. C uando nos vio,
pareció titubear. Nos pusimos en pie e hicimos adem án de m ar­
charnos, p ara dejarle a ella el lugar. Se acercó y nos habló en voz
baja. «Por mí, no se m archen». Vino a situarse de pie donde está­
bamos. Luego, se arrodilló y se puso a cuidar el terren o en tre las
lápidas.
Al final, se pone en pie y contem pla el horizonte, las mesetas y
altozanos que se han vuelto de unos colores deslum brantes con el
sol poniente. Estudia entonces las lápidas u n a p o r una. Poco des­
pués tom a la palabra para decir:
—Nací y m e crié en esta tierra. A la m uerte de mis padres, m e
m arché. Pero nunca paso m ucho tiem po sin volver. Volver aquí es
algo que m e pone en contacto conmigo misma. Pero tam bién me
hace com prender que soy una extraña en todos los sentidos donde
quiera que vaya. Ni siquiera aquí, en la tierra de mis antepasados,
en la tierra que me vio nacer, me siento com pletam ente cóm oda
dentro de mi propia piel. Es como si se librase u na guerra en mi in­
terior, una guerra entre mi deseo de ser como cualquier otra perso­
n a del «m undo exterior» y mi deseo de vivir como una persona al
estilo tradicional. Deseo ambas cosas y no puedo ten er ninguna.
Dirige la m irada al sencillo m onum ento en m em oria de la masa­
cre de W ounded Knee. Lo que sucedió aquí mismo el 15 de di­
ciem bre de 1893 se suele describir como el mayor choque que se
produjo entre los nativos norteam ericanos y las tropas estadouni­
denses. Pero hablar de «choque» significa que ambos bandos se
lanzaron uno contra el otro con idénticas fuerzas, y no fue ése el
caso. En esta ocasión, quinientos soldados estadounidenses se lan­
zaron sobre 350 nativos norteam ericanos, 230 de los cuales eran
m ujeres y niños. Cuando los soldados abrieron fuego con sus fusi­
les Hotchkiss de repetición, los indios presentaron resistencia,
pero fueron com pletam ente aplastados. En total, perdieron la vida
150 sioux Lalcota, y cincuenta fueron heridos; m urieron veinticin­
co soldados estadounidenses, y hubo 39 heridos. Al com andante
de las tropas se le acusó de haber com etido una m atanza de ino­
X e n ía

centes desarmados, pero ante el tribunal que lo juzgó fue exonera­


do de toda culpa.
—Mis antepasados estaban danzando en u n a cerem onia tan
desconocida para los soldados estadounidenses, tan com pletam en­
te ajena a su idea del com portam iento apropiado en los «derrota­
dos» y los «desesperados», que decidieron que su único recurso
consistía en matarlos allí mismo. Estaban danzando —nos cuen­
ta— porque el líder espiritual del grupo les había indicado que la
única form a de que fueran derrotados pasaba p o r que ellos deja­
ran de ser quienes en verdad eran. Les dijo que regresaran a la vida
de oración, y la danza era para ellos u n a form a de oración, u n a
form a de expresar su espiritualidad. Les dijo que si seguían vivien­
do como era su deber hacerlo, serían invulnerables a las armas del
enemigo. A mi entender, lo que quiso decir es que m ientras prac­
ticasen las costum bres genuinas de los sioux, seguirían viviendo
p o r toda la eternidad.
Deja pasar un rato antes de proseguir.
—Mis antepasados dieron a los colonos la bienvenida con los
brazos abiertos. No les dieron más que m uestras de hospitalidad,
les dieron ayuda y provisiones cuando estaban enferm os, cuando
pasaban ham bre, porque ésa es la tradición de los sioux respecto a
cómo hay que actuar cuando uno se encuentra a un desconocido
necesitado.
G eorge Catlin, artista norteam ericano del siglo xix, cuyos cua­
dros sobre temas de los indios norteam ericanos gozan de gran re­
nom bre, pasó largos periodos viviendo entre los sioux durante los
últimos años de libertad de la tribu. Escribió que eran

un pueblo que siempre me ha hecho sentirme bien recibido,


agasajado con lo mejor que tenían [...] que es honesto sin necesidad
de leyes, que no tiene cárceles, ni tampoco mendigos [...] que adora
a Dios sin una Biblia [...] que no vive por amor al dinero.

—Para los sioux —prosigue la m ujer— , en realidad no existe


eso que se llama «extranjero», ya que todos somos criaturas de u n
mismo creador. La hum anidad misma, como todos los demás seres
vivos, fue concebida en el vientre de la Madre Tierra, y fue conce­
bida a partir de. lo que llam an techihhila, o amor. Por eso, todos los
Sócrates enam orado

seres hum anos, sin im portar su raza, son parte del wakan tanka, de
la esencia espiritual.
»Vengo aquí cuando se celebra el día de Colón, todos los años.
Vengo a llorar lo perdido, aun cuando en las culturas de América
sea u n día de celebración. Y lloro porque desde la llegada de Colón
la tradición indígena del am or y la hospitalidad la em plearon los
colonos contra nosotros. Cuando superaron todos los m om entos
críticos en los que mis antepasados acudieron en su auxilio, y cuan­
do tuvieron u n firm e asentam iento en tierra, se volvieron contra
los indígenas y trataron de exterminarlos. No les bastaba con poseer
nuestra tierra; tam bién quisieron librarse de los pobladores que la
ocupaban.

Aj e n o s a l a a m a b il id a d

—No sólo deberíamos cuidarnos unos a otros —dice Lelia, aseso­


ra y psicóloga en un instituto— . Es que tenemos que hacerlo. Mejor
dicho, no es que no nos quede más rem edio: es que deberíam os
desearlo. El «tener que» debería em anar del «desear» hacerlo.
Estamos en el Café du M onde, en el corazón del Barrio Francés
de Nueva Orleans, degustando su famoso café de achicoria m ien­
tras entablamos un diálogo en torno a esta cuestión: «¿Deberíamos
cuidar los unos de los otros?». H an pasado ya varios meses desde
que el 80 por ciento de Nueva Orleans fuera arrasado p o r el hura­
cán Katrina, de grado 4, que provocó la rotura en dos de los diques
de contención e inundaciones graves en la mayor parte de la ciu­
dad. Perdieron la vida más de mil cien personas, y más de cuatro­
cientos mil de los habitantes de la ciudad tuvieron que h u ir y se
hallan ahora esparcidos por todo el país. En la fecha en que trans­
curre este diálogo, sólo aproxim adam ente el veinte p o r ciento de
la población de la ciudad ha regresado, unos sólo para salvar del
desastre aquellas pertenencias que puedan y volver a m udarse;
otros, en cambio, como los que están conmigo ahora, resueltos a no
m archarse nunca más.
—Yo vivo cerca del barrio de Algiers, que es u n a parte de la ciu­
dad de población negra y u n nivel de ingresos bajo —dice Ethel,
amiga de Lelia, de ochenta y nueve años de edad— . Se trata de una
X e n ía

de las pocas com unidades pobres que no quedó totalm ente des­
truida p o r el huracán. Muchos de los que conservaron intactas sus
casas abrieron sus puertas a los que, como yo, necesitábamos un re­
fugio. No tenían suministro eléctrico, no tenían apenas comida ni
agua; pero tenían un techo sobre sus cabezas, y eso fue lo que ofre­
cieron a los demás, con la convicción de que, en efecto, debemos cui­
darnos unos a otros.
—Estuve aquella prim era noche en el Centro de Congresos —di­
ce Samuel, em pleado de un casino— . Allí vi horrores de los que no
voy a decir ni un a palabra. H ubo u n total desplom e del sistema de
atención a los demás. Sin em bargo, tam bién allí hubo u n puñado
de personas que se abstuvieron de consum ir agua y comida, dando
en todo m om ento lo poco que tenían a los demás. Lo que hicieron
nos avergonzó profundam ente al resto. No es que cuidasen de los
demás p or un «inteligente interés propio», no lo hicieron para ob­
tener ganancia personal de ninguna clase. Lo hicieron porque era
lo que había que hacer, y punto.
—En los prim eros días, después de la catástrofe, algunos forma­
mos u na tribu —dice Taylor, vendedor de perritos calientes que no
se movió de Nueva Orleans— . Al principio, prácticam ente tan sólo
nos preguntam os unos a otros cómo nos llamábamos. Unimos
fuerzas p o r u n sentim iento instintivo, convencidos todos de que
ninguno podría cuidar de sí mismo p o r su cuenta y riesgo. U no de
nosotros se quedaba en nuestro refugio improvisado para vigilar lo
poco que teníamos, para que los saqueadores no se lo llevasen.
O tro buscaba comida, otro curaba las heridas de los demás, otro se
encargaba de conseguir agua, otro se ocupaba de en co n trar ropa
y colchones, etcétera. Fue u n pacto improvisado para cuidar los
unos de los otros.
—Para mí, la cuestión no es si debem os cuidarnos los unos a los
otros. Es más bien cómo debemos cuidar los unos de los otros —dice
Ethel al rato— . La razón p o r la que se produjo esta catástrofe no es
tanto el desplom e del sistema de atención a los demás per se, sino
de prestar esa atención del m odo apropiado.
»Es preciso que descartem os el «cuidado entre colegas» con el
que nos hemos ido apañando. Es preciso dejar de p o n er p o r delan­
te de todo lo demás a ese reducido círculo de amigos y de seres
queridos. Si hubiera existido u n director decente de la FEMA
Sócrates enam orado

[Agencia Federal de Gestión de Estados de Em ergencia en sus si­


glas en inglés], y no un tipo sin condiciones ni calificaciones, habría
sido posible salvar muchas vidas, y el grado de penuria que sopor­
tamos todos habría sido sustancialm ente más reducido. Después
de la catástrofe, u n a parte sin duda excesiva del dinero adjudicado
para la reconstrucción de nuestra ciudad parece haber ido a parar
a manos de u n reducido grupo de com pinches, que son los que
consiguen contratos sin que haya competidores en la adjudicación,
igual que en Irak. El dinero rara vez llega, aunque sea en u n goteo,
a aquellos que de verdad lo necesitan. Es una form a de atención a
las necesidades ajenas, desde luego, pero no parece que sea u n a
form a realm ente buena.
»Mire —dice—, nadie está más familiarizado que las gentes de
Luisiana con la política del clientelismo. Pero en una democracia,
todos debemos ser considerados igualmente colegas, de m odo que
podamos obtener una parte al menos decente del pastel de la aten­
ción eyena que se ha repartido. Antes del huracán, el Congreso apro­
bó una partida de tropecientos millones en concepto de transporte
federal. Todo aquello fue el timo de la estampita: a los representan­
tes les im portan más sus votantes, y sus votantes sólo tienen en m ente
lo que a ellos les toca, incluido lo que sus representantes hagan por
ellos, olvidándose de la atención a la ciudadanía estadounidense en
su totalidad. En el Congreso se dijo que no tenían ni un centavo para
reforzar el sistema de diques de contención de nuestra ciudad, pero
en cambio tienen millones para construir un puente en Alaska, que
va de ningún lugar a ninguna parte. Esto es la atención entre colegas
en su peor versión.
—En u n a democracia, la atención al ciudadano ha de consistir
en anteponer el bien com ún a cualquier otra consideración —dice
Samuel— . Se trata de anteponer las necesidades de los ciudadanos
del país en su totalidad a las de cualquier individuo. Necesitamos
u n «índice de casos de atención urgente» en el que se m ida si ac­
tuam os bien al cuidar los unos de los otros. Más aún, yo creo que
necesitamos u n a Oficina de A tención Interna, dedicada a todas las
formas de cuidado que requieren los estadounidenses: cuidados sa­
nitarios, cuidados infantiles, cuidados educativos, cuidados m edio­
ambientales, cuidados a la tercera edad, etcétera.
Sigue diciendo Samuel:
X e n ía

—Lo que tendríam os que hacer es avanzar hacia unos cuidados


holísticos. Si hubiéram os tom ado el cam ino de u n cuidado in te­
gral, no habríamos destruido las marismas y los humedales, que ha­
brían actuado como sistema de protección natural en el caso de
que se produjera un huracán como el que hem os tenido. Hemos
tratado a la naturaleza como si fuera un inm igrante ilegal, sin n in ­
gún derecho, en vez de cuidarla como si fuera u n a prolongación
de nosotros mismos.
—¿Qué entendem os p or cuidados? —pregunto al cabo.
—El cuidado debidam ente entendido consiste en extender la
m ano y tocar a u n a persona exactam ente del m odo en que desea y
necesita que se la toque —dice Taylor—. Eso tiene que venir prece­
dido de un «pensamiento atento», en el que un o trata de adivinar
qué es lo que quiere y necesita la persona a la que uno intenta al­
canzar en ese sentido. Si alguien vive en u n a casa destartalada, sus
hijos van a pésimos colegios, sus tierras están rodeadas p o r diques
que p ueden saltar hechos pedazos en cualquier m om ento, la ver­
dad es que no ayuda m ucho regalarle u n viaje a Disney World con
todos los gastos pagados. Cuando vuelva a su casa, seguirá estando
tan mal o peor que antes. Lo que necesita es ayuda para establecer­
se en un lugar seguro, en donde los colegios sean buenos.
—El cuidado es cuando uno se ofrece por el bien de los demás
—dice Lelia— . Los ciudadanos norm ales y corrientes de Nueva
O rleans arriesgaron la vida, y en algunos casos llegaron a morir,
intentando rescatar a personas que eran para ellos unos perfectos
desconocidos. Los m édicos y otros profesionales de los cuidados
sanitarios, procedentes de otras partes de Estados Unidos, acudie­
ro n voluntariam ente a la ciudad y a los alrededores p ara prestar
sus servicios, aun cuando los funcionarios al fren te de la opera­
ción de ayuda les dijeron que no viniesen, am enazándolos incluso
con ponerles u n pleito si llegaban a dispensar ayuda m édica sin la
debida autorización burocrática. A pesar de todo, acudieron. U no
de ellos, que dispensaba m edicam entos y vendaba a los heridos,
me dijo que lo m enos que podía hacer era acudir al lugar de la ca­
tástrofe y hacer lo posible p o r ayudar con su grano de arena a sus
conciudadanos, norteam ericanos que estaban pasando p or muy
serios apuros.
Tras algunas vacilaciones interviene Ethel.
Só crates enam orado

—Espero que esto no os haga pensar que soy u n a mala persona,


pero algunas de las cosas que más cuido, no tienen m ente ni tienen
corazón. Me im portan mis fotografías, mis muebles, que llevan va­
rias generaciones en p o d er de la familia; m e im portan mis libros,
mis recuerdos materiales, porque me recuerdan a personas y luga­
res que tengo en lo más querido en mi m em oria. Casi todo eso lo
he perdido, y he llorado muchísimo esa pérdida.
—Ese no es un ejemplo de mal cuidado, porque todas esas cosas
están relacionadas con las personas a las que más quieres —le dice
Samuel.
—Hoy en día, con demasiada frecuencia —dice Lelia al cabo de
u n rato—, la filosofía que se lleva consiste en dejar que sean otros
quienes presten los cuidados en nuestro nom bre. Si yo dono mi di­
nero a una obra de caridad, quiero que ellos se ocupen de llevar a
cabo p or m í los cuidados correspondientes. Pero todos necesitamos
pasar al m enos parte de nuestro tiem po dedicándonos a los cuida­
dos directos de los demás. Yo hago donaciones a obras de caridad,
pero tam bién dedico varias horas a la sem ana a visitar a personas
mayores que viven en asilos y no tienen apenas compañía.
—El cuidado de los demás consiste en reconocer que siem pre
hay alguien que está peo r que u n o mismo, y entonces, incluso en
los m om entos más bajos, uno logra sobreponerse y se ofrece a ellos
—dice Taylor— . Por mal que yo m e encuentre, siem pre hay en
otras partes personas que están m ucho peor, en lugares lejanos,
como Guatemala, donde cientos de poblaciones han sido borradas
del m apa p o r los corrim ientos de tierra tras las lluvias, o en los tsu­
namis y los terrem otos de Asia, o en los pueblos y parroquias asola­
dos en los estados de Misisipi, Luisiana y Alabama. El que no lo
sepa reconocer, sólo tendrá esa actitud del «¡ay de mí!», y así que­
dará atrapado en sus propios problem as, tanto que nu n ca se le
ocurrirá siquiera levantar un dedo por otra persona.
Sigue diciendo Taylor:
— Samuel, p o r ejemplo, perdió su casa, pero como tiene adies­
tram iento como m iem bro de la Cruz Roja, en cuanto llegó la Cruz
Roj a se puso a trabajar para ayudar a otros ciudadanos, siendo parte
de u n a unidad móvil de cuidados y atenciones tras el desastre.
—Algunos de los que salieron de aquel C entro de Congresos y
del Superdom e, subieron a u n autobús y ju raro n no volver jam ás a
X e n ía

Nueva Orleans —dice Samuel— . Creían conocer su ciudad, creían


que era u n lugar en el que los unos cuidaban de los otros, pero la
catástrofe les demostró que esa im presión era falsa, que todo el
m undo tenía u n a actitud de «sálvese quien pueda». Para colmo, el
gobierno estuvo desaparecido en combate, la policía abandonó sus
puestos. Yo en cambio decidí hacer todo lo contrario, decidí ayu­
dar a hacer de esta ciudad el lugar de cuidado y de atención que
siem pre debería haber sido.
—Siempre he pensado que, con el fin de cuidar a los demás, hay
que tener cubiertas las necesidades básicas: provisiones decentes de
comida, agua y cobijo, una educación y unos cuidados sanitarios de­
centes —com enta Taylor— . Pero las personas de los países pobres
nos h an tenido que enviar tanto dinero como provisiones. Se han
privado de ciertas cosas con objeto de ayudar a los ciudadanos de
u n país rico, aun cuando en sus mejores m om entos viven m ucho
peor que nosotros en los peores. Esos sí son cuidados y atenciones.
—Cuando la antigua prim era dam a de la nación, Barbara Bush,
fue a visitar el refugio de H ouston para hacerse u n a idea de cómo
vive en realidad la otra mitad, o más bien las otras nueve décimas
partes, dijo que se nos estaba tratando tan bien que nunca tendría­
mos ganas de volver a nuestras casas —refiere Lelia— . Nos trataron
bien, sobre todo, personas desconocidas, personas que supieron
percibir nuestro dolor y que se desvivieron para que nos sintiéra­
mos como en casa. Pero creedm e si digo que com o en casa no se
está en ninguna parte. Todas aquellas personas que cuidaban de
nosotros tenían que volver a sus casas cuando term inaba su turno,
y la señora Bush tuvo que tom ar un avión de vuelta a su m ansión
tras la hora que pasó con nosotros.
»A1 igual que cualquier otra persona que estuviera presente en
el Astrodome, m onté en cólera cuando escuché u n com entario tan
insensato p o r parte de la m adre que ha inculcado en nuestro p re­
sidente los valores que tiene. Pero aquello tam bién sirvió de ins­
piració n p a ra que m uchos de nosotros nos convirtiéram os en
esas personas deseosas de prestar cuidados que nos gustaría que
fuesen todos los ciudadanos de nuestro país, en especial nuestros
dirigentes. Yo personalm ente trato de ser u n a unidad móvil de aco­
gida, haciendo todo lo que puedo para ayudar a los demás residen­
tes de la ciudad de Nueva Orleans que puedan pasar p o r necesida­
S ócrates enam orado

des. Recojo los despojos, ayudo a las personas a rescatar sus perte­
nencias de los restos de sus casas. Lo que sea.
En ese m om ento, oímos u n a em ocionante música de blues que
llega poco a poco donde estamos. Pasa u n a procesión fúnebre.
Todos se levantan sin m ediar palabra. Es tradición muy antigua en
Nueva O rleans que los desconocidos se sum en al paso de una pro­
cesión fúnebre y acom pañen el sepelio. Samuel y yo nos vamos con
ellos.

C u id a r y c u id a r a n u e s t r o s s e m e ja n t e s

M artin H eidegger (1889-1976), filósofo alem án dedicado a es­


tudiar la cuestión del ser y las implicaciones de la existencia hum a­
na, sostenía que «el cuidado es el estado básico de la existencia h u ­
mana». Como la nuestra es u n a existencia finita, H eidegger afirmó
que de ello se desprende que somos incapaces de ser indiferentes
a nuestra situación, que forzosam ente ha de im portarnos. En el
acto de atender a los demás y de cuidarlos, y de cuidar de nosotros
mismos, dijo que necesariam ente se descubre cómo se interrelacio-
na la existencia hum ana con la existencia en general, de m odo que
damos en expandir la am plitud de nuestros cuidados y atenciones
hasta incluir la órbita entera en la que nos encontram os. En el p ro ­
ceso de realizar esta inversión en cuidados y atenciones, H eidegger
entiende que logramos que este m undo al cual hemos sido «arroja­
dos» sea m enos ajeno, más «auténtico», más conform e a nuestra
propia hechura.
El concepto de cuidados y atenciones de H eidegger sigue te­
niendo resonancia entre personas de muy diversa clase y condi­
ción, desde los ecologistas hasta los políticos, desde los com ercian­
tes hasta los trabajadores de la seguridad social o los ingenieros. En
su cam paña presidencial, un defensor del consumismo como Ralph
N ader llegó p o r lo visto a citar a Heidegger, diciendo en u n m itin
que la esencia del ser hum ano radica en el hecho indudable de que
cuidamos los unos de los otros.
Sin em bargo, el propio H eidegger no puso en práctica su p ro ­
fu n d a filosofía del cuidado y la atención a los demás. M iem bro
com o fue del partido nacionalsocialista en la Alem ania nazi, d e­
X e n ía

fendió sus ideales fascistas, que son en todos los sentidos la antíte­
sis de su concepto de cuidados, llegando a traicionar entre tanto a
m uchos de sus discípulos más prom etedores, la m ayoría de ellos
judíos.
Así como H eidegger y sus legiones de defensores han inventado
desde entonces toda una panoplia de explicaciones sobre el p o r­
qué traicionó su propia ética, un antiguo discípulo suyo, Hans
Joñas, decidió que su com prom iso vital fuese vivir de acuerdo con
esa ética. Joñas (1903-1993), ju d ío alem án exiliado de la Alemania
nazi, cuya m adre m urió en Auschwitz, se presentó soldado volunta­
rio en la B rigadajudía del 8.° Ejército Británico, y combatió du ran ­
te los cinco años de la II G uerra M undial contra los nazis. En su
libro fundam ental, The Imperative of Responsability [El imperativo de
la responsabilidad], Joñas escribe que «si bien la tecnología m o­
derna, inform ada p or un a penetración cada vez más profunda de
la naturaleza e im pelida por las fuerzas del m ercado y la política,
ha realzado el poder del ser hum ano hasta situarlo m ucho más allá
de todo lo que previam ente se hubiera conocido e incluso se h u ­
biera soñado», estamos esgrim iendo ese poder de m odos muy p er­
niciosos. Cuando no estamos agotando nuestros recursos naturales
o contam inando el medio ambiente, afirma, estamos sojuzgando a la
naturaleza de múltiples maneras, conducentes a la destrucción del
planeta y a nuestra propia aniquilación. Si vamos a poner coto a esto,
estim ajonas, debemos generar «una nueva solidaridad de la hum a­
nidad entera», aunándonos así de una m anera en la que todos noso­
tros consideremos que «el cuidado por el futuro de toda la naturale­
za en este planeta es una condición necesaria del ser humano».
Joñas afirma que la necesidad del cuidado del m edio am biente
es de hecho tan acuciante que convierte todas las demás cuestiones
éticas en algo poco menos que obsoletas. Yo en cambio diría que el
cuidado del m edio am biente debería estar considerado entre las
facetas fundam entales del cuidado hum ano en general. Al fin y al
cabo, esa sensibilidad am oral que impulsa a unos a explotar con
absoluta desvergüenza la naturaleza de un m odo que podría de­
sembocar en su colapso, que sería al mismo tiem po el nuestro, es la
misma sensibilidad o, más bien, falta de sensibilidad, que impulsa
a otros a tratar a algunos grupos de seres hum anos de u n m odo ab­
solutam ente inhum ano. Sólo cuando lleguemos a im portarnos los
Sócrates enam orado

unos a los otros, cuando nos tengam os p o r iguales y veamos en la


naturaleza misma a nuestro semejante, sólo entonces se podrá avan­
zar de m anera sustancial hacia la preservación del planeta y de la
civilización hum ana.

El i n t e r é s e g o í s t a i l u s t r a d o

La filósofa Ayn Rand (1905-1982), por m edio de su «filosofía ob-


jetivista», se propuso dar la vuelta a la connotación tradicional y pe­
yorativa que suele ten er el egoísmo. Para Rand, no sólo cada indi­
viduo debe existir p o r sí mismo, sino que hacerlo es en verdad la
em presa más noble y el único cam ino verdadero que conduce a la
felicidad hum ana. En contraste con los altruistas, tal como Rand
los concibe, no sólo el hom bre tiene el derecho a existir p o r sí
mismo, sino que actuar de acuerdo con ese interés egoísta ilustra­
do es su misma razón de ser. Si no existimos por nuestro propio in­
terés, a su m odo de ver nos estamos negando a nosotros mismos,
cosa que sería irracional. C ualquier persona que considere esta
cuestión de u n m odo racional, cree Rand, llegará objetivamente a
la misma conclusión que ella.
En la cosmovisión de Rand, no se trata de que la compasión y la
atención a los demás no puedan existir, sino sólo de que nunca
existirán por razones altruistas o por un bien de más am plitud y si­
tuado más allá de uno mismo. Más bien se da el caso de que uno
m uestra atención y com pasión sólo hacia aquellos objetos, sean
personas, lugares, cosas, que más codicia personalm ente.
Los planteam ientos de R and resultan sostenibles si se aceptan
sus nociones del yo y del altruismo. Para Rand, la respuesta inequí­
voca a la pregunta: «¿Qué va prim ero, uno mismo o la sociedad?»,
sería sencilla: uno mismo. De acuerdo con ella, nunca podem os
prescindir del yo, pero sí podem os pasarnos sin la sociedad, p o r­
que a su en ten d er la única función que tiene es la de servir a nues­
tros intereses egoístas, zanjar disputas entre individuos, en especial
en cuestiones de comercio.
Para los antiguos griegos, la respuesta a esa misma pregunta ha­
bría sido la segunda: la sociedad. Para ellos no existía el yo sin la so­
ciedad. C reían que era necesario u n acuerdo social para determ i­
X e n ía

n a r qué constituye el yo, cuál es su función y cuáles deberían ser


sus ñnes. A su juicio, el yo y la sociedad — en efecto, para ellos la
sociedad era un tipo de yo— han de estar unidos al servicio de la
arete. En opinión de los griegos, el yo no era sólo, y ni siquiera lo
era de m anera prim ordial, u n a entidad física o corpórea, sino que
llevaba añadidos los propios actos, y uno m edía la valía del yo en
función de cómo contribuyese éste a la evolución de la areté en el
contexto de la propia sociedad. Con esta finalidad, bien po d ría
ser que un acto individual y particular, em prendido en aras de la
areté, condujera a la pérdida de la propia vida en el plano pura­
m ente físico, y sin em bargo fuese el m ejor m edio de p erp etu ar el
propio yo.
Esa era la m anera que tenía Sócrates de ver las cosas. Lo que
daba valor a su yo era hacer lo posible para perp etu ar el m odo de
vida que él valoraba. En la m edida en que esa form a de vida tuviese
continuidad, ya fuera en su propia época, ya fuese en otra, él creía
que su yo seguiría vivo. Si renunciar a su vida m ortal era la m ejor
m anera de lograr ese fin, adelante.
A juicio de Rand, semejante altruismo es irracional e insosteni­
ble, equivalente a «un sistema m oral que sostiene que el hom bre
no tiene derecho a existir p o r sí mismo, que el servicio a los demás
es la única justificación de su propia existencia, y que el sacrificio
propio, la inm olación, es el más alto de sus deberes morales, de su
valor y su virtud». La visión de R and resultaría ajena e incluso ra­
quítica para Sócrates y sus semejantes, para los cuales el servicio a
la polis era u n a form a de servicio al yo, y era de hecho la más eleva­
da de las afirmaciones del propio yo. No concedía Sócrates u n gran
valor a la longevidad física, pero sí a vivir de determ inada m anera,
sin que importase cuánto tiempo, que contribuyera a la ampliación
y m ejora de la areté, su más noble y sublime vocación moral. Preci­
sam ente p o r haber vivido y haber m uerto de ese m odo sigue vivo
entre nosotros.

Jo h n McCain, senador estadounidense por Arizona, escribe en


Faith of My Fathers [La fe de mis padres] que la lección más importan­
te de cuantas aprendió prestando servicio en las Fuerzas Armadas
—sirvió como aviador en Vietnam y estuvo prisionero de guerra du­
rante cinco años y m edio— fue que «dependía de otros en u n a
Só crates enam orado

m edida mayor de lo que nunca había llegado a suponer», si bien esa


dependencia era tal que «me dio una idea más amplia de m í mismo».
Esa dependencia no se encuentra en un extremo de u n continuum,
con autonom ía del otro. Más bien los dos van de la mano. Durante
sus años de servicio militar, McCain presenció «la virtud hum ana afir­
m ada en la conducta de hombres ennoblecidos por su sufrimiento».
Para él, ese sufrimiento ennoblecido está al servicio al mismo tiempo
del crecimiento del yo y de la sociedad. Es lo que podríamos llamar
egoísmo altruista.

Fa llo e n l a a t e n c ió n a l o s d em á s

Peter Singer, australiano y estudioso de la ética, y uno de los fun­


dadores del movim iento p o r los derechos de los animales, afirm a
en Repensar la vida y la muerte: el derrumbe de nuestra ética tradicional
que es deber de todas las personas en el m undo desarrollado
«hacer m ucho más p o r ayudar a los que viven en los países más po­
bres a alcanzar un nivel de vida en el cual estén resueltas sus nece­
sidades vitales». Tratando de cuantificar con cierta precisión cuán­
to más deberíam os estar obligados a hacer quienes vivimos en el
m undo desarrollado, Singer se form ula esta pregunta:

Si somos tan responsables de lo que dejamos de hacer como de


lo que hacemos, ¿es un error comprar ropa de moda [...] cuando ese
dinero podría haber salvado la vida de un desconocido que se muere
por falta de alimento?

¿Ysi no existiera eso que se da en llamar un «perfecto desconoci­


do»? ¿Cómo tendríam os que actuar quienes vivimos en el m undo
desarrollado, de m odo que lleguemos a sentir que quienes viven en
regiones m ucho menos desarrolladas no se encuentran tan lejos de
nosotros a fin de cuentas? Podríamos, y no es más que u n ejemplo,
com prar productos de com ercio justo. H aciéndolo, contribuiría­
mos directam ente a lograr u n a situación de vida más digna y más
paritaria entre quienes producen los bienes que consumimos. Adju­
dicar de u n m odo consciente el grueso de nuestro poder adquisiti­
vo de una m anera que ayude a la creación de com unidades sosteni-
X e n ía

bles en todo el m undo es algo que podría hacernos sentir más estre­
cham ente conectados con quienes están muy lejos de nosotros.
Podríam os llegar a considerarlos en cierto m odo nuestros veci­
nos. A resultas de ello, podríam os encontrar la inspiración necesa­
ria para buscar constantem ente modos de hacer más para ayudarles
con los recursos de que disponemos.

La ONU ha exigido desde hace tiem po que cada país desarrolla­


do aporte el 0,7 p o r ciento de su producto interior bruto (PIB) a
los esfuerzos que se llevan a cabo para fom entar el desarrollo en los
países del Tercer M undo. Sólo Dinamarca, N oruega, H olanda y
Suecia han cum plido e incluso superado esta «solución del 0,7 por
ciento». Estados Unidos, el país más rico del m undo, dedica u n a
aportación que ro n d a el 0,08 p o r ciento de su PIB a estos esfuer­
zos. Es posible que si sus ciudadanos adoptasen de m anera indivi­
dual u n a serie de prácticas en su vida cotidiana orientadas a hacer
progresos sustanciales en lafo ija del am biente ético necesario para
en ten d er que no existe eso que se llama un «perfecto desconoci­
do», es posible, repito, que nuestros dirigentes aum entasen nues­
tras aportaciones hasta llegar al 0,7 p o r ciento, y de ese m odo,
como dice Peter Singer, fuésemos menos «responsables por lo que
dejamos de hacer».

M e d ic ió n d el m u n d o en fo rm a de co r a zó n

¿Es posible m edir de alguna m anera si una sociedad tiene o no


un gran corazón? En colaboración con Amartya Sen, Premio Nobel
de Economía, la filósofa M artha Nussbaum tuvo una intervención
decisiva al ayudar a que cam biasen los criterios p or los cuales las
Naciones Unidas m edían el progreso en los países en vías de desa­
rrollo. Sen y Nussbaum, en efecto, supieron m edir el corazón de
u n país. En vez de calibrar el progreso de u n país en función de cri­
terios estrictam ente económicos, tom aron en consideración otros
factores cuantificables, como la libertad de afiliación, los cuidados
sanitarios (incluidos los cuidados en el parto), la nutrición y la vi­
vienda según su adecuación, la proporción de m ujeres y hom bres
entre la población, las tasas de alfabetización. Lo que han descu­
Sócrates enam orado

bierto a raíz de todo ello es que muchos países en vías de desarro­


llo (o bien regiones específicas, grupos, castas pertenecientes a di­
versos grupos, como es el caso de la India), que en otras circunstan­
cias habrían pasado inadvertidos, son m erecedores de que se les
señale por tener en términos relativos un gran corazón. El enfoque
de Sen y de Nussbaum, si se pusiera en práctica a mayor escala, po­
dría revolucionar el m odo en que calibramos los avances de nues­
tro m undo.

El e q u i p o h u m a n o

—Los Juegos Olím picos se rem o n tan al año 776 a.C., cuando
se celebraban para re n d ir hom enaje a Zeus, el «padre inm ortal
de la xenía», m e cu en ta A lexandras d u ra n te n u estro últim o e n ­
cuentro en el parque de A thens Square, en Queens, Nueva York.
H a regresado hace poco de u n a visita de tres semanas a Atenas,
Grecia, donde estuvo presente en los Juegos Olímpicos, y en donde
los amigos y su muy extensa familia rivalizaron de m anera insisten­
te para que fuera invitado de todos ellos, tanto que term inó p o r
pasar dos noches en casa de cada uno para que nadie se sintiera
ofendido.
—En u n a época en que las facciones griegas rivales guerreaban
sin cesar unas con otras, sólo p o r obediencia a Zeus dieron co­
m ienzo a los Juegos Olímpicos, que convertían a los feroces com­
batientes en feroces com petidores enfrentados en sucesivas p ru e­
bas deportivas —me instruye A lexandros— . Las tribus griegas de
todos los territorios, que p o r lo com ún andaban a la greña, deja­
ban a un lado las armas cuando acudían a O lim pia para tom ar
parte en los juegos. Así obedecían la antigua tradición griega de la
ekecheiría, la tregua olímpica. Ello garantizaba que todos los partici­
pantes y los visitantes tuvieran asegurada la entrada y salida del re­
cinto olímpico, que era un santuario de paz.
Suspira.
—Hay que ver cómo está el m undo. A hora más que nunca debe­
ríamos respetar al cien por cien los códigos de la xenía y de la eke-
cheina, si es que pretendem os tener aún esperanzas de paz.
Entonces, Alexandros se anim a y sigue hablando.
X e n ía

—En la Atenas de hoy en día no se han olvidado de cómo prac­


ticar u na xenía impecable. Atenas extiende la alfombra roja de m a­
nera que logra que todo el m undo se sienta bienvenido.
»Ojalá hubieras podido ver cómo se trataban unos a otros los
atletas al cam inar cogidos del brazo por la Villa Olímpica, com uni­
cándose por gestos, intercam biándose regalos, riendo y abrazándo­
se. Vi a atletas norteam ericanos tratarse con los franceses como si
fueran amigos íntimos, sin ningún com entario sobre el boicot de
los productos franceses, como es lógico. Vi a los árabes con los ju ­
díos, a los iraníes con los iraquíes, a los taiwaneses con los chinos,
a los rusos con los afganos, a los norcoreanos con los surcoreanos. Se
trataban unos a otros como si fueran todos ellos xenoi, o invitados.
Esa es ia magia de la xenía,
»Lo que presencié me hizo desear que el complejo deportivo de
los Juegos Olímpicos se pudiera extender de m odo que abarcase
todo el planeta, para que la gente de todo el m undo se tratara con
el afecto con que se trataban unos a otros los atletas. Entonces po­
dríam os form ar un grandísim o equipo, el equipo hum ano, y el
único motivo de fiera com petición sería el camino, entre todos los
propuestos, por el que m ejor se pudiera alcanzar una paz durade­
ra de verdad.
»Los atletas de los Juegos Olímpicos han dem ostrado que cuan­
do uno logra form ar un lazo de cam aradería es prácticam ente im­
posible ver en el otro a u n enemigo, a un antagonista. Se han alisa­
do todas las diferencias de la superficie por m edio del corazón, se
ha descubierto que en el fondo somos todos muy semejantes.
Alexandras vuelve a suspirar.
—Claro que siem pre hay u n aguafiestas en el despliegue de la
xenía. Como podrás imaginar, las medidas de seguridad eran suma­
m ente rigurosas. U na m añana, cuando estaba en una cola para en­
trar en el Estadio Olímpico, el hom bre que iba delante de mí, al ser
registrado p o r un soldado del ejército griego, se puso a gritar. «¡Es
la novena vez que paso p o r aquí! ¡Usted ya tiene que saber que yo
no soy u n terrorista! ¿Por qué insiste en som eterm e a estos cacheos
humillantes? ¿No es capaz de tratarm e con la hum anidad necesaria
para dejarm e pasar sin más?». A favor del soldado debo decir que
no se alteró en m odo alguno. De hecho, cuanto más enojado pare­
cía el hom bre, más tacto y amabilidad ponía el soldado al tratarlo.
Sócrates enam orado

El hom bre no parecía dispuesto a cam biar de actitud, así que le


dije: «Oiga, ese hom bre sólo está haciendo su trabajo. Tendría que
cachear incluso a su m adre si entrase p o r esta pu erta» . Se puso
hecho u n basilisco conmigo. Fue sordo a todo lo que quise decirle.
Me dio tanta vergüenza que cuando me tocó el turno de som eter­
me al registro, p edí disculpas al soldado en nom bre de mi compa­
triota. El soldado, bendito sea, dijo que no había nada de lo que
disculparse. Dijo que nuestro país había pasado p o r muchos pade­
cimientos. «Al m enos ese hom bre ha tenido el valor de tom ar un
avión y venir aquí a ser un espectador más en los Juegos Olímpicos,
cuando parece ser que hay m uchos norteam ericanos dem asiado
temerosos de moverse de su casa. Con otra sem ana de hospitalidad
griega, seguro que se le pasa».
»En esas tres semanas —dice A lexandras— , ese soldado debía
de haberse encontrado con personas procedentes de todos los rin­
cones del m undo. Estoy seguro de que un poco de su xenía se tuvo
que pegar a todos los que se vieron ante él, incluido el hom bre que
le gritó de esa m anera inadmisible. Si todos nosotros fuésemos ca­
paces de adoptar esa com prensión basada en el hecho de p o n er­
nos en el lugar del otro, que es lo que hizo el soldado con toda su
am abilidad, la posibilidad del equipo hum ano al que me refería
dejaría de ser un castillo en el aire.
A lexandras consulta su reloj y se pone en pie de repente.
—H e de ir al aeropuerto. Me hice amigo de dos turcos que se
sentaban a mi lado en los Juegos Olímpicos. Les dije que si vení­
an alguna vez, los recibiría con m ucho gusto. ¡Mal podía suponer
que iban a aceptar mi ofrecim iento tan deprisa! C uando yo era
peq u eñ o, los griegos y los turcos estaban constantem ente enfren­
tados, e incluso estaban en pie de guerra unos con otros. Nos des­
preciábam os m utuam ente. Ahora, los turcos se instalarán bajo mi
techo, y seremos la viva im agen de la xenía. U n pequeño paso hacia
u n a paz duradera...

C onectados

Más o m enos u n a vez al mes organizo u n auténtico diálogo on­


line del Café Sócrates, en el que participan personas de todo el
X e n ía

m undo. Como dem uestran sus correspondencias iniciales conm i­


go, bien porque hayan conocido la existencia de nuestra misión sin
ánim o de lucro, o bien porque se hayan topado con alguno de mis
libros, todos ellos tienen u n a pasión intensa y duradera p o r las in­
dagaciones socráticas. Es algo que me ha dado la oportunidad de
tratar con cierta regularidad con personas residentes en lugares
muy distantes, con las cuales en otras circunstancias no habría teni­
do la ocasión de filosofar. Al igual que en u n Café Sócrates presen­
cial, en el que hablam os todos cara a cara, cada uno de los que par­
ticipamos en u n a conversación on-line se turn a al plantear sus
propias cuestiones.

Christopher Phillips (en adelante, CP): ¿Cuál es el deber de cada uno,


si es que existe?

Afina: Mi deber consiste en arriesgar mi bienestar, e incluso mi vida,


por aquello que más quiero. Por ejemplo, mi dedicación al arte. Si al­
guien me dijera que ya nunca podría volver a pintar, porque el gobier­
no ha ilegalizado esa actividad, y si me dijeran por ejemplo que el «de­
lito» de pintar se iba a casdgar con la pena de muerte, me gusta pensar
que yo seguiría pintando hasta que me descubriesen y me ejecutasen.
Mi dedicación al arte me inspira pasión por vivir.
En los años setenta, la «policía del arte» aquí, en Rumania, con­
fiscaba con cierta frecuencia y destruía muchas veces mis cuadros si
encontraban en ellos el más remoto olor a política. Siempre me ame­
nazaban con llevarme a la cárcel si persistía en pintar obras de esa
clase. Pero en cuanto me dejaban en paz, me ponía a recrear los cua­
dros que me habían destruido, y me esforzaba aún más en que halla­
ran salida por las redes clandestinas, para que los vieran tantos espec­
tadores como fuera posible. La policía acertaba al preocuparse por
aquellos cuadros, porque esas obras mías, más incluso que la mayoría,
obedecían a la intención de liberar la mentalidad y el espíritu de los
espectadores que las vieran, y de una manera tal que pudieran inspi­
rar en ellos la búsqueda de la liberación física y política también.
También quisiera decir que, si alguien amenazase alguna vez la
vida de un miembro de mi familia, me gustaría pensar que yo daría la
mía por salvarlo. No sé si a eso se le puede llamar deber, claro, porque
lo haría por puro instinto, por amor; y también porque no querría se-
Sócrates enam orado

guir viviendo si existiera algo que hubiese podido hacer para salvarlo
y no lo hubiese hecho, aun cuando las posibilidades de salir con bien
fueran escasas. Para mí, el deber es algo que implica el pensamiento
premeditado y la acción.

Shep (ingeniero civil en Londres): Para mí, al menos en términos idea­


les, el deber tendría que ser una obligación que se asumiera volunta­
riamente y no de mala gana, algo con lo que uno cumple porque cree
en ello de todo corazón, porque cree que lo debe hacer pase lo que
pase. Puede ser algo que a veces uno emprenda de manera instintiva,
o puede ser algo que haga sólo después de haberlo meditado durante
mucho tiempo.

CP: ¿Cuál es la diferencia entre el «bien» y el «mal», entre lo «bueno»


y «lo no tan bueno», siendo todos ellos deberes que uno tal vez desee
cumplir de todo corazón?

Shep: Yo diría que Adolf Hitler y sus esbirros, los que orquestaron el
Holocausto sabiendo lo que hacían, o los musulmanes que cometie­
ron un asesinato en masa en Londres hace muy poco, son personas sin
corazón. Pese a ello pusieron por completo su corazón en lo que esta­
ban haciendo, y lo hicieron con una honda convicción (aunque fuese
malsana y enfermiza), y con un sentido del deber absoluto, aunque
fuera para perpetuar sus malsanos ideales. En el caso de las bombas de
Londres, se suicidaron por decisión propia, en el intento de llevar a
cabo lo que de corazón entendían que era su obligación máxima. Así
pues, tendremos que aprender qué debemos considerar como «deber
de corazón» y qué no.

CP: ¿Yeso cómo se aprende?

Shep: A ver si puedo contestar de esta manera: incluso nosotros, las


personas que carecemos del talento artístico que posee Afina, debe­
ríamos considerar que nuestro deber es «vivir artísticamente» y «vivir
de todo corazón». Con esto quiero decir que, con independencia del
estatus de cada uno, los que tenemos la fortuna suficiente de estar en
situación de hacerlo, deberíamos sentirnos obligados por el deber de
descubrir y aplicar los talentos que tengamos que puedan contribuir a
X e n ía

lograr que este mundo sea un lugar mejor para los más desafortuna­
dos. ¿Cómo he llegado yo a este planteamiento? Gracias a mi padre. El
me educó para creer que la razón por la cual estamos en la tierra no es
otra que «dejar más leña sobre la leña amontonada», es decir, dejar
este mundo en mejores condiciones que las que nos encontramos. Mi
vida cotidiana es rutinaria, pero participo en una serie de actividades,
en mi tiempo libre, para poner en práctica este mandato: desde dar el
20 por ciento de mis ingresos a Oxfam [Comité de Oxford de Ayuda
contra el Hambre] hasta pasar mis vacaciones en comunidades de paí­
ses en vías de desarrollo, ayudando como voluntario en la construc­
ción de infraestructuras.

Tarah: Aunque uno pase mucho tiempo en la cárcel, puede tratar de


llevar a cabo el cumplimiento de ese deber al que Shep se refiere. Yo
doy clases de alfabetización aquí, en una cárcel. Cuando enseño a leer
a alguna de las reclusas, tendríais que ver cómo se le ilumina la cara.
Es como si quedaran expuestas a un mundo nuevo del todo. Y eso sí
que ilumina mi propio mundo.
Tengo además un sentido del deber conmigo y con mi familia, y
con mi sociedad: se trata de reconocer cuándo cometo un gran error,
y pese a todo tratar de sacar algo en claro. Esto es algo que tuve que
aprender por mis propios medios. La primera vez que estuve en la cár­
cel, mi mentalidad fue del tipo de «¡ay de mí!». Pero entonces me di
cuenta, una noche en que estaba en la más negra desesperación, de
que necesitaba vivir de un modo más ocupado; o morir, pero con una
ocupación intensa. Siempre se me ha dado de maravilla la lectura, de
modo que cuando mi asesora sugirió que diera aquí dentro clases de
alfabetización, me di cuenta de que tal vez ése era un talento que yo
tenía, con el cual podría quizá ayudar a que las demás llevasen una
vida más plena. Por no hablar de la mía, claro. Gracias a este trabajo,
últimamente me levanto de la cama como un muelle pese a estar en
un sitio tan desangelado. Sin una conciencia clara de que se tiene un
deber de corazón, para con los demás y para con uno mismo, no sé
cómo podría aguantar hasta el final del día.

Joo-Chan: Como soy budista, siempre que hablo del deber empleo el
concepto en combinación con las palabras coreanas han y shinbaram,
que significan «sacrificio» y «amabilidad-cariñosa». Para mí, el deber
Sócrates enam orado

que uno tiene consiste en hacer los sacrificios que sean necesarios por
esa amabilidad-cariño, para que nuestro mundo encuentre un equili­
brio más en armonía, lo que nosotros llamamos mot.

CP: ¿Puedes darnos un ejemplo del modo en que se puede lograr eso?

Joo-Chan: Como todos los hombres jóvenes en Corea del Sur, tuve que
cumplir dos años de servicio militar obligatorio. Me tocó ser un solda­
do raso en la Zona Desmilitarizada. Al principio me fastidió este deber
por obligación. Con el tiempo, lo que experimenté y lo que observé
me llevó aver qué desequilibrados estamos, qué cerca de una catástro­
fe nuclear. Se suele decir que Corea del Norte nunca utilizará armas
nucleares, ¿pero de veras es creíble que un dictador que caprichosa­
mente permite que millones de ciudadanos mueran de hambre llegue
a dudar a la hora de usar un arma así? Ahora, como ya es sabido, resul­
ta que el gobierno de mi país ha planificado en secreto la construc­
ción de armas nucleares, lo cual sólo incrementa más la locura de una
política de destrucción mutua garantizada. Hoy soy activista de un
grupo pacifista radical, dedicado a lograr que el Norte y el Sur se sien­
ten a una mesa de negociaciones mientras todavía haya tiempo de
lograr el mot. Gracias a la obligación de cumplir a regañadientes mi
servicio militar descubrí mi vocación, mi voluntad, mi obligación en­
tendida de todo corazón.
Mi padre dedicó buena parte de su vida a actividades en favor de la
democracia durante la dictadura de Chun Doo Hwan, e incluso pasó
algunas temporadas en la cárcel. Cuando era niño, me molestaba que
hubiera descuidado así a su familia, que sacrificara su tiempo en aras
de una obligación mayor, la de ocuparse de que mi generación disfru­
tase de una vida de libertad y de oportunidades con las que ellos sólo
pudieron soñar. En aquel entonces, sin embargo, yo pensaba que el
mayor de sus deberes debería ser el que tenía con nosotros. Ahora, de­
bido a mis propias creencias, yo paso menos tiempo del que en reali­
dad quisiera con mis hijos, y lo hago por mi sentido del deber y del
amor hacia ellos, para que posiblemente disfruten en el futuro de un
mundo de genuino mot. Mi hija, que tiene cinco años, aún es muy pe­
queña para entenderlo, y creo que tiene hacia mí el mismo resenti­
miento que tuve yo hacia mi padre. En un mundo que está al borde
del abismo, creo que es necesario llevar a cabo sacrificios dolorosos en
X e n ía

aras del deber, primero respeto a las personas que uno ama, pero tam­
bién respeto a la humanidad en su conjunto.

Eleanor: Tengo la esperanza de que esto esté en la misma línea de lo


que ha dicho Joo-Chan: creo que nuestro deber tendría que ser el de
construir la belleza a partir de las ruinas. Estoy trabajando en la recons­
trucción de una aldea a las afuera de Kabul, en Afganistán, que fue
arrasada por bombas estadounidenses. Estados Unidos, en efecto, apar­
tó del poder a los talibanes, tal como había prometido, y ahora las mu­
jeres tienen derechos con los que no podían ni siquiera soñar hace
muy poco tiempo. Pero como prácticamente no tienen recursos, no
es mucho lo que pueden hacer con esos derechos. La realidad son los
escombros que están por todas partes. El gobierno de Estados Unidos
prometió su ayuda en la reconstrucción de lo que las bombas habían
destruido, pero esa ayuda no ha llegado a materializarse. Los respon­
sables políticos que creyeron que su «deber» era desencadenar la gue­
rra tendrían que venir aquí en persona y presenciar cómo han redu­
cido la zona a un erial, en vez de alardear de que han cumplido en
nombre de lo que consideraban su deber respecto a la libertad y la de­
mocracia. Tengo la esperanza de que también se sientan obligados
por el deber a cumplir su promesa de iniciar la reconstrucción de la
zona. Allí, todo el mundo se pregunta por qué Estados Unidos no re­
construye sus casas, no construye carreteras decentes, escuelas, hospi­
tales. Todos esos proyectos sí serían genuinas obras de belleza, de amor,
de esperanza, del corazón, para las personas que residen allí. Hay mu­
chos otros que han venido a Afganistán desde Occidente y que dedi­
can su vida a hacer de éste un lugar un lugar de belleza, para que los
afganos sepan que no todos los occidentales rehúyen el gran deber
que han contraído con ellos.

Terence (activista en pro de las libertades civiles radicado en Maine):


Yo creo que es deber de todos nosotros vivir sin miedo a la muerte,
pues de lo contrario siempre jugaremos sobre seguro. Es preciso que
prescindamos de todas las cautelas si de verdad queremos tener un
verdadero impacto en el mundo. Ahora bien, al contrario que los te­
rroristas y los homicidas que ponen bombas y que, según algunos, ac­
túan a partir de ese mismo deber, yo creo que ese deber hay que llevar­
lo a cabo sólo de manera que, como ha dicho Eleanor, nuestro mundo
S ócrates enam orado

sea un mundo de mayor belleza, todo lo contrario del desorden y del


caos que ellos tratan de lograr. Deberíamos estar deseosos de arries­
garlo todo a partir del sentido del deber, pero sin perder de vista lo
preciosa y lo precaria que es la vida, la fragilidad de la vida y la civiliza­
ción de los hombres, y el deseo de alimentarnos espiritualmente y de
perpetuarla, aun cuando ello signifique que yo tenga que sacrificar la
vida en el proceso.

Jihan (trabaja en un grupo prodemocrático en Egipto): Epicteto, filó­


sofo estoico del siglo n, dijo que deberíamos vivir «como quien aspira
a ser un Sócrates».

CP: ¿Yqué quiso decir con eso?

Jihan: Yo supongo que quiso decir que debemos considerar nuestro


deber el vivir con el mismo propósito que él, haciendo todo lo posible
para que este precario experimento que llamamos civilización huma­
na siga existiendo.
Yo vivo en una sociedad cerrada, sexista y autocrítica, y es mucho
lo que arriesgo para cumplir con mi deber en este sentido. Ojalá
nunca tenga que arriesgar la vida, y ojalá nunca me vea encarcelada,
ya que soy madre soltera de dos niñas, y tengo que considerar ante
todo las atenciones que les debo, y cómo impactaría en su bienestar
mi ausencia, Dios no la quiera. Creo que es mi deber hacer todo lo
que pueda para verlas crecer en un país en el que tengan oportunida­
des de verdad: derecho a votar, a conducir un coche, a estudiar en la
universidad. De manera que no puedo jugar demasiado sobre seguro
si esto ha de suceder antes de que ellas sean dos jóvenes adultas. Por
eso, si las cosas se ponen difíciles de verdad, es posible que tenga que
arriesgar mi libertad, tal vez la vida, con el objeto de que mis hijas ac­
cedan a ese futuro mejor que yo tanto deseo para ellas.

Azekel (estudiante de instituto en Angola): La hipótesis de Sócrates, es


decir, que cuando las personas saben qué es el bien lo hacen de todas
todas, ha resultado un error. El mismo tuvo ocasión de descubrir que
la mayoría de los que hacen el mal saben que lo están haciendo, y lo
hacen a pesar de todo. Me llena más aún de admiración por él que si­
guiera viviendo y creyendo en su hipótesis, aun cuando uno tras otro,
X e n ía

le demostraron que estaba equivocado. Creo que su mensaje era sen­


cillo: si perdemos del todo la fe en que el ser humano hará el bien, en­
tonces «la cosa está más clara que el agua». Aun cuando sólo puedas
cambiar a una persona entre mil, o aun cuando sólo puedas cambiar­
te a ti mismo, eso puede ser una gran diferencia a largo plazo. El creía
que su deber era influir en ese cambio que deseaba ver en el mundo
en general, y lo arriesgó todo para que los demás, incluso muchos si­
glos después, sintieran la inspiración de hacer lo mismo.

Tarah: Sócrates intentó hacer lo correcto en un momento en el que


todo el mundo parecía estar haciendo lo erróneo. Y sabemos retrospec­
tivamente que estaban obrando mal porque su civilización se estrelló y
ardió por los cuatro costados. En la medida en que sólo una persona
esté deseosa de hacer el bien en medio de un mar de maldad, hay razo­
nes para la esperanza. La vida y la muerte de Sócrates, según lo que he
leído, estuvieron modeladas por un sentido del deber que «se basaba en
la fe»: tenía fe en que las personas hicieran lo correcto al menos a la
larga, aun cuando a corto plazo la mayoría actuase de manera estúpida.
Si no actuamos todos con esa misma fe, ¿cómo vamos a tener la esperan­
za de ver la luz de nuevo en tiempos de oscuridad?
C u a r ta Parte

P h il ía
E l a m o r d e l a a m is t a d

Philía, para los griegos de la A ntigüedad, era equivalente al


«amor de la amistad», aunque se trataba de u n tipo de amistad que
tiene u n sentido más amplio y más profundo que el que general­
m ente le damos hoy en día. Tal como la concebían y la ponían en
práctica los griegos, la philía es la clase de sentim iento afectivo que
debe ser sostén de las relaciones sociales, aun cuando las personas
implicadas en ellas no se conozcan unas a otras directam ente, pero
sus vidas tienen un punto de intersección debido a la persecución
de los mismos fines, o a un afán com partido. En concreto, la philía
era lo que prim ordialm ente abarcaba el lazo que unía a todas las
personas de una aldea o un pueblo, de una comunidad, estado o n a­
ción, de u n a organización o movimiento. Sin em bargo, antes que
ninguna otra cosa, tanto entonces como ahora comienza por el lazo
de afecto que existe entre los amigos.

Mi a m ig o Sócrates

Cuando yo tenía trece años, un día de invierno en que las condi­


ciones climatológicas extremas me im pidieron salir a la calle a di­
vertirme, p o r puro aburrim iento tomé de una estantería uno de los
libros de texto que había utilizado mi m adre cuando iba al institu­
to, u n libro bastante estropeado. C ontenía algunos de los diálogos
de Platón en los que aparece Sócrates. A unque se hubiera criado
Só crates enam orado

en u n a cuenca m inera, mi m adre había recibido u n a sólida educa­


ción, sobre todo en los clásicos grecolatinos, y había estudiado bas­
tante a fondo esos diálogos, traduciéndolos a u n inglés sencillo y
elem ental a partir del griego sencillo y elem ental en que están es­
critos. No tardé en sum ergirm e en la lectura. Comenzó a interesar­
me muchísim o Sócrates. Pronto me entusiasmó aquel mensaje de
que todos somos capaces de ser nuestros más expertos interroga­
dores, de que podem os ser pensadores autónom os, de que pode­
mos actuar por nuestra cuenta, de m anera que nuestros actos estén
al servicio de la hum anidad. Leí y releí muchas veces aquellos diá­
logos, y com encé a internarm e en lo que decían, a com ulgar con
Sócrates. Sócrates se convirtió en mi amigo.
Por aquel entonces yo era estudiante en el instituto y vivía en
u n a ciudad dividida po r las razas y las clases sociales. Era la época
del principio del fin en lo que se refiere a la segregación en los co­
legios públicos. En vez de ir cam inando al nuevo instituto, que es­
taba a m enos de dos kilómetros de mi casa, iba en autobús hasta la
otra pu nta de la ciudad, a un instituto que se caía a pedazos, donde
los libros de texto estaban tam bién muy estropeados. Llegaba antes
del amanecer. Mientras esperaba a que sonara el timbre, me reunía
en la cafetería con otros com pañeros que llegaban pronto, y allí de­
sayunábamos algo caliente. Los estudiantes blancos y los estudian­
tes negros p o r lo general nos sentábamos separados, cada grupo a
u n extrem o de la larga hilera de bancos, aunque había una zona en
el medio en la que, cuando los bancos de los extremos estaban ocu­
pados, nos mezclábamos aunque fuera a regañadientes.
Por lo general, me sentaba solo. Era bajo, y más bien torpe, y es­
taba cohibido casi a todas horas; no se me daba bien relacionarm e
con los demás. Pero tras releer la Apología de Sócrates en el autobús,
cuando iba al instituto p o r las m añanas, tuve u n día las agallas,
inexplicablem ente, de plantarm e en el centro de los dos grupos de
estudiantes que se encontraban reunidos en la cafetería, y antes de
pararm e a pensarlo dos veces, dije a todos los presentes: «¿Qué es
lo que hace que valga la pena vivir?».
Roy, un estudiante negro que era el doble de grande que yo y
que jugaba de defensa titular en nuestro equipo de fútbol, al prin ­
cipio se quedó m irándom e, como todos los demás, como si yo
mismo o mi pregunta acabáramos de caer de otro planeta. Me dio
P h il ía

m iedo cruzar nuestras miradas; estaba seguro de que nadie iba a


decir palabra, de hecho tenía esa esperanza, y estaba tam bién segu­
ro de que mi experim ento de diálogo socrático term inaría p o r
quedar rápidam ente en agua de borrajas. Al cabo de u n rato, Roy
tom ó la palabra.
—Yo todos los días me hago la misma pregunta — dijo—. ¿Por
qué me levanto todas las m añanas antes que los gallos para llegar a
esta patética réplica de instituto y hacer como que me siento a apren­
der cosas que ni me van ni me vienen? ¿De qué m e va a servir todo
esto? U na vez, le dije a mi m adre que no pensaba venir más. Me dio
una bofetada y me dijo: «Tú vas al instituto porque vas a llegar a ser
alguien en la vida. Tú vas a ser médico, o dentista, y harás que tu co­
m unidad esté orgullosa de ti, les demostrarás que no hay nada im­
posible cuando uno se lo propone. Vas a dem ostrar al m undo ente­
ro que lo que más debería im portar no es el color de tu piel, sino
cómo sea tu carácter». Así es como entiende ella que voy a vivir mi
vida. Así entiende que es su vida. Así in terp reta que vale la pen a
que cada cual viva su vida.
Todos nos quedam os atónitos m irando a Roy. N unca habíamos
oído al estudiante, p or lo general taciturno, decir más de dos frases
seguidas. U no de sus mejores amigos, Raymond, estaba a punto de
echarse a reír, convencido de que Roy nos había querido gastar
u n a broma. Pero en cuanto vio lo serio que estaba Roy, se lo pensó
dos veces, y dijo en cambio:
—Tío, eso es algo que yo tam bién he oído decir.
Evan, que vivía relativam ente cerca de donde vivía yo, m iró a
Roy y luego a Raymond, y dijo:
—Pues yo pensaba que era el único al que sus padres le decían
esa clase de cosas. Mi m adre y mi padre hacen dobles turnos para
que los cinco herm anos y herm anas que somos podam os ir algún
día a la universidad. Mi padre no vuelve del trabajo a casa hasta
después del amanecer. Y resulta que hoy, como casi todos los días,
me he quejado a voz en cuello, largo y tendido, p o r tener que venir
a este sitio olvidado de la m ano de Dios. Y la verdad es que cuan­
do llego norm alm ente estoy a gusto. Los profesores son estupen­
dos, aunque las aulas y los libros de texto sean u n asco. N unca he
oído a los profesores quejarse de nada, tal com o mis padres tam ­
poco se quejan de las m uchas horas que trabajan y de lo mal que
Só crates enam orado

les pagan. A ctúan com o si fuera un privilegio estar aquí, y me tra­


tan com o si fu e ra u n privilegio te n e r la ocasión de m eterm e en
la cabeza u n poco de sensatez, es decir, com o si eso h iciera que
valga la p en a vivir la vida que ellos viven. Mi profesor de astrono­
m ía se ha tom ado incluso la m olestia de convertir el aula en u n
m iniplanetario. C uando apaga las luces se m e olvida en dó n d e
estoy. Tengo la sensación de que podría alargar la m ano y casi tocar
las estrellas.
Entonces dijo:
—Voy a ser astrónomo. Eso sí hará que valga la pena mi vida. De­
m ostraré a mi profesor y a mis padres que van a ver recom pensado
lo m ucho que se han esforzado p o r mí.
Raymond, de cuyos labios nunca había oído yo u n a sola palabra
en serio, dijo entonces lo siguiente:
—Bueno, para que la vida realm ente valga la pena, tienes que
estar orgulloso de lo que estés haciendo, aun cuando todos los que te
rodean no estén orgullosos de ti, y aun cuando quienes deberían
estar de tu parte no lo estén. Si puedes afrontar sus serm ones y se­
guir estando orgulloso de ti mismo, si sabes que lo que estás hacien­
do es bueno y útil, aunque ellos no lo entiendan, entonces sabes
que tu vida vale la pena.
Me quedé patidifuso. No sabía yo que Raymond fuera capaz de
tales pensamientos.
Mientras los otros continuaban su intercam bio de pareceres, yo
no dije una palabra más. Les dejé comunicarse pensam ientos que
probablem ente ninguno im aginó que podría com partir con los
demás en la cafetería del instituto a prim era hora del día. A partir
de entonces, de vez en cuando nos sentábamos a considerar todos
ju n to s alguna otra cuestión. Así nos quitábamos las telarañas m atu­
tinas de la cabeza y, m ejor aún, así estábamos más unidos.
Yo no encontré mi vocación hasta que tuve treinta y tantos años,
cuando, en u n m om ento de pasajera oscuridad, se m e ocurrió de
p ro n to que la había tenido delante de mis narices a lo largo de
varias décadas, y el único problem a era que yo no era capaz de mi­
rarla de frente. Lo que en realidad quería hacer era lo que hice du­
rante aquel am anecer de un día aparentem ente poco propicio,
estando aún en el instituto: m editar sobre diversas cuestiones filo­
sóficas en com pañía de personas de toda clase y condición, p o r el
P h il ía

m undo entero. Todo había comenzado el día en que tom é el viejo


libro de texto que había sido de mi m adre, el día en que me hice
b u en amigo de Sócrates, y de ahí pasé a descubrir cómo el hecho
de form ular una pregunta de todo corazón puede funcionar como
la magia y expandir el propio horizonte; m ejor aún, puede servir­
nos para forjar amistades duraderas.

Eros y p h il ía

Benjam in Jowett, estudioso de la A ntigüedad clásica y prim er


gran traductor de los diálogos de Platón, afirma que el Banquete y
su com pañero inseparable, el Fedro, «contienen toda la filosofía
[...] sobre la naturaleza del amor» tal como la esboza el Sócrates de
Platón. Sin em bargo, un diálogo históricam ente bastante fiel a los
hechos, el titulado Lysis, es el más revelador en todo lo que atañe
al amor; y no sólo a la philía, que es de m anera ostensible el tem a
del que se ocupa, sino tam bién al eros. Este diálogo hace justicia de
m anera muy particular a la bellísima com plejidad del am or en la
amistad.

G ustos y a n t ip a t ía s

En u no de los m om entos cruciales desde el punto de vista del


tema de Lysis, Sócrates y el resto de los participantes en el diálogo
exam inan cómo es posible que aquello que une a dos o más perso­
nas p ueda ser precisam ente el hecho de que sean distintas, de
m odo que tienen «gustos y rechazos» diferentes. Su opinión es que
los «rechazos mutuos» p u ed en fortalecer una amistad, m ientras
que los gustos e intereses similares pueden atenuarla y pueden in­
cluso repeler a dos personas si ambas tienen la im presión de que
no ap renderán nada nuevo la u n a de la otra, teniendo en cuenta
que ambas com parten los mismos intereses. A la inversa, encon­
trarse con alguien que cultiva pasiones ajenas a las propias puede a
veces generar un gran interés y u n a gran emoción.
Alguien que tiene intereses similares a los de uno, que posee
además un conocim iento de la m ateria del que u no carece, o que
Sócrates enam orado

tiene acceso a determ inadas vías para adquirir u n conocim iento


que a uno le resulta nuevo por completo, puede estropear la philía.
A b u en seguro, algunos tipos de similitud pued en conducir a la
consolidación de relaciones en las que haya pocas sorpresas, por lo
cual no aportan nada a la philía; m ientras que otras —una curiosi­
dad com partida en áreas epistemológicas, u n interés apasionado y
com partido en la esfera de la política o de la espiritualidad o de
ciertas aficiones— pueden contribuir a la m utua expansión de los
horizontes de los participantes en la relación, y cim entar de ese
m odo los lazos de la amistad.

Lysis tam bién revela que el propio diálogo en sí puede fom entar
la philía. Es evidente que el lazo que existe entre Sócrates y sus com­
pañeros de disquisiciones filosóficas se estrecha progresivam ente
en el transcurso de su investigación. A un cuando em erjan de su
discurso sobre «el am or de la amistad» en un estado de aporía o in-
certidum bre ■ —al final se encuentran con más interrogantes que al
principio— , cada u n o de ellos valora el viaje que ha em prendido
ju n to con todos los demás, la pluralidad de las perspectivas p ro­
puestas, la valía del diálogo en sí mismo y las aportaciones de todos
los participantes, al tiem po que todos aspiran a profundizar aún
más en la cuestión, a ser posible ju n to con el resto. Entretanto, han
desarrollado u n respeto mayor los unos p o r los otros.

R e u n ió n

—Para que se dé el am or de la amistad, o la philía, como lo lla­


m ab an los griegos, prim ero tiene que h a b er u n «aprecio de la
amistad» —me dice Chinh— . Con eso me refiero a que h a de exis­
tir u n a base suficiente para que dos personas se tom en aprecio, de
m anera que sea posible construir esa amistad. Si no existe esa base,
¿cómo van a apreciarse la una a la otra?
Me encuentro en la reunión del 25.° aniversario de mi prom o­
ción universitaria, y estamos en u n bar en el que, cuando era estu­
diante en el College de William and Mary, a veces discurseaba
sobre filosofía política, tom ando unas copas en com pañía de ami­
gos y desconocidos po r igual hasta el amanecer. En la mesa, frente
P h il ía

a mí, se encuentra la persona que yo esperaba que acudiera a la


reunión, aun cuando no sea antiguo alumno.
Conocí a Chinh, cuyo aire juvenil oculta que es cinco años mayor
que yo, cuando estaba en segundo curso y me presté voluntario para
enseñar inglés a alguno de los cada vez más numerosos inmigrantes
que vivían en la zona. Chinh había huido de los campos de la m uer­
te en Camboya a mediados de los años setenta, cuando el régim en
marxista de Pol Pot llevó a cabo una «purga» inmisericorde, supues­
tam ente para librar al país de todo rastro de influencia capitalista y
occidental. La cam paña trajo consigo la m uerte, p or ejecución su­
m aria o por ham bre, de más de un millón y m edio de camboyanos,
entre ellos los padres de Chinh, su herm ano y su herm ana. Tras su
desgarradora huida, Chinh pudo llegar de un campo de refugiados
en Tailandia a Estados Unidos. En Williamsburg trabajó de cocine­
ro en un restaurante. Cuando nos encontramos para dar nuestra pri­
m era clase de inglés, me di cuenta de que ya lo había visto antes: acu­
día a una clase de filosofía a la que yo también iba. Creía que era u n
estudiante, aunque la verdad es que no entendía bien p o r qué no to­
m aba apuntes furiosamente, como hacíamos todos los demás, ni
tampoco por qué se m archaba siempre de clase pocos minutos antes
de que terminase oficialmente. (Luego supe que lo hacía para llegar
a tiempo a su trabajo). Parece que tan sólo quería escuchar y apren­
der. Y descubrí en su m om ento que entendía inglés bastante bien,
aunque a m í la asociación no lucrativa que nos emparejó como p ro ­
fesor y alumno me había dicho que a duras penas sabía manejarse.
—N unca pensé que mi profesor pudiera ser u n varón —recuer­
da Chinh— . Siempre supuse que iba a ser u n a mujer. Y no quise di­
sim ular mi decepción cuando nos conocimos. A pesar de todo,
hubo quím ica entre nosotros desde el prim er m om ento, en parte
p or nuestra pasión com partida p o r la filosofía. Buena base para el
«aprecio de la amistad».
C hinh era u n autodidacta voraz. No sé si dorm ía alguna vez.
Trabajaba las siete noches de la semana, y, cuando no asistía a las
clases o pasaba conmigo las horas del día, se dedicaba a leer. Cuan­
do m e enteré de que vivía en u n tráiler abandonado en medio del
bosque, para así ah o rrar hasta el últim o centavo, le encontré u n
refugio un poco más agradable, y sobre todo más seguro, a un p re ­
cio irrisorio.
S ócrates enam orado

—Me enseñaste m ucho de la filosofía occidental, y yo te intro­


duje en el m undo de la filosofía oriental —dice entonces— . Resulta
que mi filósofo oriental preferido, Mozi, un chino, fue contem porá­
neo de Sócrates. Mozi acuñó el térm ino ai, o am or universal. Creía
que sólo si cada uno de nosotros se siente realm ente concernido
p o r el bienestar de todos los seres hum anos, sólo así p o d rá haber
am or genuino en el m undo. Dijo que deberíam os m ostrar benevo­
lencia con todos, am ar a las personas como si cada una fuese nuestro
m ejor amigo. A su entender, ése era el único cam ino posible hacia
una mayor ren, o hum anidad, que viene a ser el equivalente del tér­
m ino griego areté.
—¿Tiene el am or universal algo que ver con el «aprecio perso­
nal»? —pregunto— . Si yo no te conociera, ¿cómo iba a llegar a
apreciarte y m ucho m enos a quererte? ¿Debería yo am ar al desco­
nocido con el que me cruzo p o r la calle antes de saber cuál es su
postura política, o cómo trata a su familia o a sus animales de com­
pañía? ¿Es posible que m e im porte el bienestar de o tra persona sin
antes saber alguna particularidad sobre ella?
C hinh tam bién se para a pensarlo.
—Desde que llegué a Estados U nidos h an sido dem asiadas las
veces en que algún perfecto desconocido que se h a cruzado con­
migo p o r la calle m e h a m irado con u n odio intenso, y eso que no
sabía nada de mí; algunas veces han hecho incluso com entarios
insultantes de m odo que yo los oyera, y todo po rq u e soy asiático.
Me entristece que hayan caído porque sí en u n racismo tan sin
sentido. Ojalá pudiera pararlos p o r la calle, hablar con ellos, h a­
cerles ver las cosas... p o r puro deseo de trabar u n «aprecio de la
amistad» con ellos. Pero sé que en el fondo sólo serviría para em ­
p eo rar las cosas.
»Lo que sí intento hacer, exactam ente igual que tú, es conceder
a todo el m undo el beneficio de la duda, y doy po r hecho, al menos
hasta que sepa con seguridad que no es así, que todo el m undo es
u na persona decente. Incluso de aquellos que hacen algún com en­
tario racista, m ientras no sean físicam ente violentos, trato de p en ­
sar que sólo son personas que se han torcido, y que con la educa­
ción adecuada podrían enderezar sus pasos.
»Sin em bargo, cuando realm ente sé que no es así, cuando al­
guien es verdaderam ente malo, e incluso malvado... que el cielo le
P h i l Ia

ayude. Detesto a los que son como Pol Pot y sus esbirros tanto
como los he detestado siempre. ¿Cómo iba yo a apreciar, y m enos a
am ar a personas como ésas? Con todas y cada u n a de las fibras de
mi ser, y sólo por el bienestar de la sociedad, querría «eliminar el
ser» de quienes han sido y son responsables del genocidio. Cuando
están en el poder, imposibilitan que alcancemos u n m undo donde
haya am or de verdad. Ojalá existiera u n a form a de erradicar para
siem pre el sadismo de tales personas sin tener que rebajarse a su
nivel, sin ten er que com eter u n acto de violencia contra de ellas.
A continuación dice Chinh:
—Sin embargo, en lo más profundo creo que mi deber es in ten ­
tar tratar a los sádicos como a m í me gustaría ser tratado. Un sádi­
co tal vez trate sádicam ente a los demás porque a lo m ejor es así
como piensa, con su m entalidad enfermiza, que le gustaría que le
tratasen a él. En cambio, según mis ideales, si estoy alguna vez en
posición de hacerlo, trataría de darle m uestras de amabilidad. Si
actúo de un m odo que refleje cómo actuaría él en mi caso, es decir,
si me produce placer causarle daño o m atarle, lo único que consi­
go es contribuir a que éste sea un m undo de sociópatas. Por eso,
aunque sin duda me gustaría verlo castigado, aunque quisiera
verlo pasar el resto de su vida encerrado tras barrotes, p o r su p ro ­
pio bienestar y el de la sociedad, no querría ir más allá de eso m ien­
tras sea hum anam ente posible.
Entonces me dice Chinh:

—Aveces sueño que Pol Pot sigue vivo, que está encerrado y que
voy a visitarle con regularidad. Trato de averiguar cuáles son las
cosas que le gustan. Q uiero decir que... cuando llegó al m undo era
un bebé desvalido, igual que todos los demás, pero que de algún
m odo inexplicable llegó a convertirse en un sádico brutal. Me gus­
taría saber por qué, me gustaría entender cómo es posible una cosa
así. A veces, en mis sueños, term ino p o r hacerm e amigo de él en
cierto m odo, a m edida que m e entero de su vida y él de la mía.
Cuando despierto, lo odio tanto como siem pre p o r lo que les hizo
a mi familia y a otras tantas.
»No obstante, mi ideal, en mi vida diurna, es tratar de interesar­
me p o r el bienestar incluso del mayor de los cabrones que haya en
la tierra, y ello es así p o r un sincero deseo de crear u n m undo de
«aprecio de amistad», de m anera que tal vez un día se den las con-
S ócrates enam orado

diciones necesarias para que podam os prosperar en el cam ino de


la ren.
Pasamos un buen rato en silencio, abstraídos cada cual con su
copa.
—Gonfucio dijo que uno no debería «tener amigos que no sean
tan buenos como él» —digo al fin, y a Chinh le agrada que recuer­
de algo que él me dijo sobre el filósofo social chino del siglo vi a.C.,
cuyo singular pensam iento moral, tal como lo expresa en sus muy
voluminosas Analectas, sigue siendo muy influyente a día de hoy—.
Tam bién dijo que hay tres clases de amistad que son beneficiosas:
la amistad con la gente honrada, la amistad con los sinceros y, la
amistad con los bien informados.
—Estoy de acuerdo en que esas condiciones son necesarias,
pero no son suficientes —dice Chinh— . Los criterios de Confucio
dejan al m argen la cordialidad y el afecto propios del «aprecio de
la amistad», que forzosam ente tienen que estar presentes para que
suija el am or de la amistad concreta, y tam bién en el am or general
y universal entre las personas.
—Y eso significa que hay que interesarse por los demás —digo— .
Es posible que los demás estén «informados» acerca de ciertas cosas
de las que yo no tengo ni idea, y viceversa, pero a partir de nuestra
amistad nos tomamos un claro interés por cosas que de lo contrario
nunca nos hubieran llamado la atención, y a veces ése llega a ser
también uno de nuestros intereses más apasionados. Y lo que tene­
mos p or encim a de todo es el afecto del uno por el otro, a pesar de,
y gracias a, nuestra diversidad de intereses, y tal vez, quién sabe, tam­
bién debido a nuestras distintas m aneras de entender la rectitud, la
sinceridad y la información apropiada. Hay una cosa más: mis ami­
gos ven en m í cualidades y potencialidades que yo no veo. Ya m í me
pasa igual con ellos.
—Tú viste en m í algo que yo no había visto —dice C hinh— . Yo
pensé que me dabas demasiada credibilidad, y que eso iba en detri­
m ento tuyo, m ientras que a m í me favorecía. Al principio, sin em ­
bargo, estaba muy molesto contigo, porque enseguida me sentí in­
satisfecho con los objetivos que me había propuesto alcanzar. Tú
m e decías constantem ente que mi destino era ser u n estudioso. Yo
pensé que sólo decías insensateces, pero sobre todo porque me
daba m iedo estar de acuerdo contigo, aceptar el reto. Sólo era
P h il ía

capaz de im aginarm e siendo cocinero en un restaurante, nada


más. Empecé a desear que no te hubieras tom ado tanto interés p or
mí. Si te dejaba convencerm e de lo que decías, tendría que m atri­
cularm e para ir a clase, hacer trabajos, presentarm e a exámenes.
Pero term iné por ceder a la idea que tú tenías de mí.
»Mira cómo somos —dice tras m editar unos m om entos—: dos
personas de dos lugares opuestos del m undo, uno nacido en u n a
familia de clase media, en Virginia, otro con u n a educación sin cla­
ses sociales, en Camboya, y ambos íntim os amigos. Hasta el presi­
dente Mao Zedong, gran hipócrita y sádico como fue, dio de lleno
en el clavo cuando dijo que «las diferencias entre dos amigos sólo
pueden reforzar necesariam ente su amistad». Creo que Mozi y Só­
crates estarían orgullosos. Yo te he ayudado a encontrar la ren, y tú
a m í me has ayudado a encontrar la arete.

E x h o r t a c ió n a s e r v ir

Jenofonte relata que el Sócrates histórico dijo que el mayor de


los deseos que uno tenga debería ser

tener buenos amigos [...] cuidarlos al máximo, de modo que uno con­
temple sus buenas acciones con la misma alegría que si fueran pro­
pias, y se regocije ante su buena suerte tanto como si fuera la nuestra
propia: que nunca se canse uno cuando esté al servicio de sus amigos.

Ser amigo es atender un llamamiento para una clase especial de


servicio. Cuando uno se pone al servicio de un amigo, es a sí mismo
a quien sirve, al com partir p o r entero las alegrías y las tristezas aje­
nas, los éxitos y los fracasos del otro, apoyándose el u no al otro en
los buenos y en los malos tiempos.

P uente de amor

Conocía a Sara desde que yo tenía quince años, cuando se incor­


poró al grupo de amigos con el que yo llevaba tiempo jugando a los
bolos. Pasó a form ar parte del mismo equipo que yo. Era u n a de
Só crates enam orado

las contadas chicas que participaban en nuestra liga. Tanto los demás
chicos de mi equipo como yo esperábamos poca cosa de ella... hasta
que actuó en la prim era partida. Sara m e recordaba a mi m adre
en m uchos sentidos: aunque trem endam ente tímida, en sus ojos
lucía una viveza que acechaba bajo la superficie, y era sum am ente
competitiva.
M ientras charlábam os entre partida y partida, resultó que Sara
com partía mi pasión p o r otro deporte, el fútbol, y p o r mi h éro e
en ese deporte, el brasileño Pelé, y entonces, casi sin darnos cuen­
ta, nos embarcamos en lo que iba a ser u n a honda y duradera amis­
tad. En u n a ciudad en la que todos los habitantes adoraban el fútbol
am ericano, Sara era la única persona con la que po d ía com partir
u n a apasionada charla, sin lím ite, sobre el fútbol a secas; la única
capaz de escucharm e con interés y de hablarm e después con idén­
tica pasión. Comenzamos a quedar para ju g a r al fútbol. M ientras
hacíam os regates con el balón, fui sabiendo más cosas acerca de
ella. Su padre, con quien estaba muy unida, había m uerto de leu­
cem ia cuando ella tenía nueve años. Como era hija única, vivía
con su m adre y su padrastro. H abía adquirido u n ligero tartam u­
deo cuando su m adre se volvió a casar, y no lo había superado del
todo. Me dijo que de m ayor pensaba ser m édico o enferm era, y
que le gustaría trabajar con enferm os de cáncer. U na vez, Sara me
llam ó p ara decirm e que el sábado no p o d ría venir a ju g a r a los
bolos, porque iba a tom ar parte en u n a m archa p o r los enferm os
de leucem ia, para recaudar fondos que se destinarían a la inves­
tigación médica. Me ofrecí a ir con ella. Hasta que pasó bastante
tiem po no m e di cuenta de lo m ucho que significó p ara ella que
yo la acom pañase en aquella m archa.
A pesar de ser muy jóvenes, ella se tom aba la amistad más en
serio que ninguna otra persona a la que yo conociera. Cuando uno
llegaba a ser su amigo, lo demás ya no era necesario ni decirlo. Su­
pongo que no debería haberm e sorprendido el que, incluso des­
pués que mi familia se m udase a otra ciudad, Sara y yo aún siguié­
ram os en contacto estrecho. A unque yo a m enudo dejaba que
pasaran meses sin responder a sus cartas, ella me escribía al menos
u n a vez p o r semana, siem pre puntual como un reloj, y siguió ha­
ciéndolo año tras año, con u n a fidelidad que a m í tendría que ha­
berm e dado vergüenza.
P h il ía

C uando term iné mis estudios universitarios, me fui a vivir a


M aine, para ser profesor de literatura en un colegio en el que sólo
había seis aulas, y para com enzar una carrera de escritor que espe­
raba que fuera brillante. No m ucho después, Sara se fue a vivir a
u n estado cercano, donde com enzó sus estudios de enferm ería.
Poco después nos vimos po r prim era vez en bastantes años, y reto ­
mam os la am istad donde la habíam os dejado. D urante uno de
nuestros encuentros, sin previo aviso, se le ocurrió que nos contá­
ram os lo peor que hubiéram os hecho en la vida, y lo p eo r que nos
hubieran hecho. Cuando ella cum plió con su parte no pude con­
te n er las lágrimas. Nadie, y m ucho m enos u n a persona tan espe­
cial como ella, se m erece ser víctima de abusos. N uestra amistad se
hizo más estrecha desde ese día. Nos contábam os nuestros más ín ­
timos secretos, nos queríam os aún más. Desde entonces y en lo su­
cesivo, siem pre que un o de los dos estaba pasando u n mal m o ­
m ento, aunque fuera de noche, nos llam ábam os el u n o al otro y
conversábamos durante horas. Así todo se resolvía. Cuando me fui
a vivir al suroeste de Virginia, y después al delta del Misisipi, segui­
mos haciendo el esfuerzo de vernos al m enos u n a vez al año, re ­
sueltos los dos a no dejar que pasara nunca m ucho tiempo sin reto­
m ar el contacto.
La últim a vez que nos vimos la encontré más feliz que nunca.
H abía tenido que dejar sus estudios debido a determ inadas cir­
cunstancias de su vida personal, pero después había vuelto a la es­
cuela tras un largo paréntesis, y ahora estaba en puertas de licen­
ciarse. P ronto podría ver culm inado su sueño de ser enferm era
titulada y trabcyar en el departam ento de oncología en u n hospital.
Además de eso, estaba viviendo u n a historia de am or que iba en
serio, según ella misma me contó. «Tengo la sensación de que p o r
fin he puesto orden en mi vida, de que p o r fin soy du eñ a de mí»,
dijo.
U na sem ana después recibí u n a llam ada de u n amigo común.
La noche anterior, Sara se había suicidado.
Más de u n c en te n a r de personas asistieron a su funeral. Yo
creí que sólo tenía u n puñado de amigos íntim os. Y todos los p re ­
sentes en la cerem onia dijeron que h ab ían ten id o u n a estrecha
relación con ella, que les había im portado, que la hab ían am ado
com o ella los am aba. Sin em bargo, prácticam en te n in g u n o de
S ócrates enam orado

nosotros conocía a los dem ás. D escubrim os que h ab ía tenido


u n a am plia re d de am istades, y que había p referid o guardarse
todas y cada u n a para sí, sin com partirlas con nadie más. Sólo u n
p a r de personas h abían oído h ablar de mí. U na m u jer m e dijo
que Sara le había hablado de m í con frecuencia, y que le h ab ía
dicho que no habría sido capaz de resistir tanto tiem po de no h a­
b e r sido p o r mí.
Como todas las demás personas que estuvieron allí presentes, yo
había cam biado de m anera sustancial e inconm ensurable, para
bien, gracias a la amistad de Sara. Su funeral fue u n a celebración
de su vida. Cuando me tocó el turno de hacer mi aportación, seña­
lé que u n o de sus libros preferidos era El puente de San Luis Rey, del
novelista y dram aturgo T hornton Wilder, galardonado con el Pre­
mio Pulitzer. D urante aquella m archa, tanto tiempo atrás, em pren­
dida p ara recaudar dinero para la lucha contra la leucem ia, la ca­
m inata en la que se fundam entó nuestra amistad, Sara m e confió
que siempre que se entristecía porque ya no era capaz de represen­
tarse m entalm ente la im agen de su padre, o no al m enos con la vi­
veza que a ella le habría gustado, se im aginaba todo el cariño,
todos los cuidados, toda la atención que su padre le había dado
cuando ella era niña, y que así rápidam ente se sentía mejor. Y les
conté a los que estaban reunidos que me había recitado de m em o­
ria este pasaje del libro de Wilder:

Pronto todos hemos de morir, y el recuerdo de todos los que


amamos abandonará la tierra, y nosotros mismos seremos amados
por un tiempo y después olvidados. Pero ese amor habrá sido sufi­
ciente; todos esos impulsos de amor retornan al amor que los hizo
posibles. Ni siquiera la memoria es necesaria para el amor. Hay una
tierra de los vivos y hay una tierra de los muertos, y el puente entre
ambas es el amor, que es lo único que sobrevive, lo único que tiene
sentido.

La m uerte de Sara hizo saltar m uchas barreras autoim puestas.


Me deshice en el acto de las hipnóticas excusas que me había ido
inventando y dando para no vivir precisam ente el tipo de vida al
m argen de los caminos trillados que había soñado. U na vez, hace
m ucho tiem po, com partí con ella el más preciado de mis sueños,
P h il ía

llegar a ser un filósofo según el m olde de Sócrates, y ella fue la pri­


m era en decirm e sin vacilar que debería hacerlo, que no tenía
duda de que eso era lo que este m undo necesitaba de mí. Quise
m ostrarle a Sara que la fe que ella había puesto en m í tenía u n só­
lido fundam ento.
Todavía me pregunto si no podría haber estado más a su lado, si
no podría haberle ayudado algo más, si de veras le di toda la amis­
tad y todo el am or que pude darle. Por encim a de todo, me siento
dichoso p o r haber sido su amigo. Los impulsos del am or de Sara
continúan creciendo en todos aquellos a los que tocó.

H a c e r s e a m ig o s

En Lysis, considerado uno de los diálogos de Platón histórica­


m ente más fieles a la verdad de los hechos, Sócrates sostiene que la
philía entraña en el fondo de su propia esencia el acto de «hacerse
amigos». Nos tomamos tal interés, desarrollamos tal grado de inti­
midad, y vemos tal valor y tal potencial en aquellos que form an parte
de nuestras relaciones interpersonales, de nuestra com unidad, de
nuestra esfera de intereses, que nos vemos impulsados a hacer una
gran inversión de tiem po, de energía y de corazón en su desarro­
llo. Hacemos todo lo que podem os con tal de que tengan u n a
oportunidad óptim a para hacer realidad sus aspiraciones, tal como
a ellos les mueve ese mismo deseo en favor de nuestras apetencias,
en una búsqueda com ún de «lo bueno y lo bello». Los griegos es­
taban firm em ente convencidos de que habían dado con la organi­
zación social perfecta para que así fuese: la polis. Al contrario de la
mayoría de las versiones sobre la razón fundacional p o r la cual los
seres hum anos form an colectividades —por ejem plo, para crear
u n a ciudad físicam ente segura— , los griegos consideraban que
ésta era u n a de las razones últimas, no la prim era. El propósito pri­
m ordial de la organización social consistía en hacer posible que
cada individuo tuviera una mayor seguridad en sí mismo, y que as­
pirase a hallar su máximo potencial, lo cual exigía el am or com ún
y compasivo de la philía.
S ócrates enam orado

Amar e l a p r e n d iz a je

En el Feclón de Platón, Sócrates dice que sólo aquellos mortales que


dedican su tiempo a ser «amantes del saber» serán invitados a «su­
marse a la compañía de los dioses» cuando m ueran. Sin embargo, los
griegos no eran amantes del saber sólo porque sí, sin más. Al contra­
rio, la intención de su saber era aprender a cumplir mejor los m anda­
tos que les encom endaban los dioses. Creían que hacer acopio de se­
mejantes conocimientos no era una empresa individual, sino un
em peño que sólo podría dar fruto si se reunían en comunidades de
investigación, con un m étodo y un ambiente ético compartidos, por
no hablar también de los objetivos compartidos.
Para Sócrates, eran precisam ente esas verdades que u no tenía
en más estima las que habría que escrutar y exam inar a fondo con
cierta regularidad en el m ercado de las ideas. H abía que em plear
la duda como m edio para descubrir más a fondo si u no defendía
apasionadam ente verdades que de veras valía la pen a defender, y
esto es algo que se hace m ejor si se com parten las disquisiciones
con los amigos. Según Jenofonte Sócrates dijo que em p ren d er
tales investigaciones con u n a com unidad investigadora, que com­
parta la philía, es algo que crea «el terreno más glorioso y el más fér­
til, en el que con toda certeza cosecharemos los m ejores frutos, los
más bellos».

M entes in q u is it iv a s

—Tendríam os que aspirar a saberlo... ¡todo! Todos los días de­


beríam os aspirar a la sabiduría, hablar de la sabiduría, vivir la sabi­
duría —dice Chitra. Esta estudiante de biofísica, de modales senci­
llos y com edidos, pero de gran ánim o, sigue hablando de este
m odo— : El prim erísim o verso o sura del Corán nos exhorta justa­
m ente así: «Iqra’a!». Es decir, «¡Leed!». Nos invita a buscar la sabi­
duría en los más leíanos rincones del universo, «en el nom bre de
Alá».
Estoy reunido con unas dos docenas de estudiantes en u n café
art déco de Toronto, Ontario, centro cultural y financiero de Cana­
dá, u n a ciudad con u n a población de más de cuatro m illones de
P h il ía

habitantes. La mayoría de los estudiantes son iraníes, aunque hay


algunos de Arabia Saudí, de Libia y del Líbano. Hoy viven en Cana­
dá más de 600.000 musulmanes, la m itad de ellos m enores de vein­
ticuatro años. Toronto es el lugar de residencia de más del 40 por
ciento de la población no europea del país. Al saber que iba a estar
en Toronto para u n a presentación de un libro, Chitra me escribió
y me preguntó si me interesaría sostener un diálogo con ella y con
u n grupo de com pañeros de estudios.
Los estudiantes me recuerdan a los que aparecen en el libro de
Azar Nafisi, Leer Lolita en Teherán. Profesora hoy en la Universidad
Johns Hopkins, Nafisi perdió su plaza en la Universidad de Tehe­
rán p o r negarse a llevar el velo. Es fácil im aginar el castigo al que
tendría que haber hecho frente si sus superiores hubieran llegado
a saber que clandestinam ente se reu n ía de form a regular con un
grupo de estudiantes para leer novelas prohibidas, de m odo que
en tre todos pudieran descubrir «cómo p u ed en ayudarnos esas
grandes obras de la im aginación en la actual situación en que esta­
mos atrapados». Nafisi y sus estudiantes no estaban a la busca de
«un plan de acción», sino más bien de «un vínculo entre los espa­
cios abiertos que proporcionan las novelas y los espacios cerrados
en los que estábamos confinados». Al igual que Sheherezade en
Las mil y una noches, forjaron y am pliaron su universo «no por
m edio de la fuerza física», ni tam poco m ediante la intim idación
verbal, sino «por m edio de la im aginación y la reflexión», y tam ­
bién de «la fragilidad y la valentía» nacidas ambas del am or com­
partido.
Los estudiantes con los que me he reunido tienen ganas de ex­
plorar esta cuestión: «¿Qué es lo que deberíam os aspirar a saber?».
—¿Por qué os exhorta Dios a conocerlo todo? —pregunto.
—Al hacerlo, se aprende a conocer m ejor cómo llevar a cabo de
la m ejor m anera su m andam iento y cómo crear la umma, que es
u n a com unidad m undial justa, arm oniosa y compasiva. Uno de los
m andam ientos capitales del Corán, para nosotros los musulmanes,
consiste en ir lo más lejos posible en nuestra búsqueda, por ser ésa
la vía principal de llegar hasta el fondo de las revelaciones que con­
tienen las sur as. M ahoma, el Profeta, tam bién nos dice que la
m ejor m anera de fertilizar el saber, y de llegar a saber cuál es el
papel que cada uno tiene que desem peñar para hacer que nuestro
Sócrates enam orado

universo esté más lleno de amor, consiste en indagarlo con perso­


nas distintas de nosotros.
Saeed, que tiene una licenciatura en ciencias políticas y otra en
ética aplicada, tom a entonces la palabra:
—Como toda la sabiduría proviene de Dios, Dios desea que no­
sotros acum ulem os todo el saber que sea posible, tom ándolo de
todos y de todo lo que podam os. De este m odo aspiramos a saber
cómo llevar a cabo de la mejor de las maneras su visión de hacer rea­
lidad la umma.
—¿Y toda la sabiduría —inquiero— nos hace avanzar hacia ese
objetivo?
—Toda la sabiduría verdadera, sí. Toda la sabiduría que se ad­
quiera y que, al aplicarse, cree discordancias, es falsa sabiduría. Es
algo que nos aleja de la umma, y que p o r tanto nos distancia de
Dios. La búsqueda de la sabiduría por el camino del Profeta impli­
ca u n constante escrutinio y u n a valoración constante. La recom ­
pensa consiste en el equilibrado estado de ánim o que es necesario
para cultivarla umma. Los extremistas afirman que su objetivo único
es la umma, pero u n extrem ista se encuentra p o r definición dese­
quilibrado respecto al «Camino del Medio» que preconiza el Islam,
de m odo que su «sabiduría», si así puede llamarse, será superficial,
siempre exagerada y rígida al mismo tiempo. Y por eso nunca podrá
traer, porque no sabe cómo, la arm onía de la umma.
—Las sociedades islámicas tendían a ser laboratorios de sabidu­
ría aplicada, en los cuales se acum ulaba todo tipo de conocim ien­
tos, con tal que condujeran hacia u n a experim entación más fruc­
tífera con vistas a hacer realidad la aspiración de la umma — dice
Fereshteh, estudiante especializado en literatura de mujeres, si
bien tiene entre sus planes el estudio del derecho— . Las com uni­
dades m usulm anas estaban pensadas para ser «com unidades de
búsqueda», la avanzadilla de cualquier intento de p robar formas
nuevas y creativas de vivir en arm onía y compasión. Nuestros estu­
diosos eran supuestamente la vanguardia de todo ello, al actuar como
guías de los m usulmanes de a pie en este recorrido. Hay u n a fam o­
sa sura del Corán que hace hincapié en que la tinta de los estudio­
sos es más valiosa que la sangre de los mártires. Las bombas, y los
misiles, y cualquier otro instrum ento de violencia indiscrim inada,
de odio, nunca pavim entarán el cam ino hacia la umma. Sólo la sa­
P h il ía

biduría visionaria aplicada de u n a m anera compasiva sirve para


adelantar p o r ese camino.
—El Profeta nos dice que tratem os de ser tan sensibles a los su­
frim ientos que hay en el m undo, que, cuando alguien sufra, no
sólo compadezcamos su dolor, sino que nos duela a nosotros tam ­
bién —dice Layly, que es com pañera de piso de Chitra y estudian­
te de filosofía y religiones— . Esa clase de conocim iento hum ano
se adquiere si se entra en contacto íntim o con los más pobres, los
que más ham bre pasan, los que menos atenciones tienen, de m odo
que u no se sienta im pulsado a hacer cuanto pued a p o r aliviar sus
dolores.
—El dogm a central de la umma es «un único cuerpo»: si u n o
sufre, todos sufren —sigue diciendo Layly—. Los extremistas m u ­
sulmanes, y los fanáticos de cualquier fe, han levantado u n m uro
im penetrable entre ellos mismos y los sufrim ientos del m undo.
Viven en un vacío intelectual, m oral y de sentim ientos, y se trata
además de un vacío irracional. El C orán am onesta con dureza a
quienes «no usan la razón» com o fuente para la obtención de la
sabiduría. Sin em bargo, más que em plear la razón, son personas
que idean las razones sobre la m archa con tal de justificar lo injus­
tificable.
—N uestro libro sagrado exhorta a em p ren d er lo que en árabe
se llama la ityihad, o «autoyihad», que en realidad significa «razona­
m iento independiente» —dice Chitra ahora— . Hay que em pren­
der una guerra contra uno mismo, en la búsqueda de cómo superar
la ignorancia y la intolerancia y el conflicto interior, todo lo que nos
im pide hacer lo posible para alcanzar la umma.
—Yo tengo la esperanza de regresar finalm ente a Irán para cum ­
plir mi parte en la conversión del país en la prim era nación islámica
que sea realm ente u n m odelo de umma —dice Fereshteh—. Eso
ahora mismo no es posible. Encuentro de todos m odos una gran
fuente de inspiración en Shirin Ebadi, quien resume a la perfección
el principio de que la umma es y ha de ser «un único cuerpo».
A sus cincuenta y seis años, Shirin Ebadi, galardonada con el
Prem io Nobel de la Paz, es u n a abogada que actúa en defensa de
los derechos hum anos y que representa a los encausados por el go­
bierno, aquellos a los que ningún otro abogado se atreve a rep re­
sentar ante los tribunales. En concreto, es una muy activa defenso-
Só crates enam orado

ra de las m ujeres y los niños de Irán. Associated Press h a dicho que


Ebadi, finalm ente —nom brada la prim era juez de Irán, para ser
poco después expulsada del cargo tras la revolución islámica de
1979, y finalm ente encarcelada por la contundencia de sus postu­
ras—, «ha desafiado una serie de artículos fundam entales de la ley
iraní, que sostienen que la vida de u n a m ujer vale la m itad de lo
que vale la de u n hombre».
—Más que a ninguna otra cosa, deberíam os aspirar a saber
cómo vivió el Profeta, de m odo que tam bién nosotros podamos ser
los mensajeros directos de Dios en su am or y en su compasión —dice
entonces Saeed— . El cam ino del Profeta está pavim entado de
equilibro, de m oderación, de tolerancia, de em patia p o r todos los
seres hum anos. Su naturaleza afable y amorosa, además de su fe es­
pecífica, fue lo que inspiró en su pueblo el afán de ser como él. Su
m odo de ver a todos los seres hum anos como herm anos inspiró en
los demás el afán de transform arse y de unirse a él en u n a vida de­
dicada al servicio de la hum anidad.
—Yo soy la única de los aquí presentes que es m usulm ana sufí
— dice Mahasti, estudiante de fisioterapia procedente de Arabia
Saudí, tras pensárselo u n rato. En varias ocasiones, la m uchacha
había parecido a punto de hacer un com entario, sólo que en todas
ellas cambió de opinión en el últim o instante. La secta islámica de
los sufíes se rem onta a los tiempos del Profeta— . Según el sufismo,
todas las religiones en su esencia más noble son intentos p o r com­
p ren d er la m ente y el corazón de la divinidad, con objeto de llevar
m ejor a cabo el m andam iento de Dios en la Tierra. El sufismo, u na
versión mística del Islam, hace hincapié en el descubrim iento del
sentido interior del Corán p o r m edio de la com unicación directa
con Dios, y no m ediante la investigación de lo aprendido.
»Me opongo profundam ente al enfoque que tienen los extre­
mistas de todos los credos. Están em parentados en el hecho de que
h a n cerrado del todo su m ente y su corazón. Pero los sufíes no se
detienen en cómo se interpreta m ejor el contenido de las suras co­
ránicas. No es necesario u n libro ni un texto que nos diga cómo ser
justos y compasivos, ni que nos indique si alguien es o no u n a p er­
sona de wadud, que es como se dice en árabe «amor divino», es
decir, alguien que vive a partir del ta ’aboud, «amor a Dios». —Calla
unos instantes antes de continuar— . U no aspira a conocer qué
P h il ía

contiene el corazón de u n a persona m ediante la conversación ínti­


m a con ella. El Profeta dice que «una persona que se conoce a sí
misma conoce a su Señor». Por m edio de la com unión constante
con los demás, uno descubre más acerca de su propio corazón y
acerca del corazón de Dios, y de ese m odo llega a experim entar el
ishq, que es tam bién una m anera de decir en árabe «amor divino».
U no descubre lo conectadas que están ambas cosas. Las asignatu­
ras académicas pueden ayudarm e a aprender cómo utilizar el co­
nocim iento concreto para contribuir a la umma, pero sólo en la co­
m unión con los demás puede mi corazón hacerse más puro, de
m odo que llegue a unirse más con Dios.
—Las personas de otros credos tienen quizá otros nom bres para
designar la umma, pero todas ellas com parten ese mismo objetivo
—dice Layly—. Mi novio, Efrain, es budista. H em os descubierto
que los valores y objetivos esenciales de nuestras fes respectivas, tal
como los practicamos, son muy similares, algo que nunca habría
llegado a saber si no hubiera descubierto «el libro de su corazón».
Efrain, estudiante de Bellas Artes que trabaja a tiem po parcial
en el café en que estamos, dice que «el objetivo de los budistas es
aspirar a conocer cómo alcanzar mejor la noble sangha, o «comuni­
dad del m undo civilizado». Buda dice que esto es algo que debe­
mos hacer «por el bien de muchos... p o r p u ra com pasión p o r el
m undo». Las nociones tanto islámica como budista de la com pa­
sión com ún aspiran a crear com unidades espiritual, política y so­
cialmente dichosas. La máxima expresión de am or p o r el Todopo­
deroso que puede dar u n a persona se centra en su búsqueda de
cómo traer lo sagrado al aquí y al ahora, a las com unidades mismas
en las que vivimos.
Ghitra se vuelve a Mahasti antes de hablar.
—Estoy de acuerdo en que se p u ed en leer miles de libros y no
ap ren d er nunca nada realm ente valioso en lo referente a cómo
ayudar a los seres hum anos que sufren. Si uno anda con la nariz
m etida a todas horas en un libro, nunca tenderá su m ano a quienes
pasan necesidades, nunca llegará a tocar su alma, nunca dejará que
sus almas toquen la suya. El estudio y la erudición han de estar sa­
zonados con un propósito de amor, si es que van a ser la plataforma
desde la cual se aspire a buscar la bendita umma.
Sócrates enam orado

La UMMA

Nadie dem ostró la compasión práctica con la finalidad de crear


u n a com unidad más igualitaria en nom bre de su Dios tanto como
lo hizo A bu’l-Walid Ibn Rushd (1126-1198), más conocido como
Averroes, estudioso de cuestiones legales que vivió en el siglo xn.
Allí donde los extremistas em plean el «método» de la intim idación
autocrática para doblegar a los demás en lo relativo a sus especula­
ciones sobre el im perio de la ley, Averroes sostenía que el cometido
de los m usulmanes, en la m edida en que avancen en el «desvelar»
o en «descodificar» la ley de la shanay las suras coránicas en las cua­
les se basa, consiste en lograr un m undo más justo y más equitativo.
La única m anera de hacerlo, a su juicio, era m ediante el em pleo de
m étodos de investigación racionales para indagar el fondo de sus
códigos religiosos, determ inando de qué m odo se p u ed en utilizar
m ejor los principios de su fe como instrum entos para hacer rea­
lidad palpable la umma. En Faith and, Reason in Islam [Fe y razón en
el Islam ], Ibrahim Nayyar describe que Averroes, en su calidad de
principal filósofo islamista, exam inó exhaustivam ente «un argu­
m ento tras otro entre aquellos que respaldaban u n a opinión dife­
rente». Analizó u n a amplia panoplia de posibles objeciones y de al­
ternativas poderosas. Nayyar señala que Averroes llevó a cabo esta
tarea a fin de dem ostrar que sin un razonam iento sistemático no
sólo «quedará incom pleta la com prensión de los textos religiosos»,
sino que la investigación en cualquier otro terreno quedará lejos
del esclarecimiento al que se aspira.
Averroes empleó argumentos racionales para dem ostrar p or qué
esta form a de lógica debe ser uno de los medios primordiales de co­
nocim iento para todos aquellos que se dedican a las especulaciones
teológicas. En su opinión, puesto que el hom bre ha dem ostrado ser
amigo del estudio, de profundizar en «el reino de los cielos y de la
tierra y de todas las cosas que Dios ha creado», está claro que Dios
hizo al hombre para que éste reflexionara sobre todo aquello que El
hizo y lo com prendiera, con el fin de visualizar de qué m odo era po­
sible utilizar todas sus creaciones para lograr unas com unidades hu ­
manas más celestiales, más compasivas yjustas. Los planteam ientos
de Averroes enfurecieron a los fanáticos religiosos, que pensaban
P h il ía

que no era necesaria ninguna indagación, y menos una que discutie­


ra sus demagógicas nociones acerca de la voluntad de Dios.
Averroes llegó a este planteam iento con toda honestidad. Naci­
do en Córdoba, en España, siguió los pasos de su padre y de su
abuelo convirtiéndose como ellos en cadí, o juez, para p o d er así
continuar la tradición de desarrollar u n Islam compasivo, porque
a su entender éste contravenía la voluntad de Dios. Sus progresistas
dictám enes judiciales contribuyeron a u n a edad de oro de la cultu­
ra islámica. Sin embargo, fue condenado al exilio po r los fanáticos,
sus libros fueron quem ados p o r orden del nuevo califa, incluso a
pesar de que sus ideales de lograr la umma parecían alcanzables.
Con su exilio, con el rechazo de todo lo que representaba Averroes,
la sociedad islámica inició un a espiral descendente de la. que n o se
ha recuperado ni siquiera a día de hoy.

Seyyed Hossain Nasr, nacido en Teherán y profesor de estudios


islámicos en la Universidad George W ashington, escribe en The
Heart of Islam [El corazón del Islam] que la umma es el llam am ien­
to de Dios, dirigido específicam ente a los m usulm anes, «para
hacer el bien». El Corán encom ienda a los musulmanes

hallar un equilibrio entre este mundo y el mundo que vendrá. Otra in­
terpretación posible es que [...] «la comunidad intermedia» significa
que Dios ha elegido para los musulmanes el dorado término medio, la
evitación de los extremos en sus acciones éticas y religiosas. Sin embar­
go, aún puede haber una tercera interpretación de este verso, con im­
plicaciones de carácter global, y es que los musulmanes constituyen
«la comunidad intermedia» porque han sido los elegidos por Dios
para crear el equilibrio entre las distintas comunidades y naciones.

Estas interpretaciones, tomadas en su conjunto o p o r separado,


encom iendan a los m usulmanes una serie de valores muy específi­
cos —equilibrio, tolerancia, amor, m oderación— , así como la mi­
sión de actuar como puente, de conectar a pueblos diversos entre sí
y con Dios:

Los musulmanes entienden que todas las comunidades, las mu­


sulmanas y las que no lo son, han sido elegidas por Dios [...]. El papel

221
S ócrates enam orado

de «comunidad intermedia» que los musulmanes han ideado siempre


para sí en el terreno de la historia de la humanidad no significa que
otros colectivos humanos no tengan sus propios papeles que desem­
peñar, papeles dictados por Dios.

Al contrario, más bien significa que cada uno de esos colectivos


ha sido colocado en este m undo «para realizar una función acorde
con la Sabiduría y la V oluntad divinas». En consecuencia, dice
Nasr, «sería u n craso erro r subestim ar el sentido de “com unidad”
en la visión coránica que la mayoría de los m usulm anes sostiene
con su m ente y su corazón».
Según la interpretación de Nasr, alguien que intente hacer rea­
lidad la umma dentro del país en que reside o en el país del que es
ciudadano no debería en ten d er que la fe y la ciudadanía estén re­
ñidas entre sí, sino que son com plem entarias: debe considerar su
lugar de residencia o de ciudadanía como un lugar donde p o n er
de m anifiesto la com pasión práctica que invoca la umma, donde
prom ocionar el camino interm edio, donde m ostrar cuán com ple­
tam ente de acuerdo vive uno con la doctrina del «cuerpo único».

V erdades reveladas

El destacado intelectual y crítico literario George Steiner escri­


be en Lecciones de los maestros que «el pulso de la enseñanza es la per­
suasión», y que nadie era en esto tan bueno como Sócrates, con su
«hechizo carismático» y «la brujería de su presencia». Steiner miti­
fica a Sócrates como alguien que creó u n culto a la personalidad,
cuando lo más probable es que fuera su curiosidad insaciable lo
que alim entaba su carisma. Su «brujería» no era otra cosa que su
insistencia en el uso de la indagación racional den tro de u n a co­
m unidad dem ocrática de investigación y encuentro, p o r ser éste el
m étodo más productivo para pen etrar en el conocim iento ajeno y
am pliar los horizontes propios. Su «embrujo» no era otra cosa que
la búsqueda de la sabiduría en el seno de una com unidad im buida
de la philía.
Steiner considera a Sócrates u n m aestro consum ado. Pero lo
cierto es que Sócrates no enseñaba. Su búsqueda, su indagación so­
P h iiía

crática, entrañaba u n proceso en el cual se daba una m utua y con­


tinuada «transmisión del saber, de la técnica y de los valores» entre
sus com pañeros de búsqueda, u n a vez que se implicaban en el p ro ­
ceso mismo de la indagación.
Steiner sigue diciendo que el tipo de enseñanza socrática crea
u n a íntim a com unidad de aprendices form ada p o r «hom bres y
m ujeres m aduros p o r un lado, adolescentes yjóvenes adultos p o r
el otro». En efecto, el m odo de llevar a cabo la búsqueda que Sócra­
tes y sus com pañeros de investigación m odelaron conjuntam ente
crea incluso mayor intim idad cuando se em plea en grupos que
trascienden las edades, las culturas y los modos de vida, tendiendo
puentes entre todos ellos, entre niños y adultos, entre ancianos yjó ­
venes, entre una cultura y otra, entre una sociedad y otra, entre una
disciplina y otra, entre pobres y ricos.

Este em pleo com unal de la indagación y el razonam iento com­


pasivos era evidente entre los estudiantes con los cuales me re u n í
en Toronto. En Faces of Reason [Los rostros de la razó n ], dos filóso­
fas canadienses, Leslie Am our y Elizabeth Trott, señalan que Cana­
dá sigue apreciando la diversidad hoy en día tal como lo hizo en los
tiempos de su fundación nacional, porque sigue siendo un país
«joven, abierto a las influencias del exterior, sujeto a la cambiante
com posición de su propia población». Ambas filósofas señalan el
papel crucial que el uso de la razón ha desem peñado en Canadá
desde sus orígenes, papel que sin duda debe seguir desem peñando
si la sociedad pretende perpetuar su ética fundacional de apertura
y de inclusividad. La razón, dicen, continúa siendo el principal
«instrumento [de deliberación] para explorar alternativas, para su­
gerir m aneras de com binar ideas aparentem ente contradictorias y
para descubrir nuevas formas de pasar de una idea a otra».
Las autoras afirman que Canadá ha sido un país en gran m edida
eficaz a la hora de evitar conflictos entre sectores de u n a población
tan diversa gracias a que ha creado lazos com unes de com pren­
sión, en los que la razón se em plea no como «instrum ento para de­
rro tar al adversario», sino más bien como m edio para «averiguar
p o r qué el vecino piensa de otro m odo, y no para averiguar el
m odo de tacharlo de idiota». Semejante razonam iento está forzo­
sam ente im buido de philía, el sentim iento que nos anim a ante
Sócrates enam orado

todo a sentir curiosidad ante las ideas de nuestros vecinos y a estar


abiertos a ellas.

A p r e n d ie n d o a razonar c o n el corazón

¿Es posible enseñar a razonar con fines compasivos? ¿Es posible


que u n pedagogo profesional inculque u n a mayor philía en los
alumnos que tiene a su cargo?
En El cultivo de la humanidad, M artha Nussbaum exam ina el esta­
do de la enseñanza en la educación superior en Estados U nidos y
señala que las universidades están ofreciendo cada vez más cursos
que versan sobre las culturas no occidentales, así como sobre las
culturas étnica y racialm ente m arginadas de nuestra propia socie­
dad. Semejante enfoque podría resultar crítico en u n m om ento en
que, en las capas socioeconómicas más bajas de la sociedad esta­
dounidense, compuestas de un m odo desproporcionado p o r mi­
norías étnicas, hay más individuos que nunca excluidos de m ane­
ra casi sistemática de la educación superior. No im porta que sus
expedientes escolares sean brillantes; cada vez son m enos los estu­
diante de bajo p o d er económ ico que logran asistir a las universida­
des, debido a los recortes federales en el cam po de las becas y las
ayudas al estudio. R ichard K ahlenberg, profesor de la T he Cen­
tury Foundation, señala que casi cuarenta años después de que el
Congreso aprobase la Ley de Educación Superior «los estudiantes
con u n bajo nivel de ingresos tienen todavía m uchas m enos p ro ­
babilidades de estudiar en la universidad que sus sem ejantes de
clase m edia o alta». Además, sigue diciendo, «los estudiantes de
bajo nivel económ ico se ven virtualm ente m arginados de las un i­
versidades más selectivas de la nación: entre las ciento cuarenta y
seis universidades más prestigiosas, el 74 p o r ciento de los estu­
diantes proviene del cuartil más rico, y sólo el 3 p o r ciento lo hace
del más pobre». Dice que la prolongada falta de subvenciones
adecuadas ha dado como resultado esta lam entable situación, en
la cual «los chicos listos y trabajadores que vienen de u n sector de
ingresos bajos» y que «m erecen ten er u n a oportunidad y ver hasta
dónde puede llevarles su talento» se van quedando atrás de m ane­
ra irrem ediable. «Estos estudiantes representan p ara el país u n a
P h il ía

enorm e fuente de recursos sin explotar — escribe K ahlenberg— .


No podem os perm itirnos el negarles u n a genuina oportunidad».
Pero es evidente a todas luces que sí podem os.
Tal vez a raíz del estudio de los obstáculos aislados que se en ­
cuentran los más pobres de la nación en su avance hacia las institu­
ciones de la enseñanza superior, los estudiantes privilegiados que
se m atriculan en nuestras mejores universidades pudieran hallar la
inspiración necesaria para tom ar una decisión radical, y negarse a
p o n er el pie en el aula hasta que todos los que tienen de sobra m e­
recida la admisión tengan tam bién la posibilidad de matricularse.
Tal vez u n estudio como ése podría llevar a esos universitarios a
creer que u n a parte vital de la experiencia educativa reside en el
trato con personas procedentes de un muy variado abanico socioe­
conóm ico y vital.
¿Y si los estudiantes privilegiados tuvieran que estudiarse a sí
mismos y exam inar el impacto de su propia clase y de su cultura en
los demás, y en cómo se ven a sí mismos en relación con los que
nada tienen que ver con ellos?
Aunque, como afirma Nussbaum, los campus universitarios de
hoy en día cum plen más que nunca con «la misión socrática origi­
nal, cuestionar de veras a cada uno, reconocer de veras la hum ani­
dad de cada uno», la genuina educación socrática nunca llegaría a
estar com pletam ente a sus anchas en las universidades; p o r ello, es
preciso que, en buena medida, se lleve a cabo fuera de los claustros
académicos, en las m odernas ágoras, en espacios públicos que fu n ­
cionan como un imán a la hora de concentrar a personas proceden­
tes de muy diversos medios étnicos y socioeconómicos, gente que de
otro m odo nunca habría tenido la ocasión de conocerse y menos
aún de com partir sus puntos de vista y sus experiencias, sus preocu­
paciones y sus logros. Esta es una de las mejores maneras de asegurar
que los estudiantes de hoy sigan el ejemplo inspirador de la propia
Nussbaum, quien se ha dedicado durante décadas a m ejorar en lo
posible la situación de las mujeres marginadas en el Tercer Mundo.
¿Y si cada estudiante, ya sea ingeniero, biólogo o estudiante de
filosofía o literatura, tuviera que aplicar sus conocim ientos especia­
lizados de m odo que resalten las conexiones existentes entre unos
y otros, entre los m iem bros de su com unidad y los residentes en
otras partes del planeta?
S ócrates enam orado

Para Sócrates, ni siquiera esto sería dem asiado radical. Si se


hu b iera salido con la suya, el saber jam ás se hab ría institucionali­
zado; no existirían divisiones entre las distintas disciplinas, y
m enos aún divisiones en tre el ám bito del aprendizaje form al y el
de la sociedad en general. Por si fuera poco, todo el saber em ana­
ría de u n in terro g an te o del conjunto de interrogantes que u no
tenga curiosidad p o r contestar; preguntas tales com o cuál es mi
deber, cómo debería amar, qué clase de m undo quiero y cuál de­
bería querer, cuáles son las causas de la pobreza y cuáles sus con­
secuencias, etcétera.
Para cultivar la hum anidad como lo hizo Sócrates, Nussbaum
afirma que hem os de vivir u n a vida de escrutinio como la que él
ejemplificó, u n a vida que «cuestione todas las creencias y acepte
solam ente aquellas que sobreviven a las exigencias de consistencia
y justificación que la razón dem anda», y en la cual todos los seres
hum anos «se vean a sí mismos no ya como simples ciudadanos de
u n a región o grupo, sino [...] y sobre todo como seres hum anos
unidos a todos los demás seres hum anos m ediante los lazos del re­
conocim iento y la atención mutua». Esto, según dice Nussbaum
oportunam ente, requiere «una imaginación narrativa» que descri­
be como «la capacidad de pensar cómo sería la vida si estuviéramos
en la piel de otra persona».
¿Puede un o m eterse en la piel de otro sin reco rrer su cam ino
durante u n trecho, sin com partir directam ente sus penurias y tri­
bulaciones? Realizar un curso sobre las vidas ajenas, leer libros que
expongan una am plia gama de experiencias hum anas, pu ed e ser
u n paso necesario en el desarrollo de u n a mayor com pasión p o r
aquellos que son «distintos de uno mismo», aunque se trata de
pasos que rara vez son por sí solos suficientes.

C hoque de p h il ía

Los griegos que cultivaban la philía suscribían el plan team ien ­


to de que el yo y la sociedad no son extrem os opuestos de u n con­
tinuum , sino que están interrelacionados. C uanto m ayor sea esa
in terrelació n , más fuertes serán los lazos que u n e n al yo con la
sociedad.
P h il ía

Pero cuando una sola sociedad o un solo colectivo tiene en su


seno grupos que en gran m edida extraen sus respectivas identida­
des de la oposición entre sí, el sentido intenso de la philía entre los
miembros de cada grupo, el que los une, puede ser un tipo de «afec­
to de amistad» que precipite una mayor tensión civil dentro de u na
com unidad, es decir, justam ente la finalidad opuesta a la que para
los griegos debía propiciar la philía en todos los casos.

A d iv in a q u ié n v ie n e a c e n a r

—Deberíamos estar unidos como lo están las gentes de paz —me


dice u n hom bre llamado Conor, que es el prim ero en responder a
nuestra pregunta: «¿Cómo deberíam os unirnos?».
—Este es el décimo año en que nos reunim os a cenar el D omin­
go de Pascua —m e dice— . Lo consideram os u n pequeño acto de
paz al que asistimos protestantes y católicos de u n a de las com uni­
dades más divididas de Belfast, y en el cual com partim os el pan en
este m om ento crítico de nuestra historia. ¿Cómo vamos a esperar
de nuestros dirigentes políticos y religiosos, cómo vamos a exigirles
que se u n an si nosotros, las personas norm ales y corrientes, no
somos capaces de com partir el pan los unos con los otros?
Es Domingo de Pascua, y Cecilia y yo nos encontram os en un
restaurante del norte de Belfast, com partiendo el pan con u n a
veintena de desconocidos. Las parejas de clase trabajadora que se
han sentado con nosotros en torno a una enorm e mesa redonda
son más o menos a partes iguales protestantes y católicas. Así como
en muchos otros sitios esto no tendría la m enor importancia, esta­
mos en Irlanda del N orte, y el barrio en concreto en que estamos
ha sido u n punto caliente a lo largo de las últimas décadas, debido
a las manifestaciones y las confrontaciones entre ambos bandos. El
restaurante piráticamente está a caballo entre u n barrio protestan­
te y otro católico, en u n a ruta habitual para los desfiles que conm e­
m oran u n a revuelta o u n a batalla victoriosa en el pasado, y, según
cual sea el bando al que uno pertenezca, esa conm em oración des­
p ertará en él u n ardor extraordinario o una extraordinaria ani­
madversión. Cecilia y yo acabábamos de llegar al norte de Belfast e
íbamos en busca de un sitio para comer. M ientras estábamos ante

227
S ócrates enam orado

u n restaurante, estudiando el m enú, u n grupo num eroso de adul­


tos estaba sentado dentro, los niños corriendo yjugando alrededor
de la mesa, o debajo. Nos vieron a través del ventanal y nos indica­
ron con gestos que entrásemos. A unque titubeamos, nos hicieron
sitio en su mesa. Fue así de simple.
Nos hem os reunido para m antener un diálogo en torno a esta
pregunta: «¿Cómo deberíam os unirnos?». El A cuerdo del Viernes
Santo de 1998 entre los católicos y los protestantes de Irlanda del
N orte está a p u n to de desm antelarse. Este pacto histórico según
el cual se com parte el poder, basado en el principio de aceptación
m utua, ha quedado suspendido de m anera indefinida. Los ciuda­
danos de a pie tem en que se recrudezcan las pugnas civiles de
fun d am ento religioso. La firm a del Pacto del Viernes Santo, el 10
de abril de 1998, representó u n avance histórico, ya que logró el
acuerdo entre las partes de com partir el p o d e r y de d eterm in ar
conjuntam ente el futuro del territorio de Irlanda del Norte: si iba
a seguir siendo parte del Reino U nido, como sería deseo de la m a­
yoría de los protestantes, o si finalm ente llegaría a ser u n a región
au tónom a o parte de la R epública de Irlanda, com o q u erría la
m ayoría de los católicos. Sin em bargo, quedab an p o r resolver
cuestiones acuciantes que se h an ido em ponzoñando, hasta el
p u n to de que, m ientras transcurre este diálogo, el acuerdo está
en peligro.
—¿Es suficiente el hecho de com partir el pan para que la gente
se una? —pregunto.
—Puede ser un ingrediente necesario, pero nunca será suficien­
te —dice Aislin, de cuarenta y un años, am a de casa y m adre de
cinco hijos— . Y hay ocasiones en las que incluso com partir el pan
no sirve para unir a las personas. Puede ser poco más que un espec­
táculo, como han dem ostrado nuestros políticos, sin la m en o r in­
tención de reconciliar las diferencias. Si se com parte el pan, h a de
ser en nom bre de la paz.
»Si u no de veras quiere unirse a los demás, es preciso «mezclar­
se» con los demás, como estamos haciendo todos nosotros aquí.
Tal vez vivamos en barrios diferentes y tengam os m aneras diferen­
tes de practicar el cristianismo, pero todos tenem os la misma fe, y
todos estamos dispuestos a realizar los sacrificios necesarios para
que esa unión sea u n hecho.
P h il ía

—Algunos de los que aquí estamos empezam os a conocernos


d urante u n retiro de verano para católicos y protestantes —refie­
re Conor, que es católico y albañil ahora en el paro— . Aquel reti­
ro sirvió para m ucho más de lo que yo había esperado, pues derribó
la desconfianza y la animadversión que habíam os construido. Des­
cubrimos que teníamos un terreno com ún al hablar de nuestras ex­
periencias, al darnos cuenta de que hemos sufrido de maneras muy
similares. N inguno de nosotros, en Irlanda del Norte, h a quedado
indem ne de tantos años de disturbios. El sufrim iento com partido
puede ser el pegam ento que nos aglutine. Pero si esa unión va a
llevamos a la curación de los dolores, entonces la identidad com ún
no puede consistir ante todo en el sufrim iento com partido, p o r­
que eso sólo genera u n a m entalidad victimista, u n «ay de mí» p e r­
petuo. A partir de ahí, es preciso ponerse de acuerdo para hacer
algo positivo. De lo contrario, no avanzaremos en la causa de la paz
den tro de la com unidad en general.
—Después de haber pasado varias noches despotricando —dice
su esposa, Maire, que es peluquera—, me di cuenta de que mi mayor
animosidad era la que sentía contra mí misma, contra mi inagotable
manía de enojarme y de criticar la situación, para después no hacer
personalmente nada que sirviera para aplacar el odio, nada para cor­
tar de raíz la violencia.
»Lo más fácil es culpar a los dirigentes políticos, a los radicales
de u no y otro bando. Pero entonces m e dio p o r preguntarm e:
«¿Qué es lo que puedo hacer yo, una persona norm al y corriente
que vive en el norte de Belfast, para lograr una mayor unión entre
las personas?». Me di cuenta de que si yo tenía que cum plir una pe­
queña parte y ser una persona de paz, tenía que sem brar la paz en
mi pequeña parcela, sobre la que tengo u n cierto control: mi casa,
mi jard ín, pero tam bién mi corazón.
— ¿Y qué sucede cuando estás fuera de tu pequeña parcela y tie­
nes m enos control? —le pregunto.
—Ahí es donde mi corazón desem peña u n papel todavía mayor
—responde— . Tengo que arm arm e de valor cuando estoy fuera,
tengo que aprender a ser afectuosa con personas que no son de mi
misma religión. Tener el corazón dispuesto a la paz me da ese valor
necesario. Algunos de mis vecinos no aprecian mis muestras de
afecto, o no m e corresponden más que con el civismo más elem en­
Sócrates enam orado

tal, pero he sabido afrontar el ostracismo y ser una persona de paz.


Por desgracia, he perdido a algunos amigos en el proceso o, p or
decirlo con más corrección, son ellos los que me han perdido
como amiga. Qué se le va a hacer.
»Creo de todo corazón que nuestra forma de tratarnos en la vida
cotidiana, nuestra form a de saludarnos en la tienda, en la gasoline­
ra, en el dentista, en donde sea, a la larga será el factor de más im­
portancia en nuestra esperanza de unirnos unos con los otros.
Poco después, Aislin tom a la palabra.
—Para unirm e a los dem ás, prim ero he de u n irm e conm igo
misma. Yo llegué a tener la sensación de ser igual que ese m uro de
allá enfrente. —Señala a la calle, a u n lugar que en el barrio lla­
m an irónicam ente «el m uro de la paz», y que es u n a estructura
im presionante, desalentadora, rem atada con alam bre de espino,
que separa la sección protestante de la sección católica del mismo
b arrio — . Yo tenía ese mismo m uro en mi interior. Si estoy desga­
rrad a p o r den tro debido a la ira y a los miedos que he albergado
desde que era niña, no puedo ten d er la m ano a nadie. Prim ero he
tenido que trabajar para deshacerm e de todos los prejuicios y es­
tereotipos con los que he sido educada, antes de hacer n in g ú n
bien, antes de ser u n a persona de bien para cualquiex a de los que
me rodean.
Aislin mira a su marido, Cioran, que es el encargado de un peque­
ño supermercado, y dice:
—Vimos en la televisión local una entrevista a u n hom bre que
había perdido a su hija en un atentado del IRA. Hablaba de cuáles
fueron las últimas palabras que le dijo su hija antes de morir: «Te
quiero m ucho», le dijo. Y com entó que como las últimas palabras
de la niña habían sido palabras de amor, en su h o n o r y en su m e­
m oria él nunca sería capaz de pronunciar u n a sola palabra de odio
con Ira los que com etieron sem ejante barbaridad.
—El m ensaje de aquel hom bre —dice Cioran— fue que noso­
tros, los adultos, hem os de ser tan cariñosos y hemos de saber p er­
donar como lo hizo su hija, si es que realm ente aspiramos a logar la
un ió n entre nosotros y asegurarnos de ese m odo que no m ueran
más inocentes en actos de odio y de barbarie. Aquel padre superó
todos sus impulsos naturales, que lo llevaban al odio y a la vengan­
za, y lo hizo p o r am or a su hija.
P h il ía

—Todo lo que hacemos los adultos es arrancarles a los niños el


am or a fuerza de enseñarles —dice Aislin—. Después de ver aque­
lla entrevista, dejé de pensar que tenía que en ten d e r a fondo las
razones por las cuales me sentía dividida en mi interior antes de de­
rribar los m uros que tenía dentro. Bastaba con que los derribase.
Desde entonces, en nom bre de todos los inocentes que han p erdi­
do la vida y que seguro que nos rogarían que fuésemos gentes de
paz, he hecho todo lo posible p o r ten d er mi m ano a las personas
que históricam ente han estado en el bando opuesto, y darles mues­
tras de amabilidad allí donde en el m ejor de los casos antes les ha­
bría m ostrado sólo indiferencia.
—Yo soy u n a de las personas a las que ella le ten d ió la m ano
—dice G lendon, u n operario de una fábrica, que es católico— .
Trabajamos en la misma planta. Aislin me invitó a ir con toda mi fa­
milia a u n a cena de Pascua hace ya algunos años. Desde entonces
nos reunim os con ellos. La verdad es que de los que estamos hoy
aquí muchos nos reunim os para com partir el pan al m enos una vez
al mes. Por Pascua vamos a un restaurante, aunque no somos unos
Rockefeller. El resto de las veces cenamos por turnos en casa de
unos o de otros. Puedo asegurar que, para mí, lo más valiente fue
reunim os en un restaurante, en un sitio público, pero la verdad es
que aún hace falta más valor para celebrar estas reuniones en nues­
tras casas. Todos nosotros tenem os vecinos que nunca han tenido a
nadie «del bando opuesto» en su propia casa. Para ellos, somos
unos traidores. H an hecho pintadas espeluznantes en nuestras
casas, han llegado a dejar heces en la puerta de entrada. —Suspira
antes de continuar— . Hoy, mi padre se reunirá con sus amigos
para conm em orar el Levantamiento de Pascua de 1916 por la inde­
pendencia de Irlanda. Me llamó para quejarse de que se les haya
negado acceso a algunas de las rutas tradicionales de la m archa de
conm em oración que realizan. Traté de razonar con él y de decirle
que la m archa es u n a exaltación de la violencia y que sólo exacerba
las divisiones existentes. Me colgó el teléfono. Está más levantisco
que nu nca desde que se firm ó el A cuerdo del Viernes Santo. La
verdad es que teme que si los dos bandos llegan a unirse el orgullo
de los católicos se disuelva. Si el odio a los otros es lo que se necesi­
ta para tener u n a identidad fuerte, yo prefiero no tener una identi­
dad fuerte.
Só cr a tes ena m o ra do

—El A cuerdo del Viernes Santo se centra sobre todo en la


unión: aspira a generar el bien a partir del mal, aspira a curar las
heridas abiertas — dice Sandy, la m ujer de G lendon, a la vez que
procura no p erd er de vista a sus alborotadoras hijas— . A pesar de
todos sus defectos, al menos los partidos mayoritarios fueron capa­
ces de unirse lo suficiente para dar un pequeño paso adelante.
Hoy, precisam ente, los festejos deberían tratar sobre la resurrec­
ción, sobre u n nuevo comienzo, sobre la renovación de la esperan­
za. En cambio, los militares británicos acuartelados aquí están en
alerta máxima, y hay personas de m uchas com unidades a las que
les da m iedo salir a la calle. Se tiene la sensación de que los distur­
bios van a estallar de nuevo p o r todas partes.
Los «disturbios» a que hace referencia, que en Irlan d a se sue­
len escribir con mayúscula, com enzaron oficialm ente el 30 de
en ero de 1972, día conocido com o D om ingo Sangriento. Las
tropas británicas a b riero n fuego aquel día, al p arecer sin que
m ed iara provocación, co n tra u n a m anifestación católica y pro-
rrep u b lican a en la cercana ciudad de Derry. P e rd ie ro n la vida
trece m anifestantes que no iban arm ados. Desde aquel día, hasta
octubre de 1997, más de veinticinco años después, cu ando co­
m enzaron en Belfast las conversaciones de paz en tre ambos b an ­
dos, tres mil seiscientas personas han perd id o la vida de m an era
violenta en este peq u eñ o territorio poblado p o r 1,6 m illones de
habitantes.
—Aun en el supuesto de que el A cuerdo de Paz fracasara —dice
Kaitlin, de treinta y cinco años, protestante— , m ientras sigamos
reuniéndonos de este m odo yo no perderé la esperanza. No es po­
sible cam biar lo que hicieron nuestros antepasados; qué va, ni si­
quiera es posible cam biar lo que h an hecho nuestros padres o
nuestros herm anos; pero u n o mismo sí puede cambiar. Soy la
única persona sobre la que tengo control.
— Pero si los demás no cam bian —pregunto — , ¿es posible la
unión?
—G uando los demás hayan visto que has cam biado, o bien se
distanciarán de ti, o bien hallarán la inspiración necesaria para
cam biar —responde— . A unque sólo sea u n a p ersona aquí y otra
allá, con el tiem po iremos siendo más, y mi teoría es que a la postre
seremos u n a fuerza im parable a favor de la paz.
P h il ía

C onor le revuelve el cabello a su hijo antes de hablarm e.


—Yo no estoy seguro de que alguna vez h u b iera tenido la vo­
lu n tad de asum ir los riesgos de la u n ió n de no ser p o r el fu turo
de nuestros hijos. Los niños de hoy están com pletam ente insen­
sibilizados respecto a la violencia. H an crecido con ella, no les
afecta. Estos niños son la tercera generación desde que com enza­
ro n los disturbios. Para ellos, el alam bre de espino y los puesto
fortificados de la policía son algo norm al. H an visto dem asiado
odio y dem asiada violencia en tre nosotros, los adultos. Si se les
perm ite crecer pensando que esa violencia es lo norm al, que la
división p o r motivos religiosos es lo norm al, term inarán p or p e n ­
sar que unirse p o r am or y p erdonarse unos a los otros es algo
aberrante.
—Yo m ando a mis hijos a uno de los colegios de religión m ixta
que hay en Belfast —dice Liam, herm ano de C onor— , para que
estar con personas «distintas» no les parezca nada del otro m undo.
La mayor diferencia que ven entre unos y otros no es que uno sea
protestante y el otro católico, sino que uno es rubio y el otro es m o­
reno. Si alguna vez pudieran enseñarnos a nosotros los adultos a
considerar nuestras diferencias de ese m odo, la paz sería práctica­
m ente pan comido.
Thom as Hennessey ha escrito en A History o f Northern Ireland
[Una historia de Irlanda del N orte] que «tal vez el desarrollo más
espectacular en el campo de la educación [...] haya sido la creación
de las escuelas integradas, a las que asiste aproxim adam ente el
mismo núm ero de niños católicos y protestantes».
—Hace un par de semanas —me cuenta Cioran— , hubo u n a
manifestación en contra del envío de tropas a Irak. El grupo de m a­
nifestantes era tan variopinto que resultaba increíble; estaban ju n ­
tos los protestantes y los católicos de la línea dura, que jam ás pudie­
ro n soñar que llegaran a presentarse a propósito en u n mismo
sitio, para protestar, haciendo causa com ún, en contra del envío de
nuestros soldados a u n a guerra a la que no deb en ir, u n a guerra
que dicen que sólo sirve para aventar las llamas del odio y del extre­
mismo. Muchos de los manifestantes son los mismos que avientan
esas llamas aquí. Si se dieran cuenta de la hipocresía en la que incu­
rren con sus actitudes contradictorias, rápidam ente procedería­
mos a unirnos en u n a paz auténtica y duradera.
S ócrates enam orado

—Hay u n a palabra en gaélico, Corrymeela, que significa la Colina


de la A rm onía —dice Aislin— . Es tam bién el nom bre de uno de los
grupos pacifistas más destacados de Irlanda del Norte. Su objetivo
es hacer de nuestra com unidad una Colina de la A rm onía resplan­
deciente, u n m odelo para otras com unidades en conflicto en el
m undo entero. A hora mismo, sin em bargo, esa colina se parece
más bien al Everest. Aún no se ha form ado u n a masa crítica en uno
y otro bando dispuesta a escalar su cima. Pero los que estamos aquí
no hem os de esperar a los demás. Ya hem os iniciado el ascenso.
Cuando los demás nos vean allá arriba, disfrutando del paisaje, se­
guro que querrán sumarse a nosotros.»
—Si se les preguntase a los que viven en los m árgenes cómo
creen que deberíam os unirnos, su respuesta sería que no debemos
unirnos —me dice Conor— . Siempre habrá algunos que se nie­
guen. Prefieren vivir en u n m undo de odio y de m iedo. Pero noso­
tros tam bién somos fanáticos, fanáticos de venir aquí p o r am or y
p o r el deseo de perdonarnos m utuam ente.

C u l t iv a d vu estro h u er to (o ja r d ín )

Para los atenienses del siglo v a. C., el resultado o producto de la


philía, a m edida que iban traspasando sucesivas fronteras en el des­
cubrim iento y su realización, era un tipo singular de felicidad que
llam aban eudaimonía, que puede experim entarse sólo cuando
todos los integrantes de la sociedad tienen la oportunidad y la obli­
gación de descubrir y desarrollar el talento que m ejor contribuya a
la evolución del yo y de la sociedad. Para que esto llegue a darse, los
griegos creían que la sociedad tenía que ser un laboratorio en el
que se fom entasen y se creasen las condiciones necesarias para u na
experim entación continuada, am pliando en la m edida de lo posi­
ble las opciones de que el mayor de los bienes hum anos fuese acce­
sible para todos.
La philía trae consigo la definitiva coalición de la voluntad, u na fu­
sión entre las personas que verdaderam ente desean estar unidas a
p artir de u n deseo más que de u n a conveniencia. En Grecia, a lo
largo del tiem po el ágora o plaza de Atenas llegó a tener renom bre
p o r ser «la m eca de la philía» del hemisferio. Era el pu n to de en­
P h il ía

cuentro de griegos procedentes, de una gran variedad de tribus, fa­


milias, aldeas; era u n lugar en el que no sólo vendían y trocaban
bienes de consumo, sino en el que se intercam biaba una amplia va­
riedad de ideas.

H a c e falta u n a p a g ó n

«La verdad es que pasamos p o r aprietos las veinticuatro horas


del día y los siete días de la semana. Pero sólo damos m uestras de
necesitarnos unos a los otros en los m om entos de crisis —dice
Gwen— . Eso es necesitarse cuando hace buen tiem po. Hay u na
negación de la necesidad, un “apagón” de la necesidad e n la Gran
M anzana».
Nos hem os re u n id o unos cuantos y form am os u n círculo en
el parque de Washington Square. Hoy, la mayoría se encuentra en el
parque por pura necesidad, porque no pueden llegar a sus casas en
los cercanos rascacielos, en las afueras de M anhattan o en las zonas
residenciales de Nueva Jersey, Nueva York y C onnecticut. Situado
en el corazón de Greenwich Village, en pleno centro de la ciudad
de Nueva York, el parque ha sido durante siglos uno de los vértices
intelectuales y sociales del país, en cuyas inm ediaciones han vivido
lum breras como Thom as Paine, Mark Twain, Edgar Allan Poe,
Theodore Dreiser, Sherwood A nderson y Eugene O ’Neill.
Estamos en la noche del Gran Apagón. El corte de sum inistro
eléctrico más im portante y más costoso que se h a producido en la
historia de N orteam érica ha dejado a m illones de personas sin
luz, desde Nueva York hasta Toronto o D etroit. Los colapsos en
cascada de las sucesivas estaciones y subestaciones eléctricas llega­
ron a M anhattan alas 16:11. Algunos sectores de la ciudad perm a­
necieron sin luz durante más de veinticuatro horas. Cecilia y yo pa­
samos los veranos en M anhattan; además de ten er alcance a los
grupos marginales de toda la zona de los tres estados, sem analm en­
te celebramos u n diálogo del Café Sócrates en el parque, que para
nosotros ha term inado p o r ser un «imán de la philía». Resulta difí­
cil de creer, pero esta noche era la prevista para nuestro diálogo.
La cuestión que vamos a examinar, «¿Cuándo nos necesitamos los
unos a los otros?», la había propuesto la propia Gwen. A sus cin­
Sócrates enam orado

cuenta y dos años, ha sido u n a asidua del parque durante décadas;


es una poeta y novelista que ha autoeditado sus trabajos y que se au-
todescribe como vanguardista; además, es la antigua dueña de una
tienda de comidas y de productos varios, baratísimos, que durante
años ha sido uno de los soportes esenciales de la com unidad, hasta
el día en que le duplicaron el alquiler y de ese m odo la desahucia­
ro n con verdadera eficacia.
—Tras el 11 de septiem bre hubo muchísimo a m o r—dice Gwen
apoyada contra el tronco de un gran árbol (a ella le gusta decir que
es su árb o l), que está casi en el centro mismo del parque, no muy
lejos del arco de m árm ol— . Los desconocidos daban abrazos a los
desconocidos, la gente hacía pequeñas y grandes cosas unos p or
otros, sin pararse a pensarlo dos veces. Pero al cabo de u n tiempo,
así quedó la cosa, y la gente de nuevo volvió a distanciarse, a tratar­
se con más rudeza que nunca. Fue como si no pudieran soportar si­
quiera la idea de lo muy necesitados que habían estado unos de
otros. Guando pasó la crisis, todos se alejaron muchísimo en el sen­
tido opuesto a lo que acababan de hacer.
Dice Trent, uno de los intelectuales residentes en el parque:
—Aristóteles creía que para que cada individuo descubriese su
telos, o su objetivo, era necesario que tuviera la ayuda de toda su co­
m unidad; él a su vez ayudaba a la com unidad a descubrir más a
fondo el suyo. Con esta versión del telos, no se puede conseguir
nada de verdadera valía sin m ucha ayuda de amigos y vecinos, e in­
cluso la ayuda de los desconocidos que form an parte de la propia
sociedad en que uno vive.
—Eso es lo que sucedió aquí después del 11 de septiem bre, al
m enos durante u n tiem po — dice H arold, autodidacta y amigo de
Trent, adem ás de ser su contrincante en los diálogos intelectua­
les— . Volvimos a ser lugareños, y actuam os p o r u n sentido de co­
nexión de los unos con los otros, p o r un anhelo de conexión más
bien, como si supiésemos que ésa era nuestra necesidad más p ro ­
funda, aunque lo negásemos luego de puertas afuera.
»Esta noche hay telos p o r todas partes. ¿Sabéis en qué se nota?
M irad en derredor. ¿Hay alguien que parezca preocupado, ansio­
so, como sería de esperar? Todo lo contrario. Todo el m undo está
en paz. ¿Yp o r qué? Pues porque esta especie de necesidad que nos
une es el telos natural de la com unidad en estos momentos.
P h il ía

—H om bre, no sólo es cuestión del telos—replica Trent, resuel­


to a que entre él y H arold nunca se produzca un acuerdo completo
sobre ninguna de las cuestiones que se com enten— . El telos p o r sí
mismo nunca puede ser todo lo que se precisa sin la philía, que es
como se designa en griego el «amor de la com unidad». Sin la phi­
lía, unos y otros nos necesitaríam os por puro desam paro. En cam ­
bio, si al telos se suma la philía significa que nos necesitamos unos a
otros porque ésa es nuestra elección, nuestro deseo, a partir de un
anhelo com partido de form ar parte de u n a com unidad en la que
todos podam os llevar u n a vida más creativa que la que llevaríamos
si tuviéramos que d ep en d er de nuestros propios recursos. Desde
luego, cada cual puede apañárselas p o r su cuenta, pero es m ejor si
vamos todos juntos.
— ¿De verdad puede uno ir p o r su cuenta? —pregunto—. ¿Es la
necesidad de los demás u n elem ento básico y general de la condi­
ción hum ana, en todos los instantes de nuestras vidas, sin que im­
porte que alguien pueda negarlo?
—Yo creo que sí —dice M onique, que vive en u n edificio de vi­
viendas protegidas y ha salido al parque con sus dos hijos p ara es­
capar del calor agobiante de su apartam ento— . Necesitamos a los
dem ás para cubrir nuestras necesidades básicas y p ara colm ar
nuestras más elevadas esperanzas. Pero tam bién necesitamos que
los dem ás nos necesiten. No distingo m uy bien eso del telos y la
philía, así que dejaré a u n lado los térm inos. Sí p u edo afirm ar lo
siguiente: cuando se produjo esta misma tarde el apagón, yo iba
cam inando por la calle 82 con Madison. Acababa de term inar una
entrevista de trabajo. Me re c o rrí todo el trayecto hasta aquí tan
deprisa com o pude para recoger a mis hijos de la guardería. Cada
cinco m anzanas aproxim adam ente había gente dándote agua
sólo p o r m ostrarse amables. N unca m e hab ían tratado con tanta
am abilidad. No lo estaban haciendo p o r mí, no tenían ni idea de
cuáles eran mis circunstancias ni mis problem as. Pero me hizo
sentirm e tan bien que se preocupasen de dar agua a todo el que la
necesitara...
»La entrevista de trabajo no me fue bien. No h e tenido un em ­
pleo desde hace más de tres años. El agua me supo como si fuera
u n elixir. [...] Pensé: ¿y si hubiera personas así, ofreciendo agua
cada día no porque haya u n a situación de crisis, sino porque son

237
Sócrates enam orado

personas a las que les im portan los demás, personas que saben que
en un caluroso día de verano, por m uchas razones, habrá gente
que pase p o r la calle que esté necesitada de u n trago de agua fría,
y que de ese m odo se van a sentir mejor? Además, hay otra cosa:
ellos me necesitaban a m í tanto como yo a ellos. Necesitaban que la
gente que pasaba po r la calle necesitara el agua, para ten er de ese
m odo la agradable sensación que se tiene cuando alguien te nece­
sita. Si nadie hubiera aceptado el agua que ofrecían, se habrían
sentido desdichados.
—Te entiendo —dice H arold— . Yo necesito a estas personas
que frecuentan el parque, incluido Trent. Necesito este parque, y
me gusta pensar que el parque nos necesita. Nosotros, la gente del
parque, lo cuidamos. Lo m antenem os limpio, casi inmaculado, para
m ostrar lo agradecidos que estamos porque el parque nos pro p o r­
ciona un lugar que es propicio para las reuniones y las reflexiones
en com ún. Los policías que nos echan a patadas del parque cuan­
do cae la noche —m enos hoy, porque hoy se van a p o rtar m ejor
que nunca, sobre todo por la cantidad de gente de fuera de la ciudad
que va a pasar la noche aquí— son en realidad los que no tienen
nada que ver con el parque. Este lugar nos pertenece a nosotros si
es que pertenece a alguien. Somos u n a com unidad maravillosa­
m ente anárquica, que tiene un contrato social tácito. Estamos pen ­
dientes unos de otros porque querem os, y porque no nos da ver­
güenza estar necesitados a todas horas.
»E1 gobierno, p o r su parte, afirma que lo necesitam os para cu­
b rir servicios esenciales, como puede ser la electricidad; aunque
este apagón es sin duda evitable es síntom a de que el gobierno ya
no funciona ni siquiera en los ámbitos más elementales. No pode­
mos y tampoco debemos recurrir a esas instituciones que no tienen
cara ni ojos en busca de auxilio, sino los unos a los otros, cara a
cara. Al contrario que la sociedad en general, nosotros no necesita­
mos leyes que nos obliguen a ayudarnos mutuam ente. No tratamos
de engañarnos unos a otros haciéndonos creer que no tenem os ne­
cesidades, que somos unos individualistas curtidos en mil batallas.
Sabemos que tenem os necesidades, sabemos que lo pasaríamos
mal los unos sin los otros.
—Nosotras, en las Girl Scouts, tam bién les anim am os el día a
los que están tristes, porque sabemos cuánto nos necesitam os to-
P h il ía

dos —dice Tiffany, que tiene nueve años. Me estaba em pezando a


preocupar, aunque bien se ve que sin motivo, el que los términos
más bien rimbombantes que empleaban algunos de los participantes
disuadieran a los niños que estaban con nosotros de participar en
el diálogo.
—Mi m adre nunca podía encontrar a nadie que la ayudara a di­
rigir nuestro grupo de Girl Scouts —sigue diciendo Tiffany—, así
que lo está haciendo ella sola. Estaba resuelta a hacerlo, aun cuan­
do puede que no estemos m ucho tiem po más en ese edificio si mi
padre encuentra trabajo en otra parte. Mi m adre quería convertir­
lo en una tradición antes de que nos m archásemos, de m odo que
todos los niños que fuesen a vivir a esos edificios después de noso­
tros y que necesitaran entretenerse con actividades constructivas y
con u n grupo del cual form ar parte donde pudieran hacer grandes
amigos, pudieran tenerlo más o m enos resuelto, o que al m enos
sólo necesitasen continuar lo hecho.
Toma la palabra Trish, la m adre de Tiffany:
—Yo sencillam ente creo que aunque vivas poco tiem po en un
determ inado lugar, siem pre será posible hacer de ese sitio u n
lugar mejor, con más atenciones, de m anera que puedas devolver­
les el favor a quienes han sido amables contigo cuando estabas n e ­
cesitado.
—Mi m adre intentó crear u n a asociación de padres y profeso ­
res en nuestro colegio —dice Cherise, amiga de Tiffany, tam bién
de nueve años— . No les interesó a los padres de ninguno de mis
com pañeros. Mi m adre tiene dos trabajos, y a pesar de todo aún le
queda tiem po para ello. Dice que todos los padres, y sobre todo
los padres que son pobres, tienen que estar unidos y tienen que
implicarse, tienen que «abogar» por los niños pobres, así es como
ella lo dice, para que tengan más o m enos resueltas sus necesida­
des educativas.
En u n a obra titulada Solo en la bolera: colapso y resurgimiento de la
comunidad norteamericana, que m uchos consideran pionera en su
campo, Robert D. Putnam , Profesor de la Cátedra Dillion de Asun­
tos Internacionales en la Universidad de Harvard, escribe que cada
vez son m enos los norteam ericanos que se im plican en alguna
clase de actividad cívica o com unitaria. Sin em bargo, esa clase de
asociaciones son la savia vital de una democracia, dice Putnam . En
S ócrates enam orado

ellas, los ciudadanos invierten una cantidad muy elevada de lo que


Putnam llama «capital social», que vendría a ser «el valor colectivo»
de estas «redes de carácter social». Partiendo de u n a im portante
cantidad de datos empíricos, Putnam afirma que pertenecem os a
pocas organizaciones, que rara vez nos tomamos el tiempo necesa­
rio para hacer vida de vecinos y m ucho m enos para hacer amista­
des, y tam poco para relacionarnos con nuestra familia o con otras,
de todo lo cual surge «un m alestar cívico compartido».
—Mi m adre tam bién puso en m archa u n ja rd ín de la com uni­
dad en u n sucio solar vacío que había en la misma m anzana en que
vivíamos — dice ahora Cherise, disfrutando de ten er u n grupo de
oyentes tan atentos— . Antes la gente de nuestro albergue solía
estar siem pre dentro de las habitaciones, con la p u erta cerrada, y
nadie tenía nada que ver con ninguno de los de alrededor. A hora
todos vienen al ja rd ín y estamos em pezando a conocernos. H ace­
mos m eriendas y otras reuniones. Creo que ese solar vacío nos n e­
cesitaba y creo que nosotros lo necesitábamos. Lo pusimos bonito,
y eljard ín nos dio ese buen sentim iento del que hablaba antes Mo­
nique. Antes, nadie hacía caso ni al solar ni a los demás. Ahora, es
u n lugar de encuentro para todos.
Cherise me m ira y dice:
—Con independencia de que un o pase poco o m ucho tiem po
en u n sitio, siem pre debería p o d er dem ostrar lo m ucho que le im­
portan todos los demás que estén en ese mismo sitio, y no porque
los demás lo esperen de uno, sino porque uno lo espera de sí
mismo.
—¿Es u n a necesidad vital tener altas expectativas para u no mis­
mo? —pregunto.
—Sin ellas, ¿por qué iba u n a a levantarse de la cama p o r la ma­
ñana? —responde.
M onique m ira a las niñas con una adm iración indisimulada.
—Lo dicen de u n m odo que no puede estar más claro —m ur­
m ura— . Yo no estoy —añade— en situación de ayudar con el
grupo de Girl Scouts o con u n a asociación de padres y profesores,
pero... ¿sabéis qué os digo? Si m añana aún seguimos con el apa­
gón, voy a salir a dar un vaso de agua al que me encuentre, igual me
da que sea rico o que sea pobre. Así m e sentiré que soy igual que
cualquier otro. No que estoy por encima, sino que soy igual: que estoy
P h il ía

igual de necesitada que cualquiera. Lo haré porque eso me dará


ese buen sentim iento, y tam bién porque a lo m ejor en algún lugar,
más adelante, vuelvo a necesitar ese vaso de agua, y espero que al­
guien me lo pueda dar.
«Tenemos que em pezar p o r m ostrarnos cuánto nos necesita­
mos los unos a los otros casi a todas horas ·—dice entonces M oni­
que— . H abrá otros m om entos de crisis, seguro que a la vuelta de la
esquina. Todos los días hay u n a crisis del tipo que sea, p o r lo gene­
ral de desesperación silenciosa, porque no nos sentimos conecta­
dos los unos con los otros. No quiero decir que tengam os que d ar­
nos abrazos los unos a los otros a cada paso, sino que nunca más
deberíam os volver a ser tan distantes y fríos, porque, más que dar
la im presión de que todos somos autónom os, lo que se consigue es
que cada uno sienta que no tiene necesidades.
Jack, que trabaja en u n banco de inversiones, aparentem ente
parecía resignado a pasar la noche en la plaza, lejos de su casa en
Greenwich, estado de Connecticut. A parentem ente satisfecho
hasta ahora con escuchar y contem plar las estrellas, de p ronto da
un sorbo de cerveza caliente y tom a la palabra:
—Yo me voy a sentir deprim ido cuando vuelva la luz. La vida vol­
verá a ser como siempre, y será como si esto nunca hubiera ocurri­
do. Casi tengo ganas de que no llegue el m om ento de m archarm e.
Se tiene la sensación de que pasar aquí la noche es lo más natural
del m undo.
—Pues yo no quiero pasar la noche en u n parque —dice Moni­
que con firmeza— . Me gusta tener un techo que proteja a mi fami­
lia. A unque vivimos en un albergue gratuito, lo tratam os como si
fuera nuestra casa. La gente que lo regenta se desvive por hacernos
sentir que «su casa es nuestra casa»*. Eso es algo que m e hace m i­
rarles y darm e cuenta, como ellos tam bién se la dan, de que nos
están ayudando en u n m om ento de necesidad, aunque tam bién
nosotros les ayudamos, al darles la oportunidad de ser nuestros
bienhechores.
«Además, saben que ese albergue no es suyo, como tam poco es
nuestro ni es de nadie. Al igual que nadie es dueño de este parque,

* En español en el original. (N. delT .)


Sócrates enam orado

ni de u n a casa que com pra y dice que le pertenece. Es suya sólo du­
rante u n tiempo. Eso es lo que todos somos, gente que transitoria­
m ente cuida los unos de los otros y que cuida de los sitios, tal como
los demás y los sitios cuidan de nosotros.

C o sas n e c e s a r ia s

¿Es posible que alguna vez estemos tan en sintonía unos con
otros que lleguemos a saber cuáles son las necesidades más profun­
das de los demás?
M artha Nussbaum hace hincapié en que, para ello, es preciso que
nos consideremos parte de una com unidad hum ana más amplia,
pues sólo entonces llegaremos a ser individuos plenam ente compa­
sivos y desarrollaremos instituciones compasivas, garantizando que
las «necesidades más profundas» de todos sean debidam ente atendi­
das. Nussbaum exhorta a una alimentación espiritual de nuestras ca­
pacidades m ediante algo semejante a la philía, que ella de hecho de­
nom ina «afiliación», y que vendría a ser

la capacidad de vivir con y hacia los otros, de reconocer y manifestar


preocupación por los demás seres humanos, de comprometerse de
formas distintas en una interacción social; de ser capaces de imaginar
cuál es la situación de los demás y de sentir compasión por esas situa­
ciones ajenas; de tener la capacidad tanto de la justicia como de la
amistad.

Entiende Nussbaum que no encontrarem os inspiración para de­


sarrollar y alim entar esta capacidad si antes no reconocemos —y no
nos guiamos de acuerdo con ella— la creencia com partida de que
todos los seres hum anos nacen en u n m undo que «ellos no h an
hecho y que no controlan», lo cual nos pone a todos en u n estado
«de desam paro y necesidad que a grandes rasgos no tiene paralelo
en ninguna otra especie animal».
Hoy, sin em bargo, al no ser ésta la filosofía im perante entre los
m iem bros de las sociedades más desarrolladas, son m uchos más
los que se ven en situación de necesidad y desam paro, a la vez que
u n a selecta m inoría vive com o si estuviera p o r encim a de toda po­
P h il ía

sible refriega, engañándose a sí mismos al creer que no necesitan


a nada ni a nadie.
A resultas de ello, hay m uchos recién nacidos que llegan a u n
m undo en el que sus necesidades a duras penas están cubiertas. Si
u n a m adre em pobrecida se halla desnutrida o al borde de la ina­
nición, o si una m adre es drogodependiente, está infectada p o r el
VIH o padece alguna otra enferm edad que sea u n a am enaza para
su vida, a duras penas será capaz de cuidar de sí misma, y m enos
aún p o d rá aten d er las necesidades de su recién nacido. Un n iñ o
como ése tal vez no tenga la m en o r posibilidad de expresar o de
reconocer todo esto, debido a los daños físicos, neurológicos y /o
emocionales que padece como consecuencia. H asta los niños más
pobres y marginados, siem pre que hayan tenido u n alum bram ien­
to sano, pueden com prender muy rápidam ente que han llegado a
u n m u n do en el que sus «necesidades sentidas» más fu n d am en ­
tales se hallan atendidas sólo en la m edida en que ellos p u ed an
aten d er y resolver las necesidades de los demás. (A la inversa, los
niños privilegiados p u ed en desarrollar muy deprisa la sensación
de que el resto del m undo existe única y exclusivamente para satis­
facer cada u n a de las necesidades que sientan, sean reales o sean
im aginarias). Nuestras «necesidades sentidas» muy al com ienzo de
nu estra vida p u e d e n te n e r su origen en fuentes muy diversas, y
en m uchos casos p u e d en b ro ta r fácilm ente del h ech o de que h a ­
yamos reconocido que no podem os (y quizá, según sean las cir­
cunstancias, que no debem os) fiarnos prim o rd ialm en te de los
demás, y que en definitiva habrem os de re c u rrir ante todo a n o ­
sotros mismos para satisfacer nuestras necesidades si de h ech o
vamos a sobrevivir.
No obstante, la más fundam ental de todas las «necesidades sen­
tidas» no es otra que «sentirse necesitado» de tal m anera que se
creen interdependencias sanas que, al mismo tiem po, nos lleven a
ser más autónom os. En el trabajo que ha desarrollado para las Na­
ciones Unidas, Nussbaum ha sido pionera de un «enfoque de capa­
cidades» con el que se pretende evaluar las necesidades de las m u­
jeres del Tercer Mundo:

La cuestión capital que se formula en el enfoque de capacidades


no es «¿Hasta qué punto está satisfecha esta mujer?», ni tampoco «¿Qué

243
S ócrates enam orado

recursos es capaz de tener a su disposición?». No, se trata más bien de


ésta: «¿Qué es realmente capaz de ser y de hacer?» [...] Los que han uti­
lizado este enfoque [...] preguntan no sólo por la satisfacción de la per­
sona con aquello que hace, sino también por lo que está en condiciones
de hacer (es decir, qué oportunidades y qué libertades tiene). Pregun­
tan no sólo por los recursos presentes en su situación, sino también si
esos recursos funcionan o no, permitiendo que esa mujer trabaje.

Para ello se requiere m ucho más que la m era satisfacción de las


necesidades hum anas más elementales. Además, se debe atender a
otras formas de «necesidad hum ana» con una base social, racional
y empática; en particular, se trata de ver si existe «educación apro­
piada, ocio para jugar, posibilidad de expresión de uno mismo,
[...] asociaciones valiosas con los demás». Conseguir satisfacción
en el sentido más pleno y socialm ente más red en to r no equivale
tan sólo a asumir trabajos y acciones en los que u no se sienta genui-
nam ente útil; al contrario, un o tam bién ha de esforzarse p o r ga­
rantizar que aquellas personas a las que trata de llegar se sientan
igualm ente útiles y dignas, en vez de ser meros objetos de la piedad
y la compasión.

J u g a r ju n t o s a los bolos

En Solo en la bolera, R obert Putnam manifiesta que tiene una


gran confianza en «nuestro poder de invertir el declive que se ha
dado a lo largo de estas últimas décadas», de m odo que volvamos a
ser u na sociedad en la que la participación cívica esté de nuevo en
ebullición. Hace este llam am iento a los deberes cívicos: «Hallemos
m aneras de asegurarnos de que hacia 2010 el nivel de compromiso
cívico entre los norteam ericanos que entonces alcancen la mayoría
de edad» en nuestra sociedad no sólo «esté a la altura del de sus
abuelos cuando tenían esa misma edad», sino que de hecho sea
«sustancialm ente m ayor de lo que fue en la época de sus abue­
los». P utnam no tom a n o ta del papel prim ordial que d eb en de­
sem p eñar los que alcanzaron la m ayoría de edad en los años se­
senta, que son precisam ente los abuelos de estos niños. ¿Cómo se
p u ed e esperar de los jóvenes que cultiven ese sentido del d eb er
P h il ía

cívico si su ideal ha sido en gran m edida aban d o n ad o p o r la ge­


neración más idealista de activistas con conciencia social que ha
habido a lo largo de la historia? Aún es más: antes de tener una m en­
talidad cívica más desarrollada, necesitam os agudizar nuestra
m entalidad civil. Tal como se recoge en u n inform e de Public A gen­
da, u na asociación sin ánim o de lucro, «una carencia manifiesta de
respeto y de cortesía» es sin duda uno de los «más serios problemas
de nuestra sociedad».
O tro de los im perativos cívicos de P utnam es que «pasemos
m enos tiem po de viaje y más tiem po en conexión con nuestros
vecinos». Es evidente que deberíam os pasar más tiem po con los ve­
cinos de al lado; ahora bien, si consideram os el p laneta otro tipo
de vecindario, los que tenem os el privilegio de hacerlo debería­
mos seguir viajando, pero de tal m an era que podam os estrechar
lazos y conocer íntim am ente y apreciar en lo que valen las nuevas
culturas, las distintas m aneras de ver el m u n d o y de hacer el
m undo. Es posible que, con este objetivo en m ente, si los que es­
tamos en situación de hacerlo viajásemos más, podríam os tal vez
apreciar cóm o m uchas sociedades viven de m an era creativa con
muy poco, com partiendo, a pesar de todo, aquello que tienen; de
ese m odo llegaríam os a ver que m uchos viven en condiciones ab­
yectas, en las que incluso la subsistencia básica ha dejado de ser
u n a posibilidad.
El título del libro de Putnam , Solo en la bolera, surge de una rea­
lidad, y es que si bien hoy en día ju eg an a los bolos más personas
que nunca, el núm ero de los que participan en ligas y campeonatos
h a descendido al 40 por ciento del tope alcanzado en pleno apo­
geo de este deporte, hace ya varias décadas. A unque la tradición de
los bolos sigue viva, los norteam ericanos hoy tienden a preferir
ju g a r p or su cuenta, solos.
De adolescente fui un ju g a d o r de bolos inveterado, y durante
años tomé parte en una liga que jugaba los sábados. Los organiza­
dores de la liga en cuestión disponían las cosas de m odo que los
com pañeros de equipo se elegían bastante al azar al com ienzo de
cada temporada. Al no saber quiénes iban a ser mis compañeros me
invadía u n a cierta angustia, que a la vez era excitante; sabía que
p or lo m enos com partían la pasión que tenía yo p o r el deporte. De
m anera invariable, term inaba por hacerm e amigo de personas a
S ócrates enam orado

las que en otras circunstancias nunca habría llegado a conocer. Du­


rante los m uchos meses que pasábamos juntos, llegaba a conocer
su filosofía de vida y su estilo de ju g a r a los bolos, su m anera de
abordar el deporte, de ganar y perder, la vida misma.
Si nos reunim os sólo con quienes más previsiblemente son como
nosotros mismos, apenas hay espacio para la sorpresa de lo nove­
doso, de lo que no es familiar, es decir, para descubrir nuevos terre­
nos intelectuales, sociales, existenciales. Necesitamos redescubrir
la tradición de reunirse en com unidad con personas a las que no se
conoce dem asiado bien. Y es que, aun cuando respetem os estricta­
m ente la analogía que plantea Putnam con el ju eg o de los bolos y
hagamos muchas más ligas de bolos, si siempre podem os escoger y
vetar a nuestros com pañeros de equipo, la nuestra no será necesa­
riam ente u n a sociedad más participativa, no lo será de u n m odo
que prom ueva la philía.
Volvamos a ju g a r juntos a los bolos. Dejemos, al m enos en algu­
nas ocasiones, que los jugadores sean elegidos al azar, en vez de
saber p o r adelantado cuál será la alineación del equipo.

El a m o r a l a p a t r ia

Para los griegos, la philía era el germ en y el meollo del patriotis­


mo. Sin el afecto de la amistad no creían que pudiera existir u n ver­
dadero am or al propio país. La philía, cultivada entre las amistades,
tenía en cierto m odo por objeto extenderse en círculos cada vez más
amplios entre amigos, otros m iembros de la com unidad, etcétera,
hasta que todo el país la compartiera, creando de ese m odo u n sen­
tido de solidaridad, de lealtad, de cooperación y de causa común.

P a t r io t a s in p a t r ia

«El am or al propio país, en u n a dem ocracia como la nuestra,


consiste en hablar alto y claro y en defender a los débiles y a los de­
sam parados —dice H arriett, de diez años de edad— . Consiste en
echarse a los hom bros sus problem as y en enderezar los males que
se les haya causado».
P h il ía

Me encuentro con u n grupo de niños de u n a escuela de prim a­


ria del centro de la ciudad, que tom an parte conmigo en u n diálo­
go que se celebra en las escaleras del Capitolio de la nación. Es el
Día de la Independencia y, como siempre, he extendido invitacio­
nes a los congresistas de la nación entre otros cientos de personas
a las que he ido conociendo p or todo el país; se trata de que el que
lo desee participe en nuestra disquisición filosófica. Este 4 de julio,
estos niños son los únicos que h an aceptado mi invitación, gracias
sin duda a la señora Williams, su profesora del curso anterior, cuya
clase visité. Se ha tom ado considerables molestias para que hoy po­
damos estar reunidos.
—El am or p o r el país consiste en asegurarse de que todos los
ciudadanos tengan buenos libros para leer, buenas ropas con que
vestirse, juguetes con los que ju g a r —dice Rachel, com pañera de
clase de H arriett—. Se trata de estar seguros de que todos nuestros
conciudadanos norteam ericanos tienen u n buen sitio, u n sitio se­
guro y tranquilo donde vivir y dormir, y además asegurarse de que
todos tengan buenos médicos y enferm eras que los m antengan
sanos.
—Si todos los que viven alrededor de uno andan tosiendo y es­
tornudando porque están enfermos, y si no tienen dinero para ir al
médico o para com prar medicinas, eso significa que sus com patrio­
tas no se preocupan p o r ellos — dice Tina, de nueve años, casi de
una tirada— . Sin embargo, las personas que viven en esas condicio­
nes p u eden hacer que enferm en todos los que tienen a su alrede­
dor. Van al trabajo o al colegio porque tam poco se p ueden quedar
en su casa para recuperarse, porque en casa no hay nadie que los
cuide, porque ni siquiera tienen casa, o porque aunque tengan un
techo bajo el cual refugiarse y alguien que se quede con ellos no
tienen dinero para ir a un médico o para com prar medicinas, y si es
u n padre el que está enferm o y dice que no puede ir a trabajar, se
quedará sin trabajo.
—Amar la patria es am ar a tus compatriotas, hom bres y mujeres
p o r igual, como uno am aría a su herm ano, a su herm ana o a sus
mejores amigos —dice entonces H arriett— . Si están enfermos, uno
sabe que ha de hacer algo por ayudarles. Y eso mismo es lo que debe
hacer por todos sus compatriotas. Si no hacemos posible que ellos
se q u eden en casa y que no vayan a trabajar cuando están enfer­
Só crates enam orado

mos, todo el m undo se contagiará del virus. Serán más personas las
que no puedan ir a trabajar, ni a la escuela, ni a la iglesia, y todo el
país estará m ucho peor.
Jayson se suma a la charla.
—El am or a la patria es lo mismo que el am or propio. Si alguien
ayuda a sus com patriotas cuando pasan necesidades, se está ayu­
dando a sí mismo. Y se estará asegurando el que, cuando le toque
el turno de pasar necesidades, y todos pasamos p o r necesidades
tarde o tem prano, alguien le va a ayudar.
—Todos nosotros, los norteam ericanos, deberíam os aspirar a
d ar muestras de esa clase de am or a la patria, y tenem os que hacer­
lo —dice Rachel— . Pero algunos no lo h arán nunca, a no ser que
no les quede más rem edio. Esa debería ser la ley de la nación.
—Pero entonces será am or p o r obligación, y ése no puede ser el
am or a la patria —dice Jayson— . Es algo que ha de surgir con toda
naturalidad, del corazón.
—N inguno de vosotros ha pronunciado la palabra patriotism o
—les digo— . Los ejemplos que dais de cómo m ostrar am or a la pa­
tria ¿son los mismos que los ejemplos que daríais de ser patriota?
—Bueno, es que se puede ser patriota aunque no se tenga país
— dice H arriett— . Los padres fundadores de la nación fueron pa­
triotas m ucho antes de que Estados Unidos llegara de hecho a ser
Estados Unidos. Amaban tanto la idea de u n país en el que los ciu­
dadanos tuvieran derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de
la felicidad, que se m ostraron dispuestos a dar la propia vida para
que esa aspiración se hiciera realidad.
—Mi padre tiene un amigo —me dice Tina— que está luchan­
do en la guerra de Irak, y eso que no es ciudadano norteam erica­
no. —Mira a la Casa Blanca, a lo lejos— . Me alegro de que el presi­
dente de la Casa Blanca haya acelerado el proceso para hacerlo
ciudadano norteam ericano, tanto a él como a otras personas que
están com batiendo en nuestras guerras contra el terrorism o aun
cuando no son norteam ericanos. Aman este país, am an lo que re­
presenta de un m odo que a veces no se da en sus propios ciudada­
nos. Es desconcertante.
— ¿Sabéis quién es un gran patriota? —dice Jayson— . N uestra
profesora, la señora Williams. Dice que en realidad no se pu ed e
saber p o r qué debería uno am ar a su propio país si antes no sabe
P h il ía

qué es lo que hace que éste sea un país que m erece amarse. Nos
deja practicar la libertad de expresión. U na vez tuvimos u n debate
entre todos para decidir si podíam os o no llevar gorra en clase.
—Y nos ha hecho aprendernos de m em oria la Constitución y
Declaración de Independencia, y ahora estamos tratando de apren­
dernos las enm iendas —m e dice Tina— . La señora Williams dice
que las personas que vienen como inm igrantes y se convierten en
ciudadanos conocen estas cosas m ejor que los que hem os nacido
aquí. ¿Cómo es posible amar un país si no se sabe todo lo que hay que
am ar en él?

P a t r io t is m o c o m p a s iv o

M artha Nussbaum cree que existen peligros inherentes al tipo


de patriotism o que hoy im pregna la sociedad norteam ericana.

Nuestro sentimiento de que el «nosotros» es cuanto realmente


importa puede dar paso fácilmente a la demonización de un «ellos»
puramente imaginario, un grupo de seres ajenos a nosotros, a los que
imaginamos en condición de enemigos de la invulnerabilidad y del or­
gullo de ese importantísimo «nosotros». Así como la compasión de los
padres por sus propios hijos puede muy fácilmente tornarse una acti­
tud que promueva el fracaso de los hijos de otras personas, igual suce­
de con el patriotismo: la compasión por nuestros conciudadanos nor­
teamericanos puede muy fácilmente deslizarse hacia una actitud que
aspira a que Estados Unidos sea el máximo, y derrote o subordine a los
demás pueblos o naciones.

A ún se p o d ría dar u n paso más y asegurar que si nuestros ciu­


dadanos no creen que todos los seres hum anos m erecen un
m undo en el que sus necesidades elem entales estén cubiertas, en
el que tengan ciertas garantías de ver cum plidas sus mayores es­
peranzas, eso no se com padece con lo que debería ser el patriotis­
m o en u n a dem ocracia com o la nuestra, con u n a C onstitución
que declara que todos los seres hum anos, y no sólo los n o rteam e­
ricanos, son iguales, y que todos tienen el m ism o d erecho a la
vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Sem ejante p a­
Sócrates enam orado

triotism o podría com enzar p o r la pu erta misma de nuestras casas,


p ero no puede term inar ahí, tal com o tam poco p o d ría term in ar
al llegar a nuestras fronteras. Asimismo, la com pasión p o r los p ro­
pios hijos que aspire a «derrotar a los hijos de otros» no puede ser
verdadera com pasión.
El «patriotismo compasivo» por el que aboga N ussbaum exige
que los norteam ericanos tengan para la gente de todo el m undo
las mismas elevadas aspiraciones que, presum iblem ente, tienen
para los demás norteam ericanos. Exige un tipo de orgullo nacio­
nal derivado en buena m edida del cultivo de los lazos com partidos
de la compasión, que necesariam ente se van extendiendo cada vez
más, hasta ir m ucho más allá de las propias fronteras. La patriote­
ría y la xenofobia no tienen cabida dentro de esta concepción.
La práctica del «patriotismo compasivo» era u n com ponente
vital de la naturaleza dem ocrática de la antigua Atenas, que condu­
jo de u n m odo natural a la formación de amplias confederaciones,
en las que se perm itía a personas de muy lejanos lugares disfrutar
de idénticas libertades que los atenienses. El subsiguiente declive de
Atenas se vio acentuado p o r un declive proporcional de esta prác­
tica, hasta el pu n to de que los dirigentes atenienses ni siquiera se
pensaban dos veces la invasión de otras tierras y la matanza de ino­
centes para aprovecharse de los recursos de dichas regiones. Nuss­
baum escribe que la

compasión y el terror están en el tejido mismo de nuestras vidas. [...]


Al igual que el ejército griego, no sólo somos víctimas sino también
causa de la devastación en tierras extranjeras. En las vidas de los nor­
teamericanos después del 11-8 realmente se aprecia el buen trabajo
obrado por la compasión, a medida que los norteamericanos sienten
en sus propias carnes el sufrimiento de tantos otros pueblos tan distin­
tos, en los que de lo contrario nunca se hubieran parado a pensar.
Q u in t a Pa r t e

A gape
U n a m o r m ás elevado

En la Grecia helénica, la agápe se consideraba la form a más ele­


vada del amor, el am or abnegado, sacrificado, incondicional, que
em ana de u n desbordam iento interior. A ctuar p o r agápe dem ues­
tra en todas las instancias el am or que se profesa hacia la hum ani­
dad, y supone que todos los gestos que u n o haga son indicativos de
que ve a todos los seres hum anos como iguales, m erecedores p o r
igual. Por consiguiente, la agápe es la definitiva acogida en el seno
de la com unidad, pero de tal m odo que ésta se expande.
Con agápe no hay expectativa de una recíproca demostración de
afecto por parte de aquellos con quienes se practica; más bien se da
el caso de que la persona im buida de agápe da con libertad, ama sin
cortapisas ni condicionantes, sin pensar en recom pensas de ningu­
na clase, y al hacerlo, aun cuando no lo espere, es frecuente que re­
ciba más a cambio.

D ia r io s d e l a c á r c e l

—¿Quién m uestra un am or incondicional?


La p reg u n ta se p lan tea sin darm e ocasión de ocu p ar la silla
que me ha reservado u n grupo com puesto p o r veinticinco perso­
nas. El hom bre que la form ula, u n gran aficionado a la filosofía
desde hace ya m ucho tiem po, es de m ediana edad, y es u no de los
internos de la cárcel de m áxim a seguridad que ya he visitado en
Sócrates enam orado

varias ocasiones. De ese m odo, sin preám bulos, ha com enzado el


diálogo. ,
—Mi hija, que tiene nueve años. Cuando viene corriendo a
abrazarm e en la sala de visitas, es el am or incondicional en perso­
na. Espero que cuando sea mayor y entienda p o r qué estoy aquí
siga viniendo derecha a mis brazos. Y aunque no lo haga y se con­
tenga, sabré que ese am or incondicional sigue estando den tro de
ella, en lo más profundo.
—Mi esposa. Me ama en las buenas y en las malas. No es que me
ame así porque hiciera esa promesa; me hizo esa prom esa porque
así es como me ama.
—Mi m adre lo muestra. Me dice que me am ará igual tanto si
paso en la cárcel el resto de mis días como si soy u n científico, aun­
que bien sé que ella hubiese querido que yo fuera u n científico. Su
am or m e llena del deseo de ser mejor. Q uién sabe: a lo m ejor u n
día llegó a ser un científico. No me falta m ucho para sacarme el tí­
tulo de licenciado en matemáticas. H a sido difícil, pero gracias a
sus ánim os lo estoy consiguiendo. Iba a decir que su am or p o r m í
no tiene ninguna clase de condiciones, pero sí que las tiene, las
tiene en abundancia, y todas ellas son condiciones de amor.
—Mi perro m e manifiesta esa clase de amor. Es posible que
nunca vuelva a verlo, que nunca vuelva a sentir esa lengua húm eda
con la que me lamía la mejilla, y tal vez nunca vuelva a ver esa cara con
la que dice «te quiero pase lo que pase». U n p ar de veces le he
dado u n a patada, lo reconozco. H a sido lo más bajo que he hecho
nunca. A ún veo la m irada de dolor en sus ojos grandes, acuosos,
aunque sólo sea u n m ilisegundo. Acto seguido me vuelve a am ar
con la misma alegría de siempre.
—¿Y os dais muestras de am or incondicional a vosotros mismos?
—No, eso no es posible. El am or incondicional es algo que los
demás tienen p o r uno, o un o p o r los otros, pero no se tiene p o r
uno mismo. Sería rarísimo que alguien dijera: «Yo me amo incon­
dicionalmente».
—Yo no lo veo así. Decir que me amo incondicionalm ente sólo
significa que no voy a darlo todo p o r perdido. Me da lo mismo que
otros digan a m enudo que soy un caso claro de maldad. El am or in­
condicional hacia m í mismo es lo que me inspira a ser bo n d ad
p u ra de ahora en adelante.
A g ape

—El am or incondicional sólo aparece en los cuentos de hadas.


Ese es el único lugar en que existe.
—Esa es la clase de m undo que quiero para mi hija, u n m undo
de cuento de hadas, en el que todos m uestren a todos u n am or in­
condicional, en el que se presten tanta atención y se regalen tanto
afecto, perdón y com prensión los unos a los otros que el m undo ya
no pu eda ser más pacífico ni estar más lleno de amor. A lo mejor,
si todo el m undo cree en ese am or tanto como m i hija a sus nueve
años, y si todo el m undo lo m uestra como ella, a lo m ejor ese sueño
se haría realidad. Sería increíble...

La ú l t im a c r u z a d a

—Deberíamos vivir el am or —dice Jeff, contratista de A lbuquer­


que, Nuevo México. Es el prim ero en respond er a mi pregunta:
«¿Cómo deberíam os vivir?». Sócrates dijo que ésta era la pregunta
más im portante que puede form ularse u n ser hum ano, la más im ­
portante de cuantas puede responder, y lo hizo en u n momento en el
que la edad de oro de Atenas había desaparecido y ésta se hallaba
en plena decadencia, en el que la religión institucionalizada p ro n ­
to iba a ser la norm a, en el que los griegos se replanteaban la agápe
como u n a suerte de am or que sólo podía engendrarse p o r m edio
de una intervención divina.
—Deberíam os com partir nuestro amor, desplegar el am or en
todo lo que hacemos —sigue diciendo Jeff. H abla con una voz tan
queda que hay que aguzar el oído para captar sus palabras, lo cual
está en abierta contradicción con su figura im presionante y la seve­
ridad de sus facciones. Su familia y él están entre las quince perso­
nas con las que me encuentro apiñado en una de las amplias tien­
das que se han plantado en un prado de Flushing Meadows-Corona
Park, en Nueva York. No esperaba que m e fuera a tocar u n grupo
de personas de distintos credos religiosos, todas las cuales han ve­
nido a escuchar el mensaje de Billy Graham. Y n o sólo hay m iem ­
bros de las distintas denom inaciones cristianas, sino tam bién sijs y
judíos. En efecto, estas reuniones de personas tan dispares no son
ni m ucho m enos u n a rareza entre los casi ochenta mil asistentes
que se han congregado procedentes de todo el planeta, en una so­
S ócrates enam orado

focante tarde de verano, para vivir el últim o de los tres días de revi­
val evangélico que ha concentrado en total a más de u n cuarto de
m illón de personas. En u n a trayectoria que abarca más de m edio
siglo, Graham , que ya cuenta ochenta y seis años y es el dirigente
más veterano del movimiento evangélico protestante, ha extendi­
do su visión del evangelio entre más de doscientos millones de per­
sonas de 185 países, y ha sido consejero espiritual de todos los p re­
sidentes estadounidenses desde Dwight D. Eisenhower. Al celebrar
aquí su últim a cruzada, G raham ha cerrado un círculo completo:
en la ciudad de Nueva York y en 1957, en la cúspide de u n a época
tum ultuosa que iba a lanzar el movimiento en p ro de los derechos
civiles y los movimientos políticos radicales de los años sesenta,
Graham celebró el más largo de sus revivals. Aunque estaba progra­
m ado sólo para u n par de semanas, se prolongó nada m enos que a
lo largo de cuatro meses. El mensaje de am or incondicional que di­
funde Graham , y de com pañerism o universal, tocó entonces u n
acorde que resonó a lo largo y ancho del planeta.
—¿Cómo vives el amor, cómo compartes el amor? —pregunto.
—H aciendo lo que estamos haciendo a h o ra —responde Jeff—.
Fíjate qué variada es la asistencia a esta reunión, tanto dentro como
fuera de esta tienda. Es u n a congregación de amor. Y es que eso es
lo que ha de ser el movim iento evangélico: se trata de crear u n a
tienda en cuyo interior puedan guarecerse todos. La tienda ha de
estar hecha de u n tipo de tejido espiritual bastante especial, u n te­
jid o hecho de am or de Dios, tan capaz de expansión infinita. El re­
verendo G raham siem pre ha predicado que si uno cree en Dios
exactam ente como él, o si u n o es u n alma perdida, o bien recién
hallada, Dios nos ama po r igual y espera que le amemos todos p o r
igual, p orque Dios nos am a a todos, a los santos y a los pecadores,
a los que creen y a los que no creen. A todos por igual. Dice Graham
en uno de sus ensayos que «algunas personas parecen tener tal pa­
sión p or la rectitud moral que no les queda sitio para la compasión»,
aunque es misión evangélica m ostrar «una gran bondad y u n a gran
misericordia» a uno y a todos p o r igual, «con com pasión y con
amor».
—¿No hay ninguna condición, ningún compromiso? —pregun­
to— . ¿Actuáis con am or hacia los demás con la esperanza de con­
vertirles a vuestra form a de vida cristiana?
A gape

—Mi am or no conoce condiciones, aunque mi esperanza es que


los demás lleguen a nuestra form a de vida en Cristo, como he llega­
do yo —dice Carly, la esposa de Jeff—. Pero si yo los tratase de un
m odo distinto sólo porque no se avengan a convertirse, eso me
h aría la p e o r de las hipócritas. Jesús es mi guía, y Jesús practica­
ba la agápe, que es la palabra que designa el am or y que aparece a
m enudo en las versiones originales de la Biblia en lengua griega.
Significa «amor incondicional». Es un am or en el que u no se rinde
y se entrega p o r com pleto a la tarea de hacer de este m undo un
lugar más lleno de amor.
»Esto es lo que intentam os hacer mi marido y yo, aunque sea de
m anera imperfecta, en el nom bre del am or de Cristo —prosigue— .
Damos con generosidad nuestro tiem po y nuestro dinero a causas
de caridad. Por ejemplo, nos prestamos voluntarios para construir
hogares para los que no tienen techo, o para los que viven en casas
que se caen a pedazos. Se trata de un proyecto cristiano, de modo que,
como es natural, hacem os u n a lectura de la Biblia cuando u n a fa­
milia se instala en una de las casas nuevas, y les damos u n a Biblia y
rezamos con ellos al Señor, porque nuestras acciones han tenido
inspiración en el am or de Cristo. Pero la casa les pertenece a ellos,
sin condiciones de ninguna clase. Tanto si aceptan a Cristo y le
hacen sitio en sus vidas y en sus corazones como si no lo hacen, la
casa es u n regalo hecho con am or incondicional.
—Así pues, dar de un m odo incondicional es una parte clave de
una vida de am or incondicional. ¿Es así? —pregunto.
—D ebería serlo —responde Eric, un evangélico llegado de Bir­
m ingham , estado de Alabama, para tom ar parte en el revival—.
A hora bien: si nosotros los evangélicos, que somos millones, diése­
mos hasta que el hecho de dar nos doliera por el deseo de hacer de
esta tierra u n lugar celestial para todos, entonces no habría más
de cuarenta y cinco millones de norteam ericanos que no tienen
derecho a la atención sanitaria gratuita. No habríam os alcanzado
niveles récord de pobreza y de personas que no tienen hogar.
—Nuestro gobernador, Bob Riley—pasa a decir Eric— , trató de
que se aprobase en referéndum una reform a fiscal que habría ser­
vido para m ejorar m uchísim o la calidad de vida de los pobres en
nuestro estado. Dijo que era «inmoral» que no hiciésemos más po r
ellos. El gobernador propuso la reform a porque, según dijo, «de
Sócrates enam orado

acuerdo con la ética cristiana, hem os de am ar a Dios y hem os de


amarnos los unos a los otros, y hemos de cuidar de los pobres y los
desfavorecidos». Arriesgó su carrera política con tal de cum plir
con su «deber cristiano». En el referéndum sufrió u n a d errota
aplastante. Ahora, nuestro gobernador, que es de la fe evangélica,
y que así predicó u n mensaje de am or incondicional en su afán p or
hacer de Alabama u n a tierra en la cual todos sin excepción pudie­
ran vivir con esperanza y con dignidad, está considerado u n paria
en u n estado en el que existe uno de los porcentajes más elevados
de evangélicos del m undo entero.
—En tal caso —pregunto—, con respecto a «cómo deberíam os
vivir», ¿cuál es el mensaje que esto nos transmite?
—Que uno debe vivir como un evangélico que sólo habla acer­
ca de los valores religiosos más profundos, pero que más vale que
no se te ocurra intentar po n er en práctica esos valores, vivir el tipo
de am or radical que Jesús habría querido que viviésemos.
—Nosotros tenem os u n a palabra, khalsa, que significa «camino
de amor» —dice Gurjeet, bioquím ico y padre de seis hijos. Sij
ahora residente en Birmingham, Gurjeet y su familia h an acom pa­
ñado hasta aquí a Eric y a la suya. G urjeet ha asistido a los revivals
evangélicos de Billy Graham desde que éste se aventuró a visitar la
India, tierra de Gurjeet, hace ya varias décadas, cuando G urjeet era
poco más que u n niño.
«Nuestra sagrada escritura comienza con esta reflexión de G ura
Nanak, el fundador de la fe de los sijs: «No somos hindúes ni m u­
sulmanes. Todos somos creados por Dios como seres humanos». Es
lo mismo que predica el reverendo Graham. Lejos de decir que se-
debe abandonar la fe elegida, lo que cuenta es no p erd er nunca de
vista a Dios; es decir, que viviendo en la nobleza de la fe, u n o no
abunda en la práctica de ritos elaborados ni en la adoración de los
ídolos, sino en el cultivo de su m ente y de su corazón para «ser
como Dios». Eso es algo que se hace dedicándose a lo que los sijs
llamamos seva, que significa la devoción amorosa, desprendida, y
el servicio a nuestros congéneres, los seres hum anos.
Interviene Naima, la m ujer de Gurjeet:
—G uru N anak observó que los sacerdotes hindúes y los imanes
islámicos de sus tiempos vivían rodeados de grandes lujos, m ien­
tras los fieles de su rebaño m orían de ham bre. —En sus ratos li­
A g ápe

bres, Naima se dedica a llevar alim entos a los ancianos que viven
sin poder salir de sus casas con norm alidad— . Predicaban el am or
incondicional y la atención al prójim o, cuando ellos vivían de m a­
nera acom odada, beneficiándose del artificioso sistema de castas
que m antenía aplastadas a las personas a las que presuntam ente
ayudaban. G uru Nanak era de una familia hindú de casta elevada,
y podría haber disfrutado de u n a vida de grandes privilegios, sólo
que la rechazó. Todo lo que le im portaba era cum plir con su parte
y vivir de m anera que crease un m undo de mayor justicia social y
económica, de caridad y de amor.
— ¿Seguís el camino del khalsal —pregunto.
—Yo lo intento, pero nunca llegaré a hacerlo como lo hizo él —res­
po nde Naima— . Al igual que Jesús, G uru N anak h a puesto el lis­
tón muy alto. Nos proporcionó la señalización p ara el camino de
la vida, y en sus escrituras nos aprem ió a realizar u n a labor honesta,
ética, consistente en practicar la seva en todo lo que hagamos. Con­
sideraba que todos nuestros tratos y acciones, grandes y pequeños
p o r igual, tienen im pacto en las vidas de las personas, y que p o r
eso hem os de actuar de m anera que todos se sientan impulsados a
llevar u n a vida de am or incondicional. Al tratar de vivir de este
m odo, puedo asegurar que he visto de prim era m ano la sabiduría
de las palabras de G uru Nanak; el más leve gesto de bondad puede
transform ar a alguien.
—Es fácil «vivir el amor» cuando no hay tensiones — dice Gur-
je e t—·. Cuando hay conflictos o tragedias es cuando la fe que u no
tiene resulta de verdad puesta a prueba. U n sij fue el prim ero en
m orir asesinado p o r un crim en de odio en Estados U nidos des­
pués de la tragedia del 11 de septiem bre: asesinado p o r llevar tu r­
bante, p or ser confundido con u n m usulmán. El hom bre que dis­
paró contra Balbir Singh Sodhi le gritó desde u n cam ión a la vez
que accionaba el gatillo de su arma: «¡Defiendo a N orteam érica
hasta el final!». Sólo que ese asesino no defendía a Norteamérica, co­
m o tam poco lo habría hecho u n sij si hubiera reaccionado con
la idea del ojo p o r ojo y hu b iera declarado: «¡Yo defiendo la reli­
gión sij!». C uando u no se ve más presionado es cuando ha de
«vivir su fe». Si se reacciona ante el odio con amor, uno dem uestra
que vive con arreglo a las leyes del wird, las leyes de la gracia y el
am or divinos.
S ócrates enam orado

—Al igual que la agápe, la seva parece ser la gracia en acción —dice
Jeff—. «Amémonos los unos a los otros, pues el am or es de Dios, y
todos los que am an han nacido de Dios y conocen a Dios», se nos
dice en Juan, 4:7-8. Cuando uno ama a los demás, está poniendo de
manifiesto la gracia de Dios, dem ostrando que es el conducto p o r
el cual fluye esa gracia. Aun cuando no apele a su creencia en Dios,
cuando uno tiende su m ano a los demás de un m odo am oroso está
viviendo como si fuera hijo de Dios.
—C uando no m uestra am or a los demás, ¿es uno hijo de Dios?
—pregunto.
—Lo es, pero no vive como si lo fuese —responde Eric— . Son
muchísimas las personas que han venido porque no se sienten
amadas, porque clam an p o r recibir amor, porque no en tienden o
no conocen el am or y eso es lo que quisieran. Buscan u n determ i­
nado tipo de amor, un am or que no juzgue, u n am or sin condicio­
nes, y éste es el lugar donde hallarlo. Todos tenem os u n hogar bajo
la tienda de Billy Graham.
Dice Carly:
—Son legión las anécdotas sobre cómo h a transform ado [Gra­
ham] a las personas más llenas de odio en las más amorosas. El re­
verendo G raham se ha tom ado totalm ente a pecho el versículo 5:
44 de Mateo, donde dice Dios: «Amad a vuestros enemigos. Bende­
cid a los que os maldicen, y haced el bien a los que os odian». El ha
sido el responsable de las milagrosas transformaciones de antiguos
m iem bros del Ku Klux Klan, de asesinos, de personas cargadas de
odio de todas las clases, que han tenido la inspiración de pasar el
resto de sus vidas viviendo con am or incondicional, restaurando y
reparando todos los daños que antes han causado.
Gloria, de Connecticut, dice:
—Hay u n a palabra en hebreo, tikkun alum, que esencialm ente
significa que uno está arreglando el m undo cuando salva u n a vida.
—Amiga íntim a de Carly desde los tiempos en que convivieron en
u n colegio mayor cuando eran estudiantes universitarias en Bos­
ton, Gloria practica el judaism o reform ado— . No hay que en ten ­
d er eso de «salvar una vida» de un m odo grandioso. Puede bastar
con decir «hola» a alguien que está terriblem ente hundido, en las
últimas, y darle el reconocim iento que m erece como ser hum ano.
Eso es lo que importa.
A gape

Entonces tom a la palabra Andrew, su m arido, que es profesor


de enseñanza secundaria.
—En Jeremías, 31: 3, dice el Señor: «Os he amado con ahev», que
es la palabra que en hebreo designa el «amor eterno». Y dice que nos
ha dedicado la caridad del amor, o liesed, que en hebreo designa el
«amor en acción». Esas dos palabras juntas son la gracia de Dios en
acción, y son muy similares a agápe y a sexta. Inspiran en las personas
una vida de restauración, de transformación a través del amor.
—Al am ar a los demás como a ti mismo, amas a Dios con toda tu
fuerza, como ordena el Deuteronom io.
Guardamos silencio y oímos hablar al reverendo Graham. A un­
que su voz de barítono se ha debilitado de m anera notable, cuando
dice que «Dios ama a todos los presentes» su m ensaje parece tan
poderoso como siem pre, ajuzgar por su impacto.
—Al térm ino del revival de hoy —me dice Carly—, el reverendo
Graham hará lo que hace siem pre, invitar a los presentes a que
suban al escenario a sumarse a él en el am or del Señor.
—Yo subiré —dice Naima, con gran sorpresa entre los que la
oyen— . Al igual que el reverendo Graham, nosotros los sijs invita­
mos a todo el m undo, de todas las creencias, a sumarse a nosotros
en nuestras gurdwaras, nuestros lugares de culto, de m odo que p o ­
damos relacionarnos, que aprendam os unos de otros a vivir m ejor
siendo los conductos del am or divino. Muchos de los cristianos que
están aquí con nosotros en nuestra tienda han venido a nuestros
gurdwaras. De ese m odo nos hem os hecho amigos y hem os ap ren ­
dido m utuam ente, de las creencias de cada cual, y tam bién de
cómo, de m aneras muy diversas, es m ucho lo que tenem os en
común. Yo antes tenía muchos más prejuicios sobre los evangélicos
de los que ahora tengo, aunque aún hay m uchos que p reten d an
hacerte creer que para vivir una vida en la fe hay que practicar esas
prédicas a hierro y fuego, con olor a azufre, con el m iedo constan­
te de la condenación eterna. En general, debo decir que los rígidos
prejuicios que tuve son ahora m ucho más «elásticos», gracias a que
conozco los corazones de los aquí presentes.
»Y ahora mi deseo es abrazar al reverendo Graham, u n hom bre
de dios que cam ina p o r el khalsa. El sabe que el odio extrem o se
com bate con el am or extrem o, y la ignorancia extrem a con la ex­
trem a iluminación.
Só crates enam orado

—Iré contigo — dice Jeff a Naima. Se pone en pie, pero antes de


m archarse nos dice lo siguiente— : U na vez, después de mi conver­
sión, fui a escuchar ajim m y Carter, que dio una clase de catequesis
en su ciudad natal, en Plains, estado de Georgia. Habló de m anera
muy afable, como el reverendo Graham , sobre la vida de com pa­
sión, sobre dar todo lo que uno tiene con tal de hacer u n m undo
más justo. Es lo que ha hecho durante toda su vida, seguir p o r ese
camino. N unca se ha desprendido de la compasión. Al contrario,
la ha sabido utilizar en la política.
»Yo antes era de los que se consideran «más santos que la san­
tidad» —sigue d icien d o jeff—. C uando algunos de mis amigos no
se sum aron a mi idea de convertirm e en un cristiano renacido,
m e distancié de ellos. Llevaba mi fe en el pecho con total arro ­
gancia. Creía que había visto y había sentido algo que ellos no co­
nocían, y que eso me p o n ía p o r encim a de todos los dem ás. En
vez de com partir el am or de Dios, me cerré a todo el m undo. Ulti­
m am ente he em pezado a llam ar a mis antiguos amigos y a p ed ir­
les p erdón. U no a un o m e van dejando en tra r en sus tiendas. Su
p erd ó n incondicional ha sido para m í una gran lección de hum il­
dad. Al igual que el reverendo G raham , viven en tiendas hechas
del am or de Dios.

Amor c o n d i c i o n a l s in c o n d i c i o n e s

En Los cuatro amores, C. S. Lewis (1898-1963), célebre defensor


del cristianismo y autor de un clásico de la literatura infantil, Cróni­
cas de Narnia, profesor de Literatura Medieval y del Renacim iento
en la Universidad de Cambridge, así como profesor invitado de lite­
ratura inglesa en Oxford, discrimina entre eros, storgé y philía, que
son tipos de am or derivados del ser hum ano, m ientras que agápe,
asegura, «es un am or que es un don divino, el am or que es Dios
mismo». Si las tres formas del am or hum ano no se entrem ezclan
con la agápe, Lewis sostiene que no pueden exhibirse ni plena ni
adecuadam ente, y están condenadas a la distorsión. Según Lewis, el
ser hum ano no puede experim entar la agápe si antes no acepta a
Dios en su corazón, porque ésta es la única forma de ser u n conduc­
to del am or divino y de practicar el tipo de am or que es «totalmen­
A g a pe

te desinteresado». U na persona que actúe movida por la agápe cris­


tiana, asegura, desea solamente «lo m ejor para el amado».
Pero para saber qué es lo m ejor para el amado, o para quien sea,
es preciso estar totalm ente interesado en él y, de u na m anera abso­
luta, dedicar grandes esfuerzos a descubrir cuáles son sus esperan­
zas más profundas, sus necesidades y deseos. Si alguien puede lle­
gar a interesarse de todo corazón y con toda el alma por otra
persona, y si aún tiene los medios de hacer lo que sin duda es m ejor
para el amado, sea lo que fuere y al m argen de lo que pase, sin p e n ­
sar en ninguna clase de recom pensa personal, h abrá dado un paso
más hacia el am or puro e incondicional.
Por otra parte, ¿qué hay de malo en la recom pensa? ¿Por qué
tiene que estar reñida con el am or incondicional? Si yo obtengo
una gran satisfacción personal en haber ayudado a alguien, ya sea
u n amigo al que amo, ya sea un pariente o un desconocido, esa sen­
sación de plenitud que obtengo ¿debería ser negación de que mi
acto no ha tenido condiciones de ninguna clase? Si ayudo a los
demás de ese m odo, y ellos a su vez encuentran la inspiración de
ayudarme a m í y a otros a avanzar en ese mismo camino, practican­
do actos de am or caritativo y muy intencional, cada cual a su m ane­
ra, aunque ésa no fuera mi expectativa, ¿diluye eso o resta «incon-
dicionalidad» a mi acción?

¿Existe de verdad lo que llamamos am or incondicional? ¿Es d e­


seable el am or incondicional? ¿No está nuestra m anera de amar,
nuestra filosofía del am or (incluido el am or incondicional), siem­
pre condicionada p o r nuestras costum bres culturales, religiosas y
sociales? ¿Es el am or sin apego no tanto incondicional, sino más
bien desasido, carente de anclaje, de dirección, de u n propósito
claro?
¿Y si existiera algo como el am or incondicional, puram ente ab­
negado, que concuerde con la noción de agápe que propugna
Lewis, y aspirásemos a am ar a los otros de ese modo? Si quienes re­
ciben ese am or no com parten con nosotros nuestra visión del
m undo, si no están de acuerdo con nosotros en lo que es la agápe
o en lo que debiera ser, o bien si no creen en absoluto que exista y
sea deseable, ¿cabe decir que u n o les haya m ostrado u n am or in­
condicional? ¿Yqué pasa si quien recibe ese am or carece de un con­
Sócrates enam orado

cepto claro del amor incondicional, a pesar de lo cual cree que puede
manifestarse precisam ente de una form a contraria a la que prac­
tica la persona que aspira a dem ostrarlo? ¿Sería el verdadero ges­
to de am or incondicional abandonar el propio concepto que se
tiene de la agápe en favor de actuar de un m odo que sea acorde con
las creencias de quien va a recibirlo?
¿Y si el am or incondicional es contingente y depende más de
quien lo recibe que de la persona que lo dispensa? Tal podría ser el
caso si la respuesta de la persona que lo recibe ante el gesto que
uno le da es tal que recibe el gesto y com prende su intención, aun
cuando según su sistema de creencias ese gesto no sea de ninguna
m anera un acto de am or incondicional.
¿Y si el gesto que uno hace de todo corazón es contrario a las
creencias del otro? Por ejem plo, tal sería el caso de que u n o ofre­
ciese cenas opíparas, a base de buenos solomillos y otras viandas,
gastándose todo lo que tiene, a u n a familia que realm ente pasa
ham bre, pero cuya religión, sin que uno lo sepa, les pro h íb e el
consum o de carne de animales. Sin em bargo, esa familia acepta la
invitación porque se da cuenta de lo m ucho que eso supone para
quien se la ofrece, p o r más que entrañe u n sacrificio muy conside­
rable p o r parte de dicha familia. Diríase que el am or de esa fami­
lia es más incondicional que el am or de quien la invita a cenar, y que
es incluso la familia la que obsequia u n gesto de auténtico am or
incondicional.
C. S. Lewis aún asegura que sólo en virtud de la agápe cristiana
puede uno «amar aquello que no es naturalm ente amable: así, a
los leprosos, los delincuentes y los criminales, los enemigos, los ler­
dos, los m alhum orados, los que se dan aires de superioridad, los
que se burlan». Sólo la gracia de Dios nos perm ite am ar a tales p er­
sonas, de m odo que la m ejor traducción que hay de la agápe hoy en
día, ajuicio de Lewis, sería la «caridad». ¿Quién determ ina qué es
amable y qué no lo es? ¿Quién o qué determ ina qué es u n criminal,
u n enemigo, un lerdo, u n m alhum orado o alguien con aires de su­
perioridad? ¿Los criterios sociales, los religiosos? ¿Un poco de
ambos? Los propios criterios que cualquiera utilizaría para p o n er a
alguien tales etiquetas, de m odo que entonces le profesara u n
am or incondicional, en realidad más bien parecerían obviar la po­
sibilidad misma del am or incondicional.
A g a pe

La agápe genuina parecería entonces requerir que uno prescin­


da de todas las etiquetas peyorativas, que se considere tan defec­
tuoso y tan im perfecto (si no más) que cualquiera, y que nunca se
coloque por encim a de nadie.
¿Y si el am or incondicional significa que no se im pongan p ará­
m etros preconcebidos sobre lo que puede significar y ser el amor,
y que uno esté plenam ente abierto a todas las nuevas posibilidades
del amor, a nuevos sistemas de creencias en torno al amor, a nuevas
aplicaciones, por así decir? ¿Ysi el amor, en sus más elevadas encar­
naciones, pudiera sólo hacerse realidad en caso de que los seres
hum anos fuesen su fuente, su creador, su catalizador y su conduc­
to? ¿Podría un am or como ése seguir siendo divino?

Am or s in l ím it e s

Joseph Campbell (1904-1987), renom brado p o r sus estudios de


mitología comparada, apunta en su ensayo clásico, El héroe de las mil
caras: psicoanálisis del mito, que las naciones cristianas, cuyo estandar­
te es supuestamente de am or incondicional, «tienen a lo largo de la
historia más fama por sus barbaries coloniales y sus luchas intestinas
que p or algún despliegue realm ente práctico de am or incondicio­
nal» . Esto, afirma, constituye u n flagrante contrapunto con el m an­
dato suprem o de Dios: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a
quienes os odian, [...] bendecid a quienes os maldicen, [...] ofreced
la otra mejilla a quien os abofetee en una, [...] tratad a los demás
como queréis que ellos os traten [...]». Y dad en general a todos los
que os pidan. Campbell sostiene que no es gran cosa amar a quienes
nos aman, «pues también los pecadores aman a quienes los aman».
Lo que importa, según Campbell, es dar el siguiente paso y amar in­
condicionalm ente a quienes no nos aman y a quienes de hecho po­
drían odiarnos profundam ente. Este es el tipo de am or que Sócrates
trató de modelar, como también lo intentaron otras figuras paradig­
máticas de la historia universal, desde Buda a muchos cristianos de
intensa conciencia social, como el doctor M artin L uther King, Jr.

Lo que tam bién debería importar, según han dem ostrado estas
personas, es am ar no sólo a quienes no nos am an, como dice

265
Sócrates enam orado

Campbell, sino tam bién dejarse am ar p o r aquellos a quienes no


nos sentimos predispuestos a amar, abrirse uno, haciéndose vulne­
rable, a nuevas posibilidades del amor. Si no se llevan a cabo ambos
movimientos —am ar a quienes no nos aman, pero tam bién dejar­
se am ar p o r aquellos que uno no ama—, se da el caso de que u no
sólo ama cuando tiene pleno control sobre la «situación amorosa».

B ertrand Russell considera insostenible la m oralidad de la Bi­


blia cristiana, aunque no, como se podría suponer, sobre la base de
que sea ilógica, inconsistente, indefendible. Antes bien, como afir­
m a en u n famoso opúsculo que tituló Porqué no soy cristiano, Russell
prefiere de largo a B uday a Sócrates antes que a Jesús o a cualquier
otro que sostenga que el infierno existe: «Nadie real y profunda­
m ente hum ano puede creer en un castigo eterno». Por si fuera
poco, Russell dice que adm ira la disposición de Sócrates hacia
quienes disentían de su parecer, incluso antes quienes manifesta­
ban repulsa por sus planteam ientos ante el m undo. Sócrates nunca
clamó en contra de los que no estaban de acuerdo con él ni esta­
ban dispuestos a prestarle atención. N unca exhortó a sus seguido­
res, tras ser objeto de su injusta sentencia de m uerte, a que se co­
brasen venganza de sus perseguidores. Al contrario, le dijo que
tratasen de llegar a los demás p o r m edio del amor, que lo intenta­
sen con más ahínco que nunca.
Sem ejante disposición, según aprecia Russell, «es m ucho más
valiosa» que la que se plantea en el Nuevo Testamento, donde a su
en ten d e r se afirm a que todo el que no crea e n jesú s y no cum pla
sus m andam ientos no p o d rá «escapar de la condenación del in­
fierno» y «no hallará perdón [...] ni en este m undo ni en el m undo
venidero».

El v e r d a d e r o a m o r c r is t ia n o

León Tolstói (1828-1910), el gran novelista ruso, además de pa­


cifista y anarquista cristiano, m antiene u na perspectiva muy distin­
ta a la de B ertrand Russell sobre Jesús y sobre el tipo de am or que
encarna. En M i religión, Tolstói escribe:
A g á pe

Casi desde el primer momento de mi niñez, cuando comencé a


leer el Nuevo Testamento, me sentí conmovido, me sentí removido
[...] por esa parte de la doctrina de Cristo que inculca el amor, la hu­
mildad, la abnegación, el deber de pagar el mal con bien. Para mí,
ésta ha sido siempre la sustancia del cristianismo; eso era lo que
amaba con todo mi corazón.

Tolstói consideraba desagradable el dogm a del cristianismo ins­


titucionalizado, que le parecía muy alejado de las enseñanzas y la
práctica de Cristo. Dice que se vio «empujado lejos de la Iglesia p o r
la extrañeza de sus dogmas, por la aprobación y el respaldo que dio
a las persecuciones, a la pena de m uerte, a las guerras, y p o r la into­
lerancia que es com ún a todas las sectas». En cambio, nunca se vio
em pujado lejos del cristianismo en sí, y de lo que veía como dog­
mas ennoblecedores del am or incondicional.

U n artículo de la revista Newsweek sobre el reverendo Billy Gra­


ham señala que su versión del evangelismo está «arraigada en va­
rias décadas de reflexión sobre las virtudes de la fe, la esperanza y
la caridad, entendiendo por tal el am or por todas las criaturas de
Dios». En el artículo se m enciona que Graham dijo que su vida «ha
sido u na peregrinación, un constante aprendizaje, cambio, creci­
m iento, m aduración», a resultas de lo cual «[he llegado] av er de
m anera más profunda algunas de las implicaciones de mi fe y mi
mensaje, la m enor de las cuales no es la referente al ámbito de los
derechos hum anos y del entendim iento racial y étnico». Esta es la
misma versión del am or cristiano que Tolstói asume, la que tanto él
como Graham creen que practicabajesús.

P o r e l am or de Dios

El Antiguo Testamento propone uno de los ejemplos más inolvi­


dables que tenem os de am or incondicional, no de Dios p o r el
hom bre, sino del hom bre por Dios. El Libro de Jo b refiere que p o r
más que Dios olvide a jo b total y absolutam ente, el más fiel y el más
recto de sus hijos, y al m argen de los pequicios que Dios am ontona
sobre su persona a m edida que le arrebata la salud, la riqueza, los
S ó crates enam orado

seres queridos, el am or de Jo b por Dios sigue intacto. Que Jo b cla­


m ara en voz alta, angustiado y perplejo, «Oh, Dios, ¿por qué me
has abandonado?», de ninguna m anera refleja que su am or p or
Dios flaquee siquiera un ápice; antes bien, indica que le acom ete la
angustia producida por la sensación aparente de que lo haya aban­
donado aquél a quien no podría él nunca abandonar.
Los castigos que se le im ponen a Job nada tienen que ver con los
pecados que pudiera haber com etido. Por eso concluye que su
Dios om nipotente no es del todo benéfico, sino más bien capricho­
so: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó». Jo b sufre lisa y llana­
m ente porque Dios quiere que sufra, poniendo a p rueba si segui­
rá am ándole al estar atorm entado de u n m odo im placable y sin
que m edie razón aparente. Dios tiene dudas sobre la fortaleza y la
firm eza de corazón de Job, pero Jo b sabe superar la prueba. Las
revelaciones d e jo b acerca de la naturaleza de Dios no lo alejan de
su am or ni de su fe en El, sino que pasm osam ente sirven para que
ahonde en su am or y m uestre hasta qué extrem o es realm ente in­
condicional.
Elfiósofo existencialista danés Soren Kierkegaard (1813-1855)
apunta que en los peores m om entos, cuando «la casa d e jo b era
u n a casa en la que habitaba la mayor de las penas», Job pese a todo
siguió am ando y alabando a Dios: «Bendito sea el nom bre del
Señor», decía. Kierkegaard elogia a jo b p o r ser «un m aestro para
los hom bres que carecían de doctrina que transm itir a los demás,
y que sim plem ente lega su propio ejem plo como m odelo para las
generaciones venideras, su vida como principio rector [...], sus p ro ­
pios actos como ánim o para quienes se esfuerzan».

La concepción de Dios que se plasm a en el Libro d e jo b es si­


m ilar a la concepción que los griegos de la A ntigüedad ten ían
de sus dioses, los cuales, siendo todopoderosos, p o d ían ser vani­
dosos, volubles, caprichosos, capaces tanto de causar perjuicios
com o de h acer el bien, en sus esfuerzos p o r ver si el corazón h u ­
m ano seguiría siendo bondadoso y afectuoso al m argen de lo que
les sucediera a los hom bres. Así como los seres hum anos llegaron
a co m p render la naturaleza de sus dioses, no se p u ed e decir que
la inversa sea verdad: los seres hum anos siem pre fu ero n capaces
de so rp ren d er a sus dioses haciendo cosas imprevisibles, y amán-
A g á pe

doles contra viento y m area incluso cuando nad a hacían los dio ­
ses para m erecerlo. Job, de hecho, dem ostró a su Dios que era
plenam ente digno de su beneficencia de antaño, y lo dem ostró
am ándole de un m odo incondicional cuando Dios lo trató de un
m odo tan odioso com o afectuosa había sido antes su m anera de
tratarle.
Jo b sí pone en tela de juicio las acciones y motivos de Dios; se
pregunta p o r qué Dios perm ite que sufra tantísimo quien no tiene
culpa, quien es puro en todo. Jo b tiene sus ideas propias sobre
cómo debería ser el m undo, sobre cómo habría que tratar a los rec­
tos, pero acepta incondicionalm ente a Dios, am ándole tanto como
antes, am ándole exactam ente igual. Job sigue el curso del am or en
tiempos carentes de amor.

Sócrates parecía considerar esta cuestión: ¿cómo debe u n o


com portarse en un m undo en el que abunda el sufrim iento insen­
sato? Su respuesta es la que sigue: uno ha de ser más afectuoso que
nunca, en especial cuando el que sufre de un m odo injusto e insen­
sato es uno mismo. No arrem etió contra un hom bre, ni contra u no
solo de los inmortales, cuando injustam ente se le condenó a morir.
No clamó con am argura, no vociferó con angustia. Su m anera de
abordar la vida y la m uerte fue tal que nunca concedió la m enor
im portancia a que los sucesos que le tocaban en suerte fueran ju s­
tos o injustos, ya que él seguía siendo fiel a la exhibición y al cultivo
del tipo de am or que creía firm em ente que hacía de la existencia
una bendición. Al igual que Simone Weil, filósofa francesa, creía
que en un m undo en el que hubiera escasez o ausencia de am or
uno debía ser más afectuoso que nunca, pues de lo contrario el
am or se m architaría en las ramas.

La agápe socrática posee ciertos elementos de lo que los hindúes


llamarían karuna, un am or basado en los ideales de la misericordia
y la compasión, incluso con los inmisericordes y los no compasivos.
Sócrates se dedicó de lleno a sacar a la luz el am or divino que a su
entender había en todos nosotros, un tipo de am or del cual éramos
nosotros, y no los dioses, fuente y cauce de expresión.
Só cr a tes ena m o ra do

L a o ra c ió n

W alter Kaufmann, filósofo social de Princeton y famoso posible­


m ente p o r haber hecho de Friedrich Nietzsche u n m iem bro oficial
del canon de la filosofía académica, se educó en el seno de una fa­
milia protestante, en Alemania. Decidió por su cuenta y riesgo con­
vertirse al judaism o, sin saber en ese m om ento que sus padres ha­
bían hecho la misma conversión, sólo que a la inversa. Cuando
H itler llegó al p o d er en Alem ania y Kaufmann, entonces u n ado­
lescente, em igró a Estados Unidos, sus planes eran los de llegar a
ser u n rabino de la fe ortodoxa. Finalm ente abandonó la fe, aun­
que nunca abandonó su afecto por la religión y p o r las lecciones in­
tem porales que de ella es posible aprender. Escribe así:

La concepción de los dioses proporciona el marco de una aspi­


ración que llega más allá de todos los objetos físicos. Hace posible un
lenguaje en el cual tiene cabida la expresión del amor y de la gratitud
superiores al hombre, así como de la desesperación y de la pena so­
brehumanas. Un corazón más pleno de lo que parezca, a tenor de
cualquiera de los acontecimientos de este mundo, puede entablar re­
lación con las pasiones y la voz divinas que parecen trascender las rela­
ciones humanas. En la oración [...] los sentimientos apasionados,
inhibidos en el discurso con los demás, hallan una válvula de salida
por medio de las expresiones de júbilo, de gratitud, y por medio de las
quejas y las acusaciones que de repente encuentran oídos atentos...

No obstante, sentimientos tales como los que dice Kaufmann que


provoca la oración no son sobrehum anos, sino más bien extremos
de la emoción hum ana que exigen una válvula de escape poco habi­
tual para hallar expresión plena. No hay por qué suscribir ninguna
concepción de los dioses, ninguna creencia en ellos, para practicar
la oración del m odo que él describe y por las razones que manifiesta.
Es posible clamar al universo con una pena o una alegría inmensas
e incontenibles, con perplejidad o desesperación sin par, sin aspirar
de ningún m odo a trascender las relaciones humanas, sino más bien
tratando de ahondar en ellas. Aunque Kaufmann afirme que la ora­
ción es «una intensidad de la devoción que puede alcanzar aquello
que en u n diálogo con otros hom bres no parece muy posible», la
A g ape

oración en sí puede ser una forma poética y catártica de diálogo, que


nos pone en contacto no con lo divino y lo trascendente, sino que
saca a la luz y da voz a lo divino que hay en nuestro interior.
Cuando a mi m adre se le desarrolló u n cáncer, recé a mi m ane­
ra, aun cuando m ucho tiem po atrás había renunciado a las tradi­
ciones religiosas de mi m adre y de mi padre, m etodista y ortodoxa
griega respectivamente. Recé porque ninguna otra clase de res­
puesta aparentem ente podía servirme, y no porque mi corazón p a­
reciera más lleno de lo que autorizaban los acontecim ientos de
este m undo, sino porque esa plenitud de corazón sin duda tenía
autorización en u n a persona a la que am aba sin m edida. Mi ora­
ción fue u n a respuesta que dio expresión a esa plenitud.

Am or eterno

Además de toda su obra en el campo abstracto y a veces abstru­


so de la lógica, B ertrand Russell, distinguido con el Prem io Nobel,
fue u n hom bre que tam bién vivió con u n gran corazón; fue u n
claro y apasionado defensor y tam bién un activista en pro de la paz
mundial, de los derechos hum anos, de lajusticia social. Sin em bar­
go nunca consideró que los actos de un hom bre pudieran sobrevi­
vir al tiem po que al hom bre le toca vivir. Las premisas lógicas que
servían como parám etros de la cosmovisión de Russell no podían
perm itir semejante perspectiva. Russell escribió en un célebre ensa­
yo, «AFree M an’s Worship», que

ningún fuego, ningún heroísmo, ninguna intensidad de pensamiento


y de sentimiento pueden preservar una vida individual más allá de la
tumba [...] Todos los desvelos y trabajos de todas las épocas, toda la de­
voción, toda la inspiración, toda la brillantez diurna del genio huma­
no, están destinados a la extinción...

Este m odo de ver las cosas delata el hecho de que el propio Rus­
sell estaba sum am ente influido p o r Sócrates, Buda y los que son
como ellos, seres cuyo «heroísmo», cuya «intensidad de pensa­
m iento y de sentimiento» no sólo «preservaron u n a vida individual
más allá de la tumba», sino que tam bién la perpetuaron, inspiran­

271
S ócrates enam orado

do posteriorm ente a personas de culturas y tradiciones muy dispa­


res, a vivir de tal m odo que sus actos de amor, p o r breve o dilatada
que fuera su propia vida, tuvieran continuación ad infinitum. Aunque
es cierto que las intenciones de la mayoría de la gente son tales
que sus actos en el m undo com ienzan y term inan coincidiendo
con su propia existencia consciente —porque una vez hayan desa­
parecido no po d rían seguir cosechando ganancias personales—,
siempre han existido seres hum anos ejemplares, incluido el propio
Russell, p or más que intentase defender todo lo contrario, que han
actuado a partir de un conjunto de ideales y motivos bien distintos
y que tienen u n a lógica de otro color. Su am or es lo máximo que
puede acercarse el am or hum ano al am or eterno.
Hay u n a anécdota que relata Al Seckel, editor de u na colección
de ensayos de Russell sobre la ética, relativa a algo que Russell dijo
u n a vez a su esposa: «el universo es injusto», y «el secreto de la feli­
cidad consiste en afrontar esa realidad, que el m undo es horrible,
horrible, horrible», y que sólo cuando se acepta ese hecho brutal es
posible «comenzar a ser felices de nuevo».
Sócrates, p o r otra parte, creía que el universo, incluso en sus
m om entos más injustos, más horribles, era esencialm ente bueno,
y que estar vivo era algo sencillam ente maravilloso. El secreto de
la felicidad consistía en captar que cada m om ento — tal vez de u n
m odo especial el m om ento de la p ro p ia m uerte, el m odo que
tiene cada cual de afrontarla— representaba u n a o p o rtu n id ad
para sacar a la luz el cambio que uno deseaba ver plasm ado en el
m undo.
K arljaspers señala que Sócrates, justo antes de morir, sienta un
ejemplo inolvidable:

Allí donde una pena que todo lo consumiera sería lo natural,


emana [de Sócrates] la enorme y amorosa paz que abre el alma. La
muerte deja de tener sentido. No es que quede velada, sino que la vida
auténtica no es una vida hacia la muerte, es una vida hacia el bien.

O u n a vida hacia el amor. Tan es así, señala Jaspers, que inclu­


so «en sus últimos m om entos... [Sócrates] es am orosam ente cons­
ciente de todas las realidades vivas del ser hum ano». Si no hubiera
abordado la h o ra de la m uerte tal com o abordó cada u n a de las
A g a pe

horas de su vida, no podría h ab er constituido u n ejem plo p erd u ­


rable para sus com pañeros de indagaciones filosóficas. Su m uerte
fue el catalizador para que todos ellos «reestructurasen sus corazo­
nes», de m odo que, en lo sucesivo, «no dejasen a los atenienses en
paz». No se u nirían al rebaño para convertirse en falsos profetas
que clam an «paz, paz» cuando no hay paz p o r n in g u n a parte. Y
m enos aún habría sido para la posteridad «el Sócrates que ha agi­
tado a cada hom bre en su in terio r desde entonces», que pensaba
y vivía de u n m odo que «no perm ite que u n hom bre se cierre a sí
mismo», sino que en cam bio «abre las m entes de los hom bres e
incita al riesgo de estar abierto a todos». Pero Jaspers tam bién d e­
bería h ab er notado que para estar genuinam en te abierto a u n a
am plia gam a de variadas experiencias hum anas, uno h a de ten er
el corazón abierto, com o era el caso de Sócrates. Según escribe
Jaspers,

donde se hace sentir la influencia de Sócrates, los hombres se


convencen mutuamente en libertad; no suscriben ningún artículo de
fe. Aquí hallamos la amistad en el movimiento de la verdad, no el sec­
tarismo en el dogma. En la claridad de la posibilidad humana, Sócra­
tes se encuentra con el Otro de igual a igual. No desea discípulos.

Con todo, Sócrates en efecto «apunta caminos p o r los que tam ­


bién nosotros podem os viajar» si asumimos, com o si fuera nuestra,
su búsqueda por cultivar un corazón apasionado.

El r it m o d e l a m o r

Hazrat Inayat Khan, el prim er maestro sufí de Occidente, se crió


en el seno de una familia de músicos. El propio Khan llegó a ser u n
destacado intérprete de la música clásica de India, actividad p o r la
cual tuvo renom bre incluso en su entorno local, donde eran m u ­
chos los músicos de la máxima calidad. Por petición de su maestro
espiritual, que le dio ánimos en la tarea, viajó a O ccidente para «ar­
m onizar O riente y Occidente con la arm onía de [su] música». A lo
largo del tiem po, Khan acabó p o r com prender que el hilo que
todo lo conecta en todas las dim ensiones espirituales de nuestro
Sócrates enam orado

m undo — existencial, mística, física, m oral— es el ritm o. Todo


tiene su propio ritmo. Lo que uno debe hacer, según su teoría, es
esforzarse por descubrir el m odo de dotar de arm onía a todos esos
ritmos.
En u n a obra intem poral, titulada La música de la vida, Khan es­
cribe que «la totalidad del universo es u n único m ecanism o que
funciona de acuerdo con las leyes del ritmo». No quiere con ello
decir que se reduzca el universo a una especie de mecanismo de re­
lojería que se puede com prender sólo m ediante u n reduccionism o
científico cada vez mayor. Por el contrario, la epifanía de que el
ritm o es «la ley oculta» de la naturaleza condujo a una transform a­
ción en el enfoque de la vida que propugnaba Khan, como es que

todas las almas se convirtieron para mí en notas musicales [...]. Ahora


armonizo [...] personas en vez de notas. Si hay algo en mi filosofía, es
la ley de la armonía: se trata de que uno esté en armonía con los
demás.
Lo que nos repulsa o nos atrae en una persona [...] es su ritmo.
Una persona es rítmica, y su influencia es apaciguadora; otra no se
halla en su ritmo, y altera a todos.

Incluso un acto de los que se consideran positivos y justos se


puede torcer de m anera irrem ediable si la persona que lo lleva a
cabo no se halla en arm onía rítmica consigo mismo y con su m undo.
Por ejemplo, si alguien que tiene buenas intenciones dice a otra
persona que está tratando a los demás de un m odo innecesaria­
m ente enojado y combativo «Has obrado mal», creyendo sin parar­
se a pensarlo que el enfoque directo es siem pre el más indicado,
quizá tan sólo consiga aventar más incluso la cólera de esa persona,
lejos de tranquilizarla y de cam biar su ritm o de odio p o r u n ritm o
de amor. Semejante persona, para Khan, «ha fracasado en su inten­
to p o r p o n er su ritm o de em patia en sincronía con la persona con
la que trata de interactuar». Además, está fuera de arm onía consi­
go misma. No sólo está ciega ante los problem as subyacentes de la
persona enojada, sino que ni siquiera está en contacto con sus p ro ­
pias razones para actuar de ese m odo, con sus propias esperanzas
y deseos, con sus tem ores y frustraciones. En consecuencia, según
Khan, p odrá tener una idea real de si su acto es más peijudicial que
A g a pe

beneficioso. De hecho, ni siquiera puede saber si su acto es de


veras bienintencionado, porque no ha habido u n adecuado auto-
exam en, no ha habido ningún intento por form ular y responder
preguntas como ¿por qué está enojada esa persona?, ¿podría ser la
suya una cólera constructiva, motivada incluso por el amor?, ¿cómo
podría tranquilizar a esa persona?, ¿cómo po d ría hacerlo de la
m ejor m anera?, ¿qué necesito en ten d er de esa alma encolerizada
para cam biar su disposición?, o ¿qué necesito en ten d er de mi p ro ­
pia alma, de mis propias intenciones y disposiciones?
Si no hacem os n ingún esfuerzo p o r acceder a u n genuino co­
nocim iento de la persona a la que nos enfrentam os, o con la que
nos encontram os, al tiem po que nos enfrentam os a nosotros mis­
mos, no tenem os oído musical para los ritm os que suenan. Por
eso, ajuicio de Khan no podem os ser de ayuda, p orque no hem os
h echo tarea de nuestra vida llegar a ser «maestros del ritmo».
También Sócrates, en u n a conversación con sujoven amigo Glau­
co, dijo que, en su opinión, n u n ca sabrem os cóm o ayudar a u n a
persona si antes no nos tomamos el tiem po preciso para descubrir
cuáles son sus necesidades y sus carencias. Sólo estarem os provis­
tos de lo que Aristóteles, griego y filósofo de la observación, ade­
más de seguidor de Sócrates, denom ina el saber «cuándo y cóm o
enojarnos con la persona adecuada, en el grado adecuado, en el
m om ento adecuado, p o r el motivo adecuado y de la m anera ade­
cuada». Podría haber añadido: el cuándo y el cóm o d ar muestras
de amor.

El d o n d e l a v id a

En Alcestis, clásico de la literatura griega que escribió Eurípides,


dram aturgo contem poráneo de Sócrates, A dmeto, rey de Tesalia,
m orirá a causa de u n a enferm edad term inal si no encuentra a al­
guien dispuesto a m orir po r él; en este caso, los dioses subvertirán
su destino y le perm itirán seguir viviendo. No hay en toda la ciudad
nadie dispuesto a cam biar su vida por la del rey, con la sola excep­
ción de sujoven esposa, Alcestis. La m adre de sus hijos, en la flor
de la vida, accede sin un instante de vacilación a la petición que le
hace, en u n acto de am or incondicional donde los haya.
S ócrates enam orado

El coro de la tragedia se pregunta: «¿Qué otra mujer, en cual­


quier otra parte de la Tierra, habría hecho lo que ha hecho ella?».
Y com enta que si bien a m enudo «se oye a hom bres y mujeres ju ra r
que am an a alguien más que a sí mismos», ésas son «palabras va­
cuas, fáciles», y «es difícil tener prueba del juram ento».
El dram aturgo hace hincapié en que nadie de entre la gente
mayor del reino, ni siquiera los ancianos padres de Admeto, que
son «dos cadáveres andantes», como se les describe en la traduc­
ción inglesa de Ted Hughes, está dispuesto a dar la vida p o r el rey,
aun cuando cualquier día, muy pronto, han de encontrarse con su
hacedor. ¿Quién podría decir qué vida es la que más valor tiene?
¿Tiene m enos valor la vida de u n a persona porque ha vivido más
años? ¿Puede la edad darle mayor valor, depen d ien d o de cómo
haya vivido la vida, y de qué sabiduría sea capaz de impartir?

El c a m in o d e l g u e r r e r o

«Estamos aquí [...] ¡para ser guerreros!».


La repentina transformación que han experim entado la voz y el
semblante de la diminuta y frágil mujer de ochenta y nueve años, me
sobrecoge, pero es que no hay nadie más fuera de los reunidos con
nosotros. Me rodea un grupo num eroso en la ciudad de Soweto, en
Sudáfrica, un país de 45 millones de habitantes que en 1961 obtuvo
su independencia del Reino Unido y pasó a ser conocido como Repú­
blica de Sudáfrica. Soweto, a escasa distancia del principal centro in­
dustrial y económico de la nación, Johanesburgo, fue creado artifi­
cialmente por el régimen del aparthád para m antener arrinconada a
la creciente población negra de la región (sobre todo obreros y sus fa­
milias que se habían instalado ahí, procedentes de lejanas provincias,
con la esperanza de encontrar mejores oportunidades económicas),
y alejada de los opulentos vecinos blancos de los alrededores.
Estamos en Vilakazi Street, en la misma m anzana en la que se
fraguó la revuelta de Soweto, dirigida a rom per el yugo de la opre­
sión sistemática a que estaban sujetos los negros sudafricanos. Esta
es la única calle del m undo en la que han vivido dos galardonados
con el Prem io Nobel, dos líderes contrarios al apartheid c omo Nel­
son M andela y el obispo D esm ond Tutu. El Obispo Tutu sigue vi­
A g a pe

viendo aquí con su esposa, en Soweto, u n a ciudad que actualm en­


te tiene tres millones y m edio de habitantes. Poco más allá se en ­
cuentra la pequeña casa de m adera en la que vivió Nelson Mande-
la, todavía con abundantes agujeros hechos p o r las balas, en u n
escalofriante recordatorio de los num erosos intentos que llevó a
cabo la policía afrikáner p o r asesinarlo. La casa hoy es u n museo al
que acuden visitantes llegados de todos los rincones del planeta.
El 16 de ju n io de 1976, unos 30.000 estudiantes negros de los
institutos y universidades de Soweto se reuniero n en esta m anzana
para manifestarse en una protesta pacífica contra una nueva m edi­
da política del gobierno, en virtud de la cual el afrikáans, la lengua
de sus opresores, pasaría a ser la única lengua perm itida en las ins­
tituciones educativas. La policía afrikáner lanzó gases lacrim óge­
nos y disparó contra la m uchedum bre, y poco después m urió u n
m anifestante de trece años de edad llamado H ector Pieterson. El
efecto logrado fue exactam ente el contrario de lo que la policía
había supuesto: con su actuación sólo consiguieron exacerbar la
resolución de los manifestantes. A m edida que iba avanzando el
día y se difundía la noticia del asesinato, a los estudiantes se suma­
ron los niños y todos los m iem bros de la com unidad, incluidos los
ancianos, que hicieron frente a la policía. Al term inar el día, habían
m uerto veintitrés m anifestantes según el cóm puto del gobierno,
aunque se estima que las m uertes reales duran te la represión de
aquel día superaron las doscientas. La violencia de la represión p o ­
licial desencadenó protestas p o r toda la nación, que no cesaron
hasta que term inó el propio régim en del apartheid, casi dos décadas
y miles de vidas perdidas después.

U na m ujer de avanzada edad, Siboniso, es la prim era en respon­


der a mi pregunta: «¿Por qué estamos aquí?». Acaba de asistir a u n a
reunión «tras las lágrimas».
—Desde que com enzaron las revueltas, éste h a sido el día de la
sem ana que dedicábam os a en terrar a nuestros m uertos —dice
este sábado, diez días antes del décim o aniversario del día de la Li­
bertad Nacional, cuando Sudáfrica por fin se vio libre del apartheid.
»La abuela y g uerrera zulú a la que hoy hem os enterrado vivió
hasta presenciar casi u n a década de libertad en su patria. Estuvo
con nosotras, con todas las abuelas, en la línea del frente. Luchó
Só crates enam orado

p o r la libertad. Nos poníam os ante las balas para proteger a nues­


tros pequeños, para recibir la bala en vez de ellos, con la esperan­
za de que ellos siguieran vivos para ver un día mejor. Al igual que
ocurría con todos nosotros, su razón de ser, su «porqué», no era
otro que arriesgarlo todo por la libertad, por sus hijos y sus nietos,
pero tam bién p o r sus antepasados. U na verdadera guerrera nunca
m uere de verdad, porque ha entregado la vida a su pueblo, le ha
dado su herencia. No hay divisiones entre pasado, presente y más
allá en el caso de u n guerrero. Aun cuando todos m uriésem os, el
universo seguiría latiendo con nuestra historia.
—Aguantamos impasibles — dice su prima, que tiene noventa y
u n años— .Yo me llamo Zindzhi, que significa «guerrera». Golpeas
a una m ujer y es como si golpearas u n a roca. Los afrilcáners creye­
ron que nos íbamos a rom per, pero nosotras éramos el arm a secre­
ta del movimiento. No tem íam os nada. Desde la más tierna infan­
cia nos hem os criado en la tradición guerrera.
»Es buena cosa que nos haya preguntado —me dice— por qué es­
tamos aquí, y no por qué estoy yo aquí, porque para un guerrero no
existe un yo que se diferencie del nosotros. Para un guerrero, como
ha dicho Siboniso, la m uerte física no es algo que inspire temor, por­
que el espíritu, las propias acciones, el amor, la valentía de cada uno
siguen vivos por siempre.
—En ese caso, el porqué definitivo de un guerrero ¿consiste en
arriesgar su vida desinteresadam ente en nom bre de su herencia?
—pregunto.
Responde Paki, que tiene noventa y ocho años, al tiem po que se
atusa la barba blanquísima:
—Con desprendim iento y con desinterés, pero no de u n m odo
innecesario. U n guerrero entrega su vida a la tribu no sólo en com­
bate, sino tam bién en la vida cotidiana, enseñando nuestra lengua
a los más jóvenes, enseñándoles nuestra cultura, nuestros valores y
costum bres. U no de nuestros valores prim ordiales es el de actuar
con sabiduría, no sacrificar la vida porque sí, no arrebatar la vida
de otro sin necesidad, ni siquiera la de los más brutales opresores.
Sonríe con cierta timidez.
—Yo no siem pre he actuado con toda la sabiduría que debiera
—reconoce. Se sube la camisa y me m uestra una cicatriz de bala—.
En los doye doye (las protestas), u n policía blanco se m e acercó y me
A g a pe

dijo que debía alegrarme de que no me pegase u n tiro, porque yo


no era más que u n a cucaracha. Le di u n a bofetada. Esto es lo que
me llevé a cambio. Actué más deprisa de lo previsto, actué sin p e n ­
sar, aunque fuera por mi pueblo.
»Hoy lam ento haberle abofeteado — dice— . N uestra principal
creencia tribal es que la fuerza física debe ser el últim o recurso, y
que la fuerza m oral e intelectual deben ser las prim ordiales de
nuestras armas, p o r encim a de la fuerza bruta.
Ayize, de treinta y muchos años de edad, habla con u n punto de
exasperación.
— ¿Dónde está ahora esa fuerza m oral e intelectual? ¿Por qué
no se despliega en nom bre de todos los que siguen estando al
m argen de la nueva Sudáfrica? Nuestros dirigentes p o d rían tam ­
bién decir a los jóvenes, vista la poca atención que nos prestan,
que ya no tenem os un porqué, que hem os servido a u n propósi­
to, que ya está cum plido, que podem os m archarnos. No tenem os
una educación buena, no estamos preparados, no tenem os trabajo.
Vivimos en chabolas sin desagües, sin agua, sin luz. Debido al m odo
en que se nos ha tratado, nosotros no preguntam os «por qué esta­
mos aquí», sino que más bien nos preguntamos si de hecho «estamos
aquí». Somos invisibles. Yo he sido u n guerrero, al igual que mis
amigos, al igual que todas las abuelas y abuelos aquí reunidos. Sin
em bargo, nuestros dirigentes, los que nos pidieron que renunciá­
semos a nuestra educación y que tomásemos la calle, los que ahora
controlan los fondos gubernam entales, no han cum plido las p ro ­
mesas que nos hicieron.»
Un artículo aparecido en Africa Today señala que «a los diez años
de la liberación [...] los arrabales y las zonas de chabolas de la Sudá­
frica u rbana proliferan más que nunca, y las divisiones de raza y de
clase se acentúan más que nunca», con un «índice de miseria» en
el caso de los negros sudafricanos «tan terrible como siempre, sien­
do u n em pleo decente y una capacitación educativa [...] el mismo
sueño ilusorio que eran durante los tiempos del apartheid». La re­
vista Time tam bién inform a de que «muchas cosas siguen exacta­
m ente igual» desde que term inó el apartheid. A unque todos los ciu­
dadanos de la nación gozan de libertad de «desplazarse a donde
quieran, de decir lo que quieran, de votar por el partido que quie­
ran», la realidad es que sigue habiendo enorm es «divisiones entre
Sócrates enam orado

blancos y negros, ricos y pobres, habitantes de las ciudades y del


m edio rural».
Mosala, amigo de Ayize y tam bién de treinta y tantos años, dice
así:
—A veces se tiene la im presión, en estos tiempos, de que hay
tantas divisiones entre negros y negros como entre negros y blan­
cos. Sé que en tan sólo diez años no es posible p o n er rem edio a va­
rias generaciones de desigualdad. Algunos sudafricanos negros
que ahora viven la buena vida, que trabajan para el gobierno o re­
ciben subvenciones y ayudas de todo tipo, nos han vuelto la espal­
da al resto de los negros. H an olvidado la tradición de los guerre­
ros, han olvidado que el nuestro es un porqué colectivo. A ún hay
u n a batalla que librar y u n a batalla que ganar, la batalla p o r las
oportunidades y la igualdad entre todos nosotros, de m odo que
todos tengamos u n porqué, una razón de ser.
Mosala m ira a Ayize y luego a m í antes de decir:
—Aquí todos sabemos que mis amigos y yo robamos coches para
sobrevivir. Vamos a Johanesburgo y les robam os los coches a los
blancos. Sentimos que nuestro porqué prim ordial es nuestra p ro ­
pia preservación. El obispo Tutu dijo que la nuestra es «la nación
del arco iris». Pero el negro sigue sin ser un color del arco iris, y
m ientras no lo sea, yo no podré contestar a esa pregunta, la de p o r
qué estamos aquí.
—Muchos de los blancos que se quedaron aquí tras el fin del
apartheid —dice Ayize— continúan viviendo con la misma riqueza,
en sus mansiones fortificadas tras vallas de alambre de espino. —Se­
ñala las residencias palaciegas que se ven en una colina a lo lejos— .
H ace varias décadas construyeron redes de sum inistro de agua y
electricidad, colectores de desagües, telefonía, etcétera, que co­
nectaban sus casas, pero que daban un rodeo evitando Soweto. Aún
se les perm ite vivir al m argen de la sociedad, de m odo que se les
niega la oportunidad de sentirse parte del «porqué colectivo» que
supuestam ente aglutina a la totalidad de la nueva Sudáfrica, esa
idea del uno para todos y todos para uno.
Mosala comenta:
— Con el fin del apartheid se suponía que todos nosotros, n e­
gros y blancos p o r igual, teníam os que sentir que estábamos ju n ­
tos en esto, que la nuestra era u n a sociedad com pletam ente com-
A gápe

partida, que el nuestro era un porqué com ún a todos. Pero las dis­
paridades no han hecho más que crecer. La delincuencia se ha de­
satado. La pobreza y las enferm edades han ido en aum ento. Yo soy
uno de los m uchos millones de sudafricanos infectados p o r el VIH
que no tienen acceso a los m edicam entos. ¿Dónde están los diri­
gentes cuyo porqué debería ser el cuidado de los débiles, de los
vulnerables, de m odo que podam os disfrutar de u n a vida con
pleno sentido?
Según la revista Time, Sudáfrica posee el «triste récord de contar
con más ciudadanos seropositivos que ningún otro país del m undo:
más de cinco millones, es decir, u no de cada nueve habitantes. Las
quejas de que el gobierno rem olonea y no hace nada en este sentido
llegan desde todos los frentes».
Finalm ente, me dice Siboniso:
—Todo lo que él dice es cierto, y es im portantísim o que los que
se han quedado al m argen sigan expresando sus opiniones y nece­
sidades, que las digan alto y claro. Es lo que Nelson M andela q ue­
rría que hiciéram os, sin duda. Tenemos u n nom bre especial para
llam ar a Nelson Mandela: Madiba, que significa «padre del pueblo»
en la lengua de su tribu, los tembu, de la cual fue jefe su padre. Aun
cuando ahora esté oficialmente «jubilado», sigue siendo nuestra
conciencia. El señala que ninguno de nosotros h a obrado como de­
biera, sobre todo si se trata de examinar de qué m odo tan desprecia­
ble y con qué clase de prejuicios han tratado los sudafricanos de
todas las clases y de todos los colores a quienes han contraído el sida.
»E1 propio hijo de Madiba, Makgatho, m urió hace poco de sida, a
los cincuenta y cuatro años. Madiba nos dice que a menos que am e­
mos y tratemos como iguales no sólo a todos nuestros herm anos y
hermanas afectados por el sida, sino también a todos los que se han
quedado fuera del «arco iris», nunca llegaremos a ser todo lo que po­
demos ser como pueblo, y de ese m odo veremos muy m erm ado
nuestro «porqué» colectivo. Insiste en que afrontemos abiertam en­
te todos nuestros prejuicios y todos nuestros defectos, en especial el
estigma que siguen padeciendo quienes sufren la tragedia del sida.
Al cabo de un rato interviene u n hom bre llam ado Sehloho.
—Me llenan de adm iración estos guerreros de Soweto. —Su co­
m entario particular, en este m om ento del diálogo, unido a su buen
natural, parece claram ente incongruente con el resto de los partici­
Só crates enam orado

pantes— . Yo mismo —dice entonces— soy u n guerrero de la p ro ­


vincia de KwaZulu-Natal. Vine aquí hace unos cuantos meses para
encontrar un buen trabajo, para m ejorar mi vida y la de mi familia,
ahora que nosotros los negros gozamos de libertad para viajar a
donde queram os. Las condiciones de vida allí donde vivo son u n
desastre, y es cierto que aquí las cosas no son fáciles. Pero yo fui
educado en la creencia de que, si entro en el m undo en unas cir­
cunstancias de pobreza y de desdicha, no tengo p o r qué culpar a
nadie, ni tam poco sentir autocom pasión. Mi creador me tenía en
tan alta estima, y pensaba que yo poseía tal fuerza interior, que es­
taba seguro de que yo podría superar los obstáculos más arduos;
sabía que, esforzándome en la superación, serviría de inspiración a
mis herm anos y herm anas, que harían lo mismo.
»Mi obligación con mi creador consiste en cum plir este «por­
qué» que a m í m e corresponde, en dem ostrarle que tenía plena
razón en las altas esperanzas que había depositado en mí. U n día
seré eljefe de u n a gran em presa, tendré una bu en a casa, u n gran
ja rd ín para mis hijos; todo ello será la recom pensa de mi creador
p o r mi perseverancia a despecho de todos los obstáculos.
Este últim o com entario no ha sentado bien a uno de los partici­
pantes, unajoven precoz, de quince años, llamada Mandi.
—¿Estamos aquí sólo para considerar que todos nosotros pode­
mos tener cuanto los blancos han disfrutado d urante tanto tiem ­
po? —dice, y nos m ira de u n o en uno. Son pocos los que p ueden
sostener su p enetrante m irada—·. ¿O tal vez estamos aquí para
crear u n a sociedad de nuevo cuño? Mis amigos dicen que son muy
felices ahora que tienen los mismos derechos que los blancos y
p ueden ir a los centros comerciales y com er en u n M cDonald’s. No
les interesan nuestros propósitos más elevados, nuestra responsabi­
lidad con nuestra herencia ni con los que hayan de venir después.
Viven sólo p o r el disfrute personal, por el aquí y el ahora.
»Es preciso que sigamos siendo guerreros —dice M andi— . Ne­
cesitamos seguir luchando p o r la igualdad de oportunidades para
todo nuestro pueblo, aquí y en el resto de Africa; p o r construir u n
nuevo tipo de sociedad que de verdad com parta, que de verdad se
cuide de todos. Si no lo hacemos, ¿qué iban a decir nuestros ante­
pasados? ¿Qué iban a decir mis padres, que m urieron durante las
protestas? ¿Qué dirá la historia, si todo lo que hacemos es conside-
A g á pe

rar que nuestro «porqué» es convertirnos en gente como la que


hay en cualquier otra parte?

T r a d ic ió n de amor

Kwame Gyekye, filósofo ghanés que se licenció en Filosofía en la


Universidad de Harvard, considera que la capacidad que posee
u n a cultura para desarrollar un conjunto más hum anitario de im ­
perativos morales depende de su «capacidad [...] de adaptarse a
nuevas situaciones y exigencias [...] de su capacidad de constituir­
se en u n m arco verosímil y viable del pleno cum plim iento hum a­
no». En Beyond Cultures: Perceiving a Common Humanity [Más allá de
las culturas: la percepción de u n a hum anidad com ún] Gyekye es­
cribe que las culturas indígenas de Africa, con todos sus defectos,
ofrecen con diferencia el m ejor de los «marcos que posibilitan el
florecim iento de quienes participan en ellos», porque las socieda­
des tradicionales se esfuerzan por crear «un entorno social adecua­
do al pleno desarrollo del ser hum ano». Gyekye considera que las
democracias em ergentes en las naciones africanas no tienen que
buscar nada más allá de lo que poseen en sus propias tradiciones
indígenas, que les basta con adaptarlas a las necesidades de hoy en
día. Y señala un proverbio tradicional indígena, según el cual «una
persona que abre u na senda no sabe que el trecho que h a despeja­
do y ha dejado atrás no es recto», lo cual significa que depende de
las sucesivas generaciones «adoptar una m irada crítica sobre su h e­
rencia cultural con la intención de elim inar o enm endar los aspec­
tos de su propia herencia que no son “rectos”».
A unque las limitaciones propias de cualquier época o sociedad
en particular hacen imposible que ninguna cultura afirme que ha
ideado el m ejor sistema de valores y de prácticas culturales, no sólo
en el aquí y en el ahora, sino históricam ente, Gyekye afirma que lo
más im portante es que un a cultura determ inada siga esforzándose
de u n m odo continuado p o r alcanzar los fines del bienestar para
todos los seres hum anos (no sólo los integrantes de esa misma cul­
tura, sino todos), actuando de m anera que se amplíe cada vez más
el círculo de la inclusividad. Al hacerlo así, h ab rá hecho gala de
u n a «moralidad de la hum anidad com partida».
S ócrates enam orado

También señala que todas las culturas que com partan esta ética
obviamente tendrán al m enos algunos enfoques diferentes respec­
to al m ejor m odo de abordar los problem as hum anos más acucian­
tes a los que se enfrentan, porque tienen distintas dinámicas cultu­
rales; pero tam bién porque tienen recursos distintos, capacidades
diversas con las cuales asumir esos problemas. No obstante, apun­
ta, las culturas tradicionales de lugares tan distantes como Grecia,
Asia y Africa tenían por objetivo, cada cual a su m anera singular, la
am pliación del bienestar m aterial y m ental de los seres hum anos.
Las culturas m odernas de todo el planeta, indica, han de esforzar­
se de nuevo, p o r separado y conjuntam ente, en lograr la consecu­
ción de aquellos objetivos originales de la cultura hum ana.

M a d ib a

En su biografía, Anthony Sampson atribuye la capacidad de Nel­


son M andela de salir tras veintisiete años de cárcel en R obbens Is­
land sin signos visibles «de las conocidas deformaciones del poder»
a «la fortaleza y la flexibilidad» de sus com pañeros del Congreso
Nacional Africano [African National Congress], los cuales, al igual
que él, creyeron siem pre de m anera exclusiva en los logros p o r el
bien de la com unidad entendida en su conjunto. Pero otro factor
no m enos im portante lo constituye el difícil y sobrecogedor viaje
de confrontación consigo mismo en que se em barcó M andela
m ientras estaba encarcelado. Se trataba de un viaje cuyo final feliz
no estaba ni m ucho m enos garantizado. No cabe duda de que los
estrechos lazos de familia que trabó M andela con sus com pañeros
de prisión fueron decisivos en el éxito de su pugna, pero tam bién
lo fue su deseo de estar a la altura de los elevados ideales que p ro­
pugnaba su padre, esa figura paradigm ática que todo jefe de u n a
tribu debe ser —para su tribu inm ediata y, de acuerdo con los dic­
tados de su cosmovisión— , tam bién para la tribu com puesta p o r
todos los seres hum anos. Todo ello posibilitó que M andela hiciera
frente a sus dem onios y creciera hasta ser la persona que salió de
Robbens Island, una persona con la cual toda la ciudadanía pudo
identificarse, al extrem o de que su historia, como escribe Samp­
son, pasó a ser «la historia de toda la nación».
A g a pe

El obispo Desm ond Tutu, antes vecino de M andela en Soweto y


galardonado como él con el Nobel de la Paz, escribe que «el pavo­
roso sufrimiento» de M andela durante sus casi tres décadas de cár­
cel «no fue de ninguna de las m aneras una pérdida». El Nelson
M andela que ingresó en prisión era irreconocible en aquel otro
que salió de la cárcel muchos años después. Cuando fue encarcela­
do, M andela era u n joven justificadam ente airado, encolerizado
con las múltiples injusticias que se perpetraban contra su pueblo, e
injustam ente sentenciado p o r haberse atrevido a exigir que a los
oprim idos de su nación se les otorgasen los mismos derechos que
en la mayoría de las naciones civilizadas se consideran irrenuncia-
bles. D urante sus años de cárcel, dice Tutu, M andela «comenzó a
descubrir lo profundo de su resistencia, así como sus atributos es­
pirituales», que en gran m edida brotaban de su capacidad, recién
descubierta, de aceptar e incluso de apreciar las debilidades y las
faltas de los otros. Pero antes tuvo que ver todos esos defectos en sí
mismo. El franco reconocim iento de que él tam bién tenía muchos
de esos rasgos fue lo que inspiró su cultivo de la compasión y de la
bondad. Por consiguiente, sus años de cárcel fueron u n a m etam or­
fosis de valor incalculable en el dirigente moral y político de la na­
ción, e inspiró en la inm ensa mayoría de los sudafricanos de todas
las etnias, de todas las procedencias sociales, la aceptación m utua
de los unos y los otros «como herm anos y herm anas». Tutu hace
hincapié en que esa transform ación social no se llevó a cabo sin es ­
fuerzos muy considerables: «las luchas con nuestra propia familia
son a m enudo las más encarnizadas», porque es propio de la n atu ­
raleza hum ana que «nos irriten más quienes más amamos».

En su autobiografía, M andela escribe que «a partir de la expe­


riencia de un extraordinario desastre hum ano [...] debe nacer una
sociedad de la cual esté orgullosa la hum anidad». Dijo que «las
puertas del m undo se h an abierto precisam ente gracias a nuestro
éxito en la consecución de cosas que la hum anidad en su totalidad
tiene en la mayor estima». H abría sido más preciso p o r su parte
decir que Sudáfrica está en vías de alcanzar cosas que el resto de la
hum anidad debería tener en muy alta estima, y que a m enudo afir­
ma tener, pero que rara vez tiene, ajuzgar por sus acciones concre­
Só crates enam orado

tas. Para ello, el propio M andela tuvo que lograr algo que los seres
hum anos rara vez logran: acom etió un desgarrador exam en de sí
mismo, del cual salió bien parado, del tipo de los que o bien cons­
truyen o bien destruyen del todo a una persona. Para M andela es­
taba e n ju e g o m ucho más que su propio crecim iento personal; la
evolución de su nación dependía de su capacidad de ver a sus ene­
migos como sus aliados, su propio pueblo, si de veras iba a desem ­
p eñ ar el papel vertebral que se esperaba de él en la Sudáfrica pos­
terior al apartheid.
A M andela le influyó de m anera considerable la obra de Frantz
Fanón (1925-1961), filósofo social, de raza negra y nacido en la
Martinica. Fanón luchó activamente contra el gobierno pronazi de
la Francia de Vichy, y en los años cincuenta tom ó parte en el movi­
m iento p o r la liberación de Argelia, tras lo cual fue em bajador de
este país en Ghana. En una obra fecunda, Los condenados de la tierra,
Fanón advierte de la posibilidad muy cierta de que los africanos in­
dígenas, durante tantos años sojuzgados por las potencias colonia­
les, u n a vez lograda la liberación echaron p o r tierra todos sus lo­
gros, si, al conquistar la libertad, no prescindían de todos los
vestigios de la m entalidad propia de la relación amo-esclavo en la
que habían vivido inmersos. Fanón creía que la única m anera de
evitar esa tram pa m ortal consistía en que todos los implicados en
los movimientos p o r la liberación aspirasen desde el prim er m o­
m ento a forjarse un a nueva identidad colectiva, un a identidad que
abarcase los elem entos más hum anizadores de su herencia tradi­
cional indígena en lo moral y en lo cultural. Esta era, a su entender,
la ruta más prom etedora para forjar una conciencia nacional que
borrase todos los vestigios de colonialismo. Para crear sem ejante
identidad, Nelson M andela creyó que prim ero tenía que llevarse a
cabo un movimiento de liberación de uno mismo, de todo el sojuz-
gam iento autoimpuesto.
Para M andela, el acto crucial de reconciliación no era ante
todo la tarea de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación que
él mismo ayudó a crear, sino la elim inación de cualquier vestigio
de las actitudes practicadas d u ran te el apartheid (en tre negros y
blancos, pero tam bién d e n tro de cada uno, de m an era indivi­
dual, para lo cual era precisa la reconciliación con u n o m ism o).
Afirm ó que sin la com prensión de u n o mismo, sin la reconcilia­
A g á pe

ción de uno consigo mismo, la reconciliación nacional resultaría


a la postre «transitoria, la oda de u n a falsa esperanza en labios de
u n idiota». Desde el m om ento en que salió de la prisión, Mande-
la tuvo la determ inación de liberar de sus cadenas tanto al o p ri­
m ido como al opresor, porque de lo contrario él mismo n u n ca
sería g enuinam ente libre. Para M andela, ser libre «no consiste
m eram ente en despojarse de las propias cadenas, sino en vivir de
u n a m anera que respete y resalte la libertad de los demás». Según
él, «un hom bre que arrebata a otro la libertad es prisionero del
odio; está encerrado tras los barrotes de la justicia p ura, de su
p ro p ia estrechez de miras». M andela supo salir de detrás de los
barrotes m ostrando cóm o el am or sin cortapisas p o r u n o mismo
y el que se siente por los demás van perfectam ente de la mano. Y al
hacerlo, dio la libertad a su nación, posibilitando que sus ciuda­
danos se uniesen p o r elección en u n a tribu radicalm ente nueva,
de la cual estarían orgullosos los antepasados gracias a su cultivo de
los valores ancestrales, basados en la m utua apreciación y en la
em patia m utua.

I k ig a i d e t e n i d o

—No me siento cómoda hablando de esta cuestión —dice Keiko


con vehemencia. Parece gozar de autoridad entre el resto de los que
nos hemos reunido; los demás perm anecen en silencio, cabizbajos.
Acabo de plantear u n a pregunta: «¿Qué es lo que hace que
valga la pena vivir la vida?», y da la im presión de que el diálogo esté
a punto de term inar antes de haber comenzado. Entonces toma la
palabra Sadao, u n hom bre de negocios que disfruta de su descan­
so para almorzar y que está sentado en u n banco cercano a los que
ocupamos nosotros. Al principio parecía molesto de que hubiése­
mos alterado su tranquilidad.
—No —dice—, ésta es u n a cuestión que nosotros, losjaponeses,
necesitamos comentar.
Mira de reojo a la m ujer que piensa lo contrario y me dice:
—En japonés tenem os una palabra, ikigai. Significa literalm en­
te «lo que hace que valga la p en a vivir la vida». Ikigai es la fuerza
m otora fundam ental de nuestra sociedad. Lo que sucedió aquí su­
S ócrates enam orado

cedió porque habíam os colocado y orientado el ikigai de m anera


horriblem ente errónea.
Nos hem os reunido en el Parque de la Paz de Hiroshim a, muy
cerca del blanco sobre el cual el 6 de agosto de 1945 u n bom bade-
ro B29 de las fuerzas aéreas norteam ericanas, el Enola Gay, lanzó
u n a bom ba atóm ica que hizo detonación a 450 m etros sobre el
suelo. Tras la explosión de otra bom ba igual en Nagasaki, los ja p o ­
neses se rindieron y terminó la II Guerra Mundial. Afínales de 1945,
más de un tercio de los habitantes de H iroshim a habían perdido la
vida; en los años siguientes fallecieron docenas de miles debido a
distintas enferm edades provocadas p o r la radiación. La única es­
tructura que no fue arrasada en la zona cero se en cuentra ahora
detrás de nosotros, una cúpula de vigas de acero retorcidas que se
h a dejado tal como quedó aquel día de agosto.
Keiko, de cuarenta y dos años, que inicialmente se había m ostra­
do contraria a tratar este asunto, suspira y tom a la palabra.
—Bueno, en el fondo estoy de acuerdo en que necesitamos ha­
blar de este asunto. Sin embargo, si m e pregunto cuál es mi ikigai,
entonces debo p o n er en tela de juicio mi propia form a de vida, y
eso m e hace sentir muy incómoda.
»Mi m arido —sigue diciendo— tiene un buen trabajo, u n em ­
pleo seguro; es analista financiero. Yo soy am a de casa y m adre al
estilo tradicional. Siempre pensé que iba a ser una auténtica incon-
formista, pero resulta que soy más conformista que mis padres. Por
eso procuro no pensar m ucho en el ikigai, porque eso me lleva a
pensar en mi juventud, cuando únicam ente pensaba en el ikigai,
cuando im aginaba que iba a lograr grandes cambios en el m undo
entero, siendo artista y activista.
»Era u n a joven muy apasionada, com pletam ente enam orada de
la vida — dice, y la voz se le quiebra p o r la em oción— . En nuestra
cultura existen dos tipos de amor. U no es koy, que es «el comienzo
del amor», como puede ser el prim er rom ance con otra persona o
con la vida en general. Luego estájyo-netsu-tek-na-ay, u n a form a más
elevada de amor, que significa «pasión amorosa». U no llega a estar
tan enam orado del m undo y de las personas que habitan en él, que
posee la apasionada convicción de que ha de hacer todo cuanto
pueda p o r lograr que el m undo sea un lugar en el que se refleje su
amor.
A g a pe

Mira en derredor antes de continuar.


—Para la mayoría de losjaponeses de hoy en día, esta segunda
etapa ya no llega a darse. Su desarrollo se detiene, porque nos
hem os conform ado con m ucho menos de lo que debiéramos. Lle­
vamos vidas de pasión, seguro, pero nuestro único compromiso es
el que tenem os con la gratificación de nuestros propios deseos.
Esta baja pasión es u n tipo de am or que se llam a geki-jyo, pero es
m eram ente tem erario y egoísta. No tiene en consideración cómo
afecta a los demás. Este es el tipo de am or que sé que soy culpable
de cultivar, como la mayoría de los japoneses.
»Por eso, cuando form ulaste la pregunta, casi me dieron ganas
de salir corriendo. Ahora, en cambio, deseo pensar u n poco más
en esta cuestión. Y es que quisiera tratar de averiguar cómo podría
volver a poseer aquel jyo-netsu-tek-na-ay que un día tuve, de m odo
que mi «pasión amorosa» se transmita de algún m odo a mis hijos, y
ellos sí puedan cam biar de algún m odo el m undo.
— Ikigai tam bién podría traducirse por «digno de vivirse» —dice
Takako, que también es ama de casa y m adre, tras una pausa muy di­
latada— . Pero es algo digno de vivirse que por fuerza implica el ten­
der la mano a los demás. Tenemos una palabra que designa el amor de
la familia, kazokuay, y una palabra distinta para designar el amor a la
patria, aykokushin. La traducción literal de ambas sería «corazón
para la familia» y «corazón para el país». Me estaba p reguntando
cómo se puede am ar a la familia o al país tanto como sea posible si
además no se tiene u n gran «corazón para el m undo». D urante la
II Guerra Mundial, tuvimos «corazón para el país» y «corazón para
la familia», pero lo tuvimos de un m odo fanático, de u n m odo tal
que terminamos p o r considerarnos superiores al resto del m undo,
como si estuviéramos destinados a enseñorearnos de todos los
demás. Nos engañam os nosotros solos al pensar que era un noble
ikigai, cuando en realidad se trataba de todo lo contrario.
»Hoy, las tornas h an cam biado y nos hallam os en el extrem o
opuesto, de m anera que ninguno de nosotros daría la vida p o r
nuestra patria. Vivimos únicam ente p o r y para nosotros mismos,
para nuestra familia inm ediata y, a lo sumo, para u n reducido
grupo de amigos, al tiem po que cerram os nuestros corazones a
todos los demás y a todo lo demás, como si nada de lo que esté más
allá de nuestros estrechos límites tuviera ningún valor. Esto es algo
S ócrates enam orado

que parece incluso haber dado pie a una forma de fanatismo bastan­
te particular, y pienso ahora si tiene de hecho un «valor negativo». Y
es que si cultivásemos la form a apropiada de «pasión amorosa»,
que es la fuente de todo verdadero ikigai, tam bién pensaríam os de
u n a m anera constante en cómo actuar en el m undo de m odo que
lográsemos que todos estuvieran mejor, com enzando tal vez p o r
nuestra familia y por nuestro país, pero tratando siempre de ensan­
char el círculo, de m odo que en él se incluya u n a parte cada vez
mayor del m undo.
—Son m uchos los que hoy ya ni siquiera están com prom etidos
con la familia —dice Kazu, amiga de Talcako— . Los índices de di­
vorcio se h an disparado.
U n reportaje de Associated Press que se publicó durante mi visi­
ta a ja p ó n afirma que el índice de divorcios en este país se ha dispa­
rado «a u n a altura de auténtico récord [...] lo cual refleja la exis­
tencia de un núm ero cada vez mayor de parejas de m ediana edad
que se han disuelto.
—Las aventuras extraconyugales son muy frecuentes —sigue di­
ciendo— . Hay miles de agencias de detectives cuya especialidad es
el espionaje de familia, ya sea del cónyuge, porque es sospechoso
de com eter adulterio, ya sea de los hijos, porque son sospechosos de
hacer cosas espantosas. Nuestra sociedad es como u n culebrón, con
todos sus sórdidos placeres y sus intrigas. Afirmamos que el m atri­
m onio y la familia son algo sacrosanto, pero eso no es cierto. Lo
único de veras sacrosanto es «yo, yo, yo».
Se form a u n silencio de carácter un tanto pensativo e incluso
tenso antes que Sadao com parta con nosotros sus reflexiones:
—Al ser como soy «un hom bre de empresa», estoy adoctrinado
para pensar que mi trabajo debería ser mi ikigai. Todo cambió cuan­
do nació mi hija.
-—Soy ejecutivo en uno de los grandes bancos del país. Todas las
noches, tras u n a jo rn a d a de doce o incluso catorce horas de traba­
jo , iba a uno de los clubes cercanos a la oficina, con mis colegas, a
tom ar u n par de copas y a ver bailar a las mujeres. Es algo que se es­
p era de nosotros. Ahora, en cambio, me m archo en cuanto puedo
dar u n a excusa. Deseo estar cuanto antes en casa y pasar u n rato
con mi preciosa criatura.
Cierra el m aletín y lo deja a u n lado.
A gape

—El ikigai—nos dice— es algo que encierra m uchísim o signifi­


cado. No se ha dicho antes, pero tam bién significa «fuente del
p o d er de vivir». Mi hija, para mí, es esa fuente. Ella es la que consi­
gue que aspire a ser un caballero de resplandeciente arm adura, a
hacer el bien por el m undo, para que el m undo en el que ella crez­
ca sea u n m undo en el que habiten personas llenas de pasión am o­
rosa, comprometidas las unas con las otras. El «corazón» que tengo
p o r mi hija me infunde u n mayor «corazón» p o r el m undo en ge­
neral.
«Ahora estoy com prom etido con la tarea de hacer de Hiroshi­
m a u n sitio mejor. Q uiero ponerm e al servicio de la ciudad, estar a
su servicio, aunque de m anera radicalm ente contraria a la que p re ­
dica nuestra típica tradición de amae, que es como se llama en ja p o ­
nés el am or indulgente de los padres p o r su hijo, de m odo que el
hijo term ina por ser dependiente de los padres y se pliegua p o r
tanto a sus dictados. No, lo que deseo es crear un m undo que dé a
mi hija las condiciones necesarias para volar, sin que exista recipro­
cidad p or su parte. Ese es el am or de ai, el tipo de am or que profe­
san los budistas japoneses, que es u n am or desinteresado pese a
que procede del am or apasionado, en mi caso del cuidado apasio­
nado que pongo en mi hija, del deseo apasionado de ver el m undo
convertido en u n sitio mejor, al m enos para ella.
»Todo el barrio de las geishas que hay en H iroshim a —sigue di­
ciendo—, y que fue diezmado p o r la bomba, no sólo ha sido reem ­
plazado por otro, sino que se ha expandido. Es u n buen reflejo de
la clase de bajas pasiones, de pasiones tem erarias, que dom inan
hoy en día a las personas. En mi barrio encabezo u n movim iento
de protesta contra los planes que hay para construir allí u n casino.
No es más que una pequeña actividad con la que trato de «hacer el
bien», aun cuando debo decir que lo hago a riesgo de que ello p er­
ju d iq u e mi carrera, ya que mi em presa no ve con buenos ojos lo
que hago. Sin em bargo, estoy resuelto a hacerlo, así sea por m i
hija.
— ¿El am or al trabajo puede ser la m anera más apasionada y
más am orosa que un o tenga de dem ostrar cuánto valora a todas
las personas? —p reg u n to — . ¿Puede ser ése el cauce p ara hacer
todo lo posible para lograr que las vidas de todos sean más dignas
de vivirse?
Sócrates enam orado

—P uede serlo, desde luego — dice H aruhid e, que se sum ó a


nosotros poco después de que hubiéram os com enzado, al ver que
habíam os confiscado la zona del parque en la que p o r lo general
se relaja u n rato a la hora del alm uerzo— . Algunos de los vejesto­
rios que están al frente de las grandes em presas siguen creyendo
que el suyo es u n noble ikigai. Estoy haciendo una au d ito ría en
u n a em presa que se halla en u n a muy adversa situación financie­
ra. Al d u eño le dije a quem arropa que tenía que p ro ced er al des­
pido de cientos de em pleados. C ontestó que prefería ir a la b an ­
carrota, e incluso tener que cerrar la em presa, antes que despedir
a u n solo em pleado, porque tenía con todos ellos el com prom iso
de darles trabajo de p o r vida. En u n a época en la que la mayoría de
las empresas hacen lo que haga falta con tal de m antenerse a flote,
él sigue actuando desde la creencia de que si u n a em presa no es
capaz de cuidar debidam ente de los suyos es que ni siquiera m e­
rece existir com o tal. Su concepto del ikigai consiste en cuidar de
aquellos con los que ha contraído u n com prom iso, p o rq u e a su
juicio son como u n a am pliación de su familia.
—En mi caso, si he de llegar a cum plir con mi noble ikigai, mi
d eber es m ejorar en mi trayectoria profesional —dice Akashi, de
treinta y ocho años de edad— . Debo trabajar y batallar diez veces
más que mis colegas. Pero no lo hago solam ente p or alcanzar un
estatus profesional más elevado y sólo p o r razones egoístas, sino
pensando en que, a la larga, estaré en una posición mejor, de mayor
influencia, para m ejorar la situación en que se encuentran mis con­
géneres, los Burakumin, que afrontan discriminaciones de la peor
clase que pueda existir sólo en razón de su etnia.
Los Buraku, u n a m inoría étnica de Japón, han sido víctimas del
acoso y de la discriminación en todos los frentes desde el siglo xvii,
cuando se les consideraba «intocables» y se les obligaba a vivir prác­
ticam ente como esclavos. Hoy rondan los tres millones los ja p o n e ­
ses de la etnia Buraku. A pesar de las leyes antidiscrim inatorias del
país, aprobadas en los años sesenta, siguen hallando obstáculos in­
mensos y a veces infranqueables en su asimilación p o r parte de la
sociedad en general.
Makio, m aestro de escuela, se ha sumado a nosotros después de
ver el baqueteado cartel que dice «Bienvenidos al Café Sócrates»
en numerosas lenguas, incluido eljaponés. Es u n cartel que Cecilia
A g a pe

y yo llevamos p o r el m undo y que ponem os en un lugar visible


cuando sostenemos un diálogo espontáneo en un espacio público.
Makio está esperando a sus alum nos de sexto para ir a visitar el cer­
cano Museo de la Paz.
—Yo tam bién obtengo la mayor parte de mi sensación de valía
personal, m i noble ikigai, de mi trabajo —nos dice— . El gesto más
afectuoso que puedo hacer p o r mi país consiste en asegurarm e de
que los niños que están a mi cargo reciban el tipo de educación que
m ejor garantice que no caigan presa del prejuicio, del racismo y del
fanatismo.
»Esto es algo que cada vez resulta más difícil de lograr —aña­
de— . Las nuevas directrices de nuestro M inisterio de Educación
han eliminado la educación m oral obligatoria. Ahora, su prioridad
consiste en educar a los niños de m odo que com pitan en el m undo
de los negocios. La única tarea que tenem os como maestros consis­
te en capacitarles para que aprueben con holgura las pruebas de
corte sum am ente competitivo, para que así p u ed an m atricularse
en las mejores universidades de especialización técnica y em pre­
sarial.
»Con todo y con eso —sigue diciendo Makio— , yo aún intento
dedicar parte del tiempo de clase al pensam iento y a la reflexión en
el contexto de nuestra dowa, o program a de educación en la paz,
aquí en Hiroshima, con el cual se aspira a frenar la discriminación,
en particular de los Burakumin, y a la construcción de puentes de
paz.
Kaoru, de ochenta y un años, ha guardado silencio hasta ahora.
A hora tom a la palabra con una voz considerablem ente apasionada
para ser u n a m ujer de tan avanzada edad.
—Yo aplaudo lo que está haciendo nuestro Ministerio de Educa­
ción. Tan sólo aspira a im poner de nuevo la disciplina entre nues­
tros jóvenes. Es imposible que los niños profesen el ikigai si no co­
nocen cuáles son los límites. En sus casas no hay disciplina, los
padres son demasiado permisivos. Mis nietos son unos monstruitos
malcriados. E nseñar a los niños a ser miem bros productivos de la
sociedad, como desea el Ministerio, es la m ejor —la últim a— espe­
ranza que tienen de llegar a ser verdaderos seres morales.
Poco antes de mi visita a Japón, el prim er m inistro, Junichiro
Koizumi, re u n ió en pleno a su gabinete para d eb atir de form a
S ócrates enam orado

exhaustiva el cada vez más acuciante problem a de la delincuencia


juvenil. U n artículo del New York Times citaba a u n alto funcionario
del gobierno, que se lam entaba de que «entre los jóvenes la idea
básica de no ser un a molestia para los demás es algo que ha decaí­
do del todo, y de ello son responsables los adultos. Hay m uchísi­
mos padres que se niegan a reconocer las fechorías que com eten
sus hijos. “¿Por qué se fija usted en mi hijo?”, suelen decir. Antes,
los padres pedían disculpas: “No he sabido educar y disciplinar a
mi hijo como debiera”».
Urui, la m ejor amiga de Kaoru, tam bién de ochenta y u n años,
viste u n quim ono a la usanza tradicional. Asiente y, confundida a la
vez que indignada, me dice:
—U n adolescente me robó la bicicleta. Tal vez no se dé cuenta
de lo grave que es esa transgresión. Hasta hace muy poco, aquí a
nadie se le hubiera ocurrido jam ás robarle a otra persona u n a bici­
cleta. Eso es algo que lisa y llanam ente no se hace. Pero es que los
valores de antes van desapareciendo. El único am or que hay entre
los jóvenes es el de la gratificación de sus propios deseos, un am or
de emociones baratas, incluso de robar lo que a uno no le pertene­
ce con tal de tener un instante de excitación. N uestro M inisterio
sólo trata de inculcar en los niños la disciplina y el respeto, que son
los valores de acuerdo con los cuales más digna de vivirse es la vida.
Los valores que los niños tienen hoy en día, a saber, que la sociedad
se lo debe a ellos todo y que ellos no deben nada a la sociedad, son
contraproducentes para el ikigai.
Como si estuvieran esperando entre bastidores el m om ento in­
dicado para sumarse a nuestro diálogo, de p ro n to se acerca u n
grupo de pequeños japoneses, estudiantes de cuarto o quinto de
educación prim aria, nada más ver nuestro cartel.
Cuando les explico cuál es la cuestión que estamos exam inan­
do, uno de los chicos, M amoru, que ha venido desde la histórica
ciudad de Kioto, me dice lo siguiente:
—Para conocer cuál es tu ikigai, hay que venir a este parque y vi­
sitar el Museo de la Paz, que habla de la horrible bom ba que explo­
tó aquí. Después de hoy, mi ikigai consiste en asegurarme por todos
los medios de que esto no pueda volver a ocurrir nunca más, de
que sólo pueda sucedem os lo mejor, de m odo que valga la pen a
vivir la vida más que nunca aquí y en todas partes.
A gape

Las dos mujeres de avanzada edad que tanto habían despotrica­


do contra niños y jóvenes parecen claram ente sobresaltadas ante
este comentario.
Chiemi, una chica de sexto, dice entonces:
—C uando m e haya ido de aquí, cuando hayan pasado unos
cuantos días y nuestras actividades de clase sobre esta visita estén
a p u n to de term inar, probablem ente estaré otra vez tan absorbi­
da p o r la vida norm al que ya no volveré a pensar en esta visita a
Hiroshim a.
Mueve la cabeza con u n gesto elocuente y añade:
—No, me niego a olvidar. Me bastará con pensar en Sadako
nada más despertar p o r la m añana.
Sadako Sasaki tenía dos años cuando la bom ba atóm ica explotó
sobre Hiroshima. Años más tarde, cuando se le diagnosticó u n a
leucemia, u n amigo le dijo que, según u n a leyenda japonesa, a
quien llegue a hacer cuatro mil grullas de papel se le concederá u n
deseo. Atleta de talento, el mayor deseo de Sadako era correr u n a
últim a vez con el equipo de atletismo de su colegio. Se puso de in­
m ediato a hacer grullas de papel. Murió a causa de la leucem ia a
los doce años de edad, en 1955, debido a lo que losjaponeses ya en ­
tonces llam aban «la enferm edad de la bom ba atóm ica». Sadako
m urió antes de cum plir su deseo, pero no antes de que hubiera
hecho pacientem ente más de seiscientas grullas de papel al estilo
de la papiroflexia tradicional. Sus amigos y sus com pañeros de
clase term inaron el proyecto. Luego encabezaron la iniciativa de
que se construyera un m onum ento en ho n o r de Sadako y de todos
los niños que habían m uerto a resultas de la bom ba atómica. La re­
caudación de fondos que se llevó a cabo en toda la nación gracias a
esta iniciativa culm inó en 1958 con la inauguración de u n m o n u ­
m ento en el Parque de la Paz en el que aparece Sadako con u n a
grulla de oro. Al pie del m onum ento se lee esta inscripción: «Este
es nuestro grito, nuestra oración: paz en el mundo».
Wakusa, su profesora, me dice
—Estos chicos tienen más o menos la misma edad que los nueve
mil alumnos de enseñanza prim aria que fueron enviados en la m a­
ñana del 6 de agosto de 1945 a construir cortafuegos para proteger
a los residentes de H iroshim a de los ataques aéreos. Muchos de los
que sobrevivieron a aquel día de h o rro r asum ieron de p o r vida la
Só crates enam orado

tarea de prom ocionar la paz p o r puro am or a la hum anidad ente­


ra. Para ellos, ése era el único ikigai genuino, lo único que podía
dar sentido y valor al hecho de que siguiera existiendo vida en la
tierra. Los hibakusha, los supervivientes, se convirtieron en m ano
de obra en las tareas de rescate y de auxilio, y luego fueron profeso­
res y pacifistas y activistas en pro de la democracia. Se dispersaron
p o r todo el m undo para trabajar por la paz global.
Habla Ghiharu, otra niña de quinto:
—La mayoría de los visitantes que acuden aquí vienen al Parque
de la Paz sólo durante el día de la conm em oración anual. Mi abue­
lo, u n hibakusha, viene aquí todos los días a prim era hora, salvo el
día de la conm em oración. Dice que el problem a está en que la m a­
yoría de las personas sólo piensa en lo que sucedió aquí u n día al
año, cuando tendríam os que pensar en ello todos los días del año.
Sus dos herm anos, sus cuatro herm anas, sus padres y sus abuelos
perecieron aquel día. Me suele decir que de m í depende que con­
tinúe su ikigai cuando él haya m uerto, no sólo p o r am or a él, sino
p o r am or a la tarea de hacer de este m undo un lugar herm oso y en
paz. Me suele recordar que los japoneses no somos los únicos que
sufrieron, y que hubo cientos de miles de personas que perdieron
la vida p o r nuestra culpa en todo el m undo. Mi abuelo a veces cita
a u n filósofo japonés que decía: «Debemos detener la reacción en
cadena de los átomos por m edio de una reacción en cadena de los
seres humanos». H acer todo lo posible p o r lograr esa «reacción en
cadena del amor» ha de ser el auténtico ikigai de todas las personas
del m undo entero.

U na r e a c c ió n e n c a d e n a d e l o s se r e s h u m a n o s

El filósofo al cual citó la chiquilla de quinto de prim aria era


Ichiro Moritaki (1902-1994). La bom ba atóm ica estalló cuando él
estaba en u n aula de H iroshim a escribiendo su diario. La explo­
sión le causó u n a grave desfiguración, lesiones diversas y u n a ce­
guera parcial. El hibakusha pasó a ser activista p o r la paz, para lo
cual fundó u n grupo que aspiraba a lograr la prohibición perm a­
n en te de toda prueba nuclear. Cada vez que a lo largo de su vida se
llevó a cabo u n a prueba de u n a bom ba nuclear —en total, 475
A gape

veces—, Moritaki acudió al Parque de la Paz de H iroshim a a m ani­


festar su protesta.
Moritaki dice: «Estoy avergonzado de la prim era m itad de m i
vida», la transcurrida antes del estallido de la bom ba atómica, d u ­
rante la cual «trabajé al m áxim o de mis posibilidades para que
nuestro país no perdiera la guerra». Después «cambié radicalm en­
te» y comencé» a pensar en cómo debería ser nuestra civilización».
Para él, el ikigai de los supervivientes de la bom ba atómica debía
consistir en «enseñar a la generación siguiente el h o rro r de las
armas nucleares», de m odo que n unca más nadie llegue «a arreba­
tar de u n m odo tan inm isericorde [...] la vida de tantas personas»,
y de m odo que en definitiva todas las personas lleguen a «experi­
m entar la santidad de la vida misma».
¿Cómo llega uno a reconocer de m anera tan nítida que la vida
es algo tan dolorosam ente preciado como frágil? ¿Y si alguien sos­
tiene que la vida no es algo sagrado? Se podría defender que la his­
toria del ser hum ano ha estado dom inada por actos de absoluta
inhum anidad, que dem uestran que la mayoría de las culturas, en
la mayoría de las épocas del pasado, nunca han creído que la vida
sea algo sagrado.
¿Es preciso experim entar u n a tragedia personal, cierto grado
más o m enos elevado de pérdida o de privación, para en ten d er o
apreciar en qué consiste la sacralidad de la vida? ¿O es quizá posi­
ble que esa misma experiencia disminuya su sacralidad? Moritaki,
desde luego, creía que con objeto de experim entar la sacralidad de
la vida uno debe practicar en todas sus interacciones la «benevo­
lencia y la política del amor».

U n a v id a q u e n o v a l e l a p e n a v iv ir

En What Makes Life Worth Living? [¿Qué hace que valga la pena
vivir la vida?], el antropólogo G ordon Mathews exam ina el sentido
que tiene en e lja p ó n m oderno el térm ino ikigai. Term ina por ave­
riguar que, de m odo ostensible, «para muchos japoneses es eviden­
te su ikigai: se trata de un compromiso total con sus familias y con
sus empresas». Pero con bastante frecuencia ocurrió que u n inte­
rrogatorio más a fondo puso de relieve que eso era lo que pensa-
Sócrates enam orado

ban que debería ser su ikigai, y no lo que verdaderam ante era. Se


dio el caso de que «para muchos, este compromiso parecía insatis­
factorio», desde el em pleado «que trabajaba para u n a em presa a la
que odiaba, aunque no era capaz de abandonarla», hasta «la m adre
que acicateaba a sus hijos para que sobresalieran en u n sistema de
exám enes que ella misma detestaba», pasando p o r u n joven «que
sueña sueños que está seguro de que serán aplastados». Por consi­
guiente, Matthews señala el relato que supone in ten tar descubrir
el auténtico ikigai de cada uno, que él equipara con «el sentido más
profundo que cada uno tiene del compromiso social». Podría «pre­
sagiar u n negro futuro» para la sociedad el que los individuos no
tengan que desarrollar un ikigai que sea fiel a ellos mismos a la p ar
que responsable ante los otros, porque la valía de u n a sociedad
viene determ inada p o r la m edida en la que crea las condiciones
necesarias para «permitir que el yo perciba una clara conexión con
u n sentido más amplio».
En térm inos ideales, la autonom ía y la conciencia social no se
hallan en los extremos opuestos de un mismo continuum, sino que
cada u n a es parte integral de la otra. El ikigai de cada uno h a de
estar im pregnado p o r el jyo-netsu-tek-na-ay, una pasión amorosa p or
todos los pueblos y personas del m undo; debe rechazar el geki-jyo,
ese am or sum am ente tem erario, hedonista, pendiente sólo de su
propia gratificación, en el cual uno se despreocupa del todo p o r el
efecto que sus actos puedan ten er en los demás.

L a V O Z DE LA C O N C IE N C IA

Watsuji Tetsuro (1889-1960), destacado filósofo japonés, especia­


lizado en ética, asegura en Ethics in Japan [La ética en Jap ó n ], —una
de las prim eras obras de u n filósofo japonés que han cosechado
gran renom bre en O ccidente—, que el térm ino que enjaponés de­
signa al individuo, ningen, denota a u n a persona que alcanza el
cum plim ento de sus aspiraciones viéndose como parte de una «to­
talidad» de seres hum anos, como alguien que trabaja avanzando
hacia la realización de la «felicidad de la sociedad» y, en definitiva,
«el bienestar de la hum anidad toda». Según los participantes en el
diálogo de Hiroshim a, esta concepción prácticam ente ha dejado
A gape

de existir. No obstante, en opinión de Tetsuro u n individuo no


p uede existir sin suscribirla. Semejante individuo es alguien cuya
conciencia le inspira a ser «una voz de la conciencia [...] que se
hace oír desde la independencia del individuo, y no desde el punto
de vista de la m uchedum bre animal».
La quintaesencia del individuo noble, según estima Tetsuro, se
en cu en tra en Sócrates, quien escuchó e hizo caso a la voz de su
conciencia como muy pocos más. Fue esta voz de la conciencia la
que llevó a Sócrates, aun a costa de u n gran riesgo personal, a
plantar cara ante «la m uchedum bre animal». Sócrates creía firm e­
m ente que su vida tenía valor sólo d entro de u n a totalidad que
cultivase «los tipos más im portantes del com pañerism o entre los
hombres». Así, en ese clima, escribe Tetsuro, Sócrates se encontró
solo en su em peño p o r continuar siendo la encarnación, con jyo-
netsu-tek-na-ay, la pasión amorosa, de «la virtud del ciudadano de la
polis».

C r e a c ió n d e lo s valores

Tsunesaburo Makiguchi, em inente filósofo y prácticam ente


contem poráneo de Tetsuro, fue abandonado p o r sus padres y se
vio obligado a defenderse p o r sus propios medios desde que tuvo
muy corta edad; apenas tuvo nunca la m enor esperanza de ir a la
escuela. Cuando sólo era un obrerojoven, uno de sus com pañeros
de trabajo descubrió en él todo el potencial de estudioso que ence­
rraba el autodidacta, y le patrocinó sus estudios universitarios. Fue
la suya una sabia inversión, pues Makiguchi llegó a ser u n estudian­
te estelar, y cuando se licenció siguió estudiando para llegar a ser
pedagogo profesional. Tras recibir su certificado de profesor y de
adm inistrador de escuela, Makiguchi rechazó el m odelo educativo
del m om ento, que cargaba las tintas en la rígida disciplina y en el
orden para crear estudiantes ante todo obedientes. Cuando tuvo
un aula llena de estudiantes suyos, se convirtió en u n paria entre
sus colegas al im plem entar un m odelo educativo revolucionario,
en el cual, como explica R obert V. Bullough, especialista en Maki­
guchi, «el aprendiz individual, y no la escuela, se constituye en cen­
tro de todo el proceso de aprendizaje», de m odo que el propio pro ­
Sócrates enam orado

ceso educativo «ha de extenderse fuera de los confines del aula,


hasta la p ropia familia, la propia com unidad y la propia nación».
Los esfuerzos de M akiguchi p o r p o n e r en práctica su filosofía
educativa lo pusieron en u n a muy incóm oda situación respecto a
sus superiores, si bien salió adelante p o r la pro fu n d a preo cu p a­
ción sobre la m area creciente del fanatism o en los días previos a la
II G uerra Mundial. Makiguchi se opuso rotundam ente a la política
educativa del gobierno, consistente en la creación de shokokumin, o
«pequeños ciudadanos nacionales», que incuestionablem ente
cum plirían los dictados del gobierno. Escribió que el objetivo de la
educación no es «la comercialización p o r partes de la inform a­
ción», sino «la provisión de las claves que perm itan a las personas
abrir la cám ara acorazada del saber, cada cual p or su cuenta». Crí­
tico destacado del gobierno militarista de Japón y devoto pacifista,
con frecuencia se pronunció en contra de los em peños del gobier­
no japonés p o r im poner la religión sintoísta a los ciudadanos ja p o ­
neses. Para Makiguchi, la ausencia cada vez mayor de u n a libertad
de credo y de expresión era enem iga de una sociedad benévola y
tolerante.
Resuelto a privar a Makiguchi de un estrado desde el cual expre­
sar sus ideas, el gobierno procedió a su detención en 1943, tachán­
dole de «criminal del pensam iento». A pesar de sus repetidos in­
ten to s p o r obligarlo a retractarse y a rre p en tirse, n u n c a abjuró
de sus ideas. El 18 de noviembre de 1994, a los setenta y tres años de
edad, Makiguchi falleció en la cárcel, aunque no sin antes haber es­
crito obras pioneras en el terreno de la filosofía m oral, social y pe­
dagógica, todas las cuales hoy siguen teniendo u na gran influencia
entre los pensadores y activistas progresistas tanto de Jap ó n como
del m undo entero.

En Education fo r Creative L iving [Educación para un a vida crea­


tiva] , M akiguchi escribe que com parte la fe de Sócrates en que
existe «un determ inado elem ento de bondad m oral in h eren te a
todas las personas». Y también al igual que Sócrates, que viene a ser
su héroe, cree que es tarea de los educadores el conectar con esa
reserva in h eren te de bondad que todos poseem os, y alim entarla
espiritualm ente, adem ás de m odelarla —lo cual tal vez sea de la
m áxim a im portancia— , de m odo que todos hallem os la inspira­
A g a pe

ción necesaria para forjar un «compromiso pleno con la vida de la


sociedad» y trabajem os en pos de «la felicidad verdadera», que
pu ed e hacerse realidad sólo si todos los em peños de u n o se em ­
p ren d en «por el bien de la sociedad, sin el más rem oto pensam ien­
to de ganancia personal».
Makiguchi consideraba a Sócrates el «Maestro de la H um ani­
dad». Lo adm iraba profundam ente por haberse lanzado «de lleno
al caos de su tiempo». El ikigai de Sócrates, dijo, consistía nada
m enos que en «instilar un a ética de ciudadanía m undial en la ge­
neración más joven». H allándose frente a circunstancias bastante
similares en su propia época y en su cultura, Makiguchi asumió que
su tarea vocacional no era otra que instilar esa misma ética en
Japón.

YO ESTOY EN T I, T Ú ESTÁS E N M Í

H aruko Okano, filósofa y feminista, escribe en Moral Responsabi-


lity in theJapanese Context [Responsabilidad m oral en el contextoja-
ponés] que «la doctrina de las relaciones humanas» ha sido histó­
ricam ente el principio ético de aglutinación del pueblo japonés.
A unque en teoría debería servir como «base ideal para la vida so­
cial y ética» en el Japón de hoy en día, dice, su práctica h a llegado
a ser profundam ente imperfecta, hasta el punto de que prácticamen­
te no existe una «conciencia de la responsabilidad», y m ucho m enos
del am or y de la benevolencia, para con quienes se hallan fuera del
grupo inm ediato de cada cual. Según Okano, es vital que los ciuda­
danos japoneses ren u n cien al egoísm o y que se im pregnen h o n ­
dam ente de aquello que ella denom ina las virtudes feministas de
la «autonomía, la igualdad, la reciprocidad y el reconocimiento de la
otredad de los demás» (es decir, en gran m edida de lo mismo que
Watsuji Tetsuro, con m ucha más elocuencia, llam aba el «yo estoy
en ti, tú estás en mí»), de m odo que puedan convertirse en m iem ­
bros que genuinam ente contribuyan y participen en u n a sociedad
internacional.
Okano culpa al resurgir de «la sencilla religión cam pesina del
sintoísmo», que describe como «combinación de creencias espiri­
tuales primitivas y de adoración de los antepasados» con claros tin-
Sócrates enam orado

tes nacionalistas, del renacer de la creencia, en otros tiempos am­


pliam ente com partida, de que sólo quienes tengan «una pura rai­
gam bre japonesa» tienen «garantizadas la felicidad y la paz». En
sem ejante sistema de creencias «no hay diferenciación entre el
m undo y el yo, entre el yo y los otros»; todos los que se encuentran
fuera del m undo hom ogéneo en que uno vive carecen de una exis­
tencia cargada de sentido (es u n a visión de las cosas tan clásica
como narcisista). Para Okano, sólo cuando todos los m iem bros de
la sociedad asum an la diversidad de las formas de ver el m undo y
de hacer el m undo, sólo cuando todos cultiven u n a «perspectiva
global que incorpore diversos modelos» y vean a quienes son dis­
tintos de ellos como iguales, sólo entonces p o d rán ser personas
mejores.

N u n c a más

Justo a punto de term inar nuestro viaje en grupo p or la Repúbli­


ca Checa, nuestro guía nos pregunta si tenem os alguna últim a p re­
gunta que hacerle. Son m uchos los que ya se alejan, cuando yo for­
mulo una pregunta: «¿Qué deberíam os h aber aprendido?».
Algunos se detienen en seco al oír mi pregunta. Otros se dan más
prisa aún en marcharse. Los que se quedan no dicen ni palabra,
como si aguardasen, con toda cortesía, para com probar que nadie
da respuesta a mi pregunta antes de m archarse definitivamente.
Por fin, Jiri, u n ingeniero eléctrico de Praga, es quien tom a la
palabra.
—Casi todos losjóvenes que han tom ado parte en el viaje estu­
vieron haciendo chistes durante todo el tiem po m ientras el guía
nos hablaba. Se hacían fotos los unos a los otros, fingían estar ahor­
cados o ejecutados. Se lo tom aron todo a broma.
»Esos muchachos estudian en uno de los colegios mejores y más
caros en los que se puede estudiar, a pesar de lo cual han sido incapa­
ces de aprender nada de todo esto —añade— . Como algunos de
sus acom pañantes adultos tam bién estaban de brom a con ellos, se­
guram ente no es insensato decir que no eran los modelos más ade­
cuados para perm itir que losjóvenes aprendan la lección prim or­
dial que encierra este lugar: nunca más. Cuando uno ve esa clase
A gape

de com portam iento en un sitio como éste, lo que yo saco en claro


es lo siguiente: «Nunca digas nunca más», porque se ve cómo toda­
vía son posibles actitudes tan insensibles y crueles.
Toma la palabra Damek, de veinticinco años, que hoy está aquí
como guía voluntario.
—Esta es la prim era vez que vengo en bastante tiempo. Años
atrás trabajé aquí durante u n a tem porada larga. Debo decir que
cuando em pecé era «sólo u n trabajo», y que los visitantes a los cua­
les me tocó acom pañar en calidad de guía siem pre se daban cuen­
ta de eso. Si les conmovía el m ensaje de este lugar, era más bien a
pesar de m í que no por efecto de mis palabras. A unque aquélla era
u n a época de m ucho desem pleo y uno tenía trabajo sólo de m ane­
ra muy esporádica, sabía que no podía y que no debía seguir traba­
jan d o aquí si no era capaz de hacerlo mejor. Desde entonces me he
puesto a leer todos los libros sobre la cuestión que han caído en
mis manos.
»A partir de entonces dejé de soltar los rollos carentes de em o­
ción que soltaba antes. Empecé a com partir las realidades del lugar
y los sentimientos. Me di cuenta de la diferencia que esto suponía:
me bastaba con ver reflejado el impacto en las caras de la mayoría
de los visitantes. Lo que yo com prendí es que antes de que los visi­
tantes p udieran a p ren d er de m í todo lo posible, especialm ente
cómo pudo llegar a existir un sitio como éste, necesitaba profundi­
zar m ucho en su historia, y profundizar m ucho en m í mismo, y de­
jarm e conmover por la historia, para llegar a senür a sus habitantes
en lo más profundo de mi alma y transm itir este sentim iento a los
visitantes. Incluso así, lo m ejor que puedo hacer es optim izar las
posibilidades de que algunos aprendan esa idea del «nunca más»
gracias a su visita. Hay casos, hoy mismo lo hem os visto, en que eso
no sucede. A un cuando sepa que no es culpa m ía si no puedo lle­
gar al corazón de esos chiquillos, tengo la sensación de que todos
hem os perdido, incluso desperdiciado, u n a oportunidad de ayu­
dar a losjóvenes a convertirse en mejores personas.
— ¿Se echa a perder la ocasión aun cuando uno aprenda algo de
su com portam iento? —pregunto.
Damek se para a pensarlo. «Debo decir que verdaderam ente
aprendo de experiencias como la de hoy: es algo que me reafirm a
en la certeza de la facilidad con la que puede suceder algo como lo
Sócrates enam orado

ocurrido antaño aquí, como dijo Jiri. Si u n grupo de chicos adine­


rados, más o m enos cultos, que gozan de toda clase de privilegios y
ventajas, p ueden pasar p o r aquí y perm anecer incólum es a lo que
han visto, sin relacionarse con nada de esto, es evidente que lo que su­
cedió puede volver a suceder. Los que gestionaban y vigilaban este
lugar tuvieron que haber sido aleccionados para sentirse tan supe­
riores a los que lo habitaban tan por encim a de ellos, que de ningu­
na m anera pudieron percibir su dolor.
Se hace el silencio antes de que una m ujer que se llama M aijeta
y que está ju n to a Jiri, lo mire y le hable así:
— Si quieres enseñar a alguien a que sea u n mecánico excepcio­
nal, no le das a leer u n m ontón de libros. Es necesario que pase el
tiem po con otros mecánicos, que aprenda cuáles son las h erra­
mientas del oficio observando cómo trabajan y se relacionan entre
sí y luego que practique p o r sí solo. Lo mismo se puede decir del
aprendizaje de las herram ientas necesarias para convertirnos en
seres hum anos más sensibles. La enseñanza se lleva a cabo p o r
m edio del ejemplo, tratando a otros de tal m odo que si el m añana
no llegase, al m enos el último recuerdo que tengan de nosotros sea
el de u n ser hum ano atento, cuidadoso con los demás, entregado,
que trata de lograr que el nuestro sea u n m undo más amable. Y
u n o tiene la esperanza de que parte de todo eso se contagie a las
personas a las que trata de educar.
»Aquí, milagrosamente, los nazis no borraron p or completo los
restos de los habitantes, como hicieron en otros lugares —sigue di­
ciendo— . Se les olvidó destruir centenares de dibujos hechos p o r
los niños que habían vivido aquí. Por eso nos podem os imaginar sus
rostros, sus sufrimientos, sus esperanzas. De todos los que hemos vi­
sitado este lugar depende el recordar a los que hicieron los dibujos,
hablar de ellos con nuestros nietos, con nuestros amigos y vecinos,
con todo el que nos quiera escuchar, para que ese «nunca más» sea
algo más que u n a m era posibilidad.
—¿Habría que tratar de transmitir ese «nunca más» a los jóvenes,
aun cuando parezca que no nos escuchan? —pregunto— . Lo digo
porque en mi experiencia como educador a veces los que peor se
com portan son los que realm ente están escuchando, y lo que pasa es
que no saben cómo reaccionar. En otros casos, a veces cuesta meses
e incluso años que el mensaje llegue a donde tiene que llegar.
A g ape

—Sí, siem pre deberíam os te n er abiertas todas las ventanas de


la com unicación — dice Angela, de cuarenta y dos años, con fir­
meza. Mi com unidad ha sido testigo de prim era m ano de qué es lo
que sucede cuando se produce u n a absoluta ru p tu ra de la com u­
nicación entre los adultos y losjóvenes. Yo vengo de Littleton, es­
tado de Colorado.
El 20 de abril de 1999, Eric Harris, de dieciocho años, y Dylan
Klebold, de diecisiete, asaltaron el instituto de enseñanza m edia de
Columbine, y en dieciséis m inutos de terro r asesinaron a doce es­
tudiantes y a un profesor antes de suicidarse. Fue el tiroteo ocurri­
do en una institución educativa que se saldó con el mayor núm ero
de m uertos en la historia de Estados Unidos.
—H e oído m uchas explicaciones de lo que hicieron Harris y
Klebold —dice Angela— . Según a quién se crea, según con quién
se hable, resulta que tom aban parte en u n culto de la «mafia de ga­
bardina». E ran paganos, adoradores del dem onio, odiaban a los
cristianos, odiaban a los negros, odiaban a los deportistas, eran m i­
sántropos, misóginos. En cambio, lo que no he oído es que, si real­
m ente eran todas esas cosas, ¿cómo es posible que no supiéramos
leer las señales? La verdad es que ahora todo el m undo prefiere
pintarlos como dos m onstruos de estereotipo, porque eso es más
fácil que explorar u n a cuestión bien distinta, a saber, «¿puede mi
hijo, o el hijo del vecino, o el hijo de mi com pañero de trabajo,
hacer una cosa así?»»
»Eric Harris y Dylan Klebold parecían en muchos sentidos prác­
ticam ente iguales a un m ontón de adolescentes —sigue diciendo
Angela—. Después de que aquello sucediera, em pecé a preguntar­
me qué es lo que estamos haciendo mal nosotros, los adultos. ¿Qué
es lo que no enseñam os a nuestros jóvenes? (y ¿qué es lo que ellos
no nos enseñan?). Aquellos dos obviamente no llegaron a transmi­
tir a las personas que más cerca estaban de ellos qué era lo que les
estaba pasando. Sin en trar en demasiadas psicologías, la tragedia
de Columbine supuso que existía u n a com pleta ru p tu ra de com u­
nicación entre aquellos chicos y el resto de su m undo. O bien no
consideraban seres hum anos a aquellas personas contra las que
dispararon a sangre fría, o bien ellos mismos no se consideraban
seres hum anos. De lo contrario, nunca podrían h ab er hecho lo
que hicieron. Venir hoy aquí y escuchar la conm ovedora crónica
Sócrates enam orado

que nos ha hecho Damek me ha enseñado m ucho sobre cóm o es


posible que uno se convierta en una cosa así, pero tam bién me h a
enseñado que debo hacer todo lo que esté en mi m ano para asegu­
rarm e de que esas tragedias n unca más vuelvan a suceder.
—Antes de Columbine, nunca me había parado a pensar en
cosas como ¿qué es lo que deberían aprender nuestros hijos? —dice
Hank, u n m édico de W ichita que ha venido aquí con su esposa y su
hija. Lleva un rato en la periferia de nuestro grupo, como si trata­
ra de decidir si desea o no form ar parte del diálogo— . Nosotros los
padres cargamos u n a responsabilidad excesiva sobre los hom bros
de los profesores, para que ellos hagan de nuestros hijos seres h u ­
manos considerados. Tendríamos que preguntarnos qué es lo que
hacem os los padres para que nuestros hijos crezcan y sean perso­
nas de verdadera estatura moral.
—-Yo no veo a nadie tan intolerante ni tan lleno de odio com o
los adultos —dice Leslie, la hija de Hanlc, que es la únicajoven que
se h a quedado a tom ar parte en el diálogo— . Fijaos en todos los
adultos que en Estados Unidos h an llevado a cabo distintas masa­
cres durante los últimos años, p o r ejemplo en sus lugares de traba­
jo; fijaos en nuestra política de guerra; fijaos en el m undo entero,
desde D arfur hasta Somalia y Ruanda, donde los adultos m asacran
a otros grupos de adultos y de niños. Y esos adultos nu n ca se p re­
guntan qué m ensaje es el que están transm itiendo a los jóvenes.
Ese es el mensaje que más m iedo da de todos.
»Mi profesor de ciencias sociales nos anim a a que hagam os lo
posible para que el nuestro sea u n m undo de «nunca más» —nos
dice Leslie después— . Nos motiva a aprender y a pensar en nuevas
posibilidades para nosotros, no sólo para cuando seamos adultos,
sino para ahora mismo. Nos ayuda a sentir que im portamos, y que
todo el m undo importa.
Todos los que siguen cerca parecen reacios a m archarse. Al
cabo de u n buen rato, M aijeta dice:
—Me alegro de que este edificio se haya m antenido intacto,
aunque eso no es suficiente. Me pregunto qué pasaría si, sólo d u ­
rante u n día, chicos como los de nuestro grupo, que tan mal com­
portam iento han tenido, tuvieran que pasar por experiencias degra­
dantes. Me pregunto qué pasaría si tuvieran que aguantar sin comer,
si se les tuviera encerrados en u n a celda fría, en u n catre sin col­
A g ape

chón, sin alm ohada, con un lavabo asqueroso. No se me ocurre


otra form a de enseñar a chicos como ésos la lección del «nunca
más». Como escribió el filósofo George Santayana, «quienes no
son capaces de recordar el pasado están condenados a repetirlo».
—Si uno recuerda el pasado, ¿es suficiente para asegurarnos de
que no se repita? —pregunto.
M aijeta lo m edita durante unos instantes.
—No. Hay que ten er adem ás la inspiración necesaria para ac­
tuar de m odo tal que se m inim icen las posibilidades de que lo
p eo r de nuestro pasado vuelva a suceder, de que lo p eo r de nues­
tra naturaleza vuelva a ser «cultivado», como lo fue durante la
época del nazismo. Para ello, hay que a p ren d er a am ar n o sólo al
vecino y al prójim o, sino tam bién a los desconocidos que viven en
la otra p u n ta del planeta, y ver en ellos a u n a especie de vecinos.
Porque lo ocurrido aquí es lo que seres hum anos como tú y como
yo somos capaces de hacer, si p o r u n m om ento dejamos de tratar­
nos unos a otros con la dignidad que m erecem os. Esto es lo que
sucede entonces.
—V ictor Frankl, psiquiatra vienés que sobrevivió a Auschwitz
— dice Dámele—, dijo que «al hom bre se le puede arrebatar todo,
salvo una cosa: la últim a de las libertades hum anas, la posibilidad
de elegir la propia actitud en un determ inado conjunto de circuns­
tancias, la posibilidad de elegir el camino propio». Esa actitud, ese
camino, han de ser los del amor.
Al ponerse el sol en el Día Internacional en Recuerdo del H olo­
causto, nos despedim os y salimos del campo de concentración de
Thereisenstadt, más o m enos a u n a hora de Praga, capital de la Re­
pública Checa. Al salir del campo, pasamos bajo un rótulo en el
que se lee el lem a Arbeit machtfreí, «El trabajo os hará libres».

T h e r e is e n s t a d t

Thereisenstadt —o Terezin, que es como lo llam an los checos—


se fundó a finales del siglo xvin en lo que era entonces Bohemia.
Prim ero fue u n a guarnición defensiva frente a las tropas invasoras,
durante la guerra franco-prusiana. En los comienzos de la ocupa­
ción nazi, allí fueron enviadas unas 32.000 personas, en su mayoría
Só crates enam orado

de nacionalidad checa, que se resistieron a la invasión nazi. Con


posterioridad se convirtió en gueto y en campo de concentración
sobre todo para los judíos.
Los propagandistas del nazismo lo graron hacer pasar ante la
o pinión pública la realidad de T hereisenstadt como «campo m o­
delo». Lo p intaron como si fuera una com unidad idílica, un «área
de asentam iento ju d ío do tad a de gobierno autónom o», u n ver­
d adero «gueto paradisíaco», y así lograron que lo pareciera cada
vez que los funcionarios de la Cruz Roja realizaban visitas m uy
someras, de las que siem pre daban aviso con antelación suficiente.
D urante esas visitas, los habitantes del cam po tenían que ju g a r al
fútbol, fingir que cuidaban de los jard in es, hacer representacio­
nes de obras teatrales, etcétera. A los funcionarios de la Cruz Roja
siem pre se les agasajaba con m úsica de orquesta que ejecutaban
los m uchos músicos excelentes recluidos en el cam po. C onclui­
da la visita de la Cruz Roja, los músicos eran enviados a otro
cam po de concentración.
De las más de 140.000 personas que fueron confinadas en T he­
reisenstadt entre 1941 y 1945, sólo unas 16.000 llegaron a sobrevi­
vir. Y sólo 4.000 sobrevivieron tras ser enviadas a otros campos
desde Thereisenstadt. La mayoría fue enviada a Auschwitz, el mayor
de los campos de concentración del nazismo, donde más de u n mi­
llón y m edio de judíos y otro m edio m illón más, com puesto sobre
todo p o r gitanos, polacos y soviéticos que habían sido hechos pri­
sioneros de guerra fueron asesinadas en cuatro grandes cámaras
de gas, m ientras otros 300.000 prisioneros m urieron de ham bre o
a causa de diversas enferm edades. De los 15.000 niños que había
en Terezin, sólo cien sobrevivieron. El 8 de mayo de 1945, las tro­
pas soviéticas liberaron el campo.

E nseñar el «N unca m ás»

En el libro titulado Can It Ever Happen Again? [¿Puede volver a


suceder?], que es u n a recopilación de ensayos y de declaraciones
acerca del Holocausto, se cita a u n a persona que dijo lo siguiente:
«Tal vez no vuelvan a ser los ju díos [...] pero [...]¿por qué n o p o ­
dría volver a suceder en cualquier otro país civilizado, en cualquier
A g ape

época de la historia, si la población llega a estar tan cegada por sus


propios problemas y por el odio?».
¿Y qué hay de los que no estamos cegados p o r el odio, pero lle­
vamos puestas las orejeras?
A nna Frank escribió en su diario que la asom braba no haber
«renunciado a todos mis ideales», porque «parecían absurdos, im ­
posibles de realizar» en las circunstancias del m om ento. Con todo,
siguió profesando con integridad sus ideales, «porque a pesar de
los pesares todavía creo que las personas son buenas de corazón».
Aun cuando «notaba los sufrimientos de millones de personas», es­
cribió que siem pre que levantaba la m irada «al cielo», llegaba a la
conclusión de que «todo tiene que salir bien, de que esta crueldad
tam bién ha de terminar, de que la paz y la tranquilidad volverán a
reinar entre nosotros».
Seguram ente, parte de la razón por la que conservó tan altas es­
peranzas se debió a que, si bien la inm ensa mayoría de los gentiles
alemanes se m ostraban absolutam ente indiferentes a la suerte que
corriesen los judíos, hubo no obstante algunos que fueron de u n a
infinita «bondad de corazón», arriesgando la vida para d ar refugio
a familias de judíos en sus propias casas.

T heodor Adorno (1903-1969), filósofo y sociólogo alemán, afir­


m a en su conocido ensayo «Educar después de Auschwitz» que «la
principal exigencia que pesa sobre cualquier clase de educación es
que Auschwitz no vuelva a suceder». Para A dorno, todos los deba­
tes sobre los ideales de la educación son «banales y estériles en
com paración con este ideal único: Auschwitz, nunca más». Pero es
precisam ente el debate sobre los ideales absolutos de la educación
el que puede garantizar que Auschwitz nunca vuelva a producirse.
Para ayudar a que así sea, tenem os que trabajar p ara erradicar las
condiciones no sólo de la guerra, sino tam bién de la intolerancia y
del odio y del racismo, para educar en la em patia, p or p o n er u n
solo ejemplo.
Al tratar de asimilar cómo fue posible que sucediera el H olo­
causto, A dorno dice que m uchas personas bienintencionadas tra­
taron de darle u n a explicación afirm ando que durante la época
nazi «la gente ya no tenía vínculos de ninguna clase». En su opi­
nión, ésa es u n a explicación ilusoria, como si «una apelación a los
Sócrates enam orado

vínculos pudiera ayudar de algún modo» a evitar u n holocausto.


Pero lo cierto es que ayudaría.
Kristen Renwick M onroe, filósofa de la Universidad de Califor­
nia en Irvine, conoció y entrevistó a fondo a algunas de las personas
a las que A nna Frank consideraría «personas de buen corazón»,
gentiles europeos que arriesgaron la vida durante la II G uerra M un­
dial para rescatar y salvar a u n puñado de judíos. M onroe escribe
en The H and o f Compassion: Portraits o f Moral Choice during the Holo­
caust [La m ano de la compasión: retratos de decisión m oral d u ran ­
te el Holocausto] que «la conexión hum ana fue la clave. La sensa­
ción que tenían de estar estrecham ente relacionados con los judíos
p o r m edio de lazos de una hum anidad com ún fue lo que em pujó a
estos salvadores a hacer lo imposible».
Elie Wiesel, superviviente del H olocausto y afamado novelista y
filósofo, dice en «La valentía de que importe» que para esa clase de
personas «era algo natural salvar a las personas, seguir siendo h u ­
manos». Kristen M onroe señala que las decisiones que tom aron
estos salvadores no fueron las del «m undo de los estudiosos, dom i­
nados p o r la teoría racional de la libre elección», que da p o r senta­
do que las personas actuarán de u n m odo sum am ente racional, y
n u n ca p o n d rán con descuido sus vidas en peligro. Pero po d ría
darse el caso de que en m om entos de irracionalidad absoluta se
exija de nosotros u n a decisión absolutam ente irracional. O tal vez
sea que la decisión más racional que pueda tom ar alguien dotado
de conciencia social consista en hacer precisam ente lo que hicie­
ro n aquellos salvadores, esforzándose p o r hacer realidad la espe­
ranzada visión de A nna Frank a despecho de la desesperanza rei­
n an te en todo, aun cuando condujera, como sucedió en m uchos
casos, a su propia m uerte.
M onroe dice que «la resistencia al genocidio» de aquellos salva­
dores no era solam ente «una afirm ación de universalismo en la
que todos los seres hum anos tienen derecho a u n trato igual en
función del hecho de haber nacido». Antes bien, representó «un
afecto, un a celebración de todos los tipos de diferencias, individua­
les y de grupo, que perm iten el florecim iento de la com unidad h u ­
mana». Con todo, señala M onroe, fue la naturalidad con la que ac­
tuaron —u n a de ellos, una estudiante polaca, escondió a dieciocho
ju d ío s en la casa del capitán alem án a cuyo servicio dom éstico se
A g ape

encontraba adscrita; otro, u n policía danés, ayudó a orquestar el


salvamento del 85 por ciento de los judíos que vivían en ese país—
lo que precisam ente «nos anim a a m irar al fondo de nuestras p ro ­
pias almas y a preguntarnos si tam bién estaría en nuestras m anos
esa posibilidad».

Si alguien no es capaz de identificarse con las personas que no


son exactam ente iguales a él, ¿se puede considerar realm ente «ci­
vilizado»? Si sabe que otros seres hum anos sufren de u n m odo in­
decible, a pesar de lo cual no es capaz de identificarse con ellos de
algún m odo, ¿es realm ente «inocente»?

La m adre de Bono, el cantante de ro ck y activista social, m urió


de u n aneurism a cerebral cuando él tenía catorce años, lo cual lo
llevó a cuestionarse p rofundam ente cóm o p o d ía ser la vida tan
injusta. En vez de alejarse del m undo presa de u n a com prensible
am argura, ha tratado de abrazar con sus propios brazos toda la
tragedia del dolor y del sufrim iento en cualquier parte del
m undo. La pérdida de su m adre le sirvió para familiarizarse con
lo precioso que es cada m om ento, o lo precioso que debería ser
para todos los seres hum anos. Cristiano devoto educado en la fe
anglicana, Bono ha sido sum am ente sensible a las m uertes que es
posible impedir, las m uertes de aquellos que no se consideran tan
preciosos, en especial los m arginados del Tercer M undo, y m uy
en concreto los niños del Tercer M undo. En u n a entrevista publi­
cada en Paris Match, Bono critica muy agriam ente a las p erso n as
del m undo civilizado que p erm iten que m illones de niños y de
adultos m ueran de sida en Africa, «porque no com partim os con
ellos esos m edicam entos» que p o d rían prevenir o al m enos fre­
n ar que el VIH se convierta plenam ente en sida. Cree que «la his­
toria nosjuzgará con severidad [...]. Estamos asistiendo u n nuevo
H olocausto y ni siquiera hem os movido un dedo». Dijo que h a
llevado a Africa a dos de sus hijos pequeños para que vean con sus
propios ojos la m agnitud de la tragedia que allí se desarrolla.
«Quiero m odelarlos, con suavidad, para que sean conscientes del
m u ndo en que vivimos».
Victor Frankl (1905-1997), cuyas experiencias como prisionero
en u n campo de exterm inio fueron la base de sus escritos semina­
Sócrates enam orado

les sobre la supervivencia hum ana y la búsqueda de significado que


es innata al hom bre, clasifica a los seres hum anos en dos amplias
categorías generales: «la “raza” del hom bre decente y la “raza” del
hom bre indecente». Afirma que «ambas están [...] por todas partes»,
y que ambas «penetran todos los grupos que form an la sociedad».
Frankl cree que ningún «grupo consta íntegram ente de personas de­
centes o indecentes». Lo cierto es que hay grupos prim ordialm ente
decentes, que se basan en un código com partido y en formas de ac­
tuar en el m undo que benefician a todos, y que se esfuerzan p o r­
que así sea, y que otros predom inantem ente no lo son, p orque el
código que com parten no persigue y ni siquiera perm ite que se
planteen tales fines.
La población indígena de Chiapas, México, en donde vivo parte
del año, hace u n a clara distinción entre «un ser hum ano» y u n
basil winik, o «verdadero ser hum ano». Para ellos, u n ser hum ano
no posee sim plem ente la capacidad de razonar, ni m ucho m enos
está dotado tan sólo de ciertos rasgos físicos que lo sitúan con clari­
dad dentro de la clasificación aristotélica. Estos indígenas creen
que para precisar si alguien es u n verdadero ser hum ano es preciso
exam inar todo lo que haya hecho, y sólo entonces se p o d rá deter­
m inar si es «realmente bueno de corazón».
A nna Frank creía que era tarea principalm ente de los jóvenes
el enseñar a los demás cuál es el m edio para que este m undo sea
mejor, porque «las personas mayores ya tienen u n a opinión form a­
da con respecto a todo». Sin em bargo, dice ella, en el caso de los
jóvenes «es doblem ente difícil [...] m antener esta actitud», espe­
cialm ente «en u n a época en la que todos los ideales están siendo
destrozados, destruidos, y en la que todo el m undo está m ostrando su
p eo r cara».
Sus escritos han servido de inspiración para que numerosas per­
sonas dediquen sus vidas a hacer realidad ese tipo de m undo que
ella imaginó. Muchos posiblem ente se han encontrado, como se
encontró ella, con que «lo difícil en esta época» es que «los ideales,
los sueños y las esperanzas surgen en nosotros, desde luego, pero
sólo para toparse con una verdad horrible y quedar hechos añi­
cos»; no obstante, esas mismas personas tam bién h an hallado los
medios para proseguir con su esperanzada búsqueda reforzados
p o r u n a determ inación mayor que nunca, gracias a la idea de que,
A gape

si se asume el peor de los resultados posibles, es fácil que se con­


vierta en una profecía que se cum pla por sí sola.

A dorno se pregunta si «puede haber vida después de Ausch­


witz». Más fructífero sería preguntarse, con el espíritu de A nna
Frank, ¿qué clase de vida puede haber y debe h ab er después de
Auschwitz? ¿Qué estamos dispuestos a hacer con tal de que esa vida
sea u na realidad? ¿Qué mensajes indelebles hem os de transm itir a
los demás, y a nosotros mismos? ¿Cómo podem os convertirnos en
dignos mensajeros?

E m p a t ia

¿Se puede enseñar la «empatia»?


T heodor A dorno no es de la opinión de que cuanto m ejor tra­
temos a los niños m ejor habrán de tratar ellos a los demás, porque
tales niños, a su juicio, no ten d rán «ni idea de la crueldad y la as­
pereza de la vida», de m odo que tam poco sabrán cómo identificar
a los que sí la tienen. ¿Significa eso que quien escatime en castigos
m alcría a los niños, y que lo m ejor es u n castigo severo a la hora de
educar? ¿Es preciso sufrir prim ero en persona la crueldad y la se­
veridad para que uno se identifique con quienes las h an sufrido,
para que uno se sienta obligado a hacer algo p o r rem ediar tal si­
tuación?
Para tener empatia, ¿tiene uno que haber experim entado antes
m om entos dolorosos, m om entos vulnerables en la vida —haber
experim entado la tragedia, o al m enos algunos m om entos fragua­
dos en la pérdida y en la tristeza, m om entos de hum illación, o de
m arginalización— , para ser capaz de «sentir el dolor» ajeno, el
dolor de quienes h an pasado p o r experiencias similares e incluso
peores? Para com prender, para dom inar los impulsos violentos de
los demás, ¿tiene uno que ser consciente de que posiblem ente tam­
bién alberga esa clase de impulsos en su interior, de que incluso h a
actuado alguna vez movido p o r ellos?
Daniel Goleman, pionero en el campo em ergente de la «alfabe­
tización emocional», sostiene en Inteligencia emocional q u e «las lec­
ciones emocionales que aprendem os de niños en nuestro hogar y
Só crates enam orado

en el colegio dan form a a los circuitos emocionales que nos h arán


más aptos, o más ineptos, en los rudim entos de la inteligencia em o ­
cional». De ahí que la infancia y la adolescencia sean oportunida­
des de im portancia capital en el desarrollo de «los hábitos emocio­
nales esenciales que habrán de gobernar nuestras vidas». Con esa
finalidad, G oleman invoca la inclusión de la «educación en la em­
patia» como parte integral de la educación form al de u n joven en
el aula. Pero muy probablem ente, a la par que esa enseñanza debe
existir u n «modelado emocional». Los adultos h an de esforzarse
por ser paradigmas de la em patia si se espera que los niños desarro­
llen y pongan en práctica esas mismas habilidades. A lo largo de la
historia del género hum ano las figuras paradigmáticas han demos­
trado que al m enos algunos seres hum anos adultos son capaces de
u n a espectacular transform ación propia, incluso a edades avanza­
das, cuando intentan m odelar en sí mismos el cambio que aspiran
a ver en el m undo en general.
A unque siem pre seremos «prisioneros» de nuestras emociones,
tam bién podem os ser «vigías», y cultivar y construir esas respuestas
em ocionales que m ejor nos capacitan p ara ser más hum anitarios.
En opinión de Goleman, lo que en este sentido está e n ju e g o no
puede tener más importancia:

La muy aleccionadora realidad del tiroteo que tuvo lugar en el


instituto de Columbine y el reguero de tragedias relacionadas con este
suceso subrayan de manera inquietante la necesidad que tenemos de
ofrecer esta educación de las emociones a los niños de todo el país.

En Upheavals o f Thought: The Intelligence of Emotions [Rebeliones


del pensam iento: la inteligencia de las em ociones], la filósofa
M artha Nussbaum afirma que toda inteligencia posee u n com po­
n en te emocional, de la misma m anera que todas las emociones tie­
n en un com ponente intelectual o racional. Aunque para Nussbaum
—posiblem ente la única filósofa occidental dedicada hoy en día a
u n análisis exhaustivo y a la com prensión de las emociones a partir
de referentes conceptuales, funcionales y empíricos interconecta-
dos entre sí— las emociones que «configuran el paisaje de nuestras
vidas en lo m ental y en lo social» no son en su totalidad evaluacio­
nes cognitivas; si bien es cierto que somos capaces de ofrecer un a
A g a pe

valoración cada vez más racional y más precisa del porqué experi­
m entam os un determ inado conjunto de em ociones en u n contex­
to determinado. Incluso aquellas emociones que parecen puram en­
te instintivas o intuitivas pueden y deben comprenderse en términos
intelectuales, en función del porqué se plantean y del cómo se em ­
plean, y tam bién en función de su propia configuración racional.
Nussbaum sostiene que a m edida que proyectemos más luz racional
en ellas, dejarán de estar relegadas al reino de lo inefable; a m edida
que las sondeemos y tratemos de articularlas, dejaremos de ser pri­
sioneros de ellas, porque ese conocim iento nos servirá para canali­
zar constructivamente nuestras respuestas emocionales.
Afirma, además, que cuando las emociones «se hallan contagia­
das de inteligencia y discernim iento», de m odo que «contienen en
sí mismas u n a conciencia clara del valor o de la im portancia que
entrañan», no pueden «fácilmente arrinconarse en aras de un ju i­
cio ético, como tan a m enudo ha ocurrido en la historia de la filo­
sofía». Esto, a su vez, debería en su opinión llevarnos a hacer el tra­
bajo duro que se precisa para afrontar «todo el em barullado
m aterial del pesar y del amor, de la ira y el m iedo, del papel que
todas estas experiencias tum ultuosas desem peñan en el pensa­
m iento acerca de lo bueno y lo justo». A tenor de este planteam ien­
to, las em ociones p ueden servirnos de aliado constructivo en la
vida pública, capacitándonos para —e inspirándonos en— cultivar
u n tipo de am or funcional y compasivo que nos ayude en todo,
desde el desarrollo y la puesta en práctica de u n a política social y
económ ica tendente a la transformación, hasta la educación cívica
y moral. Nussbaum cree que el cultivo de las em ociones de esta
form a es una

calle de doble sentido satisfactoria para todos: los individuos compasi­


vos construyen instituciones que encarnan lo que imaginan, y dichas
instituciones, a su vez, «influyen en el desarrollo de la compasión en
los propios individuos».

Sus implicaciones de cara a que una com unidad política ilustra­


da extienda a sus ciudadanos la base social de la salud imaginativa
y emocional no puede, a su entender, sobrestimarse nunca.
Sócrates enam orado

D e s t r u ir l a s e m o c i o n e s d e s t r u c t iv a s

A las puertas del nuevo m ilenio, un grupo de muy destacados


especialistas —pertenecientes a campos tales como la religión
oriental, la filosofía de la m ente, la psicología y la neurociencia del
conocim iento, y provenientes del m undo entero— , se reunió en
Dharam sala, en India, con el Dalai Lama con el fin de m an ten er
u n a serie de diálogos intensivos. Su objetivo prim ordial, según re­
fiere Daniel Goleman en Emociones destructivas: cómo entenderlas y su­
perarlas, era exam inar cómo y p o r qué las «emociones destructivas
corroen el corazón y la m ente del ser hum ano», y explorar las for­
mas de «contrarrestar esta tendencia peligrosa en nuestra natura­
leza colectiva».
Algunos participantes procedentes del m undo occidental en u n
comienzo trataro n de trazar nítidas distinciones en tre los m odos
en que las distintas culturas contem plan lo que son las emociones
y de dónde proceden, defendiendo que estas variaciones se deben
a nociones del yo que culturalm ente se hallan en desacuerdo e in­
cluso en m anifiesta oposición. D istinguieron la visión occidental,
en la que tiene parte im portante u n yo independiente y desgajado
de los demás, y en la cual, p o r consiguiente, las emociones se expe­
rim entan de m anera individual y al m argen de los demás, de la n o ­
ción oriental de que existe u n yo interdependiente e incluso desdi­
bujado o borrado, que no puede tener existencia si se desgaja de
u n a matriz social. Tales em ociones se entretejen en esa matriz;
nunca se experim entan de un m odo aislado, individualista. Tan es
así, sostenían, que u n a em oción destructiva en u na persona asiáti­
ca sería la que impidiese que esa persona hiciera u na óptim a apor­
tación a la sociedad en general; m ientras que para una persona de
Estados Unidos, sería más bien la que inhibe el logro personal y la
realización de las propias aspiraciones.
El Dalai Lama, sin embargo, se resistió a estos intentos de trazar
nítidas distinciones entre las diversas nociones del yo y su papel en
las em ociones destructivas, basándose solam ente en las diferencias
culturales observadas entre O riente y O ccidente. A puntó que si­
guen existiendo estructuras de familia y de com unidad muy fuertes
en m uchas naciones y grupos culturales de Occidente, lo cual pone
A g a pe

en entredicho la idea de que el individualismo tiene u n dom inio


universal en Occidente. Tam bién señaló que sigue habiendo cier­
to núm ero de sociedades aisladas, de inclinación decididam ente
individualista, en m uchas regiones de O riente, lo cual pone a su
vez en duda la idea de que las culturas de O riente suscriban de m a­
nera uniform e la noción de un yo interd ep en d ien te.
El Dalai Lama aspiraba a descubrir zonas comunes entre O rien­
te y O ccidente; abundar en las diferencias putativas en tre ambos
hemisferios, a su entender, podría ser más bien u n a m anera de ju s ­
tificar distintas formas de com portam iento, y no una vía para ofre­
cer m étodos fructíferos para superar el lado más oscuro de la h u ­
m anidad. El Dalai Lama señaló que los budistas no piensan en
térm inos de em ociones positivas y negativas, sino que, p o r el con­
trario, subrayan la idea de las «aflicciones mentales», o hlesha, que
se subdividen en dos tipos principales. U no es de origen cognitivo,
y se caracteriza por u n a distorsión que «emana sobre todo de u n a
torcedura de las ideas y los pensamientos»; el otro es de m odo más
in h erente un claro sesgo em ocional que genera «apego, ira y
celos».
Inspirándose en el enfoque que dio el Dalai Lam a a la cuestión,
los estudiosos reunidos con él llegaron finalm ente a la conclusión
de que las personas de cualquier parte del m undo p u eden cultivar
u n a mayor em patia dentro de sus culturas particulares en prim er
lugar y p o r encim a de todo «contem plando a los demás como si
cada uno de los seres sensibles fueran nuestra propia madre», p o r­
que esa apreciación engendrará de m anera natural «un sentido
del afecto, del cariño, una amabilidad y u n a gratitud elementales».
Sin embargo, son muchos los que no tienen u n a visión afectuo­
sa de sus madres. Para ellos, aprender sim plem ente que otra perso­
n a es u n «ser sensible» ya sería u n gran paso adelante.

P e r d id o s in s u a m o r

Mi esposa, Cecilia, había estado fuera de casa, situada en u n


lugar aislado de las m ontañas, en San Cristóbal de las Casas, en
Chiapas, México, para realizar u n a visita bastante dilatada a una co­
m unidad indígena en las tierras bajas del trópico. Activista desde
Sócrates enam orado

tiempo atrás en el movimiento por los derechos de los pueblos in­


dígenas de Chiapas, Cecilia da clases periódicam ente en «un aula
sin paredes», y sostiene diálogos filosóficos con los niños de las
zonas de los alrededores que no tienen ocasión de estudiar en una
escuela formal. La com unidad que fue a visitar, en el más pobre de
los estados de México, había sido esporádicam ente u n a zona ca­
liente en el conflicto desatado tras la revuelta arm ada de los rebel­
des zapatistas iniciada en 1994.
Ú ltim am ente, las tensiones en la región habían ido en aum en­
to. Como Cecilia no había vuelto a casa a la hora prevista y tam po­
co había contestado a las muchas llamadas que le hice a su teléfono
móvil, em pecé a preocuparm e tanto que decidí tom ar el autobús
para viajar a la com unidad. R ecorrí entonces las calles de la aldea
enseñando u n a fotografía de Cecilia a todo el que quisiera echar­
le u n vistazo. Varias personas me indicaron en la lengua indígena
prim ero, y luego en un español vacilante, que sí la habían visto,
aunque m uchas horas antes. Seguí la búsqueda, que no dio fruto.
M ucho después de m edianoche regresé a casa.
Term iné por convencerm e de que a Cecilia le había ocurrido lo
peor. Notifiqué su desaparición a la policía, y ya em pezaba a tratar
de arm arm e de valor para llam ar a su familia. Pasé un largo rato su­
m ido en vacilaciones, con la rem ota esperanza de que, fuera como
fuese, Cecilia lograse dar con u n a form a de ponerse en contacto
conmigo para decirm e que estaba bien. Finalm ente, sin em bargo,
tomé el teléfono. Cuando estaba em pezando a m arcar el núm ero,
Cecilia apareció por la puerta. Me derrum bé y me eché a llorar.

Bastante rato después, cuando p o r fin recuperé lo suficiente el


dom inio de mí mismo, me paré a considerar los pensamientos y los
sentim ientos que había experim entado. H abía pasado p or ten er
ganas de arrem eter contra el m undo, de vengarm e de los que me
hubieran arrebatado la vida de la persona que para m í era la com­
pasión en persona, la persona que como ninguna otra que yo h u ­
biera conocido era capaz de am ar con todo el corazón, con toda la
m ente. En cierto m odo puedo decir que resultó seductor canalizar
mis em ociones de esta m anera. Sin em bargo, reconozco que ella
hubiese querido que yo siguiera viviendo una vida de amor, más in­
cluso que nunca, que perdonase lo im perdonable, e, incluso, que
A gape

aprendiera a sacar algo positivo de la tragedia. Al hacerlo, habría


seguido el ejemplo de mis parientes griegos, parientes p or parte de
mi abuela, que habían perdido a u n m iem bro de la familia en el
ataque terrorista contra las Torres Gemelas. H abían creado u n a
fundación dedicada a hacer obras de caridad, a la que pusieron su
nom bre, honrando de ese m odo su recuerdo con u n acto de am or
y de compasión duradera, en respuesta a u n acto de odio.
Como mi Cecilia — que trata a los más pobres como seres p re­
ciosos que son, y que se dedica de lleno a lograr que el m undo en
el que habitan esas almas sea más justo— está viva y está bien, ni si­
quiera puedo em pezar a saber cómo es el dolor que sufre cualquie­
ra ante la pérdida de un ser querido debido a u n acto de odio.
Desde aquella experiencia tan angustiosa, sin em bargo, trato de
disfrutar de cada día con u n com prom iso redoblado de hacer lo
posible p o r lograr que el nuestro sea no ya u n m undo menos indi­
ferente y más tolerante, sino u n m undo en el que haya cada vez
más personas unidas p o r puro am or y decididas a salvar los abismos
de las divisiones que las separan. Trato de cum plir con la parte que
m e corresponde fom entando formas de diálogo que prosperen a
partir de la consideración de perspectivas muy variadas. En tales
colegios, nuestros ámbitos de preocupación no se lim itan a u n a
m era respuesta posterior a u n a catástrofe, ya sea natural, ya sea
producto de la acción del hom bre, sino que apuntan a la creación
de condiciones que, en prim er lugar, im pidan que se produzcan
tales tragedias.

H arry Frankfurt, experto en filosofía m oral de la Universidad


de Princeton, sostiene que el am or «crea razones» para vivir. Tal
como m ostró Sócrates, la razón misma puede crear y pu ed e p ro ­
fundizar el am or hacia aquellas cosas que nos hacen más esencial­
m ente hum anos, que hacen de nuestro m undo u n lugar más lleno
de am or y de atención a los demás. Yo creo que todos nosotros te­
nemos que alim entar espiritualm ente nuestros poderes de racioci­
nio, de m anera que contribuyamos a hacer de este m undo u n
lugar más lleno de amor.
El amor, si es del tipo adecuado, puede inspirar en nosotros el
deseo de vivir de formas que poco o nada tienen que ver con la
m era conveniencia. Esas formas p ueden posibilitarnos u n a m ejor
S ócrates enam orado

búsqueda del bien dentro de nosotros mismos y tam bién en los


demás, sin que im porte que sean odiosos (ellos o uno mismo) o
que al m enos lo parezcan, de m odo que los demás tam bién pue­
dan verlo y puedan buscarlo, para dar después el paso siguiente y
aspirar a transformarse.

Sócrates tenía plena fe en que cuando conozcamos el «bien» (y


él creía que todos somos capaces de conocerlo, y que en el fondo
todos aspiramos a conocerlo), dedicaríamos la vida entera a hacer­
lo realidad. A tenor de este planteam iento, la razón p o r la cual
existen tanto dolor y tanto sufrimiento que bien se podrían erradi­
car en el m undo es que las personas no conocen el «bien», aunque
cu ando alguien les enseña el cam ino dedican de lleno sus vidas
a la tarea. Sócrates tenía lo que alguien hoy en día po d ría llam ar
«fe socrática». M uchos piensan que esa fe en los dem ás era p u ra
ingenuidad, que num erosas personas, tanto entonces como ahora
saben de sobra qué es el bien, y sencillam ente eligen no tom ar el
cam ino del bien.
No obstante, el propio Sócrates creía firm em ente que las perso­
nas son capaces de lo m ejor incluso en los peores tiempos, y lo si­
guió creyendo incluso al ser injustam ente condenado a m uerte. Si
uno cree lo peor de las personas, pensaba él, los demás se darán
p or contentos con cumplir esas expectativas y mostrarse en sus peo­
res facetas. Por otra parte, si uno cree que los demás son capaces de
lo mejor, es posible, aunque sólo suceda de ciento en viento, que los
demás hallen la inspiración necesaria para sacar a relucir la bon­
dad interior y para actuar en consonancia con ella.

Charles Sander Peirce (1839-1914), filósofo, científico y m ate­


mático norteam ericano, afirma, al igual que Sócrates, que el odio
no se encuentra ni m ucho menos en el extrem o opuesto del amor.
En Chance, Love and Logic [Azar, am or y lógica], Peirce sostiene que
el odio es un intento im perfecto por m anifestar amor, u n a «perver­
sión p o r parte de los que no entienden qué es el amor», de m odo
que incum be a quienes sí lo entendem os la tarea de servir como
m odelos perdurables de lo que él denom ina «amor cariñoso».
N unca asum ido en nom bre de lo abstracto, este am or se dirige a
«las personas [...] a nuestros seres queridos, a nuestros familiares y
A g a pe

vecinos, a los que viven cerca de nosotros»; pero, al mismo tiempo,


se dirige a los desconocidos, de formas tales que les m uestren que
los consideramos iguales a nuestros vecinos, iguales a nuestra fami­
lia y seres queridos.

En a u s e n c ia d e l a m o r

Simone Weil (1909-1943), filósofa y activista social francesa, fue


u n a cristiana que nunca se sintió a sus anchas con el cristianismo
institucionalizado, y que escribió lo siguiente en Echar raíces: «La
iniciativa y la responsabilidad, el sentir que uno es útil e incluso in ­
dispensable, son necesidades vitales del alma hum ana». Para Weil,
cualquier sociedad que no logre satisfacer estas necesidades vitales
de todos sus m iem bros se halla «enferma». Además, aseguró que
es deber de quienes se encuentran en situación de introducir cam­
bios sociales redentores el dedicarse a corroborar que el m undo
«se vea restablecido en la salud», y que, además, serán m oralm ente
responsables si no lo consiguen. Weil form ó parte de la Resistencia
francesa, y no quiso recibir auxilio m édico n i m aterial cuando con­
trajo una tuberculosis (pues no quiso aceptar más ayuda de la que
a su en tender recibían los que luchaban contra los alemanes en el
frente occidental). Sacrificó una salud ya de por sí frágil, trabajan­
do en fábricas y en granjas para llam ar la atención sobre la situa­
ción de los marginados. Criada en París como agnóstica, en una fa­
milia adinerada de raigam bre ju d ía, Weil creía que lo que cuenta
no es tanto qué parte de uno mismo y de sus recursos quiera entre­
gar cada cual a la creación de u n m undo más hum anitario, más
igualitario. Al contrario: para ella, la única cuestión que cuenta es
ésta: ¿en qué área del servicio a la hum anidad debe uno entregarse
p o r completo?
Weil llegó a identificarse con los pobres a tal extrem o que adop­
tó su adversa situación com o si fuera la suya propia, y n o por pie­
dad, sino p o r su firme creencia en que todos los seres hum anos te­
nían idéntica im portancia. También sostenía que u n o puede
descubrir el am or de Dios sólo en situaciones en las que su am or
está ausente, es decir, que en los m om entos de mayor aflicción,
cuando el am or de Dios no aparece por ninguna parte y n o se deja
Só crates enam orado

sentir, cuando un o debe encargarse personalm ente de llenar ese


vacío con su am or compasivo. Al hacerlo, uno no se limita sola­
m ente a actuar como conducto del am or de Dios, sino que es su en­
carnación misma: «Allí donde a los afligidos se les ama p o r lo que
son, es Dios quien está presente». Al llenar del todo lo que estaba
vacío, u no colma las lagunas de am or que Dios deja a propósito, de
m odo que los seres hum anos puedan cum plir su mayor propósito.
En opinión de Weil, no es con las empresas de corte intelectual, ni
es ni m ucho m enos por m edio de la especulación teológica, como
se llega a conocer y a sentir y a expresar el am or de Dios, sino cuan­
do se abordan los mayores sufrimientos de los pobres, tratando de
aliviar los evitables males de este m undo. Para Weil, que m urió a
los treinta y cuatro años, así era como se descubría «el am or puro y
verdadero». Creía que, aun cuando «por m edio de la alegría pene­
tra la belleza del m undo en nuestra alma», sólo por m edio del sufri­
m iento «penetra en nuestro cuerpo. No podríam os hacernos ami­
gos de Dios sólo p o r m edio de la alegría, tal como tam poco llega
u no a ser capitán estudiando solamente libros de navegación».

M ientras escribo estas líneas, acabo de ten er conocim iento de


que María Ruzicka, de veintiocho años, fundadora de la Cam paña
p o r las Víctimas Inocentes en Conflicto, un grupo hum anitario de­
dicado a ayudar a las familias de las víctimas inocentes de los con­
flictos de Irak y de Afganistán, ha resultado m uerta ju n to con el
conductor de su vehículo en un atentado suicida en Bagdad.
M urió siendo víctima del odio m ientras llevaba a cabo u n acto de
amor: se dirigía a docum entar que los seres queridos de otra fami­
lia iraquí habían sido asesinados durante una ofensiva de las tropas
estadounidenses, de m odo que con esos datos podría presentar el
caso ante las autoridades norteam ericanas, con el objeto de que
esa familia, una entre tantos miles, pudiera recibir las debidas repa­
raciones.
Ruzicka, natural del norte de California, criada en un acom oda­
do am biente de clase m edia, trabajó de m anera incansable para
que los militares diesen com pensación a las familias que habían
perdido a sus seres queridos; llegó a recaudar más de veinte millo­
nes de dólares para los perjudicados p o r las matanzas. Se encontró
m arginada de buena parte de la com unidad de ayuda hum anitaria
A gape

debido a su voluntad de trabajar de com ún acuerdo con los milita­


res. Como se señaló en u n artículo a propósito de su m uerte, ella
iba a ser la prim era en señalar que el trágico destino con que se
encontró es «lo que acontece a los iraquíes a diario, sin que nadie
se dé cuenta, sin que a nadie le im porte. No existen artículos de
prensa, no hay investigaciones acerca de lo que h a sido de ellos».
Para Ruzicka, la dem ostración de que un o am a la cultura de la
vida im plicaba actuar de m anera tal que se mostrase cuánto im ­
portaba en verdad la historia personal de cada ser hum ano, y que
se pusiera de relieve que «cada caso» de persona asesinada tenía
«otra historia detrás, la de alguien que h a dejado a u na familia su­
m ida en el dolor».
La única rep aració n que Ruzicka h ab ría deseado de todos a
los que su herm osa vida y su trágica m uerte h a conmovido es la
misma que solicitó Simone Weil: que los demás hallen en sí m ism o s
la inspiración necesaria para convertir los actos de m aldad en obras
de belleza; para llenar la ausencia del am or con u n a gran com pa­
sión; para asegurar que cada historia de u n inocente m uerto en
conflicto se recuerda y se p erpetúa de u n a m anera tal que nos
transform e a nosotros y transform e nuestro m undo, de m odo que
esas tragedias em piecen a ser m enos probables.
Pero Ruzicka tam bién habría querido que descubriésemos la
historia del suicida que la m ató a ella con su conductor —cómo
pudo verse im pulsado a com eter un acto de odio sin cortapisas de
ninguna especie, cómo pudo incluso dejarse engañar para pensar
que el suyo sería un acto de am or p o r su Dios—, y qué podría en su
m om ento haberlo conducido por un camino distinto, p o r un cami­
no de am or auténticam ente incondicional, por el cual la idea de
com eter semejante acto de odio incondicional se le habría antoja­
do impensable.

El am or incondicional es algo que en muchas culturas muy dis­


pares, en muchos sistemas de creencias distintos, resulta u n objeti­
vo vital. ¿Es el odio incondicional o el odio en cualquier grado u n a
m eta que alguna vez valga la pena?
Antes de llegar a la conclusión de que el odio no es malo, podría
valer la pena preguntarnos de qué m anera está u n o lleno de odio.
¿De qué m odo podrían otros considerarm e u n a persona detesta­
Só cr a tes ena m o ra do

ble? S i prefiero no ver los males que hay en el m undo, ¿acaso con­
tribuyo directa o tangencialm ente a fom entar las iniquidades que
im piden que otros tengan u na casa en condiciones, atenciones sa­
nitarias, educación? De ser así, quienes viven en los m árgenes de la
sociedad ¿tendrían derecho a odiarme? Si soy culpable en algún
sentido, ¿debería odiarm e a m í mismo?
S e x t a Pa r t e

A m o r s o c r á t ic o
A m o r p l a t ó n ic o

La expresión «amor platónico» se ha relacionado desde hace


m ucho con el am or casto, con un afecto de amistad desprovisto de
toda insinuación del eros. Sin em bargo, es posible defender con
plena convicción que los diálogos platónicos sobre el amor, y muy
en especial los que versan sobre el afecto de la amistad, poseen una
serie de matices y de ingredientes de indudable contenido erótico.
Los diálogos de Platón y la triangulación de las fuentes históricas
revelan que para Platón y para Sócrates el am or erótico se en tre­
mezcla con todas las demás formas del amor.
El am or platónico es el am or socrático. Esto no significa que Pla­
tón y Sócrates llegaran a las mismas conclusiones acerca del amor,
que practicaran el am or precisam ente de la misma m anera, ni que
siem pre indagasen sobre el am or y experim entasen sobre las cues­
tiones relacionadas con el am or exactam ente con el mismo m éto­
do. Lo cierto es que en m uchos m om entos cruciales sí m antuvie­
ron u n ethos semejante y unos fines muy similares.
Jo h n H erm an Randall, Jr., profesor de filosofía en la Universi­
dad de Columbia durante más de medio siglo y célebre p o r su obra
sobre el hum anism o griego, señala que «el am or hum ano del cual
em erge el am or platónico del Banquete no goza [...] de tan bu en a
fama como el concepto que habitualm ente se asocia con el am or
platónico», ya que comienza p o r el am or de un hom bre joven p o r
u n hom bre mayor. Al decir que este am or no goza «de buena
fama», Randall quiere decir que no es algo ni m ucho m enos «pía-
Sócrates enam orado

tónico» en el sentido que ahora tiene el término, cargado de erotis­


mo: u n am or que, como transm ite Sócrates, «transforma u na pa­
sión del cuerpo en una visión del alma». N unca se divorcia del
cuerpo, sino que, tal como precisa Randall, es más bien una combi­
nación de «la experiencia imaginativa con el am or como hecho pu­
ram ente animal». Es un am or que, en definitiva, inspira a Sócrates
y a Diotima, en u n a de las piezas filosóficas más elocuentes que
compuso Platón, a

desplegar la ciencia del amor, qué es el amor, para qué sirve. Es una vi­
sión y una experiencia, una inspiración para perfeccionarse, una ex­
periencia humana que da frutos en la consumación [...]. Y que se al­
canza no mediante la renuncia al amor humano y terrenal, sino
mediante el perfeccionamiento del mismo en la imaginación.

L ove Sto ry

Randall cree que estamos tan cautivados por los diálogos sobre
el am or porque «se trata de un tema eterno, del más fascinante que
existe [...]. un noventa por ciento de nuestra literatura trata de este
tema. Y siem pre nos em briagam os u n poco cuando hablam os del
amor». José O rtega y Gasset dice que el amor, al fin y a la postre, es
en sí mismo más bien «un género literario», y que toda historia de
am or es u n a historia deseosa de que alguien la cuente, de m anera
que los demás podam os considerarla y posiblem ente podam os
ap ren d er de ella y crecer a partir de ella. Entiende que esto es algo
que nunca se dem ostró ni se cumplió m ejor que en los diálogos so­
cráticos de Platón acerca del amor.
M artha Nussbaum sostiene que «la im portante estrategia» de
Platón al plantear su visión filosófica del amor, esto es, su enfoque
novelístico de las detalladas «imaginaciones de las vidas vividas
tanto dentro como fuera de la ciencia de las mediciones», da a sus
crónicas sobre el am or u n aspecto m ultidim ensional y lleno de es­
plendor:

En el Banquete, cuando al discurso de Diotima le sigue el discur­


so de Alcibiades [...] y cuando en Fedro describe vividamente las vidas
A jMOR s o c r á t ic o

y los sentimientos de personas muy diferentes [...] en todos estos casos


me da la impresión de que Platón lleva a cabo esa clase de arduo traba­
jo de la imaginación que se pide a cualquiera que vaya a hacer una
elección bien informada sobre esta cuestión.

¿Nos resulta de veras posible elegir a quién am ar y cómo amar?


Quizá no del todo, pero nuestras elecciones sí p u ed en estar
m ejor inform adas. No podem os decidir cóm o am ar o a quién
am ar si no tenem os u n conocim iento pro fu n d o de las diversas
perspectivas, valores y enfoques del amor, provenientes de perso­
nas reales e im aginarias p o r igual, desde la m ítica figura de Dio-
tim a a la histórica figura de Alcibiades. Es aquí do nde el am or en
tanto que género literario, afirm a N ussbaum en El conocimiento
del amor, desem peña u n papel crucial en el desarrollo de los plan ­
team ientos filosóficos propios sobre la materia:

No necesitamos solamente ejemplos filosóficos (que contienen


tan sólo algunos rasgos, que el filósofo ha decidido que son de la
mayor relevancia en su argumentación) [...] Necesitamos [...] obras
que traten sobre personas que viven y que valoran de manera diferen­
te, que se dirijan a nosotros no sólo en el plano intelectual, sino que
evoquen también respuestas no intelectuales que posean su propia se­
lectividad y veracidad.

Platón incorporó las licencias literarias incluso en sus obras his­


tóricas más fieles a la realidad con objeto de transm itir m ejor la
vida de la m ente y del corazón. Presentó una variedad de visiones
del am or a través de la interacción entre personalidades complejas
y atractivas, que se com unicaban unas con otras de m anera que, en
el transcurso de los diálogos, llegaran a m adurar y a cam biar y a
evolucionar sus propios planteam ientos, tal y como le sucede al lec­
tor. Nussbaum cree que la mayor parte de las teorías filosóficas sobre
am or suelen quedarse cortas porque

son demasiado simples. Aspiran a hallar una sola cosa, el amor en el


alma, una sola cosa que sea sabiduría, en vez de pretender [...] mos­
trar la complejidad, lo multifacético.
Só crates enam orado

Sin em bargo, en esto Platón, siguiendo el ejem plo de Sócrates,


constituye u n a de las más grandes y deslum brantes excepciones
en tre los filósofos. Nussbaum señala que Platón, al igual que los
mejores novelistas, que «escogen como tem a nuestra com ún h u ­
m anidad», m uestra p o r m edio de sus personajes —y, más que p o r
ningún otro, p o r m edio de Sócrates— «el am or apasionado en [...]
u n a form a hum anam ente reconocible». De este m odo, el lector es
capaz de implicarse en los amores de estos personajes y de juzgar si
son lo m ejor de lo que son capaces.

O rtega y Gasset entiende que el am or en sí mismo «revela el ca­


rácter del individuo en el cual el sentim iento h a encontrado
“razón” para b rotar y florecer».

Nadie ama sin razón; todo el que está enamorado tiene [...] la
convicción de que su amor estájustificado. Arm es más, amar equiva­
le a «creer» que aquello que se ama es, de hecho, amable por sí mismo.
El amor, por lo tanto, no es ilógico ni antirracional.

Tal vez fuese m ejor decir que el am or debe form ar parte de la


razón y viceversa. El am or puede exhibirse en sus facetas ilógicas e
irracionales (e incluso éstas pueden ser productivas), pero si no p o ­
demos dar un paso atrás y perm itir que la razón tenga cabida en
algún m om ento, no podrem os saber si nuestra intención y nues­
tros objetivos son genuinam ente amorosos en el sentido de que
además eleven y liberen.
Cuando el amor no es parte integrante de la razón, se halla despro­
visto de su «razón de ser», igual que le ocurre a la razón sin amor. El
am or que no razona no se tom a la molestia de com prender por qué
uno ha elegido amar tal como lo ha hecho, ni tampoco entiende cuá­
les son sus fines, ni si lo que uno toma por actos y gestos del am or son
realmente amorosos. La razón sin amor, por su parte, ha llevado a no
pocos a em prender un camino que a m enudo term ina en la brutali­
dad. De todos los que creen que están en el bando del amor, son
pocos los que se toman el tiempo de razonar po r qué aman como
aman; de sopesar si su amor hace más daño que bien; si es narcisista;
si está imbuido de una visión, de una conciencia; si puede estar teñido
p o r el odio o el resentimiento.
A m o r s o c r á t ic o

Para experim entar de lleno todo el encanto del amor, O rtega y


Gasset sostiene que hem os de cultivar nuestra capacidad de ver a
cada ser hum ano como u n todo. Para ello se requiere que uno sea
«vitalmente curioso acerca de la hum anidad y, más concretam ente,
acerca del individuo en tanto totalidad viva, en tanto m odo indivi­
dual de la existencia». Esta era precisam ente la form a de actuar de
Sócrates en todas sus interacciones, tal como recogen las crónicas
de Platón y de Jenofonte entre otras. Su polis, su familia, sus com­
pañeros de reflexión, la propia civilización hum ana, se encontra­
ban entre las razones pensadas a fondo que Sócrates tenía para
vivir, para am ar y parar m orir del m odo en que murió. Su cultivo de
u n corazón apasionado no le dio un «cristal de color rosa» con el
cual m irar al m undo, sino que le dio la posibilidad de ver a todos y
de verlo todo con más claridad, incluidos los detalles m enos agra­
dables, con u n realismo teñido p o r esa visión imaginativa y empáti-
ca. Como se tomó el tiem po necesario para considerar el movi­
m iento y el espíritu, el proceso, sus fines y las sustancias de que está
hecho el amor, desde u n a pluralidad muy diversa de perspectivas
hum anas, Sócrates nos enseñó a razonar mejor, y nos lo enseñó de
m aneras diversas, que sirven para casar lo sensual con lo compasi­
vo, lo imaginativo con lo razonable.
Un am ante hecho con el m olde de Sócrates cree lo siguiente:
pienso que tengo razón en am ar esto y no aquello, en am ar de este
m odo y no del otro, aunque podría estar equivocado; no creo que mi
filosofía del am or y del am ar sea necesariam ente la mejor, sino que,
más bien, creo que sólo puede tener respaldo a ser refutada si se la
somete a una m etódica investigación con otros, los cuales tam bién
hayan reflexionado detenidam ente y hayan cultivado pasiones que
pueden ser muy distintas de las más. Es fundam ental que sopese las
mías con las suyas, intentando descubrir qué tien en a favor y en
contra. Por si fuera poco, parto de la prem isa de que siem pre
queda algo más que saber acerca del amor; y, en cuanto a lo que ya
conozco, probablem ente es erróneo en cierta m edida, o a.1 menos
nunca llega a ser del todo correcto. No saldré sin transform arm e
de mis indagaciones en m ateria de amor, como tam poco saldrán
intactos aquellos que indaguen conmigo, y eso será p ara bien de
todos. Así es como m aduram os ju ntos en tanto que individuos y
tam bién en tanto que com unidad; así es como ampliamos los lími­
Só crates enam orado

tes del conocim iento sobre el am or y sobre el amar, y lo hacem os


con m étodos, en el m ejor de los casos, nos ayudarán a forjar u n
m undo más participativo.

I n s t in t o b á s ic o (e n g r ie g o )

Zorba el griego, la novela clásica de Nikos Kazan tzakis, es tam bién


un ejemplo clásico del am or como género literario y filosófico. Ale­
xis Zorba, el protagonista de la novela, es un im penitente espíritu
libre, que vive con u n a pasión en apariencia desatada todo lo que
le sale al paso. Es la antítesis de su jefe, el anónim o n arrad o r de la
novela, que ha alquilado u n a m ina abandonada en u n a aldea de
Creta con la intención de hacerla de nuevo rentable, cuyo invero­
símil capataz va a ser Zorba.
Zorba se lanza al trabajo con tanta pasión como la que pone en
cualquier otra em presa de su vida, pero sin pensar apenas en los
m étodos o en lo resultados. Pone en práctica u n plan tras otro,
todos ellos igualm ente descabellados, para in ten tar que la explo­
tación m inera sea más productiva; pero los resultados son siem pre
todo lo contrario de lo apetecido. Finalm ente la operación fraca­
sa y, con ella, tam bién las aspiraciones que tuvo el jefe de Zorba
p o r llegar a ser u n próspero capitalista.
Todo esto, sin em bargo, está muy lejos de ser u n a pérdida. El
jefe de Zorba, la quintaesencia del racionalista, aprende de su fra­
casado capataz muchas cosas sobre el m odo de llevar una vida acor­
de con el corazón. Semejante vida, según acaba p o r descubrir el
narrador, dista m ucho de ser m era insensatez; de hecho, es u n a
vida sum am ente sensata a su m anera. Antes de que su jefe y él se
despidan, Zorba hace añicos los estereotipos que el otro tiene
sobre su persona, como alguien que es todo corazón pero que no
tiene dos dedos de frente, pues dem uestra que h a dedicado m u­
chos pensam ientos, y lo dem uestra con elocuencia, a una vida que
realm ente valga la pena vivir: «Qué cosa tan simple y tan frugal es
la felicidad: u na copa de vino, u n a castaña asada, un brasero calien­
te, el rum or del mar». Sócrates tam bién hizo encomios frecuentes
del disfrute de los sencillos placeros de la vida, en una época en la
que sus conciudadanos, los atenienses, despreciaban sem ejante
A m o r s o c r á t ic o

planteam iento. El jefe de Zorba, al final, acaba p o r maravillarse


ante este «corazón vivo» que, al contrario que la mayoría de los
hom bres, «aún no había sido desgajado de la m adre tierra». H e r­
m an Melville, en Moby Dick, hizo referencia a la «sosegada sencillez,
al reposo en uno mismo» de esos tipos apegados a la sal de la tierra
que son los que poseen «sabiduría socrática».

Milcos Kazantzakis (1883-1957) hizo de su propia vida una apa­


sionada empresa. Prolífico novelista y dram aturgo griego nacido
en Creta, estudió filosofía con H enri Bergson (1859-1941), el filó­
sofo francés que obtuvo el Prem io Nobel de Literatura e n 1927, y
cuyas obras filosóficas sobre la conciencia h um ana afirm aron que
la intuición tenía mayor peso en el desarrollo del hom bre que su
intelecto. Kazantzakis se doctoró en D erecho y dedicó su vida a tra­
bajar como funcionario estatal en distintos puestos; como director
del Ministerio de Bienestar Público de Grecia, orquestó el rescate de
más de ciento cincuenta mil personas de etnia griega que residían
en las regiones del Cáucaso pertenecientes a la U nión Soviética.
Todo lo que hizo lo hizo como Zorba, quien dijo así: «Lánzate de
cabeza al trabajo, al vino y al amor, y nunca temas ni a Dios ni al dia­
blo». Sin em bargo, esa m anera de «lanzarse» nu n ca la puso en
práctica de u n m odo insensato, sino considerando en lo más p ro ­
fundo las propias acciones, con todo el cuidado con que puede
uno considerar cada paso del camino.
Kazantzakis creía no sólo que la razón desprovista de pasión
hacía de la vida algo carente de sentido, sino tam bién que debía­
mos em plear la facultad de la razón de tal m anera que la vida
misma resulte u n a aventura más apasionada y más participativa
para todos. Como indica uno de sus biógrafos, Kazantzakis «dota
de valor y de dignidad a la condición hum ana, al afirm ar que el
hom bre mismo, con pasión en sus planteam ientos, puede crear la
estructura de su vida y de su trabajo».
Al igual que Zorba y Sócrates, Katantzakis fue u n alma autónoma,
cuyos valores eran contrarios a las tendencias más bien narcisistas
de la sociedad en que le tocó vivir. Creía que si la m anera de vivir y de
am ar de un o carecía de «significado de regeneración», si además
de cultivar nuestra «vida interior» no servía tam bién para alentar la
prom esa de elevar las vidas de los demás, era u n a em presa baldía.
Só crates enam orado

Kazantzakis escribió que el único libro del que nunca se había


cansado era el Banquete de Platón, pues resume «la gran revelación,
la revelación sagrada del m undo helénico», una época en la cual «la
religión de lo Bello era lo supremo». Kazan tzakis se sentía perpetua­
m ente conmovido con el Banquete porque sus mitos sobre el am or
tam bién eran espejo del m odo muy real en que los griegos aspira­
ban a vivir en aquel entonces. El hecho de que desaparecieran el
m odo de vida de los griegos y la filosofía del am or que lo im pregna­
ba hace que la pervivencia del mito resulte aún más im pactante,
sobre todo cuando es relatado «por los labios de Sócrates», el más
grande de los am antes de Occidente, para el cual el am or «era el
tránsito más divino que la m ente hum ana haya conocido jamás».
Jam es F. Lee escribe a este respecto sobre la Grecia antigua, en
el contexto de su biografía de Kazantzakis, que

Después de la Guerra del Peloponeso, Grecia comenzó a desin­


tegrarse. [...] Había dejado de existir la fe en la patria [...]. El [nuevo]
protagonista en escena pasó a ser [...] el adinerado, con sus pasiones y
placeres lascivos, un escéptico, un materialista, un libertino.

La «suprema religión de lo Bello» dejó su lugar al reinado de lo


feo, del «sálvese quien pueda», del narcisismo. Kazantzakis explo­
ró con su escritura si afanes tan puram ente egocéntricos como los
que habían triunfado llegarían alguna vez a agotarse; si tal vez lle­
garía el día en que la vida individual y la vida en común, m odeladas
en otros tiempos en la Grecia antigua —un tipo de vida que «tuvo
a Sócrates p o r símbolo»— llegarían alguna vez a revivir. Si alguna
vez llegara a ser así, afirmó que uno «debe plegarse [...] a las leccio­
nes y los deseos del corazón». U no ha de ser cuidadoso con lo que
desea, y pensar con d etenim iento en los tipos de am or que dan
verdadero sentido a la existencia.

El Zorba de Kazantzakis suele tomarse de m anera característica


p o r u n individuo que es esclavo de sus pasiones, aunque no sea más
esclavo de ellas que de la fría razón. Zorba dice a su jefe, u n idóla­
tra de la razón a expensas de todas las demás formas de sentim ien­
to, de creencia, de acción: «Usted tiene dinero, tiene salud, es u n
A m o r s o c r á t ic o

buen hom bre y no le falta de nada [...] salvo u na cosa: le falta la lo­
cura». Su jefe se tom a tan en serio a sí mismo, está tan absorto que
ha acabado por excluirse, de la alegría y de la pasión de estar vivo.
Tras la penetrante y m ordaz crítica que le hace Zorba, su jefe «a
punto estuvo de echarse llorar». Sabe que lo que Zorba le ha dicho
es cierto, y sigue racionalizando así: «De niño, había estado yo re­
bosante de impulsos enloquecidos, de deseos sobrehum anos. No
estaba contento con el m undo. G radualm ente, con el paso del
tiempo, me fui sosegando. Puse límites, separé lo posible de lo im ­
posible, lo hum ano de lo divino; sujeté con fuerza el hilo de la co­
meta...». Lo que sigue sin ser capaz de com prender es que tales im ­
pulsos y deseos no eran ni «enloquecidos» ni «sobrehumanos».
Sólo al ser adulto supo razonar para alejarlos de sí, para idear esa
hipnótica explicación en vez de aspirar a transform ar su vida, p o r­
que eso era más fácil que reconocer que, sencillam ente, nunca
había tenido la osadía de vivir.

C r e e n c ia s de corazón

William Kingdon Clifford, filósofo y m atem ático inglés (1845-


1879), estuvo hondam ente influido p o r Sócrates, y bien podría
haber hablado en nom bre del filósofo griego cuando escribió lo si­
guiente:

No sólo es el más destacado de los hombres, el estadista, el fi­


lósofo o el poeta quien tiene contraído un deber de corazón con la hu­
manidad. Cualquier rústico que se explaya en la taberna de la aldea
[...] puede ayudar a que mueran o sigan vivas las supersticiones fata­
les que empañan a los de su raza. Cualquier esposa y madre que ha
trabajado tanto [...] puede transmitir a sus hijos creencias que man­
tendrán entretejida la sociedad, o la harán pedazos. No hay sencillez
de espíritu, no hay oscuridad de situación que escapen al deber uni­
versal de cuestionar todo aquello en lo que creemos.

Se trata de u n deber que nace del am or a la hum anidad, del


am or p or el descubrim iento de la sabiduría que más puede en n o ­
blecer a los seres hum anos.
Sócrates enam orado

Sólo si se profesa u n conjunto de creencias, sólo si se cuestionan


y se exam inan constantem ente —sostenía Sócrates— , p o d rá u no
forjar u n conjunto de creencias con arreglo a las cuales valga la
pena vivir. Sócrates consideraba esta misión u n a responsabilidad
máxima. Clifford lo expresa de este modo:

Nuestras palabras, nuestras frases, nuestras formas y procesos y


modos de pensamiento, son de propiedad común y se perfeccionan
una época tras otra; se trata de una herencia que cada una de las suce­
sivas generaciones recibe en calidad de depósito preciado, de sagrado
fideicomiso que habrá de poner en manos de la generación siguiente,
no sin haberlo modificado, habiéndolo más bien ampliado y purifica­
do, dejando en él algunas huellas claras de su trabajo adecuado f...].
Se trata de un privilegio terrible, de una terrible responsabilidad, y es
que debemos contribuir a crear un mundo en el que la posteridad ha
de vivir.

Sócrates creía que si hemos de hacer justicia a nuestro universo,


tenem os que dejar de pensar en térm inos maniqueos, en blanco y
negro, y pensar en cambio en colores, considerado las posibles ob­
jeciones y las alternativas, exam inando apasionadam ente qué de­
fiende y qué condena cada u n a de ellas, para alcanzar así verdades
con garantías, que puedan aún ser puestas a prueba de m anera incon­
testable. Tom ando postura en nom bre del pluralism o socrático,
W alter K aufmann quiso provocar a los progresistas de su tiem po,
para que com prendieran que todo el que tiene la certeza de que la
razón le asiste por completo, y siente que quien está en desacuerdo
con él se halla en un completo error, probablem ente tiene más en
com ún con esos fundam entalistas cuyos puntos de vista le parecen
aberrantes de lo que está dispuesto a reconocer. Kaufmann creía
que sem ejante disposición de ánim o era la prevalente entre los
pensadores de todas las denom inaciones políticas y filosóficas, y la
que alejaba el péndulo del sentim iento hum ano cada vez más y
del amor.

Precisamente por pensar en función de lo bueno y lo malo


construyen los hombres emparejamientos como el amor y el odio [...].
¿Qué es lo contrario del amor? ¿Es el odio, o es más bien la ausencia
A m o r s o c r á t ic o

de amor, que podría significar muy bien la ignorancia de la existencia


misma de una persona? ¿O es quizá la indiferencia hacia una persona
a la que podríamos amar, o a la que incluso amamos en un determina­
do momento? ¿O es casi esa indiferencia emparejada con una cierta
irritación? ¿O es una aversión innegable, no tenue, pero tampoco in­
tensa? ¿O es la envidia? ¿O quizá el resentimiento?
Son muchas personas las que dirán que es el odio, naturalmente.
Otras dirán que no, que el odio está en realidad mucho más próximo al
amor que la indiferencia, y mientras haya odio, el amor podrá revivir. Sea
como fuere, el odio y el amor no son ni mucho menos contrarios; ni si­
quiera son sentimientos mutuamente excluyentes, pues a menudo coe­
xisten y se interpenetran. El amor y el odio no son ni dos sustancias só­
lidas ni dos líquidos que se puedan mezclar. «El amor» es un término
sumamente abstracto, que puede aplicarse a configuraciones muy abs­
tractas de sentimientos, pensamientos y acciones, y muchas de estas con­
figuraciones sostienen muy escaso parecido las unas con las otras.

K aufmann, que perdió a seres muy queridos e n el H olocausto,


creía no obstante que no deberíam os odiar ni ab o rrecer del todo
a la persona más odiosa o más aborrecible. E ntendía que una p er­
sona n u nca ha de ser am ada ni odiada solam ente p o r sus actos y
p o r las creencias en que éstos se basen, p orque, a su entender, no
constituyen la sum a total de quien es o pu ed a ser esa persona,
con in d ep en d en cia de lo despreciable que p ued a parecer: «Hay
que ser siem pre consciente de la hum anidad del otro, de los m u­
chos modos en que es “como uno m ism o”». Esto en trañ a que no
sea posible odiar —ni am ar— a ciegas. Más bien, al ju zg ar a los
demás, deberíam os ten er la certeza de juzgarnos prim ero a noso­
tros mismos, de escrutar nuestros más oscuros impulsos, nuestros
defectos y nuestros puntos ciegos. De hecho, p arte integral del
acto de ju zg ar a los dem ás debería ser u n juicio de nosotros mis­
mos aún más riguroso.
Para Sócrates, no es suficiente con «no odiar». Al contrario, de­
beríam os am ar incluso a los más odiosos. El practicó cuanto predi­
caba en este sentido, am ando incluso a quienes lo habían demoni-
zado y habían orquestado su m uerte. De no haber sido así, ¿cómo
podría esperar que los demás lo hicieran? De no h ab er sido así, los
demás habrían dicho que am ar de esa m anera era algo imposible.
Só crates enam orado

Pero él sabía que si hay siquiera u n solo ejem plo de u n a persona


capaz de dem ostrar ese amor, está claro que es posible.

I n d a g a c ió n en el am or

¿Tiene el am or u n a naturaleza, una naturaleza dual, naturalezas


duales? ¿Y si prescindim os p o r com pleto de todos los constructos
hum anos del amor? ¿Sería distinto el m undo, nuestro m undo,
sería m ejor o peor? ¿Tiene el am or una esencia? ¿Es tal vez el am or
u n gran acto de magia por el cual se hace aparecer algo, es algo
cuya presencia se deja sentir sólo cuando los seres hum anos se
com prom eten en determ inadas interacciones los unos con los
otros, de m odo que es precisam ente ésa la forma, la esencia y la na­
turaleza del amor? ¿Existe acaso u n a form a de am or inm utable, o
es algo que cambia perpetuam ente, que evoluciona, que se desa­
rrolla? ¿Es el cambio incesante la propiedad más inm utable del
amor? ¿Tiene el am or un ajerarq u ía o varias jerarquías que pueden
revelarse sólo en la dialéctica? ¿Es posible que sea un tipo de dialéc­
tica, o que sea ésta la suma expresión del amor?
Sócrates indagaba en com pañía de otros para dar respuesta a
estas preguntas.

Parece ya lugar com ún decir que Sócrates tenía u n claro des­


dén p o r los sofistas y por otros que afirmaban saber lo que no sa­
bían. No cabe duda de que los sofistas y sus semejantes comparecían
en el curso de las reuniones de indagación que celebraba Sócra­
tes; según su m étodo, era virtualm ente conclusión prelim inar que
quienes tuvieran fallos de lógica y flaquezas diversas en sus plan­
team ientos los m ostrasen a las claras incluso a su pesar. Pero si Só­
crates hubiera sentido desprecio p o r ellos, no les habría dado lugar
en sus diálogos. Sólo de esta m anera es posible descubrir a qué
equivalen los puntos de vista ajenos y tam bién los propios. Sólo
con u n a inm ersión tan total puede uno hacer justicia a la perspec­
tiva filosófica de quien sea. El propio Sócrates nu n ca h abría p ro ­
pugnado el «método socrático» si estuviera divorciado de su ética
de la inm ersión empática, la quintaesencia del amor, la arete pues­
ta en práctica.
A m o r s o c r á t ic o

El a m o r a las per so n a s c o m o u n t o d o

Un destacado conocedor de la filosofía de la A ntigüedad en Oc­


cidente, Gregory Vlastos, critica la teoría del am or que expone y
defiende Sócrates en el Banquete, diciendo que, a su entender, no
logra «explicar el am or a las personas como un todo», que no alcan­
za a explicar sino tan sólo el «amor de esa versión abstracta de las
personas que consiste en un complejo de sus cualidades mejores».
Dice Vlastos que la intención de u n a visión como ésa, al menos p o r
parte de Platón (al cual considera m ero escriba y tacha de «inver­
tido» sexual, incapaz de en ten d er u n a pasión profunda, y que, a su
juicio, sólo tiene la intención decidida de eludir esa clase de «inten­
sidad enloquecedora y obsesiva que habitualm ente se considera
peculiar del am or sexual»), la intención, digo, no es otra que tras­
cender los aspectos sexuales del amor, de m odo que no quede éste
teñido por «la carne hum ana, por el color de otras estupideces mo­
rales». Sigue diciendo Vlastos que

la especulación de Platón estructura el amor del mismo modo que lo


hace el saber en la epistemología, el orden del mundo en la cosmolo­
gía, las interrelaciones de lo particular y lo universal, del tiempo y la
eternidad. [...] En cada uno de estos ámbitos, los factores del patrón
analítico son los mismos: la forma trascendente en un extremo, el in­
dividuo temporal en el opuesto.

Sin embargo, y en realidad, lo «trascendente» y lo «temporal» se


hallan entrelazados. Si no se llega a reconocer que es así, no se entien­
de —y m enos aún es posible sopesar y m edir la dim ensión que tie­
n en con respecto a nuestras propias nociones— el enfoque del
am or que propugnan Platón y Sócrates. Platón, en la misma medi­
da que Sócrates, creía que debemos aspirar a amar sólo en u n plano
abstracto, a desgranar las cualidades universales del amor, para así
p o d er buscarlo m ejor y descubrirlo, crear incluso el am or y evolu­
cionar en el plano de lo particular: en los seres concretos, en las ac­
ciones, los lugares, las situaciones del aquí y del ahora, donde, de
lo contrario, nunca conoceríamos el amor, nunca daríamos en bus-
Só cr a tes ena m o ra do

carlo, y m enos aún seríamos capaces de reconocerlo ni de alim en­


tarlo espiritualm ente.
E ntre los objetos del am or que Vlastos considera abstractos se
hallan «la reform a social, la poesía, el arte, las ciencias y la filoso­
fía». Según su in terp retació n , Platón veía que «la calidad estéti­
ca de [...] los objetos p u ra m e n te intelectuales es afín al p o d e r
que posee la belleza física a la h o ra de excitar y encantar, aun
cuando no encierre la perspectiva de su posesión». A hora bien,
tal com o dem ostró el Sócrates de Platón en sus diálogos, sem e­
ja n te s objetos del am or p u e d e n ser a su m an era apasionados,
sensuales e íntim os. No es sólo que «la más abstrusa de las in d a­
gaciones» e incluso «la elegancia de la deducción» p u e d an ser
u n a suerte de posesión, algo dolorosam ente p erso n al e incluso
en cierta m edida físico, sino que tienen u n impacto en el m odo en
que las personas in teractú an unas con otras, en el m odo en que
se sienten unas con respecto a otras.
Algunas de nuestras manifestaciones del am or más íntim as y
personales podrían tom ar la form a de la reform a social, o bien de
tareas científicas y artísticas, o de indagaciones filosóficas. En seme­
jantes recipientes, es bien posible que vertamos nuestra sim patía
imaginativa, nuestra preocupación y atención p or los demás.

Dice D iotim a en el Banquete que «el objeto del eros» no es otro


que desplegar y revelarnos la belleza. «Todos estamos preñados
corporal y espiritualm ente —dice— y cuando alcanzamos la m a­
durez nuestra naturaleza ansia dar a luz». Es lo que hacen los
grandes artistas, los grandes científicos, los grandes reform adores
de la sociedad.
En cada uno de los casos hemos de ser dueños de lo abstracto en
tanto en cuanto se relaciona con nuestro campo de actuación, de
m odo que lo abstracto inform e lo concreto y viceversa, con la fina­
lidad de ganar en la búsqueda de «la posesión duradera» de u n
am or que es el daimon, el espíritu y el m ovimiento, «el m ediador
que salva el abismo» existente entre los ideales hum anos y las rea­
lidades hum anas, y que nos insufla la inspiración necesaria para
que nuestras realidades sean más parecidas a nuestros ideales.
En E l hombre sin atnbutos, la exquisita novela que en esencia car­
tografía el auge y la decadencia de la civilización austríaca prece­
A m o r s o c r á t ic o

dente a l a i G uerra M undial, R obert Musil se pregunta p o r m edio


del protagonista, Ulrich, si la belleza forzosam ente ha de estar en
los ojos de quien m ira y, en tal caso, si ciertos elem entos condicio­
nales y relaciónales pueden hacer de la belleza algo más p ro fu n ­
do, más íntim o y duradero, a m edida que se desarrolla su m irada
interior:

Santo Cielo, si una matrona gigantesca hubiera estado aquí sen­


tada a la sombra, con un vientre descomunal con michelines como
peldaños de escaleras, la espalda apoyada en las casas tras ella, y arri­
ba, en una miríada de arrugas, lunares y verrugas, el crepúsculo sobre
su rostro, ¿le habría parecido a él una belleza? Señor, pues claro que
sí, y era en efecto bello. No quiso escabullirse de esto afirmando que él
había sido puesto en la tierra con la obligación de admirar esta clase
de espectáculos; sin embargo, no había nada que le impidiera hallar
belleza en esas formas amplias, serenas, en cascada, y en la filigrana de
las arrugas de la venerable matrona (es más sencillo decir que era
vieja). Y esa transición que va del considerar viejo el mundo al hecho
de considerarlo bello viene a ser más o menos la misma que va de con­
siderar la apariencia física de una persona joven a la de sopesar el
punto de vista moralmente más elevado de un adulto ya maduro.

Es preciso un trabajo sublime, u n gran esfuerzo, para ver la b e­


lleza en lo que es ostensiblemente viejo y feo; hace falta valor y hace
falta cordura, y una nueva lente con la cual mirar. Pero al contrario
de lo que indica el personaje de Musil, a veces un niño puede tener
ese «punto de vista m oralm ente más elevado», propio de «un adul­
to ya maduro». Hace falta el am or para ver el amor. No se trata de
u n círculo vicioso cuando se reconoce que el am or no es sólo u n a
entidad, sino u n proceso, u n viaje, un principio, u n destino y u n
objetivo. Esto es lo que Sócrates reconoció m ejor que prácticam en­
te cualquier otro ser hum ano. Nos mostró cómo utilizar el am or y
la indagación razonada, como m edio p o r el cual abrirnos a la in ­
m ensa variedad de las experiencias hum anas. Nos m ostró cómo
tom ar la cruz y las aspiraciones de los demás com o si fueran las
nuestras. Nos enseñó a hacer u n a auténtica form a de vida de la
búsqueda de las interacciones con los demás, de m anera que se ga­
rantice que quedam os expuestos a nuevos significados, métodos y
Só crates enam orado

finalidades del amor, tanto artísticos como científicos, tanto teóri­


cos como prácticos, trabando una mayor conexión con nuestro
m undo y enam orándonos más de él, por feo que pueda ser.

Amor r e v o l u c i o n a r io

Para Sócrates, si el am or ha de m erecer el nom bre que tiene,


exige u n com ponente revolucionario. No creía que ninguno de los
acuerdos existentes, ninguna de las concepciones más extendidas
sobre lo que es el am or deban ser revocados o transform ados con
facilidad. A hora bien, nuestras concepciones tenían que ser verifi-
cables, tenían que estar sujetas a enm iendas, a cambios radicales,
siem pre que se diera el caso de que no estaban al servicio de la
arete. El propio Sócrates fue un paria en sus últimos años p o r haber
practicado u n a clase de am or revolucionario. Hoy, esta m odalidad
se considera u n icono del am or que busca fortalecer y ah o n d ar la
conexión entre los seres hum anos. El am or socrático siem pre es
capaz de superarse, basándose como se basa en la prem isa de que
hem os de buscar continuam ente nuevas m aneras de ser hum anos
que conduzcan a u n a vivencia más grande de nuestra hum anidad.

El e s p í r i t u c a b a l l e r e s c o s ig u e v iv o

¿Arremetía Sócrates contra molinos de viento, siendo víctima de


sus propios engaños involuntarios y pecando en sus aspiraciones
del corazón de una clara falta de realismo? ¿Fue u na versión ate­
niense de don Quijote?
D on Quijote iba inventando obstáculos sucesivos a m edida que
progresaba en sus desventuras. Sócrates, p o r su parte, fue muy
consciente de los obstáculos reales, de los formidables obstáculos a
que habría de enfrentarse, pero sin dejarse nunca arredrar, e inclu­
so logró ver un a gran belleza en una época en la que el com porta­
m iento de muchas personas era sum am ente feo.
Afectado p o r el espíritu caballeresco que im pregnaba las nove­
las de caballería que leía sin cesar, don Quijote vivía en u n a reali­
dad de su propia invención, sum am ente alejado del m undo real y
A m o r s o c r á t ic o

patético en el que para él no valía la pena vivir, p o r ser u n m undo


en el cual no tenía cabida el espíritu de la caballería. Su idea ro ­
m ántica de cómo debería ser el m undo suplantó a todos los efec­
tos, a todos los intereses, el m undo real. Para Sócrates, vivir en u n
m undo sem ejante a ése nunca podría haber sido suficiente, p o r­
que no cambiaba de ese m odo su condición en bien de los demás.
Sin em bargo, sí tenía u n a visión rom ántica del m undo, y se esfor­
zó p o r hacer del m undo real un lugar im pregnado de su visión y
fundido con ella.
Don Quijote, en efecto, suplanta la realidad con la irrealidad, y
vive en consonancia. Al actuar «como si» el m undo fuera de ese
m odo, para él se convierte en ese m undo inventado, y todo por el
am or que profesa a Dulcinea. Todos los acontecim ientos descabe­
llados, tragicómicos, antiheroicos y disparatados que se producen
se basan en el m odo en que don Quijote considera el m undo. Se le
podrá tener p o r un iluso, un loco estúpido, un rom ántico inventa­
do para po n er fin a todos los rom ánticos, pero su m anera de vivir
h a tocado la fibra de la diversión y los corazones de los lectores
desde entonces.
Por diferentes que fueran, Sócrates sin duda com parte algunos
de los rasgos de don Quijote. Todo el que, en nom bre del amor, se
enfrenta al m undo p o r sus propios medios, con total autonom ía,
y en absoluta inferioridad de condiciones, arrem ete, en efecto, con­
tra molinos de viento. No obstante, para Sócrates no había más que
una forma de vivir que realm ente valiera la pena, y era una vida im­
pregnada com pletam ente por el honor y el espíritu caballeresco, el
idealismo y la arete. Actuó en nom bre del espíritu del m undo que veía
en términos ideales y que de verdad creía que podía hacerse realidad,
siempre y cuando pudiera captar las imaginaciones de suficientes ate­
nienses, apelar a sus ángeles mejores, inspirar en ellos el afán de su­
marse a su empresa, de tal m odo que se apropiasen de ella.
Al contrario que quienes se cruzaron en el cam ino de don Qui­
jo te y sólo vieron a un loco —a unos les tom ó el pelo, otros le toma­
ron el pelo, otros le hicieron tanto daño como intentó hacerles
él— , m uchos de los que se cruzaron en el camino de Sócrates en­
contraron en él la inspiración de ser como él.
¿Y si al menos una pequeña parte del m odo de ver el m undo que
tiene don Quijote fuera contagioso, y a todos nos hubiera «infecta­
Só crates enam orado

do»? ¿Y si todos nosotros, como él, viésemos en una m uchacha de


pueblo a una damisela, en un caballejo u n magnífico corcel, en un
molino de viento un monstruo al que es preciso asesinar, por ser una
amenaza contra todo aquello que amamos? Sócrates creía que nece­
sitábamos una vivida lente imaginativa para ver las cosas, aunque tam­
bién filtraba su visión a través de una sana sensibilidad racionalista.
Para «ser como Sócrates» hace falta u n poco del espíritu de don
Quijote. Es posible que las m ejores aventuras sean las que no tie­
n en esperanza, si bien se em prenden con gran optimismo, en tu ­
siasmo y amor. De todos modos, en la aventura o búsqueda socrá­
tica, nadie se llama a engaño como le sucede a don Quijote: uno se
da cuenta y com prende plenam ente que hasta cierto p u n to arre­
m ete contra molinos de viento, al tiem po que sabe que, si bien las
probabilidades no son precisam ente altas, siem pre cabe la posibili­
dad de alcanzar lo imposible.

G e n io del corazón

Friedrich Nietzsche (1844-1900), el filósofo existencial de gran


renom bre por sus investigaciones sobre la génesis de los valores h u ­
m anos y de la m oralidad, llama a Sócrates en L a gaya ciencia «el
genio del corazón», la única persona que

sabe cómo descender a las honduras de todas las almas [...], enseña a
escuchar, aplaca a las almas ásperas y les da a probar un nuevo anhelo
[...], el único que adivina dónde está el tesoro escondido y olvidado, la
gota de bondad [...] de cuyo contacto cualquiera sale enriquecido, no
por haber hallado la gracia ni el asombro, no por la bendición, no por
la opresión de los bienes ajenos, sino enriquecido en sí mismo [...]
lleno de esperanzas que aún carecen de nombre.

Sócrates fue sin duda u n genio del corazón, pero enseñó a otros
a descender a las profundidades de sus almas, a adivinar y a revelar
su tesoro interior.

A unque se confunda al equiparar todo el am or socrático con el


eros, Laszlo Versenyi no obstante acierta de lleno cuando señala
A m o r s o c r á t ic o

que para Sócrates el am or es un proceso continuo, un constante


llegar a ser, ya que para él «la vida es acción: es u n proceso, un m o­
vim iento, u n impulso inagotable, u n devenir» que conduce a la
más alta de las metas humanas, el progreso hacia la verdadera areté.
Sócrates creyó hasta sus últim os años que nadie practicaba ese
am or «en tan gran núm ero como los atenienses». El propio Sócra­
tes era el mayor de sus practicantes cuando fue condenado a m uer­
te. Giambattista Vico (1668-1744), filósofo italiano y experto en
historia cultural y antropología, dijo de Sócrates que «extrajo su fi­
losofía m oral de los cielos». Más bien, la filosofía de Sócrates, al
ahondar en las cuestiones del corazón, nos enseña el camino hacia
los cielos.

C arta de am or

«Echo de m enos nuestros encuentros en el parque», me dice


Alexandras en su últim a carta. Me escribe más o menos u n a vez a la
semana. Mi querido amigo y m entor se ha vuelto a Grecia con todas
las de la ley. Cuando m e contó su decisión en uno de nuestros en­
cuentros en el parque Athens Square, en el barrio de Astoria, en
Queens, no pudo disim ular su excitación ante su nueva aventura,
tal como tampoco pude yo disimular mi tristeza.
—La dem ocracia vuelve a ser fuerte en aquel país —me dijo— .
E ncaram ada en tre O ccidente y O riente Próxim o, G recia puede
ser u n puente entre ambos m undos. G andhi dijo que «quién sabe
qué llagas po d rían sanar, qué dolores podrían aliviarse, si todo lo
que hace la m itad de los habitantes de este m u n d o fuese e n ten ­
dido y apreciado p o r la o tra m itad». G recia está p erfectam en te
situada com o lugar desde el cual facilitar ese e n ten d im ien to y
esa apreciación. N uestro am igo Sócrates estaría orgulloso p o r
cóm o h a revivido nuestro ethos dem ocrático, p o r cóm o lo prom o-
cionam os.
«Quién sabe —dijo A lexandras luego— . A lo m ejor es posible
que a mi m anera, con m odestia, pu ed a ayudar a que todo sea di­
ferente. Sólo sé que quiero form ar parte de ello. C uando estuve
en Grecia durante el verano de los Juegos Olímpicos, la verdad es
que no quería m archarm e de allí. Me di cuenta de que a veces es po­
Sócrates enam orado

sible regresar a la pro p ia casa. Creo que mis padres, Dios los
tenga en su seno, q u errían que yo fuese aquello que a mi e n ten ­
d er sea m ejor para el m undo. Y ahora sé que para eso debo estar
en Grecia.
A u n corazón tan voraz como el suyo no le hizo falta m ucho
tiempo, después de regresar a Grecia, para averiguar de qué m odo
podría hacer «lo m ejor para el mundo».
«Doy clases de idiom a a los inm igrantes recién llegados —me
cuenta p o r carta— . Hay m uchos refugiados de Albania, del anti­
guo bloque soviético, de O riente Próximo, que han acudido a Gre­
cia tratando de encontrar un lugar donde vivir en paz y construir
una vida decente para ellos y para sus hijos. Hace m ucho tiempo uno
tenía que viajar a Estados U nidos para lograr eso mismo. Te agra­
dará saber que u n a parte de mis clases son diálogos que sostengo
con los alumnos, para poder aprender más sobre su cultura, sus va­
lores. La pasión que ponen, con sus limitados conocim ientos de
griego, para com partir quiénes son ellos, les ayuda a desarrollar sus
habilidades lingüísticas m ucho m ejor que la enseñanza a secas y el
ap ren d er las cosas de m em oria. Son muy pensativos, están llenos
de esperanza. Para mí, la inm igración es algo muy bello. Da mayor
colorido y vibrantez a nuestro m undo. Es posible que más adelante
abra u n pequeño café. Daría a mis alumnos un hogar lejos del hogar.
Y así tendríamos un lugar m ucho más apropiado para sostener nues­
tros diálogos, para com partir y descubrir nuestras pasiones, convic­
ciones y sueños».
Y añade: «Procura siem pre guiar tu vida de acuerdo con Sócra­
tes, ese hom bre de tan gran corazón, que hizo que la vida valiese
más la pena —y que valiese más la pena m orir p o r ella— al investi­
gar los asuntos del corazón de m odo que se pudieran construir
puentes de amor».
Como nunca ha sido una persona que oculte sus sentim ientos,
A lexandras se despide así en su carta: «Amigo mío, deja que te lo
diga en la lengua de mis alumnos: Te dashuroj. Asektem. Te iubesc. En
albanés, en kurdo y en rum ano, dicen lo mismo que el griego, S ’aga-
po. Te quiero».
A g r a d e c im ie n t o s

El nacim iento de este libro fue un reto tan desafiante y, gracias


a mi maravillosa editora, Alane Mason, con la que llevo m ucho
tiem po trabajando, tan gratificante como se pu ed a imaginar. N in­
guno de mis logros es realm ente posible sin m i esposa, Cecilia,
que a diario me enseña más y más sobre el amor. El ánim o y la
amistad de Jo h n Esterle, visionario director del Instituto W hitman,
así como el constante apoyo de este instituto pionero en su campo,
h an supuesto toda u n a diferencia en mis esfuerzos p o r lograr que
el nuestro sea un m undo más consciente, más unido y más partici-
pativo. También querría dar las gracias a Mary Beth Reticker, Win-
frida Mbewe, Alex Cuadros y Lydia-Winslow Fitzpatrick, de la edito­
rial W. W. Norton; a Alessandra Bastagli; a Vanessa Levine-Smith; a
Andrew Stuart; a Felicia Eth; Leigh Haber; Teresa Alto; Don Boese;
a los maravillosos Barry Kibrick y Bettylou Ribrick; aYoko Nishiya-
ma; Takako, Hisa y Arisa Hara; Carlos Loddo; M ichael Toms y Jus­
tin Willis Toms; Josh Glenn; Sheldon Kelly; Bill Schulz; Walter An­
derson; K. J. Grow; el difunto Jam es Phillips, mi tío; Mike
Holtzclaw; Sam Crespi; Nancy Damon; Vivian M clnerny; M argot
Adler; Tyla Schaefer; Lelia Green; Teri Cross Davis; Brian Lehrer;
Cathie Lewis; Betty Luse; Cecelia Goodnow; Ken Lafave; Sheldon
Kelly; O m ar Jamal; Steve Steinberg; Georgia Tasker; Eric D arton
(vale la pena leer su novela, Free City [Una ciudad libre, Barcelona,
Debate, 1998]; Katie Kehrig; Gwen Kehrig-Darton; D onald Hsu;
Kelsey Phillips; Joe y je n Siciliano; Jerry Spivak y Karen N orthrop;
Lynne Conybeare y Jim Benson; amigos de hace m ucho tiem po,
como son Jake Baer, Nick DeMatt y Steve Hornsby; Masako Ueda;
Sócrates enam orado

Priya George; Laura Norin; H enri D ucharm e; Randy Tong; Rebec­


ca Nassif; Susannah Fox; Bill Delaney; Cathy Lewis; Mizgon Zahir;
Roya Aziz; Clea Kore; David Williams; M arlene Carter; Stephanie
Welter; Jam es Riddel; Bo Em erson; Mandy Mankazana; M abrouk
Abairid; Leonardo Chapa; Valentina Chapa Sosa; A rm ando Chapa
Zam brano; Lucrecia Vargas de Chapa; A rm ando Chapa Vargas;
Gloria Leal Chapa; Estefanía, A rm ando y Luis Eduardo Chapa
Leal; Sylvia Blaustein; Emily Shapiro; Salvador Ruiz Olloqui Vargas;
Bill Glose; Yolanda Sosa; Javier Espinosa Poo; M aughn Gregory;
Sam Sadler; Carole Brzozowski; Pam ela McLaughlin; Bob Coles; la
difunta Berta Zam brano de Chapa; Clay M organ, que h a sido u n a
constante fuente de inspiración en m últiples sentidos; Tom
McGee; Pat McGee; Sean McGee; M arlene Carter; Dave Williams;
M at Lipm an; Jo h n U. Lee; Mike y Fran Schiavo; Shirley Strum
Kenny; Roy Nirschel; el fabuloso Tom Gonway; Bill Smith; Eliza­
beth C arter T ipton III QOA; M. R. Ying; Evan Sinclair y Hallie At­
kinson; Jennie Savage; Jo h n T hom ell; Giancarlo Ibarguen; Jeanne
Smith; Tom y Tracey Flash; Leigh Williamson; Paul Reichardt; Anne
Umina; Kevin y Susy Kelly; Shep Shaw; Kary Lewis; Colette Bancroft;
Kerri Miller; Jay Tolson; Mimi Geerges; Nicole Geiger; Abigail Sa-
m oun; Chris Clark; Bill P ennington; Larry y Sue Parker, de tan
gran corazón los dos; Carol H orn; Tom Morris; Fred Anderle; Re-
nitajablonski; Craig Wilson; M ichael Krasny; Tina Ratsy; Ken Lafa-
ve; Jo h n Geluardi; Tom Reynolds; Mary A nn Kohli; Kelly McGan-
non; Jo h n Wilkens; Lisa Feintech; Bert Loan; Paola Carbajal; David
Blacker; E dd Conboy; José A ntonio Ramirez Narváez; H um berto
Escalante; la difunta Melissa Wescott; Evora Jordan; Josie Hays;
A untie Bubbles Beloff; Elaine Rioux; Jo h n Rice Irwin; el difunto
Alex Haley; Tom SeligSon; Lynnette Harris; Todd Carstenn; Dennis
Dienst; Katie Sieving; Park Jin W han; Carol Reeve; Carla N arrett;
Lolis Eric Elie; April Cage; Anita Hamilton; Bill Smith; Jillian Hersh­
berger; Joe Smith; Kiki Kapani; M ichael Schwarz; Julie M ancini y
Miriarri Feüerle. Me gustaría hacer m ención especial de Bill Hayes.
Conocí a Bill, funcionario de correos ya jubilado, en uno de los p ri­
meros Café Sócrates que puse en m archa hace más de u n a década.
N unca había leído u n a palabra de filosofía, pero tras asistir a nues­
tras reuniones comenzó a interesarle m ucho la disciplina, y desdé
entonces comenzó a leer con voracidad, en especial las obras de los
A g r a d e c im i e n t o s

filósofos pragmatistas, además de m atricularse en cursos universi­


tarios de filosofía. Bill y yo nos seguimos viendo con regularidad
durante los años siguienes, en los que se ahondó nuestra amistad a
lo largo de muchos intercambios apasionados. Bill falleció el mismo
día en que term iné este libro. Lo echo m ucho en falta. Por últim o,
quisiera dar las gracias a todos los que en el m undo entero me han
dado la privilegiada o portunidad de m an ten er una conversación
filosófica con ellos, enriqueciendo así mi vida de u na m anera in­
conm ensurable.
L ecturas recom endadas

M artha Nussbaum ha em prendido u n a de las investigaciones


más fructíferas en el campo de la filosofía social que haya acometi­
do ningún filósofo occidental m oderno. Es im posible p erd er el
tiem po leyendo cualquiera de las obras de esta filósofa tan prolífi-
ca en sus escritos, que a m enudo derriban las divisiones artificiales
erigidas entre disciplinas, al tiem po que resucitan el am biente
ético, el espíritu y el m étodo de la filosofía socrática. Recom iendo
en particular sus Upheavals o f Thought: The Intelligence of Emotions
(Cambridge University Press, 2003) ,y Cultivating Humanity: A Classi­
cal Defense o f Reform in Liberal Education (H arvard University Press,
1998; [El cultivo de la humanidad: una defensa clásica de la reforma en la
educación liberal, Barcelona, Editorial Andrés Bello, 2001]).
Tam bién deberían ser lectura obligada las m uchas obras origi­
nales de Walter Kaufmann, filósofo social de Princeton, entre ellas
Religion, Existentialism and Death (New A m erican Library, 1976), y
The Future o f the Humanities (R eader’s Digest Press, 1977), en espe­
cial para quienes se interesen p o r la situación actual de la educa­
ción superior.
Vale la pena leer prácticam ente todo lo que escribió Jo h n
Dewey, pero sobre todo sus obras m enos pedestres, como How We
Think (D. C. H eath & Co., 1910; [Cómopensamos: nueva exposición
de la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo, Barcelona,
Ediciones Paidós Ibérica, 1998]), y, aunque lam entablem ente esté
agotada, Logic: The Theory o f Inquiry (H enry H olt & Co., 1939), que
es lectura realm ente obligatoria para todo el que aspire a refinar
su m étodo filosófico a la hora de em prender investigaciones fruc­
S ó crates enam orado

tíferas sobre cuestiones existenciales acuciantes y cualquier otro


asunto vital.
Tsunesaburo Makiguchi, en Education fo r Creative L iving (Iowa
State Press, 1989, traducción inglesa de Alfred B irnbaum ), ha es­
crito una em ocionante obra filosófica en la que la filosofía moral,
la teoría de los valores y la práctica de la pedagogía van de la m ano.
En el terreno de la filosofía m oral conviene explorar los textos
de H aruko O kano titulado «Moral Responsibility in the Japanese
Context», en Women and Religion in Japan (Harrassowitz Verlag,
1998); Simone Weil, Echar raíces: Preludio a una declaración de los de­
beres de la humanidad, (Madrid, Trotta, 1996); Peter Singer, Compen­
dio de ética, (Madrid, Alianza, 1995), y, del mismo autor, Repensar la
vida y la muerte: el derrumbe de nuestra ética tradicional (Barcelona, Pai-
dós, 1997).
Entre las obras más perspicaces sobre ética y filosofía social se
cuentan Ethics in Japan, de Watsuji Tetsuro (State University of New
York Press, 1996) y Locura y civilización: Historia de la locura en la
Edad de la Razón, de Michel Foucault (FCE, 1977).
Otras lecturas recom endadas sobre filosofía de la cultura, de la
conciencia y de la conciencia social son: Frantz Fanón, Los condenados
de la tierra (Txalaparta, 1999), Black Skin/White Masks (Grove/Atlan-
tic, 1976), y Toward the African Revolution (Grove/Adantic, 1988);Aiko
Ogoshi, A Feminist Criticism o f Japanese Culture (Miraisha, 1996);
Kwame Gyekye, Beyond Cultures: Perceiving a Common Humanity
(Ghana Academy of Arts and Sciences, 2000), Tradition and Moder­
nity: Philosophical Reflections in the African Experience (Oxford University
Press, 1997), y AnEssay on African Philosophical Thought: TheAkan Con­
ceptual Scheme (Temple University Press, 1995).
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Este libro
se term inó de im prim ir
en los Talleres Gráficos de Palgraphic, S. A.,
H um anes, Madrid, España,
en el mes de octubre de 2007.

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