Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
LIBRO PRIMERO
Cap. I
En la entrada del pueblo se encuentra la fábrica de clavos, a orillas del río, propiedad
del alcalde, M. de Rênal, a quien se describe del siguiente modo: Viste traje gris, y grises
son sus cabellos. Es cofrade de varias Órdenes, frente alta, nariz aguileña y facciones
regulares. Su expresión en conjunto es agradable y hasta simpática, dentro de lo que cabe
a los cuarenta y ocho o cincuenta años; pero si el viajero hace un examen detenido de su
persona, hallará, a la par que ese aire típico de dignidad de los alcaldes de pueblo y esa
expresión de endiosamiento y de suficiencia, un no sé qué indefinido síntoma de pobreza
de talento y de estrechez de mentalidad, y terminará por pensar que las únicas pruebas de
inteligencia que ha dado o es capaz de dar el alcalde, consisten en hacerse pagar con
puntualidad y exactitud lo que le deben, y en no pagar, o retardar todo lo posible el pago
de lo que él debe a los demás (pp. 4-5). Éste quiere ser el retrato caricaturizado de un
liberal realista, no idealista, como los veía el autor.
Un periodista, que trae una carta del Marqués de La Mole, el más rico terrateniente de
la provincia, dirigida al Abbé Chélan, hace una visita a la cárcel del pueblo, gracias a las
prerrogativas de que goza el párroco. Todo esto molesta profundamente al alcalde, que
teme la crítica de los periódicos. Se da a entender que la carta anuncia el traslado del cura
—de 80 años pero todavía robusto— a otra parroquia, el cual, para defender su puesto, ha
decidido contraatacar invitando al periodista a inspeccionar la cárcel. Este constante
ambiente de intriga, mezquindad, hipocresía y egoísmo es característico de toda la novela.
El alcalde habla con el viejo Sorel para contratar a su hijo. En la negociación que sigue
se muestra la hipocresía y doblez de ambos. Poco después, el padre sorprende a Julián
leyendo un libro en vez de vigilar las máquinas, mientras los hermanos mayores trabajan
con empeño, y le da una paliza echándole en cara su inutilidad. Lo que más duele a Julián
es la pérdida, durante la riña, del libro “Las memorias de Santa Elena” de su ídolo
Napoleón.
Desde un año antes, su cara agraciada le conquistaba algunos votos amigos entre las
niñas. Despreciado por todo el mundo, objeto de la animadversión general, Julián había
rendido culto de adoración al viejo comandante- cirujano que un día se había atrevido a
protestar al alcalde por la poda salvaje de los plátanos (cfr. resumen del cap. 2). Este
cirujano pagaba algunas veces al viejo Sorel el jornal que no ganaba su hijo, y enseñaba a
éste latín e historia... (pp. 22-23).
Narra el acuerdo entre el alcalde y el viejo Sorel. Julián no quiere aceptar el puesto
pues cree que es como el de un criado, sobre todo por la influencia de Rousseau —su autor
preferido—, y se siente humillado, aunque está dispuesto a hacer cosas mucho peores a
trueque de hacer fortuna (p. 25). Después de visitar a su amigo Fouqué, joven comerciante
en maderas a las afueras de Verrières, se deja convencer por su padre y se dirige a la casa
del alcalde.
El autor narra que Julián, cuando todavía era niño, suspiraba por ser militar, pero que a
la edad de catorce años, presenció la rivalidad entre el joven Vicario Maslon y el juez de
paz, y llegó a la conclusión de que el clero podía más. Dejó entonces de hablar de Napoleón
y anunció su intención de hacerse eclesiástico. Se aprendió de memoria una Biblia en latín
que le había prestado el Abbé Chélan, quien le daba clases nocturnas de teología. En
presencia de éste, Julián no mostraba más que sentimientos piadosos. ¿Quién habría sido
capaz de sospechar que aquella carita de niña, tan pálida y tan dulce, era mascarilla
encubridora de la resolución inquebrantable de conquistar fortuna y gloria, aun cuando en
la empresa arriesgara mil veces la vida? (p. 30).
El autor describe los primeros meses de Julián como preceptor: la creciente adoración
de los niños; su odio y horror a esta sociedad burguesa; la untuosa adulación del alcalde a
M. Valenod; la paliza que Julián recibe de sus hermanos por los celos que le tienen.
Con motivo de que una de las criadas se enamora de Julián, el Abbé Chélan le habla
de su futuro: Ten mucho cuidado hijo mío, con lo que pasa en tu corazón —le dijo el cura
frunciendo el entrecejo—. Te felicito con toda mi alma por tu vocación, si esa es la causa
única que te mueve a desdeñar la mano de una joven agraciada y dueña de una fortuna
más que suficiente (...). (pero) si tu intención es postrarte a los pies de los poderosos del
mundo, buscando en su protección tu encubrimiento, aseguras de una vez y para siempre
tu eterna condenación. Podrás hacer fortuna, no lo niego, pero por medios viles y
miserables (...); me permitirás que te diga —añadió con lágrimas en los ojos—, que
tiemblo por tu salvación, si te decides a ser sacerdote (...). Julián se avergonzó de su
emoción. Por primera vez en su vida se vio querido por alguien. Lloró de alegría y fue a
esconder sus lágrimas al centro del bosque, más allá de Verrières (pp. 57-58).
Allí, da rienda suelta a sus sentimientos y, aunque se siente querido por el buen padre
Chélan, que ha sabido penetrar en su interior, siente la imperiosa necesidad de engañarle.
Vuelve a verle, inventando un pretexto con el que calumnia a la sirvienta, y ante los nuevos
ruegos del párroco para que desista de su vocación sacerdotal, hace una exhibición de
hipocresía que no le sale del todo mal. Ya iría —comenta el autor— aprendiendo los
modales adecuados a través del contacto con gente de la alta sociedad, para refinar la
técnica o arte de la hipocresía.
Julián se dedica de lleno a las lecturas, sobre todo de las hazañas de Napoleón. El trato
con la mujer del alcalde se hace más continuo que en Verrières. Consigue ocultar un retrato
de Napoleón, que guardaba en su colchón, siendo peligroso tenerlo en esa época de la
restauración, y lo destruye. Mme. de Rênal, que deseaba conocer la identidad del retrato, se
queda llena de celos pensando que se trata de otra mujer. Julián no siente amor por ella;
sólo el orgullo es el motor de su comportamiento.
Julián descuida la preceptuación de los hijos de M. de Rênal, que le recrimina por ello.
Se siente humillado y amenaza con abandonar su empleo para encargarse de los hijos de M.
Valenod, ante lo cual le aumenta el sueldo. Se desahoga en el campo y fragua vengarse del
alcalde, con su mujer, imaginándose como Napoleón, solo ante el destino, pero elevado por
encima de él.
Consigue Julián un permiso de tres días para ir a ver a su amigo Fouqué. De camino se
detiene en una cueva donde se siente libre. La conciencia de su libertad bastó para que se
exaltara su ánimo, pues era tan grande su hipocresía, que ni en la casa de su mejor amigo
se consideraba libre (p. 91).
Tras contarle su historia, con las debidas omisiones (p. 92), Fouqué le ofrece entrar a
partes iguales en su negocio de maderas. Aunque le atrae económicamente, no le gusta la
idea de quedarse definitivamente en una provincia, y declina su oferta excusándose en
su vocación decidida al sacerdocio (p. 93).
Ayudado por las confidencias de Fouqué y lo poco que había leído sobre el amor en
la Biblia prepara un plan con detalle. A mitad de camino de su ejecución, y sin saber por
qué, va a Verrières a visitar al párroco, y lo encuentra haciendo las maletas, pues por fin le
han privado de su beneficio, sustituyéndole por el vicario Maslon. Escribe entonces a
Fouqué diciendo que la injusticia que acaba de presenciar quizá termine por disuadirle de la
carrera eclesiástica, y se congratula a sí mismo por haber sabido utilizar ese argumento
para dejarse abierta la puerta del comercio, por si las tristes realidades de la vida daban
al traste con el soñado heroísmo (p. 105).
Cap. XV a XVII:
Continúa la sátira del cotilleo, y de las secuelas de la visita del Rey. Apenas regresan a
Vergy, se pone enfermo el menor de los hijos del alcalde, con lo que se agudiza el
remordimiento de su mujer, al pensar que se trata de un castigo divino por sus relaciones
con Julián. A partir de aquí el autor trata de hacer aceptable el adulterio, mostrando como
Mme. de Rênal resiste a los remordimientos por el amor que siente hacia el joven. Una
amiga de la mujer del alcalde, invitada en la casa, se da cuenta de lo que sucede y acude a
contárselo a M. Valenod —rival político del alcalde y antiguo pretendiente de Mme. de
Rênal—, que escribe una carta anónima al alcalde.
El alcalde pasa la noche entera cavilando sobre la carta y sobre los efectos que el
hecho podría tener en su carrera política y en la no pequeña herencia de su esposa. Tras leer
la segunda carta, concede a Julián una semana de permiso para que se le pase la ira y el
odio que siente hacia ese campesino por haberle metido en un lío tan comprometedor para
su carrera política, mientras Mme. de Rênal ejecuta su papel con magistral aplomo e
hipocresía.
Después se encuentra con el subprefecto del pueblo, amigo de Valenod, que en una
larga disertación y sin decirle quién le envía, le ofrece ser preceptor de los hijos de alguien
importante —Julián entiende enseguida que se trata de Valenod— que, entre otras cosas, le
pagará mucho mejor. Le tocó el turno a Julián que desde hora y media esperaba la ocasión
de hablar. Su larga contestación fue un modelo de ingenio; dejó ancho margen a la
esperanza pero sin decir nada concreto. Resaltaba en ella a la vez un profundo respeto
hacia M. de Rênal, veneración hacia la gente de Verrières y vivo reconocimiento hacia el
ilustre subprefecto... (pp. 173-174).
Poco más tarde, para mayor gozo suyo, se encuentra con M. Valenod, ante quien hace
otra demostración de su hipócrita elocuencia, representando el papel de hombre de
Iglesia, y le acompaña a la Casa de los Pobres. Stendhal describe el escandaloso contraste
entre la miseria y la postración de los pobres y la opulencia y perversidad de los ricachones
liberales, representados por M. de Rênal, que forman junto con los azules monárquicos, —
Valenod— y la Iglesia institucional aliada del trono, —el Abbé Maslon—, el triunvirato de
tiranos de Verrières.
Julián observa cómo por las presiones de los otros estamentos, el alcalde se ve
obligado a adjudicar una casa por una cantidad inferior a su valor, lo que le hace pensar en
el precio que lleva consigo el agasajo de la sociedad.
Se refiere cómo Mme. de Rênal sueña con casarse con Julián si se quedase viuda, lo
que utiliza el autor para desacreditar el matrimonio como institución, explicando que el
tedio de la vida matrimonial inevitablemente destruye el amor, y justificando en sus
reflexiones el amor libre. Mientras tanto se ha difundido por el pueblo el escándalo del
adulterio, insinuándose una posible violación del sigilo sacramental. El Abbé Chélan insta a
Julián para que se vaya al seminario o a casa de su amigo Fouqué. Por su parte, el alcalde,
una vez que su mujer ha conseguido evitar que se bata en duelo con M. Valenod, decide
pagarle la estancia en el seminario a Julián, aunque luego respira tranquilo cuando éste lo
rechaza para pagárselo con sus ahorros y lo que le preste Fouqué. Salió de Verrières
hondamente conmovido; pero no se había alejado una legua de la ciudad donde dejaba
tanto amor, cuando ya no pensaba más que en el plan de contemplar una capital, una gran
plaza de militar como Besançon (p. 202).
En Besançon, tras admirar las fortificaciones e imaginarse que llegaba allí como
soldado y no como seminarista, se narra el encuentro con una linda camarera en el café
principal de la ciudad. Se llama Amanda Binet, y deciden continuar viéndose. Para esto se
presentarán como primos, y Julián conservará su traje de seglar.
Desde lejos vio Julián la cruz de hierro dorado sobre la puerta de entrada. Su paso se
hizo tardo, sus piernas temblaban. Como quien se encuentra a la entrada del infierno,
cuyas puertas, una vez rebasadas, no le serán franqueadas nunca más, se decidió a llamar.
Resonó la campana y al cabo de unos diez minutos, abrió la puerta un hombre pálido y
vestido de negro... (p. 213). La descripción del seminario que se hace a continuación no
puede ser más tenebrosa y repelente.
—No encaja en este lugar la frase que acabas de pronunciar —replicó—, porque has
invocado el vano honor de los hombres, que los arrastra a cometer tantas faltas y hasta
crímenes con demasiada frecuencia. Me debes obediencia absoluta, en virtud del epígrafe
diecisiete de la Bula “Unam Ecclesiam”, de San Pío V. Soy tu superior eclesiástico. En
esta santa casa, mi querido hijo, la primera y más importante obligación, es obedecer...
¿Cuánto dinero tienes?
—Treinta y cinco francos, padre mío —respondió—.
—Apunta con diligencia el empleo que das al dinero, porque tendrás que rendirme
cuenta minuciosa (p. 220).
Tras una severa regañina por llegar tarde, que recibe con ejemplar sumisión, Julián
empieza a representar su papel con experimentada hipocresía. Se describe la vida en el
seminario a través de una sátira mordaz:
Continúa la sátira del autor sobre el seminario, y los ataques a la Iglesia. Se describe
también cómo Julián advierte que es sospechoso de librepensador, y los esfuerzos que hace
en la práctica de la hipocresía para evitarlo. Incluso llegan a llamarle Martín Lutero, por la
lógica con la que demuestra a sus compañeros que es más papista que ellos. Se presenta a
M. Castanède, el vice-rector, como prototipo de carrerista hipócrita, que sirve de espía al
Vicario General M. Frilair para vigilar a M. Pirard, presunto jansenista.
Cap. XXVIII. Una procesión
Julián había sido nombrado preceptor para las asignaturas de Antiguo y Nuevo
Testamento, con lo que se gana el respeto y la coba de los otros seminaristas. En una
conmovedora conversación, el Rector le explica que tendrá que sufrir por los celos, las
calumnias y las traiciones... y Julián, a pesar de su hipocresía, se conmueve y llora. El
Marqués de la Mole, que no había conseguido que el Rector aceptara dinero por sus
servicios, se lo envía a Julián anónimamente diciendo que es de una herencia, por lo que
empieza a tener fama de ser hijo natural de un noble. Por otro lado obtiene para el Rector
una parroquia en París.
Se relata cómo el Abbé Frilair se queda con la carta que el Rector envía por mano de
Julián al Obispo, en la que se despide anunciándole su dimisión con gran regocijo del
Vicario General. Después, el Obispo desea conocer a Julián y queda gratamente
sorprendido de sus cualidades y le dedica algunos libros que regala para el seminario. Esto
le consigue mayores deferencias entre sus compañeros y hasta con el vice-rector.
Llega Julián a París donde admira los monumentos erigidos por su héroe Napoleón,
pero a la vez siente una gran desconfianza. Me encuentro en el centro de la hipocresía y de
la intriga —pensaba—. Aquí reinan los protectores del vicario Frilair (p. 284).
Allí recibe los consejos del Abbé Pirard sobre cómo debe ser su comportamiento en
casa del Marqués: deberá trabajar con empeño redactando su correspondencia, ser dócil y
mostrarse humilde; vestirá de negro aunque no sea clérigo, y aprovechará sus ratos libres
para continuar sus estudios.
El autor nos describe aquella sociedad a través de las cenas que los marqueses
ofrecían, y al hilo de las reflexiones de Julián. Se relata el aburrimiento, la falta de
inteligencia y la total superficialidad de ese ambiente. En las reuniones, siempre que no se
hablase con ligereza de Dios, del clero o del rey, de las altas personalidades, de los
artistas protegidos de la corte o de las instituciones, y no se hiciesen comentarios
favorables sobre la prensa de oposición, ni sobre Voltaire o Rousseau, y sobre todo,
siempre que ni de lejos se hablase de política, reinaba la más absoluta de las libertades,
todo el mundo podía discutir de lo que le viniese en gana (p. 308). Pese al buen tono, a la
corrección perfecta, al deseo de agradar y a la libertad de que en los salones se gozaba, el
aburrimiento destacaba en todos los frentes. Los hombres maduros medían sus palabras y
los jóvenes, temiendo dejar traslucir su pensamiento, callaban después de haber
pronunciado cuatro frases buscadas sobre Rossini o sobre el tiempo que hacía (p. 308).
Una mañana, hablando con M. Pirard que todavía trabaja en el pleito, le cuenta que
está aburridísimo en esas veladas, y que hasta Mademoiselle de La Mole bosteza de vez en
cuando. Matilde, que les ha oído, pues ha entrado por la puerta secreta, piensa para sus
adentros éste, al menos, no ha nacido de rodillas... ni es tan feo como el viejo (p. 310).
El autor se mofa también de los jansenistas, en la persona del Abbé Pirard, que asiste
con frecuencia a las veladas: Largo rato contestó aquella noche a las preguntas de Julián...
hasta que al fin selló de pronto sus labios, pesaroso de no poder hablar bien de nadie y sí
mal de todos, e imputándoselo como pecado. Como era colérico y jansenista, y
consideraba la caridad cristiana como un deber, su vida en la sociedad era un combate
continuo y encarnizado (p. 316).
Cap. V y VI:
Julián tiene un altercado con un cochero, y acaba batiéndose en duelo contra su amo,
que le hiere en el hombro; el mismo caballero le lleva a casa de La Mole y, al enterarse éste
último del origen humilde de Julián, hace correr el rumor de que es hijo natural de un
amigo del Marqués, pues considera impropio haber tenido un duelo con el hijo de un
carpintero. Al Marqués le agrada el rumor.
El Marqués, con ocasión de un período agudo de dolor por causa de la gota, deposita
en Julián cada vez más su confianza. Pasan mucho tiempo juntos y termina enviándole dos
meses a Londres para que frecuente allí los ambientes diplomáticos y poder obtener para él
la Cruz de la Legión de Honor, que facilitará el reconocerle como noble.
Durante un baile Julián mantiene una conversación con el Conde de Altamira, exiliado
político, a quien previamente se ha descrito como un jansenista digno de admiración por
hacer compatibles la fe en Dios con la defensa de la libertad. La conversación concluye con
el tema de la cínica desilusión de todos los revolucionarios que acaban vendiéndose al
principio de utilidad. Julián sufre una profunda crisis en sus concepciones políticas, y al día
siguiente se desahoga con Matilde.
Julián recibe una carta de amor de Matilde, pero sospecha que se trata de una trampa
para perderle. En la duda, y llevado por el deseo de vengarse de todos los desprecios
sufridos, envía la carta a Fouqué para que la guarde por si es una emboscada, y contesta a
Matilde acusándola de tramar contra él. Sigue un intercambio de cartas, y se describe la
lucha interior de Matilde, que termina con el triunfo de la pasión sobre el orgullo, con todo
un proceso de autojustificación. Acaba enviándole una carta en la que concierta una cita.
Pasan tres días en los que no se hablan, alimentando un odio mutuo por el orgullo
herido. Cuando se encuentran en la biblioteca, ella le confiesa su arrepentimiento
por haberse entregado al primero en llegar. Profundamente ofendido y humillado, Julián
coge una vieja espada colgada en la pared y se dirige a ella para matarla. Ella se lanza
suplicante sobre él y así acaba la escena. Este hecho le hace recobrar su amor apasionado,
aunque continúan sus contradicciones. Recuperan su amistad y Julián acaba por enamorarse
de ella; pero con el tiempo Matilde toma una actitud hiriente y se dedica a contarle historias
de sus pretendientes, hablando bien de ellos, lo que provoca el dolor de los celos en Julián.
Julián parte para cumplir su misión, en un país extranjero, con pasaporte falso.
Después de algunas peripecias —es vigilado precisamente por el Abbé Castanède (el vice
rector del seminario) que resulta ser el jefe de la policía secreta en el norte, el cual intenta
narcotizarlo en una fonda, registrando su equipaje—, encuentra al destinatario, un cierto
Duque, a quien recita lo que había memorizado; éste le indica que permanezca unos días en
Estrasburgo, esperando la respuesta. Durante la espera, Julián, que sigue obsesionado con
Matilde, encuentra al Príncipe Korasoff (conocido en uno de los bailes parisinos) a quien le
confía que su aspecto triste y melancólico se debe a que la mujer que ama no le
corresponde. Éste le aconseja que haga la corte a otra para provocar los celos de la primera,
y para ello le proporciona una colección de cartas de amor. Finalmente, obtenida la
respuesta del Duque, Julián regresa a París.
Tras algún tiempo, en el que Julián no acaba de ver el esperado resultado y está a
punto de suicidarse cuando se entera de que Matilde va a casarse con otro, ésta acaba
claudicando, y dándole garantías de que ya no le dejará. Julián, sin embargo, continúa
tratándola duramente. Todo este largo y complicado proceso se describe en un ambiente de
decadencia y de tedio con el que el autor caracteriza aquella sociedad.
Sin embargo, un día le llega una carta de Matilde, diciéndole que todo está perdido y
que vaya inmediatamente a París. Allí le entrega una carta del Marqués en la que dice que
no puede consentir a su matrimonio después de haber recibido una carta enviada por Mme.
de Rênal, y que le entrega 10.000 libras con la condición de que se marche al extranjero. Le
enseña luego esa carta medio borrada por las lágrimas, en la que reconoce la letra de Mme.
de Rênal. En ella le dice al Marqués que al enterarse de la inminente boda de Julián se ve
en la obligación moral y religiosa de advertirle la hipocresía e irreligiosidad del joven, y
que es habitual en él recurrir a la seducción para dominar al dueño de la casa y obtener su
fortuna.
Julián sale inmediatamente para Verrières donde llega un domingo por la mañana y sin
hacer caso de los parabienes que recibe de todo el mundo, se dirige a la Iglesia, sentándose
unos metros detrás de Mme. de Rênal. Se siente incapaz de realizar lo que se había
propuesto, pero al sonar la campana de la consagración, dispara dos veces sobre ella, que se
desploma. Julián es detenido por la policía sin oponer resistencia.
Mme. de Rênal, herida sólo en un hombro, está fuera de peligro, lo que ella lamenta,
pues no desea otra cosa que morir desde que su joven confesor le obligó a escribir la carta
al Marqués. Envía dinero al carcelero para que trate bien a Julián.
Recibe la visita del Abbé Chélan que quiere devolverle el dinero enviado desde
Estrasburgo, lo cual le emociona. Al día siguiente sus sentimientos vuelven a ser
enfrentarse a la muerte con valentía. También le visita Fouqué, que le deja el consuelo de
un verdadero amigo que está dispuesto a vender todos sus bienes para liberarle —imagen
que contrasta con los jóvenes que ha conocido en París—, pero Julián rechaza el
ofrecimiento.
Para intentar liberarlo consigue una audiencia con el Vicario General, Abbé Frilair,
que es además jefe de la policía secreta y el hombre más poderoso de la ciudad. Tiene lugar
aquí una de las escenas más desagradables de la novela, en la que el autor quiere mostrar la
perfidia refinada del clero. Tras enterarse de que Matilde es hija de su mortal enemigo, el
Marqués de La Mole y que —lo mismo que Julián— es amiga de Mme. de Fervaques, la
omnipotente sobrina del famoso obispo, su semblante se transforma por la ambición.
Explica a Matilde que él puede influir en cualquier jurado; luego, le relata el romance entre
Julián y Mme. de Rênal. Notando el efecto que esto causa en Matilde, no duda en hurgar en
la herida —sabiendo que es su arma mejor para dominarla— diciéndole que el motivo del
crimen son los celos de Julián, al enterarse de las relaciones de Mme. de Rênal con su
confesor, un joven sacerdote jansenista, y que por eso le disparó durante la Misa que él
celebraba. Acaba asegurándole la liberación de Julián a cambio del obispado que Matilde
promete conseguir.
Cap. XL y XLI:
Julián sufre otros dos interrogatorios, en los que sigue afirmando su culpabilidad, y se
refugia en el mundo de sus ideas, pensando cada vez más en Mme. de Rênal. No quiere
saber nada de los rumores de buen augurio que hay en la ciudad. El Abbé Frilair, que ya ha
recibido garantías de Mme. de Fervaques acerca del obispado, consigue un grupo de
hombre fieles en el Jurado, mandados por M. Valenod, para que le absuelvan y así se lo
hace saber al Obispo tío de Mme. de Fervaques. Por su parte, Mme. de Rênal, contra lo que
le dicen su marido y su confesor, escribe a todos los miembros del jurado pidiendo la
absolución de Julián.
Al ser pronunciada la sentencia de muerte por parte del jurado, Julián piensa con asco
en la venganza satisfecha de Valenod, su antiguo rival con relación a Mme. de Rênal (el
que escribió el anónimo al alcalde). Esta sentencia se debe a la traición de Valenod a lo
prometido al Vicario General.
En estos capítulos, los ataques e insultos del autor a la Iglesia llegan a su punto
máximo. Se comienza describiendo las conmovedoras escenas de la visita de Mme. de
Rênal. Al mismo tiempo que le perdona, le pide excusas por la carta que envió al Marqués,
diciéndole que fue su confesor quien la redactó, quedando ambos como víctimas del clero
—qué terrible crimen me ha hecho cometer la religión, dijo ella—, y de la discriminación
social. Le pregunta sobre Matilde, a lo que Julián responde que lo que dicen es sólo verdad
en apariencia. Es mi mujer, pero no mi querida. Luego consigue convencerle de que no se
suicide.
El día en que ella se marcha para Verrières, siguiendo la orden de su marido, sucede el
desagradable episodio de un sacerdote, un intrigante que no ha podido medrar entre los
jesuitas, y decide hacerse famoso logrando la confesión de Julián. Se planta en la puerta de
la prisión recitando oraciones y llamando a Julián a la conversión. Al fin, cansado del
escándalo, Julián le permite entrar. Ante la hipocresía del sacerdote, Julián se siente
furioso, pero al oírle hablar de la muerte se acobarda y casi llega a traicionarse con un gesto
de debilidad; al final se libra de él entregándole cuarenta francos para decir una Misa por su
alma aquel mismo día.
De nuevo solo, Julián empieza a llorar pensando en la muerte. Llega Matilde, por la
que siente cada vez menos afecto, que le cuenta que Valenod traicionó al Abbé Frilair
porque el día anterior había sido nombrado prefecto y ya no dependía de éste.
Continúa entonces con sus cavilaciones sobre la vida de los hombres, que sólo se
mueven por el interés y la necesidad, sobre la verdad, la religión...: ¿Dónde está la
Verdad? En la religión... Sí, añadió con la agria sonrisa del más profundo desprecio, en
las bocas de los Maslons, los Frilairs, los Castanèdes... Quizá en el auténtico cristianismo
cuyos sacerdotes no serían pagados más de lo que fueron los Apóstoles? Pero San Pablo
fue pagado por el placer de mandar, de hablar, de oír hablar de él... (p. 604). Un auténtico
sacerdote nos hablaría de Dios. Pero ¿de qué Dios? No del Dios de la Biblia, (...) sino del
Dios de Voltaire (p. 606).
Cap. XLV:
A pesar de todos los intentos de las dos mujeres, Julián se niega a apelar la sentencia,
y es guillotinado muriendo con honor, como había deseado. Fouqué compra el cuerpo de
Julián a la congregación de Besançon, cuyos miembros sacan dinero de todo, para
enterrarlo en una cueva cercana a su casa como le había pedido. Se presenta Matilde que —
como la reina amante de aquel antepasado suyo—da sepultura a su cabeza con sus propias
manos. Mme. de Rênal, fue fiel a su promesa. No trató de quitarse la vida; pero tres días
más tarde, después de Julián, murió mientras abrazaba a sus hijos (p. 611).
Julián Sorel
Hay algunas notas positivas que hacen atractivo al personaje: es un luchador, no cede
ante las dificultades; a veces, sale a relucir que es un hombre de corazón. Pero la ambición
le lleva al constante desasosiego, interrumpido sólo por breves momentos de felicidad, que
añora al final de su vida: como aquélla predomina sobre éstos, siente desprecio por sí
mismo e incluso piensa varias veces en el suicidio. Su vida es la de un inmaduro y un
fracasado, que peleó en vano.
Madame de Rênal
Hasta conocer a Julián Sorel era una mujer sencilla y fiel a su marido, no por virtud
sino por convencionalismos sociales. Es ignorante y sentimental, devota pero superficial,
que aparenta gran abnegación y dedicación a la familia, pero engaña a su marido. El amor a
sus hijos frena a menudo sus pasiones. Su marido es un personaje repugnante, aburguesado
y egoísta, que induce al lector a ser comprensivo con las faltas de su mujer.
Matilde de la Mole
Había sido hecha para vivir con los héroes de la Edad Media (p. 317), le dice Julián.
Se trata de una mujer anclada en el pasado; de ahí el continuo aburrimiento (l'ennui) en que
está sumida (no en vano los románticos del s. XIX hablarían del mal du siêcle para referirse
a esta situación de aburrimiento, angustia y nostalgia, que siguió a una época dorada). Sólo
Julián le hace olvidar tal estado de abulia, que reaparece después, cuando deja de sentir
atracción por Sorel. Es superficial, vanidosa e hipócrita, cuando le interesa; sus principios
morales carecen de raíces, por lo que no duda en saltárselos cuando le conviene. El tedio
que siente Julián por ella, al final de su vida, es el mejor resumen de los sentimientos que
inspira.
Visión de la sociedad
—Besançon: para Julián la vida de esta capital de provincia está dominada por los
nobles y los clérigos. El ambiente del seminario no puede ser descrito de modo más
tenebroso. La hipocresía y las intrigas están presentes por doquier, particularmente en el
estamento clerical.
—París: el sueño de Sorel en París es hacer fortuna entre los nobles y poderosos. El
ambiente de los salones de la aristocracia le decepciona, pero no hay otro modo de medrar,
que es su máxima aspiración. La hipocresía, la superficialidad y el aburrimiento, son las
notas características. La descripción de la vida de Julián en París es en buena medida
autobiográfica.
Técnicas narrativas
—Monólogo interior: Es una de las características que han hecho famosa la novela.
Aunque otros autores lo habían utilizado anteriormente, no lo habían hecho con tanta
habilidad y profusión. Gran parte de la acción se describe a través del monólogo interior de
los personajes, especialmente de Julián, que pasea la mirada por todo lo que le rodea, de
modo que el lector ve lo que ocurre tanto en su interior como exteriormente. También
utiliza esta técnica con otros personajes, como en el capítulo VIII del libro II, que recoge
los pensamientos de Matilde de la Mole sobre Julián. En este sentido, se ha querido ver en
Stendhal un precedente de algunas tendencias de la novela en el siglo XX (Joyce, Proust,
Faulkner...).
Aparte de los comentarios hechos a lo largo del resumen, se pueden enumerar los
siguientes errores o inconvenientes:
Publicada en 1830, en pleno auge del romanticismo revolucionario, esta novela tuvo
gran influencia como vehículo para describir una situación madura para la revolución, por
medio de una crítica sistemática de todas las instituciones, que formarían
un establishment opresivo y depravado. Sirvió de patrón, por ejemplo, para numerosas
obras literarias con aspiraciones revolucionarias. Este estilo y acción fue fomentado por las
logias masónicas, con los tópicos de la alianza entre el trono y el altar como baluarte de
la reacción contra el progreso liberal. La novela exalta también otros ídolos favoritos del
libertarismo romántico, tales como la primacía del honor por medio del duelo y del
suicidio; el terror al ridículo; el culto a las pasiones por encima de la razón, vulgarizado por
las novelas rosas, etc. Presenta una visión pesimista y desilusionada de la naturaleza
humana, con prevalencia y triunfo final de la tragedia y del desastre[4].