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El hombre que fue Chesterton

Un amplio catálogo de libros traza la veta polemista de un autor que siempre buscó que
el lector pensara dos veces y se alejara de todo lugar común

Fernando Savater

"Creo que es una verdad abstracta que cualquier literatura que represente nuestra vida
como peligrosa y sorprendente es más verdadera que cualquier literatura que la
represente como vaga y lánguida. Pues la vida es una lucha, y no una conversación”
(G.  K. Chesterton).

Uno de los empeños más evidentes de Chesterton (Londres, 1874-Beaconsfield, 1936)


en casi todas las páginas que escribió es refutar la perspectiva moderna, pero de raíces
clásicas, que describe el mundo con tintes lúgubres y pesimistas, un lugar donde incluso
los goces sensuales y rebeldes están tocados por el ala negra de la desesperación. Para
Chesterton la verdadera herejía moderna no es haber rechazado o ignorar a Dios sino
rechazar o ignorar en qué consiste la alegría. No oculta su intención apologética, más
bien blasona de ella hasta el punto que a veces su particular cruzada llega a hartar un
poco incluso a quienes sentimos mayor simpatía por él. No es que predique con
demasiado entusiasmo sino que su enorme entusiasmo sólo alcanza su cénit en el
arrebato predicador. Pero no hay que confundir su actitud con una postura conformista
que conjura los abismos de la existencia irreligiosa con abluciones de agua bendita. Al
contrario, apuesta por la ortodoxia descartada en la era moderna pero desde una orilla
trémula e incierta que tras un velo de humor resulta tan inquietante como el peor
paganismo. No promete un futuro feliz para tranquilizarnos sino que precisamente nos
inquieta por medio de él. Por decirlo con las mismas palabras con que describe la
función de la buena poesía, “clama contra todos los mojigatos y progresistas desde las
mismísimas profundidades y abismos del corazón destrozado del hombre, que la
felicidad no es sólo una esperanza, sino en cierto extraño sentido un recuerdo y que
somos reyes en el exilio”.

Cada línea, el escritor plantea una controversia. Leerle es participar en un torneo


interminable

Es evidente que Chesterton es un escritor lleno de humor, a veces francamente cómico,


que incluso diríamos que se pierde —o pierde el hilo de lo que está contando— por un
buen chiste o una carambola verbal. Hasta cuando está hablando del tomismo medieval
o del militarismo alemán puede ser sumamente divertido. Pero aun reconociendo esa
infrecuente virtud, aunque lo leemos con una sonrisa perpetua en los labios y a veces
con una abierta carcajada, también es cierto que al cabo de un rato de leerle nos
sentimos más fatigados que si hubiéramos tenido entre manos el libro de un autor más
aburrido. No trato de plantear una paradoja de apariencia chestertoniana y decir que los
autores divertidos cansan antes que los aburridos: esta paradoja no es propia de
G. K. Chesterton por la sencilla razón de que es falsa. Luego hablaremos de ello… Lo
cierto es que hay una buena razón para que esa paradoja en general falsa sea en su caso
verdadera. Y es que cada página, no cada página sino cada párrafo, no cada párrafo sino
cada línea o línea y media de Chesterton plantea una polémica. Leerle es participar en
un torneo interminable, en una batalla de esas que comienzan al alba y aún sigue entre
mandobles y lanzadas cuando llega el crepúsculo. Al levantar con un suspiro la vista de
la página que estamos leyendo, tenemos la imaginación llena de tópicos muertos, de
evidencias destripadas, de creencias indiscutibles que han sido discutidas hasta que
hemos dejado de creer en ellas y yacen yertas. Cada observación aparentemente
inocente ha dado lugar a una refriega, cada certeza se ha disuelto en un pulso, cada
perspectiva histórica vulgar ha sido arrastrada por las mulillas después de varias
estocadas y el correspondiente descabello. El rato que leemos a G. K. Chesterton no
estamos disfrutando del sillón en nuestro gabinete sino que hemos galopado en nuestro
corcel de guerra por el campo de liza, que no en vano se llamó en tiempos “campo de la
verdad”. No es extraño que de vez en cuando tengamos que descansar…

Antes dije que una paradoja falsa o artificiosa no pertenece al género que cultivó
Chesterton, cuya maestría en ese campo le envidian incluso quienes le detestan y sobre
todo los que pretenden sin éxito imitarle. Borges señaló perspicazmente que una
característica de Oscar Wilde que suelen menospreciar hasta los que más festejan sus
boutades y trallazos de ingenio es que por lo común además tiene razón. Algo
semejante puede decirse del estilo pugnaz de G. K. Chesterton: no busca sobre todo
sorprender o desconcertar (aunque es evidente que no le disgusta conseguirlo) sino
hacernos pensar dos veces y desde un ángulo menos trillado lo que suponemos obvio…
porque vemos a otros aceptarlo como tal. Cuando polemiza con escritores de talento a
los que sin duda admira (Chesterton tenía buen ojo literario y nunca desprecia a un autor
por no compartir sus ideas) se nota especialmente este tipo de chocante esgrima. Elijo
un ejemplo entre mil. Como tantos otros antes o después que él, critica en el gran
Rudyard Kipling su adoración del militarismo. Pero se distancia crucialmente de los
demás en su argumentación, de acuerdo con su línea paradójica: “El mal del militarismo
no es que enseñe a ciertas personas a ser feroces y altaneras y excesivamente belicosas.
El mal del militarismo es que enseña a la mayoría de los hombres a ser mansos y
tímidos y excesivamente pacíficos. El soldado profesional gana más y más poder a
medida que decae el coraje de una comunidad. (…) Los militares ganan el poder civil en
la misma proporción en la que los civiles pierden las virtudes militares”. Más adelante
señala que nuestra época ha logrado a la vez “el deterioro del hombre y la más increíble
perfección de las armas”, lo que ya era cierto en aquellos días y lo es mucho más en los
nuestros. El complemento ideal de la beata admiración de los uniformes y la
fanfarronería es el repliegue pacifista. Incluso quienes más veneramos a Kipling
tenemos que asumir que este sesgo inusual del reproche usual que se le suele hacer es
diabólicamente certero…

Fue un convencido de que mejoramos nuestra humanidad al reflejarnos en lo divino

Podríamos aducir otros muchos casos en que Chesterton, cuando aparta la vista de los
elfos y los gerifaltes de antaño, señala con penetración las grietas de la modernidad. A
la fascinación del cine le opone que propicia errores irrefutables, sobre todo en materia
histórica: cuando alguien escribe disparates en un libro siempre salen otros diez o doce
escritores que señalan sus fallos, pero nadie hace otra película para enmendar las
equivocaciones filmadas. Es más, los que ven películas no suelen leer además libros
para conocer las mentiras de la pantalla, hasta tal punto —señala G. K. Chesterton—
que la palabra “pantalla” cobra el extraño sentido de lo que encubre y disimula. ¿Qué
hubiera dicho ante el actual imperio de la pantalla digital y sus embelecos? También la
creciente idolatría de la naturaleza, que ya apuntaba en su tiempo en la aplicación del
darwinismo a la moral y en el nuestro en la psicología evolutiva o la ecología, le mueve
a reflexiones oportunas: “Basarse en la teoría evolutiva permite ser inhumano o
absurdamente humano, pero no humano. Que tú y el tigre seáis lo mismo puede ser un
motivo para ser amable con el tigre. O para ser tan cruel como él”. En cuanto a sus ideas
políticas, la fundamental para él era la democracia y la entendía del mejor modo
posible: “He ahí el primer principio de la democracia: que lo esencial en los hombres es
lo que tienen en común y no lo que los separa”. Aún no se había puesto de moda lo de
que la mayor riqueza humana es la diversidad y quincalla intelectual semejante…

Chesterton fue un decidido humanista pero convencido de que mejoramos nuestra


humanidad al reflejarnos en lo divino. En una vida no excesivamente larga pero muy
fecunda escribió narraciones, poemas, piezas teatrales, ensayos y artículos. También
unas estupendas biografías, que nada tienen que ver con el puntillismo académico que
levanta sesudo inventario de la frecuencia de los alivios intestinales de los personajes
estudiados y miserias parecidas. En las suyas, de escritores, santos o artistas, Chesterton
realiza a mano alzada un retrato del alma de su biografiado, es decir de aquello que le
hizo único y que justifica nuestro interés por su vida. También su memorable
autobiografía sigue el mismo criterio. En España tenemos la suerte de contar desde hace
décadas con múltiples ediciones de la mayor parte de la obra de G. K. Chesterton.
Acantilado ha editado varias, entre ellas últimamente un volumen de Ensayos escogidos
seleccionados por W. H. Auden que recomiendo a quienes quieran conocer esta faceta
del autor, distinta a su habilidad como articulista. Y Renacimiento se lleva la palma, con
un amplio catálogo que incluye todos los géneros: su publicación más reciente reúne lo
mejor que escribió G. K. Chesterton para celebrar la Navidad, una fiesta religiosa y
popular, con abundante tradición gastronómica y llena de ilusiones mágicas, que se
celebra en familia y disfrutan (¡o disfrutaban!) sobre todos los niños…En una palabra,
hecha para gustar al gigante feliz.

‘Ensayos escogidos’. G. K. Chesterton. Seleccionados por W. H. Auden. Traducción de


Miguel Temprano García. Acantilado, 2017. 318 páginas. 22 euros.

‘San Francisco de Asís’. G. K. Chesterton. Prólogo de Ángel Manuel Rodríguez


Castillo. Traducción de Aurora Rice. Espuela de Plata, 2017. 187 páginas. 15,90
euros.

‘Temperamentos. Ensayos sobre escritores, artistas y místicos’. G. K. Chesterton.


Traducción de Juan Antonio Montiel y Natalia Babarovic. Jus Ediciones, 2017. 164
páginas. 16 euros.

‘La taberna errante’. G. K. Chesterton. Prólogo de Santiago Alba Rico. Traducción de


Tomás González Cobos y José Elías Rodríguez Cañas. Antonio Machado, 2017. 285
páginas. 16 euros.

https://elpais.com/cultura/2017/11/28/babelia/1511865847_652959.html

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