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Chesterton entendía que la defensa de las propias convicciones solo se podía alcanzar
mediante la disputa; pero en sus disputas, sobre sus dotes de polemista, se alza una alegría
de vivir contagiosa, un amor hacia todo lo creado que se extiende también hacia sus
contrincantes, quienes –aunque mohínos ante el vigor paradójico de sus razonamientos–
no podían sin embargo dejar de aplaudir su gracioso denuedo.
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Chesterton, la rara alegría de la fe - ReL Página 2 de 3
éticas y de sacerdotes profesionales; pero salvando esa muralla inhumana, encontraréis las
danzas de los niños y el vino de los hombres; en la filosofía moderna todo sucede al revés: la
fachada exterior es encantadora y atractiva, pero dentro la desesperación se retuerce, como
en un nido de áspides».
Nos descubre que el sentido común está en aquello que nadie se atreve a formularNada de
esto le faltó a Chesterton; y con esta munición de cualidades –más alguna pinta de cerveza–
cuajó una escritura luminosa e incisiva, capaz de entrometerse en los dobladillos de las
medias verdades para delatar su fondo de mugrienta mentira, capaz de desvelar la verdad
escondida de las cosas, sepultada entre la chatarra de viejas herejías que nuestra época nos
vende como ideas nuevas.
En los libros de Chesterton, las verdades del catecismo se ponen a hacer cabriolas, se
pasean por el mundo como si estuvieran de juerga, llenando cada plaza de ese fenomenal
escándalo que nos produciría ver a un señor en camisón o a una damisela con bombín; y de
esta aparente incongruencia que surge de la lógica más aplastante cuando se hace la loca
brota su poder de convicción. Chesterton se pasó la vida refutando todos los tópicos (que es
la expresión más habitual de las modernas herejías), hasta descubrirnos que el sentido
común no está en lo que todos repiten, sino en lo que nadie se atreve a formular; y lo hizo
divirtiéndose como un niño que destripa un reloj y luego lo recompone cambiando de sitio
todas las piezas, para demostrarnos que no debemos preocuparnos por medir el tiempo,
pues dentro de nosotros habita la eternidad.
Talento en tromba
En algún pasaje de su «Autobiografía», Chesterton nos confiesa que su acercamiento al
catolicismo fue una expresión de rechazo al espíritu de su época: la execración de la Iglesia
se había convertido en el pasatiempo predilecto de los intelectuales; y tanta unanimidad en
el vituperio acabó provocando en su temperamento inquisitivo un movimiento de
curiosidad. Una institución humana que concitaba tan ardorosos ataques y lograba
resistirlos debía, sin duda, estar animada por un fuego divino. Esa curiosidad hacia lo que
sus contemporáneos denigraban acabaría convirtiéndose en motor de sus pesquisas
intelectuales y en la gasolina de su escritura.
Una tumba vacía y lóbrega es el mundo para el racionalistaUn escritor tan dotado para la
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paradoja como Chesterton no podía tener otro destino que no fuese paradójico. Y
sobremanera paradójico resulta, en efecto, que una época empeñada en descreer de todo
aquello en lo que Chesterton fervorosamente creía se haya empeñado también en tributar
su veneración a Chesterton. Y es que el agnosticismo aplanador de nuestra época –pálido
vómito terminal de aquella filosofía moderna tan execrada por nuestro autor– no ha podido
con el talento en tromba de Chesterton, con su sentido común de tonelada, con la insultante
buena salud de sus argumentaciones y las delicias de su estilo, que se derramó en todos los
géneros, llenándolos de esa rara alegría de la fe, que es, antes que nada, alegría de vivir a
todo trapo.
Tal vez ahora, si lo suben a los altares, el mortecino agnosticismo se decida al fin a retirarlo
–¡por pendenciero y alborotador!– de las librerías y de los suplementos literarios, que de
este modo se convertirán en tumbas lóbregas y vacías; que eso, al fin, una tumba vacía y
lóbrega, es el mundo para el racionalista.
© Abc
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