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Educar Hoy

Clase 3 - 2020

Autoridad y autoridad pedagógica

Antes de comenzar a trabajar los contenidos del segundo bloque, “Autoridad y


transmisión”, que se desarrollarán durante esta clase y la próxima, les proponemos
nuevamente el ejercicio de registrar sus anticipaciones y reflexiones previas sobre el
tema anunciado.

La idea es que recuperen el listado de saberes, relaciones conceptuales y


posicionamientos personales sobre los temas en cuestión, para compararlos
nuevamente a la luz de las presentaciones de este nuevo bloque.

Preguntas sobre la autoridad y su supuesta crisis

Vivimos en una época supuestamente signada por una “crisis de la autoridad”, que en
el terreno educativo lleva, por lo general, a la consolidación de dos posiciones
antagónicas: o bien se trata de “recuperar” una autoridad perdida, aquella sostenida en
otros tiempos dorados, con otras instituciones, sujetos y proyectos políticos más sólidos
y menos dispersos, o bien hay que “abandonar” el intento de toda refundación de
autoridad, accediendo al aplanamiento de las relaciones maestra/o-alumna/o y a la total
simetría generacional/relacional. Estas dos posiciones extremas tienen efectos en el
modo de plantear posibles formas de establecer relaciones pedagógicas, investigar
acerca de la autoridad y promover desarrollos profesionales.

A diferencia de estas posiciones, proponemos pensar una alternativa. Sin renunciar al


lugar de autoridad de aquel que enseña, condición de producción de sociedades más
justas –que se distancia tanto de la copia fiel del pasado signado por el vínculo
autoritario como de la fuga a modelos más próximos a un presente consumista–, se trata
de inaugurar modos responsables, habilitantes y emancipadores de autoridad, que se
traduzcan en múltiples formas de hacer lugar a la igualdad como potencia, a partir de la
comprensión de la autoridad como “autorización”.

¿Qué es lo que nos autoriza a educar? ¿Por qué consideramos que podemos
ponernos delante de las otras/os para acompañarles y guiarles en un
proceso
educativo? ¿Qué relación guarda la autoridad con la transmisión? ¿Cómo se
construye hoy una autoridad pedagógica igualitaria, que establezcalas distancias
óptimas entre los sujetos que participan? Estas son algunas de las preguntas que
debemos tener latentes a lo largo de la lectura.

La autoridad como imposición

La historia, y muchas veces nuestra propia biografía, nos han hecho desconfiar del
término “autoridad” cuando se lo aplica a temas educativos: rápidamente se desliza
hacia autoritarismo y desata recuerdos e imágenes desagradables, silencios obligados y
hasta humillaciones diversas. En estos casos, la autoridad pedagógica aparece pura y
exclusivamente como un acto de imposición absoluta, omnímoda y omnipotente, un
“porque lo digo yo”, sin ningún lugar a un porqué, a una explicación, a un diálogo.

Como todo, esta situación tiene un origen histórico. En la modernidad comenzó el


proceso de diferenciación de las edades, y el colectivo infancia –y más
tardíamente juventud– fue separado de identificación de personas mayores. Así, se
aportó a la construcción de su especificidad diferenciándola de la adultez. Las/os
menores fueron comprendidas/os como seres incompletos, lo que las/os convirtió en
sujetos que debían ser educadas/os en instituciones específicas. Se construyó un sujeto
pedagógico, el/a alumno/a, y se lo volvió sinónimo de infante normal. Desde entonces,
educar se entendió como completar al/a niña/o para volverla/o adulto/a. Esto llevó a
una infantilización de todo aquel que, en cualquier circunstancia, ocupara el lugar de
alumna/o (por ejemplo, el adulto analfabeto, el adulto que se forma o capacita para
trabajar como docente, el adulto que concurre a actividades educativas comunitarias,
etc.). En este marco, la autoridad aparece como un dato natural y evidente, como una
relación desigual constituyente del vínculo.

Esta concepción se condice con la definición de educación presentada por Emilio


Durkheim en 1911, que determina con fuerza el lugar del educador (las generaciones
adultas) y del educando (las que no están todavía maduras para la vida social); lugares
que son tomados, en forma prioritaria, por los adultos y los infantes respectivamente:

La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que
todavía no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y
desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales,
que exigen de él la sociedad política en su conjunto y el medio especial al que está
particularmente destinado.

Partiendo de una separación absoluta entre los sujetos intervinientes, se construyó así
una figura docente sin fisuras, que debía constituirse en ejemplo –físico, biológico,
moral, social, epistémico, etc.– de conducta a seguir por sus alumna/os. La/os
estudiantes se definieron como sujetos incompletos, imposibilitados de
responsabilizarse por sus actos, sobre el cual el/a docente estaba habilitada/o a ejercer
su autoridad. Dice Durkheim (1984): “La sociedad encuentra a cada nueva generación
en presencia de una tabla casi rasa, en la cual tendrá que construir con nuevo trabajo.
Hace falta que, por las vías más rápidas, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer,
agregue ella otro capaz de llevar una vida moral y social. He aquí cuál es la obra de la
educación, y bien se deja ver toda su importancia”.

Así, docente y alumna/o aparecen como las únicas posiciones de sujetos educativos
posibles. El/a maestro/a se presenta como el portador de lo que no porta el/a alumno,
el infante no es comprendido en el proceso pedagógico como un “igual” o “futuro igual”
del/la docente, sino indefectiblemente como alguien que siempre –aun cuando haya
concluido la relación educativa– será inferior respecto del otro miembro de la díada.

La desigualdad es la única relación pedagógica habilitada entre los sujetos, negándose


la coexistencia de planos de igualdad o de diferencia. Esto estimula la construcción de
mecanismos de control y continua degradación hacia el subordinado: “El/a alumna/o no
estudia, no lee, no sabe nada”. Cabe agregar, finalmente, que cuando este tipo de
relación pedagógica se establece, también se entabla entre el docente y sus superiores:
la autorización sigue un camino jerárquico de un solo sentido, en el que los ya
autorizados autorizan a los nuevos.

Al respecto, un/a profesor/a puede decir “a mí no me tienen que autorizar mis


alumna/os porque ya me autorizaron mis docentes”, basándose en que entiende el
proceso educativo como una operación mediante la cual los ya-completos completan a
los aún-incompletos. De esta forma, el/a profesor/a se funde en la autoridad.
Históricamente, esta situación se materializó en la obtención “de una vez y para
siempre” del título habilitante. Su tenencia autorizaba a quien lo portara a enseñar, y
era dado y controlado en forma monopólica por el propio aparato escolar con una fuerte
intervención estatal. El título habilitante marcaba una clara línea divisoria y establecía
una jerarquía de autoridad entre quienes tenían la formación de parte de las
instituciones autorizadas y quienes podían ejercer la docencia de manera transitoria
hasta tanto el cargo fuera cubierto por alguien con autoridad plena. Así, se gozaba de
una autoridad “vitalicia” otorgada por la tenencia de cierto capital institucionalizado que
se materializaba en el título habilitante expedido por el Estado.

Críticas y propuestas

A lo largo del siglo XX se fueron constituyendo críticas a la concepción de la autoridad


como imposición. La mayoría de ellas se refirieron al lugar que se daba al/a alumna/o
en tanto sujeto sobre el que se aplica una autoridad decidida y ejercida por otros. En
algunos casos –como explicaremos más adelante– estas críticas fueron utilizadas para
construir la concepción de educación como satisfacción de demandas, muchas veces
traicionando las posiciones político-pedagógicas de quienes las habían enunciado.

Lorenzo Luzuriaga, un pedagogo español que tuvo que exiliarse en la Argentina luego de
la Guerra Civil en su país, proponía en la década del cincuenta –en clara oposición a la
concepción durkheimiana– un rescate de la juventud como motor de cambio social,
contra una generación adulta que debía aceptar su fracaso como condición
imprescindible para la construcción de una “nueva educación”. En sus propias palabras:

En un mundo dividido como el actual, con conflictos agudos y antagonismos al


parecer irreductibles, la juventud es nuestra última esperanza. El fracaso de los
adultos al promover o no evitar dos guerras mundiales en poco más de veinte
años es demasiado evidente para que podamos tener fe en los hombres actuales.
Al mismo tiempo, los problemas de la posguerra en todos los órdenes –políticos,
económicos, sociales– se han ido acumulando de tal modo, que los adultos de
hoy parecemos incapaces de resolverlos. […] La juventud es nuestra última
esperanza, nuestra única solución. Es necesario que los adultos, en vista de sus
fracasos, se retiren humildemente a un segundo plano y que dejen la escena a las
nuevas generaciones para que ensayen, actúen e incluso se equivoquen. De los
yerros vendrán los aciertos. Tiempo tendrán para rectificar sus errores, que desde
luego difícilmente serán mayores que los nuestros. (Luzuriaga, 2002: 111 y ss.).
Original de 1954

La autoridad como satisfacción de demandas

En las últimas décadas, las críticas a las formas tradicionales de autoridad condujeron a
la generación de nuevas formas en las que, a diferencia de los casos anteriores, la
autorización no se presenta como un dato previo al encuentro educativo sino como el
resultado de su puesta en práctica. La escuela pierde su poder de autolegitimación como
espacio educativo, como institución que tiene algo específico y distinto que decir, y
ahora son los sujetos involucrados (los alumnos, las familias, la comunidad), entendidos
como consumidores, quienes en última instancia la autorizan en función de la
satisfacción de sus demandas. Quedan habilitadas así formas de “autoridad a
demanda”.

La llegada de las teorías empresariales al campo educativo parece haber fundido el


concepto de autoridad en el de control de calidad. En consonancia con esto, las políticas
reformistas de los noventa caracterizaron a los modelos anteriores como gestión
burocrática, ejemplificados en currículum centralizados que no se aplicaban o se
aplicaban mal. Uno de los modelos que se contrapuso fue el de la gestión por
resultados mediante definición de estándares o dispositivos de evaluación de la calidad
según parámetros internacionales supuestamente objetivos.

Junto a esto, la autoridad vitalicia que otorgaba la tenencia de un cierto capital


institucional –ejemplificado en el título habilitante– comenzó a ser horadada por el
discurso de la profesionalización docente y por la generalización de la idea de la
obsolescencia de los conocimientos que transmiten las agencias educativas. Por
ejemplo, en los últimos años se ha introducido en América Latina la discusión sobre las
carreras docentes, en cuyo marco se cuestiona la idea de que sea el título y la antigüedad
–es decir, la acumulación de experiencia reconocida bajo la forma del ascenso y de
aumentos de salarios– la forma principal del reconocimiento de la trayectoria
profesional. Asistimos entonces a la intensificación de los requisitos de capacitación y
de actualización profesional y, más recientemente, a las propuestas que insisten en la
necesidad de que los docentes se sometan a evaluaciones periódicas.

En la misma línea se encuentra la tendencia a asociar carreras docentes a los resultados


en los aprendizajes de la/os alumna/os. La autoridad vitalicia que se consolidaba e
incrementaba por el paso del tiempo es suplantada por una noción de autoridad que
debe ser validada y renovada periódicamente, lo que en algunas propuestas implica
someterla a criterios externos como el cumplimiento de estándares para los docentes y
para la/os alumna/os.

Las propuestas de evaluación de desempeño y aquellas que proponen asociar las


carreras profesionales al rendimiento de los alumnos desplazan la autoridad de una
legitimidad burocrática –que como tal se asienta en normas y procedimientos– hacia
una legitimidad basada en la responsabilidad por los resultados, cercana al “control de
calidad”, es decir, a una autoridad sostenida en el cumplimiento de compromisos
verificables y establecidos previamente en forma tecnocrática.

Autoridad y autorización

Iniciamos este apartado con la siguiente cita:

“La enorme confusión en la que actualmente estamos inmersos en los espacios


en los que se desarrolla la educación, es decir, la familia y la escuela, procede al
menos en gran parte de esta circunstancia ineludible. En la educación, nos
relacionamos, en efecto, con seres ante los cuales nos encontramos, por la fuerza
inexorable de las cosas, en una situación de diferenciación natural connotada en
términos de superioridad, y tenemos incluso la impresión de que no existe una
educación, familiar o escolar, sin una dimensión de disimetría, sin el
reconocimiento de una especie de desnivel que es el único que parece hacer
posibles la autoridad y la transmisión. Sin embargo, también sabemos que no
podemos ni debemos vivir en adelante esta relación en la modalidad que va
vinculada, en las sociedades tradicionales, a la relación de los superiores
naturales (o quienes se presentaban a sí mismos de ese modo) con los inferiores.
Y no podemos hacerlo en la medida en que, también aquí, el trabajo de la
igualdad ha llevado a cabo su labor, aunque por otras vías. [....] Toda la dificultad
reside entonces en esto: el régimen de la equiparación, que ya forma parte de las
costumbres, encuentra por sí mismo sus propios límites que no puede, sin
embargo, fijar con claridad” (Jacquard, Menent y Renaut: 2004).
Más allá de las críticas y cuestionamientos que hemos planteado, también sabemos que
es imposible una propuesta educativa sin autoridad. Como sostienen los autores en la
cita que encabeza este apartado, la caída de las formas tradicionales y
autolegitimadoras de la autoridad educativa debe permitir la construcción de nuevas
formas que den respuesta a los cuestionamientos, sobre todo respecto del
establecimiento de nuevos posicionamientos en el plano de la igualdad entre los sujetos
intervinientes.

El/a docente debe hacerse cargo de su ineludible ejercicio de autoridad para la


concreción del acto educativo, y las instituciones educativas deben volverse un lugar
autorizado pero no autoritario, que no disuelva las asimetrías sino que las vuelva motor
de trabajo y las ponga en diálogo y fricción con las otras formas de relación (igualdad,
diferencia, autonomía) entre alumna/os y maestra/os.

Etimológicamente, el término “autoridad” –autoritas– proviene de la palabra


latina auctor –autor–, que a su vez viene del verbo augere, que significa “hacer
aumentar, hacer crecer”. Es decir, el origen de la palabra no es “mandar”, sino “hacer
crecer”. Ya hemos dicho que la cadena principal de interpretación fue autoridad -
autoritarismo - imposición - desigualdad plena. Pero vale recordar que pueden pensarse
otras más fértiles a la hora de problematizar esta cuestión, y que están presentes en la
raíz del término. Específicamente, creemos fértil indagar en la cadena autoridad -
autorizar - autorizarse.

Analicemos a continuación algunas de las respuestas actuales posibles. Por supuesto,


debe recordarse que no son excluyentes entre sí y que en las prácticas concretas
admiten miles de matices.

Las formas “a oferta”

La autorización estatal

Nos estamos refiriendo aquí a la operación de autorización del docente mediante la


esfera política de los Estados modernos. La concepción de la educación como un juego
de deberes y derechos, la constitución del Estado educador como su garante, el
establecimiento del andamiaje jurídico –leyes y decretos– y administrativo –ministerios,
secretarías y demás instancias burocráticas– fomentan esta concepción.
Los invitamos a ver "Estado", episodio del programa Consciente
Colectivo del Canal Encuentro.

Para pensar y ampliar la reflexión les aportamos las siguientes


preguntas:

• ¿Cómo podrían definir al Estado?


• ¿Qué diferencia hay entre Estado y gobierno?
• ¿Cuáles son las diferentes posturas con respecto al rol social del Estado?
¿Podrían identificar las diferentes corrientes de pensamiento y sus
principales referentes?
• ¿Por qué se dice que el Estado es una construcción histórica y por lo
tanto no se la tiene que pensar como una estructura estática?
• Habiendo analizado en las primeras clases la Ley 1420 (1884) y la Ley de
Educación Nacional 26.206 (2006) , los invitamos a sumar la Ley Federal
de Educación 24.195 (1993) y analizar comparativamente sus primeros
artículos.
• ¿Cuál fue el rol del Estado con respecto a la educación en cada uno de los
períodos en que se sancionaron las tres leyes?

El Estado se vuelve el gran agente de determinación curricular, basado en su condición


de ser el órgano representativo de la soberanía popular y garante del bienestar general.
De esta forma, sanciona la enseñanza obligatoria de ciertos saberes que se consideran
necesarios para la formación de la ciudadanía. Su materialización son los planes y
currículos oficiales. El/a docente se siente entonces autorizado/a a enseñar lo que
enseña “porque está en el programa”. El supuesto es que quien lo ha determinado en la
esfera estatal goza de la legalidad y la legitimidad para hacerlo, y de esta forma irradia
la autoridad a los que deben llevarlo a cabo. A su vez, habilita dispositivos de control
sobre el resto de los elementos, como la aprobación de los libros de texto.

Esta forma de autorización muestra sus facetas más conflictivas especialmente en


aquellos campos del saber más “opinables”, en los cuales no hay un claro referente
académico. Un ejemplo clásico en la escuela media es la enseñanza de los saberes
vinculados con la educación sexual o con la formación ciudadana. Para el caso argentino,
el de la formación ciudadana es uno de los que más ha cambiado de denominación a lo
largo de los años, en consonancia con los cambios políticos. Se lo ha llamado Instrucción
Cívica, Doctrina Nacional y Cultura Ciudadana, Educación Democrática, Estudios de la
Realidad Social Argentina (ERSA), Formación Cívica, Formación Moral y Cívica, Educación
Cívica y Formación Ética y Ciudadana, entre otras.

Así, esta posición hace que la problemática educativa quede demasiado sujeta a los
avatares políticos, y –como nuestra historia lo demuestra– esto puede favorecer
procesos sociales autoritarios al no existir formas de contralor del accionar estatal.
La autorización académica

En este caso nos referimos a la operación por la se autoriza a definir qué enseñar a
quienes ocupan un sitio destacado en la producción de saberes académicos –sean
científicos o expresivos–. Son los expertos, los sabios, quienes otorgan la autoridad al
docente.

Universidades, centros de investigación y asociaciones científicas, así como las


instituciones legitimadas del campo artístico –críticos literarios, museos, fundaciones–
construyen un cierto buen saber científico y estético que la escuela debe transmitir. En
este caso, el docente se siente autorizado a enseñar lo que enseña “porque así lo dicen
los que saben”.

La actualización en contenidos y la constitución del buen gusto son sus dispositivos de


autorización más frecuentes. En sus debates, ocupan un lugar primordial la
determinación de los saberes erróneos y obsoletos que deben ser quitados de la
escuela, la inclusión de los conocimientos “de punta” y de las nuevas teorías y el armado
de un cierto canon escolar de saberes y experiencias validados por la academia.

Desde perspectivas críticas es posible denunciar que la supuesta “objetividad” que


otorga la cientificidad a esta forma de autoridad en realidad encubre luchas sociales e
impone como válida para el conjunto una visión del mundo que responde a un cierto
grupo. Un buen ejemplo de esto es, sencillamente, considerar que la ciencia es el mejor
saber posible.

A estas dos formas de autorización “a oferta” es necesario sumar, para algunos casos
concretos –a veces en sintonía y a veces en oposición– la autoridad dogmática/eclesial,
que hablita su imprimatur para la enseñanza y circulación de ciertos saberes.

Más allá de sus diferencias, estas tres formas de autorización, que dominaron los
debates en el pasado, comparten su condición de ser formas “a oferta”; esto es, formas
con una fuerte capacidad propositiva que generaban prácticas educativas que creían
tener “algo bueno para dar a sus alumnos”. Por supuesto, esto fue una puerta abierta a
variadas y creativas formas de represión, censura y autoritarismo.

Las formas “a demanda”

La autorización psicológica

Esta forma de autorización pedagógica pone su centro no ya en los saberes a transmitir,


sino en la/os alumna/os a los cuales se va a enseñar. Así, lo que se enseña está
autorizado por su capacidad para responder a las características individuales y
personales de los destinataria/os, tales como su nivel evolutivo, sus intereses y gustos,
la cercanía a sus mundos y prácticas, o la utilidad y aplicación que puedan darle. La
psicologización de la pedagogía a lo largo del siglo XX fue la base del fortalecimiento de
esta posición.

Se trata de una forma de autorización que abre una instancia de negociación con la/os
alumna/os entre lo que se pretende enseñar y lo que quieren/pueden aprender. A
diferencia de los casos anteriores, la autorización no es un dato previo al encuentro
educativo, sino un resultado de su puesta en práctica: el/la docente no está autorizado/a
de antemano; debe autorizarse en el acto.

En los últimos años, al calor del neoliberalismo y de ciertas lecturas autodenominadas


“constructivistas”, muchas veces esta posición fundió ambos términos y creyó que se
debía enseñar lo que los alumnos querían aprender. Se habilitaron formas pedagógicas
de “satisfacción de la demanda”, o de “atención al cliente”, que pusieron en duda la
función escolar de “abrir el mundo” a las nuevas generaciones.

La autorización institucional/comunitaria

También en los últimos años se vio fortalecida una posición que basa la autoridad del/a
docente en los acuerdos que éste pudo alcanzar con los sujetos con los que se relaciona.
A diferencia de las posiciones “a oferta”, en las que los criterios de autoridad eran muy
lejanos –el Estado, la ciencia, la academia, el dogma–, esta posición se basa en la
cercanía de concertación de los involucrados directos. La propuesta del docente es un
acuerdo idiosincrático entre sus propias posiciones, las de sus colegas, las de los
directivos y las estudiantes y familias, englobadas todos en el término “comunidad
escolar”. A su vez, implica un trabajo del sujeto en la autorización, que ya no le es
externa y dada por un ajeno, sino resultado de su propio accionar.

Una de sus manifestaciones materiales son los PEI (Proyecto Educativo Institucional),
entendidos como los acuerdos alcanzados por las partes involucradas. El/a docente se
siente autorizada/o a enseñar lo que enseña porque está en el PEI, un contrato
pedagógico de validez local. En esta operación lo comunitario sustituye a lo general, a lo
“objetivo”, como criterio de autoridad. Como en el caso anterior, esta forma de
autorización puede ser fuertemente solidaria con las posiciones neoliberales, al sostener
que lo que la escuela debe enseñar es lo que la comunidad quiere aprender y así limitar
su accionar a responder a su horizonte de expectativas cercano. Su mayor riesgo es la
atomización y fragmentación del sistema, en el que cada escuela enseña lo que
considera, perdiendo la dimensión de lo común que implica toda propuesta educativa
democrática.

Dice Meirieu (1998), en defensa de la universalidad del currículum:

Porque sería una extraña educación aquella que renunciase de golpe al horizonte
posible de una dimensión universal en la que pudiera haber concordancia entre
los hombres […] Enseñar es tratar de comunicar lo más grande y lo más hermoso
que los hombres han elaborado pero también es, por definición, tratar de
comunicárselo a todos.

A estas formas de autorización “a demanda”, podemos sumar la llamada “autorización


familiar”, vinculada a la idea de la autoridad incuestionable de la familia en las
cuestiones educativas. Por un lado, esta posición se basa en una concepción “ideal” y
ahistórica de la institución familiar y, por otro, limita las posibilidades de ampliación de
los universos culturales con los que concurren sus alumnos. Esta forma de autorización
se presenta con más fuerza en las escuelas de gestión privada.

Reponiendo la trama

“Hasta en un nivel humilde –el del maestro de escuela– enseñar, enseñar bien, es
ser cómplice de una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño
exasperante de la última fila tal vez escriba versos, tal vez conjeture el teorema
que mantendrá ocupados a los siglos” (Steiner, 2004).

Hemos revisado la problemática de la autoridad pedagógica desde la perspectiva de la


autorización del/a docente, en una fuerte tensión entre el autoritarismo castrador
(“porque lo digo yo”) y la demagogia condescendiente (“porque vos lo querés”); entre
la autorización externa jerárquica y la autorización local situacional; entre la
autorización “de una vez y para siempre” y la autorización inestable y en construcción.

En debate tanto con la concepción naturalizada de la autoridad como con las nociones
que provienen del neoliberalismo y sus discursos asociados, proponemos nuevas formas
de autoridad docente que acepten su condición de puesta en discusión, que no por eso
se deriven de parámetros externos al propio sujeto (como los estándares objetivos, la
evaluación de resultados, la satisfacción de las demandas de los alumnos o la
comunidad) ni la adecuación a los intereses de aquellos. Creemos que el docente debe
ser alguien que se sienta autorizado a serlo. Y, como tal, que se sienta capaz de
autorizarles nuevos mundos a sus alumnos.

Como vimos, por un lado, a lo largo del siglo XX fueron hegemónicas las formas de
legitimación sustentadas en la autoridad estatal, académica y dogmática/eclesial, que
tenían en común la cualidad de basarse en “la oferta"; es decir, formas con una fuerte
capacidad propositiva que producían una escuela convencida de tener algo bueno para
dar a sus alumnos y que, a su vez, posibilitaban distintas formas de represión y
autoritarismo.

Por otra parte, el afianzamiento de las teorías neoliberales y empresariales en el área


educativa concatenaron la idea de autoridad con la de control de calidad, lo que hizo
que la escuela pierda su poder de autolegitimación como espacio educativo, como
institución que tiene algo específico y distinto que decir, y situó a los sujetos
consumidores (la/os alumna/os, las familias, la institución, la comunidad) como quienes
en última instancia la autorizan en función de la satisfacción que brindan a sus
demandas. Quedaron habilitadas así formas de autoridad “a demanda”. La idea de
formación permanente y de organismos externos de evaluación se instaló en el sistema
educativo.

En simultáneo con esta búsqueda externa de eficiencia –basada en el modelo


empresarial– se produjo una recapitulación en los mecanismos de legitimación docente:
desdibujada ya la tríada Estado-academia-iglesia, la escala se acota: la propuesta
pedagógica del docente pasa a ser un acuerdo idiosincrásico entre los miembros de la
comunidad escolar. A su vez, el sujeto queda implicado en la autorización, ya que deja
de ser externa y dada por alguien de afuera para pasar a ser, en parte, el resultado de
su propia práctica. Lo común cede frente a lo local y cercano: la atención universal deja
paso a las demandas particulares.

La atención a la diversidad y a las necesidades particulares de cada población permiten


encontrar fácil respuesta dentro del paradigma neoliberal, produciéndose una
segmentación del sistema cualitativa más que cuantitativa. Dicha segmentación se
materializa en fragmentación: el mapa educativo se interpreta como la yuxtaposición de
distintos nichos que demandan un tipo de educación. De la habilitación del Estado se
ha pasado a una habilitación del mercado: todo puede ser ahora enseñado; siempre y
cuando haya quien esté dispuesto a aprenderlo. ¿Qué tipo de reconocimiento que no
sea económico se podrá percibir? ¿El tipo de reconocimiento que la/os docentes
reclamamos se ajusta a la concepción neoliberal del conocimiento? ¿Cómo se lee e
imparte el reconocimiento cuando la educación tiende a ser la satisfacción ciega de una
demanda?

Para ensayar una respuesta que supere esas posiciones tomemos la cita de Steiner que
abre este apartado: la mejor forma de autorización es la que se desprende de creer que
el acto educativo vale la pena y que puede inaugurar condiciones inesperadas. Así, si en
la primera clase es lícito que el/a docente determine qué enseñar en uso de su autoridad
pedagógica, debe ser un fuerte objetivo que a lo largo del desarrollo del curso se
expliquen los porqués y, a su vez, aceptar que la/os alumnos pueden comprenderlos
pero no necesariamente compartirlos. Y que también, en este último caso, no
necesariamente el/a docente debe modificarlos. En ese juego irreductible de posiciones
y sujetos, los habremos autorizado a crecer. Y lo habremos hecho nosotros también.

Bibliografía obligatoria

Bibliografía obligatoria

• AA.VV. Dossier “La autoridad en cuestión” en El Monitor Nº 20, Revista del Ministerio
de Educación Nacional, Buenos Aires, Argentina, pág. 25-40.
Bibliografía citada y ampliatoria

• Durkheim, Emile (1984). Educación y Sociología. México: Colofón.


• Jacquard, Albert; Menent, Pierre y Renaut, Alain (2004). ¿Una educación sin
autoridad ni sanción? Barcelona: Paidos.
• Luzuriaga, Lorenzo (2002). “La educación de la juventud”. En: La Escuela nueva
públic. Madrid: Losada.
• Steiner, George (2004). Lecciones de los maestros. Madrid: Siruela.
• Tenti Fanfani, Emilio (2004). “Viejas y nuevas formas de autoridad docente”.
En: Revista Todavía, N° 7, abril, Buenos Aires: Fundación OSDE. Disponible en:

http://www.revistatodavia.com.ar/todavia07/notas/tenti/txttenti.html

Créditos
Autor/es: INFD

Cómo citar este texto:

INFD (2020). Clase Nro. 3: Autoridad y autoridad pedagógica. Curso: Educar hoy. Niños,
adolescentes y jóvenes contemporáneos. Buenos Aires: Ministerio de Educación de la
Nación.

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