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TEXTOS DE LA TRADICIÓN UNÁNIME - 21

¿UN NUEVO ORDEN MUNDIAL?


Las consecuencias del coronavirus
según la Doctrina de los Ciclos

Francisco Ariza

LA MEMORIA DE CALÍOPE
Anteriores:
1. Los Misterios de Mitra. Francisco Ariza.
2. Defensa de Sócrates. Apología de la Justicia. Mª Angeles Díaz.
3. Deméter. Símbolos y Ritos de su Cosmogonía. Id.
4. La Historia, Ciencia de la Cosmogonía. Francisco Ariza.
5. Afrodita-Venus. Adara Mª Ariza Díaz.
6. La Mujer-Sabiduría en Dante y los Fieles de Amor. Luigi Valli.
7. Federico González. Desde la Costa Maya del Pacífico. Mª A. Díaz.
8. René Guénon. Maestro Masón. Id.
9. La Filosofía Política y la Idea de Justicia en Dante y los Fieles de
Amor. Francisco Ariza.
10. Nobleza y Excelencia del Sexo Femenino. Cornelio Agripa.
11. La Mujer en la Obra de Shakespeare. Antoni Guri.
12. El Inca Garcilaso, síntesis de dos Mundos. Francisco Ariza.
13. Lucrezia Marinella. De los cinco nombres de honor de la mujer.
Mª Angeles Díaz.
14. Metafísica de la Música. Estudio sobre el “Arte Musical” de
Federico González. Francisco Ariza.
15. Las Sibilas. Sacerdotisas Itinerantes de Apolo y Cristo.
Mª Angeles Díaz.
16. Margarita de Navarra. La Reina de las Margaritas. Id.
17. Sobre el Zen. Id.
18. Corpus Hermeticum: Poimandrés.
19. Aurora. (Selección). Jakob Böhme.
20. Símbolos Universales en el Folklore de Cataluña.
Francisco Ariza - Mª Ángeles Díaz.

Ilustración de portada:
Ángel y la serpiente. Apocalipsis de Bamberg, siglo XI.

© Francisco Ariza 2020


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TEXTOS DE LA TRADICIÓN UNÁNIME - 21

¿UN NUEVO ORDEN MUNDIAL?


Las consecuencias del coronavirus
según la Doctrina de los Ciclos

Francisco Ariza

LA MEMORIA DE CALÍOPE
Agosto 2020
INDICE

Capítulo I:
EL “VIRUS GLOBAL” COMO SÍNTOMA DEL FIN
DE CICLO. p. 5.

Capítulo II:
LAS CONSECUENCIAS DEL CORONAVIRUS SEGÚN
LA DOCTRINA DE LOS CICLOS. p. 15.
Capítulo I
EL “VIRUS GLOBAL” COMO SÍNTOMA
DEL FIN DE CICLO

Desde que la humanidad entró en el siglo XXI (“inau-


gurado” con la destrucción de las torres gemelas de Nue-
va York), los acontecimientos se han ido desarrollando de
manera vertiginosa. Las crisis sociales y económicas se han
encadenado sin solución de continuidad. No hay tregua. Es-
tamos instalados en una crisis permanente, y la aparición del
llamado “coronavirus”, o covid-19, es un elemento más que
contribuye a esa aceleración. Los virus comienzan a infectar
a los humanos cuando estos se sedentarizan, pero sobre todo
cuando empiezan a crear importantes núcleos de población
que facilitan su propagación, más o menos lenta dependien-
do de las características y tipología del virus. O sea que esa
propagación está directamente relacionada con la cantidad de
personas que conviven en un mismo espacio.
Antes eran ciudades o aldeas, aisladas entre sí y con poco
contacto entre sus habitantes, que además eran muy pocos
en número, no como ahora, que somos ya 7000 millones en
todo el planeta, y aumentando exponencialmente. Estamos
no ya en la “aldea global” –expresión que cuando fue acuña-
da en los años sesenta del pasado siglo aún tenía algo de bu-
cólico y campestre– sino en la “megalópolis global”, mecani-
zada y tecnificada hasta en sus últimos detalles, robándonos
cada vez más espacio vital y mental. La velocidad de nuestro
tiempo constriñe el espacio, a todos los niveles: el espacio

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“exterior” y el espacio “interior”. De ahí la necesidad impe-


riosa, para los que están en una vía de Conocimiento pero
que al mismo tiempo viven en este mundo, de desconectar
de tanto en tanto del “reino de la cantidad” para preservar
ese espacio interior, cualitativo, gracias al cual se reconocen a
sí mismos formando parte de una Tradición Unánime, y por
tanto Universal.
Ese “espacio cualitativo” es la única conexión que tene-
mos con el “mundo real”, o sea con la realidad del mundo,
que no es desde luego esa invención creada por la volun-
tad de poder de los modernos Prometeos invertidos, de esos
“aprendices de brujo” que se quemarán en la hoguera de sus
vanidades. Parafraseando a San Pablo (Efesios 3: 17-19) el
mundo real está arraigado y cimentado en la anchura, la lon-
gitud, la altura y la profundidad del amor y del conocimiento
del Ser, y todo lo que no sea eso es irreal. Esas “dimensiones”
simbólicas abarcan la totalidad del Cosmos en cuyo centro
está el Espíritu que le insufla la vida. El mundo corporal, o
psicosomático “es real”, o mejor dicho adquiere la realidad
que “él tiene”, en la medida en que reconocemos que el Es-
píritu está inmanente en él; sin esta premisa nuestra visión
del mundo y de las cosas siempre estará distorsionada. Es el
Espíritu el que hace que cualquier existencia sea real, y no
una ilusión. El Espíritu es la “piedra angular”, o la “clave de
bóveda”, sin la cual todo el edificio cósmico (incluido el mi-
crocósmico) se viene abajo como un castillo de naipes.
Faltos de ese arraigo y dejados de la mano de Dios en este
“mar de las pasiones” que es el plano de existencia sub-lu-
nar, el coronavirus nos pone frente al espejo de nuestra
propia fragilidad, como sociedad y como individuos: hace
“evidente” esa fragilidad revelando la inconsistencia sobre
la que nos asentamos. Una “sociedad líquida” como ha sido
definida la nuestra es el medio ideal para que las potencias
del inframundo tengan su “caldo de cultivo” y puedan pro-

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pagarse sin grandes obstáculos. La “Gran Muralla” que nos


protegía de esas potencias (definidas como las “hordas de
Gog y Magog”) ha sido derribada definitivamente, y resul-
ta muy significativo que la “sensación” que todos tenemos
ante este “virus global” es la de haber sido invadidos por
un enemigo “invisible” y desconocido. Además, los virus no
son organismos vivos, no pertenecen a ninguno de los reinos
entre los que se distribuye la vida, pero sí la destruyen al in-
troducirse en la célula (la base de la vida podríamos decir),
y reproducirse gracias a ella. “Invaden” el mundo corporal a
través del microorganismo que sostiene la vida. ¿No es esto
ya de por sí suficientemente significativo para hacernos una
idea del papel que cumplen los virus infecciosos como agen-
tes destructores de la vida?
En este sentido podríamos establecer una analogía en-
tre los virus (palabra que no olvidemos significa “tóxico” o
“venenoso”) y los “residuos psíquicos”, expresión que ya lo
dice todo al respecto, y que actúan al nivel del alma huma-
na como actúan los virus al nivel del cuerpo si no se corta
la “infección” y se exterminan. En efecto, esta sensación de
estar ante un enemigo invisible es quizá lo que mejor define
la naturaleza de las energías psíquicas del inframundo, que
al igual que los virus en relación con el cuerpo invaden la
psique humana con el fin de “infectarla” y destruirla. Al fin
y al cabo los “residuos psíquicos” son la manifestación de lo
más inferior que está en nosotros mismos, y recordemos la
etimología entre “inferior” e “infierno”. No hemos llegado
a esta “sociedad líquida” y caótica por casualidad, sino por
haber hecho dejación de nuestro función de intermediarios
entre el Cielo y la Tierra (pues somos hijos de ambos), papel
que nos fue asignado ya en el origen, como muy bien lo han
expresado todas las Cosmogonías tradicionales, incluido
el Génesis bíblico. Esa función intermediaria permitía que
las influencias espirituales “descendieran” sobre la Tierra

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Francisco Ariza

y sobre el conjunto de la humanidad, haciendo efectiva la


“unión” entre el mundo terrestre y el mundo celeste.
Pero desde hace tiempo se viene apelando a lo “subcons-
ciente” (literalmente “debajo de la consciencia”) como un
componente fundamental de nuestra naturaleza, hasta el
punto de que se ha llegado a considerar a este último como
la fuente principal de la verdadera creatividad humana, rele-
gando a lo “supraconsciente” a un segundo plano, o simple-
mente negándolo por desconocimiento del mismo, como se
niega lo sagrado y lo trascendente en una sociedad volcada
enteramente hacia “las tinieblas exteriores”. Como señala
René Guénon (El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiem-
pos, cap. XXV), esto ha sido la consecuencia de un “trabajo”
previo llevado a cabo por el materialismo y el racionalismo a
lo largo de los tres últimos siglos, que han acabado por crear
una dura “costra” precisamente por donde las influencias es-
pirituales pueden penetrar en el ámbito humano y terrestre,
es decir “por arriba”, hablando simbólicamente, mientras
que “por abajo”, y como consecuencia de ello, quedaba des-
pejado el camino para la invasión definitiva de las “hordas
de Gog y Magog”. En el mismo libro (cap. XXXIV), Guénon
cita el siguiente fragmento de la Eneida, de Virgilio, que resu-
me perfectamente la situación actual de nuestro mundo y los
“peligros” de todo tipo que lo amenazan como consecuencia
de perder esa comunicación con las realidades superiores,
pues: «Si no logro mover a los dioses del cielo, moveré en mi favor
al Aqueronte». (Eneida, VII, 312).

II
Algunos animales son muy representativos del ámbito su-
til inferior, especialmente aquellos que están vinculados con
la noche como cierto tipo de roedores, caso de las ratas (cau-
santes de la terrible “peste negra” que diezmó la población

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europea en la mitad
del siglo XIV) y los
murciélagos. No es
de extrañar pues que
el coronavirus actual
tenga su origen en
estos últimos, que
son los únicos roedo-
res que vuelan, junto
con sus parientes los
vampiros. No es ex-
traño tampoco que
su hábitat esté en el
mundo subterráneo
o en las húmedas
oscuridades de las
cuevas y cavernas, lo
cual, unido al hecho
de que son aéreos,
los han convertido
en el imaginario sim-
Philippe Thomassin, 1618.
bólico de muchas
culturas en seres pertenecientes también a los niveles más
inferiores del psiquismo cósmico (salvo, curiosamente, en
China –foco de la presente pandemia– donde el murciélago
tiene buena consideración al ser un símbolo de felicidad y
provecho). De ahí esas imágenes donde aparecen los ángeles
luminosos y solares luchando en el aire contra los demonios,
cuyos rostros y alas recuerdan a los de los murciélagos-vam-
piros.
En consonancia con su origen alado y con la naturaleza
hipercomunicativa de nuestra época, este virus es especial-
mente veloz, como una flecha que se dispara simultánea-
mente en todas direcciones (fijémonos en su forma redon-

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Francisco Ariza

da con esos tentáculos en forma de rayos que lo rodean por


completo), y podríamos decir medio en broma y medio en
serio que se trata del virus propio de la era de internet, carac-
terizada por la velocidad de la comunicación.

Dos imágenes del coronavirus

Es “nuestro” virus (que se ha hecho “viral”), palabra que


también se emplea para un archivo informático que puede
“infectar” nuestro ordenador o computadora. Gracias a ese
“mimetismo” verbal la palabra “virus” está constantemente
en boca de todos nosotros. Las cosas son como son, y hemos

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de tener cuidado con el uso de las palabras, que poseen en


sí misma una potencia creadora, pero también destructora,
como ya sabían nuestros venerables antepasados, que cono-
cían ese poder y de ahí el cuidado que empleaban en la utili-
zación de ciertas palabras.

Bombas-minas de la Segunda Guerra mundial

El nombre de “coronavirus” procede de la forma de co-


rona que este tiene, aunque también se parece a aquellas
bombas-minas empleadas en otro tiempo para hundir a los
barcos enemigos. No debemos tomarnos estas cosas como
meras “casualidades”; pueden serlo evidentemente, pero la
imagen que ese parecido proyecta es de que tanto el corona-
virus como la bomba-mina ha sido “ideada” por la misma
mente diabólica, destinada a hacer naufragar la nave en la
que todos estamos embarcados. Esta nave es nuestro mun-
do, perteneciente al ciclo del Manvantara, considerado como
la “era de una humanidad”, el cual ha conducido a la actual
desde sus orígenes primordiales hasta hoy mismo.
Está claro que la pandemia del “coronavirus” marcará un
antes y un después en nuestras vidas en lo que quede del ciclo
actual (cuya fecha terminal, recordémoslo, solo la conoce el

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Padre), pues es evidente que todos estos fenómenos, que ade-


más coinciden en lo fundamental con las Escrituras y textos
sagrados de todas las tradiciones, nos aconsejan en el fondo
a no desfallecer y “persistir hasta el fin”. Quienes escribieron
dichos textos sapienciales sabían ya de las enormes dificulta-
des que viviría la humanidad del final de ciclo, entre la cual se
encuentran aquellos que serán destinados por la Providencia
a servir de gérmenes sutiles para el próximo ciclo.

El primer jinete del Apocalipsis (6, 2).


Manuscrito medieval.

Algunos atribuyen esta pandemia del coronavirus a la


manifestación del primer jinete del Apocalipsis (6: 1-2) tras la
ruptura del primero de los “siete sellos”. Un jinete coronado
y montado en un caballo blanco armado de arco y disparan-
do sus flechas para llevar la plaga con la que está asociado
lo más veloz posible y a todos los lugares de la tierra, como
puede verse en la imagen del frontispicio, es desde luego
una señal más del momento cíclico en que vivimos, y debe
hacernos meditar.

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Si hay un Demiurgo que elabora la obra creacional si-


guiendo los planos diseñados por el Gran Arquitecto Uni-
versal, hay otro demiurgo (que es en realidad la cara oscura
de aquel) que hace su trabajo según los planos del Adversa-
rio, lo cual no quiere decir que situemos a ambos al mismo
nivel como otros hacen en su desconocimiento, pero sí que el
segundo demiurgo cumple una función en el entramado de
la vida cósmica y humana en los momentos en que un ciclo
de existencia toca a su fin. Contribuye a acelerar ese fin, lo
cual entra dentro de los propios planes del Gran Arquitecto,
pues todo lo que nace en y con el tiempo está sometido a la
ley cíclica de nacimiento y muerte.
Pero, como señala Federico González en la conclusión de
la primera parte de su libro Esoterismo Siglo XXI. En torno a
René Guénon:

El misterio de todo esto que para algunos es la cul-


minación y el sentido de su vida, a otros no debe
quitarles la Esperanza y la auténtica Fe en un mun-
do futuro, virginal y nuevo, con la frescura de otro
amanecer, al que debemos arribar por medio del
sacrificio, y aun del sufrimiento que caracteriza a
cualquier re-generación, después del cual ya el do-
lor, la enfermedad, la ignorancia y la muerte han
sido de una vez por todas abolidos, contemporá-
neamente con la entrada al Paraíso de una Nueva
Edad de Oro, tanto para nosotros como para nues-
tros semejantes.

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Las Moiras, diosas de la fatalidad,
lo inevitable y lo ineludible
Capítulo II
LAS CONSECUENCIAS DEL
CORONAVIRUS
SEGÚN LA DOCTRINA DE LOS CICLOS1

Queremos ampliar lo dicho en el capítulo anterior desde


la perspectiva de lo que significa la pandemia del corona-
virus según la doctrina tradicional de los ciclos, donde sin
duda se inscribe, como todo lo que está sujeto al tiempo y al
espacio.
En todo el planeta se empieza a hablar ya, desde distintos
enfoques, sobre la posibilidad de que tras la “retirada” (que
no desaparición) de este “enemigo invisible” de la humani-
dad, surja una especie de “Nuevo Orden Mundial”, concepto
que no es nuevo desde luego pues se ha repetido varias veces
a lo largo de la Historia, sobre todo en los últimos tres siglos,
y que de algún modo refleja la necesidad de establecer unos
nuevos parámetros sociales, políticos y económicos que pu-
dieran poner remedio a la grave crisis que se avecina. El caso
es que la expresión “Nuevo Orden Mundial” nos ha hecho
pensar en la gran carga simbólica que esta expresión tiene
en sí misma, y además considerándola dentro del contexto
histórico en el que vivimos, que es el de un fin de ciclo que
afectará a la humanidad entera y no solo a una parte de ella,
es decir a una civilización determinada como había ocurrido
hasta ahora: cuando una civilización desaparecía otra venía
a sustituirla, siguiendo así el ritmo de los ciclos históricos.

1 Este capítulo se ha presentado asimismo en Youtube.

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Es evidente que un suceso del calibre de esta pandemia no


podemos separarla de las leyes cíclicas, las cuales no solo or-
denan el transcurso del tiempo sino que debido a que dichas
leyes no son ajenas a los mensajes enviados por “los pensa-
mientos secretos del destino” (como se dice en la tradición
árabe), dichas leyes nos permiten entender la naturaleza de
determinados acontecimientos que ocurren dentro del pro-
pio ciclo en cuestión, en este caso el nuestro. Además, como
decíamos, es innegable que este virus tiene un componente
simbólico que refleja aspectos y elementos que son propios
de nuestra época, pero en los que podemos encontrar ciertas
analogías con los de otros momentos históricos, como tuvi-
mos ocasión de destacar en el capítulo anterior.
Dice Platón en el Timeo que todo lo que ocurre en el mun-
do ha de tener algún motivo, o alguna razón, para que suce-
da. Es una forma de decir que nada escapa a los designios de
la Providencia. ¿Cuál sería entonces la razón del coronavi-
rus, o de las epidemias y las plagas en general? Lo que sí po-
demos decir sin temor a equivocarnos es que estas muchas
veces han marcado cambios de época muy notables, o han
supuesto un antes y un después en las sociedades humanas,
modificando hábitos, formas de vida, etc. Recordemos, por
ejemplo, las plagas bíblicas. Muchas veces, estas contribu-
yen a poner fin a un período histórico en franca decadencia,
como pasó en la Edad Media en Europa con la devastadora
“peste negra” a mediados del siglo XIV, venida también de
Asia, como el coronavirus.
Lo que decimos está basado en el estudio ponderado de la
doctrina tradicional de los ciclos, o Ciclología, que trata de la
estructura del tiempo considerado como un organismo vivo
que muere y renace perennemente, sin solución de continui-
dad. En este sentido, un fin de ciclo es el fin de ese ciclo, que
en nuestro caso será también el fin de esta humanidad, pero
no de la humanidad, como tampoco lo será del mundo, sino

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de este mundo. El descenso de la Jerusalén Celeste anuncia-


do por San Juan traerá con ella un “nuevo mundo” y por
tanto un “nuevo tiempo” nacerá con él para alumbrar una
nueva y virginal humanidad (o sea un nuevo Manvantara),
cobijada en una “nueva Tierra” y bajo un “nuevo Cielo”.
Por eso mismo, es a nosotros, a los hijos de este tiempo
actual, a quienes nos corresponde escrutar en esos “pensa-
mientos secretos del destino”, y buscar en ellos lo que es con-
forme al Dharma o Ley de la Armonía Universal, pues al ha-
cerlo estaremos ejerciendo un “acto de justicia” con nosotros
y con nuestros semejantes, según la máxima evangélica que
nos impele a explorar los “signos” que revelan la naturaleza
del tiempo con estas palabras:

¿cómo no exploráis el tiempo presente? ¿Por qué


no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?
(Lucas 12, 54-59).

Porque es indudable que estas palabras del Cristo dirigi-


das a sus discípulos, comprometen igualmente a todos aque-
llos que han bebido de esa fuente tradicional, pero también
de otras, actuales y pretéritas, pues todas ellas son plena-
mente actuales pues manan de una sola fuente, la Tradición
Primigenia, que es la única que ha permanecido inalterable
desde el comienzo hasta el fin del Manvantara y a través de
las distintas edades que lo han conformado, sintetizadas
en cuatro según una lectura de las leyes cíclicas: la Edad de
Oro, la de Plata, la de Bronce y la de Hierro, o sea del más
“luminoso” hasta el más “oscuro” y “herrumbroso” de los
metales, lo cual nos muestra también una “degradación” en
la calidad espiritual en cada una de esas edades, y por tanto
en las sociedades humanas que han existido dentro de ellas.
Asimismo, esa degradación indica un alejamiento cada
vez mayor de la ley del Dharma, lo cual no ocurría en esa

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primera edad áurea, donde toda la humanidad (simboliza-


da por Adán y Eva en la mitología judeo-cristiana) vivía de
acuerdo con su Principio. Además, el tiempo no transcurría,
o mejor dicho, no existía en la conciencia del ser humano la
percepción de ese “transcurrir”, con lo cual el tiempo y el
espacio eran una sola cosa, de ahí que el mundo fuese con-
templado y vivido como un todo unitario, donde el Cielo era
inseparable de la Tierra, y la Tierra del Cielo. Por esa misma
razón tampoco había “historia” en aquel tiempo de los oríge-
nes. Se vivía en un “presente reiterado” y por tanto no había
nada que “recordar” ni tampoco proyecciones hacia un hi-
potético futuro. La “presencia” del Principio abarcaba todas
las facetas de la existencia y un lazo auténticamente solidario
se mantenía entre todos los seres de la Creación. La conocida
frase de que los “pueblos felices no tienen historia” conve-
nía perfectamente al estado espiritual de nuestros ancestros
primordiales, que desde luego nada tienen que ver con unos
primates como piensa todavía una antropología que aún no
ha abandonado los postulados decimonónicos del materia-
lista siglo XIX. Pero esta es otra cuestión en la que no vamos
a entrar ahora naturalmente.
La memoria de aquel tiempo y de aquel estado espiritual
quedó fijada en los símbolos y mitos cosmogónicos de todos
los pueblos de la tierra. La enorme fuerza evocadora de los
mitos creacionales y los esquemas simbólicos geométricos
y figurativos, nos permiten despertar a esas realidades que
permanecen dormidas o latentes en nuestro interior. Esa po-
sibilidad siempre está en y con nosotros, y en cualquier mo-
mento puede ser actualizada. Muchas veces hemos acudido
a esta frase de Federico González: “la revelación es coetánea
con el tiempo”, porque hay en ella, en su síntesis magistral,
esa fuerza evocara del símbolo, que también puede expre-
sarse oralmente, y eso es el mito precisamente: contiene un
misterio y simultáneamente es capaz de revelarlo, siempre y

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cuando su eco reverbere en nuestra alma y esta sea capaz de


recibirlo. Y esto es también la Tradición, idéntica a transmi-
sión y por consiguiente a recepción. No hay mensaje sin re-
ceptor. Se transmite una idea porque esta puede ser recibida,
y esto es, en el fondo, lo que ha permitido que la memoria
de aquella Edad de Oro, de aquella humanidad primigenia,
continúe estando viva a través de una cadena llamada áu-
rea porque su origen espiritual se remite precisamente a esta
Edad de Oro, así como en todos aquellos que efectivamente
han recibido el depósito de su Sabiduría y de su Ciencia Sa-
grada, vestigios de la cual está presente en ciertos pueblos
(cada vez menos) que viven al margen de nuestra sociedad
posmoderna y tecnificada.
Así pues, si la revelación de esa Sabiduría es coetánea con
el tiempo, también lo es con el nuestro, a pesar de las enormes
dificultades y las adversidades con que se enfrentan quienes
son llamados a recibirla, los cuales han de perseverar hasta
el fin como se dice en los Evangelios, o sea hasta que por la
fuerza de su voluntad y la gracia de los dioses (o del Señor),
puedan abrir una “fisura” en el tiempo ordinario y acceder a
esos ámbitos de su conciencia donde serán otras las influen-
cias y otras las voces que podrán oírse, y que reconocerán
como las suyas propias, tal cual sus progenitores míticos las
oían en la Edad de Oro, en ese in illlo tempore, cuando la “caja
de Pandora” permanecía herméticamente cerrada y el mal
no había penetrado aún en el mundo.

II
Por definición, el desarrollo cíclico representa un aleja-
miento paulatino de ese estado original, de ese in illo tem-
pore o “principio de los tiempos”, o sea que la velocidad es
proporcional al alejamiento del mismo, pero es en la última
de esas cuatro edades, en la Edad de Hierro (equivalente al

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Kali-yuga hindú o “Edad Sombría”) cuando el tiempo trans-


curre con más velocidad precisamente porque ese alejamien-
to es mayor que nunca. Pero se da la circunstancia de que
nuestra época está al final de la Edad de Hierro, de ahí la sen-
sación de inestabilidad creciente con que transcurre nuestra
vida cotidiana. No es casual por tanto que la aparición del
“coronavirus” acentúe aún más dicha sensación, que en oca-
siones se hace angustiosa. La impresión de “no tener tiem-
po” para casi nada es común a casi todo el género humano
en la actualidad. Vivimos en una vorágine, en un torbellino,
que se ha acentuado con la aparición de esta pandemia, la
primera que se conoce en la historia a este nivel global.
La necesidad de comunicarnos con nuestros semejantes
nos es inherente, forma parte de nuestra identidad como se-
res humanos, pero la imagen de estar todos en nuestro cuarto
comunicándonos entre sí a través de la pantalla del ordena-
dor y protegiéndonos de un “enemigo invisible” y mortífero,
es quizá un símbolo de lo que va a ser nuestra “aldea global”
en un futuro muy próximo: lo más parecido a una colmena,
y a nosotros en una suerte de solícitas y trabajadoras abejas
colonizadas por la “inteligencia artificial”, que indudable-
mente nos está ayudando a pasar estos momentos de deso-
lación colectiva, pero como nada es gratis en este mundo,
nos pasará la factura imponiéndose como una necesidad
que todos acabaremos aceptando por la propia lógica de un
proceso inevitable, que es lo más parecido a aquello que los
antiguos llamaban fatum, que quiere decir destino, pero que
en uno de sus sentidos también significa algo que es ineludi-
ble, necesario y fatal, diametralmente opuesto a aquella otra
necesidad que nos empuja a la búsqueda del Conocimiento,
la Verdad y la Libertad.
Acabaremos aceptando la necesidad de la “inteligen-
cia artificial” más allá de lo meramente instrumental, o sea
como una herramienta que podemos manejar según nues-

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tros criterios personales, para acabar convirtiéndose en el


nuevo paradigma. La “inteligencia artificial” y la robótica
en general, será, lo es ya de hecho, el nuevo paradigma: de
ser una imitación de los mecanismos asociativos de la mente
humana, acabará siendo una forma “perfeccionada” de esta,
pero perfeccionada a un nivel cuantitativo y mecanicista,
pero no cualitativo, entre otras cosas porque es imposible,
pues es entrar en el ámbito estrictamente espiritual que le
está completamente vedado a la ciencia experimental tal cual
se practica hoy en día. Sin duda a todo ello contribuirá la
nueva “generación” de dispositivos electrónicos que están
por llegar, y sobre todo la llamada “revolución cuántica”, lo
que indudablemente traerá consigo el establecimiento defi-
nitivo de una “civilización” que será la antítesis de la idea
genuina de civilización, y que será la consecuencia última
de un proceso que se inició con la “revolución industrial”
que dio nacimiento al mundo moderno. Esa “nueva civiliza-
ción” (¿qué adjetivo ponerle?) lejos de ser esa “utopía” y ese
“mundo feliz” que muchos imaginan, estará caracterizada
por esa inseguridad en todos los sentidos, social, económico,
moral, espiritual, que el coronavirus, junto a otros muchos
factores, habrá incubado en todos nosotros. El virus pasará,
pero sus efectos marcarán nuestras relaciones al aislarnos
aún más de nuestros semejantes, a los que veremos como
potenciales transmisores de cualquier otro tipo de contagio
viral que pueda aparecer en un futuro cercano, lo que es bas-
tante probable viendo el ritmo de sus periódicas apariciones
durante los últimos cien años, o durante los veinte años que
llevamos desde que comenzó el siglo XXI.
Como consecuencia de ello se intentará conseguir el ma-
yor control posible sobre nuestras vidas con el pretexto de la
“seguridad”, y ante esta realidad posible es inevitable pensar
en el “Gran Hermano protector” y en “la policía del pensa-
miento” de que hablaba Georges Orwell en su famosa novela

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1984, la cual ha sido considerada un ejemplo de lo que es una


distopía. Naturalmente, todos esos mecanismos de “control”
serán mucho más sofisticados y menos “soviéticos” que en
la novela de Orwell, como corresponderá, por otro lado a
una “inteligencia artificial” que habrá sido aceptada por la
gran mayoría pensando que ella es el resultado último de
la “evolución” humana. Esa “inteligencia” estará imbricada
con la “mecánica cuántica” y nuestro sistema neuronal. No
es por casualidad que una de las palabras que se han puesto
de moda hoy en día es justamente la de “distopía”, que es
lo contrario a “utopía”, que siempre ha sido tomada como
la definición de una sociedad ideal, donde imperan el bien
y la justicia, o sea todo aquello que no es la “distopía”: una
sociedad futura caracterizada por la deshumanización al
desaparecer el sentido profundo de la ética, dando lugar a
la alienación moral y psíquica. ¿Será esa distopía el “Nuevo
Orden Mundial” anunciado?
Nosotros pensamos que el coronavirus ha venido a crear
un “caldo de cultivo” propicio para certificar y dar carta de
naturaleza a una realidad que muchos no nos creíamos por
estar demasiado dormidos soñando con esas fantasías del
“progreso indefinido”. Pero un mundo que ha de estar cre-
ciendo constantemente para sobrevivir lleva inevitablemen-
te, tarde o temprano, a su colapso. Ese colapso se ha dado a
lo largo de la historia a un nivel menor pues ha afectado a
ciertas civilizaciones, que cuanto mayor ha sido su expansión
más cercanas estaban de su fin. En el caso de la humanidad
actual, considerada ya como una sola “civilización global”
auspiciada por la “revolución digital”, las razones de ese cre-
cimiento son debidas sobre todo al aumento cuantitativo de
la población mundial que se produce en gran medida por el
sedentarismo y el nacimiento de las grandes urbes, un creci-
miento que es exponencial por su propia lógica cuantitativa,
lo cual ha conducido a una sobreexplotación de los recursos

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del planeta, acompañado de otros excesos como la polución,


la desforestación, etc., etc. En este punto muchos nos pre-
guntamos si este virus, así como los anteriores y los futuros,
no es una reacción de la propia naturaleza frente a ese im-
pulso depredador de la civilización moderna desde que esta
surgió hace unos cuantos siglos. En otro tiempo, el hombre
encontraba en la naturaleza un “antídoto” contra los virus,
pues desde su foco inicial hasta llegar a la cadena humana,
los virus pasaban por toda una serie de animales que lo iban
debilitando poco a poco antes de llegar al ser humano; pero
la desaparición de los bosques trajo consigo la desaparición
de multitud de especies de animales, o sea que el “escudo
protector” fue desapareciendo, y fue más fácil el contagio en
el humano.
Fijémonos que la propagación de las plagas y las epide-
mias víricas han sido una constante regular desde el siglo
XVII hasta el siglo XXI, precisamente desde el comienzo de
la “revolución industrial” hasta hoy. En cuatro siglos se han
producido el doble de plagas que en los quince anteriores
¿Tiene esto remedio, o bien por el contrario estamos entre la
espada y la pared, o sea ante algo inevitable, ante ese fatum
al que nos referíamos anteriormente?, pues, ¿cómo puede
detenerse el crecimiento demográfico, que es el verdadero
y genuino problema de nuestro tiempo, y el que nos está
llevando a ese colapso al que aludíamos? Indudablemente
René Guénon tuvo razones de peso para titular a una de sus
obras más importantes El Reino de la Cantidad y los Signos de
los Tiempos.
Para algunos la solución a este problema es crear otro
“tipo de humanidad” basándose en los postulados de la “in-
teligencia artificial” aplicada a la biología. Pueden ser mul-
titud dentro del “primer mundo” los que tengan acceso a
ese “privilegio”, pues se distinguirán por una “inteligencia”
muy superior a la del resto al disponer en su “cerebro” de

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los “ventajas” de la “inteligencia artificial”. Siempre según


esos postulados, el resto de la vieja humanidad será aban-
donada a su suerte, y los “transhumanos” podrán colonizar
otros planetas cuando este sea inhabitable. ¿Ficción o reali-
dad? Sinceramente no creemos que entre los planes del gran
Arquitecto tiene para la humanidad semejante aberración
pueda tener algún sentido. Pensamos también que las posi-
bilidades inferiores que necesariamente han de manifestarse
en todo ciclo humano y cósmico ya lo han hecho en el nues-
tro sobradamente, o están a punto de agotarse.
¿Qué posibilidad más inferior puede haber que el surgi-
miento de esta pseudo-religión del “homo deus tecnológico”,
que no otra cosa es el “transhumanismo”? Ese intento de
“mezclar” lo humano con lo cibernético es, en efecto, la abe-
rración más siniestra que haya podido imaginarse, pero de
lograrse confirmará ese cambio de paradigma para acomo-
darse al nuevo “Orden Mundial”, cuya característica prin-
cipal, su “sello” podríamos decir, y lejos de esa imagen de
poderío que pretende dar, será sin embargo, su extrema fra-
gilidad. ¿No será en realidad ese “Nuevo Orden Mundial”
el establecimiento definitivo del “Reino del Adversario”, del
que las Escrituras dicen que tendrá un tiempo muy limitado,
pero cuya misión “secreta”, será la de “perseguir” y confun-
dir a quienes están destinados a ser las “semillas” del ciclo
futuro, es decir de la próxima humanidad?

III
En nuestra conferencia “Un símbolo del fin de ciclo: el
homo deus tecnológico y sus falsos profetas”, acudimos en un
momento dado al profeta Daniel para ilustrar precisamente
esa “fragilidad” sobre la que se asienta la humanidad actual.
El profeta habla en un momento dado del significado de la
estatua del sueño del rey babilonio Nabucodonosor II, consi-

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derada como un símbolo de cuatro imperios (el babilonio, el


persa, el griego-macedonio y el romano), pero que podemos
extrapolar perfectamente a cada una de las cuatro edades del
Manvantara, representadas por los mismos metales con los
que estaba dividida la estatua: la Edad de Oro, la de Plata, la
de Bronce y la de Hierro. La cabeza de la estatua era de oro,
su pecho y brazos de plata, su vientre y muslos de bronce y
sus piernas de hierro. Pero a esos cuatro metales el profeta
Daniel les añade un quinto, que es más bien una mezcla de
hierro y de barro, que él hace corresponder con los pies.

El “Gigante con pies de barro”

Tenemos así la imagen de un “gigante con pies de barro”,


y como decimos no podía ser más adecuada para definir la
naturaleza de nuestro tiempo, pues, como dice el profeta, el

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contenido del sueño es “lo que ha de acontecer en los pos-


treros días”. Los versículos que se refieren a nuestra época
revelan que este profeta conocía los “pensamientos secretos
del destino”.
He aquí los versículos que hacen referencia a esa mezcla
entre el hierro y el barro:“

Lo que viste de los pies y los dedos, parte de barro


de alfarero, parte de hierro, es que este reino será
dividido; mas tendrá en sí algo de la fortaleza del
hierro, aunque viste el hierro mezclado con el ba-
rro.
Y el ser los dedos parte de hierro, parte de barro, es
que este reino será en parte fuerte y en parte frágil.
Viste el hierro mezclado con barro porque se mez-
clarán por alianzas humanas, pero no se unirán
unos con otros, como no se une el hierro y el barro.
En tiempos de esos reyes, el Dios de los cielos sus-
citará un reino que no será destruido jamás y que
no pasará a poder de otro pueblo; destruirá y des-
menuzará a todos estos reinos, mas él permanecerá
por siempre.
Eso es lo que significa la piedra que viste despren-
derse del monte sin ayuda de mano, que desmenu-
zó el hierro, el bronce, el barro, la plata y el oro. El
Dios grande ha dado a conocer al rey lo que ha de
suceder después. El sueño es verdadero, y cierta su
interpretación. (Daniel 2: 41-45).

Cada uno de los cuatro reinos y sus metales correspon-


dientes, equivalen también a las cuatro edades de la humani-
dad. El “quinto reino”, nuestro mundo actual, está represen-
tado por los pies, hechos de “hierro y de barro”.

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Es indudable que estas palabras reflejan perfectamente lo


que nos está pasando desde hace tiempo, y son tan claras,
por otro lado, que hasta los niños podrían entenderlas, lo
cual estaría corroborando otra de las profecías acerca de los
“últimos tiempos”, a saber: que hasta los niños comprende-
rán, que es a lo que se refería en el fondo Hesíodo cuando
hablaba de que en aquellos tiempos (refiriéndose a los nues-
tros) los “niños nacerán con pelo encanecido”.
En la conferencia antes citada decíamos que nuestra so-
ciedad, en efecto, “parece fuerte como el hierro (como la «to-
dopoderosa» tecnología), pero en realidad es tan frágil como
el barro, y además ambos elementos, el hierro y el barro, no
se pueden mezclar: se rechazan el uno al otro, lo cual nos da
a entender que es ese antagonismo radical entre las propias

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fuerzas que dirigen este mundo el que lo está llevando a su


desintegración. En efecto, el profeta Daniel decía acerca de
esas fuerzas que: “se mezclarán por alianzas humanas, pero no se
unirán unos con otros, como no se une el hierro y el barro”.
Fijémonos que esto es lo que está pasando justamente con
la globalización, que es como un gigante con pies de barro
al que ese diminuto virus ha evidenciado su extrema fragi-
lidad, pues las alianzas humanas, es decir la de los Estados
y naciones, no están cimentadas en una verdadera unidad,
que solo puede proceder del Espíritu, no simplemente de lo
económico o lo comercial, que sin ese aglutinador que solo
proporciona el Espíritu son fuente de egoísmo y disputas.
Esto también se extrapola a las relaciones individuales y per-
sonales, que se verán “infectadas”, y nunca mejor dicho, por
el virus de la desconfianza, de ahí al paulatino “aislamiento”
al que estaremos sometidos, por “necesidad”.
La “inteligencia artificial” no deja de ser también una de
esas mezclas inapropiadas simbolizadas por el hierro y el ba-
rro pues la verdadera inteligencia nunca puede ser artificial,
lo que demuestra que quienes han acuñado ese término des-
conocen que la inteligencia deriva de intellegere, o sea “leer
hacia dentro”, “hacia nuestro interior”, como sinónimos de
comprensión de las ideas; y esta es la trampa, introducir la
palabra “inteligencia” en los artefactos electrónicos para no
sólo poner al mismo nivel la inteligencia humana (reflejo de
la Inteligencia divina) y la “inteligencia mecánica y cuantita-
tiva” del robot, sino en su momento llegar a superarla dando
lugar al “transhumanismo” como antes dijimos, y todo ello
propagado muy sutilmente por quienes vendrían a ser los “sa-
cerdotes” de la “nueva religión”, una verdadera parodia de
la auténtica espiritualidad. Pero lejos de superar y de ir “más
allá” de lo humano (o sea lo suprahumano), el transhumanis-
mo es en realidad la caída en lo infrahumano, o como diría
René Guénon, en las regiones más tenebrosas del inframundo.

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Cuando solo se está en el dominio de la dualidad irrecon-


ciliable todo conduce inexorablemente hacia la división, la
separación y finalmente a la disolución, que está representa-
da aquí por el “barro fangoso” de los pies del coloso. En su
“poder” reside, pues, su propia debilidad.

IV
De alguna manera este simbolismo de los pies de hierro y
barro, nos lleva a la conclusión que ellos son un símbolo de
la debilidad del ser humano. Los pies, junto con las piernas
a modo de dos columnas, son los que sostienen todo nuestro
cuerpo, y son también la única parte del mismo que tiene
un contacto directo con el suelo, con la tierra, y por tanto los
que más fácilmente se “ensucian”. De ahí que en muchas tra-
diciones y religiones el “lavado de los pies” sea obligatorio
antes de entrar en un espacio sagrado. En cierto modo a esto
se refiere igualmente el episodio del “lavado de los pies” que
Cristo realiza a sus discípulos durante la Última Cena, o sea
antes de que sea entregado por Judas Iscariote, la figura del
traidor, y también del “elegido extraviado” que al confundir
el poder terrenal con el poder del Espíritu, cayó en la trampa
tendida por el Adversario.
¿Por qué Cristo lava los pies de sus discípulos, los futuros
apóstoles? Justamente porque serán eso, los futuros apósto-
les, pero que antes recibirán en sus corazones el descenso
del fuego del Santo Espíritu durante la fiesta de Pentecos-
tés, llevando el mensaje de la Buena Nueva al resto de la
humanidad. Para todo eso tenían que estar completamente
“limpios”, en cuerpo y alma, y los pies (simbolizando aquí
la debilidad de lo humano) eran lo único que en ellos estaba
todavía sucio.
Como ocurre con la profecía de Daniel y con bastante fre-
cuencia en los Evangelios, este episodio del lavado de pies

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también es un mensaje enviado a los hombres y mujeres que


vivirán en el fin de ciclo, es decir a nosotros. Fijémonos que
para Cristo su ciclo humano también estaba cercano a su fin,
pues pocos días después sería recibido en el Reino del Pa-
dre. Por tanto él sabía muy bien, lanzando ese mensaje a sus
discípulos, que solo el Espíritu es capaz de limpiar no solo
el cuerpo sino el alma entera, para no estar viviendo en el
“error”, y por consiguiente para resistir con la fortaleza, la
prudencia, la templanza y el sentido de lo que es “justo”, las
trampas del Adversario, que como decimos no solo tentará a
los “llamados” sino sobre todo a los “elegidos”.
Cuando San Pablo advierte en Tesalonicenses (2: 3-4):

Que nadie en modo alguno os engañe, porque an-


tes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse el
hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que
se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios
o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y
proclamarse dios a sí mismo.

¿Cuál sería el templo del Señor sino el propio ser huma-


no, y más concretamente su corazón, donde simbólicamente
se asienta la Ciudad Divina? La piedra que destruye al “Gi-
gante de los pies de barro”, y que al final llega a ocupar toda
la tierra, es precisamente esa Ciudad Divina, la Jerusalén
Celeste. Esta será el Paraíso de la próxima humanidad, del
próximo Manvantara.
Si pudiéramos entender que el “fin del mundo ya fue”
como dice Federico González en una de su obras, no estaría-
mos excesivamente preocupados por lo que nos pueda pasar
todavía en este mundo, sino prepararnos interiormente para,
como diría Giordano Bruno, expulsar de nuestro corazón a
la Bestia que cree haber triunfado en su soberbia estupidez, y
recibir en él a quien es su único y verdadero Señor.

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Bibliografía

– Biblia de Jerusalén, Libro de Daniel.


– González, Federico: Esoterismo Siglo XXI. En torno a René
Guénon.
– Guénon, René: El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos.
– Hesíodo: Los Trabajos y los Días.
LA MEMORIA DE CALÍOPE
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Agosto 2020

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