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Crisis y depresión económica

Historia Universal General IV, Contemporanea, 2017

Version preliminar, para exclusivo uso de los alumnos de la UNMdP

Introducción

Los 20 años que transcurrieron entre la primera y la segunda guerra mundial resultaron un
largo armisticio. Este periodo quedaría definido, por un lado, por el ascenso de los
gobiernos autoritarios y nacionalistas - Mussolini en Italia, Hitler en Alemania.- y por los
problemas económicos que acarrearía la reconstrucción del sistema económico mundial.
La posguerra trajo aparejadas crisis económicas del mismo tenor.

El periodo previo a la Gran Guerra fue marcado por los avances técnicos y un crecimiento
exponencial de lo que sería la forma definitiva del capitalismo maduro: el comercio
internacional. Las mercancías viajaban cada vez a mayor velocidad y de forma más barata
y segura entre los países todo el globo. Las grandes potencias imperiales -ya sean formales
o no- comerciaban con sus colonias y entre ellas. Cada zona del planeta se iba
especializando en la producción de alguna materia prima o producto que este nuevo y
consumista mundo necesitara. Con Gran Bretaña a la cabeza y Estados Unidos
adquiriendo cada vez mayor relevancia, se llegó al año 1914.

La guerra puso un freno casi inmediato al crecimiento, y el complejo entramado del


comercio internacional se vio detenido durante los cinco años que duro el conflicto. La
destrucción física de una buena parte del armado industrial y agrícola europeo, como así
también la conversión de éstos en pos del esfuerzo bélico, desarticulo por completo el
sistema económico mundial. Cuando el conflicto llego a su fin, en 1919, los países
intervinientes -excepto EEUU- se encontraban en ruinas.

Hacia el fin de la década, y con un nuevo reordenamiento mundial, sucedió el crack de la


bolsa de New York en octubre de 1929. El efecto domino de esta crisis bursátil, en un
mundo que todavía tambaleaba, llevo a la más profunda crisis económica de alcance
planetario hasta el momento.

Si bien es cierto que crisis especulativas ya habían sucedido en el pasado, es necesario


ubicar el crack en su contexto para entender su relevancia en el devenir del siglo XX. La
intención no es aportar nada nuevo a lo ya propuesto por los investigadores del tema, ni
tampoco hacer un compendio historiográfico de las diferentes teorías planteadas. El
objetivo del texto es poder enmarcar la crisis del 29.

El fin de la guerra

El año 1919 significo para gran parte del planeta y en especial para Europa, el tan anhelado
fin de lo que se denominó sin exageración alguna la "Gran Guerra”. Diez millones de
muertos, ciudades arrasadas, y los diversos rencores consecuencia del conflicto,
planteaban nuevos desafíos para la posguerra. De a poco cada Estado soberano tuvo que
ir adoptando soluciones para recuperar la senda del progreso. El impacto de la guerra hacía
difícil pensar en una recuperación inmediata, a lo que se le sumaba la quizá más importante
consecuencia del enfrentamiento: el indiscutible ascenso de Estados Unidos a primera
potencia mundial. Si bien nadie puede dudar de la situación de preferencia de la economía
estadounidense previa al conflicto, para 1920 no existía indicador económico que
contradijera su posición (1). El hecho de que la guerra no sucediera en su territorio -a
diferencia del resto de los países involucrados- y el papel preponderante de los
empréstitos otorgados a Europa durante la guerra, hicieron que entrara a la guerra como
país deudor y saliera como el principal acreedor mundial(2).

Los diferentes tratados y convenciones hacia el fin del conflicto dejaban muy en claro las
intenciones de los países vencedores en torno a cómo sería el nuevo orden mundial.
Tomando por referencia el más significativo de ellos, el Tratado de Versalles, en junio de
1919, se puede inferir la búsqueda de la contención de los vencidos en pos de la
recuperación de los vencedores. Las limitaciones militares impuestas a Alemania y sus
aliados, como así también la cesión de territorio de los países vencidos a las potencias
vencedoras, son frutos de estos tratados. De lo resultado de Versalles -teniendo en
consideración el análisis que se hace en este trabajo- el eje principal a analizar es la
imposición de las reparaciones de guerra a los vencidos, en especial a la arrasada
Alemania. Con un total a pagar casi incalculable y en plazos de muy difícil concreción, se
intentó no solo que Alemania "devolviera" lo gastado en la guerra, sino que se viera limitado
en el corto y largo plazo a regenerar su economía (4). Francia, principal impulsor del
tratado, veía en las imposiciones a los vencidos la posibilidad de descansar de la latente
amenaza alemana, a la vez que se veía beneficiado por la anexión de territorios de gran
valía (5). Este nuevo panorama tendría consecuencias insospechadas para la
reconfiguración del entramado económico mundial, como quedaría en claro durante toda la
década del 20.

La Primera Guerra Mundial impidió a los exportadores de productos industrializados


europeos mantener su presencia en los mercados mundiales, pues sus sectores agrarios
e industriales se supeditaron a las necesidades de bienes finales -uniformes, armamento- e
intermedios -siderurgia-. Para el periodo se puede hablar de un "virtual" congelamiento del
comercio mundial, motor del crecimiento económico desmedido del periodo anterior(6).La
interrupción del flujo de exportaciones industriales desde Europa le permitió a EEUU y a
algunos países periféricos -Suecia, España- y a otros -Japón-, expandir e incluso crear sus
propios sectores industriales. En cambio para las potencias europeas participantes de la
guerra significo no solo un estancamiento, sino un fuerte retroceso en todos sus indicadores
macroeconómicos (7).

La larga recuperación
La década del 20 se inauguró con auspiciosos indicadores. El periodo que va de 1919 a
1921, donde tímidamente, pero para sorpresa de la mayoría de los analistas, la economía
retomaba la senda del crecimiento, hacía suponer que se alcanzaría en un tiempo no tan
largo la situación de preguerra (8). Por supuesto que hablar de Europa o del mundo
occidental como un todo indisoluble es un error teórico, pero a pesar de las obvias
diferencias entre los países, el crecimiento de estos años se dio de manera generalizada.
Para 1921, la producción minera e industrial de Europa continental había alcanzado un 70%
de lo producido en 1913.

Inflación

Durante el conflicto, varios de los países intervinientes utilizaron como recurso para
financiarse internamente la emisión monetaria desmedida. Si bien modificar la paridad de
una divisa con respecto al oro -o al resto de las monedas del mundo- no era una novedad
como política económica estatal, si lo fue la extensión y los niveles de emisión. En pocas
palabras, devaluar una moneda consiste en emitir dinero por encima de lo que las reservas
pueden respaldar. Esta práctica permite cubrir las deudas internas de un estado ampliando
la base monetaria, incitando a que la sociedad pueda seguir consumiendo durante periodos
de crisis en los cuales la falta de ingreso de divisas por exportación-importación hace que
se reduzcan las reservas. Para el caso de la Primera Guerra Mundial, esta herramienta
económica permitió seguir pagando la producción interna de cada país destinada a la
guerra. En lo que duro el conflicto, los países intervinientes hicieron un amplio uso de esta
herramienta, sin sufrir las consecuencias negativas que esto representa para el comercio
internacional, dado que este se encontraba, como ya se explicó, prácticamente paralizado.

Todos los países participantes en la Gran Guerra sufrieron los efectos de la devaluación y
fluctuación del valor de sus monedas, pero el caso alemán merece mención aparte. En
Alemania se conjugaron diversos elementos que llevaron a que en 1923, en lo que fue la
peor hiperinflación de la que se tuviera memoria, un marco alemán valiera una millonésima
parte de lo que valía en 1913(9).

La emisión monetaria que llevaron adelante los países intervinientes para sustentar el
conflicto, en Alemania alcanzo cotas inmensurables, lo que sumado al resultado de la
guerra hizo que la economía alemana se encontrara en ruinas hacia 1919(10). A una
moneda depreciada por la emisión en tiempos de guerra – el Goldmark, o marco oro-, se le
sumo el efecto de las reparaciones de guerra dictadas en el Tratado de Versalles y una
frágil y deficitaria economía nacional. Si bien Alemania había podido hacer frente a las
reparaciones entre 1919 y 1921 con su devaluada moneda, los mercados financieros
internacionales no tardaron mucho en darse cuenta de esta situación. A inicios de 1922,
franceses, belgas, y británicos exigieron el pago en recursos naturales (madera, carbón,
trigo), imponiendo una presión más severa sobre la economía alemana (11). Debido al
incremento del circulante y de la imposibilidad de aplicar el arcaico sistema de trueque en
una sociedad industrializada como la alemana, las empresas, ayuntamientos y cajas de
ahorro emitieron documentos de papel denominados Notgeld (en alemán "dinero de
emergencia") para incentivar el consumo local, lo que solo hizo empeorar la situación(12).
Ante el ultimátum de Londres en 1921 de desembolsar anualmente una cifra que
representaba el 26% del valor de las exportaciones alemanas, se cayó en la hiperinflación
(13). Entre 1921 y 1923 se dio una escalada inflacionaria en Alemania sin parangón en la
historia mundial.

La insistencia francesa de obligar a hacer efectivo el pago de las reparaciones llevo a que
en enero de 1923 movilizaran sus tropas con el objetivo de ocupar el centro alemán de
producción de carbón, hierro y acero situado en la Región del Ruhr y cobrarse lo adeudado.
En respuesta Alemania boicoteo por todos los medios posibles las industrias de la zona
–principalmente a través de la huelga- a fin de que los franceses no obtuvieran su botín.

Ante la imposibilidad de pagar las reparaciones de guerra, una situación económica


calamitosa y la ocupación del Ruhr por los franceses -lo que hacía inestable la paz de
entreguerras- , los países acreedores de Alemania -principalmente Estados Unidos-
pusieron en marcha el plan Dawes. Este consistía en renegociar el importe y la forma de
pago de las reparaciones de guerra a la vez que se intervenía la política monetaria del país
teutón. Se estipulaba reducir el importe anual a pagar entre 1924 y 1929 y se le garantizaba
a Alemania la salida de Francia de su territorio. Gran parte del importe anual a pagar sería
financiado a través de empréstitos estadounidenses, lo que volvería a poner en
funcionamiento el pago de deudas de todo el continente. El dinero que se le prestaría a
Alemania para pagarle a Francia e Inglaterra seria el que usarían estos para devolverle a
Estados Unidos los préstamos por la reconstrucción, y a su vez para equilibrar sus propias
balanzas comerciales(). A la vez, seria intervenido el Reichsbank -banco central alemán-
para evitar la sobreimpresión de valores y la puesta en venta indiscriminada de bonos del
tesoro(14).

Con los nuevos montos y formas de pago de las reparaciones de guerra, y con el flujo de
divisas norteamericanas garantizados, el Reichsbank se dispuso a solucionar el problema
de su inmensamente devaluada moneda. La medida adoptada hacia octubre de 1924 fue
sustituir el devaluado y carente de respaldo Marco Oro por el Reichmark y la paulatina
supresión de los diferentes papeles moneda que circulaban a escala local por toda
Alemania. La nueva moneda estaría respaldada por una hipoteca legal sobre las tierras y
bienes industriales existentes en el país, se le asignaría un valor fijo y se impediría emitir por
sobre el valor estipulado de la hipoteca (15). De esta manera se solucionaría el problema de
la poca existencia de oro en la reserva nacional, situación que compartía con la mayoría de
los países europeos. A través de esta medida y de políticas económicas y fiscales de
austeridad, Alemania puso fin a la inflación y retomó la senda del crecimiento a partir de
1925.

Patrón oro

Hacia el final de la guerra, los equipos económicos de cada país comenzaron a pensar en
las posibles soluciones al escollo que representaba el fin del patrón oro. Si la reactivación
del comercio internacional era la obsesión de las potencias para retomar la senda del
crecimiento interrumpida en 1913, se debía solucionar la imposibilidad de determinar el
valor real de cada moneda. Ante la falta de reservas de oro y la imposibilidad de hacerse de
él, la solución encontrada en la Conferencia de Génova en 1922 en la que participaron 34
países, fue un nuevo sistema monetario internacional: el Patrón Cambios Oro. Este implica
que el valor de una moneda nacional ya no debe sustentarse solo en las existencias de oro
en las reservas, sino que también se puede basar en las reservas que se tengan de otra
moneda que si guarde paridad con el oro. Las dos monedas que se llamaron a cumplir con
este requisito eran la de las dos potencias más fuertes de la posguerra: Estados Unidos y
Gran Bretaña, con el dólar y la libra esterlina respectivamente (16). Se debe aclarar que no
todos los países adscribieron a este nuevo sistema monetario, siendo 46 los estados que se
mantuvieron en este patrón hasta 1929. Por ejemplo, China permaneció en el Patrón
Plata, mientras que la Unión Soviética, Turquía, Portugal y España mantenían tipos de
cambio flotantes (17).

Gran Bretaña, estandarte del Patrón Oro y eje del comercio internacional previo a la gran
guerra, fue uno de los primeros estados en preocuparse por volver a algún tipo de paridad.
No solo su moneda había sufrido el embate de la sobre emisión sino que con el ascenso de
Estados Unidos también debía hacer frente a la fortaleza que había adquirido el dólar.

En sintonía con esta búsqueda, durante la primera mitad de la década del 20 Gran Bretaña
fue modificando el valor de su moneda mediante el enfriamiento de la emisión. En abril de
1925 por decisión del entonces primer ministro británico Winston Churchill, se introdujo el
patrón cambio oro estableciendo una paridad de 3 libras y 17 chelines la onza de oro. De
esta manera se dio por finalizada la fluctuación en el valor de la libra esterlina, aunque
planteo una paridad demasiado alta de la moneda para el comercio internacional y
acrecentó la dependencia hacia Estados Unidos. Finalmente el Reino Unido abandono el
patrón oro en 1931(18).

Francia, el otro gran protagonista de la primera guerra mundial, también utilizo la inflación
como herramienta de financiación para la reconstrucción de posguerra, pero con resultados
significativamente diferentes al del resto de las potencias europeas. El bajo valor del Franco
incentivó a los industriales a pedir préstamos para la inversión, lo que sumado a la ayuda
gubernamental –basado en la confianza de que Alemania saldaría el déficit a través de las
reparaciones de guerra- hicieron que el país recuperara e incluso superara los indicadores
económicos previos a la guerra. Para 1926, Francia se encontraba con una mayor y más
moderna industria que en 1913, siendo este uno de los pocos países que obtuve beneficios
duraderos de la inflación y la depreciación monetaria(19)

Estados Unidos

El país norteamericano fue sin dudas el principal beneficiario del resultado de la guerra,
como se mencionó antes. Durante todo el conflicto se convirtió en el proveedor de la
entente, y posteriormente, a partir del fin de las hostilidades, de toda la Europa en
reconstrucción. La parálisis comercial internacional de las antiguas potencias coloniales
europeas le permitió hacerse de vastos mercados, impulsado por el desarrollo de las
potencialidades industriales del país. A través de políticas proteccionistas que trababan la
entrada de productos manufacturados, Estados Unidos logro un superávit en su balanza
comercial que le permitió hacerse de la mayoría de las existencias de oro del mundo. Todo
este capital acumulado salió al mundo en forma de inversiones directas y de empréstitos.
Gracias a esta situación y a una reconversión exitosa de la industria bélica hacia propósitos
civiles, se llegó a una época de consumo desenfrenado usualmente conocida como “los
locos años 20”. Sin embargo, en las bases de este desproporcionado crecimiento se
ocultaban las semillas de lo que daría origen a la gran contracción y crisis de los años 30.

Segunda mitad de los años 20: origen de la crisis

El aislacionismo estadounidense y la virtual situación de autoabastecimiento –a excepción


de ciertas materias primas- si bien llevo a la situación económica antes descripta, engendro
diversos problemas que eclosionarían hacia el fin de la década. La agricultura
norteamericana, que se había visto beneficiada durante la guerra y los primeros años de
paz, pronto genero capacidad ociosa y graves problemas de sobreproducción a partir de la
lenta pero sostenida recuperación de este sector en los países beligerantes. Hacia
mediados de la década del 20 el agro estadounidense producía mucho más de lo que el
mercado interno podía absorber, lo que sumado a la baja de los precios debido a la
recuperación del aparato productivo europeo –y la competencia de países periféricos
basados en la agro exportación- condujeron a una grave crisis de este sector. La solución
adoptada por el equipo de trabajo del entonces presidente republicano Calvin Coolidge
-quien gobernó de 1923 a 1929- fue comprar y acopiar los excedentes de producción con el
fin de mantener el valor de los cereales(20). Si bien esta medida solucionaba
momentáneamente la situación del agro garantizando valores de venta del grano, también
seguía incentivando la producción de un producto que ya el mundo no necesitaba en esas
cantidades y del que el estado solo podría hacerse cargo durante un periodo de tiempo
determinado. Para comienzos de 1929 el sector agropecuario norteamericano se
encontraba en una profunda crisis de superproducción, y por ende, de precios bajos.

El sector industrial, que tan hábilmente había recogido los conocimientos y avances
técnicos que la urgencia de la guerra había generado hacia fines de la década del 20,
también estaba experimentando el fenómeno de la superproducción. Con un mercado
interno -que en la primera mitad del decenio había sido el motor del sector- llegando al límite
de su capacidad de consumo, Estados Unidos empezó a sentir los efectos negativos del
proteccionismo. Con un mercado interno cada vez menos pujante y con la casi nula entrada
de mercancías de otros países se comenzó a formar durante la segunda mitad de la década
un cuello de botella para el sector industrial. La imposibilidad de intercambiar exportaciones
con Estados Unidos que sufrían los demás países del mundo hizo que los pagos de las
manufacturas importadas se hicieran mediante el déficit en metálico, situación que llevo al
vaciamiento de las arcas públicas de los principales clientes del todopoderoso país del
norte. De esta manera, y sumado a la lenta pero firme recuperación del sector industrial en
estos países, hizo que las exportaciones norteamericanas fueran descendiendo
aceleradamente hacia fines de la década.

El panorama de un sector agropecuario en crisis, junto con un sector industrial que ya había
alcanzado un techo en sus posibilidades de colocar sus productos en un mundo sin capital
y que poco a poco se iba autoabasteciendo, hizo eclosión hacia 1929 en el crack bursátil
más impresionante y de más duras consecuencias del que se tenga memoria.

Las euforias financieras

Las crisis especulativas no son nada nuevo en la historia económica del capitalismo. Estos
sucesos -de pequeño o gran alcance- que afectan a valores, billetes de banco, propiedad
inmobiliaria y otros bienes u objetos, son parte del capitalismo. La idea de que un bien
escaso subirá de precio eternamente ha ilusionado hasta a los más inteligentes inversores.

Quizá el primer fenómeno moderno y arquetípico de estas euforias financieras ha sido la


tulipamanía que se dio en los países bajos en la primera mitad del siglo XVII. Hogar de la
primera bolsa de valores moderna, Ámsterdam, se vio envuelta en una euforia financiera
que dejo incontable cantidad de inversores profesionales -y simples trabajadores- en la más
absoluta ruina.

La introducción a Europa occidental del tulipán, una exótica y hermosa flor que crece de
manera salvaje en la zona del mediterráneo oriental, genero una moda entre la clase alta de
los países bajos de poseer y cultivar la planta. A su vez, con lo simple que era acopiar y
comerciar los bulbos de esta extraña y bella flor, se desato un frenesí que en poco tiempo
hizo escalar el valor de ésta hasta cotas inimaginables. Los especuladores comenzaron a
vender o cambiar sus propiedades inmuebles por un solo bulbo(22), siempre bajo la ilusión
de que el precio subiría ad eternum y de que era una inversión más que segura. Quizá el
rasgo más importante de este fenómeno y el que genero las peores consecuencias fue el
del apalancamiento. Esta herramienta financiera consiste en el otorgamiento de préstamos
con base en el valor a la alza del producto a comprar(23). Conseguir un préstamo para
comprar un producto que se cree va a subir y va a cubrir ampliamente el valor de lo pedido
y generar ganancias, representa una oportunidad de inversión difícil de rechazar.

De un momento para otro, como ocurre en estos casos, el valor del producto bajó. Ante tal
situación, toda persona que poseyera el cada vez más devaluado bulbo de tulipán se lanzó
a la venta, tratando de salvar su inversión. El resultado fue más que obvio: el valor cayó
estrepitosamente, y por ende, quienes hasta hace poco eran poseedores de una gran
riqueza, -ficticia, como los hechos confirman- se encontraron siendo dueños de unas
hermosas pero sin valor alguno plantas. No solo perdieron lo invertido, sino que estaban
fuertemente endeudados, llevándolos a la quiebra.

Si bien diferentes episodios similares a este se sucedieron antes de 1929 -y siguieron


ocurriendo con regularidad hasta nuestros días, siendo la crisis inmobiliaria del 2008 un
claro ejemplo- la ambición y la ilusión de hacerse inmensamente rico de diferentes
personajes a lo largo de la historia ha hecho que casi nunca se aprenda ninguna lección de
estos sucesos.
Los Estados Unidos de la primera posguerra se encontraban embriagados en un frenesí de
consumo que las nuevas tecnologías y la -virtual- bonanza económica impulsaba. Toda la
década del 20 fue el cultivo perfecto para una espectacular euforia financiera que
terminaría, como todas lo hacen, estrepitosamente.

Como se explica antes, la población no suele aprender nada de estas crisis, y a su vez,
tampoco se encuentra muy receptiva a notar los indicios de que una crisis se avecina. Esto
queda demostrado con la crisis de bienes raíces que sufrió Florida solo tres años antes del
crack del 29. Imbuida de un espíritu inversor sin precedentes, la sociedad de mediados de
la década del 20 comenzó a ver en Florida y su agradable clima y playas la oportunidad de
hacer grandes negocios. La premisa era simple: la cada vez más opulenta clase media
norteamericana, especialmente la que residía en las grandes y frías ciudades del nordeste
-Boston, Nueva York, Chicago- no tardaría en pensar en un lugar de vacaciones donde
tener un segundo hogar, y ese lugar ideal sería Florida. Para 1924 y 1925, especuladores,
inversionistas y simples estafadores pusieron sus ojos en las playas del estado del sol. Con
un sistema de medición flexible -considerando "primera línea de playa" terrenos que se
encontraban hasta a 25km. de la costa(24)- se comenzaron a lotear y vender grandes
extensiones de tierra de dudable valor, que a veces estaban inundadas o eran pantanosas,
y otras veces, incluso ni existían. Mientras el flujo de capital se mantenía e iban entrando
nuevos compradores, los terrenos subían de valor. Finalmente, en el otoño de 1926, ante la
interrupción de capital entrante y en coincidencia con dos huracanes que azotaron el
estado, la burbuja exploto. Las propiedades empezaron a reflejar su verdadero valor -a
veces nulo- y los incautos inversores, que habían comprado desde la comodidad de su
ciudad, vieron esfumarse sus posibilidades de ganancia, como así también se encontraron
siendo dueños de deudas impagables.

El crack del 29

El mercado bursátil de Nueva York se manifestó -a pesar de diversas fluctuaciones- a la


alza durante todo el decenio. El valor de las empresas crecía al mismo ritmo que lo hacia el
consumo -por lo menos durante la primera mitad de la década- y la posibilidad de multiplicar
las riquezas a través de acciones que parecían no revestir riesgo alguno se hizo una
costumbre entre cada vez mayor parte de la población. Otra vez, el gran "descubrimiento"
que permitía este crecimiento, era el apalancamiento. Las entidades crediticias prestaban
dinero a tasas de entre el 7% y el 12%() - que eran muy altas para la época- porque los
dividendos obtenidos del rendimiento de las acciones eran tan cuantiosos que se podía
pagar cualquier interés La práctica más común consistía en la adquisición de valores sobre
un 10% del margen: el 10% al aspirante tenedor y el 90% del prestador. Mientras más
personas ingresaban al negocio, este crecía aún más, reconfigurando la potencia que
tendría la crisis cuando los precios finalmente fueran a la baja.

El estudioso de las euforias financieras, John Kenneth Galbraith, reconoce dos


denominadores comunes para este tipo de fenómenos. Uno es "la extrema fragilidad de la
memoria en asuntos financieros", lo que hace que los desastres se repitan con facilidad. Y
el otro radica en la propia confianza de quien invierte, otorgándole un papel a la propia
inteligencia que nubla cualquier posibilidad de auto crítica y reflexión. Octubre de 1929 fue
el fin de un proceso que cumplió taxativamente con estas premisas.

Como se explica anteriormente, a pesar de diversas fluctuaciones menores, el mercado


bursátil de Nueva York fue multiplicando sus valores a lo largo de la década estudiada, pero
exploto hacia 1925-1926. Con títulos de empresas que duplicaron su valor en solo un año,
primero inversores profesionales, y prontamente muchos trabajadores que tuvieran algún
tipo de ahorro en su poder, se lanzaron a la especulación. Como todos estos episodios, el
crecimiento se sustentaba en el caudal de dinero que ingresaba y permitía la suba del valor
en cuestión. Pero a diferencia de la tulipamanía, las acciones de una empresa deberían
basar su valor justamente en contraprestación del rendimiento de la empresa en cuestión.
Es decir, su precio se condice con el precio de la empresa que avala. Mientras esto suceda,
la acción no será un mero producto atado a las vicisitudes de la especulación, sino un reflejo
de algo contante y sonante. El problema es que en una economía liberal capitalista de
oferta y demanda, los bienes adquieren el valor que la gente está dispuesta a pagar,
aunque se demuestren astronómicamente sobrevaluados. Siempre y cuando haya gente
que crea -y que necesite- que ese bien siga aumentando de valor, sucederá.

Dadas las particularidades de la economía mundial y norteamericana antes planteadas,


para la segunda mitad de la década del 20, la contracción del consumo impuso un freno
considerable al crecimiento de las industrias y la empresa privada. En términos reales, las
empresas ya no iban a valer cada vez más al ritmo que lo venían haciendo. Y aquí fue
cuando la especulación, basada en factores más psicológicos que reales, se hizo cargo del
aumento del valor de las acciones.

Los trust de inversión aparecidos en Estados Unidos durante la década del 20, fueron sin
dudas los principales jugadores en toda esta historia (). Con la aparición de estas
sociedades anónimas que administraban los títulos bursátiles, se comenzó a generar todo
un mercado alternativo de compra y venta de acciones, no siendo ya la bolsa a quien el
inversor de a pie le confiaba su dinero, sino a estos grandes grupos que debido a su tamaño
y presencia evitaron el control estatal de sus operaciones.

Para 1928, todos los condimentos para un magnifico crack ya se encontraban presentes.
Con la elección del republicano Edgar Hoover en noviembre de ese año, sobrevino una aun
mayor excitación en el sector financiero. La promesa de continuar las políticas de su
antecesor, el también republicano Calvin Coolidge, desató un frenesí en el mercado. Desde
comienzos de 1929 hasta el fatídico octubre, los volúmenes de transacción de la bolsa
fueron rompiendo record tras record. Sin lugar a dudas, el valor de compra venta de las
acciones se encontraba completamente desfasado con respecto al valor de las empresas
que representaban. Como en todos los casos anteriores de euforia especulativa, el fin de la
prosperidad no se dio de manera paulatina y prolija, sino todo lo contrario.

En estos fenómenos, suele ser imposible descifrar que situación en particular hace que la
burbuja explote. Pero es sencillo inferir que ante la cada vez más clara artificialidad de los
valores, numerosos grandes jugadores se inclinaran a una venta final que les permitiera
hacer efectivo lo invertido. Y eso fue lo que paso el jueves 24 de octubre de 1929. Durante
marzo del mismo año, se habían experimentado pequeños "pánicos" que habían llevado a
grandes ventas de acciones, pero la situación había sido controlada por bancos que
intervinieron comprando grandes volúmenes de títulos a la baja, haciendo recuperar la
confianza (). Esta práctica intento repetirse el viernes posterior al crack, pero la situación ya
se había desmadrado. Ese jueves la caída total -antes de que intervinieran las autoridades
y cerraran las actividades de la bolsa- fue de un 12%, un record absoluto. Si bien a través de
la intervención de cinco grandes bancos -entre ellos el National City Bank y el Chase
National Bank- que al otro día impulsaron la compra de acciones de grandes empresas
como la US Steel, el mercado mostro signos de recuperación, bastó un fin de semana para
que todo empeorara.

El lunes la bolsa continuo a la baja, y finalmente el martes 29 de octubre se comerciaron


16.4 millones de títulos, record que seguiría vigente durante casi 40 años. El pánico se
apodero del mercado y las acciones continuaron bajando reduciendo el valor de las
empresas hasta sus cimientos. Solo la General Motors, empresa insignia del consumismo
de los "felices años 20", perdió en dos días 2.000 millones de dólares en el valor de su
capital efectivo (). Mientras las grandes empresas se desmoronaban, los ciudadanos
comunes veían como se esfumaban sus ahorros invertidos, y peor aún, tenían que hacer
frente a deudas que ya no podían pagar.

La gran depresión

La crisis que comenzó en unas cuantas cuadras de Manhattan, pronto se expandió como
una infección por todo Estados Unidos, y al poco tiempo, a lo largo y ancho del planeta.

Las repercusiones del colapso sobre las finanzas gubernamentales y sobre la industria
tuvieron su paralelo en el impacto sobre los productores de alimentos y materia prima. La
década del 20 había sido testigo de una depresión crónica de la agricultura en todo el
mundo, sobre todo en aquellas grandes áreas especializadas en la exportación de
productos primarios. Los agricultores norteamericanos, los fruteros y productores de carne
australianos, los productores de café brasileños, los plantadores de azúcar de Java, se
encontraron con que sus precios eran ahora extraordinariamente bajos. Quienes tenían
poder adquisitivo (los países más industrializados) no necesitaban consumir más azúcar o
trigo y quienes lo necesitaban (las masas subalimentadas de África y Asia) sencillamente
no lo podían pagar pese a la caída de los precios. La demanda de esos productos era, por lo
tanto, rígida o inelástica.

Era inevitable que toda nueva contracción del comercio tuviera entonces efectos
desastrosos. Después del crack del 29 la baja de precios arruino a los productores de grano
y algodón, de café y de cacao, de azúcar y de carne. Esto a su vez repercutió en la caída en
la demanda de todas las mercancías que esta gente ya no podía, por lo que los precios
bajaron todavía más. La crisis se extendió, pues, de un sector de la economía mundial a
otro.
El comercio entre las naciones se encogió rápidamente desde fines de 1929 hasta 1934,
época en la que prevalecieron los intentos por proteger a sus propios agricultores o
manufactureros mediante el aumento de las barreras aduaneras. En tanto, seguían las
bancarrotas, las fábricas bajaban su producción o cerraban sus puertas y millones de
obreros quedaban sin trabajo. La declinación de su poder de compra limito aún más la
demanda de bienes. Y así surgió en el mundo la aparente paradoja de la pobreza en medio
de la abundancia, la existencia de una notable sobreproducción de millones de personas
hambrientas y sin techo, la extraña ofensa moral de la destrucción de las reservas de
alimentos ya que eran muchos los que eran demasiado pobres para que fuera rentable su
consumo.

La extensión de la crisis financiera

En tres años, cinco mil bancos estadounidenses cerraron sus puertas. Los estados Unidos
no solo dejaron de prestar al exterior, sino que reclamaron la devolución de sus préstamos
a corto plazo. Con ello dieron un golpe mortal a la recuperación europea, especialmente en
Alemania y Austria, donde las bancarrotas se extendieron rápidamente. El primero en
hundirse fue el Kreditanstadt de Viena, el banco más grande y respetable, que guardaba los
dos tercios de los fondos austriacos. En mayo de 1931 ante el retiro de fondos de los
depositantes, sencillamente se encontró insolvente. A pesar del apoyo del gobierno y de un
préstamo del Banco de Inglaterra, su quiebra aplasto el sistema financiero de Europa
Central. Los inversionistas extranjeros sacaron la mayor parte de sus capitales de
Alemania, y a fines de mes el gobierno alemán estaba ante dificultades similares. El
presidente Hinderburg firmó decretos de emergencia cortando los gastos e imponiendo
nuevos impuestos. El canciller Bruning, busco ayuda de Gran Bretaña. El 20 de junio el
presidente estadounidense Hoover lanzo su célebre moratoria posponiendo por un año
todos los pagos de deudas de otros gobiernos a los EEUU. Todavía allí se sentían las
consecuencias de Versalles: primero consultó a Gran Bretaña, no a Francia, ya que si bien
Gran Bretaña daba la bienvenida a la moratoria, Francia veía eso, en un momento en que
todavía no se sentía muy afectada por la depresión, un paso en la dirección de una
cancelación de las reparaciones de Alemania. La desconfianza política -también ella
herencia de la primera guerra- reapareció junto a la crisis solo para agravarla

Casi nadie estaba a salvo: para julio el crédito en Gran Bretaña comenzó a resentirse. Se
esperaba que el siguiente presupuesto mostrara un déficit. Mientras en Francia el déficit
presupuestario era algo normal, en el bastión de la economía ortodoxa que era Gran
Bretaña esto sonaba a herejía. Con el Banco de Inglaterra perdiendo oro en razón de 2,5
millones al día, debía imponerse algún límite. El gobierno Laborista renuncio, y algunos de
sus líderes encabezados por Ramsey MacDonald se unieron a un Gobierno Nacional que
incluía a Liberales y Conservadores. Un presupuesto adicional impuso nuevas restricciones
económicas, incluyendo cortes en los sueldos de los militares, lo que llevó a rumores de
motín en la Armada en Invergordon. La situación no originó sino otro golpe a la confianza
que derivó en nuevos retiros de oro. El 2 de Septiembre, el Gobierno nacional formado para
resguardar el oro y salvar la libra esterlina, sacó a Gran Bretaña del patrón oro y condujo
una devaluación de la libra de un tercio. Casi todas las bolsas de Europa cerraron, y por un
corto tiempo la mayoría de los gobiernos europeos y de los Dominios también abandonaron
el patrón oro. Al cabo de un año, los únicos países que permanecían con él eran Francia,
Italia, Países Bajos, Suiza, Polonia, Rumania y los EE.UU. En un continente que ya estaba
desprovisto de metálico, el patrón oro ya casi no tenía sentido.

Consecuencias y reacciones

Los gobiernos reaccionaron frente a la nueva situación económica mundial de tres


diferentes maneras. Primero, trataron de asumir medidas más enérgicas para controlar las
monedas y las tasas de cambio: alzaron las tasas, impusieron cuotas a las importaciones,
adoptaron, en resumen, medidas muy duras para proteger a sus países contra la depresión.
Segundo: adoptaron acuerdos regionales, como lo hicieron los países escandinavos o los
países agrícolas del Este de Europa, o el Commonwealth Británico en su reunión en Ottawa
de 1932. Tercero, intentaron acciones colectivas, como poner fin a las reparaciones en la
Convención de Lausana de julio de 1932, o en la Conferencia Económica Mundial de
Londres, en julio de 1933. En los Estados Unidos la situación cambio con la elección de
Franklin D. Roossevelt como presidente en el otoño de 1932 y también por el abandono del
patrón oro en marzo de 1933. El nuevo Presidente trajo a la escena una nueva
determinación que apeló a aquello de que "a lo único que debemos temer, es al miedo
mismo", aunque al poco tiempo autorizó la implementación de medidas heterodoxas que no
tenían nada de llamamiento moral. La dislocación provocada por el colapso era casi tan
grande como la de una guerra. En los Estados Unidos la industria siderúrgica tenía un 90 %
de capacidad ociosa. En el mundo, las materias primas se cotizaban en la mitad que cinco
años antes. La depresión económica consistía, como tardo en comprenderse, en una
combinación de crisis comercial y un estrechamiento del comercio mundial que iba mucho
más allá de lo que podía originar una variación a la baja de los valores en la bolsa
neoyorquina o una corrida bancaria como las que se sucedieron y había operado, además,
sobre fuertes desequilibrios mundiales que se arrastraban desde el fin de la primera guerra.
No fue, pues, sólo una de las tantas crisis cíclicas sino que implicó un profundo sacudón
de la estructura económica que se había desarrollado en los dos siglos anteriores, esto es,
fue vista corno la primera, o al menos como la más profunda y extendida crisis general del
capitalismo moderno.

En cualquier caso, el producto interior bruto norteamericano cayó en un 30 por 100 entre
1929 y 1933; la inversión privada, en un 90 por 100, la producción industrial, en un 50 por
100: los precios agrarios, en un 60 por 100, y la renta media en un 36 por 100. Unos 9.000
bancos -con reservas estimadas en más de 7.000 millones de dólares- cerraron en esos
mismos años. El paro, que en 1929 afectaba sólo al 3.2 por 100 de la población activa, se
elevó hasta alcanzar en 1933 al 75 por 100 de la masa de trabajadores, esto es, a unos 14
millones de personas. La depresión se exportó a otros países y de estos a otros más desde
que Estados Unidos redujo drásticamente las importaciones de productos primarios
(agrarios y minerales) y, a su vez, procedió a repatriar préstamos de capital a corto plazo
hechos a países europeos y sobre todo Alemania. Como consecuencia, el valor total del
comercio mundial disminuyó en un solo año, 1930, en un 19 por 100. El índice de la
producción industrial mundial bajo de 100 en 1929 a 69 en 1932. Con pocas excepciones -
Japón, la Unión Soviética- la crisis golpeó en mayor o menor medida a la totalidad de las
economías. Fue en Alemania, sin embargo, donde sus efectos fueron particularmente
negativos. La economía Alemana no pudo resistir la retirada de los capitales
norteamericanos y la falta de créditos internacionales. Las cifras de la caída alemana son
realmente impresionantes. La producción manufacturera decreció entre 1929 y 1932 a una
media anual del 9,7 por 100. Los precios agrarios cayeron espectacularmente. La
producción de carbón descendió de 163 millones de toneladas en 1929 a 104 millones en
1932: la de acero, de unos 16 a unos 5, 5 millones de toneladas, El desempleo que en 1928
afectaba a unas 900.000 personas, se duplicó en un año y en 1930 se elevaba ya a 3
millones de trabajadores. Las medidas tomadas por el gobierno del canciller Bruning,
formado el 30 de marzo de 1930, tales como elevación de impuestos, reducción del gasto
público y de importaciones, recortes salariales y mantenimiento del marco -medidas
pensadas para impedir una reedición de la crisis de 1919-23 (hiperinflación) y para que
Alemania pudiera hacer frente a la refinanciación de sus compromisos editada en el
denominado plan Young- contrajeron aún más la demanda y elevaron el número de
desempleados a 4,5 millones en julio de 1931 y a 6 millones al año siguiente. Aunque puede
especularse en base a que para comienzos de 1933 se veían algunos signos de
reactivación, el piso de la economía alemana era demasiado bajo como para que se
demorara más la búsqueda de otras soluciones. El de Bruning no fue el único gobierno en
optar por el camino clásico: Hoover en Estados Unidos; MacDonald en Gran Bretaña,
Herriot en Francia etc., aplicaron las prescripciones de una política económica ortodoxa
para las situaciones de crisis: reducciones del gasto público, celo en el equilibrio
presupuestario, aumento de impuestos, reducción de salarios, limitación de importaciones y
estrictos controles de cambios. Como Keynes sostendría poco después en su Teoría
general, (1936) pero como tanto Roosevelt como Hitler demostrarían en la práctica antes,
sólo la intervención de los gobiernos estimulando la inversión y la demanda era capaz, en
dichas circunstancias, de generar crecimiento económico y empleo. Como dichos ejemplos
demostraron había que hacer y efectivamente se hizo, es decir, lo contrario de lo que
indicaban los preceptos clásicos que inducían a hacer todo el esfuerzo a favor del
mantenimiento del equilibrio presupuestario: el Estado debía actuar aumentando la
demanda allí donde ésta flaqueara y para eso no debía vacilar en emitir por sobre las
reservas (de allí el abandono del patrón oro) porque ya llegaría el momento en los años
buenos, de corregir cualquier déficit que la nueva política generase. Con ello se sentaron
las bases de las políticas económicas anti cíclicas que caracterizaron el desarrollo del
capitalismo en la segunda mitad del siglo XX, antes de que la segunda guerra mundial -o los
preparativos para ella- dieran a la economía -particularmente a la estadounidense- un
impulso "keynesiano decisivo" en momentos en que la política del New Deal parecía estar
mostrando sus límites.

Las explicaciones de la crisis y de la depresión económica de los años treinta

Historiadores y economistas han debatido desde entonces sobre esta cuestión que ha sido,
sin duda uno de los procesos económicos más relevantes y determinantes en la historia del
capitalismo moderno. No será este el lugar de aportar nada nuevo al respecto, ni siquiera de
hacer una comparación historiográfica exhaustiva de la multiplicidad de posiciones en liza.
Si trataremos a continuación de referir las aproximaciones de una serie de autores de fácil
acceso en nuestras bibliotecas y cuya lectura contribuirá a entender con más detenimiento
el fenómeno.

En primer lugar señalemos que como hasta cierto punto se vislumbra a partir de lo hasta el
momento expresado, hay en realidad la intención de responder a dos tipos de preguntas. La
primera se interroga sobre las razones del hundimiento de la economía norteamericana; la
segunda alude a su difusión a escala mundial.

Por encima de los aspectos circunstanciales o de doctrina, todos coinciden en señalar el


papel desequilibrante de Estados Unidos en el escenario económico mundial y el poco
acertado papel del Banco de Reserva Federal que no adoptó a tiempo medidas para
contrarrestar el efecto de inflar los papeles de la bolsa provocado por la abundancia de
capital en ese país (esto es, la perpetuación de una política de "dinero fácil- que alentó la
especulación). Pero ni este ni otros argumentos como el que insiste en una mala
distribución del ingreso (saturación del poder de consumo) puede explicar la duración de la
crisis. Kindleberger diferencia -entre crisis y depresión económica. La depresión, de mayor
duración y extensión geográfica, no puede explicarse por los mecanismos de
.superproducción y baja de precios sino por las posiciones nacionalistas de los grandes
Estados que actuaron como empresas rivales en un régimen de oligopolio (la aludida
política de protección de sus respectivas economías mediante el establecimiento de
aranceles especiales y la devaluación competitiva de sus respectivas monedas). Niveau
prefiere hablar de factores coyunturales y estructurales. Entre los primeros habría que
contar el efecto de "reacción en cadena" que se generalizó a partir de las quiebras
bancarias que comprometieron la capacidad de crédito y deterioraron radicalmente la
confianza de los depositantes, el atesoramiento de oro y billetes que paralizo la inversión, la
baja de precios que redujo el poder de compra de los productores y en fin, las mismas
reacciones psicológicas de consumidores e inversores que agravaron la recesión. Entre
los segundos se contarían las dimensiones mundiales de la economía norteamericana y el
papel de sus exportaciones de capital, que ya hemos explicado.

A su vez Neré sostiene la tesis de que un gran acontecimiento histórico, la primera guerra
mundial, con sus repercusiones sobre los mecanismos de producción y las corrientes
comerciales es el factor que debe ponderarse en la medida en que amplificó las
repercusiones propias de las crisis ordinarias (como los movimientos de larga duración de
los precios o los ciclos de Kondratieff). Esto permite distinguir, pues, una crisis cíclica de
una estructural como la que por entonces se sufrió. Más preocupado por el funcionamiento
de la economía norteamericana en los años veinte, Galbraith ha propuesto distinguir cinco
causas o puntos vulnerables de la misma, las cuales ya eran del todo evidentes -o se
hicieron tales- en 1929. La primera es lo que considera una muy mala distribución de la
renta; la segunda seria la deficiente estructura de las sociedades anónimas (la lógica de
los trust de inversión que tienden a pagar dividendos en detrimento de la inversión); la
tercera es la ineficiencia de la estructura bancaria (el modesto papel que la Reserva Federal
tenía hasta entonces, la irresponsable proliferación de instituciones bancarias sin solidez
que entraron rápidamente en situación de quiebra etc.); Ia cuarta es la particular situación
de la balanza de pagos norteamericana (el factor estructural que señalamos aquí,
considerando que Estados Unidos es el principal mientras paralelamente crecen sus
exportaciones que siguen siendo pagadas, obviamente, con oro y divisas tomando más
abismal la asimetría y haciendo que el sistema resultase insostenible en el largo plazo); el
quinto y último factor de este autor partidario de las teorías de Keynes es, precisamente, la
incapacidad de la teoría económica clásica en distanciarse de una ortodoxia cuya
aplicación agravaba cada vez más la situación.

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