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Claude Lefort
(Borrador)
Como definir esta exigencia? Que quiere decir aquí pensar? El lector creerá talvez
encontrar la respuesta en un pasaje en el cual el autor se lamenta de que la historia de la
Revolución sea la última en tomar la vía sobre la cual ha avanzado desde hace mucho
tiempo la historia en general que, como nos es recordado, "ha dejado de ser aquel saber en
el cual se supone que los "hechos" hablan por si mismos, siempre y cuando hayan sido
establecidos según las reglas. La historia debe hacer explícitos los problemas que trata de
analizar, los datos que utiliza, las hipótesis con que trabaja y las conclusiones que a las que
llega"(26) (4). Tales formulaciones merecen sin lugar a dudas ser tenidas en cuenta. No
porque su originalidad sea para asombrarse: se limitan a condensar los principios
reconocidos desde tiempo atrás por los mejores historiadores; sino porque incitan feliz-
mente a poner de nuevo el acontecimiento bajo la ley común de la ciencia. Todo ello
testimonia de una audacia, que el trabajo de Furet confirma.
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especificidad de su objeto. Ocupada en una reconstrucción de los encadenamientos entre
hechos fundada sobre la observación exacta, es una historia ingenua y dogmática que cree
que el sentido esta inscrito en el cuadro y disimula la operación de la perspectiva. Es a
causa de estos prejuicios que es necesario distinguirla de una historia de los modos de
producción, de las técnicas, de las mentalidades o de las costumbres, de una historia de las
estructuras o de los largos períodos -bajo el supuesto de que éstas a su vez no caigan en la
trampa del objetivismo-, y de ninguna manera porque ponga el acento sobre el
acontecimiento. En oposición a una opinión muy difundida (y curiosamente compartida
por los partidarios de escuelas diferentes), no existe oposición entre dos modos del
conocimiento histórico que proceda de la naturaleza del objeto; se oponen únicamente dos
maneras de concebir la relación al objeto: o que el proceso de conocimiento se desconozca
en el objeto, o que sea consciente de sus operaciones y haga sobre si mismo la prueba de su
consistencia. Sin lugar a dudas el acontecimiento parece reacio a la conceptualización, -
pero sólo a causa de que el historiador lo aprehende como algo ya nombrado, ya cargado
de sentido para aquellos que han sido sus actores o sus testigos, y de que queda así muy
estrechamente prisionero de la ilusión de que lo que aparece se confunde con lo que es, y
de que es necesario, para construir el objeto, comenzar por "deconstruirlo" en el lugar
mismo donde se encuentra situado.
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dinámica. Y si el poder le parece constituir el objeto central de la reflexión política, no es
porque juzgue decisivas las relaciones que se establecen entre actores cuyo fin es
conquistarlo o conservarlo, apropiarse de su ejercicio o modificarlo, o porque considere
menos importantes las relaciones de propiedad o las relaciones de clase; se debe a que la
posición y la representación del poder, la representación de su lugar, son a sus ojos
constitutivas del espacio social, de su forma y de su escenificación. En otros términos,
reconoce al poder, más allá de sus funciones reales y de las modalidades efectivas de su
ejercicio, un estatuto simbólico, y pretende que la Revolución sólo es inteligible bajo la
condición de escrutar el cambio de este estatuto o, como él mismo lo dice, el
"desplazamiento del lugar del poder". Quien deje escapar esta intención, corre el riesgo de
equivocarse sobre el sentido de su interpretación de la Revolución, de dirigirle objeciones
que no le corresponden, o de dejar de formularle las preguntas que le son pertinentes. En
vano se le reprocharía, por ejemplo, el hecho de subestimar los conflictos que, en vísperas
de la Revolución, derivan de un modo de explotación y de dominación de clase, de la
expansión de la burguesía y de los obstáculos a los cuales esta última se confronta, de la
mayor gravedad de las cargas que pesan sobre el campesinado, de la redistribución de la
propiedad o de la crisis económica; o más aún de dar poca importancia a la lucha de
intereses durante el periodo revolucionario. El análisis de las divisiones sociales no es
ignorado, con toda seguridad, por nuestro historiador; el autor sólo pone en cuestión el
hecho de que todo se detenga allí para dar cuenta del desencadenamiento de la Revolución
y del curso que tomó.
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En segundo lugar, una relación general de esta naturaleza implica la división
entre el poder y el conjunto social. Esta división no es del mismo orden que la división de
clases o cualquier otra división que se pueda llamar interna. Paradójicamente establecido
y representado a distancia de todas las partes de este conjunto, como algo fuera de la
sociedad y consubstancial a ella, el poder asume, de cualquier manera que se encuentre
investido y se ejerza, la función de garante de su integridad. Suministra la referencia a
partir de la cual la sociedad se hace virtualmente visible para si misma, y las articulaciones
sociales múltiples se hacen descifrables en un espacio común; por ello mismo, hace posible
que las condiciones de hecho aparezcan en el registro de lo real y de lo legítimo. De allí
proviene que una oposición al poder, cuando se generaliza, no alcanza sólo a los que
detentan los medios de decisión y de coerción, a los que obstaculizan la destrucción de
ciertas jerarquías o defienden los intereses de los grupos dominantes: alcanza el principio
de realidad y el principio de legitimidad que sirven de fundamento al orden establecido.
No es solamente la autoridad política la que se encuentra en ese momento sacudida, sino
también la validez de las condiciones de existencia, de los comportamientos, de las
creencias, y de las normas que abarcan las particularidades de la vida social. De allí
proviene pues que una revolución no se produce como efecto de un conflicto interno entre
oprimidos y opresores, sino en el momento en que se borra la trascendencia del poder, y se
anula su eficacia simbólica.
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mejor, en efecto, que el fenómeno revolucionario. Mientras no aparece una ruptura dentro
de la sociedad, estamos tentados a estudiar la estructura del poder, la estructura de clase,
el funcionamiento de las instituciones, el modo de comportamiento de los actores sociales,
como si tuvieran sentido en si mismos, olvidando los fundamentos imaginarios y
simbólicos de su "realidad". El hecho de que las representaciones estén, por decirlo así, tan
profundamente enquistadas en la práctica social, implica que sea tan fácil ignorarlas o que
sólo se les pueda observar cuando aparecen a distancia de esta práctica, en discursos
explícitamente religiosos o filosóficos, literarios o estéticos, sin poder concebir en ese
momento su significación política. Sin embargo, la Revolución francesa es aquel momento
en el cual todo discurso adquiere un alcance en la generalidad de lo social, en el cual la
dimensión política se hace explícita, para hacer posible, por ese hecho, que el historiador
sea capaz de reconocer esta dimensión política allí donde era invisible bajo el Antiguo
Regimen. Esto no quiere decir, indudablemente, que las representaciones tomadas en su
sentido manifiesto, vuelvan transparente la realidad a partir de este momento. Furet cree
incluso posible afirmar que la opacidad está en su punto más alto en la ideología
revolucionaria. No obstante, debería precisarlo, esta opacidad es el efecto de una
simulación de lo que ocurre por primera vez en el registro de lo pensable.
Desconocimiento y conocimiento, ocultamiento de la práctica y apertura a una pregunta
por lo real van a la par. De esta manera no podemos descifrar la ideología sin simultánea-
mente relacionar las nuevas representaciones de la historia y de la sociedad, del poder del
pueblo, del complot de sus enemigos, del ciudadano y del sospechoso, de la igualdad y del
privilegio, a una exigencia nueva del pensamiento. Y no podemos, además, observar las
mutaciones del conocimiento, la exigencia de redefinir las condiciones de todo lo que toca
al establecimiento de lo social sin escrutar el advenimiento de una idea nueva del tiempo,
de la división del pasado y del porvenir, de lo verdadero y de lo falso, de lo visible y de lo
invisible, de lo real y de lo imaginario. de lo justo y de lo injusto, de lo que es conforme a la
naturaleza y de lo que es opuesto a ella, de lo posible y de lo imposible. . . De allí se deriva
precisamente que nuestro autor afirme que el historiador debe redescubrir el análisis de lo
político. Se trata de un análisis que no circunscriba lo político dentro de las fronteras de
las relaciones de poder, ni tampoco en las fronteras de lo social, que es meta sociológico.
El autor podría agregar que la Revolución es por excelencia el fenómeno que induce a este
análisis y que obliga a pensar lo político.
No hay duda que una historia de esta naturaleza, construida bajo la enseña
de lo político, puede ser designada como "conceptual". Pero, agregamos nosotros, el
término implica un equívoco, ya que posee una extensión muy amplia como para ser
suficiente para distinguirlo de otros modos de conocimiento histórico. Es una historia que
implica una reflexión sobre la sociedad y la cultura, una historia filosófica o, para utilizar
una palabra menos inquietante para algunos de nuestros contemporáneos, una historia
interpretativa, en el sentido de que no podría reclamarse simplemente de un ideal de
objetividad, o encontrar los medios de verificación en la medida; que es una historia que
invita al lector a movilizar su propia experiencia de la vida social para desembarazarse del
peso de sus opiniones y ligar el conocimiento del presente al conocimiento del pasado.
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Observemos la manera como Furet explora una vía para su análisis. En un
primer momento, pone en evidencia la función que ha ejercido la historia de la Revolución
al servicio de la ideología nacional, cuyos rasgos se fijaron durante el siglo XIX y, más
exactamente, con la formación de la III República. No se contenta en este momento con
mostrar la manera como la mayor parte de los historiadores se identifican con los actores
revolucionarios y se apropian de sus discursos en lugar de interrogarlos, sino que revela
además el resorte de esta identificación: un deseo de arraigarse en la nación, de instalarse
en un verdadero origen, coincidente a su vez con el mismo deseo de los revolucionarios de
fundar la nación, de situarse en el lugar del origen, de borrar los rastros de un antiguo
pueblo usurpador, que prolonga su dominación bajo los rasgos de la nobleza. En un
mismo movimiento, inseparable, Furet denuncia la ilusión de la herencia y la de la
fundación. Y este momento, el lector sólo podría asimilarlo, bajo la condición de liberarse
o evadirse del mito de la identidad y del origen. En un segundo momento, el autor hace
posible percibir el desplazamiento que ha experimentado la historia de la Revolución
desde el momento en que comenzó a prestar sus servicvios a la ideología socialista. No
obstante es de nuevo para ligar la ilusión de la posteridad a la imagen acreditada por los
revolucionarios: "La Revolución francesa, observa, no es solamente la república. Es
tambien una promesa indefinida de igualdad, y una forma privilegiada del cambio. Basta
con observar en ella, en lugar de una institución nacional, una matriz de la historia
universal para devolverle su dinámica y su poder de fascinación. El siglo XIX había creido
en la República. El XX cree en la Revolución. Existe en las dos imagenes el mismo
acontecimiento fundador" (l7). Indudablemente, nosotros somos extraordinariamente
sensibles, por nuestra parte, a la sagacidad del intérprete, en el momento en que, después
de haber señalado los efectos de la revolución rusa sobre la historia de la revolución
francesa, anota de paso: "La doble idea de un comienzo de la historia y de una nación-
piloto ha sido reinvestida en el fenómeno soviético" (25). La observación aclara de la mejor
manera la secreta combinación entre la ideología nacional y la ideología socialista, y la
eficacia de una lógica de la representación más allá de los desplazamientos de sus
contenidos. Sin embargo queda por ver cómo este género de análisis no es sustentado ni
podría serlo por el mecanismo de la prueba; exige por parte del lector la voluntad de
desprenderse de la imagen de la Revolución como comienzo absoluto de la historia, y de la
Urss como modelo de la buena sociedad.
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expectativas, sus racionalizaciones" (25). No existe forma de entender mejor como la
relaciOn que nosotros establecemos con el pasado está implicado en el que mantenemos
con el presente; cómo el conocimiento de la historia se encuentra orientada por la
experiencia del la historia. Todo esto ciertamente no quiere decir -y no creemos que este
sea el pensamiento de Furet-, que sea necesario investir el sentido de las identificaciones,
reencontrar el totalitarismo en el ideal del jacobinismo, confundir el sistema del Goulag y
eldel Terror. No obstante, progreso considerable, todo ello incita a poner en cuestión el
discurso revolucionario en lugar de tomarlo a la letra, a identificar la contradicción que se
establece entre la ideología y la práctica, y finalmente, a buscar un sentido en el proceso
histórico que hace salir de la Revolución un régimen de opresion, en lugar de contentarse
con imputar a las "circunstancias" la corrupción de los principios. No hay duda que el
autor pone cuidado al mismo tiempo en precisar que el "desinvestimiento de la Revolución
francesa" o, en el lenguaje levistrausiano, que el "enfriamiento del objeto" está inscrito "en
la mutación histórica"; el autor cree que ha llegadio el momento de hacer justicia "a lo que
es tambien un primum movens del historiador, la curiosidad intelectual y la actividad
gratuita del conocimiento del pasado"(24). El autor tiene el mayor cuidado de no caer en la
trampa del relativismo, de no disolver el pensamiento de la historia en una historia del
pensamiento -lo que sólo lograría enmascarar más profundamente sus presupuestos-, de
no disociar la crítica de las ilusiones que acompañaban nuestras convicciones políticas, de
la búsqueda de la verdad que hace parte intrínseca de la labor científica. Sin embargo,
como ciertas formulaciones lo sugieren, se esperaría en vano que la ciencia histórica
conduzca, temprano o tarde, por una necesidad interna, a "pensar la Revolución francesa";
porque, para pensarla, no es suficiente con desprenderse de su herencia. Arriesgemonos
incluso a decir, considerando sus desarrollos, que la historia no ha tendido menos al
"enfriamiento" del sujeto que al del objeto y que se ha hecho siempre más reticente a la
reflexión política, intentando ocupar una situación que la sustraería a la prueba de su
implicación recíproca. Por el momento, que Furet invite a un redescubrimiento del análisis
político muestra bien su sensibilidad a una pérdida, a un olvido que acompañan el
progreso de los conocimientos y que no se derivan de la inmadurez de la ciencia. No
obstante es posible talvez que el autor haya dudado en poner en cuestión más radicalmente
este progreso.
Podemos ver el signo de esta vacilación en lo que nos parece algunas veces
una simplicación de la historiografía revolucionaria. Así como su crítica del mito de la
identidad y de los orígenes nos parece convincente, de la misma manera lamentamos que
no haya examinado más detenidamente la ruptura que se llevó a cabo en la concepción de
la historia durante la última parte del siglo XIX. No es solamente Tocqueville, sino también
Benjamin Constant, Chateaubriand y, desde perspectivas muy diferentes, Thierry y Guizot,
Michelet y Quinet, Leroux y Proudhon, quienes perciben una distancia entre el discurso y
la práctica de los actores y se interrogan, más allá de los datos manifiestos, por un
sacudimiento de la sociedad y de la cultura, cuyo sentido les parece a la vez político,
filosófico y religioso. Limitandonos a Michelet, podemos ver como Furet lo opone a
Tocqueville en términos muy discutibles y además poco conformes a su inspiración:
"Michelet, nos dice el autor, festeja, conmemora, mientras que Tocqueville no deja de
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preguntarse por la distancia que sospecha existe entre las intenciones de los actores y el rol
histórico que juegan. Michelet se instala en la transparencia revoluciona ria, celebra la
coincidencia memorable entre los valores, el pueblo y la acción de los hombres"(30-31).
Ahora bien, si quisieramos hacer justicia, es a Michelet a quien sería necesario oponer a si
mismo. Porque si bien es cierto que es el gran festejador de los acontecimientos, no lo es
menos su identificación con un invisible; se adhiere a la Revolución como un todo, pero
por ello mismo, deshace la imagen recibida de sus encadenamientos, de su unidad, de su
positividad. Es cierto que la conmemora, paro tambien que la juzga incommemorable, que
le "otorga como monumento el vacío" como lo escribe en su Prefacio de l947 ( su símbolo
es el Champs de Mars, "aquella arena, tan blanca como Arabia"). Es tambien cierto que
pretende deslizarse por la piel de los actores, pero no para apropiarse de sus discursos;
busca restaurar los efectos de la labor del tiempo que ha hecho volar en pedazos sus
conductas y sus creencias, que los ha desarticulado poco a poco como marionnetas. Poco
fundada nos parece la idea de celebrar la coincidencia entre los valores, el pueblo y la
acción de los hombres. Del pueblo el autor hace una fuerza omnipresente, pero latente,
cuyo nombre se utiliza abusivamente, y se erige en sujeto y en juez; cuantas veces,
observa, el pueblo estuvo ausente del teatro de los acontecimientos -recordemos
solamente lo que dice sobre el ausentismo de Paris desde finales del 92 (le tyran, p. 1009).
Tan aguda es su crítica de la distancia entre el pueblo y los hombres que actúan en su lugar
y lo hacen hablar, los "héroes de la historia convenida", como él los llama, que es-
asombroso que Furet no lo haya explotado para dejar sin piso a aquellos detractores suyos
que han denunciado sus fuentes "de derecha". Porque no es Tocqueville sino Michelet
quien escribe de los Girondinos y de los Montañeses: "Esos doctores creyeron
precisamente como los de la Edad Media poseer ellos solos la Razón en propiedad; en
patrimonio: creyeron igualmente que la razón debería venir de arriba, de lo más alto, es
decir de ellos mismos(. . . ). Los dos partidos igualmente (. . . ) recibieron su impulso de los
letrados, de una aristocracia intelectual".
1
construido (1)". Pero seria talvez más importante recordar que el fundamento de su
interpretación no es menos político, aunque de manera diferente, que el de la
interpretación de Tocqueville. El autor ha querido poner en evidencia lo que justamente
escapó a este último, el principio monárquico del Antiguo Régimen: por una parte, la
constitución general de la sociedad, de la cual las relaciones sociales y económicas no son
suficientes para dar una definición, y por otra parte, la arquitectura que articula en la
representación del rey la de la nobleza, la de los órdenes, de los cuerpos y de los rangos, y
cuya armazón , a pesar de los cambios ocurridos, seguía siendo teológico-política. Y le
debemos además la idea de una transferencia de la autoridad real hacia el gobierno
revolucionario. Considerando la obra de Michelet y de algunos de sus contemporáneos,
nos vemos inducidos a preguntar si, paradójicamente, no es el desarrollo de una historia
de inspiración positivista (en la cual incluimos los trabajos marxistas, que suministran una
variante eminente de esta corriente), la que ha sellado, ocultandolo parcialmente, el mito
de los orígenes y de la identidad nacional o revolucionaria. Nos veríamos entonces
tentados de encontrar en la empresa de Furet, al mismo tiempo que la crítica de una
tradición historiográfica, la señal de un retorno a la fuente del pensamiento moderno de la
historia.
1
particular de la acción colectiva"(Ibid). Una confusión de tal naturaleza resulta de la
adhesión a un postulado cuya validez no es nunca puesta en cuestión: la necesidad
histórica disuelve la singularidad del acontecimiento. "Si, en efecto, causas objetivas han
hecho necesario e incluso fatal la acción de los hombres para demoler el "antiguo" régimen
e instaurar uno nuevo, no existe entonces distinción que hacer entre el problema de los
orígenes de la Revolución y la naturaleza del acontecimiento en si mismo. Porque hay no
solamente coincidencia entre necesidad histórica y acción revolucionaria, sino también
transparencia entre esta acción y el el sentido global que le ha sido dado por sus actores:
romper con el pasado, fundar una nueva historia"(35). Podemos agregar por nuestra parte,
de acuerdo por el momento con las observaciones de Fuert. que todo lo que parezca
exceder el curso previsible y por decirlo asi normal de la Revolución será imputado a
factores accidentales y no debería en ningún momento modificar su sentido:los desbor-
damientos del terror serán relacionados con la guerra, esta última con el complot de los
enemigos del pueblo, etc. Este postulado, anota Furet, "da testimonio de una ilusión
retrospectiva clasica de la conciencia histórica": lo que ocurre aparece retroactivamente
como el único futuro posible que contenía en si el pasado. Este postulado se encuentra
sustentado a su vez, en el exámen de la Revolución francesa por un segundo postulado:la
Revolución marca una ruptura absoluta en la historia de Francia. Bajo su efecto, lo nuevo,
al mismo tiempo que surge de lo anterior, contiene enm si el principio de todo futuro. En
otros términos, el postulado de la necesidad sale ganando de su vínculo con el postulado
dela Revolución como destrucción y advenimiento del poder fr operar una unificación del
proceso social e hidtórico. Con la introducción del concepto de revolucion burguesa el mar-
xismo no hace más que apoderarse de este esquema "que econcilia todos los niveles de la
realidad histórica y todos los aspectos de la Revolución francesa. Se supone entonces que la
Revolución lleva a cabo el proceso del parto del capitalismo, aún embrionrio en el siglo
XVlll, al igual que el de la burguesía cuyas aspiraciones habían estado contenidas por la
nobleza , y el de un conjunto de valores que le son consubstanciales. Se supone igualmente
que la Revolución revela la naturaleza del Antiguo Régimen considerado como un todo,
definiendo " a contrario por lo nuevoFinalmente se supone que la Revolución establece las
premisas de las cuales el futuro sacará las consecuencias necesarias. Desde un punto de
vista de esta naturaleza, la dinámica de la Revoluciónse hace transparente: lleva a cabo la
destruccion del modo de producción feudal, es un agente perfectamente adaptado a su
labor, y habla el lenguaje que requieren las tareas del momento. Denunciando los artificios
de esta construcción Furet va al encuentro de su asunto. Es inútil detenerse demasiado en
el detalle de su crItica, tal como es formulada en el ensayotitulado El catecismo revolu-
cionario (1);sin embargo, podemos al menos, precisando el argumento señalar lo más
importante. El análisis de la historia desde el punto de vista del modo de producción sólo
es pertinente, nos explica el autor, cuando se trata de abarcar el largo plazo. Aplicado al
corto plazo, es incapaz de dar cuenta del cambio estructural entre la Francia de Louis XVI y
la de Napoleón. Si se insiste en él, si se quiere descubrir en la Revoluición una mutación en
1
-Este ensayo constituye el primer capítulo de la segunda parte de su libro, consagrada a la
crítica de las interpretaciones de la Revolución (N. del T. ).
1
la economía, que coincida con una victoria de la burguesía sobre la nobleza, nos veríamos
condenados a ignorar la expansión económica que caracteriza el siglo XVIII, la instalación
del capitalismo en los poros de la sociedad señorial, el rol que juega una fracción de la
nobleza en esta expansión, principalmente en lo relativo a la industria. Prisionero de lac
imagen del feudalismo, el aargumento mezcla los rasgos del regimen feudal a los del
régimen señorial, sin prestar atención a lo que debe la explotacióñ de los campesinos a
yuna nueva forma de la economía. Considera como un hecho, sin demostrarlo, que la
existencia de la nobleza era en si misma incompatible con el progreso del comercio y de la
economía basada en la ganancia; permanece ciego a todo lo que narca una continuidad
entre el período pre-y el períódo pst-revolucionario, y no se pregunta en qué la
desmembración de la propiedad acelerada por la Revolución ha sido favorable al desarrollo
del capitalismo en Francia y cómo la ha entravado. En segundo lugar, el análisis
construido en términos de lucha de clsases no solamente desconoce la vitalidad de una
parte de la nobleza, tanto en la vida económica como en su participación en el impulso a
una nueva cultura, centrada sobre la Ilustración, sino que tambien borra las mUltiples
oposiciones que la dividen, y que testimonian de una hetrogeneidad cada vez más
acentuada, que hará aparecer , cuando se trata del conflicto entre antiguos y nuevos
nobles, una división de otra naturaleza, no por ello menos sognificativa que la de las clases.
De manera general, una perspectiva de esta índole impide precisar la interrelación cada
vez más compleja entre dos sistemas sociales de clasificación y de identificación, uno de los
cualescestaba fundado desde tiempo atrás sobre la distinción de los órdenes, de los rangos,
de las filiaciones, de los cuerpos, y el otro resultaba de la fusión en el seno de una nueva
élite dirigente de capas sociales que tenían en común riqueza, ilustración y poder.
1
esclarecer la multiplicidad y la contradicción entre los intereses, y la función que ejerce en
esta situación el jacobinismo como ideología de integración y de compensación, se empeña
en sostener su esquema imaginandose una burguesía presionada por los acontecimientos,
por la necesidad de satisfacer a sus aliados, y de radicalizar sus métodos y sus objetivos
para defender su revolución. De esta manera el marxismo encuentra en la guerra el índice
de un conflicto económico entre la burguesía francesa y su rival inglés, y en el Terror,
producto de la guerra, una "manera plebeya" de llevar a su fin la revolución burguesa y de
liquidar a sus enemigos. Todo ello, en contraste con el hecho de que la guerra fué querida
por el rey o por la nobleza en desgracia, antes de serlo por los Girondinos, y de que
suministró a los líderes revolucionarios la ocasión de dar forma a la idea de nación, de ligar
la unidad del pueblo al combate contra sus enemigos y de adherir la masa al nuevo Estado,
con la movilización de las antiguas pasiones militares al servicio de una misión de
emancipación universal. Y todo ello, mientras el Terror, (partiendo de que sea cierto que
estuvo vinculado desde sus primeros episodios a una coyuntura de peligro nacional)
conoció su gran auge en la primavera de l794, en plena reorganización de la situación
militar.
No hay duda que las criticas de Furet dejan intacta la exigencia de un estudio
sobre la genesis de la burguesia moderna; es tambien cierto que el autor, como todos los
historiadores, considerra que con la Revolucion se erigen los fundamentos de la sociedad
burguesa. Lo que pone en cuestion es el hecho de que se pueda partir de la idea de la
burguesia, como clase definioda por el lugar que ocupa en un sistema de produccion,
ubicada en oposicion con la nobleza, por el solo hecho de los intereses que le confiere su
possicion, y como una totalidad cuyas unicas diferencias internas provienen de la
diversidad de funciones que sus miembros realizan -practicas oideologicas-, para
cponstruir asi un individuo historico, dotadode necesidades, conocimientos, voluntasd y
pasiones, bajo la unica reserva de que su conducta es dependiente de la relacion que
mantiene con las otras clases y de la influencia de los acontecimientos. Un individuo de
esta naturaleza no esidentificable ni bajo el Antiguo Regimen ni durante la Revolucion.
Bajo el antiguio regimen, la division social es informulable en los terminos estrictos de lka
division de clases. Como lo acabamos de mostrar, una parte de la nobleza y una parte de la
roture son indistintas, tanto por sus intgereses como por sus condiciones de existencia, sus
maneras de sentir y de pensar; un modelo de sociabilidad se imp;uso que ya depende de
las normas de la vieja sociedad aristocratica. Se puede decir de este modelo que contiene
las premisas deuna revolucion, por el hecho de sunincompatibilidad con el sistema de los
ordenes tal como subsiste en ese momento, pero no podria ser imputado a la iniciativa de
un actor. En cuantoa la Revolucion en si misma, si bien procede de una escision entre el
tercer estado y la nobleza, no se podria concluir que sea el resultado de un prpyecto
historicode la burguesia y que desarrolle sus consecuencias, porque los grupos burgueses
que aparecen en la vangusardia obran dentro de una situacion que no dominan: primero,
la vacance del poder creada por el derrumbamiento de la monarquia, luego, la
movilizacion de las masas populares. que impide erigir la formula de un nuevo poder
distinto del pueblo, les escamotean (derober) los puntos e referenciadelo legitimo ydelo
ilegitimo, de loreal y de lo imafginario, de lo posible y de lo deseable. Mientras tanto, es
1
dificil considerar quela Revolucion sea la obra de la burguesia: los principios de los cuales
esta ultima se reclamara mas tarde son establecidos desde l790, mientras que la
Revolucion solo esta allien su primera fase. En todos los casos, la inteligencia de la genesis
de la burguesia esta subordinada a la comprension de la forma politica dentro de la cual
esta se lleva a cabo.
1
idea de los cambios de hecho del poder administrativo con la del cambio simbolico del
estatuto del Estado; la idea de la igualdad y de la similitud creciente de los individuos con
la de una igualdad y de una desemejanza cada vez mas acusadadas; la idea de una
homogenizacion del campo social con la de la heterogeneidad de los modos de
comportamiento y de las creencias; y finalmente -ambiguedad decisiva por sus efectos
sobre la apreciacion de la Revolucion- la idea del Antiguo Regimen como inmensa
transicion historica, proceso de descomposicion de la sociedad aristocratica y de la del
Antiguio Regimen como sistema que, a pesar de sus contradicciones, se mantiene integra-
do, testimonia de una unidad interna, por decirlo asi, organica.
1
bajo el signo de la eclosion de un nuevo imaginario de la historia y de la sociedad.
1
social en piezas" (42).
Hay solamente que lamentar que Furet no saque todo el partido de estas indicaciones, que
haga caer todo el peso de su análisis en la dinámica ideológica de la Revolución y se limite
a mencionar la invención de una "cultura democrática" o de una "política democrática", sin
identificar sus signos en el tejido de los acontecimientos, sin precisar en que se distinguen
de la fantasmagoría del poder popular, sin hacer aparecer todo lo que el debate moderno
sobre la política y todo lo que la práctica, el estilo y los intereses en juego de los conflictos
sociales deben a la Revolución. Pero se puede comprender sin embargo que su principal
cuidado es poner en evidencia la lógica del imaginario que subtiende no solamente la
conducta y los discursos de los actores, el encadenamiento de luchas de facciones y de
grupos, sino la trama de los acontecimientos, que el historiador trata ordinariamente como
accidentes que llegaron a perturbar el curso normal de la Revolución. Porque si es normal
que esta no resume en esta lógica; que la ideología sólo se forma bajo el efecto de una
mutación que, es en si misma de orden simbólica; que la ilusión de la política supone una
apertura a lo político; el exceso de la idea sobre la historia efectiva, un sentido nuevo del
pasado y del porvenir; la fantasmagoría de la libertad, de la igualdad, del poder, del pueblo,
de la nación, una emancipación de las creencias de la autoridad, en la tradición, en un
fundamento natural o sobrenatural de las jerarquías establecidas y del poder monárquico -
no es menos verdad que la Revolución sólo asume una figura o se circunscribe el tiempo,
sus episodios se articulan entre un comienzo y un fin en razón de un desencadenamiento
de la representación, es decir de la afirmación fantástica de que lo que es formulado por el
pensamiento, el discurso, o la voluntad, coincide con el ser mismo, el ser de la sociedad de
la
historia, de la humanidad.
1
la vez previstas, preparadas, acondicionadas, utilizadas en el imaginario revolucionario y
las luchas por el poder". Y más aún: "Las "circunstancias" que empujan hacia adelante la
dinámica revolucionaria son aquellas que se inscriben como algo natural en la espera de la
conciencia revolucionaria. A fuerza de haberlas anticipado de tal manera, esta les dá
inmediatamente el sentido que les esta destinado" (91). Y de hecho, que se trate de la
guerra, del Terror, de la figura que llega a tomar la dominación jacobina, el análisis pone
en evidencia la función que estas van a desempeñar en el sistema de representaciones y la
necesidad que ellas extraen de su propio ejercicio mientras, ya no encuentran en lo "real"
su motivo de justificación.
1
Descubrir la cuestión que contiene y reprime la represión del pueblo es, por
el mismo movimiento hacer emerger la del poder revolucionario. Furet, después de haber
llamado la atención sobre la "noción central de vigilancia popular" observa justamente que
"esta formula en cada instante, y principalmente en cada giro de la Revolución, el
problema insoluble de las formas bajo las cuales se ejerce. Qué grupo, que asamblea, qué
reunión, qué consenso es depositario de la palabra del pueblo? Es alrededor de esta
pregunta criminal que se ordena las modalidades de la acción y la distribución del poder"
(48-49).
1
La idea del poder y la del complot están pues ligadas la una a la otra, y
doblemente. El poder se hace reconocer como poder revolucionario, interior al pueblo,
que designa un lugar enemigo desde donde se fomenta la agresión: le es necesario el
complot aristocrático para borrar su propia posición, siempre amenazada por el hecho de
tener que exhibirse como particular. pero, produciendo el complot señalando con el dedo
la fuente de la agresión le fija la imagen del Otro-enemigo, corre el riesgo de verla
transferir sobre si mismo: El lugar del poder aparece entonces como el lugar del complot.
Notables son a este respecto las páginas que Furet consagra a la rivalidad
entre Brissot y Robespierre con motivo del debate sobre la guerra. Parece que Brissot fue
el primero en haber comprendido la función de esta en la dinámica revolucionaria, como
dan testimonio las fórmulas famosas de su discurso a los jacobinos en diciembre de 1891: "
Tenemos necesidad de grandes traiciones: nuestra salud está allí. . . de grandes traiciones
que no serán funestas más que a los traidores ya que serán útiles al pueblo". Mientras que
se asombra de ver a Robespierre o ponerse a una empresa de la cual él mismo y los suyos
sacarán tan grande partido más tarde. Sin embargo Brissot solo ha comprendido a medias
el resorte de la Revolución. Su único pensamiento fue que haciendo aparecer frente al
pueblo la figura de sus enemigos, excitaría su fe patriótica, le daría conciencia de su
unidad, y, por el mismo movimiento daría plena legitimidad al poder que guiaba su
combate. Robespierre da prueba de una inteligencia íntima de la Revolución por aquello
de que no solamente sospecha de la duplicidad de su adversario, su búsqueda del poder
bajo la cobertura de la defensa del pueblo, sino más profundamente -porque no se puede
dudar de su propia ambición política- adivina que la Revolución no podría limitarse a una
traición ni a un poder circunscrito que lleve su nombre; adivina que tiene necesidad de una
traición omnipresente y oculta y de un poder que no se descubre. Su fuerza está en sugerir
que, en la política girondina, existe un poder escondido bajo la revolución y el complot
escondido bajo el poder. De esta manera según la afortunada de Furet, "incorpora a su
rival a la trampa que este tiende a Luis XVI y a sus consejeros". En cuanto a él debemos
comprenderlo, "la guerra lo llevará al poder, pero no al poder ministerial con el que
pudieron soña Mireabeau o Brissot: En ese magisterio inseparable del Terror" (97).
1
El pueblo, la nación, la igualdad, la justicia, la verdad no tienen otra
existencia que la que les ofrece la virtud de la palabra que se supone emana de allí y que
simultáneamente los nombra. En este sentido, el poder pertenece a aquel o a aquellos que
son capaces de ser sus portavoces, o más bien de hacerse entender como tales, de hablar a
nombre del pueblo y de darles su nombre. Para retomar la formula de Furet, "El desplaza-
miento del lugar del poder" se designa aquí de la mejor manera, más allá de la
transferencia explícita de una fuente de soberanía a otro: el poder emigra de un lugar a la
vez fijo, determinado y oculto, que era el suyo bajo la monarquía, a un lugar
paradójicamente inestable, indeterminado, que no se expresa más que en su trabajo
incesante de enunciación; se desprende del cuerpo del rey en el cual se encontraban
alojados los órganos dirigentes de la sociedad, para alcanzar el elemento impalpable,
universal y esencialmente público de la palabra. Cambio fundamental que marca el
nacimiento de la ideología. Ciertamente el ejercicio de la palabra, a la manera de la
palabra fundadora, había siempre estado ligada al ejercicio del poder; pero allí donde
reinaba la palabra del poder viene a reinar el poder la palabra.
Por este hecho, hay que agregar de inmediato, el poder solo puede reinar
disimulándose como poder: la palabra militante, la palabra pública que se dirige al pueblo
a nombre del pueblo, no podría jamás decir el poder que contiene. Este poder solo puede
ser expulsado por otra palabra militante que haga retroceder la primera al registro trivial
de una palabra sediciosa, la destituye de su función simbólica para apoderarse de ella -de
tal manera que en el momento en que un objetivo es alcanzado, el poder se metamorfosea
y se restablece no dejando caer más que su soporte: un hombre, hombres particulares. . .
como lo hace comprender Furet, la disimulación del poder en la palabra es la condición de
su apropiación al mismo tiempo que crea la de una competición política incesante,
fundada en la denuncia de las ambiciones escondidas del adversario. La misma razón hace
que "que el poder esté en la palabra" y que "constituya un interés constante entre las
palabras, únicas calificadas para apropiárselo, pero rivales en la conquista de aquel lugar
evanescente y primordial que es la voluntad del pueblo" (73).
1
palabra se convierta en palabra privada. En otros términos si alguien o algún grupo se
demuestra capaz a nombre del pueblo, esto sólo es posible porque su palabra se encuentra
acogida, difundida, reconocida como suya o reengendrada por una voz que no parece ser
de nadie que está desligada de todo arraigo social particular y, en su anonimato, da
testimonio de un poderío universal.
En este punto de su análisis, Foret sigue la pista abierta por Augustin Cochin
(el último ensayo de su obra le está consagrado completamente). Sin duda sus caminos se
habían cruzado antes, puesto que como es recordado, Cochin se había ya asignado por
tarea la misma que formula nuestro historiador en una prolongación crítica de
Tocqueville: no esclarecer la revolución a la luz de su balance, no reinsertarla en la
continuidad de un proceso de larga duración, sino pensar "la ruptura del tejido histórico",
la lógica del desencadenamiento revolucionario, situarse al nivel en el que esta ruptura se
produce, que es político e ideológico, poner en evidencia los efectos de un nuevo sistema de
legitimidad que implica la identificación del poder y del pueblo. Sin embargo, según Furet,
uno de los mayores méritos de Cochin es haber intentado un análisis sociológico de los
mecanismos de la ideología democrática, poniendo en evidencia la función de las
sociedades de pensamiento en la producción de la opinión. El jacobinismo, en el que se
descubre claramente el sentido de la practica y de la ideología revolucionarias, la
conjunción nueva de un sistema de acción y de representación, le aparece como una
herencia y "la forma acabada de un tipo de organización política y social" ya ampliamente
extendidas en la segunda mitad del siglo XVIII, que se había impuesto a través de los
círculos y las sociedades literarias, las logias masónicas, las academias, los clubs patrióticos
o culturales.
1
opinar; es construir entre sus miembros, y de la discusión, una opinión común, un
consenso, que será expresado, propuesto, defendido. Una sociedad de pensamiento no
tiene una autoridad que delegar, representantes que elegir, sobre la base de compartir
ideas y votos; es un instrumento que sirve para fabricar una opinión unánime" (íbid. )
Pero es también en este punto del análisis que aparece la última articulación
de la argumentación de Furet y que surge una dificultad a la que ya hemos hecho alusión.
El lector puede en efecto asombrarse del retorno de un cuestión que creía superada:
aquella, sino de las causas, al menos de las condiciones de emergencia de la Revolución en
el seno del antiguo Régimen. Furet no habría más que relacionado al registro de la,
sociabilidad democrática" una idea de la continuidad de la historia que otros creían
encontrar en el registro del modo de producción y de la lucha de clases o en el registro del
crecimiento del Estado y de la centralización administrativa? A nuestros ojos esta dificul-
tad merece ser mencionada, no porque haga imposible la interpretación, sino más bien
porque nos incita a apreciar mejor la orientación. Es muy cierto, en efecto, que Furet va a
buscar a su vez en el antiguo Régimen los signos de lo que será la ideología revolucionaria.
Pero esta investigación por lo demás más fina y más documentada de lo que podemos
entrever, no anula el principio de lo que se había fijado: abandonar el lugar ficticio de un
sobrevuelo de la historia que suministraría la seguridad de que lo nuevo surge de lo
antiguo, como las consecuencias de sus premisas; concebir la forma política singular que
describe la Revolución, en ruptura con el pasado. El examen de esta forma política es lo
que lo induce a identificar los rasgos en los cuales se perfilaba. La Revolución no es
concebida por él, a final de cuentas, como el producto de una historia anterior, de tal suerte
que sería suficiente reubicarla en su transcurso a mediados del siglo XVIII por ejemplo
para verla comenzar a aparecer. Ella se ofrece como un revelador del pasado; y lo que ella
revela no es toda la sociedad del antiguo Régimen -la historia del antiguo Régimen puede
conducir muy lejos su estudio sin interrogarse sobre ella-, lo que ella revela es el despegue
interno de las representaciones que rigen el conjunto de las relaciones sociales, la fractura
que se abrió en el sistema de legitimidad, aquella especie de brecha que al mismo tiempo
abre y enmascara al absolutismo; no es incluso la vía de la democracia o de las ideas
nuevas, sensible en toda Europa y más particular en Inglaterra es lo que debe a la
referencia conteste de un poder omnisciente y todopoderoso el pensamiento de la igualdad
de los individuos, como el de la homogeneidad y de la transparencia de lo social.
1
La reserva que nos inspira el análisis conduce bajo la orientación de Cochin a
otro motivo. Este sólo ha identificado en el advenimiento de la sociedades de pensamiento
una prefiguración del jacobinismo, en la formación de la opinión la de una potencia
anónima que disuelve en ella la diversidad de los puntos de vista particulares. Ahora bien,
si es seguro que él se aproxima a un fenómeno de los más importantes del que se debía ver
más tarde todos los desarrollos con la creación de los partidos revolucionarios modernos,
él ha dejado en la sombra su otra cara: Esta irrigación nueva del tejido social por
asociaciones que asumen el problema de vida política y de la cultura; el decloisonemen de
los espacios privados circunscritos hasta ese momento en los cercos del cuerpo; la difusión
de los métodos críticos de conocimiento y de discusión; la instauración de un intercambio
o de una comunicación de las ideas que subtiende la opinión. A diferencia Tocqueville, él
permanece insensible a la ambigüedad del individualismo que, para este último, implica a
la vez la independencia del pensamiento, el sentido de la iniciativa, de la verdadera forma
de la libertad, y el aislamiento de cada uno, su rebajamiento frente a la sociedad, su más
estrecha sujeción al poder que se supone encarnarlo. Sino se puede dudar que Furet está
lejos de casarse con el conjunto de tesis de Cochin -le reprocha explícitamente dejar de
lado el movimiento que se perfila en dirección de la democracia representativa al comienzo
de la Revolución y que persiste, a pesar de su fracaso bajo la misma dictadura jacobina-, su
interpretación sufre de una laguna que ya habíamos señalado, cuando nos asombrábamos
de escucharle hablar de "la invención de la cultura democrática" sin intentar definirla.
Furet respondería que su interés era pensar la revolución en la Revolución francesa y que
lo que hace la revolución es el empuje de la ideología; que le importaba más, en
consecuencia poner esta en evidencia en todo lo que la había hecho posible que explorar
los aspectos múltiples de un cambio que no requeriría el acontecimiento revolucionario?
Nosotros hemos dicho que esta respuesta estaba bien fundada y sustentada por un análisis
riguroso de la dinámica revolucionaria; sin embargo, la cuestión nos conduce a lo que es el
exceso de la revolución. Este exceso, no hay que reconocer que pasa los límites de la
ideología? No hay que encontrar allí el índice de una separación irreductible, entrevisto
repentinamente, entre lo simbólico y lo real, de una indeterminación del uno y del otro -de
una separación en el ser de lo social que nosotros podemos siempre constatar? Nuestro
actor dice muy bien que con la Revolución se abre a la sociedad "un espacio de desarrollo
que le está casi siempre cerrado" no es hacer entender que si la democracia representativa
se demuestra impotente para establecerse, no es solamente porque la ilusión política
ponga a los hombres fuera de sí mismos, sino porque no es suficiente para preservar esta
apertura y, que pretendiendo ser suficiente para ello, parece al contrario volver a encerrar
este espacio apenas construido? Nuestro autor observa con perspicacia que los
revolucionarios han sufrido la atracción del absolutismo que querían destruir, retomado en
sus manos el proyecto de un dominio entero de los social que les había legado el estado del
antiguo Régimen; pero poniendo en evidencia la dimensión política de la Revolución ,
incita también a medir el extraordinario acontecimiento que fue el fin de la monarquía, la
experiencia nueva de una sociedad que ya no se dejaba aprehender en la forma de una
totalidad orgánica. Ahora bien, no se instituye acaso, a partir de este acontecimiento, un
debate infinito sobre los fundamentos de la legitimidad que impide a la democracia
1
descansar en sus instituciones?