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PENSAR LA REVOLUCION EN LA REVOLUCION FRANCESA 1

Claude Lefort

(Borrador)

Tocqueville declara en la introducción al Antiguo Régimen y la


Revolución:"El libro que publico en este momento no es una historia de la Revolución,
historia que ha sido hecha muy brillantemente para que yo piense en rehacerla. Es un
estudio sobre esta revolución". Y agrega aún más en un fragmento: "Yo hablo de la historia,
no la narro". Francois Furet ha sabido hacer suyos estos propósitos. En su última obra (2),
no trata de aportar una nueva contribución al conocimiento de los hechos, traer a la luz
documentos aún ignorados, redistribuir roles entre los actores individuales y colectivos o
modificar su importancia, y tampoco (y esto lo distingue de Tocqueville), revalorar el
balance de la Revolución. Ninguno de estos proyectos le es, indudablemente, indiferente;
para corroborarlo sólo basta recordar el libro que escribió en colaboración con Denis
Richet (3) y observar igualmente lo que allí desarrolla. No obstante su intención aquí es de
otro orden: "hablar de la historia" o, más exactamente, buscar una nueva dirección a la
historiografía revolucionaria, asignándole una exigencia muy a menudo dejada de lado:
pensar la Revolución francesa.

Como definir esta exigencia? Que quiere decir aquí pensar? El lector creerá talvez
encontrar la respuesta en un pasaje en el cual el autor se lamenta de que la historia de la
Revolución sea la última en tomar la vía sobre la cual ha avanzado desde hace mucho
tiempo la historia en general que, como nos es recordado, "ha dejado de ser aquel saber en
el cual se supone que los "hechos" hablan por si mismos, siempre y cuando hayan sido
establecidos según las reglas. La historia debe hacer explícitos los problemas que trata de
analizar, los datos que utiliza, las hipótesis con que trabaja y las conclusiones que a las que
llega"(26) (4). Tales formulaciones merecen sin lugar a dudas ser tenidas en cuenta. No
porque su originalidad sea para asombrarse: se limitan a condensar los principios
reconocidos desde tiempo atrás por los mejores historiadores; sino porque incitan feliz-
mente a poner de nuevo el acontecimiento bajo la ley común de la ciencia. Todo ello
testimonia de una audacia, que el trabajo de Furet confirma.

La historia "acontecimental", sugiere el autor, no se deduce de la


1
Traducción Alberto Valencia Gutiérrez, Profesor Universidad del Valle, Cali,
Colombia.
2
-F. Furet, Penser la Révolution Francaise, aris, Gallimard, l978. Existe traducción al español: Pensar
la Revolución Francesa, Ed. Pretelt, Barcelona, l980. (N. del T. )
3
-La Révolution Francaise, Paris, Réalités-Hachette, l965- 1966;Paris Fayard, l973.
4
-Entre paréntesis aparecen las referencias a los textos extraidos de Penser la Revolution Francaise.
A falta de una edición española disponible, ifícil de conseguir en el medio colombiano, ndicaremos
las páginas de la edición francesa, Paris Gallimard, l978. (N. del T. ).

1
especificidad de su objeto. Ocupada en una reconstrucción de los encadenamientos entre
hechos fundada sobre la observación exacta, es una historia ingenua y dogmática que cree
que el sentido esta inscrito en el cuadro y disimula la operación de la perspectiva. Es a
causa de estos prejuicios que es necesario distinguirla de una historia de los modos de
producción, de las técnicas, de las mentalidades o de las costumbres, de una historia de las
estructuras o de los largos períodos -bajo el supuesto de que éstas a su vez no caigan en la
trampa del objetivismo-, y de ninguna manera porque ponga el acento sobre el
acontecimiento. En oposición a una opinión muy difundida (y curiosamente compartida
por los partidarios de escuelas diferentes), no existe oposición entre dos modos del
conocimiento histórico que proceda de la naturaleza del objeto; se oponen únicamente dos
maneras de concebir la relación al objeto: o que el proceso de conocimiento se desconozca
en el objeto, o que sea consciente de sus operaciones y haga sobre si mismo la prueba de su
consistencia. Sin lugar a dudas el acontecimiento parece reacio a la conceptualización, -
pero sólo a causa de que el historiador lo aprehende como algo ya nombrado, ya cargado
de sentido para aquellos que han sido sus actores o sus testigos, y de que queda así muy
estrechamente prisionero de la ilusión de que lo que aparece se confunde con lo que es, y
de que es necesario, para construir el objeto, comenzar por "deconstruirlo" en el lugar
mismo donde se encuentra situado.

No obstante, por importante que sea la revalorización de una historia del


acontecimiento, ello no permite entender plenamente su significación para pensar la
Revolución francesa. Más aún: sería mantener un equívoco, creemos, limitarla única-
mente a la reivindicación de una "historia conceptual". La fórmula está bien elaborada
para ganar la adhesión de una nueva escuela de historiadores, pero deja en la sombra un
proyecto que se distingue claramente de la mayor parte de los trabajos contemporáneos.
Furet se ocupa, en efecto, de señalar de nuevo para la historia una via, de la cual , en su
conjunto, se había alejado: su vínculo con la reflexión política.

El autor nos advierte de ello en su primer ensayo, al final de una larga


argumentación que contiene lo esencial de su problemática: "Me parece, concluye, que la
primera tarea de la historiografía revolucionaria es redescubrir el análisis de lo político"
(45). Por análisis de lo político, digámoslo desde el comienzo, el autor no quiere designar
el análisis de una clase de hechos particulares, aquellos comúnmente llamados políticos,
que puedan ser juzgados más pertinentes que otros -principalmente los hechos
económicos y sociales privilegiados desde tiempo atrás por los historiadores. Quiere, por
el contrario, romper con la idea de la política concebida como ciencia regional: una idea
ahora convencional, que se impuso en la época moderna y aún tardíamente, bajo el efecto
del desarrollo de las ciencias sociales; que ha ido a la par con un fraccionamiento de los
objetos de conocimiento; y que ha estado influenciada por el marxismo, siempre muy
preocupado por circunscribir las relaciones de producción para asignarles el estatuto de lo
real, y por relegar la política a los estratos de la superestructura. Su intención testimonia
de un retorno a las fuentes del pensamiento político clásico: quiere hacer evidente un
esquema o un conjunto de esquemas de acciones y de representaciones que orientan al
mismo tiempo la conformación y la representación de una sociedad y, por ello mismo, su

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dinámica. Y si el poder le parece constituir el objeto central de la reflexión política, no es
porque juzgue decisivas las relaciones que se establecen entre actores cuyo fin es
conquistarlo o conservarlo, apropiarse de su ejercicio o modificarlo, o porque considere
menos importantes las relaciones de propiedad o las relaciones de clase; se debe a que la
posición y la representación del poder, la representación de su lugar, son a sus ojos
constitutivas del espacio social, de su forma y de su escenificación. En otros términos,
reconoce al poder, más allá de sus funciones reales y de las modalidades efectivas de su
ejercicio, un estatuto simbólico, y pretende que la Revolución sólo es inteligible bajo la
condición de escrutar el cambio de este estatuto o, como él mismo lo dice, el
"desplazamiento del lugar del poder". Quien deje escapar esta intención, corre el riesgo de
equivocarse sobre el sentido de su interpretación de la Revolución, de dirigirle objeciones
que no le corresponden, o de dejar de formularle las preguntas que le son pertinentes. En
vano se le reprocharía, por ejemplo, el hecho de subestimar los conflictos que, en vísperas
de la Revolución, derivan de un modo de explotación y de dominación de clase, de la
expansión de la burguesía y de los obstáculos a los cuales esta última se confronta, de la
mayor gravedad de las cargas que pesan sobre el campesinado, de la redistribución de la
propiedad o de la crisis económica; o más aún de dar poca importancia a la lucha de
intereses durante el periodo revolucionario. El análisis de las divisiones sociales no es
ignorado, con toda seguridad, por nuestro historiador; el autor sólo pone en cuestión el
hecho de que todo se detenga allí para dar cuenta del desencadenamiento de la Revolución
y del curso que tomó.

Aun cuando no sean explícitos, los principios de su razonamiento se dejan


fácilmente reconstruir. En primer lugar, las oposiciones de clase, piensa el autor, o más
ampliamente, las oposiciones de orden socio-económico, no son plenamente significantes
a su nivel; los actores sociales no encuentran su conducta estrictamente determinada, ni
por su condición material, ni incluso por las relaciones que se establecen entre ellos y que
los definen, los unos con relación a los otros; estas condiciones, estas relaciones son
descifradas por ellos en el marco de la situación común que les otorga su pertenencia a una
misma sociedad, y esta situación en si misma no es disociable de un sistema general de
representación. En otros términos, las clases no representan pequeñas sociedades dentro
de la gran sociedad -en que consistiría aquello que lo engloba todo?-; no se encuentran
ligadas la una a la otra por el hecho único de su inserción en una red de operaciones
económicas; las clases son, en su división misma, al mismo tiempo generadoras de un
único espacio social y engendradas en él. Las relaciones que las clases mantienen son
tomadas en una relación general, una relación de la sociedad consigo misma que decide de
su naturaleza. De allí proviene que no se pueda deducir de un grado de dominación de
clase o de explotación, o bien de un grado de contradicción entre intereses, una revolución;
para que ésta ocurra, no es suficiente que la situación de tal o cual categoría social se haya
agravado, es necesario que los puntos de referencia de la situación común, los puntos de
referencia de la representación que anteriormente permitía aprehender esta situación
como natural (por penosa y conflictiva que fuese) hayan vacilado, que se puedan al menos
vislumbrar otros puntos de referencia.

1
En segundo lugar, una relación general de esta naturaleza implica la división
entre el poder y el conjunto social. Esta división no es del mismo orden que la división de
clases o cualquier otra división que se pueda llamar interna. Paradójicamente establecido
y representado a distancia de todas las partes de este conjunto, como algo fuera de la
sociedad y consubstancial a ella, el poder asume, de cualquier manera que se encuentre
investido y se ejerza, la función de garante de su integridad. Suministra la referencia a
partir de la cual la sociedad se hace virtualmente visible para si misma, y las articulaciones
sociales múltiples se hacen descifrables en un espacio común; por ello mismo, hace posible
que las condiciones de hecho aparezcan en el registro de lo real y de lo legítimo. De allí
proviene que una oposición al poder, cuando se generaliza, no alcanza sólo a los que
detentan los medios de decisión y de coerción, a los que obstaculizan la destrucción de
ciertas jerarquías o defienden los intereses de los grupos dominantes: alcanza el principio
de realidad y el principio de legitimidad que sirven de fundamento al orden establecido.
No es solamente la autoridad política la que se encuentra en ese momento sacudida, sino
también la validez de las condiciones de existencia, de los comportamientos, de las
creencias, y de las normas que abarcan las particularidades de la vida social. De allí
proviene pues que una revolución no se produce como efecto de un conflicto interno entre
oprimidos y opresores, sino en el momento en que se borra la trascendencia del poder, y se
anula su eficacia simbólica.

En tercer lugar, queda demostrado por consiguiente que es imposible fijar


una frontera entre lo que pertenece al orden de la acción y lo que pertenece al orden de la
representación. No hay duda que la distinción está bien fundada en un cierto nivel; pero el
análisis político sólo merece su nombre y puede dejar de confundirse con el análisis de los
hechos comunmente llamados políticos, si va más allá de los rasgos manifiestos y
particulares de las acciones y de las representaciones, si combina el estudio de los
comportamientos y de las instituciones, de los discursos y de las ideas que allí se expresan,
con la búsqueda del sistema dentro del cual se ordenan o de la lógica que los anima, y de la
cual no se podrIa decir que es la lógica de la acción o de la representación, porque se ejerce
sobre ambos registros.

Furet habla, es verdad, del sistema de acción y del sistema de representación


que aparecen con la Revolución, pero no los disocia. Y cuando afirma que la dinámica
revolucionaria es a la vez politica, ideologica o cultural, busca reforzar la significación del
primer término con los otros dos y no separarlos. El carácter político de la Revolución sólo
se revela bajo la condición de precisar, por una parte, los signos de la elaboración
imaginaria en virtud de la cual las relaciones sociales se organizan, se sustraen a toda
indeterminación, se someten a la voluntad y a la inteligencia de los hombres y, por otra
parte, los signos de una nueva experiencia del mundo, intelectual, moral, religiosa o
metafísica.

Que no solamente el análisis de la ideología, sino el de esta experiencia del


mundo, de estos modos de pensamiento y de creencia que se asigna convencionalmente al
orden de la cultura estén implicados en el análisis de lo político, nada puede persuadirnos

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mejor, en efecto, que el fenómeno revolucionario. Mientras no aparece una ruptura dentro
de la sociedad, estamos tentados a estudiar la estructura del poder, la estructura de clase,
el funcionamiento de las instituciones, el modo de comportamiento de los actores sociales,
como si tuvieran sentido en si mismos, olvidando los fundamentos imaginarios y
simbólicos de su "realidad". El hecho de que las representaciones estén, por decirlo así, tan
profundamente enquistadas en la práctica social, implica que sea tan fácil ignorarlas o que
sólo se les pueda observar cuando aparecen a distancia de esta práctica, en discursos
explícitamente religiosos o filosóficos, literarios o estéticos, sin poder concebir en ese
momento su significación política. Sin embargo, la Revolución francesa es aquel momento
en el cual todo discurso adquiere un alcance en la generalidad de lo social, en el cual la
dimensión política se hace explícita, para hacer posible, por ese hecho, que el historiador
sea capaz de reconocer esta dimensión política allí donde era invisible bajo el Antiguo
Regimen. Esto no quiere decir, indudablemente, que las representaciones tomadas en su
sentido manifiesto, vuelvan transparente la realidad a partir de este momento. Furet cree
incluso posible afirmar que la opacidad está en su punto más alto en la ideología
revolucionaria. No obstante, debería precisarlo, esta opacidad es el efecto de una
simulación de lo que ocurre por primera vez en el registro de lo pensable.
Desconocimiento y conocimiento, ocultamiento de la práctica y apertura a una pregunta
por lo real van a la par. De esta manera no podemos descifrar la ideología sin simultánea-
mente relacionar las nuevas representaciones de la historia y de la sociedad, del poder del
pueblo, del complot de sus enemigos, del ciudadano y del sospechoso, de la igualdad y del
privilegio, a una exigencia nueva del pensamiento. Y no podemos, además, observar las
mutaciones del conocimiento, la exigencia de redefinir las condiciones de todo lo que toca
al establecimiento de lo social sin escrutar el advenimiento de una idea nueva del tiempo,
de la división del pasado y del porvenir, de lo verdadero y de lo falso, de lo visible y de lo
invisible, de lo real y de lo imaginario. de lo justo y de lo injusto, de lo que es conforme a la
naturaleza y de lo que es opuesto a ella, de lo posible y de lo imposible. . . De allí se deriva
precisamente que nuestro autor afirme que el historiador debe redescubrir el análisis de lo
político. Se trata de un análisis que no circunscriba lo político dentro de las fronteras de
las relaciones de poder, ni tampoco en las fronteras de lo social, que es meta sociológico.
El autor podría agregar que la Revolución es por excelencia el fenómeno que induce a este
análisis y que obliga a pensar lo político.

No hay duda que una historia de esta naturaleza, construida bajo la enseña
de lo político, puede ser designada como "conceptual". Pero, agregamos nosotros, el
término implica un equívoco, ya que posee una extensión muy amplia como para ser
suficiente para distinguirlo de otros modos de conocimiento histórico. Es una historia que
implica una reflexión sobre la sociedad y la cultura, una historia filosófica o, para utilizar
una palabra menos inquietante para algunos de nuestros contemporáneos, una historia
interpretativa, en el sentido de que no podría reclamarse simplemente de un ideal de
objetividad, o encontrar los medios de verificación en la medida; que es una historia que
invita al lector a movilizar su propia experiencia de la vida social para desembarazarse del
peso de sus opiniones y ligar el conocimiento del presente al conocimiento del pasado.

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Observemos la manera como Furet explora una vía para su análisis. En un
primer momento, pone en evidencia la función que ha ejercido la historia de la Revolución
al servicio de la ideología nacional, cuyos rasgos se fijaron durante el siglo XIX y, más
exactamente, con la formación de la III República. No se contenta en este momento con
mostrar la manera como la mayor parte de los historiadores se identifican con los actores
revolucionarios y se apropian de sus discursos en lugar de interrogarlos, sino que revela
además el resorte de esta identificación: un deseo de arraigarse en la nación, de instalarse
en un verdadero origen, coincidente a su vez con el mismo deseo de los revolucionarios de
fundar la nación, de situarse en el lugar del origen, de borrar los rastros de un antiguo
pueblo usurpador, que prolonga su dominación bajo los rasgos de la nobleza. En un
mismo movimiento, inseparable, Furet denuncia la ilusión de la herencia y la de la
fundación. Y este momento, el lector sólo podría asimilarlo, bajo la condición de liberarse
o evadirse del mito de la identidad y del origen. En un segundo momento, el autor hace
posible percibir el desplazamiento que ha experimentado la historia de la Revolución
desde el momento en que comenzó a prestar sus servicvios a la ideología socialista. No
obstante es de nuevo para ligar la ilusión de la posteridad a la imagen acreditada por los
revolucionarios: "La Revolución francesa, observa, no es solamente la república. Es
tambien una promesa indefinida de igualdad, y una forma privilegiada del cambio. Basta
con observar en ella, en lugar de una institución nacional, una matriz de la historia
universal para devolverle su dinámica y su poder de fascinación. El siglo XIX había creido
en la República. El XX cree en la Revolución. Existe en las dos imagenes el mismo
acontecimiento fundador" (l7). Indudablemente, nosotros somos extraordinariamente
sensibles, por nuestra parte, a la sagacidad del intérprete, en el momento en que, después
de haber señalado los efectos de la revolución rusa sobre la historia de la revolución
francesa, anota de paso: "La doble idea de un comienzo de la historia y de una nación-
piloto ha sido reinvestida en el fenómeno soviético" (25). La observación aclara de la mejor
manera la secreta combinación entre la ideología nacional y la ideología socialista, y la
eficacia de una lógica de la representación más allá de los desplazamientos de sus
contenidos. Sin embargo queda por ver cómo este género de análisis no es sustentado ni
podría serlo por el mecanismo de la prueba; exige por parte del lector la voluntad de
desprenderse de la imagen de la Revolución como comienzo absoluto de la historia, y de la
Urss como modelo de la buena sociedad.

Finalmente, el principio de la orientación de Furet aparece plenamente


cuando señala las condiciones que hacen posible en nuestro tiempo una distancia crítica
con respecto a la Revolución Francesa. El hecho nuevo, observa el autor, es que las
esperanzas puestas en el régimen salido de la Revolución se han desvanecido. Mientras el
proceso de este régimen fue monopolio del pensamiento de la derecha, no provoco una
reflexión nueva sobre lo político: porque, para llevarlo a cabo, la derecha "no tiene
necesidad de redefinir ningún elemento de su herencia: le es suficiente con permanecer en
el interior del pensamiento contra-revolucionario". En cambio, "lo importante es que una
cultura de izquierda, una vez ha aceptado la reflexión sobre los hechos, es decir sobre el
desastre que constituye la experiencia comunista del Siglo XX con relacion a sus propios
valorres, se vea obligada a criticar su propia ideología, sus interpretaciones, sus

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expectativas, sus racionalizaciones" (25). No existe forma de entender mejor como la
relaciOn que nosotros establecemos con el pasado está implicado en el que mantenemos
con el presente; cómo el conocimiento de la historia se encuentra orientada por la
experiencia del la historia. Todo esto ciertamente no quiere decir -y no creemos que este
sea el pensamiento de Furet-, que sea necesario investir el sentido de las identificaciones,
reencontrar el totalitarismo en el ideal del jacobinismo, confundir el sistema del Goulag y
eldel Terror. No obstante, progreso considerable, todo ello incita a poner en cuestión el
discurso revolucionario en lugar de tomarlo a la letra, a identificar la contradicción que se
establece entre la ideología y la práctica, y finalmente, a buscar un sentido en el proceso
histórico que hace salir de la Revolución un régimen de opresion, en lugar de contentarse
con imputar a las "circunstancias" la corrupción de los principios. No hay duda que el
autor pone cuidado al mismo tiempo en precisar que el "desinvestimiento de la Revolución
francesa" o, en el lenguaje levistrausiano, que el "enfriamiento del objeto" está inscrito "en
la mutación histórica"; el autor cree que ha llegadio el momento de hacer justicia "a lo que
es tambien un primum movens del historiador, la curiosidad intelectual y la actividad
gratuita del conocimiento del pasado"(24). El autor tiene el mayor cuidado de no caer en la
trampa del relativismo, de no disolver el pensamiento de la historia en una historia del
pensamiento -lo que sólo lograría enmascarar más profundamente sus presupuestos-, de
no disociar la crítica de las ilusiones que acompañaban nuestras convicciones políticas, de
la búsqueda de la verdad que hace parte intrínseca de la labor científica. Sin embargo,
como ciertas formulaciones lo sugieren, se esperaría en vano que la ciencia histórica
conduzca, temprano o tarde, por una necesidad interna, a "pensar la Revolución francesa";
porque, para pensarla, no es suficiente con desprenderse de su herencia. Arriesgemonos
incluso a decir, considerando sus desarrollos, que la historia no ha tendido menos al
"enfriamiento" del sujeto que al del objeto y que se ha hecho siempre más reticente a la
reflexión política, intentando ocupar una situación que la sustraería a la prueba de su
implicación recíproca. Por el momento, que Furet invite a un redescubrimiento del análisis
político muestra bien su sensibilidad a una pérdida, a un olvido que acompañan el
progreso de los conocimientos y que no se derivan de la inmadurez de la ciencia. No
obstante es posible talvez que el autor haya dudado en poner en cuestión más radicalmente
este progreso.

Podemos ver el signo de esta vacilación en lo que nos parece algunas veces
una simplicación de la historiografía revolucionaria. Así como su crítica del mito de la
identidad y de los orígenes nos parece convincente, de la misma manera lamentamos que
no haya examinado más detenidamente la ruptura que se llevó a cabo en la concepción de
la historia durante la última parte del siglo XIX. No es solamente Tocqueville, sino también
Benjamin Constant, Chateaubriand y, desde perspectivas muy diferentes, Thierry y Guizot,
Michelet y Quinet, Leroux y Proudhon, quienes perciben una distancia entre el discurso y
la práctica de los actores y se interrogan, más allá de los datos manifiestos, por un
sacudimiento de la sociedad y de la cultura, cuyo sentido les parece a la vez político,
filosófico y religioso. Limitandonos a Michelet, podemos ver como Furet lo opone a
Tocqueville en términos muy discutibles y además poco conformes a su inspiración:
"Michelet, nos dice el autor, festeja, conmemora, mientras que Tocqueville no deja de

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preguntarse por la distancia que sospecha existe entre las intenciones de los actores y el rol
histórico que juegan. Michelet se instala en la transparencia revoluciona ria, celebra la
coincidencia memorable entre los valores, el pueblo y la acción de los hombres"(30-31).
Ahora bien, si quisieramos hacer justicia, es a Michelet a quien sería necesario oponer a si
mismo. Porque si bien es cierto que es el gran festejador de los acontecimientos, no lo es
menos su identificación con un invisible; se adhiere a la Revolución como un todo, pero
por ello mismo, deshace la imagen recibida de sus encadenamientos, de su unidad, de su
positividad. Es cierto que la conmemora, paro tambien que la juzga incommemorable, que
le "otorga como monumento el vacío" como lo escribe en su Prefacio de l947 ( su símbolo
es el Champs de Mars, "aquella arena, tan blanca como Arabia"). Es tambien cierto que
pretende deslizarse por la piel de los actores, pero no para apropiarse de sus discursos;
busca restaurar los efectos de la labor del tiempo que ha hecho volar en pedazos sus
conductas y sus creencias, que los ha desarticulado poco a poco como marionnetas. Poco
fundada nos parece la idea de celebrar la coincidencia entre los valores, el pueblo y la
acción de los hombres. Del pueblo el autor hace una fuerza omnipresente, pero latente,
cuyo nombre se utiliza abusivamente, y se erige en sujeto y en juez; cuantas veces,
observa, el pueblo estuvo ausente del teatro de los acontecimientos -recordemos
solamente lo que dice sobre el ausentismo de Paris desde finales del 92 (le tyran, p. 1009).
Tan aguda es su crítica de la distancia entre el pueblo y los hombres que actúan en su lugar
y lo hacen hablar, los "héroes de la historia convenida", como él los llama, que es-
asombroso que Furet no lo haya explotado para dejar sin piso a aquellos detractores suyos
que han denunciado sus fuentes "de derecha". Porque no es Tocqueville sino Michelet
quien escribe de los Girondinos y de los Montañeses: "Esos doctores creyeron
precisamente como los de la Edad Media poseer ellos solos la Razón en propiedad; en
patrimonio: creyeron igualmente que la razón debería venir de arriba, de lo más alto, es
decir de ellos mismos(. . . ). Los dos partidos igualmente (. . . ) recibieron su impulso de los
letrados, de una aristocracia intelectual".

O con una formulación más terminante: Eh aquí una bien terrible


aristocracia en estos demócratas (1)". No es Cochin sino Michelet una vez más quien
afirma: "(Los Jacobinos) hicieron frecuentes llamados a la violencia del pueblo, a la fuerza
de sus brazos; los pagaron, los promovieron, pero no los consultaron. . . Todo lo que sus
hombres votaron en los clubs del 93, para todos los departamentos, se votaba sobre la base
de una orden enviada del Saint des Saints de la calle Saint Honoré. Ellos resolvieron con
coraje y a través de minorías imperceptibles las cuestiones naconales, mostraron por la
mayoría el desprecio más atroz y creyeron con una fe tan empecinada en su infalibilidad
que le inmolaron sin remordimientos un mundo de hombres vivos (2)". Finalmente, es
Michelet quien, antes de Furet, declara a propósito del Terror: "Tuvo increibles obstáculos
que sobrepasar pero los más terribles de estos obstáculos, el Terror mismo los había
1
-Histoire de la Révolution francaise, NRF, "Bibl. de la Pléiade", vol. 1, pag. 300.
2
-Ibid, p. 300-30l.

1
construido (1)". Pero seria talvez más importante recordar que el fundamento de su
interpretación no es menos político, aunque de manera diferente, que el de la
interpretación de Tocqueville. El autor ha querido poner en evidencia lo que justamente
escapó a este último, el principio monárquico del Antiguo Régimen: por una parte, la
constitución general de la sociedad, de la cual las relaciones sociales y económicas no son
suficientes para dar una definición, y por otra parte, la arquitectura que articula en la
representación del rey la de la nobleza, la de los órdenes, de los cuerpos y de los rangos, y
cuya armazón , a pesar de los cambios ocurridos, seguía siendo teológico-política. Y le
debemos además la idea de una transferencia de la autoridad real hacia el gobierno
revolucionario. Considerando la obra de Michelet y de algunos de sus contemporáneos,
nos vemos inducidos a preguntar si, paradójicamente, no es el desarrollo de una historia
de inspiración positivista (en la cual incluimos los trabajos marxistas, que suministran una
variante eminente de esta corriente), la que ha sellado, ocultandolo parcialmente, el mito
de los orígenes y de la identidad nacional o revolucionaria. Nos veríamos entonces
tentados de encontrar en la empresa de Furet, al mismo tiempo que la crítica de una
tradición historiográfica, la señal de un retorno a la fuente del pensamiento moderno de la
historia.

Intentemos reconstruir las principales articulaciones del argumento de


Furet, ya que no todas están explícitas, para apreciar mejor la sutileza de su interpretación
y formular de paso algunas preguntas.

Su punto de partida, observemoslo, está dado por la crítica de la


historiografía que llegó a ser dominante a fines del siglo xix, y que ha encontrado su
racionalización y su canonización en los trabajos marxistas. Esta historiografía, señala el
autor, combina una explicación y una narración. La primera tiene su fundamento en el
análisis y el balance de la Revolución. La segunda se refiere a los acontecimientos que se
desarrollan de l789 u 87 hasta el thermidor o el l8 brumario. La explicación es inducida
por la narración, en el sentido de que el historiador hace suya la imagen presentada por
los actores de una ruptura absoluta entre el pasado y el porvenir, entre el Antiguo
Régimen, definido como el reino del absolutismo y de la nobleza, y la nueva Francia,
definida como el reino de la libertad y del pueblo (o de la burguesía sostenida por el
pueblo). Simultaneamente la narración es orientada por la explicaciión, ya que se organiza
" como si, una vez dadas las causas, la pieza se desarrollara por si sola, impulsada por el
sacudimiento inicial" (34). Este "mestizaje de los géneros" reposa sobre la confusión de dos
objetos irreductibles: "La mezcla de la Revolución como proceso histórico, conjunto de
causas y de consecuencias, y de la Revolución como modalidad del cambio, como dinámica
1
-Ibid, pag. 297.

1
particular de la acción colectiva"(Ibid). Una confusión de tal naturaleza resulta de la
adhesión a un postulado cuya validez no es nunca puesta en cuestión: la necesidad
histórica disuelve la singularidad del acontecimiento. "Si, en efecto, causas objetivas han
hecho necesario e incluso fatal la acción de los hombres para demoler el "antiguo" régimen
e instaurar uno nuevo, no existe entonces distinción que hacer entre el problema de los
orígenes de la Revolución y la naturaleza del acontecimiento en si mismo. Porque hay no
solamente coincidencia entre necesidad histórica y acción revolucionaria, sino también
transparencia entre esta acción y el el sentido global que le ha sido dado por sus actores:
romper con el pasado, fundar una nueva historia"(35). Podemos agregar por nuestra parte,
de acuerdo por el momento con las observaciones de Fuert. que todo lo que parezca
exceder el curso previsible y por decirlo asi normal de la Revolución será imputado a
factores accidentales y no debería en ningún momento modificar su sentido:los desbor-
damientos del terror serán relacionados con la guerra, esta última con el complot de los
enemigos del pueblo, etc. Este postulado, anota Furet, "da testimonio de una ilusión
retrospectiva clasica de la conciencia histórica": lo que ocurre aparece retroactivamente
como el único futuro posible que contenía en si el pasado. Este postulado se encuentra
sustentado a su vez, en el exámen de la Revolución francesa por un segundo postulado:la
Revolución marca una ruptura absoluta en la historia de Francia. Bajo su efecto, lo nuevo,
al mismo tiempo que surge de lo anterior, contiene enm si el principio de todo futuro. En
otros términos, el postulado de la necesidad sale ganando de su vínculo con el postulado
dela Revolución como destrucción y advenimiento del poder fr operar una unificación del
proceso social e hidtórico. Con la introducción del concepto de revolucion burguesa el mar-
xismo no hace más que apoderarse de este esquema "que econcilia todos los niveles de la
realidad histórica y todos los aspectos de la Revolución francesa. Se supone entonces que la
Revolución lleva a cabo el proceso del parto del capitalismo, aún embrionrio en el siglo
XVlll, al igual que el de la burguesía cuyas aspiraciones habían estado contenidas por la
nobleza , y el de un conjunto de valores que le son consubstanciales. Se supone igualmente
que la Revolución revela la naturaleza del Antiguo Régimen considerado como un todo,
definiendo " a contrario por lo nuevoFinalmente se supone que la Revolución establece las
premisas de las cuales el futuro sacará las consecuencias necesarias. Desde un punto de
vista de esta naturaleza, la dinámica de la Revoluciónse hace transparente: lleva a cabo la
destruccion del modo de producción feudal, es un agente perfectamente adaptado a su
labor, y habla el lenguaje que requieren las tareas del momento. Denunciando los artificios
de esta construcción Furet va al encuentro de su asunto. Es inútil detenerse demasiado en
el detalle de su crItica, tal como es formulada en el ensayotitulado El catecismo revolu-
cionario (1);sin embargo, podemos al menos, precisando el argumento señalar lo más
importante. El análisis de la historia desde el punto de vista del modo de producción sólo
es pertinente, nos explica el autor, cuando se trata de abarcar el largo plazo. Aplicado al
corto plazo, es incapaz de dar cuenta del cambio estructural entre la Francia de Louis XVI y
la de Napoleón. Si se insiste en él, si se quiere descubrir en la Revoluición una mutación en
1
-Este ensayo constituye el primer capítulo de la segunda parte de su libro, consagrada a la
crítica de las interpretaciones de la Revolución (N. del T. ).

1
la economía, que coincida con una victoria de la burguesía sobre la nobleza, nos veríamos
condenados a ignorar la expansión económica que caracteriza el siglo XVIII, la instalación
del capitalismo en los poros de la sociedad señorial, el rol que juega una fracción de la
nobleza en esta expansión, principalmente en lo relativo a la industria. Prisionero de lac
imagen del feudalismo, el aargumento mezcla los rasgos del regimen feudal a los del
régimen señorial, sin prestar atención a lo que debe la explotacióñ de los campesinos a
yuna nueva forma de la economía. Considera como un hecho, sin demostrarlo, que la
existencia de la nobleza era en si misma incompatible con el progreso del comercio y de la
economía basada en la ganancia; permanece ciego a todo lo que narca una continuidad
entre el período pre-y el períódo pst-revolucionario, y no se pregunta en qué la
desmembración de la propiedad acelerada por la Revolución ha sido favorable al desarrollo
del capitalismo en Francia y cómo la ha entravado. En segundo lugar, el análisis
construido en términos de lucha de clsases no solamente desconoce la vitalidad de una
parte de la nobleza, tanto en la vida económica como en su participación en el impulso a
una nueva cultura, centrada sobre la Ilustración, sino que tambien borra las mUltiples
oposiciones que la dividen, y que testimonian de una hetrogeneidad cada vez más
acentuada, que hará aparecer , cuando se trata del conflicto entre antiguos y nuevos
nobles, una división de otra naturaleza, no por ello menos sognificativa que la de las clases.
De manera general, una perspectiva de esta índole impide precisar la interrelación cada
vez más compleja entre dos sistemas sociales de clasificación y de identificación, uno de los
cualescestaba fundado desde tiempo atrás sobre la distinción de los órdenes, de los rangos,
de las filiaciones, de los cuerpos, y el otro resultaba de la fusión en el seno de una nueva
élite dirigente de capas sociales que tenían en común riqueza, ilustración y poder.

Para discernir la ambiguedad delAntiguo Régimen, sería necesario tomar en


cuenta el papel que juega la monarquía absoluta en la transformación social a través de la
práctica de la venalidad de los oficios y el enoblecimiento, y la modernización de la
administración y el impulso del comercio. "Progresivamente, anota Furet, la monarquía ha
socavado, roido, destruido la solidaridad vertical de los órdenes, principalmente la de la
nobleza, en un doble plano social y cultural: social, a través de la constitución,
principalmente con los oficios, de otra nobleza diferente a la de la época feudal, y que
constituye en su gran mayoría la nobleza del siglo XVIII. Cultural, con la propo-
sición hecha a los grupos dirigentes del reino, reunidos a partir de ese momento bajo su
protección, de otro sistema de valores diferentes al honor personal: la patria y el Estado.
En resumen, el Estado monárquico, convirtiendose en el polo de atracción del dinero,
debido al hecho de ser dispensador de la promoción social, y conservando la herencia de la
sociedad basada en órdenes sociales, creó una estructura social paralela y contradictoria
con la primera: una élite, una clase dirigente"(139). Finalmente, un tercer elemento que
concierne a la crítica del análisis de la dinámica revolucionaria: el marxismo hace de la
burguesía el sujeto histórico sin preocuparse por definir el modo de participación de los
diferentes grupos burgueses en la Revolución, sin preguntarse por qué los que la guiaban
no estaban más estrechamente implicados en el desarrollo del capitalismo. El marxismo
se choca con el hecho de que hay varias revoluciones en la Revolución, principalmente una
revolución campesina y una revolución del pequeño pueblo urbano, y en lugar de

1
esclarecer la multiplicidad y la contradicción entre los intereses, y la función que ejerce en
esta situación el jacobinismo como ideología de integración y de compensación, se empeña
en sostener su esquema imaginandose una burguesía presionada por los acontecimientos,
por la necesidad de satisfacer a sus aliados, y de radicalizar sus métodos y sus objetivos
para defender su revolución. De esta manera el marxismo encuentra en la guerra el índice
de un conflicto económico entre la burguesía francesa y su rival inglés, y en el Terror,
producto de la guerra, una "manera plebeya" de llevar a su fin la revolución burguesa y de
liquidar a sus enemigos. Todo ello, en contraste con el hecho de que la guerra fué querida
por el rey o por la nobleza en desgracia, antes de serlo por los Girondinos, y de que
suministró a los líderes revolucionarios la ocasión de dar forma a la idea de nación, de ligar
la unidad del pueblo al combate contra sus enemigos y de adherir la masa al nuevo Estado,
con la movilización de las antiguas pasiones militares al servicio de una misión de
emancipación universal. Y todo ello, mientras el Terror, (partiendo de que sea cierto que
estuvo vinculado desde sus primeros episodios a una coyuntura de peligro nacional)
conoció su gran auge en la primavera de l794, en plena reorganización de la situación
militar.

No hay duda que las criticas de Furet dejan intacta la exigencia de un estudio
sobre la genesis de la burguesia moderna; es tambien cierto que el autor, como todos los
historiadores, considerra que con la Revolucion se erigen los fundamentos de la sociedad
burguesa. Lo que pone en cuestion es el hecho de que se pueda partir de la idea de la
burguesia, como clase definioda por el lugar que ocupa en un sistema de produccion,
ubicada en oposicion con la nobleza, por el solo hecho de los intereses que le confiere su
possicion, y como una totalidad cuyas unicas diferencias internas provienen de la
diversidad de funciones que sus miembros realizan -practicas oideologicas-, para
cponstruir asi un individuo historico, dotadode necesidades, conocimientos, voluntasd y
pasiones, bajo la unica reserva de que su conducta es dependiente de la relacion que
mantiene con las otras clases y de la influencia de los acontecimientos. Un individuo de
esta naturaleza no esidentificable ni bajo el Antiguo Regimen ni durante la Revolucion.
Bajo el antiguio regimen, la division social es informulable en los terminos estrictos de lka
division de clases. Como lo acabamos de mostrar, una parte de la nobleza y una parte de la
roture son indistintas, tanto por sus intgereses como por sus condiciones de existencia, sus
maneras de sentir y de pensar; un modelo de sociabilidad se imp;uso que ya depende de
las normas de la vieja sociedad aristocratica. Se puede decir de este modelo que contiene
las premisas deuna revolucion, por el hecho de sunincompatibilidad con el sistema de los
ordenes tal como subsiste en ese momento, pero no podria ser imputado a la iniciativa de
un actor. En cuantoa la Revolucion en si misma, si bien procede de una escision entre el
tercer estado y la nobleza, no se podria concluir que sea el resultado de un prpyecto
historicode la burguesia y que desarrolle sus consecuencias, porque los grupos burgueses
que aparecen en la vangusardia obran dentro de una situacion que no dominan: primero,
la vacance del poder creada por el derrumbamiento de la monarquia, luego, la
movilizacion de las masas populares. que impide erigir la formula de un nuevo poder
distinto del pueblo, les escamotean (derober) los puntos e referenciadelo legitimo ydelo
ilegitimo, de loreal y de lo imafginario, de lo posible y de lo deseable. Mientras tanto, es

1
dificil considerar quela Revolucion sea la obra de la burguesia: los principios de los cuales
esta ultima se reclamara mas tarde son establecidos desde l790, mientras que la
Revolucion solo esta allien su primera fase. En todos los casos, la inteligencia de la genesis
de la burguesia esta subordinada a la comprension de la forma politica dentro de la cual
esta se lleva a cabo.

La historiografia marxista esta orientada, como ysa lo hemos dicho, por la


representacion de una ruptura en la historia y dce una escisionen la sociedad que era la
misma precisamente de los actores revolucionarios, tal como apsarece esbozada por
primera vez en el panfleto de Sieyes. Las criticas que provoca requieren pues que se haga
vvolar este primer obnstaculo que bloquea la via de la interpretacion. El hecho de que
Furet, convencido de esta tarfea, invite a releer a Tocqueville, significa que le reconocve el
merito de haber sido el primero en emprenderla. Esta es pues la segunda articulacion del
argumento: mostrar como Tocqueville libero el pensamiento de la Revolucion de la
creencia en la Revolucion (una creencia que podia por lo demas alimentar tanto la aversion
como la admiracion). Es necesario sin embargo, para no equivocarse sobre la ruta seguida
por nuestro hostoriador, observar que este no se compromete con todas las tesis de
Tocqueville y que saca de su obra un doble partido, tanto porque lo instruye por lo que
dicecvomo por lo que se abstiene de decir, poniendo siempre presente su carencia. Las
criticas dirigidas al autor de El Antiguo Regimen y la Revolucion son pues diferentes a las
hechas contra la historiografia marxista. Ya no son, si podemos decirloasi, externas, sino
internas: se conforman dentro del cuadro mismode su problematica para franquearvsus
limites.

Furet comienza en efecto por poner en evidencia la originalidad de la


audacia de Tocqueville, que ha puesto en duda la amplitud de la innovacion revolucionaria,
con su empeno en identificar, mas alla de los signos visibles de una ruptura, la huella
continua de un proceso de reforzamiento del Estado, a traves de la centralizacion
administrativa, y de un proceso de democratizacion de la sociedad, a traves de la igualdad
de condiciones. Equivocadamente podria creerse que se trata de una nueva interpretacion
del largo plazo. Tocqueville ha disociado de la Revolucion, como modo de accion historica,
una revolucion que nuestro historiador llama una revolucion-proceso. No se trata de
substituir a las causas comunmente evocadas del acontecimiento revolucionario causas
aun no percebidas; su trabajo consiste en hacer aparecer una dimension de la historia que
no es solamente ignorada, sino tambien disimulada por las conductas y las repre-
sentaciones de los hombres que creen hacer la Revolucion. Es conveniente
indudablemente interrogar y rectificar la marcha de su analisis. De esta manera Furet
acentua las lagunas de su informacion historica, denuncia muy justamente su idealizacion
de la nobleza tradicional, su desconocimiento del papel jugado por el Estado monarquico
en la redistribucipon de las riquezas y la constitucion de una nueva elite dirigente. Inutil
entrar en el detalle de su critica; limitemonos a anotar de paso que, solidamente susten-
tada, muy convincente en lo relacionado con las conclusiones que saca de la obra sobre la
naturaleza del Antiguo Regimen, no es del todo justa con la sutileza de Tocqueville,
ocupado, como pocos otros autores, en subvertir sus propios enunciados; en combinar la

1
idea de los cambios de hecho del poder administrativo con la del cambio simbolico del
estatuto del Estado; la idea de la igualdad y de la similitud creciente de los individuos con
la de una igualdad y de una desemejanza cada vez mas acusadadas; la idea de una
homogenizacion del campo social con la de la heterogeneidad de los modos de
comportamiento y de las creencias; y finalmente -ambiguedad decisiva por sus efectos
sobre la apreciacion de la Revolucion- la idea del Antiguo Regimen como inmensa
transicion historica, proceso de descomposicion de la sociedad aristocratica y de la del
Antiguio Regimen como sistema que, a pesar de sus contradicciones, se mantiene integra-
do, testimonia de una unidad interna, por decirlo asi, organica.

Retiene nuestra atencion la manera como Furet explota la orientacion del


analisis de Tocqueville. Convencido de su legitimidad, se formula la exigencia de llevarlo
adelante, y construye como objeto diferenciado de analisis el hecho revolucionario como
tal, el encadenamiento de acontecimientos vividos como la Revolucion francesa. A sus ojos,
Tocqueville se detuvo frente a la"pagina en blanco" cuya escritura el mismo habia hecho
necesaria y retrocedio frente a la pregunta que su propio analisis habia hecho surgir: por
que este proceso de continuidad entre el antiguo regimen y el nuevo ha tomado la via de de
una revolucion ? Y que significa en estas condicioneas el investimiento politico de las
revolucionarios ?

Tenemos aqui la tercera articulacion del argumento. El descubrimiento de


una revolucion que avanza antes de la Revolucion y que sigue adelante mas alla de su
termino, (la revolucion que Tocqueville llama inicialmente la revolucion democratica, y
que despues asocia con el desarrollo del poder de Estado) logra hacer mas extrana la
Revolucion francesa, mas acuciosa la necesidad de pensarla en su extraneza. En otros
terminos, diriamos nosotros, el resorte del conocimiento es el asombro. A causa de haber
recusado la apariencia de la Revolucion como destruccion-advenimiento, Tocqueville nos
obliga a dar razon de esta apariencia. Estas dos ideas deben ser tenidas en cuenta al mismo
tiempo: la Revolucion no coincide con la representacion que ofrece de si misma, pero
existe en su concepto "algo que corresponde a su vivencia historica", algo que no es posible
disolver en la revolucion proceso, algo que no obedece a la secuencia de los hechos y de las
causas; se trata, nos dice Furet, de "la aparicion sobre el escenario de la historia de una
modalidad practica e ideologica de la accion social, que no esta inscrita en nada de lo que la
precedio"(4l).

Dos dificultades nos son importantes en este momento. El autor se asigna la


tarea de pensar lo que hay de exhorbitante en la Revolucion; pero, bajo pena de renunciar
a un ideal de inteligibilidad historica, le es necesario guardar en la mira una segunda tarea,
que consiste en pensar una relacion, que no es de causalidad, entre lo antiguo y lo nuevo
que lo excede. De esta manera la proposicion: "Que significa (. . . ) el investimiento politico
de los revolucionarios" no permite hacer olvidar la anterior: "Por que este proceso de
continuidad (. . . ) ha tomado la via de una revolucion?". Por otra parte, pensar la
Revolucion como tal quiere decir pensarla a la vez en su modalidad practica y en su
modalidad ideologica; es pensar lo nuevo, bajo el signo de la invencion social-historica y

1
bajo el signo de la eclosion de un nuevo imaginario de la historia y de la sociedad.

Comencemos por examinar la segunda dificultad, puestoque la primera,


auncuando le esta ligada, solo aparece plenamene en la etapa posterior del argumento. En
el pasaje que evocamos, despues de haber formulado la exigencia de apreciar la dinamica
revolucionaria, de haber rechazado una vez mas un esquema de explicacion que hace de la
Revolucion "una figura natural de la historia de los oprimidos", y sin dar mayor
importancia al hecho de que, en la mayor parte de los paises europeos, ni el capitalismo ni
la burguesia tuvieron necesidad de revolucion para imponerse, Furet enuncia un juicio
inequivoco: "No obstante es Francia el pais que inventa a traves de la Revolucion, la
cultura democratica; y que revela al mundo una de las conciencias fundamentales de la
accion historica". Algunas lineas mas adelante, precisa su pensamiento, al examinar las
circunstancias de desencadenamiento de la Revolucion: "Todo, por la Revolucion, bascula
contra el Estado, del lado de la sociedad. Porque la Revolucion moviliza a la una y desarma
al otro: situacion excepcional, que abre a lo social un espacio de desarrollo que casi
siempre le habia estado negado". Una pagina mas adelante agrega aun este comentario:
"La Revolucion es el espacio historico que separa un poder de otro poder, y donde una idea
de la accion humana sobre la historia substituye a lo instituido". Finalmente, resalta el
alcance universal de la Revolucion francesa que, a diferencia de la revolucion inglesa,
"completamente encerrada en lo religioso y fijada en el regreso a los origenes", contiene
con el lenguaje de Ropespierre la profecia de los tiempos nuevos: "La politica democratica
convertida en el arbitro del destino de los hombres y de los pueblos" (44).

Esta ultima formulación parece, es cierto, ambigua, porque ya no deja


distinguir lo que tiene que ver con una dinámica de la innovación social y lo que tiene que
ver con una dinámica ideológica. Lo que hay de seguro es que antes, a lo largo de las
paginas que citamos, el tema de la invención social e histórica, invención de un nuevo
modo de acción y de comunicación entre los hombres y, simultáneamente, invención de
una de una idea de la historia y de la sociedad como espacio en el cual se imprime el
sentido ultimo de los valores humanos, este tema permanece diferenciado, , aun
entrelazándose con el de la eclosión de la ideología, de un emportement en el fantasma de
una acción humana y de un mundo histórico y social liberados de la contracción. En
síntesis, lo que sugiere Furet , y que nos parece lo mas valioso y lo mas enigmático para
pensar, es que el momento del descubrimiento de lo político, -entendido como el momento
en el cual la pregunta por el fundamento del poder y del orden social se difunde e implica
con ella toda pregunta sobre los fundamentos de la verdad, de la legitimidad, de la
realidad, el momento pues en que se forma la sensibilidad y el espíritu democrático
modernos y en que se instituye una experiencia social nueva-, es el mismo momento en el
cual, siguiendo los términos de Marx, se difunde la ilusión de lo político. Es también el
momento en que surge plenamente la dimensión histórica de la acción y en que se inviste
en el pensamiento de la historia, en el de la sociedad entendida como sociedad puramente
humana, un interrogante de alcance universal; este momento coincide con "una especie de
hipertrofia de la conciencia histórica", inaugura una "perpetua disputa de la idea sobre la
historia real, como si esta tuviera por funcion reestructurar por lo imaginario el conjunto

1
social en piezas" (42).

Igualmente fecunda, a nuestros ojos, es tanto la idea del desdoblamiento de


la significación del proceso revolucionario
como la del "derapage" que nuestro historiador había adelantado en otra ocasión, para
localizar en el tiempo la separación (partage) entre la revolución liberal y la revolución
terrorista. porque si bien es conveniente resaltar un giro de la Revolución, importa mas
aun reconocer, como el nos invita a hacerlo, que esta desde el comienzo inscrita en la
ilusión de la política y abocada a una perpetua disputa (surenchere) de la idea sobre la
historia real -lo que Burke había muy bien recibido, aun escribiendo en l790, a pesar de
haber sido ciego por otro lado a la fundación democrática-, de la misma manera que hasta
subfinal la revolución esta a lla fuente de una proliferación de iniciativas, de una
movilización de las energías colectivas que perturban la relación que mantiene la sociedad
con sus instituciones y la abre a todos sus posibles.
********

Hay solamente que lamentar que Furet no saque todo el partido de estas indicaciones, que
haga caer todo el peso de su análisis en la dinámica ideológica de la Revolución y se limite
a mencionar la invención de una "cultura democrática" o de una "política democrática", sin
identificar sus signos en el tejido de los acontecimientos, sin precisar en que se distinguen
de la fantasmagoría del poder popular, sin hacer aparecer todo lo que el debate moderno
sobre la política y todo lo que la práctica, el estilo y los intereses en juego de los conflictos
sociales deben a la Revolución. Pero se puede comprender sin embargo que su principal
cuidado es poner en evidencia la lógica del imaginario que subtiende no solamente la
conducta y los discursos de los actores, el encadenamiento de luchas de facciones y de
grupos, sino la trama de los acontecimientos, que el historiador trata ordinariamente como
accidentes que llegaron a perturbar el curso normal de la Revolución. Porque si es normal
que esta no resume en esta lógica; que la ideología sólo se forma bajo el efecto de una
mutación que, es en si misma de orden simbólica; que la ilusión de la política supone una
apertura a lo político; el exceso de la idea sobre la historia efectiva, un sentido nuevo del
pasado y del porvenir; la fantasmagoría de la libertad, de la igualdad, del poder, del pueblo,
de la nación, una emancipación de las creencias de la autoridad, en la tradición, en un
fundamento natural o sobrenatural de las jerarquías establecidas y del poder monárquico -
no es menos verdad que la Revolución sólo asume una figura o se circunscribe el tiempo,
sus episodios se articulan entre un comienzo y un fin en razón de un desencadenamiento
de la representación, es decir de la afirmación fantástica de que lo que es formulado por el
pensamiento, el discurso, o la voluntad, coincide con el ser mismo, el ser de la sociedad de
la
historia, de la humanidad.

Furet muestra el cambios de perspectivas que orienta su lectura de la


Revolución, cuando escribe: "Toda historia de la Revolución tiene pues que tomar en
cuenta no solamente el impacto de las "circunstancias" sobre el desarrollo de las crisis
políticas sucesivas, sino también, y sobre todo, la manera como las "circunstancias" son a

1
la vez previstas, preparadas, acondicionadas, utilizadas en el imaginario revolucionario y
las luchas por el poder". Y más aún: "Las "circunstancias" que empujan hacia adelante la
dinámica revolucionaria son aquellas que se inscriben como algo natural en la espera de la
conciencia revolucionaria. A fuerza de haberlas anticipado de tal manera, esta les dá
inmediatamente el sentido que les esta destinado" (91). Y de hecho, que se trate de la
guerra, del Terror, de la figura que llega a tomar la dominación jacobina, el análisis pone
en evidencia la función que estas van a desempeñar en el sistema de representaciones y la
necesidad que ellas extraen de su propio ejercicio mientras, ya no encuentran en lo "real"
su motivo de justificación.

Dejemos de lado la parte de la demostración, que tiene que ver con la


comprobación de los hechos, para identificar brevemente los rasgos del imaginario
revolucionario. Por primera vez se forma la representación de una sociedad de un extremo
a otro política, en la cual todas las actividades y las instituciones se supone contribuyen a
su edificación general y de ella dan testimonio. Esta representación supone que por
principio todo aparezca como "cognoscible" y "transformable", y exprese los mismos
valores; contiene la definición de un hombre nuevo, cuya vocación es ser agente histórico
universal, y que confunde su existencia pública y su existencia privada: el militante revolu-
cionario. Pero, por el mismo movimiento, se vincula con su contrario: la representación de
una sociedad en defecto con relación a lo que debe ser, sujeto al egoísmo de los intereses,
que se debe pues constreñir a devenir buena, la de la proliferación de seres malhechores,
únicos responsables de los fracasos de la política revolucionaria. A la figura del hombre
universal en que se encarna la totalidad de la sociedad se acopla la del hombre particular
cuya simple individualidad hace caer una amenaza sobre la integridad del cuerpo social.
sin embargo, estas primeras observaciones sólo adquieren todo su sentido si se descubre
en que hogar se alimenta la ilusión de una sociedad idealmente de acuerdo consigo misma
y de un individuo portador de sus fines. Es por la loca afirmación de la unidad o mejor
aún de la identidad del pueblo como se constituye la ideología revolucionaria. En el se
supone se confunden la legitimidad, l verdad y la creatividad de la historia. Ahora bien,
esta imagen primordial esconde una contradicción, por que el pueblo sólo parece confor-
marse con su esencia bajo la condición de distinguirse de las masas populares empíricas,
de instituirse y de mostrarse como legislador, como actor, como consciente de sus fines.
En otros términos la idea del pueblo implica la de una operación incesante de la cual sería
el autor y que lo haría accoucher de si mismo, y la de una demostración incesante frente a
si mismo que esta en posesión de su identidad. De esta manera solamente se establece una
coincidencia entre los valores últimos y la acción La combinaciónn de las dos nociones que
Furet juzga decisivas, la de la vigilancia popular y la del complot, dan testimonio de la
mejor manera de esta elaboración imaginaria. La primera responde a la exigencia de hacer
sensible una distancia interna en el pueblo, de producirla constantemente para hacer
reconocer que esta destinada a su anulación: el pueblo solo conquista la certidumbre de si
cuando se ve, no perdiéndose de vista, cuando espía los signos de traición. La segunda se
deriva de la necesidad de vincular a una fuente exterior la traición: el pueblo no concibe
divisiones que salgan de si mismo, sólo puede imaginar obstáculos que sean imputables a
la voluntad maléfica de un enemigo de afuera.

1
Descubrir la cuestión que contiene y reprime la represión del pueblo es, por
el mismo movimiento hacer emerger la del poder revolucionario. Furet, después de haber
llamado la atención sobre la "noción central de vigilancia popular" observa justamente que
"esta formula en cada instante, y principalmente en cada giro de la Revolución, el
problema insoluble de las formas bajo las cuales se ejerce. Qué grupo, que asamblea, qué
reunión, qué consenso es depositario de la palabra del pueblo? Es alrededor de esta
pregunta criminal que se ordena las modalidades de la acción y la distribución del poder"
(48-49).

En efecto, la determinación del lugar y del depositario del poder se hace


paradójicamente imposible en el momento mismo en que se encuentra anunciado un
poder plenamente legítimo, el del pueblo, existente universal, que actúa plenamente, que
dá a todas las tareas el mismo impulso y plenamente conciente de sus fines. En un sentido,
la definición del poder coincide con la del pueblo: el pueblo se supone que no solamente
detenta el poder sino que lo es. Sin embargo como el mismo no es lo que es sino en la
medida en que lo extrae, por la vigilancia, de la envoltura de la sociedad empírica, se puede
también decir que es de allí de donde surge la instancia universal de decisión y de
conocimiento, en el lugar visible del poder, que el pueblo afirma su identidad. Pero esta
interpretación no puede prevalecer, por que toda encarnación del pueblo en un poder, toda
creación de un órgano que detentaría de manera permanente la voluntad popular o sola-
mente la ejercería hacen sensible una separación que no tiene estatuto de derecho entre lo
instituyente y lo instituido. De un lado, frente a la asamblea que pretende representar el
pueblo, haciendo las leyes en su nombre, los hombres de las secciones o de los clubs, o de
las masas que participan en las jornadas pretenden representar el pueblo en acto. De otro
lado, estos mismos, apareciendo como lo que son, minorías, se exponen inmediatamente a
verse denunciadas como grupos de hecho que engañan al pueblo que no hacen más que
simular su identidad, comportándose como usurpadores.

Sin entrar en el detalle de análisis convincente que Furet da de las estrategia


de Robespierre, cuya habilidad consiste en deshacer la trampa que tiende la revolución a
todos los actores, es decir de no fijarse en un lugar definido, de combinar la posición de la
Asamblea, la del club, y la de la calle, resaltemos lo esencial: el poder se encuentra
desmesuradamente crecido, desde el momento en que se inviste en él el poderío de la
Revolución, el del pueblo, y se encuentra abocado a una fragilidad inesperada desde el
momento en el que haciéndose visible en un órgano, en hombres, se muestra, por el mismo
movimiento, como algo separado y por ese hecho, exterior a la Revolución, al pueblo.
Ahora bien, comprendamos bien, que lo que esta en cuestión, no es solamente la imagen
de individuos que se esfuerzan al mismo tiempo por identificarse con él "y, por su
mediación, con el pueblo" y de acapararlo, es la imagen del poder en sí mismo, percibido a
la vez como fuerza que produce al pueblo y que hace ser lo que él debe ser, y como fuerza
desprendible de si, por consiguiente virtualmente extranjera, susceptible de volverse
contra si mismo.

1
La idea del poder y la del complot están pues ligadas la una a la otra, y
doblemente. El poder se hace reconocer como poder revolucionario, interior al pueblo,
que designa un lugar enemigo desde donde se fomenta la agresión: le es necesario el
complot aristocrático para borrar su propia posición, siempre amenazada por el hecho de
tener que exhibirse como particular. pero, produciendo el complot señalando con el dedo
la fuente de la agresión le fija la imagen del Otro-enemigo, corre el riesgo de verla
transferir sobre si mismo: El lugar del poder aparece entonces como el lugar del complot.

Notables son a este respecto las páginas que Furet consagra a la rivalidad
entre Brissot y Robespierre con motivo del debate sobre la guerra. Parece que Brissot fue
el primero en haber comprendido la función de esta en la dinámica revolucionaria, como
dan testimonio las fórmulas famosas de su discurso a los jacobinos en diciembre de 1891: "
Tenemos necesidad de grandes traiciones: nuestra salud está allí. . . de grandes traiciones
que no serán funestas más que a los traidores ya que serán útiles al pueblo". Mientras que
se asombra de ver a Robespierre o ponerse a una empresa de la cual él mismo y los suyos
sacarán tan grande partido más tarde. Sin embargo Brissot solo ha comprendido a medias
el resorte de la Revolución. Su único pensamiento fue que haciendo aparecer frente al
pueblo la figura de sus enemigos, excitaría su fe patriótica, le daría conciencia de su
unidad, y, por el mismo movimiento daría plena legitimidad al poder que guiaba su
combate. Robespierre da prueba de una inteligencia íntima de la Revolución por aquello
de que no solamente sospecha de la duplicidad de su adversario, su búsqueda del poder
bajo la cobertura de la defensa del pueblo, sino más profundamente -porque no se puede
dudar de su propia ambición política- adivina que la Revolución no podría limitarse a una
traición ni a un poder circunscrito que lleve su nombre; adivina que tiene necesidad de una
traición omnipresente y oculta y de un poder que no se descubre. Su fuerza está en sugerir
que, en la política girondina, existe un poder escondido bajo la revolución y el complot
escondido bajo el poder. De esta manera según la afortunada de Furet, "incorpora a su
rival a la trampa que este tiende a Luis XVI y a sus consejeros". En cuanto a él debemos
comprenderlo, "la guerra lo llevará al poder, pero no al poder ministerial con el que
pudieron soña Mireabeau o Brissot: En ese magisterio inseparable del Terror" (97).

Lo que se dice allí sobre el magisterio de la opinión nos introduce en la


última etapa del análisis de la ideología revolucionaria, que permite distinguirla
radicalmente de las formas imaginarias del pasado. No es suficiente en efecto identificar
las representaciones claves alrededor de las cuales esta se ordena: la de una sociedad de
un extremo política; la de una sociedad movilizada por el anhelo de la construcción del
hombre nuevo; la del militante encargado de la misión de lo universal; la de un pueblo que
encuentra su unidad en la igualdad, su identidad en la nación; la de un poder en el cual su
voluntad no hace más que expresarse. No es suficiente incluso con apreciar la mutación
simbólica que acompaña estas mutaciones: la fusión que se opera entre el principio de la
ley, el principio del sabel y el principio del poder; y lo que ocurre en consecuencia, la
conversión de lo real en garante de la validez del sistema de pensamiento revolucionario.
Más aún conviene relacionar estos cambios con el del estatuto de la palabra y del estatuto
de la opinión.

1
El pueblo, la nación, la igualdad, la justicia, la verdad no tienen otra
existencia que la que les ofrece la virtud de la palabra que se supone emana de allí y que
simultáneamente los nombra. En este sentido, el poder pertenece a aquel o a aquellos que
son capaces de ser sus portavoces, o más bien de hacerse entender como tales, de hablar a
nombre del pueblo y de darles su nombre. Para retomar la formula de Furet, "El desplaza-
miento del lugar del poder" se designa aquí de la mejor manera, más allá de la
transferencia explícita de una fuente de soberanía a otro: el poder emigra de un lugar a la
vez fijo, determinado y oculto, que era el suyo bajo la monarquía, a un lugar
paradójicamente inestable, indeterminado, que no se expresa más que en su trabajo
incesante de enunciación; se desprende del cuerpo del rey en el cual se encontraban
alojados los órganos dirigentes de la sociedad, para alcanzar el elemento impalpable,
universal y esencialmente público de la palabra. Cambio fundamental que marca el
nacimiento de la ideología. Ciertamente el ejercicio de la palabra, a la manera de la
palabra fundadora, había siempre estado ligada al ejercicio del poder; pero allí donde
reinaba la palabra del poder viene a reinar el poder la palabra.

Por este hecho, hay que agregar de inmediato, el poder solo puede reinar
disimulándose como poder: la palabra militante, la palabra pública que se dirige al pueblo
a nombre del pueblo, no podría jamás decir el poder que contiene. Este poder solo puede
ser expulsado por otra palabra militante que haga retroceder la primera al registro trivial
de una palabra sediciosa, la destituye de su función simbólica para apoderarse de ella -de
tal manera que en el momento en que un objetivo es alcanzado, el poder se metamorfosea
y se restablece no dejando caer más que su soporte: un hombre, hombres particulares. . .
como lo hace comprender Furet, la disimulación del poder en la palabra es la condición de
su apropiación al mismo tiempo que crea la de una competición política incesante,
fundada en la denuncia de las ambiciones escondidas del adversario. La misma razón hace
que "que el poder esté en la palabra" y que "constituya un interés constante entre las
palabras, únicas calificadas para apropiárselo, pero rivales en la conquista de aquel lugar
evanescente y primordial que es la voluntad del pueblo" (73).

Sin embargo los medios de esta conquista, los mecanismos de la competición


permanecerían ocultos, sino tomáramos en consideración una nueva figura, la de la
opinión que no se confunde ni con el poder ni con el pueblo, pero suministra el
intermediario que permite relacionarlos imaginariamente el uno al otro. De un lado, la
opinión es un sustituto del pueblo cuya realidad actual es siempre precaria. Esto no quiere
decir que la opinión ofrezca del pueblo una representación plenamente determinada; para
ejercer su función es necesario que tenga como él la propiedad de permanecer más acá de
toda definición dada, que la privaría de parecer como fuente de sentido y de valor. pero, al
menos tiene el carácter de manifestarse, y de esta manera suponiendo que alcance un
cierto grado de homogeneidad tiene la capacidad de suministrar los signos de la presencia
del pueblo. De otro lado hay una relación muy estrecha entre el poder y la opinión; porque
esta, manifestándose, impone a los actores políticos bien sea una restricción de hecho a su
palabra, sea simplemente una referencia a la cual no pueden sustraerse sin que esta

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palabra se convierta en palabra privada. En otros términos si alguien o algún grupo se
demuestra capaz a nombre del pueblo, esto sólo es posible porque su palabra se encuentra
acogida, difundida, reconocida como suya o reengendrada por una voz que no parece ser
de nadie que está desligada de todo arraigo social particular y, en su anonimato, da
testimonio de un poderío universal.

La función de la opinión en el transcurso de la Revolución francesa exige de


esta manera dos comentarios. Por una parte, el poder de la palabra supone que se haya
constituido un polo de opinión -polo cuya legitimidad se afirma sin restricción por el hecho
del hundimiento del polo del poder monárquico. Por otra parte, la opinión que
permanece informe, inubicable en un cuerpo, irreductible a un conjunto de enunciados,
haciéndose y deshaciéndose sin cesar, el poder de la palabra se conquista efectivamente
por un arte de suscitar su expresión; en este caso, de fabricar unanimidad en espacios ad-
hoc, sociedades o clubs, gracias a votos de mociones que no llevan la huella de la intención
de las personas. En este sentido, el poder sólo logra disimularse en la palabra si la palabra
ha logrado deslizarse en la opinión y hacerse allí ignorar.

En este punto de su análisis, Foret sigue la pista abierta por Augustin Cochin
(el último ensayo de su obra le está consagrado completamente). Sin duda sus caminos se
habían cruzado antes, puesto que como es recordado, Cochin se había ya asignado por
tarea la misma que formula nuestro historiador en una prolongación crítica de
Tocqueville: no esclarecer la revolución a la luz de su balance, no reinsertarla en la
continuidad de un proceso de larga duración, sino pensar "la ruptura del tejido histórico",
la lógica del desencadenamiento revolucionario, situarse al nivel en el que esta ruptura se
produce, que es político e ideológico, poner en evidencia los efectos de un nuevo sistema de
legitimidad que implica la identificación del poder y del pueblo. Sin embargo, según Furet,
uno de los mayores méritos de Cochin es haber intentado un análisis sociológico de los
mecanismos de la ideología democrática, poniendo en evidencia la función de las
sociedades de pensamiento en la producción de la opinión. El jacobinismo, en el que se
descubre claramente el sentido de la practica y de la ideología revolucionarias, la
conjunción nueva de un sistema de acción y de representación, le aparece como una
herencia y "la forma acabada de un tipo de organización política y social" ya ampliamente
extendidas en la segunda mitad del siglo XVIII, que se había impuesto a través de los
círculos y las sociedades literarias, las logias masónicas, las academias, los clubs patrióticos
o culturales.

Qué es una sociedad de pensamiento, según Cochin? su interprete responde:


"Es una forma de socialización cuyo principio es que sus miembros deben, para
desempeñar allí su rol despojarse de toda particularidad concreta, y de su existencia social
real. Lo contrario de lo que se llamaba bajo el antiguo Régimen los cuerpos, definidos por
una comunidad de intereses profesionales o sociales vividos como tales. La sociedad de
pensamiento estaba caracterizada, para cada uno de sus miembros por una exclusiva
relación con las ideas y es en lo que ella prefigura el funcionamiento de la democracia"
(224). Y cuál es el fin de esta sociedad? "No es ni obrar, ni delegar ni de "representar": Es

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opinar; es construir entre sus miembros, y de la discusión, una opinión común, un
consenso, que será expresado, propuesto, defendido. Una sociedad de pensamiento no
tiene una autoridad que delegar, representantes que elegir, sobre la base de compartir
ideas y votos; es un instrumento que sirve para fabricar una opinión unánime" (íbid. )

Qué es bajo esta luz el jacobinismo? Es, debemos comprenderlo, el modelo


de la sociedad de pensamiento plenamente desarrollado y transformado, desde el
momento en que el modelo de los cuerpos se disuelve y que se hunde el poder monárquico.
Entonces, la noción de individuo abstracto, miembro de la sociedad de pensamiento, se
convierte en la del ciudadano, la noción de una opinión unánime que viene a fundamentar
la representación del pueblo-uno y todos los procedimientos de manipulación de los
debates, de selección de los adherentes, de los militantes, al servicio de la producción de
discursos homogéneos, ganan un eficacia práctica al mismo tiempo que simbólica: El
poder que se disimula en la palabra para acoplarse con la opinión se convirtió en poder
político.

Pero es también en este punto del análisis que aparece la última articulación
de la argumentación de Furet y que surge una dificultad a la que ya hemos hecho alusión.
El lector puede en efecto asombrarse del retorno de un cuestión que creía superada:
aquella, sino de las causas, al menos de las condiciones de emergencia de la Revolución en
el seno del antiguo Régimen. Furet no habría más que relacionado al registro de la,
sociabilidad democrática" una idea de la continuidad de la historia que otros creían
encontrar en el registro del modo de producción y de la lucha de clases o en el registro del
crecimiento del Estado y de la centralización administrativa? A nuestros ojos esta dificul-
tad merece ser mencionada, no porque haga imposible la interpretación, sino más bien
porque nos incita a apreciar mejor la orientación. Es muy cierto, en efecto, que Furet va a
buscar a su vez en el antiguo Régimen los signos de lo que será la ideología revolucionaria.
Pero esta investigación por lo demás más fina y más documentada de lo que podemos
entrever, no anula el principio de lo que se había fijado: abandonar el lugar ficticio de un
sobrevuelo de la historia que suministraría la seguridad de que lo nuevo surge de lo
antiguo, como las consecuencias de sus premisas; concebir la forma política singular que
describe la Revolución, en ruptura con el pasado. El examen de esta forma política es lo
que lo induce a identificar los rasgos en los cuales se perfilaba. La Revolución no es
concebida por él, a final de cuentas, como el producto de una historia anterior, de tal suerte
que sería suficiente reubicarla en su transcurso a mediados del siglo XVIII por ejemplo
para verla comenzar a aparecer. Ella se ofrece como un revelador del pasado; y lo que ella
revela no es toda la sociedad del antiguo Régimen -la historia del antiguo Régimen puede
conducir muy lejos su estudio sin interrogarse sobre ella-, lo que ella revela es el despegue
interno de las representaciones que rigen el conjunto de las relaciones sociales, la fractura
que se abrió en el sistema de legitimidad, aquella especie de brecha que al mismo tiempo
abre y enmascara al absolutismo; no es incluso la vía de la democracia o de las ideas
nuevas, sensible en toda Europa y más particular en Inglaterra es lo que debe a la
referencia conteste de un poder omnisciente y todopoderoso el pensamiento de la igualdad
de los individuos, como el de la homogeneidad y de la transparencia de lo social.

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La reserva que nos inspira el análisis conduce bajo la orientación de Cochin a
otro motivo. Este sólo ha identificado en el advenimiento de la sociedades de pensamiento
una prefiguración del jacobinismo, en la formación de la opinión la de una potencia
anónima que disuelve en ella la diversidad de los puntos de vista particulares. Ahora bien,
si es seguro que él se aproxima a un fenómeno de los más importantes del que se debía ver
más tarde todos los desarrollos con la creación de los partidos revolucionarios modernos,
él ha dejado en la sombra su otra cara: Esta irrigación nueva del tejido social por
asociaciones que asumen el problema de vida política y de la cultura; el decloisonemen de
los espacios privados circunscritos hasta ese momento en los cercos del cuerpo; la difusión
de los métodos críticos de conocimiento y de discusión; la instauración de un intercambio
o de una comunicación de las ideas que subtiende la opinión. A diferencia Tocqueville, él
permanece insensible a la ambigüedad del individualismo que, para este último, implica a
la vez la independencia del pensamiento, el sentido de la iniciativa, de la verdadera forma
de la libertad, y el aislamiento de cada uno, su rebajamiento frente a la sociedad, su más
estrecha sujeción al poder que se supone encarnarlo. Sino se puede dudar que Furet está
lejos de casarse con el conjunto de tesis de Cochin -le reprocha explícitamente dejar de
lado el movimiento que se perfila en dirección de la democracia representativa al comienzo
de la Revolución y que persiste, a pesar de su fracaso bajo la misma dictadura jacobina-, su
interpretación sufre de una laguna que ya habíamos señalado, cuando nos asombrábamos
de escucharle hablar de "la invención de la cultura democrática" sin intentar definirla.
Furet respondería que su interés era pensar la revolución en la Revolución francesa y que
lo que hace la revolución es el empuje de la ideología; que le importaba más, en
consecuencia poner esta en evidencia en todo lo que la había hecho posible que explorar
los aspectos múltiples de un cambio que no requeriría el acontecimiento revolucionario?
Nosotros hemos dicho que esta respuesta estaba bien fundada y sustentada por un análisis
riguroso de la dinámica revolucionaria; sin embargo, la cuestión nos conduce a lo que es el
exceso de la revolución. Este exceso, no hay que reconocer que pasa los límites de la
ideología? No hay que encontrar allí el índice de una separación irreductible, entrevisto
repentinamente, entre lo simbólico y lo real, de una indeterminación del uno y del otro -de
una separación en el ser de lo social que nosotros podemos siempre constatar? Nuestro
actor dice muy bien que con la Revolución se abre a la sociedad "un espacio de desarrollo
que le está casi siempre cerrado" no es hacer entender que si la democracia representativa
se demuestra impotente para establecerse, no es solamente porque la ilusión política
ponga a los hombres fuera de sí mismos, sino porque no es suficiente para preservar esta
apertura y, que pretendiendo ser suficiente para ello, parece al contrario volver a encerrar
este espacio apenas construido? Nuestro autor observa con perspicacia que los
revolucionarios han sufrido la atracción del absolutismo que querían destruir, retomado en
sus manos el proyecto de un dominio entero de los social que les había legado el estado del
antiguo Régimen; pero poniendo en evidencia la dimensión política de la Revolución ,
incita también a medir el extraordinario acontecimiento que fue el fin de la monarquía, la
experiencia nueva de una sociedad que ya no se dejaba aprehender en la forma de una
totalidad orgánica. Ahora bien, no se instituye acaso, a partir de este acontecimiento, un
debate infinito sobre los fundamentos de la legitimidad que impide a la democracia

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descansar en sus instituciones?

Tocqueville y Quinet han encontrado las mismas palabras, o casi, para


formular un último juicio sobre la Revolución. El uno decía que ella había inaugurado "el
culto de los imposible": denunciaba así la evasión en la imaginario; el otro que ella ha
hecho nacer "la fe en lo imposible": El entendía que la negación de lo supuesto real es
constitutiva de la historia de la sociedad moderna. Dos ideas, decididamente que hay que
mantener unidas.

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