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jardines sin flor

Todas las flores de la poesía son una misma flor ancestral por cuyas vértebras, por
cuyos espasmos automatizados de apertura, quedamos todos gratamente aplastados. Las
flores de la biología son ensamblajes de pequeñas máquinas, pero en el fondo son las
mismas de los manteles y los poemarios, flores para bautismos, para enamorados y para
entierros; todas son hoyos de consumo, naturaleza arrancada del torrente. Todas las flores
muertas y disecadas para la antesala de los sentidos. Los claveles del sagrario de la carne
tanto como la mística rosa-espiritual, boca y ano de dios y de toda su santísima-prole.
Para que la flor sea flor, aquí, debe dejar de serlo. Reaparecer destruida bajo cielos
acrecidos; enrojecida por la atmósfera de fuegos nuevos; dada sobre mapas estelares
desconocidos, que obliguen su posible desaparición a emerger sin pensarlo, a salir duro y
terrible como la carne de un matadero.
Toda flor que no se entrega como flor, se entrega como imagen de la flor, y toda
imagen potencial aspira a ser mito.
En el mito de la flor caben todos los estratos, todas las figuras, excepto la flor, que
está excluida de adentro hacia afuera. La flor es el cuerpo, mítico y total, presente pero
fantasmagórico. Esta es la “rosa homosexual” de los delirios de amor místico y obsceno
que desbordaban a Panero y obsesionaban a Bataille.
Las flores carnívoras, los tallos, pistilos radioactivos de cientos de metros; las
catedrales de linfa cruda y nectarios más amargos que la lengua de la muerte; los pétalos y
sépalos, cordones y paracaídas en una caída infinita, suspendida por todo lo que no puede
ser cuerpo. Los estigmas, anteras, filamentos de sol y de viento que derretirían el ojo
humano antes de ser intuidos por el cerebro. Estas son las flores de otros mundos, flores
que el cuerpo no puede sentir, pues la codificación material de sus mundos no resulta
siquiera imaginable.
El mito de la flor ofrece el cuerpo fracturado, el aparato escindido, eternizado pero
aplastado, que busca con todas sus fuerzas las improntas sensoriales de otra realidad. El
mito presenta un mundo sin cuerpo, donde la corporalidad sólo se intuye en la paradoja de
la comunión primordial con la imagen de lo informe. La trascendencia mundana abre los
reinos primordiales, donde las flores crecen sin que nadie las pueda oler o tocar.
Las flores de ultra-mundo son como las flores en los cocteles, fiestas de quinces y
arreglos matrimoniales, en la medida de que tanto las unas como las otras, esperan
demasiado del cuerpo: esperan mucho más de lo que el cuerpo moderno le puede dar a un
adorno de mesa. Este mundo de apariencias y despersonalización es ese adorno muerto,
alguna vez natural, que ahora agoniza en una mesa.
El paso del estereotipo al mito intenta la purificación de la imagen, pero se agota en la
depuración final de una mejor publicidad.
El mito de la flor habla de los sentidos sin sentidos, de los ruidos que hace una flor
mientras nadie la escucha morir; habla de un cuerpo negado por la forma, que ni la flor más
exótica, fragante o colorida podría penetrar. El mito de la flor como intermediación con la
flor anuncia una pérdida inevitable del cuerpo, una desaparición de las flores y de los
sentidos.
Los poemas de en medio dibujan al sujeto necesario ante una flor imposible.
Este sujeto es el cuerpo, y su flor impalpable, la forma infinita que lo separa de todo
lo demás.
Miguel G. Macías…

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