Está en la página 1de 2

En la imagen se puede ver a un científico invitando a un padre de la iglesia a observar su nuevo

hallazgo en relación con el universo, frente a lo cual hay una evidente negativa por parte del hombre
religioso. En el fondo, esta imagen está representando la famosa oposición entre ciencia y religión,
que en el medioevo causó tanto revuelo. Tal oposición se sustentaba en el hecho de que las verdades
de las ciencias iban en contra de lo que planteaba la fe religiosa. En la imagen puede identificarse
que, en este contexto, la iglesia ejercía poder sobre el conocimiento, porque

El verdadero método de la experiencia enciende primero la antorcha y, luego, con ayuda de su luz,
muestra el camino: parte de una experiencia bien regulada y profunda, no confusa ni desordenada;
deriva de ella sus axiomas, y pasa de los axiomas conocidos a nuevos experimentos

Supongamos que alguien quisiese arrancar sus disfraces a los actores que llevan a cabo su papel
en un escenario, revelando a los espectadores sus auténticos rostros. ¿No perjudicará así toda la
ficción escénica y no merecerá que se le considere como un loco furioso y se le eche del teatro a
pedradas? De forma súbita, el espectáculo adquirirá un nuevo aspecto: donde antes había una
mujer, ahora hay un hombre; antes había un viejo y ahora hay un joven; el que era rey se ha
convertido en un granuja, y quien era un dios se nos aparece allí como un hombrecillo. Empero, quitar
la ilusión significa hacer desaparecer todo el drama, porque es precisamente el engaño de la ficción
lo que seduce el ojo del espectador. Ahora bien, ¿qué es la vida del hombre, sino una comedia en la
que cada uno va cubierto con su propio disfraz y cada uno declama su papel, hasta que el director
le aparta del escenario? El director siempre confía a un mismo actor la tarea de vestir la púrpura
real o los andrajos de un miserable esclavo. En el escenario todo es ficticio, pero la comedia de la vida
no se desarrolla de una manera distinta (Erasmo de Rotterdam, Elogio a la locura, citado por Reale,
1995, p.98)
No te he dado, oh Adán, un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa específica,
para que de acuerdo con tu deseo y tu opinión obtengas y conserves el lugar, el aspecto y las
prerrogativas que prefieras. La limitada naturaleza se halla contenida dentro de las leyes
prescritas por mí. Tú determinarás tu naturaleza sin verte constreñido por ninguna barrera, según tu
arbitrio, a cuya potestad te he entregado. Te coloqué en el medio del mundo para que, desde allí,
pudieses elegir mejor todo lo que hay en él. No te he hecho ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal,
para que, por ti mismo, como libre y soberano artífice, te plasmes y te esculpas de la forma que
elijas. Podrás degenerar en aquellas cosas inferiores, que son las irracionales; podrás, de acuerdo
con tu voluntad, regenerarte en las cosas superiores, que son divinas (Pico de la Mirándola, citado
por Reale, 1995, p. 82).

El que estudia las cosas de ahora y las antiguas, conoce fácilmente que en todas las ciudades y en
todos los pueblos han existido y existen los mismos deseos y las mismas pasiones; de suerte que,
examinando con atención todos los sucesos de la antigüedad, cualquier gobierno republicano prevé lo
que va a ocurrir, puede aplicar los mismos recuerdos que usaron los antiguos y, de no estar en uso,
imaginarlos nuevos, por la semejanza de los acontecimientos. Pero estos estudios se descuidan; sus
consecuencias no las suelen sacar los lectores, y si las sacan, las desconocen los gobernantes, por
lo cual en todos los tiempos ocurren los mismos disturbios (Maquiavelo, Discursos sobre la primera
década de Tito Livio, libro I, capítulo 39).

Dice Cicerón que filosofar no es otra cosa que prepararse para morir. Esto es así porque el estudio
y la meditación detraen en cierta medida nuestra alma y, llevándola fuera de nosotros, la fecundan,
dejando aparte el cuerpo, lo que a su modo resulta un aprendizaje a semejanza de la muerte; o bien
es porque toda la sabiduría y el discurso sobre el mundo se resuelve y acaba en este punto: el
enseñarnos a no temer a la muerte (Montaigne, Ensayos, Libro I, Capitulo XX).

GINA STEFANNY RODRIGUEZ PARRA 11A

También podría gustarte