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Por otro lado, para hablar del proyecto descolonial de Silvia Rivera Cusicanqui, es
necesario entender que su noción de colonialismo interno recorre transversalmente gran parte
de su obra. Este concepto proviene de la síntesis del trabajo de González Casanova, Ernest
Bloch, el concepto de memoria colectiva de Maurice Halbwachs, la internalización del
enemigo de Franz Fanon, sobre las historias de vida de Franco Ferrorti, a la que se suma la
experiencia participativa en la reorganización del movimiento aymará (Cusicanqui, 2010,
Cusicanqui, 2012). De esta forma, se constituye un marco teórico-metodológico a través del
cual se intenta hacer una lectura comprensiva desde una doble fuente; en primera instancia,
se forma un análisis a los anclajes profundos del pasado, y por otra parte, el de las
potencialidades del presente de la sociedad boliviana.
Para Cusicanqui, el concepto de colonialismo interno se define como el “conjunto de
contradicciones diacrónicas de diversa profundidad, que emergen a la superficie de la
contemporaneidad, y cruzan, por tanto, las esferas coetáneas de los modos de producción, los
sistemas político estatales y las ideologías ancladas en la homogeneidad cultural”
(Cusicanqui, 2012: 36). De tal forma, en la contemporaneidad boliviana (que es su espacio
de estudio analítico), existe de forma oculta un modo de dominación, mantenido por un
horizonte colonial de larga duración, en la cual se ha articulado sin superaciones ni
modificaciones, los ciclos más recientes del liberalismo y el populismo (Cusicanqui, 2012).
Existe una diferencia con respecto al concepto clásico de colonialismo interno, en el
cual nuestra autora articula tres horizontes o ciclos históricos de diversa profundidad y
duración en la contemporaneidad boliviana que interactúan en la superficie del tiempo
presente, estos “ciclos”, están articulados bajo con concepto de pachakuti, palabra aymará
que significa simultáneamente tiempo, espacio, regreso, vuelta, regreso del tiempo, cambio
del tiempo, revolución; conmoción/reversión del cosmos, que es a la vez catástrofe y
renovación.
El primero de ellos es el ciclo colonial, este se constituye como un sustrato profundo
de mentalidades y prácticas sociales que organizan los modos de convivencia y sociabilidad
de lo que hoy es Bolivia, estructurando en especial los conflictos y comportamientos ligados
a la etnicidad a través del colonialismo interno. En este periodo se polarizó y jerarquizó a las
culturas nativas (vs la cultura occidental), valiéndose de la oposición entre cristianismo
versus paganismo como mecanismo de disciplinamiento cultural. El segundo es el el ciclo
liberal, en el cual se introduce un conjunto de acciones civilizatorias ideológicamente
orquestadas e institucionalmente asentadas desde la independencia, en el cual se legitiman
en los supuestos derechos asociados a la imagen ilustrada como ciudadano, resultante en un
paradójico y renovado esfuerzo de expulsión basado en la negación de humanidad de los
indios. En esta fase, el darwinismo social y la oposición salvaje/civilizado sirven para renovar
la polaridad y jerarquía entre la cultura occidental y las culturas nativas. Y finalmente, desde
la revolución de 1952 se inaugura el ciclo populista, que se superpone e interactúa con los
dos ciclos anteriores. Este ciclo se caracteriza por la subordinación de la “plebe” cholo-india,
a través de una amplia y centralizada estructura clientelar que transformó al estado y a la
política en esferas exclusivas y excluyentes. La oposición desarrollo/subdesarrollo, o
modernidad/atraso continúan cumpliendo funciones de expulsión y disciplinamiento cultural
amparado en la eficacia del un estado interventor y centralizado (Cusicanqui, 2012).
Es interesante como Silvia se aproxima a la heterogeneidad de la formación social
boliviana no simplemente en términos de la diversidad étnica, sino con relación a lo complejo
de su historicidad. Puesto a que es, en ese plano temporal, cuando suscita la coexistencia
simultánea de esta multiplicidad de capas, o ciclos históricos, es decir la existencia de
contradicciones no coetáneas. Estos tres grandes ciclos históricos de memoria colectiva que
interactúan en la sociedad boliviana contemporánea, consisten en la reconstrucción continua
de estructuras coloniales de dominación elaboradas a partir de la conquista. En esta visión
se puede observar también una critica a la concepción lineal y teleología de la historiografía
clásica occidental, en tanto el historicismo europeo (al igual que el marxismo ortodoxo) traza
una determinada secuencia temporal para los acontecimientos históricos, lo que obliga a los
pueblos colonizados a una larga espera; la de llegar a un grado de desarrollo que haría posible
una revolución, dejando de lado estados arcaicos, pre políticos, espiritualistas de
organización.
Tal posición plantea un especifico problema historiográfico de interpretación y
también un problema epistemológico más amplio: el de ser capaz de comprender como los
propios sujetos viven y dan sentido a sus luchas, esto lógicamente rompe con la unilateralidad
de la comprensión histórica desde un punto de vista privilegiado que interpreta la historia
como un proceso continuo y sucesivo.
En este punto podemos advertir que estamos frente a una visión de la historia que
rompe con los esquemas de temporalidad tradicionales, y que se presenta como una
herramienta teórica con un fuerte carácter heurístico por el cual podemos construir y
deconstruir la historia multitemporal en las distintas formas de emergencia de un sujeto
político; nos permite re-descubrir los modos de dominación y violencias encubiertas que han
traspasado los diversos periodos histórico/sociales ocurridos en América latina.
Si bien el análisis teórico de Silvia Rivera se construye a partir del estudio de la
sociedad boliviana, existe certeza de que muchas sus ideas “podrían tener una validez más
amplia, y aplicarse a las regiones orientales de las cuencas amazónica y platense, en las que
sería preciso hacer similares cortes históricos u ver los modos específicos de inserción de las
contradicciones del pasado en el presente” (Cusicanqui, 2012: 37). Podemos entender esta
extensión analítica a la hermandad histórica compartida por varios pueblos latinoamericanos,
en el cual el colonialismo entendido como mecanismos sociales y practicas de dominación
se encuentran ancladas en una larga historia de opresiones, que representan una matriz común
en el continente.
Podemos apreciar que en la obra de Cusicanqui, existe una una particular forma de
concebir la historicidad, en tanto un entramado de relaciones en las cuales se insertan los
sujetos colectivos y cobran significación las luchas asumidas a lo largo del tiempo, la que
resulta fundamental a la hora de comprender procesos y subjetividades políticas. Sobre su
concepción del tiempo Silvia (2010) nos dice: “El mundo indígena no concibe a la historia
linealmente, y el pasado-futuro están contenidos en el presente: la regresión o la progresión,
la repetición o la superación del pasado están en juego en cada coyuntura” (Cusicanqui: 55).
Por otro lado, los elementos expuestos en relación a su teoría del colonialismo interno,
nos ayuda a reconocer en que medida existe un proceso de saturación de significados
políticos, experiencias y prácticas colectivas se consolidan en el tiempo, lo que constituye
una construcción particular de imaginarios políticos y memorias colectivas.
Es en este sentido, bajo el contexto de la vigencia del colonialismo interno en nuestros
países del continente, en el cual Silvia Rivera Cusicanqui propone una sociología de las
imágenes, en tanto esta encarna implícitamente un versado potencial epistemológico
descolonizador: Silvia entiende que las culturas visuales pueden aportar a la comprensión de
lo social, puesto a que se han desarrollado con una trayectoria propia, la que revela y re
actualiza, muchos de los aspectos no conscientes de lo social (Cusicanqui, 2010: 19).
Las imágenes nos permiten dan cuenta de lo encubierto, de lo invisibilizado por los
escritos producidos durante los diversos ciclos (colonial, liberal, populista) históricos, ya que
“es evidente que en una situación colonial, lo no dicho es lo que más significa; las palabras
encubren más que revelan, y el lenguaje simbólico toma escena” (Cusicanqui, 2010: 13). Las
imágenes no son una copia de la realidad, sino más bien una interpretación de su época, en
sus dimensiones complejas y conflictivas. Silvia propone una comprensión de las imágenes
en tanto piezas hermenéuticas por sí mismas, hendidas por la subjetividad del autor las cuales
no solo describen una realidad, sino que la interpretan, y establecen una conversación con
ella; reflexionan, lo cual nos brinda una mirada sociológica sobre la estructura de valores, la
organización y otras fuerzas que moldean la sociedad.
De tal forma la descolonización de la mirada consistiría en “liberar la visualización
de las ataduras del lenguaje, y en reactualizar la memoria de la experiencia como un todo
indisoluble, en el que se funden los sentidos corporales” (Cusicanqui, 2010: 23). El transito
entre la palabra y la imagen es parte fundamental de la elaboración de los nuevos discursos
y practicas pedagógicas descolonizadoras, puesto a que en el colonialismo, las palabras
adquieren una función precisa, la de encubrir: “las palabras se convirtieron en un registro
ficcional, plagado de eufemismos que velan la realidad en lugar de designarla” (Cusicanqui,
2010: 19).
Desde el terreno represivo de la palabra, sus consecuencias se articulan en modos
retóricos de comunicación, dobles sentidos, sentidos tácitos, convenciones del habla que
esconden una serie de malentendidos y que orientan las prácticas, y que a la vez divorcian a
la acción de la palabra pública. Por ejemplo, Silvia (2010) nos cuenta que luego de la
revolución de 1952, cuando se torno hegemónico entender la sociedad de una forma
homogénea como en Europa, la palabra “indio” fue sustituida por “campesino” eliminando,
encubriendo la persistencia del problema colonial y racista (Cusicanqui: 89).
Por el contrario, podemos decir que las imágenes “nos ofrecen interpretaciones y
narrativas, que desde siglos precoloniales iluminan este trasfondo social y nos ofrecen
perspectivas de comprensión crítica de la realidad” (Cusicanqui, 2010: 20). De esta forma y
a través de un procedimiento de problematización de lo visual, podemos reescribir la historia
desde la interpretación crítica de los registros visuales y construir una narrativa crítica
rebelde, la que tiene el potencial de desenmascarar las distintas formas de colonialismo y
ofrecer una perspectiva crítica de la realidad. Para Silvia (2010), el cine y la pintura son
medios aptos para romper con el status quo hegemónico de representación, mientras estas
expresen momentos de un pasado no conquistado, que se erige rebelde al discurso uniforme
y totalizante de la ciencia social.
Una muestra de esta metodología son sus estudios sobre el trabajo de Waman puma
de Ayala, los trabajos de Melchor María Marcado o las películas de Jorge Sanginés.
(Cusicanqui, 2010; 2012; 1997). En el caso de Waman Puma de Ayala, más que lo escrito,
la socióloga se interesa en la carga simbólica que contienen los más de trescientos dibujos
que contiene esta crónica, escrita entre 1512 y 1615 dirigida al Rey de España. En este
trabajo, Silvia nos expone una de las nociones más recurrentes de Waman Puma, centrada en
la idea de “mundo al revés”, esta idea, en el cual considera como su teorización visual del
sistema colonial, se desligan ideas propias de la sociedad prehispánica, los valores y
conceptos del tiempo-espacio, la cual se deriva de la experiencia directa con la catástrofe de
la conquista, la colonización y la subordinación masiva de la población.
Por otro lado, con respecto al concepto de biopolítica, podemos advertir que en su
obra "Defender la Sociedad”, Foucault (2006) percata el surgimiento de una tecnología del
poder durante la mitad del siglo XVIII, esta lógica de dominio, se diferenciara radicalmente
del arte de gobernar característico de las épocas anteriores: la modernidad instaurará una
lógica de dominio, no solo en la forma en que se relacionan los seres humanos sino que irá
mas allá, de la concreción del lema “hacer morir y dejar vivir” (propio de las llamadas
sociedades de soberanía), transmutará a “hacer vivir y dejar morir”. De esta manera se
constituyen y afianzan las llamadas sociedades disciplinarias. Consecuencia de aquello, la
autoridad del soberano no se fundamentará en la capacidad de decidir acerca de la posibilidad
de quitar o perdonar la vida de los súbditos frente a la transgresión de la ley, sino de una
organización de poder estatal que administra la vida en base al control y regulación de la
misma, fundada en procesos biológicos en relación a su productividad.
Sobre la emergencia de la biopolítica, Foucault (2002) nos dice:
(…) Sin embargo, nunca las guerras fueron tan sangrientas como a partir del siglo
XIX e incluso salvando las distancias, nunca hasta entonces los regímenes habían practicado
sobre sus propias poblaciones holocaustos semejantes. (…) Se educa a poblaciones enteras
para que se maten mutuamente en nombre de la necesidad que tienen de vivir. Las matanzas
han llegado a ser vitales (Foucault, 2002:129).
En términos de gobernanza, se tiene como punto culminante el surgimiento de la
economía política, donde las ternas del gobierno son localizadas en la población. La
materialización de esta nueva concepción supone necesariamente la producción de vida de
los dominados a partir de una serie de condiciones que permitan a estos sujetos lograr una
vida productiva al servicio del capital. A partir del siglo XVIII hemos vivido en una sociedad
disciplinaria que se estructurará en base a “soberanía-disciplinación gubernamental cuya
meta principal es la población y los mecanismos esenciales son los dispositivos de seguridad”
(Foucault, 2007:212).
El biopoder toma a su cargo la vida, desde lo orgánico a lo biológico, del cuerpo a la
población, Foucault lo de fine en tanto: “El conjunto de mecanismos por medio de los cuales
aquello que, en la especie humana constituyen rasgos biológicos fundamentales podrá ser
parte de una política, una estrategia política, una estrategia general del poder; en otras
palabras, como, a partir del siglo XVIII, la sociedad, las sociedades occidentales modernas,
tomaron en cuenta el hecho biológico fundamental de que el hombre constituye una especie
humana (Foucault, 2004: 15).
Esta gubernamentalidad articulada en dispositivos del poder, que a su vez sostienen
redes de relaciones de poder, intentarán regular los procesos vitales de la población
(natalidad, enfermedad, mortalidad, longevidad, etc.), fundadas en la optimización de la
productividad de la vida, expresados en la individualización de los cuerpos de los sujetos.
Este proceso que Foucault llamará biopolítica, inscribe los cuerpos en variables
poblacionales (biopolítica) y los subjetiva disciplinariamente de manera individual
(anátomo-política).
Por otro lado, ya refiriéndonos al concepto que se encuentra en “la otra cara de la
moneda” de la biopolítica, la necropolítica, debemos remarcar que diversos teóricos del sur
global han destacado que el biopoder no funciona de la misma forma en todas partes, y de
ella deviene una inexplicabilidad intrínseca al contrastarla con las relaciones de poder en el
llamado “tercer mundo” (Estévez, 2018). La noción de biopoder es insuficiente para reflejar
las formas contemporáneas de supeditación de la vida al poder de la muerte (Mbeme, 2011).
En el “tercer mundo” existe la necropolítica en vez de una biopolítica. Dado que el
contexto de los llamados “países en vías de desarrollo” existe una diferencia sustancial de
dispositivos, técnicas, prácticas y estrategias de relaciones de dominación que se articulan
históricamente de forma mucho más radical que en los países del primer mundo, ejemplos de
ello pueden ser la guerra contra el narcotráfico en México, la narco-política en Colombia, la
esclavitud Africana o nuestra compartida condición histórica de colonias.
Para Achille Mbembe (a quien se le atribuye el concepto de necropolítica), la
biopolítica no se puede entender sin su contraparte: si por un lado está la biopolítica,
administración la vida y la construcción de estilos de vida, por otro lado se encuentra la
necropolítica: la administración de la muerte, destrucción de hábitats y pueblos. La hipótesis
central de Mbembe se articula en que “la expresión última de la soberanía reside ampliamente
en el poder y la capacidad de decidir quien puede vivir y quien debe morir” (Mbembe, 2006:
19). El hacer morir constituye los limites de la soberanía, la que está definida como el “ejercer
un control sobre la mortalidad y definir la vida como despliegue y la manifestación del poder”
(Mbembe, 2006: 20).
Si para Foucault la soberanía se configura como una lógica de poder de muerte que
se conforma desde regulaciones de la vida biológica de la población por parte del estado,
Mbembe resalta tales configuraciones pero desde el punto de vista del colonizado, desde la
posición colonial, en la que la biopolítica se transforma en necropolítica: la colonia será el
espacio donde la administración biológica de la población se dará desde una lógica de guerra
que legitima la expropiación del territorio, la explotación bajo la constante de la vida como
desechable y reemplazable, la exclusión y marginalidad de los muertos vivientes.
Mbembe considera que la relación entre la modernidad y el terror originario de la
necropolítica proviene de diversas fuentes, desde las prácticas políticas del antiguo régimen,
la fusión de la razón, el terror durante la revolución francesa, o el terror revolucionario, pero
que todo relato histórico sobre la emergencia de este terror moderno debe tener en cuenta a
la esclavitud, como una de las primeras manifestaciones de la experimentación biopolítica.
Sobre ella y la concesión de la muerte en la figura de la plantación Mbembe (2006)
nos dice: “La condición del esclavo es por tanto, el resultado de una triple pérdida: pérdida
de un hogar, pérdida de los derechos sobre el cuerpo y pérdida de su estatus político. Esta
triple pérdida equivale a la dominación absoluta, a una alienación desde el nacimiento y a
una muerte social (que es una expulsión fuera de la humanidad). En tanto que estructura
político-jurídica, la plantación es sin ninguna duda, el espacio en el que el esclavo pertenece
al amo” (Mbembe, 32).
Es importante destacar que el necropoder está siempre e indisolublemente ligado al
racismo: “al fin y al cabo, mucho más que el pensamiento de clase (ideología que define la
historia como una lucha económica entre clases), la raza ha sido la sombra omnipresente en
el pensamiento y la práctica política de occidente, sobre todo cuando se trata de imaginar la
inhumanidad de los extranjeros” (Mbembe, 2006: 36). El racismo es conceptualizado como
una “economía psíquica”, una práctica de la imaginación en tanto se sustenta con una idea
que la ciencia moderna ya podido discutir pero que, sin embargo, permanece. Este racismo
encuentra su origen en la experiencia colonial y actualmente en la “modernidad global”,
producido como efecto de la multiplicidad de consecuencias de las migraciones y las guerras
(Mbembe, 2006)
Como ya mencione anteriormente, la biopolítica no se puede entender sin su
contraparte -la excepción en la colonia-, fundamental en el análisis de Mbembe. Para él
resulta importante constatar que es en las colonias y bajo el régimen del apartheid en
particular, donde hace la aparición de un terror en particular: “la selección de razas, la
prohibición de matrimonios mixtos, la esterilización forzosa e incluso el extermino de los
pueblos vencidos han sido probados por primera vez en el mundo colonial. Observamos aquí
las primeras síntesis entre la masacre y la burocracia, esa encarnación de la racionalidad
occidental” (Mbembe, 36).
En consecuencia, podemos decir que la violencia es esencial de todas las historias
coloniales; la colonia representa el lugar en que la soberanía consiste sustancialmente en el
ejercicio de un poder al margen de la ley, donde, en palabras de Achille, “la paz suele tener
el rostro de una guerra sin fin”. (Mbembe, 2006: 38)
En relación a las guerras contemporáneas, en la nueva era de la movilidad global,
Mbembe nos indica que una de sus principales características es que las operaciones militares
y el ejercicio del derecho a matar ya no son monopolio de los estados y que el “ejercito
regular” no es el único medio para ejecutar este derecho; las milicias urbanas, los ejércitos
privados y las policías de seguridad privada tienen también acceso a las técnicas y practicas
de la muerte. Los estados modernos, tomando el ejemplo africano, ya no pueden reclamar el
monopolio de la violencia y los medios de cohesión en su territorio, ni sobre sus limites
territoriales. Se ha privatizado la violencia: “la propia cohesión se ha convertido en un
producto de mercado. La mano de obra militar se compra y vende en un mercado en que la
identidad de los proveedores y compradores está prácticamente desprovista de sentido”
(Mbembe, 2006: 57)
Podemos ver como existe una proliferación de entidades “necroemprendedeoras”
(milicias urbanas, ejércitos privados, ejercito de señores locales) que proclaman su derecho
a la violencia y a la muerte, junto con ellas, también la emergencia de las -denominadas por
Gilles Deleuze y Féliz Guattari- maquinas de guerra; hombres armados en organizaciones
poliformes y difusas con una pluralidad de funciones, un híbrido entre organizaciones
políticas y sociedades mercantiles que funcionan como mecanismos depredadores
extremadamente organizados. (Ibídem, 2006).
El acceso generalizado a tecnologías de la destrucción y las consecuencias de las
políticas neoliberales, hacen que los campos de concentración, los guettos y las plantaciones
se conviertan en aparatos disciplinarios innecesarios porque son fácilmente sustituidos por la
masacre, una tecnología del necropoder puede ejecutarse en cualquier lugar y en cualquier
momento (Ibídem, 2006).
III
Echeverría nos plantea que el ethos barroco, al igual que los demás ethes modernos,
consisten en una estrategia para hacer “vivible” algo que básicamente no lo es, su estrategia
de resistencia radical no está presente en la utopía de una transformación económica y social
en un futuro posible, sino en “aquí y ahora”, en la radicalidad que se le puede exigir al barroco
de nuestro tiempo: “¿qué significa hoy en día una practica para el barroco? ¿cuál es su sentido
profundo? ¿se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo
contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa,
basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el
espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantías de su
funcionamiento, de su comunicación (Echeverría, 1998: 16; Sarduy, 1974: 99).
Este modo de acción humano, el ethos como forma de comportamiento que se puede
establecer frente a las lógicas de dominación del capital, dicha por Sarduy como “amenaza a
la economía burguesa”, se centra a la contraposición a la lógica del valor, se puede entender
bajo la misma lógica del funcionamiento del arte barroco, en tanto esta se caracteriza por la
superabundancia, cornucopia rebosante, desmesura y derroche: sus características intrínsecas
permiten confrontar también a aquello llamado y desarrollado teóricamente como
biopoder/necropoder.
Este análisis se puede hace a través de Severo Sarduy, por la forma en como piensa
este autor el barroco, en tanto se articula como un acto transgresivo, desmesura la cual nos
situaría en un activo, en el cual el barroco se podría contraponer a la biopolítica/necropolítica
debido a que “para Sarduy el mismo cuerpo, la misma vida, no es algo que se pueda controlar,
someter, de una manera totalizante” (Pacheco, 2012:77).
Sobre ello, Sarduy nos dice: “Podría fundar la noción de exceso y gasto en nuestra
propia economía corporal, compuesta de una serie de actos en que lo inútil y productivo se
oponen al derroche puro: fiesta, juega, erotismo, placer. Entre nuestra capacidad de gasto
sexual y las necesidades “intermitentes y modestas” de la reproducción, hay una
desproporción enorme. Nuestro cuerpo es una máquina erótica que produce deseo “inútil”,
placer sin objetivo, energía sin función. Maquina de placer en constante gasto y en constante
reconstitución. Maquina barroca revolucionaria que impide la sociedad represiva su
propósito (apenas) oculto: capitalizar bienes y cuerpos” (Fossey, 1976: 19).
En consecuencia, esa es la interpretación que podemos dar al barroco, una estrategia
de resistencia frente al capitalismo realista y puritano, al mismo tiempo que se puede
interpretar como una contracorriente hacia las fuerzas de la biopolítica; si bien podemos
entender que esta resistencia no esta materializada en una revolución o en una forma
especifica de rebelión, entendida esta como una insurgencia contrahegemónica, si podemos
cifrarla dentro de los amplios estandartes de la utopía, en un mas allá histórico, dentro del
espacio de lucha presente y futuro de lo real y material, en el espacio del cuerpo: un espacio
dentro del mundo de la vida que se teatraliza, parodia, que es capaz de visualizar
brillantemente los impedimentos de una vida administrada bajo la lógica del capital.
No podemos sino interpretar el barroco como un programa estético y a la vez político,
que se origina desde una paradoja constante; por un lado fue utilizado por los poderes
políticos y eclesiásticos para representar su grandeza y dominios sobre las masas en el
enclave de “un imperio, una lengua, un Dios”, pero a su vez acoge en su seno, bajo la
construcción histórica y los procesos de abigarramiento cultural, un potencial político
transformador.
Un ejemplo de esta persistencia histórica, de este vislumbramiento de resistencia y
posicionamiento a través de las imágenes, (en tanto producciones heurísticas propias, como
nos diría Cusicanqui) puede ser la obra del ecuatoriano Eduardo Kingman, en la que tomo
de ejemplo su obra “Los Guandos”, de 1941. Esta obra, se aprecia el alcance a una etapa de
solidez dentro del periodo del realismo social ecuatoriano, al que el critico Hernán Rodríguez
hace una puntual referencia: “más que realismo era expresionismo”. De tal forma, en este
espacio artístico, el artista pinta, no como la realidad es sino mas bien como él la percibe, y
el lenguaje plástico es la manera de expresarlo. Para contextualizar el espacio artístico en el
que se da esta obra, Castelo (1993) cuestiona el camino por el que se accedió al
expresionismo en Ecuador: “Para los jóvenes artistas ecuatorianos de los años treinta no
llegaron al expresionismo alemán directamente -eso habría sido estupendo-: En el México de
la revolución, varios artistas habrían hecho de la pintura un acontecimiento revolucionario:
un eficaz instrumento de adoctrinamiento popular (Castelo, 1993: 123).
Cabe destacar que los artistas ecuatorianos más representativos de esta etapa del
movimiento del realismo social ecuatoriano fueron Kingman y Oswaldo Guayasamin,
quienes personificaron aspectos notables de este periodo, en especial el expresionistas, con
diferentes aspectos, sin dejar de lado la herencia barroca, guardando una estética
característica y evitando la concreción en otras vanguardias apartadas de tal movimiento. Es
importante mencionar a estas alturas, que desde la independencia, los artistas
latinoamericanos, en general, buscaron crear un arte único y que a la vez fuera visto
internacionalmente relevante, sin embargo la obra de Kingman estuvo plagada
persistentemente de criticas que mostraban que eran derivadas de los modelos estéticos
europeos o en el caso de que fuese un arte comprometido o políticamente consciente, carecían
de relevancia internacional (Laramurillo, 2007).
Esta obra, enmarcada dentro del movimiento indigenista, en el cual, en vez de
categorizarlo como un movimiento o estilo, se puede apreciar como una tendencia en
constante evolución, en la que los artistas de países con una gran población indígena, y por
tanto con un colonialismo interior arraigado, negociaron una visibilzación identitaria, una
resistencia artística en contra de la homogenización y el olvido permanente y persistente de
la cultura neoliberal hegemónica triunfante; el indigenismo se puede entender bajo este
contexto no solamente como una estrategia para diferencia de las ideologías modernistas
latinoamericanas de prototipos europeos, sino también una resistencia artística hacia la
destrucción de la identidad originaria del continente: el indio buscando un espacio social.
Según Laraurillo (2007) Kingman conocía bien la geografía ecuatoriana, en la que
fue testigo de una especie de “apartheid” manifestado en la segregación social del indio y el
campesinado, muestra evidente del colonialismo interno en el país. En ella podemos apreciar,
tal como nos recuerda Cusicanqui, lo invisibilizado por los escritos producidos en los
diversos ciclos históricos, lo cual nos permite reencontrarnos con los excluidos, los
olvidados, los sin historia; estamos frente a una reinterpretación de una época especifica
concreta y compleja, otro punto de vista, en la cual se manifiesta un todo de efecto
sobrecogedor: en ella podemos apreciar la composición, que enlaza con un movimiento
tortuoso y torturado, la mano que empuja el acial con el grupo de cargadores en un dificultoso
avance. En ella hay rostros resignados, rostros de sufrimiento: podemos apreciar el esfuerzo
inhumano que se ven obligados a realizar bajo la amenaza del látigo del mayorial: estamos
frente a una tensión histórica en las relaciones de poder, en esta pintura podemos apreciar
una narrativa en que revela tal conflicto, heredado precisamente del poder colonial.
El segundo ejemplo que quiero introducir, es el de uno de los cineastas más
importantes de la historia latinoamericana: Jorge Sanjinés. El largometraje documental que
hago referencia es “Insurgentes” (2012). Este trabajo se articula como un ensayo visual
histórico de la versión no oficial de los complejos procesos político-sociales de Bolivia desde
la perspectiva de la lucha indígena y su resistencia cultural, se desarrolla una genealogía de
las luchas populares indígenas en todo el proceso de resistencia a la colonización, incluidos
los ciclos históricos liberal y populista de la historia Boliviana.
La historia está contada con la narración en off, del mismo Sanjinés, la que va
narrando los hitos mas importantes de la resistencia indígena, recreando escenas importantes
y claves para los espacios de organización contra imperial por más de 500 años. Son
expuestas las historias de Zárate Wilca, Santos Marka T’ula, los soldados que vuelven de la
guerra del chaco, el presidente Gualberto Villarroel, el cacique guaraní Apiaguaiki Tumpa,
el educador indígena Eduardo Nina Quispe, Tupac Katari, y los movimientos populares de
la guerra del agua (2000), la guerra del gas (2003), hasta llegar a la victoria política de líder
indigenista Evo Morales. El hilo narrativo se articula en relación a la conexión entre algunos
episodios emancipatorios del pasado y el actual, postulando así una comprensión del presente
como utopía posible, en donde “lo plurinacional, en los mecanismos de poder del gobierno
de turno, deviene en lo aymará; ahí donde el proceso de cambio ha sido reducido a un mito
con un solo rostro, el de Evo Morales; ahí donde este rostro aglutina los significados de las
insurgencias hasta ahora oficializadas; ahí donde la contra historia no es tal, sino la
postulación de una nueva historia oficial” (Molina, 2012: 7-8)
Podemos apreciar que Sanjinés, siguiendo el camino trazado por Spivak en “can the
subaltern speak?” (1998), en relación a la pregunta frecuente dentro de los estudios culturales
acerca de si la subalternidad tiene voz, la representatividad de aquella o y si existe un receptor
para escucharles, entenderá que no hay otra posibilidad de representación de los pueblos
Aymará y Quechua que la de su propia proyección, sin mediadores, solamente a través de la
cámara cinematográfica. Esa premisa, en tanto adoptar el posicionamiento político de la
cámara al servicio total de los personajes/actores para re-presentar a estos pueblos, los
históricamente olvidados, conformará el trabajo que moldea toda la obra del cineasta
boliviano.
Podemos mencionar que su producción artística articula la cosmovisión, resistencia y
lucha de quechuas y aymarás del altiplano andino desde una nueva narrativa estética y
política. El grupo “Akmau”, que en amara significa “¡así es!”, tuvo como objetivo romper la
barrera entre la cámara fílmica y el mundo indígena que ésta quería captar, plasmar y
representar, con el propósito de acercarse e introducirse dentro de esta visión de mundo.
Según Villanova (2013) Sanjinés se da cuenta de que, si bien sus primeras películas
y documentales realizadas con su grupo, como revolución (1963) y la película que dará el
nombre al grupo, “Ukamau” (1966), conseguirán reflejar y denunciar las injusticias que vivía
el mundo quechua y aymará en el contexto de el colonialismo interno boliviano, era
imprescindible dar otro paso adelante, en el cual el cine, más allá de cumplir un papel de
representación, se convirtiera en un instrumento de movilización política, es decir un motor
de cambio. Uno de los objetivos que persigue Sanjinés es que el cine no solo creara
conciencia social y resistencia ante la realidad en la que se encuentran los pueblos originarios
en el contexto del estado y la dictadura implementada, sino que además llegar a desencadenar
acción política organizada.
Para finalizar, podemos decir que es indudable que podemos dar una interpretación
del barroco como una reproductibilidad alegorizante de las luchas de poder las cuales son
inherentes, y a su vez esenciales del proceso de inserción del mundo americano en el contexto
del occidentalismo. Lógicamente se enmarca más adelante como un proceso de apropiación
del código barroco en las colonias y posteriormente funcional con respecto a los procesos de
emergencia de la conciencia criolla. Desde un barroco europeo en el cual expresó una tenaz
lucha entre la nobleza y la burguesía, dilucidando la ferviente muestra epocal de luchas del
poder, auspicio un momento de transformación que dio paso a la sociedad capitalista, con su
particular “hecho capitalista”, hacia este punto podemos preguntarnos también: ¿podemos
entender el barroco como una cierta problematización de la filosofía de la historia del capital?
Desde Bolívar Echeverría sí, la cual realza un punto de vista critico a la filosofía de historia
eurocéntrica.
De la cooptación del código barroco por parte de la agenda criolla, purgada desde
Europa en tanto sentido experiencial de la propaganda foránea; del mismo modo en que la
materia prima del continente y los climas de América imponen al barroco arquitectónico,
líneas colores y estructuras ajenas al canon europeo, los residuos de las culturas prehispánicas
colonizan los espacios visuales y lingüísticos del barroco de la metrópolis con imágenes,
códigos y mensajes que, inevitablemente, refuncionalizan el santo canon performático de la
metrópoli. Podemos apreciar en el barroco americano la implementación de la mímica
(mimicry) de los imaginarios hegemónicos (Bhaba,1994).
Es evidente, por tanto, la diferencia americana. La adopción del barroco, en América,
no es solo un momento de apropiación o reciclaje de la estética imperial, sino un proceso de
síntesis disyuntiva en el que la mercancía simbólica del poder dominante se vuelve una
anomalía; se transforma en lo otro novedoso, en una anomalía apenas su contacto con el
cuerpo social aborigen. Según Moraña (2005) esta anomalía, es la marca de una diferencia
americana que resiste a la perfección de la esfera, que incluso rebate a la universalidad de su
valor estético, reivindicando en su lugar la singularidad y la contingencia. Esta marca
simbólica de la diferencia americana, indica a la idea de la comprensión de lo americano
como un espacio de contactos “contaminantes” y a la vez transformadores: es la capacidad
resistente del barroco americano el que logra dar paso como figura epocal de un otro
esclavizado. Las lógicas del dominador adquieren un nuevo signo al ser reformadas desde la
subalternidad, marginalidad y opresión impuesta por el colonialismo.
Esta especie de monstruosidad se transforma en la virtud misma de la creación
americana, en la cual esta performance cultural del barroco se articula como el despliegue
teatralizado de tal diferencia, una diferencia que -siendo marca de nacimiento- de este
espacio cultural tan particular, se torna en el escudo más eficiente y característico de la
producción cultural americana, en su origen, en su desarrollo y en su actualidad. El letrado
criollo se transformará en el mediador de la diferencialidad que deriva de las practicas
totalizantes del imperialismo español; dando paso al producto colonial híbrido y abigarrado
que se articulará y dará paso a la muestra más eficaz de lo que aquí he analizado como
colonialismo interno, la construcción ideológica del estado moderno occidental no terminará
con la diferencia esencial.
El barroco es la huella del acto violento del poder colonial, de la acumulación de
almas y de la necropolítica de la subjetividad del dominado; el resultado de un mestizaje
conflictivo, orquestado desde la centralidad y desencontrado con los otros, los aborígenes y
negros advenedizos. Pero también, y más notoriamente dentro de su espacialidad en tanto
ethos, es también la provocación de los limites, es la tensión teatralizante que se vuelve a la
puesta en escena absoluta; es performance re-productiva, pro-activa de una performatividad
que extrema los modelos originales en el procesos de su conversión, advierte el sentido
contracultura, mímico y reivindicativo que adquiere las apropiaciones del código barroco en
las colonias y su futura resistencia dentro de los limites del estado moderno.
Para Octavio Paz (1990) el barroco, en tanto estilo transgresor de las formas
renacentistas y de esencia paradójica, se encuentra en los orígenes de la expresividad
americana porque se asimila desde la colonia a la “ansiedad existencial del criollo” en la cual
“hubo una profunda correspondencia psicológica y espiritual entre la sensibilidad criolla y el
estilo barroco. Era el estilo que necesitaban (los criollos), el único que podía expresar su
contradictoria naturaleza” (Paz: 26). Por otro lado para Fuentes (1992) el barroco también es
ineludible, por distintas razones: por una lado brinda la posibilidad de enmascarar el rostro y
de expresar la ambigüedad de las identidades, en el lecho de la dominación imperial, que a
través del barroco se cubren en un “arte de la abundancia basado en la necesidad y el deseo;
un arte de proliferaciones fundado en la inseguridad, que va llenando rápidamente todos los
vacíos de nuestra historia personal y social (…) el barroco es un arte de desplazamientos
semejante a un espejo en el que constantemente podemos ver nuestra identidad mutante”
(Fuentes, 1992:206). El barroco es también la mirada de auto observación y de
descubrimiento otra, apertura originaria de la inscripción identitaria del espacio de la
diferencia americana.
Desde otras direcciones genealógicas también existen recurrencias transhistoricas del
barroco: para Alejo Carpentier (1996) por ejemplo, la expansión del fenómeno barroco existe
no solo a nivel geo cultural, sino también a nivel temporal: “Barrocos fuimos siempre y
barrocos tenemos que seguir siendo, por una razón muy sencilla: que para definir, pintar,
determinar un mundo nuevo, árboles desconocidos, vegetaciones increíbles, ríos inmensos,
siempre se es barroco. Y si usted toma la producción latinoamericana en materia de novela,
se encontrará con que todos somos barrocos. El barroquismo en nosotros es una cosa que nos
viene del mundo en que vivimos: de las iglesias, de los templos cortesanos, del ambiente, de
la vegetación. Barrocos somos y por el barroquismo nos definimos” (cit. en Rincón, 1996:
176).
Desde la reflexión historicista o de carácter geo cultural, el barroco refuncionaliza
desde los modelos estéticos originados en la diferencia americana, la conformación de la
cultura burguesa, las diversas características naturales de América, y las marcas de la
identidad continental; lo mestizo, lo abigarrado, el tema es como los ejemplos acá expuestos,
(Kingman, Sanjinés) se hacen cargo de la diferencia que nos marca desde lo mas profundo
como latinoamericanos, desde la conformación de lo abigarrado, desde la circunstancialidad
periférica y dependiente de esa violencia fundacional vinculada simbólicamente a los
vestigios de una primera etapa de colonialidad americana, que vuelve a resurgir, o mejor
dicho, se visibiliza a través del colonialismo interno.
Puede ser que justamente la perpetuación de nuestro origen y la constante rebeldía de
forma de lo barroco sea la pauta de un dialogo persistente entre las culturas poscoloniales
que habitan el continente, sino también el quid de esta “modernidad a medias” impuesta a
fuego con la conquista, el origen real de la biopolítica. No podemos dejar de recalcar el hecho
de facto, que nos recuerda que la biopolítica encuentra su fundamento en la conquista y
colonización de América, donde, además, fue ensayada a través del genocidio, la regulación
por muerte de los genocidios necropolíticos contemporáneos.
Bolívar Echeverría se torna importante hacia este punto del análisis, en tanto nos
indica que el modelo barroco expone, aún en sus formas mas actuales, aquella dramaticidad
originaria en el cual se funda la diferencia americana; de ahí su carácter transgresor y su
constante vigencia simbólico-ideológica, sumado a su funcionalidad dentro de tan diversos
contextos culturales: la periferia no es solo una, son muchas periferias.
Echeverría, pensador contemporáneo -entendiendo contemporáneo tal cual nos dice
Agamben (2011)- pone su atención en las fisuras, en los trozos, en lo desarticulado, en lo
espontáneo y lo desarticulado: en la resistencia. Y esa resistencia no puede sino darse a través
de la piel barroca, y más profusamente a través del cuerpo, dado que el barroco es esa puesta
en escena absoluta, en palabras de Theodor. W. Adorno es la “decorazione absoluta” que
lleva a la cultura de la exageración, es cultura de la performance, de la experiencia, de los
afectos y de los cuerpos; el cuerpo es la órbita del barroco por excelencia nos dice Lacan
(1972). El cuerpo es terreno de batalla, es territorio en disputa (disputa bio-necropolitica).
Si la batalla se da en el cuerpo y en nuestro mundo de la vida, no podemos disociar
en el espacio de la microfísica del poder a ambas en cualquier hipótesis barroca en torno a lo
biopolítico: para Foucault el cuerpo no solo se concibe como el vehículo del ser, es el ser
mismo en manifestación a través del movimiento; deliberar en lo humano es pensar en lo
corporal, espacio donde la construcción con el mundo se traza en términos de construcción
histórica, sobre ello Foucault (2002b) nos dice:
“El cuerpo es, como sabemos, una fuerza de producción, pero el cuerpo no existe tal
cual, como un artículo biológico o como un material. El cuerpo humano existe en y a través
de un sistema político. El poder político proporciona cierto espacio al individuo: un espacio
donde comportarse, donde adoptar una postura particular, sentarse de una determinada forma
o trabajar continuamente. Marx pensaba -así lo describió- que el trabajo constituye la esencia
concreta del hombre. Creo que esa es una idea típicamente hegeliana. El trabajo no es la
esencia concreta del hombre. Si el hombre trabaja, si el cuerpo humano es la fuerza
productiva, es porque está obligado a trabajar. Y esta obligado porque se halla rodeado por
fuerzas políticas, atrapado por los mecanismos del poder” (Foucault, 2002b: 162)
De esta forma, si el cuerpo es el espacio de disputa, si los dispositivos y tecnologías
de la sociedad disciplinaria definen el cuerpo como un objeto social, insertado en relación de
poder y dominación, de vida (biopolítica) y de muerte (necropolítica), si como se ha dicho,
el cuerpo moderno esta fundado en la subjetividad de la racionalidad, de la lógica burguesa
como materialidad productiva, necesariamente el cuerpo barroco rodea esas categorías,
bordea sus limites, los constituye al extremo de hacerles parecer arbitrarios, casi
caricaturescos. Siguiendo los planteamientos de Manuel Escobar (2013), la noción de
hipertelia, que se aplica al estilo barroco en el arte, puede ser apropiada para comprender
este cuerpo:
“La hipertelia refiere a todo exceso, ya sea en organismos que sobrepasan sus propios
limites, en artefactos que rebosan su función, en movimientos que van mas allá de su propio
objetivo, o en proyectos que superan su propia finalidad, tornándose en inercia por
empecinamiento. No es entonces descabellado pensar que mediante complejas operaciones
que reorganizan imaginarios, el cuerpo barroco emerge como una posibilidad alternativa a
los imaginarios eurocéntricos dominantes” (Escobar, 2013: 144)
De esta forma, este cuerpo, el barroco, no es un modelo calcado directamente de
modelos angloeuropeos, tampoco un modelo puro amerindio, se trata, más bien, de un cuerpo
que busca constituirse a partir de la heterogeneidad originaria de la diferencia americana, de
distintas culturas sobrevivientes de la embestida del ethos capitalista, rechazando el cuerpo
dócil foucultiano, este otro cuerpo busca decididamente la exacerbación de los rasgos, en
tanto decora y exalta notablemente.
Para terminar, no debemos olvidar, que la única vida de ruptura que en el barroco
tiene cabida es la exagerada estetización barroca de la vida cotidiana y que, por otra parte “la
modernidad barroca como estrategia para soportar el capitalismo, ya tuvo su tiempo, ya
existió, y (…) pervive entre nosotros con efectos de un cierto sentido positivo” (Cerbino y
Figueroa, 2003: 106). Por tanto, la construcción de una modernidad barroca sigue existiendo
como posibilidad desde diversos espacios de acción; todo espacio de lo real se puede
transformar en herramienta de resistencia política, lo importante es aceptar esa posibilidad.
Por otro lado, no debemos olvidar que la constitución misma de los estados, sobre todo desde
las poscolonias, ha sido a través de la instrumentalización de la existencia humana y
destrucción material de los cuerpos como elementos inherentes y constitutivos del espacio
soberano, una reflexión en torno a lo barroco, debe hacer un llamado de atención sobre la
soberanía en términos de un ejercicio sistemático de violencia y terror sobre determinadas
poblaciones, cuyo laboratorio fue constituido esencialmente por la experiencia colonial.
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