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Una de los momentos claves en los debates entre las teorías postcolonial y, los estudios

subalternos y el de-colonialismo está relacionado con la teoría de acumulación. El punto


específico en la que esta teoría intervine en el debate está relacionado con la idea de la
acumulación de almas (colonialismo) y sus efectos en la articulación global de los mercados
(postcolonialidad latinoamericana). Pensando en la complejidad de este debate, explique los
conceptos de colonialismo interno (Marx/Habermas) y contrástelo con el proyecto decolonial
de Silvia Rivera Cusicanqui (Énfasis en su sociología de las imágenes). Como un segundo
momento de su respuesta, relacione de manera teórica el concepto de Ethos barroco de la
filosofía de Bolívar Echeverría y problematícelo con los conceptos de biopolítica y
necropolítica en Michel Foucault y Acquille Mbembe. Una vez que haya explicado estos
conceptos, piense en al menos dos archivos (literarios, cinematográfico, iconográficos,
artísticos, etc,) y desarrolle una interpretación respecto de qué sería el barroco en relación a
la hipótesis biopolítica?
I

Podemos reconocer que el concepto de colonialismo interno, se origina inicialmente


en América Latina en la década de los años 1960, en el contexto de las investigaciones
iniciadas por Pablo González Casanova (1963) y Rodolfo Stavenhagen (1963, 1969),
particularmente en los estudios orientados en los procesos de exclusión y detrimento hacia
los pueblos aborígenes del continente. Este concepto es un intento por precisar
conceptualmente el desenvolvimiento de la cuestión colonial al interior de los estados-
nacionales del llamado “tercer mundo”, en la cual procura vislumbrar la continuidad colonial
a partir de las relaciones sociales posteriores a la independencia, vale decir, responder a la
interrogante del por qué a pesar de todos los cambios experimentados pos independencia, en
términos de movilidad campo/ciudad, del desarrollo de la industria, educacionales y de
estratificación social, la estructura colonial se mantenía visible e incólume.
Si bien en los años 1960, las características canónicas del colonialismo en general se
basaban exclusivamente en la dominación político/económica de un estado extranjero sobre
otro territorio sin gobierno propio, la originalidad de González Casanova se volcó en
demostrar que si en un inicio este proceso de dominación se articulaba en desigualdades
político/económico y culturales entre la metrópoli y la colonia, posteriormente estas se
transferían a las desigualdades internas entre los metropolitanos y los indígenas en diferentes
formas; en términos de estratificación racial, organizativa (castas), religiosas o de clases
sociales.
Sobre la esencia de su empresa González Casanueva nos dice: “El problema indígena
es esencialmente un problema de colonialismo interno. Las comunidades indígenas son
nuestras colonias internas, son una colonia al interior de los limites nacionales (…) El
problema del indígena sigue manteniendo magnitud nacional: define el modo de ser de una
nación” (Casanova, 2000: 39). De esta forma, González Casanova estaba convencido de que
el concepto de colonialismo interno nace de la praxis política, de la toma de conciencia de la
autonomía nacional: “solo ha podido surgir a raíz del gran movimiento de independencia de
las antiguas colonias. La experiencia de la independencia ha provocado regularmente la
aparición de nuevas nociones sobre la propia independencia y sobre el desarrollo” (Casanova,
1963: 83).
En su libro más laureado “La democracia en México”, publicado en 1965, en él se
refiere por primera vez al concepto de colonialismo interno, (utilizando también otras
nociones como colonialismo intelectual) González Casanova argumenta las complejidades
de americanizar conceptos y categorías europeas, lógicamente pensando en la
inconmutabilidad en términos de realidad social, por lo cual nos llama a “acabar con los
últimos vestigios del colonialismo intelectual -con disfraz conservador o revolucionario- e
intentar un análisis de las relaciones entre la estructura política y la estructura social, con
categorías propias de los países subdesarrollados” (1965:19)
Apelando a esta premisa, -y generando un primer esbozo del concepto de
colonialismo interno- en “Sociología de la explotación” (1969), González Casanova nos
aclara que en las colonias existe la combinación y al mismo tiempo la coexistencia de
antiguas relaciones de tipo esclavista, feudal y de empresa capitalista industrial, en la cual la
heterogeneidad técnica, institucional y cultural coincide con una estructura de relaciones de
dominio y de explotación entre grupos heterogéneos, culturalmente distintos (Casanova:
195). De esta forma, el colonialismo interno se refiere a una estructura de relaciones sociales
y de explotación entre grupos culturales heterogéneos, siempre teniendo en cuenta que el
racismo y la segregación racial son esenciales a la explotación colonial, de unos pueblos por
otros, por tanto necesariamente determinan en toda la configuración del desarrollo y la
cultura colonial.
De esta forma, citando a Fanon y Memmi, nuestro autor nos indica que existen
implicaciones psicológicas y políticas evidentes en tanto la naturalización de las
humillaciones, la cosificación y la deshumanización anclada en procesos de agresividad y
sadismo, las que nos permiten concluir que “el racismo y la discriminación corresponden a
la psicología y la política típicamente coloniales” (Casanova, 1969: 195). Sobre ese último
punto Casanova nos aclara: “es bien sabido que el racismo y la discriminación racial son el
legado de la historia universal de la conquista de unos pueblos por otros, desde la antigüedad
hasta la expansión de los grandes imperios y sistemas coloniales de la época moderna”
(Casanova, 1969: 195).
Para González Casanova (1969), el concepto de colonialismo interno tiene cuatro
funciones explicativas y prácticas, cuyas desviaciones pueden analizarse como hipótesis
válidas para otros espacios sociales u instituciones con similitudes a las características
intrínsecas de México, estas son: 1) En las sociedades plurales las formas internas de
colonialismo interno permanecen después de la independencia política y de otros cambios
profundos como la reforma agraria, la industrialización, urbanización y movilización. 2) El
colonialismo interno como continuum de la estructura social de las nuevas naciones, que
constituyen un obstáculo más a la integración de un sistema de clases clásico de la sociedad
industrial, la codificación y manipulación característica de los estereotipos colonialistas
pueden encontrar continuidad y explicar algunas resistencias seculares a la evolución
democracia de estas sociedades. 3) El colonialismo en parte explica el desarrollo desigual de
los países subdesarrollados, en que las leyes del mercado y la escasa participación y
organización política juega en pos de la desigualdad. 4) El valor práctico y político de la
categoría de colonialismo interno se distingue de otras categorías en que estas proporcionan
sobre todo un análisis valorativo y psicológico, en tanto la noción de colonialismo interno no
es psicológica, sino estructural (1969: 204-205).
Por tanto, el quid de su análisis societal a la realidad poscolonial se fundamenta en el
hecho de que con una simple observación, se podría comprobar que las características típicas
del colonialismo seguían operando aún en medio de las independencias nacionalistas de
manera internacional o interna. De esta forma, no fue hasta los años 70 en que definiría
canónicamente el concepto de colonialismo interno como:
“Una estructura de relaciones sociales de dominio y explotación entre grupos
culturales heterogéneos, distintos. Si alguna diferencia específica tiene respecto de otras
relaciones de dominio y explotación (ciudad-campo, clases sociales) es la heterogeneidad
cultural que históricamente produce la conquista de unos pueblos por otros, y que permite
hablar no sólo de diferencias culturales (que existen entre la población urbana y rural y en
las clases sociales) sino de diferencias de civilización” (González Casanova, 1969: 240).
En consecuencia, las clases o grupos hegemónicos, que en Latinoamérica se ven
reflejados en los criollos (descendiente de europeo, nacido en territorio hispanoamericano),
ejercen un control colonial sobre el resto de los grupos sociales ya existentes en el estado
nación. Por tanto, se configura una estructura social colonial en donde los sectores
dominantes someten culturalmente y explotan económicamente a los pueblos aborígenes,
reproduciendo internamente las dinámicas coloniales globales asociadas a modalidades
específicas de acumulación del capital. En concreto, de la misma lógica en que las áreas
desarrolladas del planeta mantienen en el subdesarrollo a los países periféricos, las clases
dominantes criollas mantendrían en el subdesarrollo a los sectores dominados dentro del
ámbito nacional.
En este punto no debemos olvidar tal modelo de progreso global, procústeo y unívoco,
apoyado por el marxismo ortodoxo como por los capitalismos keynesianos y potenciado por
los modelos neoliberales, en el cual construyó a las sociedades periféricas, en sociedades
carentes y necesitadas de desarrollo, postura crucial para justificar prácticas neocoloniales e
imperiales.
Conviene destacar, que el concepto de colonialismo interno nos permite apreciar que
los fenómenos propios del capitalismo internacional como la formación de áreas periféricas
marginalizadas proveedoras de materas primas y mano de obra, que dependen
estructuralmente de los centros económicos y políticos, se producirían a escala intra-nacional
como un reflejo local de los patrones del colonialismo externo. En este sentido, los patrones
de diferenciación social no se restringen al ámbito exclusivo de las cases sociales como en
los países del primer mundo, ya que bajo la invisible estructura del colonialismo interno las
estructuras sociales estarían también organizadas por distinciones étnicas y raciales que
justificarían la existencia de la estructura social colonial.
Según Guillen (2017), el concepto de colonialismo interno nos permite aclarar
aspectos de esta relación social asimétrica que un análisis de clase no es capaz de determinar,
en el sentido de que en la relación colonial de dominación/explotación se ejerce no de
propietario a vendedor de fuerza de trabajo sino de “una población (con distintas clases,
propietarios, trabajadores) por otra población que también tiene distintas clases (propietarios
y trabajadores) (Casanova, 1969: 241).
En definitiva, la validez explicativa del termino construido por Casanova, tiene una
práctica política importante, en tanto esta nos permite entender y dar un planteamiento
alternativo a favor de las autonomías éticas y pluriétnicas en contra de todos los perjuicios
históricamente instaurados: la discriminación, racismo, depredación, parasitismo, y
explotación de las etnias conquistadas y reconquistadas (Casanova, 1998). Por lo tanto se
deslumbra una importancia política en pos de una democracia abierta y popular en tanto “la
articulación de las luchas por las autonomías con las de los pueblos es particularmente útil
para enfrentar los fenómenos de dominación y explotación y para enriquecer las alternativas
democráticas de los pueblos” (Casanova, 1998: 20).

Por otro lado, para hablar del proyecto descolonial de Silvia Rivera Cusicanqui, es
necesario entender que su noción de colonialismo interno recorre transversalmente gran parte
de su obra. Este concepto proviene de la síntesis del trabajo de González Casanova, Ernest
Bloch, el concepto de memoria colectiva de Maurice Halbwachs, la internalización del
enemigo de Franz Fanon, sobre las historias de vida de Franco Ferrorti, a la que se suma la
experiencia participativa en la reorganización del movimiento aymará (Cusicanqui, 2010,
Cusicanqui, 2012). De esta forma, se constituye un marco teórico-metodológico a través del
cual se intenta hacer una lectura comprensiva desde una doble fuente; en primera instancia,
se forma un análisis a los anclajes profundos del pasado, y por otra parte, el de las
potencialidades del presente de la sociedad boliviana.
Para Cusicanqui, el concepto de colonialismo interno se define como el “conjunto de
contradicciones diacrónicas de diversa profundidad, que emergen a la superficie de la
contemporaneidad, y cruzan, por tanto, las esferas coetáneas de los modos de producción, los
sistemas político estatales y las ideologías ancladas en la homogeneidad cultural”
(Cusicanqui, 2012: 36). De tal forma, en la contemporaneidad boliviana (que es su espacio
de estudio analítico), existe de forma oculta un modo de dominación, mantenido por un
horizonte colonial de larga duración, en la cual se ha articulado sin superaciones ni
modificaciones, los ciclos más recientes del liberalismo y el populismo (Cusicanqui, 2012).
Existe una diferencia con respecto al concepto clásico de colonialismo interno, en el
cual nuestra autora articula tres horizontes o ciclos históricos de diversa profundidad y
duración en la contemporaneidad boliviana que interactúan en la superficie del tiempo
presente, estos “ciclos”, están articulados bajo con concepto de pachakuti, palabra aymará
que significa simultáneamente tiempo, espacio, regreso, vuelta, regreso del tiempo, cambio
del tiempo, revolución; conmoción/reversión del cosmos, que es a la vez catástrofe y
renovación.
El primero de ellos es el ciclo colonial, este se constituye como un sustrato profundo
de mentalidades y prácticas sociales que organizan los modos de convivencia y sociabilidad
de lo que hoy es Bolivia, estructurando en especial los conflictos y comportamientos ligados
a la etnicidad a través del colonialismo interno. En este periodo se polarizó y jerarquizó a las
culturas nativas (vs la cultura occidental), valiéndose de la oposición entre cristianismo
versus paganismo como mecanismo de disciplinamiento cultural. El segundo es el el ciclo
liberal, en el cual se introduce un conjunto de acciones civilizatorias ideológicamente
orquestadas e institucionalmente asentadas desde la independencia, en el cual se legitiman
en los supuestos derechos asociados a la imagen ilustrada como ciudadano, resultante en un
paradójico y renovado esfuerzo de expulsión basado en la negación de humanidad de los
indios. En esta fase, el darwinismo social y la oposición salvaje/civilizado sirven para renovar
la polaridad y jerarquía entre la cultura occidental y las culturas nativas. Y finalmente, desde
la revolución de 1952 se inaugura el ciclo populista, que se superpone e interactúa con los
dos ciclos anteriores. Este ciclo se caracteriza por la subordinación de la “plebe” cholo-india,
a través de una amplia y centralizada estructura clientelar que transformó al estado y a la
política en esferas exclusivas y excluyentes. La oposición desarrollo/subdesarrollo, o
modernidad/atraso continúan cumpliendo funciones de expulsión y disciplinamiento cultural
amparado en la eficacia del un estado interventor y centralizado (Cusicanqui, 2012).
Es interesante como Silvia se aproxima a la heterogeneidad de la formación social
boliviana no simplemente en términos de la diversidad étnica, sino con relación a lo complejo
de su historicidad. Puesto a que es, en ese plano temporal, cuando suscita la coexistencia
simultánea de esta multiplicidad de capas, o ciclos históricos, es decir la existencia de
contradicciones no coetáneas. Estos tres grandes ciclos históricos de memoria colectiva que
interactúan en la sociedad boliviana contemporánea, consisten en la reconstrucción continua
de estructuras coloniales de dominación elaboradas a partir de la conquista. En esta visión
se puede observar también una critica a la concepción lineal y teleología de la historiografía
clásica occidental, en tanto el historicismo europeo (al igual que el marxismo ortodoxo) traza
una determinada secuencia temporal para los acontecimientos históricos, lo que obliga a los
pueblos colonizados a una larga espera; la de llegar a un grado de desarrollo que haría posible
una revolución, dejando de lado estados arcaicos, pre políticos, espiritualistas de
organización.
Tal posición plantea un especifico problema historiográfico de interpretación y
también un problema epistemológico más amplio: el de ser capaz de comprender como los
propios sujetos viven y dan sentido a sus luchas, esto lógicamente rompe con la unilateralidad
de la comprensión histórica desde un punto de vista privilegiado que interpreta la historia
como un proceso continuo y sucesivo.
En este punto podemos advertir que estamos frente a una visión de la historia que
rompe con los esquemas de temporalidad tradicionales, y que se presenta como una
herramienta teórica con un fuerte carácter heurístico por el cual podemos construir y
deconstruir la historia multitemporal en las distintas formas de emergencia de un sujeto
político; nos permite re-descubrir los modos de dominación y violencias encubiertas que han
traspasado los diversos periodos histórico/sociales ocurridos en América latina.
Si bien el análisis teórico de Silvia Rivera se construye a partir del estudio de la
sociedad boliviana, existe certeza de que muchas sus ideas “podrían tener una validez más
amplia, y aplicarse a las regiones orientales de las cuencas amazónica y platense, en las que
sería preciso hacer similares cortes históricos u ver los modos específicos de inserción de las
contradicciones del pasado en el presente” (Cusicanqui, 2012: 37). Podemos entender esta
extensión analítica a la hermandad histórica compartida por varios pueblos latinoamericanos,
en el cual el colonialismo entendido como mecanismos sociales y practicas de dominación
se encuentran ancladas en una larga historia de opresiones, que representan una matriz común
en el continente.
Podemos apreciar que en la obra de Cusicanqui, existe una una particular forma de
concebir la historicidad, en tanto un entramado de relaciones en las cuales se insertan los
sujetos colectivos y cobran significación las luchas asumidas a lo largo del tiempo, la que
resulta fundamental a la hora de comprender procesos y subjetividades políticas. Sobre su
concepción del tiempo Silvia (2010) nos dice: “El mundo indígena no concibe a la historia
linealmente, y el pasado-futuro están contenidos en el presente: la regresión o la progresión,
la repetición o la superación del pasado están en juego en cada coyuntura” (Cusicanqui: 55).
Por otro lado, los elementos expuestos en relación a su teoría del colonialismo interno,
nos ayuda a reconocer en que medida existe un proceso de saturación de significados
políticos, experiencias y prácticas colectivas se consolidan en el tiempo, lo que constituye
una construcción particular de imaginarios políticos y memorias colectivas.
Es en este sentido, bajo el contexto de la vigencia del colonialismo interno en nuestros
países del continente, en el cual Silvia Rivera Cusicanqui propone una sociología de las
imágenes, en tanto esta encarna implícitamente un versado potencial epistemológico
descolonizador: Silvia entiende que las culturas visuales pueden aportar a la comprensión de
lo social, puesto a que se han desarrollado con una trayectoria propia, la que revela y re
actualiza, muchos de los aspectos no conscientes de lo social (Cusicanqui, 2010: 19).
Las imágenes nos permiten dan cuenta de lo encubierto, de lo invisibilizado por los
escritos producidos durante los diversos ciclos (colonial, liberal, populista) históricos, ya que
“es evidente que en una situación colonial, lo no dicho es lo que más significa; las palabras
encubren más que revelan, y el lenguaje simbólico toma escena” (Cusicanqui, 2010: 13). Las
imágenes no son una copia de la realidad, sino más bien una interpretación de su época, en
sus dimensiones complejas y conflictivas. Silvia propone una comprensión de las imágenes
en tanto piezas hermenéuticas por sí mismas, hendidas por la subjetividad del autor las cuales
no solo describen una realidad, sino que la interpretan, y establecen una conversación con
ella; reflexionan, lo cual nos brinda una mirada sociológica sobre la estructura de valores, la
organización y otras fuerzas que moldean la sociedad.
De tal forma la descolonización de la mirada consistiría en “liberar la visualización
de las ataduras del lenguaje, y en reactualizar la memoria de la experiencia como un todo
indisoluble, en el que se funden los sentidos corporales” (Cusicanqui, 2010: 23). El transito
entre la palabra y la imagen es parte fundamental de la elaboración de los nuevos discursos
y practicas pedagógicas descolonizadoras, puesto a que en el colonialismo, las palabras
adquieren una función precisa, la de encubrir: “las palabras se convirtieron en un registro
ficcional, plagado de eufemismos que velan la realidad en lugar de designarla” (Cusicanqui,
2010: 19).
Desde el terreno represivo de la palabra, sus consecuencias se articulan en modos
retóricos de comunicación, dobles sentidos, sentidos tácitos, convenciones del habla que
esconden una serie de malentendidos y que orientan las prácticas, y que a la vez divorcian a
la acción de la palabra pública. Por ejemplo, Silvia (2010) nos cuenta que luego de la
revolución de 1952, cuando se torno hegemónico entender la sociedad de una forma
homogénea como en Europa, la palabra “indio” fue sustituida por “campesino” eliminando,
encubriendo la persistencia del problema colonial y racista (Cusicanqui: 89).
Por el contrario, podemos decir que las imágenes “nos ofrecen interpretaciones y
narrativas, que desde siglos precoloniales iluminan este trasfondo social y nos ofrecen
perspectivas de comprensión crítica de la realidad” (Cusicanqui, 2010: 20). De esta forma y
a través de un procedimiento de problematización de lo visual, podemos reescribir la historia
desde la interpretación crítica de los registros visuales y construir una narrativa crítica
rebelde, la que tiene el potencial de desenmascarar las distintas formas de colonialismo y
ofrecer una perspectiva crítica de la realidad. Para Silvia (2010), el cine y la pintura son
medios aptos para romper con el status quo hegemónico de representación, mientras estas
expresen momentos de un pasado no conquistado, que se erige rebelde al discurso uniforme
y totalizante de la ciencia social.
Una muestra de esta metodología son sus estudios sobre el trabajo de Waman puma
de Ayala, los trabajos de Melchor María Marcado o las películas de Jorge Sanginés.
(Cusicanqui, 2010; 2012; 1997). En el caso de Waman Puma de Ayala, más que lo escrito,
la socióloga se interesa en la carga simbólica que contienen los más de trescientos dibujos
que contiene esta crónica, escrita entre 1512 y 1615 dirigida al Rey de España. En este
trabajo, Silvia nos expone una de las nociones más recurrentes de Waman Puma, centrada en
la idea de “mundo al revés”, esta idea, en el cual considera como su teorización visual del
sistema colonial, se desligan ideas propias de la sociedad prehispánica, los valores y
conceptos del tiempo-espacio, la cual se deriva de la experiencia directa con la catástrofe de
la conquista, la colonización y la subordinación masiva de la población.

Es interesante hasta este punto, problematizar el campo de las teorías sobre el


colonialismo interno en estas dos perspectivas, precisamente con la finalidad de romper con
las rigideces conceptuales que, por una parte, limitan las posibilidades heurísticas y por otra
ralentizan el mismo desarrollo teórico orientado hacia el cambio social. En un reciente trabajo
realizado por Alejandro de Oro y Laura Catelli (2018) se ensaya una mirada crítica sobre las
elaboraciones y definiciones teóricas de los autores aquí analizados (González Casanova y
Silvia R. Cusicanqui) sumado a las concepciones teóricas del giro decolonial,
específicamente a las propuesta teóricas de Walter Mignolo.
En este trabajo sus autores nos advierten que la complejidad de la noción de
colonialismo interno no debe estar desconectada de la del colonialismo a secas, esta última
entendida como un proceso histórico o como una categoría histórico-analítica, sean aquellas
herramientas para describir procesos históricos concretos o como marcadores conceptuales
que refieren a términos y discursos relacionados por una temática o dominios discursivos que
ofrecen espacios de equiparación teórica-política (De Oro y Catelli, 2018).
En cuanto al análisis de González Casanova, se puede advertir que una primera
dificultad en el momento en que se precisan los términos y relaciones en juego en términos
analítico y conceptuales: “el resultado de una explicación sobre el colonialismo interno
basada en categorías de la identidad como las de pueblo, raza, nativos, entre otras, con mayor
frecuencia deriva en una suerte de descripción de las relaciones entre grupos sociales y sus
posiciones relativas dentro de ellas” (ibídem, 2019). Es decir, la critica radica en la forma en
que González “hace coincidir, el presupuesto de su relativa homogeneidad interna,
identitaria, con el resultado de los mismos procesos de exclusión y separación que de hecho
las políticas coloniales representan” (Ibídem, 2018).
Otra complicación se encontraría en la forma en que González Casanova
conceptualiza la discusión sobre raza y racismo. Para Casanova, el concepto de colonialismo
interno nos ayuda a distinguir entre procesos racistas que desatan los grupos dominantes en
el control del estado, hay dos niveles entrecruzados que permiten: a) distinguir la acción
estatal sobre grupos específicos, y b) describir a tales grupos con contenidos precisos en
términos culturales, destacando que estos últimos no provienen de una definición estatal sino
de una constitución histórica como etnia o pueblo. Por tanto, la noción de colonialismo
interno sería el descriptor mas adecuado para dar cuenta de la diferencia entre el derecho a la
cultura e identidad de los pueblos sometidos, al que se puede entender al mismo tiempo como
un proceso identitario autónomo, frente al racismo etnizante y racializante destinado a
asegurar el proceso de acumulación.
De tal forma, es necesario mirar con atención tres planos correlativos: 1) el de la
producción de la diferencia desde el estado (políticas raciales), 2) el de los procesos históricos
de los pueblos afectados por el colonialismo (las identidades étnicas) y 3) el de formas de
concebir las categorías en el análisis social, en especial de identidad cultural. Si bien la crítica
de Casanova al concepto de racismo ofrece un punto de vista que des oculta el hecho real de
que los grupos sociales producen historias autónomas, el problema está en que al trabajar con
nociones de identidad cercanas a las que se configuran en las políticas de la identidad, tal
autonomía se vuelve un objeto predicado antes que analizado en relación con las dinámicas
desplegadas por el colonialismo interno como forma de producción de vida.
Según De Oro y Catelli, el problema radica en que el racismo según Casanova parece
montarse sobre características definidas a priori, como “indios y no indos” (p.415) o
“nativos” y “habitantes originales” (Casanova, 2018:417). El argumento de la raza y el
racismo sufre una serie de oscilaciones: “desde reconocer que la raza articula la relación
social a la impugnación de su traducción, al racismo como forma de operar la explotación en
un contexto dado, a asimilar raza con diferencia en el orden del lenguaje y las identidades
culturales” (Ibídem: 418). Por tanto se manifiesta una cierta dependencia a los discursos de
la identidad, o definiciones acerca de la noción misma de identidad que tienden a ontologizar
los rasgos culturales y dar preeminencia por sobre los relacionales.
Por otro lado, con respecto a el concepto de colonialismo interno de Silvia Rivera
Cusicanqui, podemos apreciar que pone en tensión el concepto original que desarrolla
González Casanova en tres puntos: 1) el énfasis en la producción de subjetividades, 2) la
concepción abigarrada del tiempo presente y 3) la idea de especialidad que opera, como la
temporalidad, en entramados subjetivos.
El concepto de colonialismo interno para Silvia, en tanto ciclo “nacional” estaría
ligado a procesos de dominación establecidos en el ciclo colonial a través del mestizaje y las
dinámicas de poder resultantes, que son refuncionalizadas en los posteriores ciclos liberal-
populista del tiempo de la nación, produciendo no un tiempo teleológico sino abigarrado que
traspasa las relaciones sociales en su entramado político, económico, imaginario y subjetivo.
Silvia Rivera entiende la producción de subjetividades a partir del proceso de mestizaje
entramada por “disyunciones, conflictos y una trama muy compleja de elementos
afirmativos, que se combinan con prácticas de auto rechazo y negación” (Cusicanqui, 2010b:
117). Estas disyunciones se transforman en un “habitus” que alcanzan no solo a los indígenas
sino a todos “variopintos estratos del mestizaje y “cholaje”, y hasta los propios q’aras, que
reproducen, en sus viajes del norte, el comportamiento dual del provinciano andino
inmigrado” (Cusicanqui, 2010b: 117).
Por tanto, esa matriz racializante, funcional al colonialismo interno es diferente en
relación al análisis categorial étnico fijo que si se encuentra en González Casanova, esta
nueva interpretación es móvil en tanto los sujetos que operan en ella (tal como en la estructura
de un habitus) pueden “negociar” sus identidades mediante a estrategias, practicas,
comportamientos, etc. Por otro lado, la temporalidad y espacialidad, parecen no estar en el
centro de la preocupación de Casanova, en él, la temporalidad “aparece diferenciada pero
relativamente homogénea hacia el interior de cada uno de los elementos en disputa, sea las
identidades de grupos étnicos, sean las historias de estos concebidos como pueblo, sea la del
propio estado nación” (De Oro y Catelli, 2018).
En el caso de Cusicanqui es diferente, en tanto la noción de subjetividades abigarradas
y la concepción de temporalidad influenciada por Ernest Bloch. En el caso del mestizaje,
particularmente en el caso del colonialismo español, este se utilizó para adquirir tierras y
ejercer poder económico y político a través de la parentela; los hijos mestizos, esto funcionó
de distintas maneras, -según las estructuras del parentesco y estructura política de cada lugar-
pero tal articulación hace del mestizaje una clave en el proceso del colonialismo interno, en
el cual desconfigura el esquema binario de colonizador/colonizado, al mismo tiempo que
sostiene las tramas conflictivas de la relación colonial (Cusicanqui, 2010).
Las interacciones producidas por el mestizaje crean una constitución temporal
compleja, dado que persisten en dicho entramado de formas históricas y sociales de distintas
épocas que emergen de manera conflictiva en el presente, y que además producen procesos
de subjetivación propios del mestizaje.
II

Con relación a la segunda parte de la pregunta que aquí respondemos, respecto al


ethos barroco, podemos comenzar mencionando que el trabajo de Bolívar Echeverría se
orienta desde una vinculación de la filosofía con la historia de la cultura, proponiendo una
teoría de entrecruzamientos históricos de las culturas que permite un cultivo crítico de la
identidad. La tesis principal de Echeverría se estriba en que la modernidad barroca y el
mestizaje latinoamericano son una racionalidad diferente a la modernidad capitalista. Frente
a las constantes crisis de la modernidad eurocéntrica capitalista, el análisis del barroco que
hace Echeverría nos da un espacio de iluminación para pensar caminos críticos a los
plasmados por la hegemonía moderna occidental, a la hora de repensar otras posibilidades
“modernas”. Para Bolívar Echeverría, existe más de una posibilidad de vivir una modernidad
capitalista, en tanto esta se presenta como un proyecto civilizatorio inconcluso, por tanto
podríamos decir que si una modernidad no capitalista es impensable, la continuidad
hegemónica del capital nos hace a todos potenciales víctimas.
Bolívar Echeverría (1998) entiende la modernidad como un proyecto civilizatorio
Europeo de larga duración, que se cumple de múltiples formas desde el siglo XII y XIII.
Afirma que la escasez es el hecho dramático de la historia de la humanidad, la que ha dado
estructura y la ha motorizado: la racionalización de la naturaleza, el dominio de técnica,
estaban articulados a las necesidades de Europa: producir para vencer la escasez. Junto con
la invención de América, se pone en tela de juicio la “maldición sine qua non” de la realidad
humana (escasez), planteando la posibilidad de un modo distinto de relacionarse con el otro:
la civilización Europea enfrentó un estado de las cosas nunca antes visto, el de la abundancia
y la emancipación posibles. Un impulso exactamente contrario a todo lo que venia dando en
la historia (Ibídem, 1998: 146). Por consiguiente, las configuraciones históricas que tuvo la
modernidad son las distintas respuestas que el occidente Europeo inventó con el fin de
responder a esa novedad absoluta de abundancia y posibilidades de libertad, la más operativa
de todas las variantes fue la de las sociedades industriales de Europa noroccidental, a saber,
el proceso capitalista de producción y consumo de la riqueza social. (Ibídem, 1998: 144-147).
Este primer cruce entre modernidad y capitalismo, (dos fenómenos distintos para Bolívar)
se daría en el siglo XVI, pero sería solo a partir del siglo XIX cuando comienza un proceso
de subsunción real de todos los ámbitos de lo humano al capital: la modernidad queda
plenamente sometida a la lógica de la reproducción del valor. A pesar de ello, la articulación
de la modernidad capitalista, conlleva a una ambivalencia entre dos lógicas económicas en
constante lucha, la “forma natural” y la forma valor, sobre ello Echeverría (1998) nos dice:
“Correspondiente a los dinámicas que mueven la vida social: la de ésta en tanto que es un
proceso de trabajo y disfrute referido a valores de uso, por otro lado, y la de reproducción de
su riqueza, en tanto es un proceso de valoración del valor abstracto o acumulación del capital,
por otro” (Echeverria:169). A esa contradicción que se materializa como el sacrificio
constante del valor de uso por la valorización del valor es lo que define como ethos
capitalista. Por tanto se puede acatar que el ethos histórico es una propuesta universalista. A
pesar de ello, no se deja de lado la diferenciación de modalidades en que dicho ethos se
desarrolla, nuestro autor nos dice: “su concretización como hechos de cultura sólo comienza
a perfilarse en la elección que ellos implican de una modalidad particular dentro del ethos
general de la época” (Echeverría, 1998: 167).
Bajo este contexto, Echeverría denomina como comportamiento social estructural al
“ethos histórico” en el que se repiten a lo largo del tiempo “la misma intención que guía la
constitución de las distintas formas de lo humano” (Echeverría, 1998: 162), este puede ser
entendido como un principio organizador de la vida social y a la vez una construcción
constante del mundo de la vida. Esta tipología se entiende como posibilidades de vivir en el
capitalismo como proceso de larga duración, las cuales, provienen de diversas épocas y
lugares. Es interesante dar con la etimología de “ethos” puesto a que ella nos puede dar paso
a dilucidar el sentido mismo del termino; ethos tiene un doble sentido, por un lado tiene una
significación básica de “morada o abrigo”: de forma pasiva se entiende como “refugio” y de
forma activa se entiende como “arma” (Echeverría: 162).
Para Echeverría (1998) el ethos de una época se entiende como “la respuesta que
prevalece en ella ante la necesidad de superar el carácter insoportablemente contradictorio
de su situación histórica especifica; respuesta que se da lo mismo como el uso o costumbre
que protege objetivamente a la existencia humana frente a esa contradicción, que con la
personalidad que identifica a la misma subjetivamente” (Echeverría: 89)
De esta forma, se articula como un comportamiento social, en tanto respuesta concreta
a las contradicciones propias de ese momento, desde el cual una sociedad concreta firma su
singularidad. El ethos histórico surge cuando las contradicciones se convierten en un drama
histórico en el que se produce un “empate” de posturas antagónicas: por un lado, una postura
progresista y ofensiva, que domina una sobre otra, conservadora y defensiva, la que sin
embargo no puede eliminar, y en la que debe buscar ayuda para enfrentar la vida que
desborda.
Sobre la importancia del ethos histórico Echeverría (1998) nos dice: “la cultura sólo
puede realizarse en la modernidad si pasas a través de la densa zona del “ethos historico”:
allí dónde la vida humana reconforta la identidad occidental y europea al inventarse la
estrategia de comportamiento necesaria para sobrevivir en medio de la transformación
cualitativa de las fuerzas productivas que es conducida por el capitalismo” (Echeverría: 163).
Echeverría señala cuatro respuestas en que la humanidad ha optado para sobrevivir,
convivir y vivir el capitalismo: la realista, la clásica, la romántica y la barroca. Cada una de
ellas implica una actitud diferenciada ante el hecho contradictorio que caracteriza a la
realidad capitalista. Es importante considerar que cuando se articula el ethos como un
principio estructurante de la humanidad, como “sujeto”, Echeverría nos constriñe a entender
la constitución de este “sujeto” dentro del capital, como un “sujeto” no determinado de forma
étnica, geográfica, biológica.
Según Arizmendi (2013), Echeverría sigue los pasos de Marx en El Capital, el que
denuncia que lo que distingue a la “esclavitud antigua” de la “esclavitud moderna” es la
presencia de esta última de una “complicidad” que deriva de que, una vez expropiada de
medios de vida, el sujeto introyecta la violencia al admitir coexistir con ella y, por tanto,
asumir la codificación de la humanidad, la mercantilización de su fuerza de trabajo. Por
consiguiente, estos cuatros ethos dan cuenta de las estrategias historio-culturales que pueden
desplegar para organizar su reproducción los dominadores modernos; este cuádruple ethe
contemporáneo descifra las formas historio-culturales que comparten tanto dominados como
dominadores de la modernidad capitalista.
Para Bolívar Echeverría, lo que caracteriza el primero de estos ethos, el realista, es
que la asunción de la modernidad no tiene otra alternativa histórica más que siendo
capitalismo, por tanto que no procede más que entregarse abiertamente a poder del dinero
como capital y la lógica de la explotación abstracta que impone, se caracteriza “por su
carácter afirmativo, no solo de la eficacia y a la bondad insuperables del mundo establecido
o “realmente existente”, sino, sobre todo, de la imposibilidad de un mundo alternativo”
(Echeverría, 1998:38). Al ethos romántico, lo define la identificación con la modernidad
capitalista, pero a partir de una ilusión de que constituye el fundamento imprescindible del
bienestar y el progreso que llegaría en algún momento para todos: “mutación probablemente
perversa, esta metamorfosis del “mundo bueno” o “natural” en “infierno” capitalista no
dejaría de ser un momento del milagro que es en si misma la creación” (Echeverría, 1998:39).
Complementándolos, al ethos clásico lo caracteriza no identificarse con el capitalismo en su
dimensión de valor, como si hace el ethos realista, o en su dimensión de valor de uso, como
hace el ethos romántico, pero si asumir al capitalismo como un hecho ineludible e
intrascendible a la vez, respecto del cual no procede más que su dimensión pasiva, o mejor
aún, puramente el despliegue de compensaciones, ante todo filantrópicas. Sobre ella nos dice
Echeverría: “vivir la espontaneidad de la realidad capitalista como el resultado de una
necesidad trascendente, es decir, como un hecho cuyos rasgos se compensan en ultima
instancia con la posteridad de la existencia afectiva, la misma que esta más allá del margen
de acción y de valoración que corresponde a lo humano” (Echeverría, 1998: 39).
Con respecto al ethos barroco, podemos decir que sería de suma importancia para
entender el desarrollo de la modernidad capitalista de América latina. Echeverría saca al
barroco de los estudios estrictamente artísticos, para dar cuenta de una manera de entender
el devenir de las sociedades latinoamericanas. ¿Por qué el barroco? por barroco entendemos
ornamentalista, en el sentido de lo falso, histérico, efectista, sensualista y superficial; pero
también extravagante, bizarro, retorcido, rebuscado, artificioso, absorbente, exagerado y
finalmente ritualista en el sentido de ceremonioso, formalista, asfixiante, esotérico. La
exageración estetizante del barroco borra los limites entre el mundo real y la ilusión. Su modo
estético es en sí una estrategia propia de construcción del mundo como teatro, es la
escenificación de la acción presente, es una constante simulación de lo que realmente podría
ser. El hombre en la modernidad barroca toma distancia respecto de sí mismo, vive creándose
como un personaje. Detrás de la materialidad barroca se encuentran los pliegues y la tensión
entre la convivencia del tradicionalismo con la búsqueda de novedades, de conservadurismo
y rebelión: es tal como define Echeverría, una voluntad de forma atrapada entre dos
tendencias opuestas: desencanto y afirmación, desencanto respecto a las posibilidades
disponibles, y la afirmación de ese desencanto como insuperable. El barroco afirma la
transgresión como síntesis del rechazo y la fidelidad al modelo tradicional, haciendo del
rechazo instrumento de fidelidad. Como la definición de erotismo por Bataille, que es una
“aceptación de la vida hasta la muerte”. (Echeverría: 1998)
El ethos barroco se caracteriza por una combinación o entrecruzamiento inestable,
aunque promisorio, entre resistencia e integración ante la modernidad capitalista. Una
dialéctica histórica que establece por una lado la integración desde la resistencia y, por otro,
la resistencia desde la integración. Su especificidad radicaba en haber amortiguado la lógica
de valor de cambio a partir de la potenciación del valor de uso, considera a la acumularon
postulada por el capitalismo como una vía inaceptable y ajena a la modernidad. Si bien
reconoce y tiene por inevitable el hecho del capitalismo, se resiste a aceptar y asumir la
elección que se impone junto a ese reconocimiento. Intenta vivir la contradicción
trascendiéndola, des-realizándola, llevándola a un segundo plano imaginario en el que pierde
sentido. La mercancía barroca habría privilegiado los usos concretos de los objetos y en
general la “forma natural” de la vida, frente a la abstracción del valor de cambio que
establecía una equivalencia entre la multiplicidad de objetos en el mercado; esta
identificación de la cultura latinoamericana con el valor de uso, tiene que ver con las
condiciones históricas particulares en las que se relacionaron nuestras sociedades con el
hecho capitalista : “pensamos que pocas historias particulares puede ofrecer un panorama
mejor para el estudio del ethos barroco que la historia de la cultura de España americana de
los siglos XVII y XVIII, y lo que se ha reproducido de ella en los países de América Latina”.
(Echeverría, 1998: 28)
En este sentido el ethos barroco se puede entender como la forma cultural y
civilizadora que asume la modernidad en Latinoamérica y pretende mostrar que dicho
proyecto civilizatorio, si bien sigue siendo capitalista, se basa principalmente en una visión
católica de la vida, es decir, propone mostrar “el intento de la iglesia católica de construir
una modernidad propia, religiosa, que girara en torno a la revitalización de la fe -planteada
como alternativa a la modernidad individualista abstracta, que giraba en torno a la vitalidad
del capital-, y que debió dejar de existir cuando ese intento se reveló como una utopía
realizable” (Echeverría, 1994:29). Esta modernidad barroca terminó derrotada, en tanto el
proyecto jesuita se construyo como un modelo contra-hegemónico a los intereses de la
Corona, que luego de la modernización capitalista (reformas borbónicas) acabó por expulsar
a los jesuitas, terminando con cualquier utopía moderno barroca en Latinoamérica.

Por otro lado, con respecto al concepto de biopolítica, podemos advertir que en su
obra "Defender la Sociedad”, Foucault (2006) percata el surgimiento de una tecnología del
poder durante la mitad del siglo XVIII, esta lógica de dominio, se diferenciara radicalmente
del arte de gobernar característico de las épocas anteriores: la modernidad instaurará una
lógica de dominio, no solo en la forma en que se relacionan los seres humanos sino que irá
mas allá, de la concreción del lema “hacer morir y dejar vivir” (propio de las llamadas
sociedades de soberanía), transmutará a “hacer vivir y dejar morir”. De esta manera se
constituyen y afianzan las llamadas sociedades disciplinarias. Consecuencia de aquello, la
autoridad del soberano no se fundamentará en la capacidad de decidir acerca de la posibilidad
de quitar o perdonar la vida de los súbditos frente a la transgresión de la ley, sino de una
organización de poder estatal que administra la vida en base al control y regulación de la
misma, fundada en procesos biológicos en relación a su productividad.
Sobre la emergencia de la biopolítica, Foucault (2002) nos dice:
(…) Sin embargo, nunca las guerras fueron tan sangrientas como a partir del siglo
XIX e incluso salvando las distancias, nunca hasta entonces los regímenes habían practicado
sobre sus propias poblaciones holocaustos semejantes. (…) Se educa a poblaciones enteras
para que se maten mutuamente en nombre de la necesidad que tienen de vivir. Las matanzas
han llegado a ser vitales (Foucault, 2002:129).
En términos de gobernanza, se tiene como punto culminante el surgimiento de la
economía política, donde las ternas del gobierno son localizadas en la población. La
materialización de esta nueva concepción supone necesariamente la producción de vida de
los dominados a partir de una serie de condiciones que permitan a estos sujetos lograr una
vida productiva al servicio del capital. A partir del siglo XVIII hemos vivido en una sociedad
disciplinaria que se estructurará en base a “soberanía-disciplinación gubernamental cuya
meta principal es la población y los mecanismos esenciales son los dispositivos de seguridad”
(Foucault, 2007:212).
El biopoder toma a su cargo la vida, desde lo orgánico a lo biológico, del cuerpo a la
población, Foucault lo de fine en tanto: “El conjunto de mecanismos por medio de los cuales
aquello que, en la especie humana constituyen rasgos biológicos fundamentales podrá ser
parte de una política, una estrategia política, una estrategia general del poder; en otras
palabras, como, a partir del siglo XVIII, la sociedad, las sociedades occidentales modernas,
tomaron en cuenta el hecho biológico fundamental de que el hombre constituye una especie
humana (Foucault, 2004: 15).
Esta gubernamentalidad articulada en dispositivos del poder, que a su vez sostienen
redes de relaciones de poder, intentarán regular los procesos vitales de la población
(natalidad, enfermedad, mortalidad, longevidad, etc.), fundadas en la optimización de la
productividad de la vida, expresados en la individualización de los cuerpos de los sujetos.
Este proceso que Foucault llamará biopolítica, inscribe los cuerpos en variables
poblacionales (biopolítica) y los subjetiva disciplinariamente de manera individual
(anátomo-política).

Por otro lado, ya refiriéndonos al concepto que se encuentra en “la otra cara de la
moneda” de la biopolítica, la necropolítica, debemos remarcar que diversos teóricos del sur
global han destacado que el biopoder no funciona de la misma forma en todas partes, y de
ella deviene una inexplicabilidad intrínseca al contrastarla con las relaciones de poder en el
llamado “tercer mundo” (Estévez, 2018). La noción de biopoder es insuficiente para reflejar
las formas contemporáneas de supeditación de la vida al poder de la muerte (Mbeme, 2011).
En el “tercer mundo” existe la necropolítica en vez de una biopolítica. Dado que el
contexto de los llamados “países en vías de desarrollo” existe una diferencia sustancial de
dispositivos, técnicas, prácticas y estrategias de relaciones de dominación que se articulan
históricamente de forma mucho más radical que en los países del primer mundo, ejemplos de
ello pueden ser la guerra contra el narcotráfico en México, la narco-política en Colombia, la
esclavitud Africana o nuestra compartida condición histórica de colonias.
Para Achille Mbembe (a quien se le atribuye el concepto de necropolítica), la
biopolítica no se puede entender sin su contraparte: si por un lado está la biopolítica,
administración la vida y la construcción de estilos de vida, por otro lado se encuentra la
necropolítica: la administración de la muerte, destrucción de hábitats y pueblos. La hipótesis
central de Mbembe se articula en que “la expresión última de la soberanía reside ampliamente
en el poder y la capacidad de decidir quien puede vivir y quien debe morir” (Mbembe, 2006:
19). El hacer morir constituye los limites de la soberanía, la que está definida como el “ejercer
un control sobre la mortalidad y definir la vida como despliegue y la manifestación del poder”
(Mbembe, 2006: 20).
Si para Foucault la soberanía se configura como una lógica de poder de muerte que
se conforma desde regulaciones de la vida biológica de la población por parte del estado,
Mbembe resalta tales configuraciones pero desde el punto de vista del colonizado, desde la
posición colonial, en la que la biopolítica se transforma en necropolítica: la colonia será el
espacio donde la administración biológica de la población se dará desde una lógica de guerra
que legitima la expropiación del territorio, la explotación bajo la constante de la vida como
desechable y reemplazable, la exclusión y marginalidad de los muertos vivientes.
Mbembe considera que la relación entre la modernidad y el terror originario de la
necropolítica proviene de diversas fuentes, desde las prácticas políticas del antiguo régimen,
la fusión de la razón, el terror durante la revolución francesa, o el terror revolucionario, pero
que todo relato histórico sobre la emergencia de este terror moderno debe tener en cuenta a
la esclavitud, como una de las primeras manifestaciones de la experimentación biopolítica.
Sobre ella y la concesión de la muerte en la figura de la plantación Mbembe (2006)
nos dice: “La condición del esclavo es por tanto, el resultado de una triple pérdida: pérdida
de un hogar, pérdida de los derechos sobre el cuerpo y pérdida de su estatus político. Esta
triple pérdida equivale a la dominación absoluta, a una alienación desde el nacimiento y a
una muerte social (que es una expulsión fuera de la humanidad). En tanto que estructura
político-jurídica, la plantación es sin ninguna duda, el espacio en el que el esclavo pertenece
al amo” (Mbembe, 32).
Es importante destacar que el necropoder está siempre e indisolublemente ligado al
racismo: “al fin y al cabo, mucho más que el pensamiento de clase (ideología que define la
historia como una lucha económica entre clases), la raza ha sido la sombra omnipresente en
el pensamiento y la práctica política de occidente, sobre todo cuando se trata de imaginar la
inhumanidad de los extranjeros” (Mbembe, 2006: 36). El racismo es conceptualizado como
una “economía psíquica”, una práctica de la imaginación en tanto se sustenta con una idea
que la ciencia moderna ya podido discutir pero que, sin embargo, permanece. Este racismo
encuentra su origen en la experiencia colonial y actualmente en la “modernidad global”,
producido como efecto de la multiplicidad de consecuencias de las migraciones y las guerras
(Mbembe, 2006)
Como ya mencione anteriormente, la biopolítica no se puede entender sin su
contraparte -la excepción en la colonia-, fundamental en el análisis de Mbembe. Para él
resulta importante constatar que es en las colonias y bajo el régimen del apartheid en
particular, donde hace la aparición de un terror en particular: “la selección de razas, la
prohibición de matrimonios mixtos, la esterilización forzosa e incluso el extermino de los
pueblos vencidos han sido probados por primera vez en el mundo colonial. Observamos aquí
las primeras síntesis entre la masacre y la burocracia, esa encarnación de la racionalidad
occidental” (Mbembe, 36).
En consecuencia, podemos decir que la violencia es esencial de todas las historias
coloniales; la colonia representa el lugar en que la soberanía consiste sustancialmente en el
ejercicio de un poder al margen de la ley, donde, en palabras de Achille, “la paz suele tener
el rostro de una guerra sin fin”. (Mbembe, 2006: 38)
En relación a las guerras contemporáneas, en la nueva era de la movilidad global,
Mbembe nos indica que una de sus principales características es que las operaciones militares
y el ejercicio del derecho a matar ya no son monopolio de los estados y que el “ejercito
regular” no es el único medio para ejecutar este derecho; las milicias urbanas, los ejércitos
privados y las policías de seguridad privada tienen también acceso a las técnicas y practicas
de la muerte. Los estados modernos, tomando el ejemplo africano, ya no pueden reclamar el
monopolio de la violencia y los medios de cohesión en su territorio, ni sobre sus limites
territoriales. Se ha privatizado la violencia: “la propia cohesión se ha convertido en un
producto de mercado. La mano de obra militar se compra y vende en un mercado en que la
identidad de los proveedores y compradores está prácticamente desprovista de sentido”
(Mbembe, 2006: 57)
Podemos ver como existe una proliferación de entidades “necroemprendedeoras”
(milicias urbanas, ejércitos privados, ejercito de señores locales) que proclaman su derecho
a la violencia y a la muerte, junto con ellas, también la emergencia de las -denominadas por
Gilles Deleuze y Féliz Guattari- maquinas de guerra; hombres armados en organizaciones
poliformes y difusas con una pluralidad de funciones, un híbrido entre organizaciones
políticas y sociedades mercantiles que funcionan como mecanismos depredadores
extremadamente organizados. (Ibídem, 2006).
El acceso generalizado a tecnologías de la destrucción y las consecuencias de las
políticas neoliberales, hacen que los campos de concentración, los guettos y las plantaciones
se conviertan en aparatos disciplinarios innecesarios porque son fácilmente sustituidos por la
masacre, una tecnología del necropoder puede ejecutarse en cualquier lugar y en cualquier
momento (Ibídem, 2006).
III

Echeverría nos plantea que el ethos barroco, al igual que los demás ethes modernos,
consisten en una estrategia para hacer “vivible” algo que básicamente no lo es, su estrategia
de resistencia radical no está presente en la utopía de una transformación económica y social
en un futuro posible, sino en “aquí y ahora”, en la radicalidad que se le puede exigir al barroco
de nuestro tiempo: “¿qué significa hoy en día una practica para el barroco? ¿cuál es su sentido
profundo? ¿se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo
contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa,
basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el
espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantías de su
funcionamiento, de su comunicación (Echeverría, 1998: 16; Sarduy, 1974: 99).
Este modo de acción humano, el ethos como forma de comportamiento que se puede
establecer frente a las lógicas de dominación del capital, dicha por Sarduy como “amenaza a
la economía burguesa”, se centra a la contraposición a la lógica del valor, se puede entender
bajo la misma lógica del funcionamiento del arte barroco, en tanto esta se caracteriza por la
superabundancia, cornucopia rebosante, desmesura y derroche: sus características intrínsecas
permiten confrontar también a aquello llamado y desarrollado teóricamente como
biopoder/necropoder.
Este análisis se puede hace a través de Severo Sarduy, por la forma en como piensa
este autor el barroco, en tanto se articula como un acto transgresivo, desmesura la cual nos
situaría en un activo, en el cual el barroco se podría contraponer a la biopolítica/necropolítica
debido a que “para Sarduy el mismo cuerpo, la misma vida, no es algo que se pueda controlar,
someter, de una manera totalizante” (Pacheco, 2012:77).
Sobre ello, Sarduy nos dice: “Podría fundar la noción de exceso y gasto en nuestra
propia economía corporal, compuesta de una serie de actos en que lo inútil y productivo se
oponen al derroche puro: fiesta, juega, erotismo, placer. Entre nuestra capacidad de gasto
sexual y las necesidades “intermitentes y modestas” de la reproducción, hay una
desproporción enorme. Nuestro cuerpo es una máquina erótica que produce deseo “inútil”,
placer sin objetivo, energía sin función. Maquina de placer en constante gasto y en constante
reconstitución. Maquina barroca revolucionaria que impide la sociedad represiva su
propósito (apenas) oculto: capitalizar bienes y cuerpos” (Fossey, 1976: 19).
En consecuencia, esa es la interpretación que podemos dar al barroco, una estrategia
de resistencia frente al capitalismo realista y puritano, al mismo tiempo que se puede
interpretar como una contracorriente hacia las fuerzas de la biopolítica; si bien podemos
entender que esta resistencia no esta materializada en una revolución o en una forma
especifica de rebelión, entendida esta como una insurgencia contrahegemónica, si podemos
cifrarla dentro de los amplios estandartes de la utopía, en un mas allá histórico, dentro del
espacio de lucha presente y futuro de lo real y material, en el espacio del cuerpo: un espacio
dentro del mundo de la vida que se teatraliza, parodia, que es capaz de visualizar
brillantemente los impedimentos de una vida administrada bajo la lógica del capital.
No podemos sino interpretar el barroco como un programa estético y a la vez político,
que se origina desde una paradoja constante; por un lado fue utilizado por los poderes
políticos y eclesiásticos para representar su grandeza y dominios sobre las masas en el
enclave de “un imperio, una lengua, un Dios”, pero a su vez acoge en su seno, bajo la
construcción histórica y los procesos de abigarramiento cultural, un potencial político
transformador.
Un ejemplo de esta persistencia histórica, de este vislumbramiento de resistencia y
posicionamiento a través de las imágenes, (en tanto producciones heurísticas propias, como
nos diría Cusicanqui) puede ser la obra del ecuatoriano Eduardo Kingman, en la que tomo
de ejemplo su obra “Los Guandos”, de 1941. Esta obra, se aprecia el alcance a una etapa de
solidez dentro del periodo del realismo social ecuatoriano, al que el critico Hernán Rodríguez
hace una puntual referencia: “más que realismo era expresionismo”. De tal forma, en este
espacio artístico, el artista pinta, no como la realidad es sino mas bien como él la percibe, y
el lenguaje plástico es la manera de expresarlo. Para contextualizar el espacio artístico en el
que se da esta obra, Castelo (1993) cuestiona el camino por el que se accedió al
expresionismo en Ecuador: “Para los jóvenes artistas ecuatorianos de los años treinta no
llegaron al expresionismo alemán directamente -eso habría sido estupendo-: En el México de
la revolución, varios artistas habrían hecho de la pintura un acontecimiento revolucionario:
un eficaz instrumento de adoctrinamiento popular (Castelo, 1993: 123).
Cabe destacar que los artistas ecuatorianos más representativos de esta etapa del
movimiento del realismo social ecuatoriano fueron Kingman y Oswaldo Guayasamin,
quienes personificaron aspectos notables de este periodo, en especial el expresionistas, con
diferentes aspectos, sin dejar de lado la herencia barroca, guardando una estética
característica y evitando la concreción en otras vanguardias apartadas de tal movimiento. Es
importante mencionar a estas alturas, que desde la independencia, los artistas
latinoamericanos, en general, buscaron crear un arte único y que a la vez fuera visto
internacionalmente relevante, sin embargo la obra de Kingman estuvo plagada
persistentemente de criticas que mostraban que eran derivadas de los modelos estéticos
europeos o en el caso de que fuese un arte comprometido o políticamente consciente, carecían
de relevancia internacional (Laramurillo, 2007).
Esta obra, enmarcada dentro del movimiento indigenista, en el cual, en vez de
categorizarlo como un movimiento o estilo, se puede apreciar como una tendencia en
constante evolución, en la que los artistas de países con una gran población indígena, y por
tanto con un colonialismo interior arraigado, negociaron una visibilzación identitaria, una
resistencia artística en contra de la homogenización y el olvido permanente y persistente de
la cultura neoliberal hegemónica triunfante; el indigenismo se puede entender bajo este
contexto no solamente como una estrategia para diferencia de las ideologías modernistas
latinoamericanas de prototipos europeos, sino también una resistencia artística hacia la
destrucción de la identidad originaria del continente: el indio buscando un espacio social.
Según Laraurillo (2007) Kingman conocía bien la geografía ecuatoriana, en la que
fue testigo de una especie de “apartheid” manifestado en la segregación social del indio y el
campesinado, muestra evidente del colonialismo interno en el país. En ella podemos apreciar,
tal como nos recuerda Cusicanqui, lo invisibilizado por los escritos producidos en los
diversos ciclos históricos, lo cual nos permite reencontrarnos con los excluidos, los
olvidados, los sin historia; estamos frente a una reinterpretación de una época especifica
concreta y compleja, otro punto de vista, en la cual se manifiesta un todo de efecto
sobrecogedor: en ella podemos apreciar la composición, que enlaza con un movimiento
tortuoso y torturado, la mano que empuja el acial con el grupo de cargadores en un dificultoso
avance. En ella hay rostros resignados, rostros de sufrimiento: podemos apreciar el esfuerzo
inhumano que se ven obligados a realizar bajo la amenaza del látigo del mayorial: estamos
frente a una tensión histórica en las relaciones de poder, en esta pintura podemos apreciar
una narrativa en que revela tal conflicto, heredado precisamente del poder colonial.
El segundo ejemplo que quiero introducir, es el de uno de los cineastas más
importantes de la historia latinoamericana: Jorge Sanjinés. El largometraje documental que
hago referencia es “Insurgentes” (2012). Este trabajo se articula como un ensayo visual
histórico de la versión no oficial de los complejos procesos político-sociales de Bolivia desde
la perspectiva de la lucha indígena y su resistencia cultural, se desarrolla una genealogía de
las luchas populares indígenas en todo el proceso de resistencia a la colonización, incluidos
los ciclos históricos liberal y populista de la historia Boliviana.
La historia está contada con la narración en off, del mismo Sanjinés, la que va
narrando los hitos mas importantes de la resistencia indígena, recreando escenas importantes
y claves para los espacios de organización contra imperial por más de 500 años. Son
expuestas las historias de Zárate Wilca, Santos Marka T’ula, los soldados que vuelven de la
guerra del chaco, el presidente Gualberto Villarroel, el cacique guaraní Apiaguaiki Tumpa,
el educador indígena Eduardo Nina Quispe, Tupac Katari, y los movimientos populares de
la guerra del agua (2000), la guerra del gas (2003), hasta llegar a la victoria política de líder
indigenista Evo Morales. El hilo narrativo se articula en relación a la conexión entre algunos
episodios emancipatorios del pasado y el actual, postulando así una comprensión del presente
como utopía posible, en donde “lo plurinacional, en los mecanismos de poder del gobierno
de turno, deviene en lo aymará; ahí donde el proceso de cambio ha sido reducido a un mito
con un solo rostro, el de Evo Morales; ahí donde este rostro aglutina los significados de las
insurgencias hasta ahora oficializadas; ahí donde la contra historia no es tal, sino la
postulación de una nueva historia oficial” (Molina, 2012: 7-8)
Podemos apreciar que Sanjinés, siguiendo el camino trazado por Spivak en “can the
subaltern speak?” (1998), en relación a la pregunta frecuente dentro de los estudios culturales
acerca de si la subalternidad tiene voz, la representatividad de aquella o y si existe un receptor
para escucharles, entenderá que no hay otra posibilidad de representación de los pueblos
Aymará y Quechua que la de su propia proyección, sin mediadores, solamente a través de la
cámara cinematográfica. Esa premisa, en tanto adoptar el posicionamiento político de la
cámara al servicio total de los personajes/actores para re-presentar a estos pueblos, los
históricamente olvidados, conformará el trabajo que moldea toda la obra del cineasta
boliviano.
Podemos mencionar que su producción artística articula la cosmovisión, resistencia y
lucha de quechuas y aymarás del altiplano andino desde una nueva narrativa estética y
política. El grupo “Akmau”, que en amara significa “¡así es!”, tuvo como objetivo romper la
barrera entre la cámara fílmica y el mundo indígena que ésta quería captar, plasmar y
representar, con el propósito de acercarse e introducirse dentro de esta visión de mundo.
Según Villanova (2013) Sanjinés se da cuenta de que, si bien sus primeras películas
y documentales realizadas con su grupo, como revolución (1963) y la película que dará el
nombre al grupo, “Ukamau” (1966), conseguirán reflejar y denunciar las injusticias que vivía
el mundo quechua y aymará en el contexto de el colonialismo interno boliviano, era
imprescindible dar otro paso adelante, en el cual el cine, más allá de cumplir un papel de
representación, se convirtiera en un instrumento de movilización política, es decir un motor
de cambio. Uno de los objetivos que persigue Sanjinés es que el cine no solo creara
conciencia social y resistencia ante la realidad en la que se encuentran los pueblos originarios
en el contexto del estado y la dictadura implementada, sino que además llegar a desencadenar
acción política organizada.
Para finalizar, podemos decir que es indudable que podemos dar una interpretación
del barroco como una reproductibilidad alegorizante de las luchas de poder las cuales son
inherentes, y a su vez esenciales del proceso de inserción del mundo americano en el contexto
del occidentalismo. Lógicamente se enmarca más adelante como un proceso de apropiación
del código barroco en las colonias y posteriormente funcional con respecto a los procesos de
emergencia de la conciencia criolla. Desde un barroco europeo en el cual expresó una tenaz
lucha entre la nobleza y la burguesía, dilucidando la ferviente muestra epocal de luchas del
poder, auspicio un momento de transformación que dio paso a la sociedad capitalista, con su
particular “hecho capitalista”, hacia este punto podemos preguntarnos también: ¿podemos
entender el barroco como una cierta problematización de la filosofía de la historia del capital?
Desde Bolívar Echeverría sí, la cual realza un punto de vista critico a la filosofía de historia
eurocéntrica.
De la cooptación del código barroco por parte de la agenda criolla, purgada desde
Europa en tanto sentido experiencial de la propaganda foránea; del mismo modo en que la
materia prima del continente y los climas de América imponen al barroco arquitectónico,
líneas colores y estructuras ajenas al canon europeo, los residuos de las culturas prehispánicas
colonizan los espacios visuales y lingüísticos del barroco de la metrópolis con imágenes,
códigos y mensajes que, inevitablemente, refuncionalizan el santo canon performático de la
metrópoli. Podemos apreciar en el barroco americano la implementación de la mímica
(mimicry) de los imaginarios hegemónicos (Bhaba,1994).
Es evidente, por tanto, la diferencia americana. La adopción del barroco, en América,
no es solo un momento de apropiación o reciclaje de la estética imperial, sino un proceso de
síntesis disyuntiva en el que la mercancía simbólica del poder dominante se vuelve una
anomalía; se transforma en lo otro novedoso, en una anomalía apenas su contacto con el
cuerpo social aborigen. Según Moraña (2005) esta anomalía, es la marca de una diferencia
americana que resiste a la perfección de la esfera, que incluso rebate a la universalidad de su
valor estético, reivindicando en su lugar la singularidad y la contingencia. Esta marca
simbólica de la diferencia americana, indica a la idea de la comprensión de lo americano
como un espacio de contactos “contaminantes” y a la vez transformadores: es la capacidad
resistente del barroco americano el que logra dar paso como figura epocal de un otro
esclavizado. Las lógicas del dominador adquieren un nuevo signo al ser reformadas desde la
subalternidad, marginalidad y opresión impuesta por el colonialismo.
Esta especie de monstruosidad se transforma en la virtud misma de la creación
americana, en la cual esta performance cultural del barroco se articula como el despliegue
teatralizado de tal diferencia, una diferencia que -siendo marca de nacimiento- de este
espacio cultural tan particular, se torna en el escudo más eficiente y característico de la
producción cultural americana, en su origen, en su desarrollo y en su actualidad. El letrado
criollo se transformará en el mediador de la diferencialidad que deriva de las practicas
totalizantes del imperialismo español; dando paso al producto colonial híbrido y abigarrado
que se articulará y dará paso a la muestra más eficaz de lo que aquí he analizado como
colonialismo interno, la construcción ideológica del estado moderno occidental no terminará
con la diferencia esencial.
El barroco es la huella del acto violento del poder colonial, de la acumulación de
almas y de la necropolítica de la subjetividad del dominado; el resultado de un mestizaje
conflictivo, orquestado desde la centralidad y desencontrado con los otros, los aborígenes y
negros advenedizos. Pero también, y más notoriamente dentro de su espacialidad en tanto
ethos, es también la provocación de los limites, es la tensión teatralizante que se vuelve a la
puesta en escena absoluta; es performance re-productiva, pro-activa de una performatividad
que extrema los modelos originales en el procesos de su conversión, advierte el sentido
contracultura, mímico y reivindicativo que adquiere las apropiaciones del código barroco en
las colonias y su futura resistencia dentro de los limites del estado moderno.
Para Octavio Paz (1990) el barroco, en tanto estilo transgresor de las formas
renacentistas y de esencia paradójica, se encuentra en los orígenes de la expresividad
americana porque se asimila desde la colonia a la “ansiedad existencial del criollo” en la cual
“hubo una profunda correspondencia psicológica y espiritual entre la sensibilidad criolla y el
estilo barroco. Era el estilo que necesitaban (los criollos), el único que podía expresar su
contradictoria naturaleza” (Paz: 26). Por otro lado para Fuentes (1992) el barroco también es
ineludible, por distintas razones: por una lado brinda la posibilidad de enmascarar el rostro y
de expresar la ambigüedad de las identidades, en el lecho de la dominación imperial, que a
través del barroco se cubren en un “arte de la abundancia basado en la necesidad y el deseo;
un arte de proliferaciones fundado en la inseguridad, que va llenando rápidamente todos los
vacíos de nuestra historia personal y social (…) el barroco es un arte de desplazamientos
semejante a un espejo en el que constantemente podemos ver nuestra identidad mutante”
(Fuentes, 1992:206). El barroco es también la mirada de auto observación y de
descubrimiento otra, apertura originaria de la inscripción identitaria del espacio de la
diferencia americana.
Desde otras direcciones genealógicas también existen recurrencias transhistoricas del
barroco: para Alejo Carpentier (1996) por ejemplo, la expansión del fenómeno barroco existe
no solo a nivel geo cultural, sino también a nivel temporal: “Barrocos fuimos siempre y
barrocos tenemos que seguir siendo, por una razón muy sencilla: que para definir, pintar,
determinar un mundo nuevo, árboles desconocidos, vegetaciones increíbles, ríos inmensos,
siempre se es barroco. Y si usted toma la producción latinoamericana en materia de novela,
se encontrará con que todos somos barrocos. El barroquismo en nosotros es una cosa que nos
viene del mundo en que vivimos: de las iglesias, de los templos cortesanos, del ambiente, de
la vegetación. Barrocos somos y por el barroquismo nos definimos” (cit. en Rincón, 1996:
176).
Desde la reflexión historicista o de carácter geo cultural, el barroco refuncionaliza
desde los modelos estéticos originados en la diferencia americana, la conformación de la
cultura burguesa, las diversas características naturales de América, y las marcas de la
identidad continental; lo mestizo, lo abigarrado, el tema es como los ejemplos acá expuestos,
(Kingman, Sanjinés) se hacen cargo de la diferencia que nos marca desde lo mas profundo
como latinoamericanos, desde la conformación de lo abigarrado, desde la circunstancialidad
periférica y dependiente de esa violencia fundacional vinculada simbólicamente a los
vestigios de una primera etapa de colonialidad americana, que vuelve a resurgir, o mejor
dicho, se visibiliza a través del colonialismo interno.
Puede ser que justamente la perpetuación de nuestro origen y la constante rebeldía de
forma de lo barroco sea la pauta de un dialogo persistente entre las culturas poscoloniales
que habitan el continente, sino también el quid de esta “modernidad a medias” impuesta a
fuego con la conquista, el origen real de la biopolítica. No podemos dejar de recalcar el hecho
de facto, que nos recuerda que la biopolítica encuentra su fundamento en la conquista y
colonización de América, donde, además, fue ensayada a través del genocidio, la regulación
por muerte de los genocidios necropolíticos contemporáneos.
Bolívar Echeverría se torna importante hacia este punto del análisis, en tanto nos
indica que el modelo barroco expone, aún en sus formas mas actuales, aquella dramaticidad
originaria en el cual se funda la diferencia americana; de ahí su carácter transgresor y su
constante vigencia simbólico-ideológica, sumado a su funcionalidad dentro de tan diversos
contextos culturales: la periferia no es solo una, son muchas periferias.
Echeverría, pensador contemporáneo -entendiendo contemporáneo tal cual nos dice
Agamben (2011)- pone su atención en las fisuras, en los trozos, en lo desarticulado, en lo
espontáneo y lo desarticulado: en la resistencia. Y esa resistencia no puede sino darse a través
de la piel barroca, y más profusamente a través del cuerpo, dado que el barroco es esa puesta
en escena absoluta, en palabras de Theodor. W. Adorno es la “decorazione absoluta” que
lleva a la cultura de la exageración, es cultura de la performance, de la experiencia, de los
afectos y de los cuerpos; el cuerpo es la órbita del barroco por excelencia nos dice Lacan
(1972). El cuerpo es terreno de batalla, es territorio en disputa (disputa bio-necropolitica).
Si la batalla se da en el cuerpo y en nuestro mundo de la vida, no podemos disociar
en el espacio de la microfísica del poder a ambas en cualquier hipótesis barroca en torno a lo
biopolítico: para Foucault el cuerpo no solo se concibe como el vehículo del ser, es el ser
mismo en manifestación a través del movimiento; deliberar en lo humano es pensar en lo
corporal, espacio donde la construcción con el mundo se traza en términos de construcción
histórica, sobre ello Foucault (2002b) nos dice:
“El cuerpo es, como sabemos, una fuerza de producción, pero el cuerpo no existe tal
cual, como un artículo biológico o como un material. El cuerpo humano existe en y a través
de un sistema político. El poder político proporciona cierto espacio al individuo: un espacio
donde comportarse, donde adoptar una postura particular, sentarse de una determinada forma
o trabajar continuamente. Marx pensaba -así lo describió- que el trabajo constituye la esencia
concreta del hombre. Creo que esa es una idea típicamente hegeliana. El trabajo no es la
esencia concreta del hombre. Si el hombre trabaja, si el cuerpo humano es la fuerza
productiva, es porque está obligado a trabajar. Y esta obligado porque se halla rodeado por
fuerzas políticas, atrapado por los mecanismos del poder” (Foucault, 2002b: 162)
De esta forma, si el cuerpo es el espacio de disputa, si los dispositivos y tecnologías
de la sociedad disciplinaria definen el cuerpo como un objeto social, insertado en relación de
poder y dominación, de vida (biopolítica) y de muerte (necropolítica), si como se ha dicho,
el cuerpo moderno esta fundado en la subjetividad de la racionalidad, de la lógica burguesa
como materialidad productiva, necesariamente el cuerpo barroco rodea esas categorías,
bordea sus limites, los constituye al extremo de hacerles parecer arbitrarios, casi
caricaturescos. Siguiendo los planteamientos de Manuel Escobar (2013), la noción de
hipertelia, que se aplica al estilo barroco en el arte, puede ser apropiada para comprender
este cuerpo:
“La hipertelia refiere a todo exceso, ya sea en organismos que sobrepasan sus propios
limites, en artefactos que rebosan su función, en movimientos que van mas allá de su propio
objetivo, o en proyectos que superan su propia finalidad, tornándose en inercia por
empecinamiento. No es entonces descabellado pensar que mediante complejas operaciones
que reorganizan imaginarios, el cuerpo barroco emerge como una posibilidad alternativa a
los imaginarios eurocéntricos dominantes” (Escobar, 2013: 144)
De esta forma, este cuerpo, el barroco, no es un modelo calcado directamente de
modelos angloeuropeos, tampoco un modelo puro amerindio, se trata, más bien, de un cuerpo
que busca constituirse a partir de la heterogeneidad originaria de la diferencia americana, de
distintas culturas sobrevivientes de la embestida del ethos capitalista, rechazando el cuerpo
dócil foucultiano, este otro cuerpo busca decididamente la exacerbación de los rasgos, en
tanto decora y exalta notablemente.
Para terminar, no debemos olvidar, que la única vida de ruptura que en el barroco
tiene cabida es la exagerada estetización barroca de la vida cotidiana y que, por otra parte “la
modernidad barroca como estrategia para soportar el capitalismo, ya tuvo su tiempo, ya
existió, y (…) pervive entre nosotros con efectos de un cierto sentido positivo” (Cerbino y
Figueroa, 2003: 106). Por tanto, la construcción de una modernidad barroca sigue existiendo
como posibilidad desde diversos espacios de acción; todo espacio de lo real se puede
transformar en herramienta de resistencia política, lo importante es aceptar esa posibilidad.
Por otro lado, no debemos olvidar que la constitución misma de los estados, sobre todo desde
las poscolonias, ha sido a través de la instrumentalización de la existencia humana y
destrucción material de los cuerpos como elementos inherentes y constitutivos del espacio
soberano, una reflexión en torno a lo barroco, debe hacer un llamado de atención sobre la
soberanía en términos de un ejercicio sistemático de violencia y terror sobre determinadas
poblaciones, cuyo laboratorio fue constituido esencialmente por la experiencia colonial.
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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE – INSTITUTO DE ESTETICA

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Primera entrega de tesis

Julio César Cisternas

Santiago de Chile, agosto 2019

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