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CRISIS ECONÓMICA Y DEBATE SOBRE LA REDEFINICIÓN DEL MODELO DE


ESTADO.

El Estado del Bienestar ha sido, sin duda, uno de los grandes logros de la
civilización europea y una manifestación de que, parafraseando a Keynes “era
posible, por métodos democráticos y sin alterar los fundamentos de la economía,
llegar a la supresión del desempleo, aumentando la capacidad de las masas
mediante el incremento de la producción”.
Sin embargo, la implantación por los gobiernos de estas políticas conlleva un
incremento del gasto público, fundamentalmente del gasto social, pues el fin
principal del Estado del Bienestar es reducir las desigualdades existentes entre los
distintos colectivos que conforman la sociedad y garantizar a los ciudadanos
determinadas contingencias básicas.
Esta concepción del Estado eminentemente benefactor, indujo a los
ciudadanos a pensar que las garantías sociales tenían carácter indefinido y
consolidable como derecho universal, por el mero hecho de ser ciudadanos, frente a
determinados sectores que cuestionaban su excesivo intervencionismo y pensaban
que el bienestar ha de satisfacerse por uno mismo, debiendo limitarse el Estado a
garantizar la igualdad de oportunidades y unos “mínimos vitales universales”; de lo
contrario se corre el riesgo de caer en un estado paternalista frente a un ciudadano
incapaz.
Después de la gran crisis económica de la segunda mitad del siglo pasado, “el
shock del petróleo” de los años setenta, aparecen nuevas corrientes críticas que
inciden en la insostenibilidad del modelo. Los recursos de la Administración
disminuyen del mismo modo que disminuyen los capítulos dedicados a la protección
social y los gobiernos reorientan su papel hacia un modelo de estado menos
intervencionista, reservando su actuación social sólo para aquellas situaciones
excepcionales de extrema necesidad, dejando un margen de autonomía y actuación
voluntaria al individuo para mejorar las prestaciones sociales que le conciernen.
Se habla de crisis de lo público en la medida en que determinados estados
basándose en conceptos economicistas, determinan qué servicios públicos antes
ofrecidos obligatoriamente, deben empezar a regirse por las leyes de mercado,
encargando su gestión a la iniciativa privada.
Sin embargo, es la semana negra de octubre de 2008 y la brecha que
produce en el poderoso sistema financiero mundial, que a punto estuvo de abocar al
colapso de todos los sistemas financieros, la que obliga necesariamente a un
replanteamiento de la situación, ante nuevos escenarios públicos cada vez más
complejos.
La sociedad sigue trasladando a los gobiernos muchos de los problemas que
le acucian, que no pueden resolverse por las personas individualmente consideradas
ni por los mercados. Problemas educativos, migraciones, crisis energética,
multiculturalismo, acceso a la vivienda, riesgos medioambientales, pobreza, etc.,
llenan agendas políticas que nunca habían tenido que enfrentarse a semejantes
cuestiones y de tan compleja solución. A la limitación presupuestaria de los estados,
se añade una pérdida de la capacidad de actuación específicamente territorial como
consecuencia de una serie de factores supranacionales, originados por la
globalización de la economía.
El hundimiento de la economía financiera provocado por el crack de 2008,
deja al Estado como actor político institucional desprovisto de capacidad de
maniobra y de reacción para enfrentar los daños sociales ocasionados por el
colapso empresarial y económico, que a su vez le obliga a entrar en el escenario
económico para salvar del desastre a las entidades bancarias por medio del
denominado “rescate”.
Paralelamente se ha producido un incremento del grado de sensibilidad de la
opinión pública ante las desgracias de los más desfavorecidos, aumentando el
número e influencia de entidades no lucrativas privadas que se encargan de temas
relacionados con la solidaridad, ocupando el espacio que los estados abandonan. A
su vez, las empresas exploran un nuevo escenario de actuación y de mejora de su
imagen pública de la mano de mecenazgos y patrocinios.
Las administraciones no permanecen ajenas a los cambios que se están
dando a nivel local y global. La modernización, el crecimiento y la transformación de
las asociaciones y organizaciones no lucrativas, están planteando nuevos retos,
como también los plantean políticas de sostenibilidad y de responsabilidad social de
empresas. De este modo irrumpen nuevos actores en el ámbito público, haciendo de
éste un campo de gestión más complejo y en constante cambio.
En cada periodo histórico el papel asignado al Estado ha guardado relación
con el entorno económico, social y político existente. Actualmente existe una
conciencia de que se necesita encontrar un nuevo modelo de estado que nos
permita afrontar los complejos problemas con los que conviviremos en este siglo
XXI.
El Estado Social es doblemente cuestionado, desde un punto de vista de su
viabilidad y eficacia social. La nueva realidad económica ha obligado a los gobiernos
a redimensionar el sector público y a dar paso a políticas orientadas a la estabilidad
macroeconómica y a la mejora de la competitividad.
En cuanto a la eficacia social, se cuestiona tanto por la elevada insatisfacción
existente en las mayoría de países desarrollados ante el funcionamiento de los
servicios públicos, como por la ausencia de responsabilidad que se traslada a la
sociedad, sobre todo en los segmentos sociales más débiles, al tiempo que se
incrementa la dependencia de la sociedad respecto a la estado. La persistencia de
determinados problemas sociales demuestra la impotencia del Estado que aparece
como incapaz de resolverlos por sí solo, defraudando expectativas.
Lo cierto es que en la mayoría de los estados democráticos desarrollados el
modelo se encuentra inmerso desde hace algunos años en un proceso de profundo
cambio, en un contexto de mundialización de la economía, de estabilidad
macroeconómica y control del gasto público. Ésta transformación está dando paso a
nuevas concepciones del modelo de Estado.
La puerta hacia el neoliberalismo y hacia el concepto de estado de mínimos
está abierta. Se culpa al Estado de la pérdida de competitividad de las economías
occidentales y se proclama la necesidad de retroceder sus fronteras subordinando
su actuación al funcionamiento eficiente de los mercados.
Para una concepción meramente neoliberal, la única manera de dar respuesta
a unas necesidades sociales crecientes, sería disponer cada vez de más recursos
públicos, pero esta construcción del Estado de Bienestar sólo es viable
financieramente y soportable socialmente en un contexto de crecimiento económico
sostenido.
Otras corrientes propugnan una transformación en profundidad de la lógica de
actuación y de los mecanismos de intervención del Estado del Bienestar,
manteniendo sin embargo sus principios de universalidad y cohesión social. La crisis
afectaría, según esta opción, a la manera que históricamente derivó en la
construcción del estado de bienestar, no a la idea misma de sociedad del bienestar
en la que el Estado juega un papel determinante.
Por último, aparece el modelo de Estado “relacional”, que siendo capaz de
crear y gestionar complejas redes inter-organizativas en las que participan
organizaciones públicas y privadas, plantea un nuevo reparto de roles y
responsabilidades entre el Estado, los mercados y los ciudadanos, argumentando
que para dar una respuesta a los problemas planteados es necesaria la implicación
y la colaboración activa de la propia sociedad. El estado tiene un papel clave de
liderazgo en la articulación de relaciones de colaboración entre agentes privados y
públicos, fundamentadas ahora en el principio de la corresponsabilidad. La
construcción de este tipo de Estado supone un enorme desafío para el sistema
político, administraciones públicas y para la sociedad en su conjunto.
Es preciso realizar un esfuerzo de innovación social que permita reinvención
de la Administración y de la manera de gobernar. El Estado ha dejado de ser
autosuficiente, para pasar a ser un Estado modesto que se enfrenta a la complejidad
de los problemas sociales asumiendo que sólo se pueden abordar contando con la
colaboración activa de la sociedad, debiendo estimular a los ciudadanos y a los
diferentes colectivos a participar en la resolución de aquellos problemas en los que
están implicados de forma más directa.
La necesidad de búsqueda de objetivos comunes perfectamente identificados,
la asunción de responsabilidades concretas en su consecución y la articulación de
responsabilidades asumidas por cada una de las partes, introduce un nuevo
concepto de gestión, la corresponsabilidad, abandonando la desconfianza en el
Estado del Bienestar, sustituyéndola por el diálogo y la cooperación. Los intereses
sociales dejan de ser patrimonio del Estado y la sociedad participa a través de
asociaciones y organizaciones sin ánimo de lucro, lo que le confiere una legitimidad.
Se está produciendo una sinergia entre recursos, conocimientos y
capacidades del sector público con el privado. La resolución de problemas aparece
menos vinculada al incremento de gasto público, para dar paso a la capacidad de
liderazgo y consenso para movilizar recursos públicos y privados existentes en la
sociedad, dando respuesta las necesidades sociales. El Estado protagoniza una
dimensión específica y ocupa una posición de privilegio para asumir un rol de
dinamización de la sociedad, bajo el inexcusable cumplimiento de la legalidad y de
los principios de eficiencia y eficacia sociales.
Preservar la sociedad del bienestar en el contexto de una economía
mundializada, constituye un enorme desafío que además de profundos cambios en
el sector público, requerirá e la implicación activa de todos los actores sociales.
BIBLIOGRAFÍA.

 Fernández García, Tomás. (2005) “Estado del Bienestar y


Socialdemocracias”. Alianza Editorial.
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 Longo, Francisco; Ysa, Tamyco (eds.). (2008) “Los escenarios de la gestión
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