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Los nueve ríos

Texto de Julio Carrizosa Umaña

No como un producto terminado, no como un proceso del cual,


desafortunadamente, sólo hemos de vislumbrar un instante: decenas de
años frente a miles de millones. Pasa esto con nuestro contemporáneo
río Bogotá; creemos conocerlo y tener derecho a denigrar de él, cuando
vemos las espumas que surgen de las tuberías a presión del río energía,
o cuando movemos hacia otro lado la nariz para no aspirar el río- cloaca.
Pasamos lo más rápidamente posible sobre los pocos puentes que
frecuentamos, temiendo ofender nuestros sentidos y no pensamos ni
hacia atrás, ni hacia adelante, ni en el espacio, ni en el tiempo.

No recordamos que siglos antes del río, había un lago, que había sido un
mar, ni sabemos que, kilómetros antes de la cloaca, hay todavía un
vergel. Como si usáramos alguna especie de anteojeras que sólo
permiten observar lo malo y lo feo y prever únicamente los desastres. En
estas páginas trataremos de ampliar nuestra percepción del río maravilla
que conserva y purifica sus aguas en el páramo, que más abajo riega las
habas, el maíz, la papa y la arverja; que alegra las huertas pueblerinas y
curte pieles, que convierte tierra en leche, que da de beber a cuatro
millones de personas, que piadosamente, recibe sus desechos, que los
troca en hortalizas; que produce energía para una de las ciudades más
grandes del planeta y al cual, le sobran ímpetus para convertirse en lago
veraniego antes de desaparecer.

Las primeras aguas que cubrieron lo que hoy es el lecho del río Bogotá
fueron las del mar Caribe. Efectivamente, los geólogos(1) han
demostrado que hace 115 millones de años el mar penetraba hasta
cubrir una inmensa zona que más tarde se convirtió en altiplanicie por
efecto de los plegamientos y rupturas de los estratos que en el plioceno
condujeron a la formación de la cordillera oriental.

Es el lecho del río el que guarda la compleja historia de la sabana y de


sus aguas. Sus sedimentos proporcionan la clave de lo que fue ese mar
extraño que en el terciario separaba la cordillera preandina del macizo
Guayanés, ocupando un profundo geosinclinal; nos habla también de
cómo el fondo del mar se elevó en medio de trementos cataclismos; de la
tragedia sufrida por la flora tropical, sometida de improviso a bajísimas
temperaturas; de la invasión de las plantas migrantes del ár-tico y del
antártico; de las varias glaciaciones que alimentaron con sus aguas
gélidas al primer río; de cómo se fue acumulando el agua en el estanque
natural que había dejado el plegamiento hasta formar el la-go que
llamaron Tumha los antece-sores de los chibchas; de los cambios que
los períodos de enfriamiento y calentamiento planetario ocasionaban en
el nivel de aguas del lago y en la vegetación de los alrededores. Los
primeros cazadores subieron para atrapar mastodontes en sus márgenes
y ese río “lento y perezoso”, trabajó hasta formar el Salto de
Tequendama que todavía nos asombra.

Poco a poco, los científicos han decifrado esa historia. Los geólogos y
paleontólogos, analizando rocas y fósiles encontraron la fundamental
diferencia de edad entre la cordillera orienta¡ y el resto de los Andes
colombianos. Los estudiosos del polen(2) han establecido la fecha de
llegada de árboles que consideramos tan nativos como el roble o el aliso,
ambos venidos del norte hace 150.000 y 500.000 años respectivamente
y han trazado la ruta de invasión sur‑norte de plantas que, como
la gunnera, han alimentado nuestras tradiciones. Los geógrafos y
geomorfólogos hallaron los glaciales y las morrenas en medio de nuestro
trópico andino; fue Humboldt el primero en creer en las leyendas
chibchas que hablaban del lago que cubría toda la altiplanicie y de los
animales gigantes que la poblaban.

Los arqueólogos, ayudados por la ciencia del átomo, hallaron a los


cazadores que hace 12.000 años vivían de los mastodontes alrededor de
Tibitó y del Abra(3). Todos ellos, sintetizados por la historia nos recrean
los ambientes que antecedieron a la urbe: el mar rodeado de gigantescos
helechos, el lago subiendo y bajando según llegaban y se iban los hielos,
las nieves perpetuas alojadas en las cumbres de los cerros bogotanos,
los árboles de un metro de diámetro rodeando el río en los períodos
cálidos; los caballos, extinguidos antes de la llegada de los españoles; el
páramo que por períodos lo cubría todo con fraile-jones hasta de diez
metros de alto y finalmente, el lago adelgazándose para formar el río que
ha sostenido, desde entonces, el proceso de civilización cuya historia
reciente será descrita por otros autores en este mismo libro.

Lo que el río es hoy, y lo que será mañana, es otra historia; la que nos
concierne directamente porque somos nosotros quienes contribuimos a
formarla con pequeños impulsos dentro del complejo mar de las
decisiones sociales, Nuestra actitud ante ella depende de nuestra
percepción de la realidad, de cómo aislemos nuestras mentes para no
percibir más que frases hechas o de cómo las ampliemos para
comprender lo que hay detrás de las imágenes simples. Nuestra actitud
personal sera una si consideramos el río como agua mala peremne y otra
si entendemos las funciones sociales que actualmente desempeña y
proyectamos las que deseamos verle cumplir en el futuro.

En estas páginas trataremos de lo uno y de lo otro, de lo que es y de lo


que debe ser. Hablamos en los primeros párrafos de la variedad actual
del río Bogotá: no es por tanto un solo río el que nos ocupa, son nueve
ríos que fueron conformándose por la conjunción de la acción del hombre
con las características del clima, la geología, los suelos, la vegetación y
la fauna. De esta dialéctica, hombre‑naturaleza, han surgido
nueve ambientes bien caracterizados:

El río del páramo, el que baja a golpes los cerros, el que recorre limpio y
plácido a Villapinzón antes de cooperar con las curtiembres; él que riega
las tierras ganaderas de Suesca, Tocancipá y Gachancipá, el que se
purifica y entuba para darnos de beber, el que se convierte en cloaca de
nuestras energías perdidas, el que produce hortalizas en Bosa, el que
mueve las turbinas del Muña para abajo y el que sirve de sostén a
¡anchas y esquiadores antes de unirse al Magdalena.

Veámos cómo es esto posible en sólo un poco más de doscientos


cincuenta kilómetros.

El río del páramo


El río surge en el municipio de Villapinzón. Las pequeñísimas corrientes
que van conformándolo tienen nacederos en las veredas de Chasques,
Bosavita y La Merced, por encima de los 2.900 metros sobre el nivel del
mar. Son ligeros brotes en cerros de nombres sugestivos que se
relacionan con la región: el cerro de los copetones, el del diablo, la
cuchilla de los medios , la cordillera de la cuchilla, el alto de las arenas, el
alto del queso. En un poco más de mil hectáreas las aguas se van
reuniendo en pequeños depósitos pantanosos durante el invierno, para
correr libremente cuando logran superar los obstáculos de la vegetación
de musgos y pajonales para acumularse finalmente un hilo delgado, el
primero en recibir el nombre de Bogotá. Algunos de estos cerros tienen
alturas por encima de 3.200 metros; sus cuchillas separan las aguas de
la cuenca Bogota‑Magdalena de la del río Machetá, uno de los
primeros componentes de la densísima red hidrográfica que después de
abarcar miles de kilómetros, finalmente se reune en el río Orinoco.

La estructura de estas montañas quedó estable probablemente en el


cretáceo tardío pero sus formas superficiales aún hoy continúan
moldeándose al impulso de los factores naturales y de las acciones del
hombre. Ghul describe(4) cómo el fenómeno de la solifluxión (solum 1.
suelo, fluere 1. flujo) moldea suavemente el paisaje de los páramos como
consecuencia de la acción de los cambios diarios de la temperatura
sobre las láminas de agua que impregnan los suelos. “Durante el día se
descongela la parte superior del suelo y esta comienza a deslizarse
sobre el fondo congelado rocoso”.

Es así como en las partes más altas las láminas finísimas de hielo
destruyen las raicillas y aceleran tanto el suave movimiento hacia abajo
como el cambio de la vegetación. Los pajonales, musgos y líquenes son
escasos en las partes más altas y pendientes, donde el cambio es más
acelerado y sólo se densifican en las planicies, donde el movimiento
continuo de los suelos se hace más lento, permitiendo la aparición de los
frailejones y del romero de páramo. El agua es el factor más dinámico en
esta zona del río. Las condiciones generales del páramo: baja presión
atmosférica, baja temperatura media pero altísima intensidad energética
de la radiación solar, fuertes cambios geomorfológicos, ocasionan
cambios muy bruscos en la nubosidad la cual actúa como transformador
errático de todo el ambiente paramuno. Las nubes no sólo conforman el
mundo gris y frío sino también, al apartarse o al convertirse en lluvia
finísima, en paramillos, dejan pasar el sol con los más altos niveles de
radiación del planeta y convierten este conjunto en ámbito de colores y
de calor, tanto para las plantas, como para el hombre.

En el páramo, el río Bogotá modifica el paisaje y es modificado por él.


Los pantanos formados por paramillos y nacederos son una verdadera
máquina de purificación. Como los describe GuhI?, el agua lluvia se
alberga un tiempo en los musgos y se introduce en la capa de humus;
este sirve como filtro eficaz y aquella que logra traspasar la materia
orgánica, pasa a formar parte del subsuelo donde las bacterias y los
hongos la convierten en objeto de sus procesos metabólicos y
finalmente, entra a formar parte del más valioso patrimonio de la Sabana:
el agua potable, libre de toda impureza y al mismo tiempo, enriquecida
por todos los minerales necesarios para la vida humana.
La función vital del páramo, el servir de recolector de las aguas
atmosféricas, almacenarlas y purificarlas no fue comprendida fácilmente.
En las leyendas chibchas las lagunas de los páramos eran las fuentes de
la vida y las tribus sólo usaban el páramo como gran coto de caza, para
proveerse de carne roja. Los cambios en la propiedad y en el uso de la
tierra empujaron a los indígenas a cultivar en las alturas. Todavía hoy, los
paramunos tratan de sembrar papas, cubios, hibias y habas después de
quemar los pajonales. A pesar de que los períodos de cultivo doblan a
los de la sabana, la gente del páramo aprovecha el bajo valor de la tierra
y su aislamiento para desarrollar en ellos formas de vida primitivas. Pero
su actitud, no ocasiona mayor cambio.

Más peligrosos para el cumplimiento futuro de la función del páramo del


río Bogotá, son los esquemas futuristas que surgen periódicamente
cuando alguien se ilusiona con la percepción de grandes extensiones
semiplanas y ricas en agua, situadas a pocos minutos de la capital y se
habla entonces de la necesidad de “usar” el páramo sin darse cuenta de
que ya lo empleamos adecuadamente como proveedor de la mejor agua
del mundo.

El río del cerro


Las nieves y hielos que llegaron durante las glaciaciones hasta los 3.000
metros de altura en los cerros de la Sabana de Bogotá fueron también
glaciales que irrumpían en los valles bajos, descongelándose a medida
que se afectaban por la temperatura más alta. Estas masas de nieve,
hielo, rocas y escombros de todo tipo se deslizaron hacia la sabana,
algunas veces transformando significativamente el paisaje como en el
caso de los valles altos de los ríos Neusa, Frío, Tunjuelo, San Cristóbal y
Arzobispo donde las morre-nas conformaron en ocasiones es-paciosos
anfiteatros como la laguna de Chisaca. El río Bogotá se desprende del
páramo aceleradamente a través de los canales abiertos en forma
semejante y sobre los cantos rodados durante siglos. Entre el Cerro de
los Copetones y el de Santa Bárbara, el río va recibiendo otras corrientes
con nombres propios como la Quebrada del Zorrero y la del Diablo y
comienza a formar pozos de aguas plácidas como el llamado por algún
romántico “Pozo de la Nutria”. Pequeñas vegas van apareciendo en sus
riberas, protegidas por diques naturales; vallecillos que se unen unos con
otros hasta desembocar en terrazas y medias la deras en el límite
nordeste de la sabana. Es una zona de geomorfología enrevesada, de
vueltas y revueltas en donde el agua y la fuerza de gravedad van
conformando suelos con características favorables para la agricultura
como los llamados entisoles e inceptisoles. Las lluvias ocurren durante
todo el año y sus niveles se mueven entre 1.000 y 1.500 milímetros. Es la
tierra del aliso y de la papa, de los borracheros, arbolocos, tibares,
arrayanes, cedros, nogales, gaques, raques, chirlobirlos y mortiños. En el
pasado, los osos de anteojos asustaron a quienes debieron treparse a
los valles altos para hacer agricultura ante la invasion ganadera. Hoy,
sólo se menciona su presencia al otro lado de la cordillera y como
evidencia de fauna silvestre apenas quedan las aves que han resistido la
explosión agroquímica, como los colibríes, los azulejos, los copetones y
la mirla negra. La corriente aún es límpida lo que permite que bajen
truchas casi hasta la sabana y que se oigan leyendas sobre especies en
serio peligro de extinción, como el capitán.

A todo lo largo del río de los cerros, del páramo a Villapinzón se ha


desarrollado una sociedad, mezcla de pequeños agricultores, ganaderos
y habitantes de la ciudad que allí se refugian durante los días de fiesta. El
río se usa intensamente recogido por estrechas bocatomas para
alimentar sistemas rústicos de regadío, para llenar pozos, para lavar la
ropa. Sobrevive algún pequeño molino de rueda, aislado de la
civilización. En los retazos de suelos fértiles, en las vegas y terrazas se
hace la agricultura del minifundio. Se siembra la papa que surte el gran
mercado de Villapinzón, se cultiva el maíz, mezclado con la alverja y las
habas. Hasta el trigo, gracias a los nuevos precios, se ve en estos días
en esas sementeras que son muestra de la intensa labor el pequeño
agricultor de la montaña, que según las estadísticas, produce más de la
mitad de la comida colombiana.

Esta sociedad, umbral de la ciudad y del campo, de la gran agricultura


comercial y de la de pan coger, de la recreación y de la subsistencia es,
tal vez, la clave de la salvación de la sabana. Una estabilización y
valoración de este complejo de objetivos diversos unidos por el común
denominador del río, compenetrados por la necesidad básica de
mantener sus aguas limpias para beber, abrevar y regar, pescar y
observar podría conducir a la gestión de una estructura con poder
suficiente para competir con el proceso de urbanización, pero para ello,
deben existir adecuados instrumentos estatales y comunitarios.

El río del pueblo


Villapinzón es el único pueblo de la sabana que es atravesado de por
medio por el río Bogotá. Su experiencia ha de servir para aquel día, no
muy lejano, en que tengamos la ciudad desarrollada a lado y lado del río.
Pueblo y río forman una comunidad desde la fundación de aquél en 1773
y para sus habitantes, el río significa algo muy diferente de lo que
percibimos los bogotanos; es el río que alegra con su ruido los balcones
de las casas centenarias, que riega los huertos, que calma la sed de los
animales domésticos, que limpia el mercado y que, adicionalmente, hace
posible la industria más dinámica de la región: la de curtiembre.

El río penetra en el pueblo por el extremo norte y lo atraviesa hasta el


sur; las calles descienden hacia su cauce y existen varios puentes para
cruzarlo, algunos de arquitectura muy antigua. Dos filas de casas tienen
sobre el cauce sus patios traseros y sus huertos; el kikuyo llega hasta las
aguas y crecen en sus orillas las rosas rústicas de la sabana, los borra-
cheros, trompetos, saucos y alcaparros que descienden sobre las aguas
transparentes. Al interior de los huertos, alcanzan a verse los brevos,
cerezos, duraznos y papayuelos que proveen aquellas frutas pequeñas,
agridulces, que se conservan en almíbar. En las cercas los floripondios
se mezclan con cartuchos y bellahelenas para hacer un paisaje cuya
variedad y belleza sólo es alterada por las evidencias de pobreza que se
perciben en las cercas caídas, en los balcones destrozados y en muchas
caras escuálidas.

En el mercado de Villapinzón se vende la papa más fina de la sabana y


alrededor de compradores y vendedores, las mesas de fritanga ofrecen
desde chicha, hasta pan con chicharrón. El río Bogotá pasa a poco
metros; la gente toma de allí, agua para lavar las ollas: tres cuadras más
abajo empieza la zona de curtiembres.

Curtir pieles ha sido una antigua actividad en Villapinzón. Existen hoy día
más de cincuenta establecimientos de diverso tamaño que curten pieles
de res, aguas abajo del río Bogotá. El río es utilizado en las diferentes
etapas del curtido, ya que las empresas compran las pieles directamente
en los mataderos de Bogotá y de los pueblos de la sabana trayéndolas
sangrantes en camiones, zorras y carretillas.

Hasta hace poco tiempo, las pieles eran lavadas directamente en el río;
una intervención de la CAR logró la construcción de estanques de
concreto a los cuales se bombea el agua; las pieles pasan de estanque a
estanque y luego son procesadas en ruedas de madera de tres metros
de diámetro que se mueven lentamente, gracias a motores conectados a
las redes de electrificación rural que maneja la misma CAR. Los residuos
del proceso son abundantes: gelatinas y grasas de diversos géneros,
algunos de los cuales permanecen pudriéndose junto a las casas de los
curtidores y otros son recogidos periódicamente en la carretera por
camiones al servicio de empresas que utilizan estos elementos orgánicos
en diferentes operaciones industriales.

Esta industria era dinámica hasta hace pocos meses, cuando la baja del
bolívar en Venezuela interrumpió la exportación de cueros por Cúcuta
hasta donde llevaban estos productos de la primera zona industrial de
Bogotá. Ampliaciones y construcciones de gran tamaño parecen estar
ahora paralizadas y los propietarios comienzan a dedicar más atención y
tiempo a sus labores agropecuarias. Aún así, río abajo, en las haciendas
de Chocontá y de Suesca, las curtiembres de Villapinzón todavía son
odiadas por “dañar” el río. Se dice que en los días de fiesta los estanques
se vacían en el río y este se vuelve azul. Actualmente se adelantan
estudios sobre esta situación. ¿Cómo conciliar unos y otros intereses?
¿Cómo asegurar que el río sirva para los diversos objetivos que se
pretenden? ¿Cómo preferir unos a otros? La tendencia predominante en
la región hacia las actividades agropecuarias parece señalar como
irracional la localización de las curtiembres; sin embargo, cabe
reflexionar si esta actividad corresponde a una etapa de
agroindustrialización que es consecuente con la necesidad de
aprovechamiento de las pieles producidas en la misma sabana y acorde
con la necesidad de descentralización de las actividades agropecuarias y
de fomento a la pequeña industria.

¿Podrá encontrarse una solución técnica que evite el cierre de las


curtiembres y mantenga la calidad del agua del río?

El río de la leche
La tenencia de la tierra y el paisaje comienzan a cambiar tan pronto el río
abandona las curtiembres. Empiezan a aparecer las grandes haciendas
de estirpe encomendera. Los aposentos de los compañeros de Quesada
se perpetúan en grandes casas de corredores cerrados. Alrededor de
Chocontá el paisaje se torna austero, casi castellano; al occidente los
cerros comienzan a desnudarse, consecuencia del clima y del uso
intenso, los suelos comienzan a teñir el río de color, los deshechos de
ambos pueblos empiezan a generar procesos de eutroficación con el
consiguiente aumento de las plantas acuáticas. Pero el valle de
Chocontá, no es todavía la sabana. Para penetrar en ella, el río tuvo que
vencer el pequeño macizo de Suesca y lo hizo creando un cañón que
hoy está olvidado y que fue sitio obligado de paseos santafereños. “Las
rocas de Suesca”, los enormes monolitos originados por la acción
conjunta del río y de los vientos NME(5). Antes de penetrar en el
desfiladero, el río recibe la primera corriente regulada de la sabana, el
antiguo río Sisga, hoy desaguadero de la represa que lleva su nombre,
primer intento de controlar las inundaciones y suministrar agua suficiente
para producir energía. Aquí, el río ya no es tan transparente, pero sus
aguas aún son utilizables para riego; los ribereños ya no las beben
directamente, pero algunos han vuelto a utilizar sus corrientes para
impulsar canoas y los alisos, mezclados ahora con sauces y eucaliptus,
forman paisajes agradables valorizados por el imponente cañón rocoso.

Se habla de que es aún posible pescar capitán en esos recodos y se


afirma que los niños todavía recogen cangrejos debajo de las piedras,
pero simultáneamente, el caudal incrementado comienza a tener un cariz
peligroso que atemoriza a los bogotanos. Se dice de numerosos
ahogados, antiguos y recientes, de las “traiciones” del río, de los
cadáveres flotantes.

Es también en esta zona donde el carbón añade un tinte negro al


amarillo pálido de los coloides, para darle al río su color tradicional. Las
minas de carbón de Santa Rosita y de Suesca han sido explotadas
durante muchos años y sus desechos siempre han llegado, en una u otra
forma, hasta el río. Hoy, una planta moderna de lavado de carbón
investiga técnicas adecuadas para disminuir la contaminación.

Cuando da la curva del cerro Guarnique, el río penetra de lleno en la


sabana. Los alisos ceden el paso a los sauces y eucaliptus, los suelos se
aplanan, no son muy profundos y se asientan sobre una capa de arcilla
dura que no permite el crecimiento de plantas de raíz larga. De ambas
laderas bajan corrientes cargadas de sedimentos. El antiguo valle del
Tominé es ahora lecho de una represa destinada a proveer de agua las
turbinas río abajo en las épocas de sequía, pero las cuencas de Guasca
que la alimentan producen materiales livianos que permanecen
suspendidos en las aguas del río a través de su tránsito por la laguna y
añaden carga de materiales en suspensión. Todo ello no es obstáculo
para que las motobombas de las grandes haciendas ganaderas, de los
gallineros y de las fábricas de flores absorban ávidas el fluido
indispensable para mantener los pastos verdes, dar de beber al ganado,
regar los almácigos y limpiar los galpones.

Es el río el que alimenta la gran industria agropecuaria de la cabecera de


la sabana, el que transforma el agua y la energía en aves, leche, flores,
caballos de paso. Al desembocar en el valle de Tocancipá, la utilización
del río es más heterogénea. La termoeléctrica convierte agua y carbón
en energía, los parques de diversión bombean sus acuíferos para
construir lagos artificiales; las plantaciones de eucaliptus disminuyen los
niveles freáticos. La competencia por el agua de la cuenca se vuelve
frenética antes de que la Empresa de Acueducto la adormezca en las
lagunas de sedimentación de Tibitó.

Pareciera como si el río en ese trayecto de Chocontá a Tibitó se


encontrara en un período análogo al de la adolescencia humana durante
el cual se aprueba todo lo que estaba vedado, antes de que nos
envuelva la monotonía de la madurez. ¿Cuál será el futuro de este río
lechero, industrial y parrandero?

Varios escenarios son posibles, desde su conversión en otro ramal del


acueducto y del alcantarillado de la futura metrópolis, hasta su papel de
eje central de una zona agrícola cultural de similar importancia a los
valles altos del Hudson o del Támesis, pasando claro está, por su
conversión en canal cubierto de inmundicias. El destino de este sector
del río influirá en la calidad de la vida de nuestros nietos, pero será
determinado por nuestras decisiones y las de nuestros hijos.

El río del agua potable


Junto al cerro de Tíbitó, parte del río se embalsa en una laguna artificial
para que se sedimenten los sólidos que lleva en suspensión, primer
tratamiento para convertir su agua en potable. Allí permanecen las aguas
varias horas en completa quietud, en un esfuerzo por despojarlas de su
color amarillento. Algunos sólidos, como los extraños coloides de la
cuenca del río aves, se siguen resistiendo a ser depositados: son
substancias ligerísimas y pegadizas que casi se confunden con el agua.
Es necesario entonces aplicarles tratamientos químicos. Luego las aguas
son subidas por enormes bombas, doscientos metros hasta el cerro de
Tibitó. Allí está la planta en donde se cumple el resto del tratamiento. Se
hacen pasar por surtidores de diseño especial para aumentar el oxígeno
que contienen; se les aplica cloro para reducir el número de colibacilos;
se corrigen los topes de acidez y se entuban cerro abajo para que, sólo
por la fuerza de la gravedad, lleguen hasta cada una de las casas que
alimentan. Este nuevo río de agua potable viaja a presión por tubos de
dos metros de diámetro hasta llegar a los tanques de redistribución y allí
subdividirse en tubos de diámetro cada vez más pequeño, hasta
reducirse a los grifos. No es este recorrido del río de agua potable un
viaje sin incidentes: las presiones que se producen en el interior de los
tubos son tan grandes que terminan ocasionando la fatiga de los
materiales y en ocasiones revientan las tuberías causando verdaderas
tragedias. Tampoco es completamente homogénea la calidad del agua
en la red de tuberías que conducen el nuevo río; ni la calidad, ni los
materiales son homogéneos. Existen miles de escapes subterráneos y en
las mismas casas que ponen la pluma de agua en contacto con el
ambiente exterior. Hay organismos que pueden sobrevivir dentro de las
tuberías y su número aumenta peligrosamente cuando disminuye la
presión en el interior de las mismas. El indispensable trabajo de
reparación o de empalme aumenta la posibilidad de entrada de los
elementos extraños a la corriente de agua potable.

Aún las tuberías con los años y la acción química‑física del agua
pueden desprender material que se incorpora a la corriente. Es necesario
prever todo esto en los sistemas de tratamiento: agregar el oxígeno
necesario, dejar residuos de cloro para controlar las poblaciones
ascendientes de colibacilos, construir válvulas de seguridad para el caso
de que aumente la presión. Todo ello, para formar el río potable y fugaz
cuyo valor desaparece súbitamente cuando pasa por nuestras manos,
como si Midas reencarnara a la inversa en los seres humanos.

El río cloaca
El río cloaca principia en cada uno de nuestros hogares, cuando
convertimos, con solo tocarla el agua potable en agua negra. Pero su
presencia sólo se percibe cuando su cauce deja de ser protegido
después de Tibitó. Uno o dos kilómetros más adelante, recibe al río
Neusa que mantiene constante su caudal gracias al embalse y que ya ha
añadido a sus aguas las del Checua, que corre paralelo al Bogotá por el
valle de Nemocón, separado por una de las penínsulas que surcaban el
antiguo lago. El Neusa y el Checua traen residuos de procesos
acelerados de erosión, que ahora tratan de contenerse reconstruyendo la
naturaleza. El río se carga de materias en suspensión, pasa por la zona
industrial generada por las salinas de Zipaquirá, uno de los problemas de
contaminación más graves de la sabana y entra al corredor
Cajicá‑Chía‑Cota en donde la tierra agrícola desaparece
rápidamente ante los clubes deportivos, los restaurantes campestres, las
urbanizaciones disfrazadas de granja y las tierras vacías que los
propietarios ausentistas tienen ya, mentalmente, cubiertas de asfalto y de
cimientos. Parte de estos desarrollos desaguan sus residuos
directamente al río. Otros lo llevan a pozos, contaminando de todas
maneras los acuíferos. Las zonas urbanas de Chía y de Cajicá muestran
actualmente el más alto índice de crecimiento de la sabana y la carga de
sus desechos es recibida por el río Frío que, después de haberse
deslizado por una zona paradisíaca, se convierte de pronto en
depositario de basuras y residuos de todo género.

Es en dos de estos municipios en donde se ha iniciado la tremenda tarea


de descontaminación del río por medio de la construcción de las primeras
plantas de tratamiento de aguas negras en la historia del país; pero
pocos kilómetros más adelante, en la desembocadura del río Salitre es
donde el río cambia realmente, al penetrar el colector que reúne las
aguas negras de la zona norte de la ciudad.

En los siguientes quince o veinte kilómetros de vueltas y revueltas del río,


las alcantarillas de toda la ciudad de Bogotá descargan en él una
tormenta de residuos de materia orgánica en distintos grados de
descomposición; productos químicos, desechos minerales, plásticos de
toda índole y escombros de todo aquello que alcanza a pasar por los
diferentes orificios de entrada o que tiene la desgracia de caer en las
decenas de kilómetros de canal abierto que recorren los barrios de
occidente, antes de llegara¡ río uno por uno, o concentrados en el Salitre,
el Fucha y el Tunjuelito, ríos también de antigua prosapia que alguna vez
transportaron hielo y ahora dejan correr la carga orgánica de mayor
concentración que río alguno haya recibido.

Tal vez dentro de pocas decenas de años se vea con ironía esta época
de las alcantarillas en que nos dedicamos a concentrar residuos en
enormes canales para apartarlos rápidamente de los sitios poblados,
como caravanas de leprosos, sin sitio fijo a dónde llegar, rechazados por
todos y contagiando lo que tocan. Ya en las universidades de los países
más ricos existen cátedras para el estudio de las basuras y otros
residuos, en las cuales no son los ingenieros sino los sicólogos y los
sociólogos los que analizan por qué el hombre cuando cataloga algo
como basura decide encargar a la sociedad de destruirlo y porqué
tenemos tanto asco de nuestros propios residuos que preferimos pagar
más por alejarlos que por retransformarlos en energía.

El río Bogotá ha sido llamado por la prensa internacional “el más


contamínado del mundo”. Como hemos visto en el punto anterior, con la
misma irresponsabilidad podría ser catalogado como el más limpio del
planeta, pero no es ni lo uno ni lo otro: es un río aprovechado al límite de
sus capacidades. Para evitar que este límite se traspase y que las
demandas que sobre él hacemos terminen por ocasionar un desastre
ecológico en el río Magdalena y en las poblaciones aledañas, se realizan
actualmente estudios sobre cómo tratar las aguas negras que penetran al
río. Son estudios complejos que aspiran a identificar la alternativa más
económica para separar las aguas y el tratamiento que permita el normal
desarrollo de las cadenas de vida. Cosas semejantes se han hecho en
grandes ríos como el Hudson y el Támesis a donde se ha logrado que
regrese el salmón y donde las regatas se realizan con el esplendor que
tuvieron en el siglo XIX. Aquí el problema es, posiblemente, más
complejo. El alto precio de las tierras en la sabana hace subir el costo de
las lagunas de oxidación; la acumulación de la población exige medidas
especiales, el país es pobre; pero la decisión ya está tomada y tal vez el
paso que sigue es de organización de actividades a lo largo del río y de
planeacion urbano‑rural de ambas márgenes con el objetivo de
construir desarrollos modelo de utilización ambiental.

El río hortelano
Entre la desembocadura de los ríos Funza y Tunjuelito el río atraviesa los
campos más fértiles de la Sabana de Bogotá. Al Occidente, a menos de
cinco kilómetros está el complejo más refinado del país para
investigaciones agropecuarias: Tibaitatá. Alrededor de los laboratorios y
parcelas de experimentación existen grandes haciendas que mantienen
altos niveles de productividad. La margen orienta ha tenido diferente
destino: desde la construcción de Techo el primer aeropuerto que tuvo la
ciudad las fincas de la zona se vieron amenazadas por el avance de
procesos irregulares de urbanización; más tarde la construcción de
ciudad Kennedy y de la Central de Abastos aceleró el aumento de la
densidad de población urbana de la zona. Los grandes propietarios se
vieron obligados a dividir sus predios en pequeñas parcelas o a negociar
con el urbanizador de turno. Algunos vendieron tierra excelente a muy
bajo costo. Todo ese proceso condujo a un desarrollo
urbano‑agrícola muy singular, en la margen izquierda del río: el
cultivo de hortalizas regadas con sus aguas negras.

Se dice que son alrededor de cinco mil los pequeños propietarios que
compraron parcelas donde antes habían existido grandes haciendas,
probablemente para vivir cerca de la capital. Fueron ellos quienes
desarrollaron este extraño método de aprovechamiento del río. La
construcción de la Central Abastos en la zona facilitó el mercadeo del
producido de las huertas caseras; el negocio fue haciéndose cada vez
más promisorio, se formaron asociaciones, reunieron fondos, compraron
motobombas, construyeron canales y empezaron a utilizar las aguas del
río, que en este sector están ya completamente muertas en el sentido de
que, la inexistencia de oxígeno disuelto, no permite el desarrollo de vida.

Sin duda el ancestro campesino de los recién llegados ayudó al


desarrollo de las técnicas adecuadas para cultivar apio, acelgas,
lechugas, rábanos y remolachas en tales condiciones. La idea no es
nueva y probablemente procesos semejantes ocurren en muchas partes
del mundo; lo impresionante es la escala de la operación y el grado de
contaminación de las aguas.

No se han investigado suficientemente los efectos sanitarios de este


nuevo tipo de ecodesarrollo, no ha existido tiempo ni recursos para
hacerlo. Los hortelanos corren ellos mismos impresionantes riesgos, los
corren los mayoristas que compran el producto en las granjas y lo
corremos, inocentemente, todos los que no esterilizamos las lechugas
bogotanas

Fueron la práctica y la intuición, no la técnica ortodoxa ni la ciencia, las


que impulsaron y conformaron, en lo alto de los Andes, entre poblaciones
urbanas marginadas, la realización de ideas de reciclaje que apenas
empiezan a analizarse en universidades del resto del mundo.

Paradójicamente, si se realizan los proyectos de descontaminación del


río, uno de los pocos costos sociales tendrán que pagarlo los hortelanos
de Bosa. Ese absurdo plantea la posibilidad de diseño de lagunas que
cumplan periódicamente funciones agropecuarias, en las cuales las
aguas permanezcan en invierno adquiriendo oxígeno y sedimentando
materia orgánica para luego dar paso a sementeras en los períodos más
secos. Algo semejante esperan estos pioneros intuitivos de la ciencia
ambiental.
El río de la energía
Cinco kilómetros adelante de las granjas de hortalizas, el río gira hacia el
Sur antes de estrellarse contra el Cerro Gordo; avanza cinco kilómetros
más, bamboleándose entre los cerros que poco a poco se acercan más.
Trata de entrar en el recodo de Sibaté, pero de repente, cambia de
opinión, torna decididamente hacia el Occidente y empieza a penetrar,
cada vez más veloz, en el lecho rocoso y pendiente que lo conduce al
Salto de Tequendama, entre bosques de eucaliptus.

¿Cuántos siglos pasaron sin que el río encontrara la salida en ese


laberinto de rocas? ¿Cuántos siglos de trabajo intenso y lento, de
balanceo aquí y allá, fueron precisos hasta que la laguna encontró su
desague? El río pierde allí completamente su carácter, se desprende
velocísimo, cambia de colores, forma espumas y baja, en solo quince
kilómetros mil quinientos metros de altura. Fue esta pendiente agudísima
la que hizo reflexionara los primeros ingenieros que trataron de introducir
al país la producción de energía por medio de la fuerza de gravedad. La
propuesta inicial se hizo sobre el mismo Salto de Tequendama, donde en
diez o quince metros de proyección horizontal, el río entero baja ciento
cincuenta. Las matemáticas demostraron que era altamente eficiente
aprovechar la caída total hasta Mesitas y que era necesario montar una
tubería paralela a las rocas del salto para tener tanta energía como no la
habían soñado jamás esos pioneros de la ingeniería colombiana.

La solución era domar, poco a poco, al río, según la Empresa de Energía


tuviera recursos y Bogotá demandara kilowatios. Hacer primero un túnel
pequeño y aprovechar doscientos metros de caída, más tarde enlazar
nuevamente el río mediante un túnel y mantenerlo nivelado hasta
encontrar la gran pendiente, construir un salto varias veces más alto que
el original y continuar así hasta aprovechar todo el capricho de la
naturaleza. Es así como el río cloaca desaparece de repente en la curva
de Canoas, aparece después de pasar el Charquito, se deja ver durante
unos pocos metros para perderse nuevamente y reaparecer, kilómetros
abajo, surgiendo como un milagro de las edificaciones cuadradas donde
trabajan las turbinas, herederas metálicas de los molinos que añoran los
románticos. Para mantener ese flujo constante, fue necesario construir
río arriba los embalses. El agua que antes anegaba la sabana en épocas
de lluvias, ahora se mantienen en el Sisga, en el Neusa, el Tominé y el
Muña hasta cuando llega el verano y se hace preciso alimentarlas
tuberías. Todo esto no ha podido hacerse sin costos sociales: los patos
del Canadá pasan de largo sin encontrar sitio para descansar y ser
cazados por los Mochuelos y sobre todo, el Salto de Tequendama ya no
tiene agua durante todo el año; a cambio de esto, se produce energía
para casi cinco millones de personas.

El río de vacaciones
En el mismo gran cañón donde ahora produce energía, el río participaba
anualmente de las vacaciones de los bogotanos. La necesidad de calor y
el desarrollo de los cultivos de tierra caliente fueron creando los
pueblecillos que se agarran en los cambios de pendiente, en las
pequeñas terrazas, en las cabeceras de los valles; Santandercito, Tena,
Mesitas, Apulo, Viotá por un lado y en la margen derecha La Mesa, Ana-
poima, Tocaima y finalmente Girardot. Hasta los años treinta, fueron
comunes los paseos al Salto de Tequendama o las excursiones para
perseguir venados en la gran ha-cienda de Canoas. Luego, la
construcción de la carretera y del ferrocarril llevaron los flujos de
veraneantes cada vez más abajo, donde las pendientes son menos
agudas y era más sencillo construir pequeñas quintas. El río se mantenía
siempre como algo muy difícil de alcanzar después de su desaparición
entre las nubes del salto, pero los bogotanos poco a poco bajaron,
construyendo carreteables que iban de finca en finca. La culminación de
esta época fue el Hotel de Apulo, y ya en los años cincuenta, Girardot.
Todo esto se olvidó en la década de los sesenta. Con la posibilidad de ir
en avión a la Costa, los bogotanos olvidaron su río de vacaciones; pero
las cosas y los precios cambian y cuando hastiados y empobrecidos,
algunos regresaron a la cuenca baja del Bogotá, encontraron que todo
había cambiado: los cafetales estaban arruinados, las carreteras
destrozadas, el ferrocarril quebrado y sobre todo, el gran río, cubierto de
espumas de los nuevos jabones ya no bajaba por el Salto y en su lugar
allí solamente se veía un hilillo teñido de blanco por los residuos de una
cantera cercana.

Más hoy, la situación cambia otra vez. El auge del movimiento ecológico
mundial ha revalorizado el gran salto; la tierra templada se considera
más saludable con su discreto sol que no afecta la piel; el esplendor de la
vegetación de los cañones húmedos no se encuentra en el trópico seco;
subsiste la nostalgia por los sabores de la mandarina y el plátano
manzano. La niebla del páramo recobra su cariz romántico. Se retrocede
un poco y esto coincide con la posibilidad técnica de reconstruir el río de
vacaciones.
El agua de la cuenca del Orinoco llega ahora a la sabana; es posible
entonces pensar en planear las turbinas de tal modo que el salto tenga
agua, por lo menos durante el día, cuando llegan las caravanas de
turistas. Es también posible, y se está trabajando, para evitar que estos
vean una catarata de líquido cloacal También los arquitectos tienen
añoranzas y han recordado como construir y reconstruir las volutas y
torrecillas de los años veinte, en sitios donde la gente encuentra otra vez
tiempo para contemplar la naturaleza.

Río abajo, junto a Girardot, desde hace pocos años el río trabaja también
en programas vacacionales. Las bombas lo elevan hasta un pequeño
lago alrededor del cual se construyeron lujosas cabañas y sobre cuya
superficie se deslizan ¡anchas y esquiadores. Se dice que no muy lejos
en encontró un calman y los veraneantes que antes le temían, ahora lo
acosan con cámaras fotográficas. El río va encontrando lentamente a sus
antiguos pobladores.

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