Está en la página 1de 7

¿Martín Lutero tenía razón?

, por José Miguel Arráiz


apologeticacatolica.org

¿Martín Lutero tenía razón?

Por José Miguel Arráiz

Puede leerlo en Español, Inglés y Portugués.

Desde hace ya algún tiempo se ha hecho costumbre escuchar de altos prelados de la Iglesia
reconocimientos y elogios a la gura de Lutero. Se ha dicho de todo, desde loas moderadas en donde
se admite que pudo estar movido por una buena y recta intención, a alabanzas desmesuradas en
donde se le sitúa como parte de la gran Tradición de la Iglesia o hasta se admite que tuvo razón en lo
referente a la doctrina de la justi cación. Desde la perspectiva de un laico quiero en este artículo
compartir lo que considero acertado y desacertado de estos elogios políticamente correctos en la
época actual sobre la gura y doctrina de Lutero.

Sobre las buenas intenciones de Martín Lutero

Conocer a ciencia cierta cuáles eran las intenciones de Lutero para actuar como lo hizo en tiempos de
la reforma protestante es imposible, pues como todos sabemos, el fuero interno solo lo conoce Dios.
Lo que sí podemos es formarnos una opinión aproximada y falible evitando caer en juicio temerario
en base a lo que el propio Lutero admitía y el  estudio objetivo de los hechos históricos. Desde esta
perspectiva en el mejor de los casos lo máximo que se podría admitir, como mera posibilidad, es que
Lutero pudo haber actuado con lo que se conoce como conciencia recta aunque errónea.

Tal como se nos ha enseñado tradicionalmente, actúa en conciencia recta quien juzga de la bondad o
malicia de un acto con fundamento y prudencia, a diferencia de la conciencia falsa, que juzga con
ligereza y sin fundamento serio. Actúa en cambio con conciencia verdadera aquél que además de
actuar en conciencia recta, acierta en su juicio y actúa de acuerdo al orden moral objetivo. No debe
confundirse la conciencia recta con la verdadera. Una persona puede actuar con conciencia recta
cuando con sus limitaciones ha puesto todo el empeño en actuar correctamente independientemente
de que acierte (conciencia verdadera) o se equivoque por algún error especulativo (conciencia
errónea).  Actúa en conciencia recta invenciblemente errónea quien luego de haber hecho todo lo
posible por actuar correctamente, aún así erra pero actuando de acuerdo a lo que su conciencia le
dicta, conciencia que en este caso, estaría formada de cientemente. 

En los propios escritos de Lutero le encontramos admitiendo que sufrió una intensa lucha interior en
donde le atormentaba pensar que podía haber obrado equivocadamente, pero que nalmente quedó
convencido de que actuaba para la gloria de Dios. Escribió Lutero a este respecto:

“Una vez (el diablo) me atormentó, y casi me estranguló con las palabras de Pablo a
Timoteo; tanto que el corazón se me quería disolver en el pecho: 'Tú fuiste la causa de que
tantos monjes y monjas abandonasen sus monasterios'. El diablo me quitaba hábilmente
de la vista los textos sobre la justi cación... Yo pensaba: 'Tú solo eres el que ordenas
estas cosas; y, si todo fuese falso, tú serías el responsable de tantas almas que caen al
in erno'. En tal tentación llegué a sufrir tormentos infernales hasta que Dios me sacó de
ella y me con rmó que mis enseñanzas eran palabra de Dios y doctrina verdadera” (Martín
Lutero, Tisch. 141 I 62-63.)
“Antes de todo, lo que tenemos que establecer es si nuestra doctrina es palabra de Dios.
Si esto consta, estamos ciertos de que la causa que defendemos puede y debe
mantenerse, y no hay demonio que pueda echarla abajo... Yo en mi corazón he rechazado
ya toda otra doctrina religiosa, sea cual fuere, y he vencido aquel molestísimo
pensamiento que el corazón murmura: '¿Eres tú el único que posees la palabra de Dios? ¿Y
no la tienen los demás?'... Tal argumento lo encuentro válido contra todos los profetas, a
quienes también se les dijo: 'Vosotros sois pocos, el pueblo de Dios somos nosotros'”
(Martín Lutero, Tisch. 130 I 53-54)

Parece ser que Lutero nunca se libró de la duda y a lo largo de los años volvía a él un persistente
remordimiento de conciencia al que identi caba como tentaciones del demonio. En el año 1535, a la
ya avanzada edad de 52 años, admite que todavía encuentra el argumento “muy especioso y robusto
de los pseudo-apóstoles”, que le impugnan de este modo: “Los apóstoles, los Santos Padres y sus
sucesores nos dejaron estas enseñanzas; tal es el pensamiento y la fe de la Iglesia. Ahora bien, es
imposible que Cristo haya dejado errar a su Iglesia por tantos siglos. Tú solo no sabes más que tantos
varones santos y que toda la Iglesia... ¿Quién eres tú para atreverte a disentir de todos ellos y para
encajarnos violentamente un dogma diverso? Cuando Satán urge este argumento y casi conspira con
la carne y con la razón, la conciencia se aterroriza y desespera, y es preciso entrar continuamente
dentro de sí mismo y decir: Aunque los santos Cipriano, Ambrosio y Agustín; aunque San Pedro, San
Pablo y San Juan; aunque los ángeles del cielo te enseñen otra cosa, esto es lo que sé de cierto: que
no enseño cosas humanas, sino divinas; o sea, que (en el negocio de la salvación) todo lo atribuyo a
Dios, a los hombres nada” (WA 40,1 p.130-31)

Lo cierto es que si tal buena intención existió, la soberbia poco a poco le llevó a alejarse cada vez
más del ideal evangélico, llenando su corazón de odio y maldiciones, como el mismo admitió:

“Puesto que no puedo rezar, tengo que maldecir. Diré: Santi cado sea tu nombre, pero
añadiré: Maldito, condenado, deshonrado sea el nombre de los papistas y de todos
cuantos blasfeman tu nombre. Diré: Venga tu reino, y añadiré: Maldito, condenado,
destruido sea el papado con todos los reinos de la tierra, contrarios a tu reino. Diré:
Hágase tu voluntad, y añadiré: Malditos, condenados, deshonrados y aniquilados sean
todos los pensamientos y planes de los papistas y de cuantos maquinan contra tu
voluntad y consejo. Verdaderamente, así rezo todos los días oralmente y con el corazón
sin cesar, y conmigo todos cuantos creen en Cristo” (Martín Lutero, WA 30,3 p.470).

El cardenal Joseph  Ratzinger, antes de ser Papa a este respecto puntualizó:

“Hay que tener en cuenta no sólo que existen anatemas por parte católica contra la
doctrina de Lutero, sino que existen también descali caciones muy explícitas contra el
catolicismo por parte del reformador y sus compañeros; reprobaciones que culminan en la
frase de Lutero de que hemos quedado divididos para la eternidad. Es éste el momento de
referirnos a esas palabras llenas de rabia pronunciadas por Lutero respecto al Concilio de
Trento, en las que quedó nalmente claro su rechazo de la Iglesia católica: “Habría que
hacer prisionero al Papa, a los cardenales y a toda esa canalla que lo idolatra y santi ca;
arrastrarlos por blasfemos y luego arrancarles la lengua de cuajo y colgarlos a todos en
la en la horca… Entonces se les podría permitir que celebraran el concilio o lo que
quisieran desde la horca, o en el in erno con los diablos”. (Card. Joseph Ratzinger, Iglesia,
Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología, Biblioteca de Autores Cristianos,
Madrid 1987, pp. 120).

Una vez sumido en esa espiral de locura, todo aquel que difería con Lutero en cualquier punto de
doctrina o le considerase su enemigo era objeto de los cali cativos más soeces y vulgares. Al duque
Jorge de Sajonia le llama “asesino”, “traidor”, “infame” “sicario”, “derramador de sangre”, “tunante
desvergonzado”, “mentiroso”, “maldito”, “perro” “sanguinario”, “demonio”. Los insultos al Papa siempre
fueron una constante y es casi imposible contabilizarlos: “anticristo maldito”, “borriquito papal”, “asno
papal”, “obispo de los hermafroditas y el papa de los sodomitas”, “apóstol del diablo”. No solo los
católicos eran objeto de sus oprobios, sino que ya alcanzaban a los mismos protestantes. A Tomas
Münzer le llamó “archidemonio que no perpetra sino latrocinios, asesinatos y derramamientos de
sangre”, su aliado Andreas Karlstadt cuando diverge con él pasa a ser un “so sta, esa mente loca”,
“mucho más loco que los papistas”. Lo mismo sucede con Ulrico Zuinglio, quien cuando niega la
presencia de Cristo en la Eucaristía, pasa a ser “dignísimo de sacro odio, ya que tan procaz y
maliciosamente obra en nombre de la santa palabra de Dios” y un “servidor del diablo”.

Es evidente que no era Lutero precisamente la persona ideal para intentar reformar la Iglesia, y ya
pasados tantos siglos de aquellos acontecimientos, está claro que la gura del reformador
protestante no tiene por qué seguir separando a católicos y protestantes. Yo mismo, que no siento
simpatía por tan siniestro personaje, no tendría problema en admitir que pudo haber tenido al
comienzo justa indignación por los abusos en el trá co de indulgencias, o que estaba sinceramente
convencido de estar en la verdad. Admitir esto, no veo que sea concederle un gramo de razón.

Sobre el oscurecimiento del sentido de la gratuidad de la salvación en la Iglesia Católica

Pero otra de las alabanzas que se suelen escuchar respecto a la gura de Lutero, y que ya comienza a
ser preocupante, es aquella donde se admite y sostiene que durante siglos en la Iglesia Católica se
perdió el sentido de la gratuidad de la salvación divina y fue Lutero quien tuvo el mérito de
recuperarla. A este respecto, se puede mencionar concretamente la predicación que el padre Rainiero
Cantalamessa en Marzo del presente año en la Basílica de San Pedro, donde a rmó lo siguiente:

“Existe el peligro de que uno oiga hablar acerca de la justicia de Dios y, sin saber el
signi cado, en lugar de animarse, se asuste. San Agustín ya lo había explicado
claramente: “La ‘justicia de Dios’, escribía, es aquella por la cual él nos hace justos
mediante su gracia; exactamente como ‘la salvación del Señor’ (Sal 3,9) es aquella por la
cual él nos salva” (El Espíritu y la letra, 32,56). En otras palabras, la justicia de Dios es el
acto por el cual Dios hace justos, agradables a él, a los que creen en su Hijo. No es un
hacerse justicia, sino un hacer justos. «Lutero tuvo el mérito de traer a la luz esta verdad,
después de que durante siglos, al menos en la predicación cristiana, se había perdido el
sentido, y es esto sobre todo lo que la cristiandad le debe a la Reforma, la cual el próximo
año cumple el quinto centenario. “Cuando descubrí esto, escribió más tarde el reformador,
sentí que renacía y me parecía que se me abrieran de par en par las puertas del
paraíso”[Prefación a las obras en latín, ed. Weimar, 54, p.186.]» ”

Si bien es posible que en la época de Lutero algunos predicadores de las indulgencias pudieron dejar
en segundo plano la doctrina sobre la gratuidad de la gracia (desconozco hasta que punto), no es
justo achacar esto a la predicación cristiana de la Iglesia durante siglos. Como bien hizo notar el
sacerdote y doctor en teología, José María Iraburu en un artículo publicado recientemente, sostener
esto es hacer una gran injusticia hacia aquellos predicadores que más prestigio e in uencia tuvieron
en la cristiandad de su tiempo, tanto antes, en y después de la época de Lutero, y que enseñaron
siempre la verdadera doctrina católica de la gracia y la justi cación, y estaban libres de toda peste de
pelagianismo o semipelagianismo. Entre ellos recordó a Santa Hildegarda de Bingen (+1179), Santo
Domingo de Guzmán (+1221), San Francisco de Asís (+1226), San Antonio de Padua (+1231), Beato
Ricerio de Mucia (+1236), David de Augsburgo (+1272), Santo Tomás de Aquino (+1274), San
Buenaventura (+1274), Santa Gertrudis de Helfta (+1302), Santa Ángela de Foligno (+1309), maestro
Eckahrt (+1328), Taulero (+1361), Beato Enrique Suson (+1366), Santa Brígida de Suecia (+1373),
Santa Catalina de Siena (+1380), Ruysbroeck (+1381), Beato Raimundo de Capua (+1399), San
Vicente Ferrer (+1419), San Bernardino de Siena (+1444), San Juan de Capistrano (+1456), Tomás de
Kempis (+1471), Santa Catalina de Génova (+1507),  Bernabé de Palma (+1532), Francisco de Osuna
(+1540), San Ignacio de Loyola (+1556), San Pedro de Alcántara (+1562), San Juan de Ávila (+1569), y
tantos otros.

¿Realmente se puede a rmar con justicia que estos santos, doctores, predicadores y maestros
espirituales desconocieron  en sus predicaciones la gratuidad de justi cación del hombre por la
gracia que en la fe tiene su inicio? ¿Obscurecieron en su tiempo, «durante siglos», «al menos en la
predicación» al pueblo, el entendimiento de la salvación como pura gracia concedida por el Señor
gratuitamente? Las predicaciones de todos esos maestros y doctores, conservadas hoy día son una
clara evidencia de que eso no es cierto, y aunque tengamos el más noble deseo de mejorar las
relaciones con nuestros hermanos luteranos, la solución no puede ser lanzar injustamente a nuestros
antepasados en la fe, a las patas de los caballos.

Diferencias entre la doctrina católica y la luterana

Para comprender cuales son las diferencias reales que subsisten entre la doctrina católica y la
luterana, tenemos que resumir, aunque sea muy brevemente, los errores del ex-monje alemán.

La concupiscencia es siempre pecado

Los católicos creemos que se comete pecado al consentir el impulso pecaminoso, no simplemente al
sentir-lo. Para Lutero en cambio, la concupiscencia es pecado ya en sí mismo, formal e imputable.
Este primer error llevó a Lutero a una vida de tormento, porque a pesar de todas las buenas obras que
intentaba hacer, no lograba alcanzar la paz interior al sentirse constantemente en pecado mortal y
próximo a la condenación eterna. En este estado psicológico Lutero es conducido hacia su segundo
error: la negación total de la libertad humana.

El hombre no es libre

Tal como sostiene Lutero en su obra De Servo Arbitrio, el pecado original ha destruido totalmente el
libre albedrío de la persona humana. Para el ex-monje alemán, el hombre es ya incapaz de hacer
alguna obra buena, por tanto todas sus obras aunque sean de apariencia hermosa, son,  no obstante,
y con probabilidad, pecados mortales…  y si las obras de los justos son pecado, como lo a rma su
conclusión, con mayor motivo lo serán las de los que aún no están justi cados.

La doctrina católica enseña en cambio, que a raíz del pecado original el libre albedrío se encuentra
debilitado pero no aniquilado, y que aunque para efectuar actos saludables (actos que le conducen a
la salvación) es imprescindible la gracia de Dios, aun puede realizar sin ayuda de la gracia obras
moralmente buenas.

El hombre se justi ca por la sola gracia a través de la fe ducial, o fe sola.

El tercer error de Lutero parte del anterior, pues concluye que si el hombre no es libre, aquellos que se
salvan lo hacen porque Dios les otorga la salvación de una forma absolutamente pasiva y extrínseca.
El hombre no coopera en nada por su salvación, sino que  todo se resuelve por la certeza subjetiva de
haber sido justi cado por la fe gracias a la imputación de los méritos de Cristo. Basta con aceptar a
Cristo como salvador y con ar en estar salvado para asegurar la salvación, independientemente de si
se obra conforme a la voluntad de Dios o se incumple los mandamientos.

Desde esta perspectiva el hombre sigue siendo pecador pero es declarado justo, de forma similar a
que si tomáramos un hombre andrajoso y harapiento y lo cubrimos sin asear con una túnica
espléndidamente blanca. Al mirarlo, el juez miraría la túnica blanca y resplandeciente (que representa
a Jesucristo, que ha muerto por nuestros pecados) en lugar del harapiento que se encuentra debajo.

Los católicos en cambio creemos que podemos cooperar a nuestra justi cación, no con nuestras
propias fuerzas, sino porque la gracia nos inspira y nos capacita para hacerlo. Creemos además que
Dios no sólo nos declara justos, sino que también nos hace justos; que nos santi ca y renueva, de
modo que, por medio de la gracia somos una nueva criatura. Por consiguiente, debemos vivir como
nueva criatura. La fe debe hacerse efectiva en el amor, en el cumplimiento de los mandamientos y las
obras de caridad.

La doctrina luterana aún barnizada piadosamente, y aunque pretende dar a la gracia la primacía, en el
fondo presenta una noción de ciente de la misma, que la cree impotente a la hora de transformar al
hombre y hacerlo verdaderamente santo, conformándose solo con declararlo justo, pero dejándolo
inmundo y pecador.
Los justi cados no pueden perder su salvación

Si se concluye erróneamente que el hombre se salva por la fe sola, es comprensible que concluya que
el creyente justi cado no puede perder su salvación aunque no obedezca los mandamientos y cometa
pecados graves. De allí que en 1521, el primero de agosto, escribe Lutero en una carta a Melanchthon:

“Si eres predicador de la gracia, predica una gracia verdadera y no cticia; si la gracia es verdadera,
debes llevar un pecado verdadero y no uno cticio. Dios no salva a los que son solamente pecadores
cticios. Sé un pecador y peca audazmente, pero cree y alégrate en Cristo aun más audazmente…
mientras estemos aquí [en este mundo] hemos de pecar… Ningún pecado nos separará del Cordero,
aunque forniquemos y asesinemos mil veces al día”.

Los católicos en cambio creemos que el creyente justi cado puede caer del estado de gracia de Dios
si comete pecado mortal. El evangelio está lleno de advertencias en este sentido. Cristo nos habla de
que aquella rama (creyente) que a dejar de dar fruto (hacer buenas obras), es cortada y echada al
fuego (Juan 15) y deja claro que no solo el que con esa su fe en Él entrará el reino de los cielos, sino
el que hace la voluntad de Dios (Mateo 7,21).  Cuando el joven rico pregunta a Jesús que ha de hacer
para salvarse, Él le responde que cumpla los mandamientos (Mateo 19,17). La epístola de Santiago
en su capítulo 2 contiene prácticamente una refutación formal a las tesis de Lutero, al punto de que
éste intentó por todos los medios excluirla de la Escritura y la cali có como "la epístola de paja".

Los errores derivados de la doctrina de Lutero

Pero los errores de Lutero no terminaron allí, y como una cadena de naipes que caen en la, se
siguieron multiplicando. En tal sentido puntualizó el cardenal Joseph Ratzinger:

“Lutero, tras la ruptura de nitiva, no sólo ha rechazado categóricamente el papado, sino


que ha cali cado de idolátrica la doctrina católica de la misa, porque en ella veía una
recaída en la Ley, con la consiguiente negación del Evangelio. Reducir todas estas
confrontaciones a simples malentendidos es, a mi modo de ver, una pretensión iluminista,
que no da la verdadera medida de lo que fueron aquellas luchas apasionadas, ni el peso
de realidad presente en sus alegatos. La verdadera cuestión, por tanto, puede únicamente
consistir en preguntarnos hasta qué punto hoy es posible superar las posturas de
entonces y alcanzar un consenso que vaya más allá de aquel tiempo. En otras palabras: la
unidad exige pasos nuevos y no se realiza mediante arti cios interpretativos. Si en su día
[la división] se realizó con experiencias religiosas contrapuestas, que no podían hallar
espacio en el campo vital de la doctrina eclesiástica transmitida, tampoco hoy la unidad
se forja solamente mediante variopintas discusiones, sino con la fuerza de la experiencia
religiosa. La indiferencia es un medio de unión tan sólo en apariencia.”
(Card. Joseph Ratzinger, Iglesia, Ecumenismo y Política. Nuevos ensayos de eclesiología,
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1987, pp. 120-121).

Dicho de lenguaje simple, las diferencias existen, e ignorarlas no hará que desaparezcan, punto que
trataré a continuación.

¿Estamos hoy en día de acuerdo católicos y protestantes en lo referente a la doctrina de la


justi cación?

El Papa Francisco aludiendo al acuerdo católico-luterano respecto a la justi cación de 1999 declaró
en una entrevista que “hoy en día, los protestantes y los católicos están de acuerdo en la doctrina de
la justi cación”.

Con todo el respeto que se merece el Papa, y comprendiendo que este tipo de declaraciones pueden
estar motivadas por la buena intención de buscar un acercamiento entre católicos y protestantes,
creo que si somos realistas tenemos que aceptar que la situación es muy distinta. En primer lugar,
había que matizar que dicha declaración solamente fue rmada por la Iglesia Católica y la Federación
Luterana Mundial. Dicha Federación representa solo un conjunto de iglesias luteranas, las cuales no
abarcan ni al 7% del protestantismo y ni siquiera a la totalidad del luteranismo. Es un hecho
lamentable pero cierto que el rechazo del acuerdo fue prácticamente total por el resto de las
denominaciones cristianas incluyendo las bautistas, metodistas, calvinistas, pentecostales, etc.

Y como hizo notar acertadamente Luis Fernando Pérez en un artículo publicado en Infocatólica,
inclusive dentro del propio luteranismo dicho acuerdo fue ampliamente rechazado por cientos de
teólogos y por la Iglesia evangélica de Dinamarca (luterana) con un argumento lleno de sentido
común: se trata un texto que el propio Lutero habría rechazado, pues se acerca a la doctrina católica
sobre la justi cación y se aparta del sola de del ex-monje agustino alemán.

El teólogo protestante José Grau lo explicó de la siguiente manera:

“El llamado acuerdo sobre la justi cación de 1999, al igual que las conversaciones que
sirvieron de prolegómenos en las dos últimas décadas del siglo XX, hacen con la doctrina
de la justi cación lo mismo que hizo Trento con el agustinianismo: se acercan
semánticamente a Lutero (aunque sin condenarlo por nombre, especí camente, ni
tampoco levantar la excomunión vaticana que pesa sobre él). Y así como en Trento la
iglesia romana descafeinó a Agustín (nota nuestra: esto es falso), ahora estos luteranos
del brazo de los católicos descafeínan a Lutero.

El resultado práctico no es otro que la inutilización de la «dinamita» del mensaje


reformado, luterano, protestante y bíblico sobre todo (el Evangelio es poder (dinamita) de
Dios para salvación a todo aquel que cree…» Romanos 1:16), anulando la espoleta de las
doctrinas de la gracia mediante una terminología teológica que parece del agrado de
todos si se lee de corrido, sin profundizar en los conceptos. Unas a rmaciones equilibran
a otras de signo diferente, sin entrar casi nunca en el meollo fundamental de la cuestión.

Como escribe Pedro Puigvert, en carta a «La Vanguardia» (5-11-99): «Los católicos no han
cedido nada. Porque eso de confesar que la justi cación es obra de la gracia de Dios lo
han creído siempre, juntamente con la cooperación humana que ahora resulta que
también es fruto de la gracia, aunque lo desmienta la Escritura cuando dice: «Al que obra
no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino que
cree en Aquel que justi ca al impío, su fe le es contada por justicia» (Romanos 4:5-6).
Roma ha ganado la batalla doctrinal. ¡Si Lutero alzara la cabeza! ”

En lo personal me gustaría compartir la apreciación del Papa y creer que verdaderamente los
católicos y evangélicos hemos llegado a profesar una misma fe respecto al tema de la justi cación,
pero la cruda realidad es otra, y es que ni siquiera los propios protestantes están de acuerdo entre
ellos en este tema.

¿Tuvo razón Lutero en lo referente a la doctrina de la justi cación?

Hoy está de moda dar la razón a Lutero, es políticamente correcto. ¿Creemos católicos y evangélicos
ahora que el hombre es justi cado por medio de la gracia de Dios?, sí, pero lo mismo lo hemos creído
siempre. El problema está cuando se a rma, respecto a las diferencias reales en doctrina que
existieron y existen entre la doctrina católica y la luterana, que era Lutero quien tenía razón.

Si la doctrina de Lutero, que fue condenada dogmáticamente por un Concilio Ecuménico y dogmático,
resulta que era la doctrina verdadera, mejor apaga y vámonos, porque entonces tendrán razón los
protestantes en que no necesitamos ni Papas ni Concilios, si es que como ellos sostienen, se pueden
equivocar cuando de nen aquello que es dogma de fe.

Y si todo se trata de un gesto diplomático es necesario recordar, como nos han enseñado siempre,
que un ecumenismo que no está basado en la verdad no es un verdadero ecumenismo y por más que
posemos juntos y sonrientes para la foto no estaremos más cerca unos de otros que hace 500 años.

También podría gustarte