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Universidad de Chile

Facultad de Filosofía y Humanidades


Departamento de Filosofía

La moderna
problemática
filosófica de los
valores
Raúl Villarroel
Lectura básica para Axiología

Publicaciones especiales
Serie Textos Nº 111
Departamento de Filosofía
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad de Chile
2

ÍNDICE

LA MODERNA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICA DE LOS VALORES


Introducción. Breve reseña histórica acerca de su origen y desarrollo 3

TRANSICIÓN DE LOS VALORES DE LA ANTIGÜEDAD A LA MODERNIDAD


La transformación de los predicados valorativos 16

CONTRIBUCIONES MODERNAS AL TRATAMIENTO DE LA NOCIÓN DE VALOR


Cuadro descriptivo de autores y teorías 20

LAS PRIMERAS APROXIMACIONES MODERNAS AL FENÓMENO DEL VALOR


Teorías del valor económico 22

FRANZ BRENTANO
La noción de intencionalidad 28

ALEXIUS MEINONG
El problema de la intencionalidad no-verídica 44

CHRISTIAN VON EHRENFELS


Sobre el valor y el deseo 49

ORTEGA Y GASSET
Introducción a una estimativa 60

LA ÉTICA MATERIAL DE LOS VALORES


El problema del objetivismo axiológico 66

MAX SCHELER
El formalismo en la ética y la Ética material de los valores 71

NICOLAI HARTMANN
Esencialismo y aprioridad de los valores 83

NIETZSCHE Y LA CRÍTICA DE LOS VALORES


La genealogía de la moral 92

HEIDEGGER Y LA DESTRUKTION DEL PENSAMIENTO EN VALORES


Axiología y Humanismo 109

JONAS Y LA RECUPERACIÓN DE LOS VALORES EN CLAVE ONTOLÓGICA


El principio Vida. El principio Responsabilidad 121
3

LA MODERNA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICA DE LOS VALORES


Introducción

De algunas cosas decimos que son valiosas para el hombre, o al menos, para algún
hombre. ¿Qué les da esa característica? ¿Cómo la conocemos? ¿Esa característica es
algo en sí o algo en el hombre? ¿Radica en las cosas o depende del sujeto?1

Éstas son algunas de las cuestiones que nos podemos plantear acerca del valor, de los
valores, como reflexión axiológica, como parte de esa rama de la filosofía, cercana a la
ética, que llamamos Axiología.

La definición nominal de valor es simplemente aquello que vale o es apreciable o


estimable para algún hombre. Una definición real, en cambio, procedería del análisis de
sus causas: final, eficiente, material y formal. Esto da paso a una ontología del valor.

Ontología del valor

¿Qué es el valor? Dada la gran universalidad o amplitud que tiene el valor, siendo de
hecho una extensión trascendental o coextensiva al ente ya que, en principio, todos los
entes pueden ser, en principio, valiosos para algún intelecto o voluntad, del valor sólo
podemos decir que es aquello que atrae la estimación, el aprecio o el deseo.

¿Qué tipo de ser es el valor? Se intuye del valor que tiene alguna conexión con el bien.
En la tradición aristotélico-tomista, el bien es una de las propiedades más amplias y
universales del ente, de aquellas que recibían el nombre de propiedades
trascendentales: unidad, verdad, bondad.

La bondad es la característica que tiene el ser de mover a algún apetito a desearlo. El


bien mueve a la consecución. El bien tiene un evidente carácter de fin, de finalidad, es
un telos. El bien mueve a la voluntad a conseguirlo, a verlo intencionalmente. En ese
sentido, el bien es también valioso.

Fin y valor no son más que dos aspectos de una misma cosa: del bien. El fin añade al
bien la tendencia que se da hacia él, su carácter intencional; el valor añade al bien el
aprecio con el que se tiende a una finalidad.

1
Cfr. BEUCHOT, Mauricio. «Sobre los Valores». Logos. Diciembre 1997. Universidad Nacional
Autónoma de México.
4

La tradición ha dicho que, de alguna manera, todas las cosas son buenas, y por ello
también podemos decir que todas las cosas, de alguna manera, o para alguien, son
valiosas. El fundamento de esto se coloca en el orden de la naturaleza, hasta las cosas
“malas” cumplen una función en el universo.

En este último caso, se aludía también a Dios, ya que, si el bien es la relación del ser
con respecto a una voluntad, al menos una voluntad —la de Dios— puede relacionarse
con todas las cosas queriéndolas, y eso las hace buenas a toda.

Pero, sin necesidad de ir tan lejos, podemos colocar el valor en la relación del hombre
con las cosas. En cierta medida, al menos, el hombre hace valiosas a las cosas,
aunque no completamente, pues las tiene como valiosas por cierta conveniencia que
encuentra en ellas. No depende sólo del hombre toda la carga axiológica entonces.

Respecto a esto, a la existencia de los valores, se han adoptado las tres posturas
clásicas relativas al problema de los universales.

Una platónica, según la cual los valores existen y subsisten en sí mismos, y son
captados por una intuición inmediata y directa (de tipo intelectual o emocional).

Otra nominalista, según la cual los valores son totalmente producto del hombre,
constructos suyos.

Otra realista moderada, de línea aristotélica, según la cual ni todos los valores son
creados, ni todos ya dados; inclusive los que no son artificiales, sino naturales, se dan
con la participación del hombre. Es decir, se dan en el encuentro del hombre con el
mundo. No son valiosos porque el hombre los toma como tales, sino que los toma como
tales porque son valiosos. Se juntan las dos perspectivas, la de lo objetivo y la de lo
subjetivo.

Epistemología del valor

¿Cómo se conoce el valor? Ciertamente en parte esa característica de “valiosa” surge


de la relación de la cosa con el hombre, pero también algo se da de parte de la cosa
misma. El valor se da en el entrecruzamiento de hombre y mundo.

De manera más abstracta, y más exacta, se dirá que algunos objetos son valiosos para
algunos sujetos porque son valiosos en sí mismos. Es decir, siempre el valor implica
una cierta relación de un objeto con un sujeto.

Ciertamente puede decirse que hay objetos que son valiosos por virtud del sujeto; por
ejemplo, algo que tiene valor sentimental para una persona. Pero hay otras cosas que
tiene valor más allá del que puede ser depositado en ellas por el sujeto, por ejemplo, la
vida o el arte.
5

Los que han visto a los valores de modo platónico, como entidades subsistentes, han
querido también que se les conozca por intuición inmediata, a veces intelectiva
(Hartmann), a veces emotiva (Scheler). Han hipostasiado los valores; aun cuando
sostienen que los valores son distintos del ser les han conferido un ser incluso más
fuerte que el de las cosas concretas.

En cambio, los que ven los valores desde el punto de vista nominalista, los consideran
todos productos de los hombres, de la mera convención, sin fundamento que los
arraigue en las cosas, en los objetos.

Entre ambas posturas, hay una postura intermedia. Según ella, los valores están
inherentes en las cosas son conocidos por el hombre como una especie de abstracción
valorativa, que es la que anima al juicio estimativo, el cual se va formando a partir de la
experiencia.

Ello permite que haya lugar para argumentar a favor del carácter valioso de una cosa, o
de su mayor valor en comparación con otra. Al mismo tiempo, impide que todo quede
reducido a un asunto de intuición, sin posibilidad de razonar sobre la elección o la
preferencia de los valores.

Dimensiones de la conceptualización del valor2

• Subjetividad - objetividad del valor

Los términos subjetivo-objetivo hacen referencia a dos concepciones diferentes del


valor:

1. Los subjetivistas conciben al valor como una realidad psicológica, es decir, como
fenómeno que no tiene existencia fuera del sujeto que valora. Esta identificación del
valor con el sujeto es una de las tesis centrales de las posiciones subjetivas de la
historia del estudio de los valores.

Los subjetivistas comparan los valores con los sellos de correos: ni el papel ni la calidad
del dibujo son las cualidades que hacen de ellos un objeto de valor. El valor lo otorga el
filatélico con su interés: las cosas son valiosas no por ellas mismas sino por la relación
que mantienen con nosotros.

Las orientaciones subjetivas del valor son, en definitiva, interpretaciones psicologistas


en la medida que presuponen que el valor depende y se fundamenta en el sujeto que
valora: así, desde estas posiciones teóricas, el valor se ha identificado con algún hecho

2
Adaptado del documento de trabajo «Hacia una conceptualización del valor» de Adela Garzón y Jorge
Garcés. Universidad de Valencia, España. 2005.
6

o estado psicológico. El supuesto central de estas teorías es el mismo: el valor es una


realidad psicológica, una vivencia.

2. En contraposición, las tesis objetivas mantienen que el valor tiene una realidad y
existencia independiente del sujeto que valora: los valores son realidades objetivas que
no pueden identificarse ni con el sujeto ni con la valoración que éste realiza. El pensar
que el valor no tiene entidad propia es lo mismo que decir, a otros niveles, que la
percepción y el objeto percibido son lo mismo.

Los objetivistas, por otro lado, comparan los valores con los colores, los colores tienen
características físicas que los diferencian objetivamente: el color azul no se vuelve rojo
cuando se pinta de rojo un objeto azul. El color azul perdura, es inmutable y no depende
del sujeto. Un asesinato, aunque nadie lo condene, es siempre malo.

Dentro de esta concepción objetiva del valor, los teóricos de esta tendencia han
procurado diferenciar el valor de lo que se ha llamado tradicionalmente cualidades
primarias que definen a un objeto: la belleza de un cuadro es una cualidad de éste, pero
una cualidad no en el sentido de una característica definitoria de tal objeto, puesto que
ni el cuadro ni el valor de belleza desaparecen si le quitamos la belleza, sino una
cualidad en el sentido de que tiene la capacidad de causar determinados estados,
reacciones en el sujeto que lo percibe.

Es decir, el valor no es una cualidad primaria de un objeto, puesto que no define la


naturaleza del mismo (un cuadro será un cuadro al margen de su belleza), pero sí son
cualidades (algunos las han denominado terciarias y otros, como Frondizzi, cualidades
estructurales).

Para los objetivistas el valor no es una cualidad primaria, puesto que es algo más que
un rasgo o atributo constituyente de un objeto real, ni tampoco es una cualidad
secundaria, puesto que trasciende la vivencia de un objeto.

Si es una cualidad, entonces es una cualidad «potencial» del objeto, que se deriva de la
totalidad, de la globalidad de las propiedades de un objeto, y como tal cualidad
potencial tiene identidad propia al margen del objeto y el sujeto que valora.

El objetivismo argumenta que los valores son descubiertos, no atribuidos por nosotros a
las cosas. El diamante siempre será más valioso que el grafito por sus propiedades
objetivas de dureza, brillo y transparencia.

El hombre puede descubrir la esencia de los valores del mismo modo que puede aislar
un color del espectro; es indiferente a su esencia que una persona los realice en ella o
los descubra ya que los valores no resultan afectados por las vicisitudes humanas: son
absolutos y objetivos. Aunque nadie juzgase que el asesinato es malo, el asesinato
seguiría siendo malo.
7

En conclusión:

A.

En la interpretación del enfoque subjetivo es que el valor es una construcción del sujeto;
algo que se añade a los objetos ya sean físicos o sociales, y que eso que se añade
depende fundamentalmente de las características del sujeto, y de sus vivencias
psicológicas.

Las orientaciones subjetivas, que arrancan desde la misma polémica entre Meinong y
Ehrenfels, se caracterizan por tres aspectos centrales:

a. Se establece una identificación entre valor y valoración. Para las interpretaciones


subjetivas sólo tiene sentido aquello que es construido y elaborado por el sujeto.

El valor sólo existe en la medida en que hay un sujeto que es capaz de elaborar. Es
decir, que los valores no pueden darse fuera del marco de la actividad valorativa del
sujeto. Una consecuencia de esta equivalencia entre el valor y el acto valorativo es que
ambos son producto del sujeto.

b. El valor aparece, pues, como una cualidad que se refleja en los objetos, en la
realidad exterior, pero tiene su origen y fundamento último en el sujeto.

c. Al menos en las primeras interpretaciones subjetivas del valor, esa cualidad del
sujeto se identifica con un determinado tipo de realidad psicológica; el valor se identifica
con determinados estados psicológicos: para unos será el agrado, mientras que para
otros será el deseo o el interés, pero, en definitiva, todos enmarcan el valor dentro de la
misma realidad psicológica: la vida emotiva.

El valor en cuanto afirmación de un estado de ánimo supone que éste está


fundamentado en una reacción psicológica: de ahí que los subjetivistas mantengan la
idea de que valoramos un objeto porque lo deseamos, o un objeto de valor es aquello
que nos interesa, o nos agrada.

Así, Alfred Julius Ayer (1950) plantea que el valor que expresa un sujeto no nos dice
nada sobre el objeto de valoración, sino que más bien es la expresión de un estado de
ánimo del sujeto.

En la misma línea, Rudolf Carnap (1935) interpreta que el valor, al igual que la norma,
es simplemente una expresión de un deseo, y ni uno ni otro suponen proposiciones de
verdad o falsedad.

Con el Positivismo se agudiza la tesis subjetiva de que el valor es un hecho psicológico


que carece de información sobre el objeto de valor, y, por tanto, de elementos
proposicionales de verdad o falsedad.
8

B.

En la segunda orientación, la del enfoque objetivista, se mantiene la tesis de la


existencia real, objetiva y autónoma del valor en sí; éste es un aspecto de la realidad
que se le impone al sujeto.

Frente a las características y rasgos de los enfoques subjetivos del valor, las tesis u
orientaciones objetivas rechazaron el psicologismo y el empirismo que fundamentó las
formulaciones de las primeras.

Las tesis objetivas se apartaron de esos dos pilares y se fundamentaron ante todo en la
fenomenología, por un lado, y en las tesis racionalistas, por otro.

El más apasionado defensor de esta postura fue el alemán Max Scheler (1874/1928); a
él debe la axiología contemporánea buena parte de su reflexión. Defiende, entre otros
cosas, que sólo por vía intuitiva (siguiendo las razones del corazón), no por vía racional,
se pueden captar los valores; los valores se nos revelan en las vivencias emotivas del
amor y del odio.

También son muy reconocidos los intentos de Scheler para establecer criterios que nos
permitan descubrir la jerarquía de valores existente.

A los valores las pasa algo parecido al cine, que sólo se comprende su funcionamiento
si consideremos la coparticipación de factores subjetivos y factores objetivos.

En el cine se proyectan fotogramas estáticos a una determinada frecuencia (factor


objetivo) que el espectador, con por su sistema perceptivo (factor subjetivo), interpreta a
como movimiento.

Cuando valoramos, actúa nuestra personalidad completa con sus experiencias positivas
y negativas, con los conocimientos que ha incorporado, con su particular concepción del
mundo; pero éste componente subjetivo coparticipa de otro componente, las cualidades
objetivas de, por ejemplo, una pintura (colores, estilo, temática) o una acción (fines
perseguidos, resultados obtenidos).

Por otra parte, frente a la idea subjetivista de que los valores existen sólo en la medida
en que pueden ser captados por un sujeto, el objetivismo axiológico, y
fundamentalmente el scheleriano, se va a fundamentar en la independencia del valor,
tanto del sujeto que valora (distinguen entre valor y valoración) como del objeto en que
dicho valor se manifiesta.

El valor se conceptúa como «cualidad a priori», sin referente empírico, que no puede
identificarse ni con las propiedades de los objetos a través de los cuales se manifiesta,
ni con el sujeto que percibe y capta tal cualidad a priori.

Relacionado y como consecuencia de lo anterior, en los enfoques objetivos del valor se


9

establece una clara diferenciación entre valor y valoración: esta última hace referencia a
la forma y manera en que el sujeto puede llegar a percibir el valor.

La valoración implica o presupone un sujeto (individual o colectivo) cuya actividad le


lleva a captar esta cualidad a priori; sin embargo, el valor no implica ni presupone la
existencia de un sujeto, puesto que él trasciende: el valor existe aun cuando el sujeto no
lo capte.

Algunas interpretaciones situacionistas han intentado superar el bloqueo en que estas


dos orientaciones enfrentadas situaron el problema de la conceptualización del valor.

Las tesis situacionistas lo que han hecho es abandonar o relegar el tema de la


objetividad y subjetividad del valor para plantear que no puede hablarse, ni resolver esa
dicotomía, sin tener en cuenta otros aspectos importantes que están caracterizando el
tema de los valores.

Sostienen que no puede hablarse del valor, sino que hay que hablar de los
valores. Estas tesis situacionistas plantean:

Los estados psicológicos, el sujeto de valoración, son una condición necesaria, pero no
suficiente ni la única. El valor es el producto de una interrelación de un sujeto que
valora y un objeto de valoración. En ese sentido, no puede conceptualizarse bajo los
términos de uno de los dos elementos que lo definen.

Los valores tienen una dimensión espacio-temporal: son relativos, puesto que sus dos
puntos de partida (objeto y sujeto) no son ni estables ni homogéneos. El valor, en este
sentido, depende de las condiciones específicas y materiales (sociales, históricas,
físicas o estructurales) en que se produzca esa relación entre sujeto y objeto. Esta
dimensión dinámica es necesario tenerla en cuenta a la hora de conceptualizar el valor.

Por otro lado, esa relación dinámica entre el sujeto y el objeto es la que plantea a la vez
que en unos valores pesará más la realidad objetiva, mientras que en otros pesará más
la actividad psicológica, de tal modo que es erróneo adoptar una posición absoluta en la
que el valor se defina de modo objetivo o subjetivo.

• Sustantividad versus potencialidad

Dentro del marco de la definición del valor como una realidad psicológica, y
fundamentalmente a raíz de la polémica entre Meinong y Ehrenfels, se sitúa esta nueva
dimensión que hemos denominado como sustantividad versus potencialidad y que hace
referencia a la concepción del valor como algo concreto, real (es decir, algo sustantivo)
o como un estado ideal que conseguir (el valor como algo que puede ser aunque aún
no lo sea). Dicha concepción del valor se conoce comúnmente con el término del valor
como algo deseable. Es decir, si el valor tiene solamente relación con lo concreto y lo
real (aquello que nos agrada, desea o interesa en un momento dado) o si se puede a la
vez relacionar con algo que, aunque no tenga existencia en un momento dado, llegaría
10

a interesarnos, agradarnos o lo desearíamos. Es decir, el valor como una concepción


abstracta que supera los límites de la existencia concreta o real.

En las primeras interpretaciones subjetivas se rechaza la diferenciación entre lo


deseable (concepción abstracta, lo potencial o posible) de lo deseado (realidad o
sustantividad). Esta problemática del valor como algo sustantivo o algo potencial tiene
su origen en las primeras formulaciones que hizo Meinong sobre el valor, en las que
mantenía una relación directa entre valoración y juicio existencias: sólo puede valorarse
aquello que existe, es decir, que puede producir un efecto o reacción en el sujeto que
valora. Posteriormente, en su polémica con Ehrenfels modificará sus interpretaciones
iniciales planteando que el valor de un objeto está en función de la capacidad de activar
el sentimiento del sujeto no sólo por su existencia, sino también por la posibilidad de la
misma.

En los desarrollos axiológicos del siglo XX se produce una ruptura entre el valor y los
juicios valorativos existenciales en la medida en que el subjetivismo va a mantener que
el valor no es la expresión de un estado de ánimo, de un sentimiento del sujeto, ni la
afirmación de que posee dicho estado de ánimo: se rompe, pues, con la identificación
del valor con lo real, y se sitúa en el marco de la posibilidad, de lo potencial al margen
de que se dé o no realmente.

La controversia entre lo deseado y lo deseable de los primeros desarrollos axiológicos


se puede interpretar como un rasgo definitorio de la conceptualización del valor, en el
que se planteaba si el valor se sitúa en unas coordenadas específicas y concretas, o si,
por el contrario, puede concebirse como una abstracción, un mundo de lo posible y lo
deseable: una anticipación de un estado de hechos. Desde luego, analizando las
concepciones actuales del valor en el contexto de las ciencias sociales, es claro que ha
primado la concepción del valor como representación (ya sea emotiva, conductual o
cognitiva) potencial de un conjunto de estados y hechos.

• Emocionalidad versus racionalidad

Una tercera dimensión en la que podemos situar la conceptualización del valor tiene
también su origen en los inicios de la propia Axiología y dentro del marco de la
captación de los valores. Ante la situación que se produce en el enfrentamiento entre
las tendencias objetivas y subjetivas, se reformula la problemática conceptual
planteándose la cuestión de cómo un sujeto puede llegar a percibir y conocer los
valores. El tema de la captación del valor puede formularse en términos actuales
mediante los conceptos psicológicos de la naturaleza emocional versus la racional del
valor. Es conocida la disyuntiva emoción-cognición que ha estado siempre presente en
los estudios psicológicos de la naturaleza humana, y que se manifiesta, como en otras
muchas áreas, en las formulaciones del concepto de valor.

Esta dimensión emocional versus racional puede reinterpretarse como una dimensión
fundamentalmente psicológica, que nos permite interpretar el problema axiológico
originario: la captación del valor.
11

Se puede, en este sentido, recorrer el desarrollo de la axiología analizando las


soluciones que desde las diferentes tendencias y orientaciones se han dado al
problema de la naturaleza emocional o racional del valor.

Dentro del marco de las orientaciones objetivas axiológicas, nos encontramos con
posiciones contrapuestas que van desde los planteamientos racionalistas de Kant o
Hartman (para quienes el valor sólo puede conocerse a través del intelecto, de la razón)
hasta los planteamientos schelerianos, en los que se rechaza el racionalismo
apriorístico kantiano y se plantea un apriorismo emocional; el valor sólo es conocido por
el sujeto a través de la vida emocional y sentimental.

Así pues, mientras que la gran mayoría de las interpretaciones subjetivas han
identificado o situado el valor en la esfera de lo irracional, de lo emotivo, identificando
aquél con emociones diferentes (agrado en Meinong, deseo en Ehrenfels, interés en
Perry, etc.), las interpretaciones objetivas se han bifurcado en dos tendencias: una, el
modo kantiano que sitúa el valor en el mundo del «apriorismo racional», en el intelecto,
en el campo de lo simbólico, lo abstracto. Una segunda tendencia que sigue las
formulaciones schelerianas, según las cuales el valor no puede identificarse ni con la
vivencia o estado emocional, ni con el mundo de las ideas: el valor sólo es conocido por
el sujeto a través de una intuición emocional en la que se establece una relación
(intencionalidad) entre el sujeto y el objeto de valor.

Esta dimensión de emocional versus racional no debe verse necesariamente como


independiente de la dimensión subjetividad-objetividad de la conceptualización del
valor, sino más bien todo lo contrario, puesto que, por un lado, puede darse una
relación entre lo subjetivo y emocional, y entre lo objetivo y lo racional, y, por otro, hay
que tener en cuenta que precisamente el tema de la naturaleza emocional o racional de
los valores arranca del problema axiológico de la captación del valor que surge en un
momento determinado: cuando la polémica sobre la naturaleza del valor se reinterpreta
de modo metodológico, en el sentido de que se relega el problema conceptual de qué
es un valor, para plantearse el de cómo se perciben y conocen los valores. La forma o
modo de captar el valor es un aspecto del planteamiento metodológico del valor que
puede aportar nueva información sobre la naturaleza del mismo.

Sin embargo, tal interpretación metodológica del concepto de valor solamente ha


servido para poner de manifiesto de nuevo la oposición o contraposición de las tesis
subjetivas y objetivas. Así, desde las orientaciones más psicologistas y empiristas (el
subjetivismo), se entendió que sólo desde lo experiencial podría conocerse el valor,
mientras que desde los enfoques más racionalistas se planteó que la experiencia es
independiente de la captación del valor, el cual sólo puede conocerse por la vía
intelectual, racional. Los elementos cognitivos, racionales han primado en la tesis
objetivista excluyendo cualquier elemento o dimensión experiencias.

Aunque es cierto, tal y como hemos dicho con anterioridad, que las tesis subjetivistas
han identificado, en su gran mayoría, el valor con un hecho psíquico, emocional, no es
menos cierto que en los primeros desarrollos de la axiología subjetiva (Meinong,
12

Ehrenfels) se combinaban tanto la dimensión racional como la emocional, aunque


primaba fundamentalmente esta última.

El elemento racional estaba implícito en estas interpretaciones subjetivas en el sentido


de que cualquier estado emocional presuponía la presencia de un juicio valorativo
existencias que implicaba la verdad o falsedad de tal estado emocional. Por un lado, se
daba la vivencia de un estado o hecho psicológico, y, por otro, se afirmaba o negaba la
existencia de dicho estado.

Así, tanto Meinong como Ehrenfels, al margen de su discrepancia en cuanto al tipo de


vivencia emotiva con la que identificaban el valor (agrado en el primero y deseo en el
segundo), parten del supuesto de que en toda valoración hay un juicio que afirma o
niega la existencia de algo. Es precisamente a partir de tal juicio existencial del que
surge el valor como estado subjetivo sentimental. En lo que no están de acuerdo es en
el tipo de estado emocional que constituye el valor.

Sólo después, con el desarrollo de la tradición empírica inglesa y del nominalismo


axiológico (Perry, Ayer, etc.), se restringe a lo experiencial las interpretaciones
subjetivas del valor. Perry (1954) va a conceptualizar el interés como fundamento del
valor, haciendo solamente referencia a la expresión de un estado anímico, un hecho
psíquico emotivo que conlleva cierta disposición actitudinal hacia el objeto de valor,
pero que carece de cualquier elemento representativo de dicho objeto. Con Perry se
establece una relación entre lo experiencias y lo conductual, haciéndose más compleja
la dimensión emocional-racional, en la medida en que intenta fundamentar e 1 valor en
una dimensión afectivo-conductual.

Sin embargo, con la aparición del nominalismo axiológico y las tesis más radicales del
positivismo, la concepción empirista y psicológica del valor va más allá de las primeras
formulaciones de Meinong v Ehrenfels, agudizando el aspecto meramente emotivo y
experiencias del valor v rechazando cualquier dimensión intelectual o racional, de dicha
experiencia. La distinción de las primeras formulaciones subjetivistas entre el juicio
existencias y la vivencia de un estado psicológico como elementos configuradores de la
naturaleza del valor queda restringida al último elemento: el valor no tiene ningún
carácter representativo ni simbólico, simplemente es la expresión de un estado
vivencias v emotivo. Tal será la actitud de autores como Carnap (1935) o el mismo
Ayer (1950). Con este último, la axiología subjetivista alcanza un punto álgido al
plantear que el valor no tiene ninguna función representativa del objeto de valor, y ni
siquiera dice algo sobre el sujeto que valora, simplemente es expresión de un estado de
ánimo, de un estado emotivo. En esta misma línea se sitúa la ética de B. Russell
(1935) al señalar que ésta es el intento de dar significación universal a los deseos
personales. Para Russell, el valor como expresión de deseos personales no posee
ningún elemento racional o cognoscitivo.

• Universalidad versus relatividad

Un cuarto aspecto o problemática implicada en el concepto de valor hace referencia a


su carácter universal. Los términos universal versus relativo guardan relación con una
13

nueva característica del valor: su estabilidad y consistencia, tanto en el espacio como


en el tiempo. Es una característica témporo-espacial.

El rasgo universal y absoluto del valor es una característica coherente y relacionada con
las interpretaciones objetivas de los valores en la medida en que conceptúan que éstos
son entidades independientes que tienen existencia al margen tanto del sujeto que
valora como del objeto de valor. El rasgo de universalidad del valor se relaciona, pues,
con su carácter ilimitado, absoluto e independiente; es decir que no tiene restricción
alguna. Este carácter universal del valor implica su inmutabilidad, en el sentido de que
no cambia, no está condicionado por ningún hecho.

En este sentido, las interpretaciones objetivas del valor rechazan tanto el relativismo
psicológico como el relativismo histórico. El relativismo psicológico de los valores está
relacionado con las tesis subjetivas del valor y plantea que los valores están
condicionados por el desarrollo y las circunstancias de la actividad psicológica de los
individuos. El valor carece de universalidad, puesto que su propio estatus depende del
sujeto que valora: los valores tienen existencia en relación con la organización
psicológica del hombre. El relativismo histórico identifica el valor con los hechos o
fenómenos reales en el que se manifiesta. El valor aparece en esta tesis condicionado
por los factores sociales y culturales, Scheler (1948) ha criticado el relativismo histórico
planteando que pretende derivar los valores de los bienes reales, considerando a los
primeros como producto y resultado de avatares ricos.

Para Scheler, tal error se debe a que algunas interpretaciones objetivas del valor han
identificado a éste con los bienes y han transferido el carácter viable, los cambios reales
de los bienes, a la naturaleza del valor.

Desde las interpretaciones situacionistas (Frondizzi, 1968) se aboga por un relativismo


de los valores al entender que la relación sujeto-objeto se configura el valor se produce
dentro de unas coordenadas históricas, sociales y culturales: el concepto de valor
depende de las condiciones materiales en que se produce la relación entre el sujeto que
valora y el objeto de valor. De otro modo, los valores sólo tienen sentido en una
situación específica y concreta.

Esta dimensión o carácter universal versus relativo de los valores tampoco es


independiente de las dimensiones anteriores que ya hemos formulado. De hecho existe
cierta relación entre las tesis subjetivistas del valor y la concepción relativa de éste, así
como las interpretaciones objetivas parecen relacionarse más con una concepción
universal y absoluta de los valores.

• Colectividad versus individualidad

Por último, otra dimensión que parece de interés a la hora de llegar a formular una
concepción del valor es la que relaciona este concepto con el carácter individual o
colectivo del mismo. Ha sido una amplia tradición dentro tanto de la Axiología como de
la propia Psicología el identificar los fenómenos psicológicos con el sujeto individual.
En este sentido, tanto en las interpretaciones subjetivas como en las objetivas, aunque
14

de modo y a niveles distintos, se presupone que el valor es ante todo un fenómeno de


conciencia individual.

• Polaridad y jerarquía de los valores

Uno de los aspectos o dimensiones centrales y definitorios en la conceptualización del


valor que es aceptado, aunque con matices diferenciales, por la mayoría de las
tendencias axiológicas y de las ciencias sociales es su carácter preferencial. El valor es
ante todo una actividad o proceso preferencial, de elección. Sin embargo, existen
diferentes puntos de vista en cuanto a definir en qué consiste la dimensión preferencial
del valor. Así, mientras que para unos va a ser fundamentalmente un acto voluntario
(de elección) con un referente empírico (algunas tesis subjetivas y las teorías del
relativismo cultural, las orientaciones de la psicología humanista, etc.), para otros, como
el objetivismo scheleriano, el carácter preferencial del valor es, ante todo, un acto de
conocimiento que no supone ningún acto de elección, puesto que no tiene ningún
fundamento empírico, ni ninguna relación con la elección preferencial del sujeto que
valora. Para Scheler, el preferir es un tipo especial de conocimiento que se obtiene a
través de la intuición emocional. Para este autor, el carácter preferencial y jerárquico de
los valores es una característica interna, inherente a la propia naturaleza de los valores,
y en ese sentido es ajeno a cualquier tipo de experiencia o acto de elección.

Por el contrario, las tesis que se oponen a la definición objetiva del valor plantean que el
carácter preferencial de los valores es fundamentalmente un hecho psicológico que se
manifiesta en la conducta orientativa de los sujetos, y, como tal conducta de elección,
puede variar, según las circunstancias, de unos sujetos a otros y de unas culturas y
sociedades a otras.

A pesar de esta conceptualización diferencial de lo que constituye el acto preferencial


del valor, en lo que sí están de acuerdo las diferentes tendencias teóricas es que tal
preferencia se produce en un marco que podríamos denominar de «monismo binario»,
en el sentido de que el preferir hace referencia a una unidad o ente que se manifiesta a
través de opuestos o contrarios; es la idea de «polaridad del valor». Es decir, la
manifestación de valores positivos y negativos. En el fondo, tal polaridad no es más
que la traducción de las variaciones que existen en la valoración del mundo de los
hechos físicos y de los sociales. Tales variaciones en el pensamiento occidental se ha
tendido a expresarías de modo dicotómico y opuesto: a la verdad se opone la falsedad;
a la libertad, la esclavitud. Así, lo que en una sociedad resulta bello, en otra puede ser
valorado del modo opuesto. Son estas variaciones preferenciales las que se han
conceptuado de modo bipolar, pero en el fondo hacen referencia al mismo hecho: el
preferir.

El carácter preferencial de los valores ha llevado al mismo tiempo a plantear la


existencia de un orden o estructura jerárquica de los mismos: el ordenamiento de unos
valores implica otras dos características que es necesario tener en cuenta a la hora de
construir una Teoría de los Valores: por un lado, el hecho de que más que valores
aislados e independientes lo que existe es una constelación de los mismos. Es
precisamente al orden y las relaciones de dicho conjunto de valores a lo que se ha
15

denominado tradicionalmente sistema u orientación de valores. Una Teoría de los


Valores debe explicar las relaciones existentes entre los valores que configuran dicho
sistema. Por otro lado, en la medida en que los valores son preferencias, es obligado
formular tanto el orden en que tales preferencias se producen como los tipos de valores
que deben incluirse para un modelo completo de Teoría de los Valores.

Los estudios descriptivos y comparativos de sistemas de los valores se han realizado


fundamentalmente desde las llamadas ciencias sociales, y en concreto desde la
Sociología y la Antropología (Kluckhohn, Parsons). Desde tales estudios han surgido
algunas cuestiones interesantes para la conceptualización de los valores: aspectos
relacionados con el hecho de hasta qué punto se puede decir que cada cultura o grupo
colectivo posee un sistema de valores característico, o si, por el contrario, puede
decirse que los valores son universales y las diferencias se relacionan más con el
ordenamiento o jerarquía de los mismos dentro del sistema de valores. En definitiva, si
las variaciones interculturales son más variaciones de forma (jerarquía) que de
contenido. Otro aspecto es la relación que los sistemas de valores tienen con las
pautas de actuación de los sujetos o culturas. Teóricamente, se refieren más a lo que
se espera, a los proyectos, a lo que es deseable, pero de algún modo deben guiar y
orientan las acciones humanas. El problema que surge es ver cómo y cuánto, y para
los científicos sociales es aún más importante encontrar índices o criterios que permitan
establecer y conocer dicha relación.

De cualquier modo, lo que es cierto es que los modelos descriptivos y comparativos de


los sistemas de valores han propiciado no sólo la codificación y registro de una gran
cantidad de datos sobre las diferencias culturales en su orientación de valor, sino que
además han posibilitado la operacionalización de los valores, rompiendo así con el
tratamiento especulativo y filosófico de los mismos.

Lógicamente, los intentos de operacionalizar la concepción de los valores implican una


reorientación de la definición, la teoría y los métodos. De otro modo, surge el problema
de los criterios para determinar que una jerarquía de valores está en función del tipo de
concepción del valor de la que se parta: así, en la medida en que los valores se sitúen
en el plano de lo ideal, de lo deseable, y no en el de los datos empíricos, concretos, el
criterio no podrá ser meramente el de las conductas observables; por el contrario, si se
conceptúa el valor o se sitúa en el plano de lo empírico, el valor se identifica con los
criterios de valoración, y, por tanto, con juicios de valor explícitos v de las inferencias
conductuales relacionadas con los valores. Así pues, está abierta la problemática de si
es más adecuado partir de métodos deductivos (presuponen el establecimiento
apriorístico de un sistema de valores) o de métodos inductivos (los valores se
determinan por las preferencias conductuales de los sujetos o culturas) que posibilitan
la conceptualización de los valores a partir de los datos reales, empíricos, que recogen
los modelos descriptivos y comparativos de los valores.

Tanto un método como otro se apoyan implícitamente en concepciones diferenciales de


los valores. Muchos autores (Nader, Durkheim, p. ej.) han formulado esta distinción
conceptual del valor en términos de la diferenciación entre valor y juicio de valor.
Mientras que el primer término se sitúa en el plano de lo que es deseable, al margen de
16

si es real o no (juicios de realidad de Durkheim), el segundo se sitúa en el plano de lo


real, lo empírico y concreto: el juicio de valor presupone la adhesión a un "ideal", a lo
"deseable".

Estas distinciones guardan relación con la problemática que hemos ido señalando entre
las llamadas interpretaciones objetivas y subjetivas de la Axiología: mientras que para
las primeras existe una diferencia entre el valor y el juicio de valor (éstos son expresión
del primero, pero no se identifican con él), para las segundas no es posible tal
distinción, puesto que sólo aquello que es susceptible de captación tiene una entidad
real. Teniendo en cuenta estas diferencias de concepción, es lógico que desde
posiciones teóricas cercanas al objetivismo se plantee que para construir un sistema de
valores es necesario basarse en la naturaleza de los valores y no en los juicios de valor:
es decir, en la captación de los valores. Por el contrario, para las tesis subjetivas no es
posible llegar a construir un sistema de valores si no es partiendo de los juicios o
captación de los mismos. La jerarquía de valores sólo puede establecerse
empíricamente a partir de los juicios de valor en cuanto que éstos son la expresión y
manifestación de los valores.
17

Breve reseña histórica acerca de su origen y desarrollo

La preocupación en torno a los valores es un hecho esencialmente moderno (Heidegger


dirá esto mismo en un sentido muy particular que será revisado más adelante); no
obstante, comprenderlo implica rastrear en el pasado algunas de las pistas que
permiten comprender cómo y por qué sólo a partir de la época moderna tiene lugar su
origen más visible y definido.

Desde Platón y hasta bien entrado el siglo XIX y con el propósito de superar el
estancamiento producido por la tendencia relativista del pensamiento sofista, el valor
fue adscrito a la cosa en calidad de atributo; por lo mismo, quedó subordinado a ella,
careciendo de un estatuto epistemológico propio. Es decir, no constituyó ni motivo ni
objeto de preocupación independiente.

Ya en Teeteto, Platón esboza una teoría que pone en boca del sofista Protágoras
en que se vincula el relativismo moral con un relativismo general en la teoría del
conocimiento. La afirmación más famosa de Protágoras de que “El hombre es la medida
de todas las cosas; de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son”
mueve al Sócrates platónico a preguntarse si ocurre lo mismo con los valores morales.

Por ello, Sócrates será el primero en plantear el problema de la definición universal; es


decir, la precisión universal con respecto a “lo que una cosa es”, mediante el
planteamiento reiterado de preguntas del tipo: ¿qué es la justicia?, ¿qué es la piedad?,
¿qué es la virtud?

Platón entendió que los conceptos valorativos sólo podían ser comprensibles sobre el
trasfondo de un determinado tipo de orden social que es el que se da a la tarea de
esbozar intentando proporcionarle, al mismo tiempo, una justificación en función del
orden cósmico, del ser.

De tal manera, lo bello y lo verdadero fueron, simultáneamente, lo bueno, el bien. La


cuestión del valor quedó entonces afincada en el terreno de la ontología y de la
discusión metafísica referida al ente; por lo cual resultó imposible advertir y adjudicarle
la posibilidad de que fuera objeto de una tematización más definida, autónoma y crítica.

Ahora bien, como ha señalado McIntyre en su Historia de la Ética, Aristóteles habría


rechazado posteriormente esta suerte de objetivismo platónico, basado en la
cognoscibilidad de las ideas y en la creencia de que el valor es una propiedad
metafísica, una realidad que se encuentra en las cosas con absoluta independencia del
sujeto cognoscente, con lo que habría dado inicio a una tradición que, si bien es cierto,
no admite el calificativo de relativista, sí puede ser aprehendida, aunque sólo de manera
general, como subjetivista, tal y como ha sido recogida por sus representantes
posteriores.
18

Siguiendo el estudio sobre Aristóteles de Werner Jaeger 3 , se podría afirmar que


efectivamente Aristóteles habría establecido una distancia respecto de tal concepción
platónica en algún momento tardío del desarrollo de su pensamiento. Sabemos que las
obras iniciales de Aristóteles como el Eudemo, el Protréptico o el Grilo, por ejemplo
aún se hallan modeladas por el influjo del pensamiento del maestro; manteniendo
algunas de ellas, incluso, la estructura característicamente dialógica de la obra
platónica4. En verdad, todos los miembros de la Academia escribieron diálogos, aunque
ninguno más, ni de más peso que Aristóteles.

Ahora, si consideramos específicamente el escrito llamado Protréptico, y entendemos


que responde a una forma originada a partir del método educativo de los sofistas,
constituyendo una exhortación (una suerte de sermón para hacer prosélitos),
debiéramos reconocer que lo que Aristóteles ha hecho en él es seguir, aunque a su
manera, la protréptica platónica. En el Protréptico, Aristóteles proclama el nuevo ideal
de la vida puramente filosófica la vida teorética que Platón requería al hombre (al
hombre de acción como a cualquier otro)

En la tradición aristotélico-tomista el bien pasó a estar definido como una de las


propiedades más amplias y universales del ente; es decir una de sus propiedades
trascendentales, tal como lo son la unidad, la verdad y la bondad. Sto. Tomás, ante la
pregunta de si todo ser es bueno, va a responder que “Todo ser es bueno en la medida
en que es ser” (omne ens, inquantum est ens, est bonus) (Summa Teologica, tomo I, q.
5ª, a.3), es decir, en cuanto que existe de algún modo, aunque sea accidental.

Este estatuto metafísico del valor (en detrimento de su carácter histórico y social) se
revertirá a partir del siglo XVIII, cuando, en Inglaterra, comienzan a elaborarse las
primeras teorías económicas en las que se sustituye el concepto tradicional del bien
común, heredado de la tradición aristotélico-tomista, escolástica, por la noción de
“interés general”.

Hasta fines del siglo XVIII, de hecho, no existieron más estudios acerca del valor que
los referentes al valor económico, como por ejemplo los de Adam Smith (1723 – 1790)
en relación con el valor y el origen de la riqueza.

El propio Kant, incluso, es un buen ejemplo de cómo la preocupación por los valores
hasta el siglo XVIII carece de la especificidad que irá paulatinamente alcanzando
después. En la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Kant recurre en
innumerables ocasiones al empleo del término valor, de manera formal; resolviendo

3
JAEGER, Werner. «Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual». Fondo de Cultura
Económica. México. 1946. Versión de José Gaos. Págs. 98 y ss.
4
Jaeger afirma: “El Eudemo está emparentado de esta manera con el Fedón, el Grilo con el Gorgias y
los libros De la Justicia con la República. El Sofista y el Político, como el Simposio y el Menexeno, habían
sido sugeridos naturalmente por los diálogos platónicos del mismo nombre. El Protréptico, que no era un
diálogo, revela la influencia de los pasajes protrépticos del Eutidemo de Platón, hasta llegar al eco literal.”
Op. cit. Pág. 42.
19

varios temas decisivos de esta obra mediante el recurso a dicho concepto; no obstante
deja de incurrir en una tematización específica al respecto.

Dice Kant:
“La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su
adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo
por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin
comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella
pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere,
de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del
azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a
esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus
mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena
voluntad […] sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma,
como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no
pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo así, como la
montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o llamar la
atención de los poco versados; que los peritos no necesitan de tales reclamos
para determinar su valor”5.

Ejemplos como éste hay muchos más. Una y otra vez resulta posible leer en su obra
expresiones tales como valor absoluto, o valor relativo, o valor propio o íntimo de la
persona, o valor moral, por ejemplo; pero, no se puede descubrir un solo intento por que
quede fijado en el texto el sentido exacto en que el filósofo se refiere al concepto.

En general en ética, en estética, e incluso posteriormente en los primeros estudios


acerca de sociología y psicología, el término valor fue empleado a menudo, sin que se
sometiese su significación a una especial indagación o esclarecimiento.

En realidad, se podría decir que es con Adam Smith con quien el concepto comienza a
adquirir un sentido más definido y específico. Smith sostuvo en su Inquiry into the
Nature and Causes of the Wealth of Nations (Investigaciones sobre la naturaleza y las
causas de la riqueza de las naciones, 1776) que la causa de la riqueza de los pueblos
era el trabajo y que el valor de las cosas se medía por la cantidad de trabajo empleado
en producirlas. El problema del crecimiento económico lo desarrolló en el Libro IV de su
famoso Inquiry, en el cual Smith adelantó la tesis de que la libertad dentro de una
sociedad llevaría a la máxima riqueza posible. En muchos sentidos, el argumento se
basa en The Theory of Moral Sentiments, debido a que la armonía social que exponía
dependía, en muchos sentidos, del delicado equilibrio de los motivos e intereses en
conflicto del hombre.

5
KANT, Immanuel. «Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres». Primera sección. Espasa
Calpe. Madrid. 1983. Versión de Manuel García Morente.
20

Esto va a llevar a que la entidad valor pueda ser discernida minuciosamente entre dos
condiciones suyas: el valor de uso y el valor de cambio (o valor propiamente dicho de
las cosas).

Entonces, el valor de uso de una mercancía (aquello para lo que puede servir) estará
determinado por su utilidad en la sociedad; en tanto que el valor de cambio (el valor
propiamente tal) va a medirse por el tiempo de trabajo socialmente necesario para la
producción del objeto que se intercambia.

De esta manera, en esta teoría (que comienza con Adam Smith y continúa con el
teórico David Ricardo (1772 – 1823) (ley de los rendimientos decrecientes) que escribe
los Principios de la economía política, en 1817 y se prolonga hasta Karl Marx y El
Capital, de 1867, la noción de valor económico muestra el aspecto esencial del valor, en
general; que hasta ese momento había estado minimizado.

Dicha orientación y transformación de la atención por el problema del valor hace


emerger una nueva disposición para reconocer un elemento teórico que había sido
desconocido: la relación necesaria e indisoluble del valor y su época histórica, la
historicidad inherente al valor, con lo que comienza a relativizarse en forma creciente,
por tanto, la anterior connotación metafísica con que el problema del valor había sido
asumido.

La economía propicia de este modo un análisis más antropológico y funcional del


problema de los valores, el que será posteriormente atendido de manera especial por
el movimiento de la axiología contemporánea.

Entendiéndose como parte esencial de este movimiento de desmarcación y crítica de la


antigua aproximación metafísica a los valores, aunque en un sentido manifiestamente
diverso del que se acaba de señalar, se puede mencionar la tarea emprendida por
Friedrich Nietzsche (1844 – 1900) y su programa genealógico tendiente a una
transmutación de todos los valores, que representa el más radical replanteamiento del
tema que haya tenido lugar y abre la vía para un pensamiento más allá de los valores
mismos, según como éstos tuvieron su constitución en la historia de Occidente.

Ahora, ya en el siglo XIX, la noción de valor va a ocupar un lugar central en la


problemática filosófica. En este sentido, la labor de Nietzsche habrá sido fundamental.
La distinción entre hechos y valores, paralela a la que tiene lugar entre ser y deber ser y
la que se admitirá entre juicios de hecho y juicios de valor, pondrá ya de manifiesto que
el valor de una cosa no es lo mismo que el ser de la cosa, con lo que la vieja adhesión
del concepto al entramado metafísico habrá desaparecido definitivamente.

Para Nietzsche, en particular, la cultura occidental no es más que la inversión reactiva


de los valores originarios de la vida. Por ello le va a imponer a la filosofía la tarea crítica
de un desmontaje de los cimientos sobre los cuales ha reposado históricamente con el
propósito de acometer la transvaloración (Umwertung) de los valores transmitidos,
estableciendo de este modo un nuevo camino para la investigación respectiva, para la
facultad de valorar y para la jerarquía establecida hasta entonces de los mismos.
21

Ahora, la Axiología propiamente tal, entendida como ciencia o teoría especializada en el


estudio del fenómeno del valor, en ocasiones se vincula directamente a los trabajos de
Alexius Meinong (1853 – 1920) y Christian von Ehrenfels (1859 – 1932) hacia finales del
siglo XIX.

Aunque también se ha afirmado que la preocupación por el problema de los valores


habría sido introducida originalmente por el pensador idealista alemán Rudolf Hermann
Lotze (1817 – 1881), a quien se le debería la concepción contemporánea del valor en
cuanto algo no entitativo (aunque sí presente en la cosa) que estaría sintetizada en su
conocida afirmación de que: “los valores no son sino que valen”, con lo cual éstos
perderían su tradicional carácter sustancial para dejar de estar remitidos a la
especulación metafísica.

No obstante, tampoco, según Lotze, podría pensarse de ellos que correspondan a


meras construcciones subjetivas (así como venían considerándose desde la concepción
relativista de los sofistas en adelante), puesto que su entidad correspondería a una
entidad en acto, de particular y complejo carácter que daría lugar a una aproximación
específica e independiente de su realidad, lo que sería la Axiología.

Ahora, lo cierto es que es Meinong, profesor de filosofía en la Universidad de Praga y


discípulo de Franz Brentano (1838 – 1917), quien escribe un tratado que será decisivo
para la constitución de la axiología: Investigaciones psicológico-éticas para una teoría
del valor (1894). Y Ehrenfels, por su parte, discípulo de los anteriores, escribirá dos
años más tarde su Sistema de la teoría de los valores, con lo cual entre ambos sientan
las bases, primero de la axiología contemporánea y, en segundo lugar, de la que
posteriormente será conocida como la corriente subjetivista de los valores.

Meinong afirma que la valoración es un hecho meramente psíquico y subjetivo y que el


valor depende enteramente del agrado; opinión a la que Ehrenfels se opondrá
sosteniendo que el fundamento del valor es el deseo y no el agrado, puesto que
también pueden tener valor cosas que no existen y por ello no podrían agradarnos.

Esta corriente del subjetivismo axiológico encontrará respuesta opositora


posteriormente con el surgimiento de la corriente del objetivismo axiológico desarrollada
por Max Scheler (1874 – 1928) y Nicolai Hartmann (1882 - 1950).

Ahora bien, no se debe confundir (pese a que comparten en alguna medida idéntico
propósito) la teoría de los valores o la ciencia de los valores llamada Axiología, con la
llamada “filosofía de los valores” que es la tendencia desplegada por la Escuela de
Baden, que es una expresión de la filosofía idealista neokantiana, en la que se
destacaron dos filósofos germanos: Heinrich Rickert (1863 – 1936) (que se refiere a
valores morales y religiosos principalmente) y Wilhelm Windelband (1848 – 1915) (que
aborda el problema del valor de la verdad).

El movimiento neokantiano de Baden intentó llegar a establecer una filosofía de la


cultura, abriendo el logos kantiano hacia dimensiones más extensas. En el propósito de
Windelband y de Rickert residía el deseo de conferir al logos un área de validez mucho
22

más amplia que la que Kant le había impuesto en la Crítica de la razón pura. Pues, para
Kant, no podía haber objetividad sino en el conocimiento de la naturaleza, único mundo
en el que alcanzaban sentido las categorías. Contra esta limitación, nace entonces el
ámbito de las llamadas ciencias culturales o del espíritu, sobre los que Rickert intenta
afianzar un nuevo sistema trascendental, una filosofía de los valores.

Por su parte, y en consonancia con la búsqueda descrita, en Marburg, a través de


Hermann Cohen (1842 – 1918) y Paul Natorp (1854 – 1924), se establece una
delimitación mucho más específica para tres sectores ya tradicionales de la filosofía
el Denken, el Sollen y el Fühlen a los que van a corresponder las tres disciplinas de
la lógica, la ética y la estética, a través de cuyo desarrollo y especulación el idealismo
kantiano se verá fuertemente extendido y la delimitación de un ámbito de pertinencia
más específico para los valores reforzada.

A Windelband y a Rickert se le debe otro aporte sustantivo para un esclarecimiento


epistemológico más exacto del horizonte teórico de la axiología. A partir de la distinción
diltheyana de ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften) y ciencias del espíritu
(Geisteswissenschaften) estos autores proponen la distinción entre las ciencias
idiográficas y las ciencias nomotéticas y a partir de estas últimas la configuración de los
valores y los juicios de valor como objetos exclusivamente propios de la reflexión
filosófica, en tanto los hechos y los juicios de hecho pertenecerían a las así llamadas
ciencias idiográficas (las ciencias de la naturaleza).

Rickert se opone a la filosofía de la historia hegeliana que otorga primacía a la Idea


como el elemento suprahistórico capaz de legitimar y otorgar sentido a la historia. Para
Rickert, sólo es posible entender las cosas porque sobre ellas existe un mundo de
valores, que es trascendente a las cosas mismas y que se presenta como la verdadera
finalidad de los actos del juicio.

El ser es posible mediante la conciencia trascendental pero la objetividad reside en la


trascendencia de los valores, desde donde se desplaza hacia las cosas y al
conocimiento que podemos alcanzar respecto de ellas. La unidad objetiva de la historia
aparece así como un resultado de la existencia de los valores que hacen de este modo
posible una amplificación del logos.

En su ensayo Kulturwisswenschaft und Naturwissenschaft 6 (Ciencia de la cultura y


ciencia de la naturaleza) que es posterior en cinco años al discurso rectoral de
Estrasburgo (1894) de Windelband, Rickert retoma el dualismo nomotético/idiográfico
tratando de fundarlo, no desde un punto de vista exclusivamente metodológico, sino a
través de la referencia a facultades diferenciadas.

Bajo el dominio del intelecto los fenómenos se constituyen como naturaleza, pudiendo
inscribirse bajo leyes generales, investigadas por las ciencias nomotéticas. En cambio,
cuando los fenómenos se estudian por referencia a un sistema de valores, se

6
«Geschichtsphilosophie», en Die Philosophie im die Beggin des zwanzigsten Jahrhunderts: Festschrift
für Kuno Fischer, WINDELBAND, Wilhelm. (ed.) Heidelberg. Winter, 1904-05.
23

constituyen como cultura, y se convierten, por tanto, en objeto de las ciencias


idiográficas.

Aquí Rickert intenta responder a una aporía implícita en la perspectiva windelbandiana,


que se repetirá cada vez que las ciencias del espíritu aspirarán a una diferenciación
meramente metodológica respecto a las ciencias de la naturaleza: ¿cómo es posible
una ciencia rigurosamente idiográfica? Lo que sólo sucede una vez es, por así decirlo,
hódos y no methodos: no es repetible, y por tanto no se le puede someter a un
tratamiento metódico, ni menos aún a una tematización metodológica. El sentido
irrepetible de estos fenómenos subsumidos en la categoría de lo general lo confiere, en
cambio, el valor es decir, la referencia a una axiología incondicionada que se realiza
históricamente.

«Si apartamos a un objeto de todas las conexiones con nuestros intereses, sólo podrá
ser considerado sencillamente como instancia de un concepto general. Lo individual
puede convertirse en esencial solamente en referencia a un valor, y eliminando, por
ende, toda relación de valor se eliminaría también el interés histórico y la propia historia.
Se manifiesta así no sólo una conexión necesaria entre consideración generalizante y
consideración evaluativa, sino también una conexión no menos necesaria entre
aprehensión individualizante y aprehensión ligada a valores».

La disputa acerca de la ambigua categoría de valor continuará ocupando un punto


central en el debate interno del historicismo: mientras que Oswald Spengler (1880 –
1936) radicalizará la tendencia relativista, Ernst Troeltsch (1865 – 1923) y Friedrich
Meinecke (1862 – 1954) representan un contramovimiento que prosigue la tendencia de
la filosofía de los valores7.

Troeltsch, procedente de estudios de religión y de teología, justificará el problema de los


valores concibiéndolos, no como elementos metahistóricos, sino como datos
inmanentes a las individualidades singulares.

Troeltsch señala: «de esta forma el concepto central de la doctrina de los valores
termina siendo el de la individualidad, en el sentido de una unificación de lo fáctico y de
lo ideal, de lo dado naturalmente y en conformidad con las circunstancias y, al mismo
tiempo, de éticamente impuesto. En este sentido el concepto de individualidad coincide
con el de la fundamental relatividad de los valores. Pero relatividad de los valores no
quiere decir relativismo, anarquía, azar y arbitrio, sino que designa el tejido siempre
móvil y creativo, por ello nunca determinable atemporal y universalmente, de lo que
existe de hecho y de lo que debe ser»8

Análogamente, Meinecke, que con Troeltsch encarna el momento de autorreflexión final


del problema filosófico de la escuela histórica reivindica volviéndose para ello a
Goethe la posibilidad de considerar toda época como comunicante de valores
absolutos: «la disposición de los valores culturales en un orden progresivo, en general,

7
Cfr. FERRARIS, Maurizio. «Historia de la Hermenéutica». Akal. Madrid. 2000. págs. 160 y ss.
8
Der Historismus und seine Probleme. Tubinga, Mohr, 1922.
24

sólo puede realizarse sumariamente: lo exige su carácter individual, que se burla de un


criterio general unívoco. En cuanto todos los valores culturales se conciben como
individualidades, advertimos sumariamente que en ellos está presente una medida
mayor o menor de potencia espiritual o de vínculo natural, sin poder, sin embargo,
valorarlo con precisión»9.

Ahora, por otra parte, se ha afirmado que el primero en utilizar la expresión juicio de
valor, que correspondería al primero empleo propiamente filosófico del término, habría
sido el teólogo germano Albrecht Ritschl (1822 – 1889), quien, a partir de la distinción
kantiana entre razón teórica y razón práctica habló de juicios de valor, para señalar
aquel tipo de juicios que aunque están desprovistos de fundamentación teórica
igualmente pueden ostentar una justificación racional, aunque en el ámbito práctico.

Dichos juicios no se refieren ni al valor económico del objeto ni enuncian una relación
del sujeto con el objeto a partir de una eventual preferencia suya, sino que se refieren a
su valor moral, a su valor práctico.

La extensión crítica y filosófica del empleo del concepto juicio de valor, a partir de la
obra de Ritschl, habría dado lugar al resurgimiento de una concepción ya planteada por
Platón según la cual los asuntos referentes al bien, a la virtud, a lo correcto o lo bello, o
a la verdad, por ejemplo, corresponderían a una misma naturaleza de asuntos, pues,
todos ellos son relativos al plano del valor, del deber ser y no guardan relación con la
facticidad, con los hechos de la positividad.

Dicha concepción dio, a su vez, lugar a la posibilidad de que se constituyera un discurso


filosófico ya no centrado en alguno de los conceptos particulares del deber ser, sino en
la noción de valor misma, como un tema de carácter general. De tal manera, una serie
de tópicos tales como la estética, la moral o la economía pudieron ser objeto de un
tratamiento común desde la óptica de una teoría general del valor.

Ahora bien, el pensador alemán Franz Brentano, reaccionando al criticismo y al


trascendentalismo kantiano (postulando en cambio un retorno a Aristóteles, Bacon y
Descartes) intentó fundar la reflexión filosófica en la psicología creando una doctrina
referida a la intencionalidad de los fenómenos psíquicos, con la que buscaba superar, al
mismo tiempo, lo que él consideraba los extravíos del pensamiento idealista y la miopía
filosófica del positivismo.

Su perspectiva era radicalmente empirista y buscaba un método “más acorde con la


realidad de las cosas”. Dicho método no era otro que el de las ciencias naturales, pero
aplicado a un diferente modo de la realidad: el que constituye el objeto de la filosofía.
Se trataba de que las cosas mismas, cuyos problemas son la causa de la ciencia y la
filosofía, fueran las que proporcionaran el método para acometer y resolver las aporías.

Buscando una mejor caracterización de los fenómenos psíquicos, Brentano redescubre


la doctrina de la intencionalidad, de raíces aristotélicas. “Todo fenómeno psíquico está

9
Kausalitäten und Werte in der Geschichte, en «Historische Zeitschrift», SRE.
25

caracterizado por lo que los escolásticos de la Edad Media han llamado la inexistencia
intencional (o mental) de un objeto, y que nosotros llamaríamos, si bien con expresiones
no enteramente inequívocas, la referencia a un contenido, la dirección hacia un
objeto... la objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo como su
objeto, si bien no todos del mismo modo.”

Esta concepción va a conducir a la (posteriormente más) fecunda idea de que el


pensamiento no es algo encerrado en sí mismo, sino que va más allá de sus límites y
clava sus raíces en la más profunda realidad. De igual modo, el hombre, sujeto de este
pensar, es también un ser intencional, “abierto a las cosas”. Según dicha teoría, el
objeto existe únicamente como punto de referencia de la intención del sujeto, como
objeto de las vivencias del sujeto.

Estos actos intencionales son el fundamento de su concepto de los valores: el valor es


el objeto intencional del acto de preferencia. Brentano sostuvo: “En todo juicio hay,
además de la representación (Vorstellung) del objeto aludido, una segunda referencia
intencional: el reconocimiento (Anerkennung) y/o el rechazo (Verwerfung). No obstante,
aunque su psicologismo parece conducir a un relativismo axiológico, Brentano se
esforzó por fundar una teoría objetiva de los valores.

En sus trabajos principales: La psicología desde el punto de vista empírico (1874). El


origen del conocimiento moral (1889), Las cuatro fases de la filosofía y su estado actual
(1895) buscó diferenciar entre la simple experiencia subjetiva de que algo es bueno y el
acto de preferencia, que se dirige inevitablemente hacia algo en virtud de su carácter
intencional.

Brentano buscó estructurar todo un saber psicológico general, partiendo de la


intencionalidad de los fenómenos psíquicos, a los que agrupó en tres clases:

- las representaciones
- los juicios
- las emociones

Brentano distinguió además entre juicios evidentes y juicios ciegos; estos últimos
provienen de prejuicios o de excesiva confianza en la percepción externa o en la propia
memoria. Aquéllos serían correctos, en tanto éstos incorrectos (ciegos). Asimismo lo
serían los actos preferenciales.

De hecho, fue Brentano quien puso en marcha la moderna filosofía de los valores, al
suponer que nuestras acciones éticas no son ciegas ni predeterminadas, pero poseen
una característica intencionalidad que se manifiesta en una triple perspectiva:

- relacionando el fenómeno con su objeto


- expresando su posición mediante un juicio de aceptación o rechazo
- manifestando agrado o desagrado
26

Entonces, lo que aceptamos con agrado es, precisamente, lo bueno; es decir, los
valores, como los llamarán posteriormente sus discípulos; esencias distintas de la
esfera del ser; como los entenderá Scheler, por ejemplo.

Ahora, Brentano, ante esto mismo, se esforzará por sostener que los valores en verdad
no tienen una existencia independiente del ser real, pues, lo que realmente existe son
acciones buenas, cosas bellas, personas valerosas, objetos útiles. Lo auténticamente
real, a su juicio, es el acto, aunque los conceptos valorativos tengan una significación
permanente.

La ética, de este modo, tiene un fundamento real, que arranca de la valoración y de su


adecuación, que se levanta sobre el acto moral y su contenido. El elemento primario del
conocimiento moral, luego, no es un mandato apriorístico o finalista, sino la real
experiencia de valores. La raíz esencial del orden moral es el bien común de todos los
hombres, nacido de la universal experiencia humana.

El sujeto del acto moral es la voluntad; pero, ¿qué es lo que me dice que una cosa es
buena o mala? Sin duda, no el hecho de preferir o posponer subjetivos, sino la
adecuación del juicio ético con la calidad del objeto.

Lo esencial del marco propio de la eticidad consiste en el acto de conocimiento


valorativo: el preferir, que es un acto intencional complejo, intrínsecamente comparativo;
que conduce a elegir lo bueno, pero también lo mejor; por lo cual, en todo caso, forzará
a Brentano, en última instancia, a enraizar los bienes concretos en la bondad de Dios.

Esta preferencia, que podría entenderse como objetiva, daría lugar entonces a ciertas
leyes axiológicas precisas que dieron impulso a la teoría general de los valores que
posteriormente iban a desarrollar Meinong y Ehrenfels en continuidad con el
pensamiento de Brentano.

Meinong estableció una relación muy estrecha entre el valor y la valoración, entendida
como acto psíquico. La idea de Meinong es que yo doy valor a una cosa y aquél a otra;
yo prefiero lo que éste pospone y viceversa. Entonces, lo que me agrada es valorado
positivamente y lo que me desagrada, negativamente.

Claro que con ello se renovó, a propósito del valor, lo que en Grecia sirvió de
fundamento al escepticismo; es decir, la antigua idea de que cada cual tiene su propia
opinión y juzga, en consecuencia, que ella es la verdad. El problema es que estas
opiniones todas verdaderas, en principio producen una tremenda disonancia la
mayor parte de las veces.

Ortega y Gasset comentará, posteriormente, que la idea de Meinong parece muy obvia,
dado que es lo primero que se viene a la mente suponer. Cada uno de nosotros, al
preguntarnos qué es el valor, alguna vez hemos respondido de inmediato que el valor
es el cariz que sobre los objetos proyectan los sentimientos de agrado y desagrado del
sujeto que establece una relación con ellos; que las cosas no son por sí mismas
valiosas.
27

Y además, que todo valor se origina en una valoración previamente establecida que no
consiste en otra cosa que en una concesión de dignidad y de rango determinada por el
mismo sujeto también, en relación con el placer o el enojo que las cosas le provocan.

Se trataría, en efecto, de una suerte de predisposición innata que en todo orden de


cosas caracterizaría, fundamentalmente, al hombre moderno y que, a la vez, permitiría
diferenciarlo del hombre antiguo para quien, lo primero y lo más espontáneo que podía
concebir era que los objetos cosas, verdades, normas eran por completo
independientes del sujeto; es decir, que eran transubjetivas. Ortega cree que los
hombres modernos somos subjetivistas natos.

Por su parte, Ehrenfels consideró que el valor tiene su fundamento en el deseo: lo


valioso es deseable, o dicho más rotundamente, valoramos las cosas porque las
deseamos; o sea, Ehrenfels da lugar a una suerte de voluntarismo axiológico. Aunque,
en justicia, Ehrenfels no llegó a afirmar que consideremos algo como valioso si y sólo si
es deseable, pues ello daría lugar a sostener una posición absolutamente relativista
que, al parecer, no estaba dispuesto a llevar adelante, puesto que ello implicaba hacer
depender al valor de las exclusivas voliciones de los sujetos.

Ehrenfels cree, más bien, que el nexo entre deseo y valor es inherente a la naturaleza
misma del valor, de modo que, ciertamente, el deseo determina al valor, pero no de un
modo meramente contingente, sino necesario. Ello es lo que, a su juicio, posibilita el
establecimiento de categorías sólidas para una Teoría de los valores.

Entre otras cosas, mediante esta comprensión, se evita también la caída en el simple
utilitarismo de los valores, en el sentido de que los valores puedan representar tan sólo
lo útil para cada individuo, dado que lo que normalmente se desea es la máxima
utilidad. Ehrenfels cree, en contra de esta posibilidad, que el carácter deseable de un
valor no se identifica siempre con la utilidad que ellos puedan tener para nosotros, pues
también podemos llegar a desear algo y, por ende, a valorarlo que no sea para
nada útil, como por ejemplo, saber de filosofía.

Ahora bien, los mismos principios teóricos establecidos por Brentano y que dieron
impulso al pensamiento axiológico de Meinong y Ehrenfels, habrían de influir
decisivamente también en Edmund Husserl (1859 – 1938) determinando su desarrollo
posterior del método fenomenológico e influyendo a través de esta vía, indirectamente,
en Scheler y Hartmann, quienes heredando tal método que ya incluía depurado el
concepto de la intencionalidad y del objeto intencional de la conciencia, llegaron a
divulgar, más ampliamente que todos los pensadores anteriores, a la Axiología,
propiciando su desarrollo a través de una teoría de los valores extraordinariamente
compleja y precisa, que no sólo tuvo fuertes repercusiones en el continente europeo
sino que llegó a extenderse fructíferamente por Estados Unidos y Latinoamérica.

Scheler se ocupó del problema de la ceguera axiológica cuyos antecedentes están en el


pensamiento de Brentano. En su obra El resentimiento en la moral plantea que el
28

resentimiento corresponde a una particular incapacidad de valorar, a la que resultan


adjudicables, incluso, las concepciones subjetivistas de los valores.

Hartmann, en su Ética, plantea que hay ciertas incapacidades para la aprehensión de


los valores, no sólo en los individuos sino también en los grupos humanos o en épocas
enteras, incluso en la humanidad en su conjunto. Un ejemplo claro de ello lo mostraría
el fenómeno de la esclavitud en Grecia, que parece incomprensible si se tiene en
cuenta el extraordinario desarrollo alcanzado por su civilización en otros aspectos.

La causa de las discrepancias valorativas, a su juicio, radicaría en lo que denomina


estrechez de la conciencia valorativa (Enge des Wertbewusstsein), concepto que
correspondería a la idea de que hay límites de la conciencia de los valores; la que,
como una linterna, alumbra y descubre constantemente determinados valores, a la vez
que deja otros en la oscuridad y el olvido.
29

LA TRANSICIÓN DE LOS VALORES DE LA ANTIGÜEDAD A LA MODERNIDAD


La transformación de los predicados valorativos

En la Grecia arcaica, la de aquel protomundo reflejado en los poemas homéricos, los


juicios de valor más relevantes que podían ser formulados acerca de un individuo
estaban siempre vinculados a la función que a éste le había sido atribuida en la
sociedad.

El agathós —antecedente de nuestro concepto valorativo “bueno”—, en sus orígenes,


connotaba el carácter propio de la nobleza; estaba referido a una cierta clase de
comportamientos y habilidades tales como el ánimo, la valentía o la grandeza.

El término se refería multívocamente a cualidades diversas del ideal homérico que


podían ser advertidas en el comportamiento del noble. Como adjetivo de estimación en
cuanto lo majestuoso, lo valiente o lo hábil, agathós resultaba ser descriptivo de
aquellas cualidades esperables de un hombre de la nobleza.

El fracaso en el cumplimiento de semejante dignidad estaba directamente determinado


por el fracaso en la satisfacción de las acciones que le eran por nobleza exigidas.
Entonces, la veracidad de la atribución establecida por el término valorativo
agathós estaba determinada de modo fundamental por la conducta exhibida en sucesos
pasados, tanto en tiempos de guerra como en la paz10.

Se entiende, naturalmente, que tal constelación valorativa sólo era aplicable a aquellos
hombres que estaban reconocidos como tales por el léxico social del orden establecido
en la época.

Ahora bien, como se sabe, el término en cuestión estuvo estrechamente vinculado con
otro valor que también se puede considerar decisivo en el entramado moral del mundo
antiguo, el sustantivo areté, cuya traducción usual ha sido la de virtud.

Se entiende que areté poseía quien cumplía a cabalidad con la función que le había
sido socialmente asignada. Y como los individuos tenían asignadas unas funciones
diferentes en la sociedad, entonces la areté de una función o papel era muy diferente de
la de otro.

Luego, un hombre era agathós si lograba la areté de su función particular.


Obviamente, este complejo semántico era representativo de un cierto tipo de orden
social caracterizado por una jerarquía reconocida de funciones en la que encontraban
sustento los conceptos de moralidad.

10
Decisivas resultan a este respecto las páginas iniciales de la Genealogía de la Moral de Nietzsche (I, § 4) cuando
recorre la etimología de los términos valorativos «noble», «aristocrático», a partir de los cuales se desarrolla
posteriormente «bueno».
30

En su historia de la ética, Alasdair MacIntyre11 cita una colección de poemas atribuidos


a Teognis de Megara12, escritos en la Grecia poshomérica y preclásica, en los que se
advierten significativas transformaciones en el empleo de los términos agathós y areté.

Al parecer, la desintegración de la rigurosidad funcional de la temprana sociedad griega


—en su transición hacia la constitución de la forma ciudad-estado en que deviene
posteriormente— opera como causa agente del cambio.

Diferentes fenómenos históricos (invasiones, colonización, comercio) van ampliando el


horizonte del mundo helénico mediante la advertencia de nuevas formas culturales
anteriormente desconocidas. Luego, el impacto provocado por la consideración de las
manifiestas diferencias con otros sistemas valorativos lleva inevitablemente a la
desarticulación progresiva de las formas antiguas.

La descomposición de la anterior unidad de las estructuras sociales, que estuvo


reforzada por una mitología poderosa y sagrada que daba cuenta de un orden cósmico
único, el derrumbe de la jerarquía y del sistema de funciones admitido van a privar a los
conceptos y valores morales tradicionales de su base social; asimismo, darán lugar a la
formulación de nuevas preguntas en relación con la modalidad tradicional de
predicación axiológica.

MacIntyre señala al respecto que sobre cualquier regla moral o práctica social se
formula la pregunta respecto de si es parte del ámbito esencialmente local del nómos
(de la convención, la costumbre) o del ámbito esencialmente universal de la füsis
(naturaleza).

Y con ella se relaciona, por supuesto, esta otra: «¿Me es dado elegir cuáles son mis
normas o qué prohibiciones observaré (como quizá me sea posible elegir la ciudad en la
que viva y, por lo tanto el nómos al que esté sujeto)?, o ¿establece la naturaleza del
universo límites a lo que puedo legítimamente elegir»”13.

Se puede notar con claridad que lo que la virtud sea y lo que a un hombre lo haga
merecedor del predicado bueno se ha convertido ahora en un asunto controversial en el
que las significaciones propias y admitidas en el mundo homérico se han visto
subvertidas y arrojadas a la arena de la divergencia.

Con respecto a este alejamiento de la significación original de los conceptos, MacIntyre


sostiene: “Ya no se los puede definir [agathós y areté] en términos del cumplimiento en
una forma aceptada de una función admitida porque ya no hay una sociedad única y

11
Cfr. MACINTYRE, Alasdair. «Historia de la ética». Paidós. Barcelona. 1998. Pp. 17 – 23.
12
Al parecer la “metamorfosis conceptual” reconocida por Nietzsche en La genealogía de la moral (I, § 4, 5) respecto
de “bueno”, aunque alude al poeta megarense Teognis —sobre quien redactara su primer trabajo filológico— es
discrepante, al menos en parte, de la referencia planteada por MacIntyre. Nietzsche dice que agathós es
“interpretable de muchas maneras”, sin embargo, aparentemente, la transformación de la que da cuenta no es
necesariamente disolutiva del sentido original como afirma el pensador anglosajón.
13
Ibid. Pág. 20.
31

unificada en que la valoración pueda depender de semejantes criterios consagrados”14.


Ya no son valorativos de idéntica manera. En el nuevo sentido, los términos no están
referidos a las cualidades por medio de las cuales se cumple la función social que es
esperada del individuo sino a determinadas cualidades suyas que pueden escindirse
por completo de su función. Entonces, la areté pasa a ser una cualidad estrictamente
personal.

Los predicados de valor quedan ahora remitidos a comportamientos no necesariamente


dependientes de la función específica que se desempeña en el orden social, incluso su
propio cumplimiento estricto puede llegar a considerarse altamente antisocial.

La valentía, la agresión, la astucia, inherentes a la función noble, en los nuevos


contextos establecidos por la transición hacia la organización social clásica terminan por
ser altamente reprochables por no corresponder a la concepción del buen ciudadano.
De esta decisiva transformación se va a nutrir la historia siguiente hasta nuestros días.

Para las éticas posteriores, las llamadas éticas antiguas —la clásica (a partir de
Sócrates y los Sofistas) y la escolástica— lo “bueno” estuvo siempre representado por
aquello que permitía al individuo acceder al cumplimiento cabal de lo que
supuestamente constituía su verdadero ser; es decir, lo bueno permitía al hombre
acercarse a su plena realización.

Así, se entendía, por ejemplo, que la pretensión de alcanzar esta autorrealización


mediante el cultivo o el ejercicio de la moderación en la acción y la prudencia en la
elección conseguía finalmente la felicidad (la eudaimonía aristotélica).

Como se puede desprender de esto y teniendo en cuenta que para Aristóteles el


hombre es por esencia un animal político y a la vez racional, habría que reconocer que
este razonamiento apunta subyacentemente a la posibilidad concreta de obtener un
estado de armonía suprema, que es el que se deriva del encuentro o la compatibilidad
de las facultades humanas con el medio social al que el individuo pertenece.

O dicho de otro modo, que el razonamiento se funda en la necesidad de producir


materialmente el ajustamiento de la dimensión individual a la dimensión estructural o
constitutiva de la polis griega.

En este sentido debemos entender la argumentación que muestra que la esencial


realización de lo individual y el logro de la felicidad armónica son, en efecto, las dos
caras de una misma moneda. Entonces, lo bueno, resulta ser una aspiración natural,
puesto que es constitutivo de finalidad para el hombre.

De este modo se llega finalmente a suponer una identidad entre valor y ser en una
suerte de falacia moralista que ha orientado un desarrollo histórico-filosófico como el
que se constata desde una cierta perspectiva de nuestro tiempo.

14
Ibid. Pág. 18.
32

Como se ha visto, la diferenciación de las funciones en la sociedad primitiva generó


todo un léxico descriptivo acerca de los individuos en directa relación con los roles que
éstos desempeñaban. Un hecho de esta naturaleza condujo al empleo de términos
estimativos, según si las funciones que los hombres llevaban a cabo estaban bien o mal
desarrolladas.

En este sentido, los términos valorativos indicaban también el apego o el desapego a


los modos considerados habituales de comportamiento. No obstante, la valoración
misma, cualquier valoración, sólo resulta practicable cuando aquellas conductas y
funciones que se han llegado a constituir como tradicionales pueden ser comparadas
con otras diferentes o nuevas y, por tanto, la posibilidad de llegar a elegir entre éstas o
aquellas pasa a formar parte significativa de la vida social.

Esta situación histórica de apertura decisional —si pudiéramos llamarla de este modo—
es, por cierto, la condición que lleva a la posibilidad de que términos como “bueno” y
otros semejantes vayan paulatinamente “desnaturalizándose” en el movimiento histórico
que conduce de la sociedad homérica a la polis del siglo V, y que a partir de allí en
adelante la complejidad y diversidad manifestada en el empleo de dichos términos
moviera a la reflexión filosófica de manera incesante hasta nuestros días.

Es un hecho que la ética filosófica griega, incluidas sus resonancias teológicas y


teocéntricas patrísticas y escolásticas, va a diferir de toda la filosofía moral siguiente
acusando las marcadas diferencias que se constatarán entre la sociedad griega y la
sociedad moderna.

Conceptos centrales que aparecerán después en el pensamiento moderno como los de


deber y responsabilidad son prácticamente imposibles de concebir en el pensamiento
griego; si aparecen, sólo lo hacen de manera germinal.

Otros conceptos son los decisivos y gravitantes para el mundo griego como ya hemos
visto. El vocabulario moral griego enlaza fuertemente el obrar bien con el vivir bien.
MacIntyre sostiene que: “En general, la ética griega pregunta: ¿Qué he de hacer para
vivir bien?

Por su parte, la ética moderna pregunta: ¿Qué debo hacer para actuar
correctamente?”15. Es fácil, a partir de aquí, detectar la diferencia fundamental entre el
interés por responder a una y otra preguntas.

15
Ibid. Pág. 89.
33

CONTRIBUCIONES MODERNAS AL TRATAMIENTO DE LA NOCIÓN DE VALOR


Cuadro descriptivo de autores y teorías

Adam Smith (1723) Teorías económicas del valor. La riqueza de las


naciones cuya causa es el trabajo. Valor es valor
económico. Valor de uso v/s valor de cambio
David Ricardo (1772) Teorías económicas del valor. Ley de los
rendimientos decrecientes.
Rudolf H. Lotze (1817) Concepción contemporánea del valor como algo no
entitativo, aunque presente en la cosa. “Los valores
no son sino que valen”
Karl Marx (1818) Contribuciones a la crítica de la economía política. El
valor como factor constituyente de la mercancía.
Valor de uso, valor de cambio
Albrecht Ritschl (1822) Primero en hablar de “juicios de valor”, a partir de la
distinción kantiana entre razón teórica y práctica.
Juicios de valor desprovistos de fundamentación
teórica aunque justificados racionalmente en el
ámbito práctico.
Franz Brentano (1838) El valor existe como punto de referencia de la
intencionalidad del sujeto, como objeto de las
vivencias del sujeto.
Hermann Cohen (1842) Movimiento neokantiano de Marburg, dedicado a la
búsqueda de los tres sectores específicos del
Denken – Sollen – Fühlen a los que corresponden las
tres disciplinas filosóficas de la Lógica, la Ética y la
Estética.
Friedrich Nietzsche Pensamiento genealógico. Valores nobles v/s valores
(1844) plebeyos. Transmutación de todos los valores.
Wilhelm Windelband A partir de la distinción diltheyana de
(1848) Geisteswissenschaften y Naturwissenschaften deriva
la distinción entre ciencias nomotéticas y ciencias
idiográficas, a las que corresponden respectivamente
los juicios de valor y los juicios de hecho.
Alexius Meinong (1853) “Investigaciones psicológico-éticas para una teoría
del valor”. Valoración como un hecho meramente
psíquico. El valor depende del agrado.
Paul Natorp (1854) Conjuntamente con Cohen pertenece al movimiento
neokantiano de Marburg, dedicado a la búsqueda de
los tres sectores específicos del Denken – Sollen –
Fühlen a los que corresponden las tres disciplinas
filosóficas de la Lógica, la Ética y la Estética.
34

Christian von Ehrenfels El fundamento del valor es el deseo y no el agrado,


(1859) ya que pueden tener valor cosas que no existen y por
ello podrían no agradarnos.
Friedrich Meinecke Reivindica la posibilidad de considerar toda época
(1862) como comunicante de valores absolutos. En los
valores culturales está presente una medida mayor o
menor de potencia espiritual o vínculo natural,
aunque de un modo difícil de precisar.
Heinrich Rickert (1863) Sólo es posible entender las cosas pues sobre ellas
hay un mundo de valores, trascendente a las cosas
mismas.
Ernst Troeltsch (1865) Concibe a los valores no como elementos
metahistóricos sino como datos inmanentes a las
individualidades singulares.
Max Scheler (1874) Ética Material de los Valores. Los actos valorativos
tienen correlato objetivo. Corrección del excesivo
formalismo ético kantiano. Los valores son hechos
fenomenológicos, diferentes de los hechos naturales
y los hechos científicos. Los valores son
independientes de los bienes (sus portadores) como
de los fines (a que apunta la voluntad). Se dan por
una intuición inmediata (Wertfühlen)
Nicolai Hartmann (1882) Sigue a Scheler en su necesidad de dar
fundamentación a priori de la ética. Preconiza
también una ética material, en contra de Kant.
Ceguera axiológica y Estrechez de la conciencia
valorativa.
35

LAS PRIMERAS APROXIMACIONES MODERNAS AL FENÓMENO DEL VALOR


Teorías del valor económico16

«Segundo Tratado Sobre el Gobierno Civil» (1690). John Locke.


Alianza. Madrid. 1996.

Capítulo 5: De la propiedad (§25 hasta §51)

Dios Entregó la tierra al común de la humanidad. Locke intentará mostrar como puede
establecerse la propiedad privada sin un acuerdo explícito entre los hombres. (§25)

Originalmente, no existe la propiedad privada del mundo (§26), pero el hombre cuenta
con propiedad privada en sí mismo: el trabajo. Cualquier cosa sacada del estado natural
por medio del trabajo de un hombre, se convierte automáticamente en propiedad de ése
hombre (§27). De este modo, el trabajo establece lo que es propiedad privada y lo que
es propiedad común (§28), sin un acuerdo explícito en la apropiación. (§29)

Ley de la propiedad es una ley de la razón (§30); la propiedad tiene una limitación que
emana de la razón: un hombre puede apropiarse sólo de lo que pueda consumir sin que
se eche a perder (§31), de lo contrario estaría robando de la propiedad común y
transgrediendo la ley de la razón.

La tierra es también apropiable mediante el trabajo (§32) y existe suficiente tierra en el


mundo para que nadie le quite nada a otro (§33).La tierra ha sido entregada por Dios
para éste fin ya que la entregó para el cultivo, que es una forma de trabajo. (§34 y §35).
Pero ningún trabajo humano podría apropiarse de todo porque sólo le es lícito
apropiarse de lo que puede utilizar (§36).

Valor intrínseco de las cosas: grado de utilidad que tienen para la vida de un hombre.
Deseo de tener más de lo necesario altera y valor intrínseco. Hombres, por acuerdo o
capricho, le asignan un valor al oro, la plata, etc. y este pasa a valer como la carne, el
grano, etc. (§37)

La posesión de la tierra tenía las mismas leyes de la razón y la propiedad en un primer


momento. La aparición de las ciudades y su extensión fijan límites a la propiedad de la
tierra (§38). El trabajo determina la propiedad privada e introduce valor a los objetos
producidos por él: en la tierra trabajada y apropiada, el 1% del valor corresponde a la
tierra, mientras que el 99% del valor corresponde al trabajo. (§39 y §40). En América,
por no aprovechar la tierra agregándosele valor con trabajo, hay Reyes que se visten
como jornaleros ingleses (§41). Por la diferencia del valor otorgado por la tierra y por el
trabajo, es preferible poseer mano de obra que tierras, ya que el trabajo produce útiles.
La producción es mayor aún con la división del trabajo (§42 y 43).
16
Textos seleccionados por Christian Blanco.
36

Por lo tanto, el trabajo produce valor y propiedad privada (§44). Con el crecimiento de la
población, la humanidad consiente el uso de dinero, que posibilita la acumulación de
valor. Esto permite que el hombre pueda apropiarse de más objetos de los que puede
consumir, por ello, la tierra comienza a escasear. Las diferentes sociedades regulan la
propiedad con leyes. (§45)

El oro, la plata, etc. son utilizados como dinero porque son durables. Son valorables por
capricho o acuerdo, no tienen valor intrínseco. Los bienes útiles no son durables y por lo
tanto, lo que no pueda ser consumido, puede ser cambiado (§46). El dinero puede
conservarse sin que se pudra y es cambiable por productos útiles (§47).

En principio, cierto grado de trabajo, correspondía a cierto grado de propiedad. Esto


cambia con el dinero, que permite poseer más de lo que puede consumirse sin que se
eche a perder, permite acumular, aumentar la propiedad. Oro, plata, etc. son medidas
del valor acumulables, por lo tanto, se establece una nueva forma de desigualdad entre
los hombres. (§48, §49 y §50)

El trabajo es lo que otorga propiedad privada y valor, limitado por la capacidad de


consumo. (§51)

«Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones» (1776).


Adam Smith.
Fondo de Cultura Económica. México. 1992.

Libro Primero

Capítulo I: de la división del trabajo (DT)

La DT es la causa del progreso en las facultades productivas (Ej. Fábrica de alfileres)


Agricultura: poco compleja DT. Proceso más lento.
Manufactura: alta y compleja DT. Proceso acelerado

Ventajas de la DT: a) destreza del obrero por especialización, b) ahorro de tiempo entre
cambios de función, c) incorporación de maquinaria.
Por lo tanto, muchos trabajadores participan en la producción de un bien.

Capítulo II: del principio que motiva la DT

DT: producto de la propensión natural del ser humano al intercambio, estimulada por el
egoísmo.

La DT produce diferencias más importantes que las diferencia naturales: las diferencias
en aptitudes de trabajo. Estas diferencias son útiles (carnicero, panadero, cervecero),
37

que aportan a un “fondo común” de la sociedad. Esto permite que pueda comprarse
trabajo ajeno con trabajo propio. (Hume: “todo en el mundo se compra con trabajo)

Capítulo III: la DT se haya limitada por la extensión del mercado

Capítulo IV: del origen y el uso de la moneda

Establecida la DT, cada hombre puede sustentarse con su propio trabajo, gracias al
intercambio de excedentes. La sociedad primitiva se convierte en sociedad comercial.

Dificultades del trueque inducen aparición del dinero. Se prefirieron los metales, por ser
durables y divisibles. De este modo, la moneda se convirtió en el método universal de
intercambio, medida del valor.

Valor a) valor de uso: utilidad de un objeto en la satisfacción de necesidades (Bienes).


b) valor de cambio: capacidad de compra de otros bienes (Mercancías).
Ej. Paradoja de los diamantes (gran valor de cambio, poco valor de uso) y el agua (gran
valor de uso, poco valor de cambio).

Capítulo V: del precio real y nominal de las mercancías, o de su precio en trabajo y de


su precio en moneda

DT hace que la riqueza o pobreza se determine por la cantidad de trabajo ajeno que es
posible adquirir. Riqueza es el poder de compra del trabajo.

El trabajo es el primer precio pagado. Su valor es invariable, siempre cuesta el mismo


esfuerzo al trabajador (aunque el empleador lo considere variable). Es la medida real
del valor de cambio, pero como es difícil de medir, se usa el dinero para la estimación
del valor. El oro y la plata tienen valor variable.

El trabajo tiene un precio real (en el esfuerzo del obrero) y este es el patrón universal
del valor.
El trabajo tiene un precio nominal (en dinero) variable por diversos factores como la
legislación entre otros.

Capítulo VI: sobre los elementos componentes del precio de las mercancías

En la sociedad primitiva, que precede a la acumulación del capital, a la apropiación de


la tierra y a la DT, el trabajo es la única noción para el cambio. Los determinantes su
precio son el tiempo, el esfuerzo y la destreza requerida.
En este tipo de sociedad, el producto entero corresponde al trabajador.

En el estado avanzado de la sociedad, se produce la acumulación del capital en ciertas


personas.
El capital es empleado en dar trabajo a gente laboriosa, suministrando alimentos y
materiales, para sacar provecho del valor que el trabajo incorpora a los materiales.
38

En este tipo de sociedad el valor que produce el trabajo se divide en salario, beneficio y
renta. Por lo tanto el trabajo por sí sólo no regula el valor.

Capítulo VII: del precio natural y del precio de mercado de los bienes

Tasas ordinarias o promedio de salario, beneficio o renta: valor suficiente (ni más ni
menos) para producir un objeto pagando salario, beneficio y renta. Esto corresponde al
“Precio Natural”.

El precio determinado por la oferta y la demanda en el intercambio: “Precio efectivo” o


“Precio de mercado”.

Anexo: Ley de la utilidad marginal: “A medida que el consumo aumenta, la utilidad


marginal tiende a decrecer”.

«Contribución a la crítica de la economía política». Karl Marx.


Ediciones Estudio. Buenos Aires. 1970.

Prefacio

Contra lo planteado por Hegel en la Filosofía del Derecho, Marx postula que las
relaciones jurídicas y las formas del estado no pueden comprenderse por la evolución
del espíritu, sino que deben ser comprendidas atendiendo a las condiciones materiales
de vida (Lo que Hegel llamó “sociedad civil”, siguiendo a los ingleses); La anatomía de
las condiciones materiales de vida hay que buscarlas en la economía política.

En la producción de las condiciones materiales de vida, los hombre establecen ciertas


“relaciones sociales de producción”, dentro de una determinada fase del “desarrollo de
la fuerzas productivas”, que configuran el “modo de producción”. Esta es la base real o
“estructura económica” (modo de producción) sobre la cual se establece la
“superestructura ideológica” (formas de la conciencia, formas jurídicas y del estado,
arte, filosofía, etc.)

En una determinada fase del desarrollo, las fuerzas productivas entran en contradicción
con las relaciones sociales de producción y de abre una época de revolución social.
Cambia la estructura y por lo tanto, se altera la superestructura, dando lugar a un nuevo
nodo de producción.

La sociedad burguesa, por lo tanto, entraña dentro de sí una contradicción (lucha de


clases) y también las condiciones materiales para solución a esta contradicción, que en
una cierta fase de desarrollo dará lugar a una revolución social y al inicio del modo de
producción comunista, una sociedad sin clases y el fin de la prehistoria humana.
39

«El Capital. Crítica de la economía política». Karl Marx.


Fondo de Cultura Económica, México. 1970.

Libro Primero: el Proceso de Producción del Capital


Sección Primera: Mercancía y Dinero
Capítulo I: La Mercancía

La bien económico es un objeto externo, producido mediante el trabajo, capaz de


satisfacer necesidades humanas. Un bien económico es mercancía cuando entra en
proceso de intercambio. En la sociedad capitalista el trabajo mismo se convierte en
mercancía.

La mercancía adquiere su carácter de valor de cambio cuando se revela por la


proporción en que se cambian sus valores de uso.

La magnitud del valor de un producto en una sociedad determinada, es la cantidad de


trabajo socialmente necesario para producirlo.

Trabajo a) Útil: considerado desde su capacidad de producir valor. Corresponde al


valor de uso del trabajo. Esencia de la vida humana (relación hombre –
naturaleza).
b) Abstracto: considerada desde su capacidad de comparación con el
valor otras mercancías. Corresponde al valor de cambio del trabajo.

Formas del valor o valor de cambio:

a) Forma Simple: x mercancía A = y mercancía B

b) Forma Equivalente: mercancía A = mercancía B

c) Forma Total: x Merc. A = y Merc. B = z Merc. C, etc.

d) Forma General: x Merc. A


y Merc. B = w Merc. D
z Merc. C
etc.

e) Forma Dinero x Merc. A


y Merc. B = w oro, plata, dinero.
z Merc. C
etc.
40

Fetiche de la mercancía: Consiste en considerar las relaciones sociales reales entre


productores humanos de intercambio como relaciones sociales entre los productos.
Valor de cambio oculta las relaciones de trabajo. Fenómeno característico de la
sociedad burguesa.

Plusvalía: diferencia entre el precio de costo de producción y el valor del producto. El


trabajo es lo único capaz de producir plusvalía. El capitalista se adueña del producto
(alienación).

Precio del Producto = Costo Fijo + Costo Variable + Plusvalía (producido por el trabajo)
500 = 200 + 200 + 100

Tipos de circulación de la mercancía:


a) Mercancía – Dinero – Mercancía: Lógica de consumo, no hay acumulación de
capital.
b) Dinero – Mercancía – Dinero: Lógica de acumulación, permite formación del capital.
41

FRANZ BRENTANO
La noción de intencionalidad17

Franz Brentano está incluido dentro del conjunto de filósofos más importantes y menos
apreciados de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Condujo una revolución
intelectual que buscó revertir la entonces prevaleciente tendencia postkantiana de la
filosofía austro-alemana en la dirección de una metodología científica aristotélica. A la
vez, hizo valiosas contribuciones a la psicología filosófica, a la metafísica, la ontología la
teoría de los valores, la epistemología, la reforma de la lógica silogística, la teología
filosófica y la teodicea, la historia de la filosofía y la metodología filosófica.

Brentano nunca presentó su pensamiento de una manera acabada. Gran parte de sus
doctrinas llegaron hasta nosotros a través de escritos publicados en forma póstuma.
Brentano tampoco estaba interesado en publicar, sobre todo debido a su gran
resistencia a lo que él mismo denominaba “el trabajo secundario”, ése de hacer
correcciones de pruebas, o registro de referencias y citas. Por ello, la labor de
publicación de su obra le correspondió a sus discípulos Alfred Kastil y Oskar Kraus,
quienes, después de su muerte en 1917, la llevaron a cabo con gran dedicación y
lealtad. Entre los años 1922 y 1934, entonces, se publicaron diez volúmenes con sus
trabajos en la Philosophische Bibliothek de Felix Meiner.

La significancia de Brentano para la filosofía contemporánea permanece subestimada.


Existe una importante disparidad entre la gran influencia que él tuvo sobre el
pensamiento actual y la escasa atención que se le presta a sus escritos en la
enseñanza y la investigación filosóficas actuales18. Sin ir más lejos, la fenomenología
entera sería inconcebible sin su aporte. Revitalizando la filosofía científica austriaca,
Brentano y su escuela establecieron los fundamentos de la filosofía de las ciencias del
siglo XX, influyendo poderosamente en el positivismo lógico del Círculo de Viena; en la
Gegendstandstheorie o teoría de los objetos de Alexius Meinong y sus discípulos de la
Escuela de Graz; muy directamente en la fenomenología de Edmund Husserl, como se
ha dicho, y también, aunque indirectamente, en pensadores posteriores como Martin
Heidegger, Jean Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty. Incluso más allá de los límites
del mundo germanoparlante, la filosofía de Brentano tuvo un profundo impacto en el
curso de desarrollo de la filosofía analítica angloamericana, como lo evidencian los
tributos a su influencia realizados, entre otros, por Bertrand Russell, G. E. Moore,
Gilbert Ryle, G. F. Stout y Roderick M. Chisholm.

17
Cfr. “Introduction: Brentano’s philosophy”. D. Jacquette, en JACQUETTE, Dale (Editor) «The
Cambridge Companion to Brentano». Cambridge University Press. Cambridge, UK. 2004.
Selección, adaptación y traducción de textos de Raúl Villarroel.
18
Cfr. "Brentano, Franz Clemens". M. Roderick, P.S. Chisholm, en «Routledge Encyclopedia of
Philosophy». CRAIG, Edward (Editor). Routledge. London. 1998.
42

Los primeros escritos filosóficos de Brentano fueron extensos comentarios acerca de la


metafísica de Aristóteles y de la psicología filosófica. Su elección de Aristóteles como
figura de estudio en el ambiente postkantiano del idealismo alemán de la época es
significativa pues refleja su interés por lo empírico, por una filosofía orientada
científicamente, que contrasta con la tradición de Hegel, Fichte y Schelling.

Estas tempranas investigaciones históricas proveen a Brentano del trasfondo teórico


para su tratado más célebre: «La Psicología desde el punto de vista empírico»
(Psychologie vom empirischen Standpunkt), de 1874 19 . La obra fue proyectada
originalmente como obertura para un compendio multivolumen más ambicioso de
psicología científica que nunca llegó a completar, y que habría presentado aplicaciones
detalladas de su teoría a la psicología de las representaciones, de los juicios, de las
emociones y la voluntad; y de la relación entre el cuerpo y la mente.

Brentano argumenta en la Psicología que los fenómenos psicológicos pueden ser


distinguidos de los fenómenos físicos en virtud de la intencionalidad o direccionalidad
objetual de lo psicológico, y la no-intencionalidad de lo físico o no-psicológico. Esta tesis
de la intencionalidad inspiró a generaciones de filósofos y psicólogos, algunos de los
cuales desarrollaron las ideas de Brentano en una amplia variedad de direcciones,
irradiando aquellas originales investigaciones. Otros consagraron sus energías a resistir
y refutar el concepto de intencionalidad, en favor de análisis físico-materialistas,
conductistas o funcionalistas del concepto de mente, que incluían el tratamiento de
modelos de psicología científica heredados del positivismo lógico.

Hoy en día, la filosofía de Brentano mantiene un foco de interés para especialistas en


psicología filosófica, filosofía de la mente, filosofía del lenguaje, teoría del conocimiento,
metafísica y ontología formal; así como también para filósofos de la ética, la estética, o
para teólogos y filósofos de la religión; y también, aunque en menor medida, para
lógicos y semanticistas formales. Su perspectiva acerca de la intencionalidad de la
mente le ha constituido en una figura indispensable en las discusiones filosóficas
contemporáneas con respecto a la naturaleza del pensamiento y la metodología para el
estudio científico de la mente. Estén o no de acuerdo con la tesis de Brentano de que la
mente es esencial y distintivamente intencional, las exposiciones serias acerca de la
naturaleza del pensamiento en la psicología filosófica contemporánea, por ejemplo,
están inevitablemente referidas a ellas; así también lo está, de un modo o de otro, toda
la moderna filosofía de la mente.

La influencia de Brentano sobre la fenomenología de Husserl y sobre la teoría de los


objetos de la Escuela de Graz hizo su trabajo igualmente importante para las
complementarias y a veces diametralmente opuesta tendencias de la filosofía reciente
─Sin duda alguna, él es la figura que ha establecido el puente más notable entre las
tradiciones de la filosofía analítica y continental. Heidegger ha señalado que la
disertación de Brentano «Acerca de la pluralidad de sentidos del ser en Aristóteles»

19
Versión consultada: «Psychology from an Empirical Standpoint». Routledge. London. 1995. Selección,
adaptación y traducción de textos de Raúl Villarroel.
43

(Von der mannigfachen Bedeutung des Seienden nach Aristóteles), de 1862, fue el
primer trabajo de filosofía que él leyó seriamente, una y otra vez, cuando se interesó
por primera vez en la metafísica. Heidegger afirmaba que Brentano despertó su
fascinación, a partir de lo cual posteriormente articuló su preocupación por la cuestión
del ser, que encontró su expresión sistemática en «Ser y Tiempo», en 1927. Mientras
tanto, en el mundo de la filosofía analítica, Russell leía extensamente los trabajos de
Brentano y las investigaciones de su discípulo estrella Meinong. Russell parece haber
seguido estos desarrollos de la filosofía austriaca por un tiempo, aunque posteriormente
reaccionó en su contra.

La famosa tesis acerca de la intencionalidad propuesta por Brentano se encuentra


sintetizada en el siguiente pasaje de su Psicología:

“Todo fenómeno mental se caracteriza por lo que los escolásticos de la Edad


media llamaron la inexistencia intencional (o mental) de un objeto; y que nosotros
podríamos denominar, no sin ambigüedades, la referencia [Beziehung] a un
contenido, la dirección [Richtung] hacia un objeto (que aquí no es comprendido
como una cosa), o la objetividad inmanente [immanente Gegenständlichkeit].
Todo fenómeno mental incluye a su objeto dentro de sí, aunque no de la misma
manera. En la representación [Vorstellung] algo es representado, en el juicio
algo es afirmado o negado, en el amor algo es amado y en el odio algo es
odiado, en el deseo algo es deseado, etc. Esta inexistencia intencional es
peculiar sólo a los fenómenos psíquicos. Los fenómenos físicos no muestran
nada semejante. Por ello, podemos definir los fenómenos psíquicos diciendo que
son fenómenos que contienen a los objetos en ellos mismos mediante la
intención.”20

Se ha escrito mucho acerca del así llamado “pasaje de la intencionalidad” de Brentano


de su Psicología desde el punto de vista empírico. Allí Brentano dio cuenta de los
fenómenos mentales de una manera inédita hasta ese momento en la tradición
filosófica. Su particular visión de los fenómenos de la razón y la comprensión difería
tanto de la perspectiva kantiana como de las más recientes aproximaciones centradas
en el uso del lenguaje como reporte o expresión de “actitudes proposicionales” ya que
constituía una ontología de la mente, referida tanto a la descripción de aquellas
entidades relativas a la experiencia mental como a las relaciones entre ellas. Con la
publicación póstuma de una serie de lecciones dadas en Viena durante 1890 y 1891 se
tiene conocimiento de la ontología y los métodos que subyacen a las abundantes y
sutiles descripciones de Brentano acerca de los fenómenos mentales en uno de los
períodos más fructíferos de su carrera.

Brentano comienza por establecer una distinción entre una psicología genética y una
psicología descriptiva. El desarrollo de esta distinción sustenta todo el trabajo de
Brentano en relación con los fenómenos mentales. La psicología descriptiva “busca en
la medida de lo posible determinar exhaustivamente los elementos de la conciencia
humana y sus modo de conexión con lo otro”. La esperanza de Brentano es tal como

20
Ibid. Vol. I, book II, title I § 5 pág. 88
44

él mismo lo señala en 1895 que la psicología descriptiva llegue a mostrar los


componentes psíquicos últimos por cuya combinación de unos con otros resultan los
fenómenos psíquicos, de manera similar a como mediante la combinación de las letras
del alfabeto se obtiene por resultado las palabras.

Así, el proyecto de descripción de los componentes psíquicos últimos establece las


bases para una characteristica universalis, casi exactamente al modo como fue vista
por Leibniz, y por Descartes antes que él. Y este proyecto, una vez realizado, debiera
procurar las bases no sólo de la psicología genética sino también de la lógica, la ética,
la estética, la economía política y de la sociología también. Aún más, la psicología
descriptiva nos debiera introducir en nuestras propias estructuras y, de esta manera, a
lo que es “noble” en toda experiencia. Las leyes de la psicología descriptiva se suponen
exacta y sin excepción, aunque ciertamente “ellas pueden mostrar algún vacío
eventualmente, tal como ocurre en las matemáticas; por eso, las dudas acerca de su
corrección no están fuera de todo lugar [...] por ello requieren de una precisa
formulación, como por ejemplo ocurre en la ley que señala que: la apariencia del violeta
es idéntica a la de lo rojo-azul”.

Brentano desarrolló una visión acerca de la ciencia y el conocimiento que incorporó


aspectos del cartesianismo y del empirismo inglés. No obstante, el contexto
fundamental de influencia sobre su pensamiento está determinado por la filosofía de
Aristóteles, por la ontología de la sustancia material e inmaterial de manera conjunta.

Concepción del alma aristotélica a los ojos de Brentano.21

Nos imaginamos dos ámbitos: el del alma o mente y el de la materia. Ambos


relacionados a través de lo que llama la intencionalidad. En ambos lados podemos
distinguir lo que llamaríamos formas puras y formas desarrolladas de entidades que los
pueblan.

La forma pura de la materia es llamada materia prima. Esta puede llegar a permitir que
cada cosa sea corpórea y que sin lugar a dudas no exista sino de modo corpóreo. De
manera análoga, el alma es sensible e inteligible y no existe sino recibiendo la forma de
lo sensible e inteligible. En cada caso, lo que se agrega es de naturaleza formal.

“El propio Aristóteles habló de la in-existencia mental. En su libro acerca del alma dijo
que el objeto sentido, como tal, es igual el sujeto sintiente; que el sentido contiene al
objeto, pero sin su materia; que el objeto que es pensado está en el intelecto pensante”.
Sin embargo la visión inmanentista de Brentano no sólo proviene de fuentes clásicas.
Descartes también juega un rol crucial. También se vio impresionado por la crítica a la

21
Cfr. SMITH, Barry. «The substance of Brentano’s ontology». Topoi. 6, 37-47.
Selección, adaptación y traducción de textos de Raúl Villarroel.
45

sustancia trascendente de Comte y buscó, como Comte, una ciencia del fenómeno
(Erscheinungen).

Además se vio influido por las teorías corpusculares del mundo físico y de la sensación,
que implicaban que aquello que estaba en el acto de la percepción como objeto no
mantenía semejanza con el mundo externo por el cual, como comúnmente se supone,
la sensación es provocada. Brentano quería dar una verdadera descripción de aquello
que está involucrado en la direccionalidad mental, no una simplemente de sentido
común. Los colores no existen del modo en que comúnmente nos imaginamos. Ellos
son vistos más bien en el sentido en que están planteados como cualidades
secundarias por Locke. Son otorgados por la mente y agotan en su ser en la mente. De
lo que se sigue que no podemos tener una representación del mundo como si
realmente existiera, en el sentido de un mundo trascendente a la mente. Aunque,
ciertamente, debemos asumir que hay objetos físicos que causan nuestras
sensaciones.

Pero esta tesis de que hay objetos no puede nunca ser objeto de conocimiento
evidente, y tales objetos no pueden constituirse nunca como objetivos directos de
nuestras experiencias perceptuales normales. De lo cual se sigue que los juicios
involucrados en nuestra percepción externa son siempre falsos. Sólo la percepción
interna es verdadera percepción (Wahr-nehmung).

Ahora bien, Brentano concibe los fenómenos físicos como los colores y sonidos
experimentados como existiendo en la mente como partes de la conciencia, de modo
que la intencionalidad de la percepción externa es de hecho una relación entre dos
entidades mentales: el acto (real) de la sensación y la cualidad sentida (no real, no
eficazmente causal, abstracta). Por último, los sonidos y los colores experimentados
tienen una suerte de existencia disminuida, una existencia “en la mente”. Ciertamente,
ellos no son “reales”, pero esto no significa que ellos no sean nada. Más bien, que son
entia rationis, partes no reales de lo real, sustancia mental.

La tesis de la intencionalidad de Brentano, en la época de la Psicología puede ahora ser


interpretada como sigue: La mente, o el alma, está cerrada; nuestros actos de
pensamiento y de sensación se dirigen en cada caso a lo que existe inmanentemente
dentro de ella. Por ejemplo, a aquellos actos mismos, o a los datos inmanentes de los
sentidos, o a las entidades inmanentes de toda clase (por ejemplo, los conceptos, los
descendientes de las formas aristotélicas). En lo que concierne al mundo trascendente,
sólo tenemos un conocimiento probable, pues sabemos con certeza que no guarda
semejanza con el mundo aparentemente dado en la percepción.

Debe admitirse, que hay aquí semejanzas entre la doctrina de Brentano y la de Kant:
ambos niegan la validez de nuestras cogniciones cotidianas como cogniciones de una
realidad trascendente. Estas similitudes son, sin embargo, sólo superficiales. Así, donde
para Brentano el vínculo entre la actividad interna y el mundo externo se constituye por
una mera hipótesis (apoyada sólo probabilísticamente), Kant recurre a la ayuda de las
formas sintéticas a priori, las categorías que, a juicio de Brentano en su Versuch über
die Erkenntnis (Ensayo sobre el conocimiento), no son más que prejuicios.
46

Aún más, Brentano es admirablemente claro al establecer la oposición entre el acto y el


objeto (inmanente). Su doctrina de la intencionalidad a fin de cuentas no es otra
cosa que un recuento de la relación entre ambos; en tanto Kant aún se mantiene sujeto
a aquellas oscuridades, por ejemplo como la indistinción entre la cualidad sentida y el
acto de sentir, que ha caracterizado el pensamiento del empirismo inglés, como en el
caso de Locke.

La tesis de Brentano da lugar posteriormente a la intencionalidad no verídica; por


ejemplo, a la clase de intencionalidad que se involucra cuando cometo un error, o
cuando voy en busca de una montaña de oro que no existe, o cuando quiero calcular el
número primo más grande. Los actos verídicos y los actos no verídicos pueden,
después de todo, como en el caso de las alucinaciones, resultar indistinguibles desde la
perspectiva psicológica (la perspectiva del sujeto).

Los discípulos de Brentano adoptaron diversas aproximaciones al tema de la


intencionalidad no verídica, buscando dar cuenta de la intencionalidad que debiera
hacer justicia a la indistinguibilidad de los actos verídicos y los no verídicos, mientras al
mismo tiempo daban lugar a la existencia de una relación real de correspondencia entre
ciertos actos verídicos y objetos autónomos, trascendentes.

Las tres psicologías

La filosofía de Brentano está estructurada en base a tres referencias fundamentales, no


necesariamente compatibles entre sí. Éstas son:

1. La metafísica de Aristóteles: sobre todo en relación con la ontología de la sustancia


y el accidente y con la teoría de las categorías.

2. La epistemología cartesiana: él ve la fuente de todo conocimiento en la comprensión


directa de nuestros fenómenos mentales y nuestra capacidad para advertir las
incompatibilidades evidentes en el ámbito de los conceptos.

3. La existencia de un mundo externo como él único mundo posible: negó la existencia


de otro mundo semejante al mundo dado en la experiencia.

En base a la articulación de estas tres referencias básicas y disímiles desarrolló la idea


de lo que él denominó una «Psicología descriptiva», una disciplina que debiera
procurar, por una parte, un exacto conocimiento de las estructuras y categorías de la
vida mental, y, por otra, proveer un fundamento epistemológico seguro para otras
ramas de la filosofía.

La psicología descriptiva de Brentano es, efecto, una ontología de la mente. La


formación en esta disciplina que los estudiosos de Brentano obtienen debiera ser vista
47

como instalando en ellos una actitud que podría entenderse como un realismo
descriptivo o taxonómico.

Se pueden distinguir tres ramas de la ontología descriptiva planteada por Brentano: la


ontología de las cosas, la ontología de los estados de cosas (situaciones) y la ontología
de los valores.

Para entender esta división tripartita se debe tener en cuenta el concepto de


intencionalidad, mediante el cual se esclarece la relación de direccionalidad que vincula
a la mente con sus objetos. Brentano ha distinguido tres modalidades a través de las
cuales el sujeto puede tener conciencia de los objetos en sus actos mentales. Éstas
son:

1. Las representaciones. Aquí el sujeto es consciente del objeto sin que resulte
necesario que asuma una posición para tener que enfrentarlo. El objeto ni es
aceptado como existente ni rechazado como no existente, tampoco es querido como
teniendo valor ni odiado como no teniéndolo. Las representaciones pueden ser
intuitivas o conceptuales. Podemos tener un objeto delante de nuestra mente como
si estuviera directamente allí, en la experiencia sensible; o indirectamente, cuando
pienso en un concepto, como cuando, por ejemplo, pienso en un color o en el dolor,
en ausencia de cualquier componente para el acto de pensamiento. Ahora, las
representaciones casi nunca ocurren solas, según Brentano, ellas están de hecho,
en cada caso, acompañadas por relaciones mentales de otro tipo que dependen de
ellas. Éstas son:

2. Los juicios. Un juicio surge cuando, a la simple manera de ser relativa a un objeto en
la representación, se le agrega uno de dos modos diametralmente opuestos de
relación a ese objeto que podemos denominar aceptación o rechazo, o “creencia” o
“incredulidad”. Un juicio es también la afirmación o negación de la existencia del
objeto dado en la representación. De esta manera Brentano suscribe, en este
sentido, una teoría existencial del juicio: todo juicio es reducible a un juicio de forma
existencial. Por ejemplo, un juicio positivo en relación con una cierta representación
intuitiva de la lluvia podría ser entendido coloquialmente así: la lluvia existe o está
lloviendo. Un juicio negativo en relación con la representación conceptual del
unicornio podría ser entendido así: los unicornios no existen o no hay unicornios. Un
juicio predicativo tal como los cisnes son blancos puede ser visto como un juicio
negativo en relación con una cierta representación conceptual compleja y puede ser
transformado en: los cisnes no-blancos no existen o no hay cisnes no-blancos. El
juicio positivo (simple o complejo) es verdadero si el objeto de la representación
subyacente existe; el juicio negativo es verdadero si este objeto deja de existir.

3. Los fenómenos de interés (emociones). Éstos surgen cuando, a la representación de


un objeto, se agrega uno de dos modos diametralmente opuestos de relacionarse a
ese objeto que pueden ser denominados interés positivo o negativo o “amor” y “odio”
(acompañados típicamente por un juicio positivo de existencia). Esta oposición esta
implicada, según Brentano, en todos nuestros actos mentales y actitudes, en toda la
entera gama de sentimientos, emociones y voluntad.
48

Las tres ontologías

Una división tripartita en la psicología conduce a una división tripartita también en la


ontología.

1. La ontología de las cosas, en primer lugar, surge cuando se va desde la


psicología de la representación a una investigación acerca de los correlatos no
psicológicos de los actos de representación. La “cosa”, en consecuencia, es
comprendida en este contexto como: el “correlato posible de la representación”,
incluyendo los datos simples y complejos de los sentidos.

2. La ontología de los estados de cosas (situaciones) surge, de modo semejante,


cuando se va desde la psicología del juicio a la investigación de los correlatos
ontológicos de los actos de juicio. Éstos, dada la teoría existencial del juicio de
Brentano, corresponderán a las formas: la existencia de A y la no-existencia de
A; aunque también se referirá a otros tipos de juicio: la subsistencia de A; la
posibilidad de A; la necesidad de A; la probabilidad de A; el ser de A, etc.

3. La ontología de los valores, por último, surge cuando se va desde la psicología


de los sentimientos, la voluntad y la preferencia, a una investigación acerca de
los correlatos ontológicos de los correspondientes actos. Las mayores
contribuciones a la ontología de los valores fueron hechas por Ehrenfels y por
Meinong en la llamada Escuela de Graz y por un sinnúmero de otros pensadores
seguidores de Brentano.

Como se sabe, la teoría de los objetos de Meinong incluye todos los tipos o ramas de la
ontología descritas con anterioridad; sin embargo, el primero de todos los brentanianos
que desarrolló una ontología generalizada en este sentido fue Twardowsky en su obra
Contenido y Objeto de 1894.

La ontología general presentada por Twardowsky puede ser vista como diferente de
todos los trabajos previos en el tema en cuanto fue producida sobre la base de un
análisis psicológico descriptivo de las diferentes clases de actos mentales a la luz de
sus relaciones con las diferentes clases de objetos. El primer Brentano también puede
ser visto retrospectivamente como un contribuyente de esta misma ontología general si
se consideran especialmente sus investigaciones acerca de la distinción aristotélica
entre “el significado del ser en el sentido de las categorías”
(το ον κατα σχηµατα των κατηγοριων), que Aristóteles detalla en Categorías IV; y “el
significado del ser en el sentido del ser verdadero” (το ον ως αληθες) de su disertación
de 1862 Von der mannigfachen Bedeutung des Seinenden nach Aristoteles (Acerca de
la pluralidad de significados del ser en Aristóteles).

El asunto central de ocupación de Brentano en este sentido es la afirmación de


Aristóteles en Metafísica VII, que Brentano traduce: “El ser se dice de muchas maneras”
49

y que le permite cotejarlas con aquellas varias maneras que pueden extraerse de los
cuatro modos del ser mencionados por Aristóteles en Metafísica V.

En tanto no se dio a la tarea de interpretar a otros filósofos, Brentano para haber sido
resistente (al menos así se aprecia en sus escritos iniciales) a la formulación de teorías
ontológicas, probablemente porque sus trabajos de este período estuvieron centrados
de manera principal en problemas relativos a la psicología. Ello podría haber inducido a
sus discípulos a dar un paso adicional en este sentido, al usar sus análisis psicológicos
como bases para sus propias investigaciones en el terreno de la ontología general.

Ahora, la medida en que Brentano pueda haber provocado el hecho de que ellos
hubieran dado este paso adicional no puede ser establecida con precisión. No obstante,
el hecho de que todos sus discípulos hayan dado un salto semejante es difícilmente
explicable si no se asume que el desplazamiento en cuestión haya estado
efectivamente anticipado por el propio Brentano.

La sustancia primera

La ontología, entonces, no sólo para Brentano sino para todos los brentanianos, puede
ser descrita a través de sus multifacéticas e interdependientes tres disciplinas de la
ontología de las cosas, de los estados de cosas (situaciones) y de los valores.

En su reflexión acerca de este asunto, Brentano parte de la doctrina de las sustancias


primeras establecida anteriormente por Aristóteles en Categorías y en Metafísica.

Las sustancias primeras, de acuerdo con Aristóteles, presentan las siguientes


características:

(i) No son “predicables de un sujeto” ni están “presentes en un objeto” (Cat. 2 a 11;


Met. 1017 b 10-14, 1028 b 35f., 1029 a 1)
(ii) Son aquello que puede existir en sí mismo, a diferencia de los accidentes, que
requieren soporte de parte de las cosas o de las sustancias para existir. (op. cit).
(iii) Son aquello que sirve para individualizar al accidente, para que sea la entidad
que es —característica entendida por Brentano como la más decisiva del sistema
aristotélico. (Anal. Post. 83 a 25; Met. 1030 b 10-12; Cat. 2 b 1 ss.)
(iv) Son aquello que, mientras permanecen numéricamente uno y el mismo, puede
admitir accidentes contrarios y tiempos diferentes (Cat. 4 a 10). En este
(atenuado) sentido la sustancia es también un lugar de cambio.
(v) Son aquello que “de alguna manera constituye una unidad, gozando de una
cierta integridad natural o “circularidad”, tanto por contraste con las partes de las
cosas como por contraste con los conjuntos o montones de cosas. (Met. 1041 b
12, 1052 a 22ss.). Una parte de una cosa, en la medida en que es sólo una
parte, no es en sí una cosa sino sólo la posibilidad de ella; llegará a ser una cosa
de verdad cuando de algún modo se aísle totalmente de su medio. En este
sentido (y en otros también) la sustancia es la sostenedora de la potencialidad.
50

Hay algunas características más que se podrían agregar, pero que son menos
fácilmente documentables en el texto de Aristóteles porque, habiendo sido puestas en
discusión sólo mucho más tarde, por los griegos fueron dadas por supuestas. Éstas son
las que siguen:

(vi) Las primeras sustancias son independientes del pensamiento; son parte de la
naturaleza (aunque, por cierto, ningún griego habría comprendido que significaba
“independiente del pensamiento”).
(vii) Son aquello que perdura. Esto significa, primero que nada, que las cosas existen
continuamente en el tiempo (su existencia no es nunca intermitente); pero
también significa que no hay cosas que existan puntualmente, así como hay
procesos o eventos puntuales (por ejemplo, comienzos, finales, y cambios
momentáneos en general). Las sustancias, por contraste con los accidentes,
perduran característicamente por tan largo tiempo que llegan a adquirir nombres
propios para los propósitos de su reidentificación.
(viii) Son aquello que no tiene partes temporales: los primeros diez años de mi vida
son parte de mi vida no una parte de mí. Como nuestras formas ordinarias del
lenguaje también lo revelan, los hechos y los procesos (que ocurren), y no las
cosas (que continúan) tiene partes.

La teoría de los valores de Brentano22

La teoría de los valores de Brentano, derivada de su psicología filosófica, intenta


localizar una base objetiva para el valor intrínseco de la contemplación tanto ética como
estética, a través de los objetos intencionales de las emociones y los deseos. Como
teorías del valor intrínseco, la ética y la estética brentanianas conciernen al bien y el
mal, lo bello y lo feo, lo placentero y lo displacentero, y todo ello, no sólo como medio
para alcanzar a un fin. Como teorías objetivas, Brentano presupone que nuestras
evaluaciones éticas y estéticas ─como nuestros juicios o creencias─ son o correctas o
incorrectas. A continuación, estableceremos algunos de los principios básicos
involucrados en la ética y la estética de Brentano y elucidaremos cómo intenta proveer
un fundamento para estas disciplinas usando su psicología descriptiva.

22
Cfr. “Brentano’s value theory: beauty, goodness and the concept of correct emotion”. Wilhelm
Baumgarten and Lynn Pasquerella, en JACQUETTE, Dale (Editor) Op. cit.
Selección, adaptación y traducción de textos de Raúl Villarroel.
51

El reísmo23 de Brentano

Tradicionalmente, las teorías objetivistas de los valores sostienen que ciertos objetos
poseen propiedades que les dan a ellos su valor. Las teorías subjetivistas, por el
contrario, asignan valor solamente en base a si un observador disfruta o valora un
objeto. En las primeros estadios de su filosofía, Brentano defendió un tipo tradicional de
teoría objetivista. Los valores éticos y estéticos eran propiedades esenciales de los
objetos a los que la contemplación se dirigía. La belleza y la fealdad intrínsecas, tanto
como el bien y el mal, eran propiedades poseídas por y predicadas de ciertos objetos.
De este modo, atribuir características de belleza o bondad a un objeto consistía en una
referencia objetiva que involucraba a un pensador entendido como sujeto, una
propiedad, que era el contenido del pensamiento, y una relación intencional entre ese
sujeto y ese contenido. La corrección o incorrección de los juicios éticos y estéticos
dependía de la correspondencia de estos juicios con la naturaleza del objeto al cual
aquellas propiedades eran atribuidas.

Sin embargo, en la etapa final de su filosofía, que comienza en 1905, Brentano adquirió
una perspectiva metafísica que lo llevó a adoptar el reísmo. Esto tuvo un profundo
impacto en lo que para él estaba involucrado en el hecho de atribuir valor ético o
estético a un objeto. La ontología reística de Brentano evito los objetos abstractos,
tales como las propiedades, las proposiciones y los estados de hechos,
considerándolos meras ficciones. Según esta nueva teoría, hablando estrictamente, hay
sólo cosas individuales concretas. Consecuentemente, los términos “belleza” y “bien” no
podrían ser mucho más tiempo comprendidos como propiedades necesarias de aquello
que llamamos “bello” o “bueno”. Ahora bien, dado el rechazo de Brentano de que se
pueda concebir el bien y la belleza, ¿cuál sería, entonces, la base para una evaluación
ética y estética? Para comprender la respuesta de Brentano será útil dirigir primero la
mirada a su filosofía de la mente, o psicología descriptiva, la cual él cree que puede
servir como fundamento para nuestro conocimiento de los conceptos de lo bueno y lo
bello. En su psicología descriptiva, Brentano intenta una clasificación de los fenómenos
mentales relacionada con la analogía que plantea entre los actos del juicio y la emoción.

La filosofía de la mente de Brentano

En su Tesis de habilitación sobre La psicología de Aristóteles, Brentano llevó a cabo


una investigación acerca del individuo pensante y los poderes intelectivos de la mente
humana. Su objetivo era:

“Determinar exactamente la influencia de todos los factores que constituyen a


nuestros pensamientos para clarificar el poder de la mente (nous) … En orden a

23
Reísmo es la doctrina filosófica que afirma que sólo las cosas existen. El nombre se deriva del latin res,
que significa “cosa”. La interpretación de este difícil concepto depende de cómo sean vistas las cosas. El
reísmo ya había sido anticipado por muchos nominalistas (es decir, por aquellos filósofos que afirman
que sólo lo individual existe) y también por muchos materialistas, en particular por los estoicos, también
por algunas doctrinas medievales o por las consideraciones acerca de los corpora (cuerpos) de Hobbes.
Incluso se pueden encontrar algunas expresiones de reísmo en Leibniz.
52

determinar la influencia de la parte sensitiva (del intelecto) sobre lo intelectual,


tenemos que aceptar un nuevo poder activo en la parte más intelectual … Este
poder es la mente activa (nous poietikós), que adicionalmente acompaña a las
facultades intelectivas de la mente”.

Brentano nos dice aquí que hay “partes” (enérgeia) del intelecto, o de la mente,
respectivamente. Hay tanto una parte sensitiva como una activa. La parte sensitiva es
de carácter receptivo. Sin embargo, Brentano se refiere a ella como “una causa
instrumental para nuestro pensamiento” pues se relaciona a los objetos externos de tal
manera que ellos “se nos representan en los pensamientos de la mente o en los
phantasmas”. Brentano afirma que la “dependencia del pensamiento respecto de los
phantasmas” la reconocemos porque la mente (nous dynamei) está presente en ellos
como un “principio material”.

La parte activa de la mente (nous poietikós) es caracterizada como una “propiedad real
de nuestra mente”, que acompaña y se reúne con la mente receptiva, “está presente en
la parte sensitiva”, evidente y concientemente actúa sobre ella, “modificando sus
funciones vitales”. La parte activa de la mente opera, entonces, como un “principio
mental” en contraposición al “principio material”; y se nos presenta con los estados
mentales intencionales, evidentes, transitivos y autorreferidos. Esta facultad, principio y
materia de la mente, es la “causa de nuestros pensamientos”, de tal manera que no
acontezcan “cambios sustanciales” sino sólo “cambios accidentales”. De este modo,
Brentano enfatiza que “un cambio accidental, como por ejemplo un cambio de
pensamiento, no le es contradictorio”.

En síntesis, en relación con la mente, se puede establecer lo siguiente:

1. Las dos partes de la mente, de acuerdo a sus principios formal y material, se


encuentran en la mente o en el alma misma. No hay “sustancia ajena en ella”
(Aristóteles, Metafísica, 1050b 16, 1069b 24).
2. La mente activa está intencionalmente “dirigida a” la mente receptiva y sus objetos y
al mismo tiempo está autorreferida.
3. Tal como fue demostrado por Descartes, la diferencia en la mente real entre su
inmutabilidad sustancial y la variabilidad accidental no implica contradicción; esto es
mejor considerarlo como el modi cogitandi de la mente.
4. La mente activa y sus propiedades descansan sobre la “pasiva”, la mente receptiva,
cuyos datos singulares se transforman en representaciones, juicios y actos de la
voluntad.

La Tesis de habilitación de Brentano puede ser considerada como un anticipo de su


filosofía de la mente llevada a cabo en la Psicología descriptiva y en la Psicología desde
el punto de vista empírico. Allí analiza los fenómenos mentales concientes, sus
interrelaciones, y las tareas y métodos de la psicología tan completamente como es
posible. Brentano destaca ─ como ya se ha señalado anteriormente ─ tres clases
fundamentales de fenómenos psicológicos: 1) ideas o representaciones; juicios
(afirmaciones y negaciones) y 3) emociones, incluyendo el amor y el odio, los intereses
positivos y negativos, los deseos, los actos de la voluntad y las elecciones.
53

La representaciones (Vorstellungen) funcionan como partes básicas o “fundamentales”


de la mente, a las cuales las otras dos clases de funciones ─los juicios y las emociones
─ se le sobreimponen. Es importante señalar que para Brentano, el término
“representación” ─ lo que adquirimos a través de la percepción sensible o la
imaginación─ no se refiere a “aquello que se representa”, sino al acto mismo de la
representación. Son estos actos de la representación los que constituyen los
fundamentos, no sólo de “los actos de enjuiciar, sino también de desear y todo acto
mental. Nada puede ser juzgado, deseado, esperado o temido, a menos que uno tenga
una representación de ello”.

Más aún, de acuerdo a Brentano:

Cada acto de conciencia, dirigido primeramente a su objeto dado, está al mismo


tiempo dirigido a sí mismo. En la representación de un color hay, al mismo tiempo,
una representación de esta representación. El propio Aristóteles sostuvo que en
el fenómeno psíquico mismo estaba ya contenida la conciencia del fenómeno”.

Sumadas a estas representaciones de primer orden, o representaciones más simples,


Brentano afirma que hay representaciones de segundo orden. Estas “representaciones
de representaciones” ocurren como resultado del hecho de que en todo acto mental,
incluyendo a las representaciones, la experiencia interior misma llega a ser objeto de la
conciencia. De esta manera, si juzgo que un cierto objeto A es bueno o bello, es
inmediatamente obvio para mí que estoy juzgando que A sea bueno o bello. Así, el acto
de juzgar llega a ser un objeto de la conciencia también.

Tan pronto como uno tiene una actitud mental hacia algo, ya hay implícita una
representación mental de ello. Nada puede ser objeto del deseo sino es también objeto
de una representación. Incluso, el deseo constituye un tipo enteramente nuevo y
distintivo de segunda referencia al objeto y también un segundo y enteramente nuevo
modo mediante el cual éste entra en la conciencia. Cuando alguien desea un objeto, el
objeto es inmanente en tanto representado y en tanto deseado a la vez. De este modo,
nada es un objeto del juicio si no es objeto de la representación, y cuando el objeto de
la representación llega a ser un juicio afirmativo o negativo, nuestra conciencia entra en
una clase completamente nueva de relación con el objeto. Este objeto se presenta a la
conciencia de dos maneras: primero como un objeto de la representación, y sólo
entonces como un objeto para ser afirmado o negado. Esta característica de los juicios
y de las emociones se nos revela en nuestra percepción interior.

La clasificación y la descripción de los actos y fenómenos psíquicos que ofrece


Brentano muestran nuevamente que la mente sustancial aparece en sus funciones
accidentales. Sin duda, Brentano describe esta relación entre los fenómenos mentales y
el individuo pensante en términos de la relación entre una sustancia y un accidente. Él
usa el término “accidente” en el sentido aristotélico tradicional para significar “algo que
requiere de otro ser como su sujeto”. Incluso, va a contradecir a Aristóteles al reconocer
accidentes de accidentes. Para Brentano, los juicios y las emociones son accidentes de
54

las representaciones, que son ellas mismas accidentes. Para emplear su terminología
reística, uno-que-juzga es un accidente de uno-que-piensa, y uno-que-piensa es un
accidente del sujeto.

Mientras por una parte las representaciones, los juicios y las emociones tienen en
común su carácter de accidentes, por otra, las representaciones se diferencian de los
fenómenos de las dos categorías restantes en el hecho de que uno puede tener una
representación sin que la representación esté acompañada por un juicio o una actitud
emocional hacia ella. Si el accidente no acontece, porque el individuo no es capaz de
juzgar u obtener placer de un objeto A, la representación, sin embargo, continúa
existiendo. El individuo no debiera por ello dejar de existir. Es decir, la sustancia
subyacente al accidente sobrevive al cambio en el fenómeno mental. Sin embargo, esta
misma independencia no puede ser atribuida a los juicios y a las emociones, en tanto a
un acto de juicio o a una emoción le subyace una representación. Si el sujeto deja de
pensar en el objeto A, se entiende que allí ya no puede haber juicio o evaluación de A.

Brentano entendió que la relación entre sustancias y accidentes como aquella de la


parte al todo. Aunque la relación va a experimentar un giro inesperado. Para Brentano,
el accidente el todo que tiene el sujeto como su sola y única propia parte. Uno-que-
juzga o uno-que-obtiene-placer es el todo, que tiene a uno-que-piensa como su única
parte propia. E todo no puede existir sin su parte subyacente, incluso, la parte puede
sobrevivir la pérdida del todo. Sin embargo, Brentano va más allá al caracterizar las
representaciones como siendo unilateralmente separables de los actos del juicio o de
las emociones que dependen de ellas. El todo tiene cada una de sus partes de manera
necesaria. Si la parte deja de existir, también lo hace el todo. Pero, por otro lado, la
parte es capaz de existir independientemente del todo.

Analogía entre juicios y emociones

Según Brentano, la belleza y la bondad pueden ser comprendidas por referencia a las
emociones, la tercera clase de los fenómenos psicológicos; no así los juicios. Con
respecto a las atribuciones de belleza, Brentano dice:

Uno a veces habla de juicios del gusto, pero esto sólo puede ser admitido en un
sentido metafórico. El gusto no es un juicio, sino un sentimiento, y, por supuesto,
una preferencia en el sentimiento (para lo bello como lo opuesto a lo feo y para lo
más bello como opuesto a lo menos bello) o bien una disposición para tal
preferencia.

Nuevamente siguiendo a Aristóteles, Brentano supone que es posible identificar ciertas


semejanzas entre los actos del juicio y los de las emociones más intensas. Primero,
como ya se ha señalado, tanto el juicio como la emoción incluyen actos
responsabilidad de representación como “partes” básicas. Cuando uno juzga algo que
sea del caso, u obtiene placer o displacer de un objeto, en la base de ese juicio o de
esa emoción se encuentra una representación. Los juicios y las emociones están, sin
duda, “motivados” por el “material de la representación”.
55

En segundo lugar, Brentano apunta al hecho de los juicios y las emociones van siempre
más allá de las meras representaciones o ideas al involucrar ya sea una afirmación o
una negación. Tengan un carácter positivo o negativo. Igualmente a como los juicios,
son afirmaciones o negaciones, Brentano ve que las actitudes o son pro-actitudes o
anti-actitudes, que pueden ser divididas en amor y odio.

Por último, sólo como afirmación o negación de un objeto pueden ser correctas o
incorrectas en el acto de juzgar, un acto de amar u odiar sólo puede ser correcto en el
ámbito de las emociones. De hecho, como hemos visto, los conceptos de “lo bello” y “lo
bueno” son tales que en ambos casos podemos hablar de “corrección” e “incorrección”
si juzgamos algo que sea “bello” o “bueno” respectivamente.

Pero, hay también ciertas disanalogías entre los juicios y las emociones. En tanto los
juicios son verdaderos o falsos, cuando se afirma algo como correcto, está
necesariamente implicado que debiera ser incorrecto negar aquello que ha sido
afirmado. No hay término medio entre la verdad y la falsedad, como lo sabemos bien
por la ley del tercero excluido. Sin embargo, decir que no es correcto amar a un objeto
no implica necesariamente decir que lo correcto sea odiarlo. Algunas cosas son de tal
manera que no es ni correcto amarlas ni correcto odiarlas. Más bien ellas son
indiferentes.

Se agrega a ello otra distinción, la que puede ser establecida entre la verdad y la
bondad. En la dicotomía entre el bien y el mal, existen lo que podríamos llamar “medios
comparativos” ─los conceptos de lo mejor y de lo peor. Pero no existen tales medios
comparativos en la esfera del juicio. Ningún acto de juicio es más verdadero que otro.

La medida para los juicios éticos y estéticos

Debido a que Brentano había considerado previamente correcto un juicio estético o


ético si había correspondencia entre la asignación de un valor estético o ético y el
objeto de la valoración que poseía ciertas propiedades, él llegó a abandonar la teoría de
correspondencia tradicional de los valores. Su rechazo de esta visión se seguía del
hecho de que determinar si un juicio ético o estético era correcto requería conocimiento
de la correspondencia y de una comparación entre un acto mental y el ens irreale o la
“no-cosa”. Este giro personal en la filosofía de Brentano y su desplazamiento hacia el
reísmo llega a ser evidente cuando habla de la tarea y el “método correcto del
psicognostico” en la primera parte de su Psicología descriptiva. A pesar de usar
proposiciones, Brentano se refiere directamente a la persona individual, el psicognóstico.
El procedimiento del psicólogo descriptivo es el análisis psicológico personalizado. Se
usan personas concretas o términos concretos o genuinos en vez de predicados. El uso
del lenguaje se transforma en una descripción teística. Las razones para esto se
encuentran en la teoría de la intencionalidad de Brentano. Del “par de correlatos
intencionales”, sólo el acto intencional, no su objeto correlativo, ha de ser real. A pesar
de describir la mente humana, él describe los actos de la persona pensante, ella misma
─ las relaciones psíquicas de un pensador que evidentemente está evidentemente
conciente de las relaciones intencionales que esta explícitamente advirtiendo y
56

analíticamente describiendo. Estas relaciones intencionales son atribuidas a uno mismo


y análogamente a otras personas. La consecuencia para la visión posterior de Brentano
es que no hay estados de hechos ni objetos estéticos con los que nuestros actos de
juicio y nuestras emociones correspondan.

Por ello, el reísmo planteado por Brentano provoca su desplazamiento desde una teoría
de la correspondencia hacia una forma de teoría de la coherencia. En este nuevo
enfoque, el estándar de la belleza y la bondad llega a ser el criterio evidente. Brentano
estaba convencido de que como sólo el concepto de verdad podía ser derivado de los
juicios evidentes que son experimentados como correctos, los conceptos de lo bueno y
lo bello pueden derivarse de las emociones que se experimentan como correctas.
Nuestra comprensión de los conceptos de lo “bueno” y lo “bello” se originan a partir de
nuestro concepto de lo evidente, que es experimentado en la percepción interna, de la
siguiente manera. Dentro de la clase de juicios algunos resultan verdaderos directa e
inmediatamente. Tales juicios evidentes caen dentro de dos categorías. Hay, o
“verdades de razón”, o juicios acerca de los propios actos intencionales de quien juzga.
La corrección de estos juicios es un concepto autoevidente que se adquiere como
resultado de una reflexión sobre nuestros propios estados mentales. En consecuencia,
un juicio verdadero esta “correctamente caracterizado” (richtig charakterisiert) por
referencia a una experiencia interior y a la evidencia. Por el contrario, un juicio
incorrecto debiera perder tales características. En suma, cuando un deseo, amor, o
voluntad está “correctamente caracterizado” se hace evidente que su intención es digna
de deseo, amor o voluntad. Nuevamente, un deseo, amor o voluntad incorrectos,
debieran perder estas características. Lo mismo se sostiene, mutatis mutandis, para las
anti-actitudes, la aversión y el odio, respectivamente.
57

ALEXIUS MEINONG
El problema de la intencionalidad no-verídica24

Meinong y la diferencia entre el ser y la existencia de los objetos

Alexius Meinong nació en el seno de una familia católica noble en la ciudad de Lemberg
en 1853 y estudió en Viena bajo la dirección de Brentano desde 1875 hasta 1878. Entre
1882 y 1920 fue profesor de filosofía en Graz, donde fue uno de los primeros en llevar a
cabo de manera sistemática experimentos en psicología guestáltica. La influencia de
Meinong se extendió también al mundo angloparlante a través de Bertrand Russell,
cuya teoría de la descripción se desarrolló en parte como reacción a los excesos
ontológicos de Meinong.

Meinong se caracteriza por su compleja comprensión del problema de la diferencia


entre el ser y la existencia, que hereda de una antigua preocupación de Brentano, que
ya había quedado establecida en su escrito sobre las distintos significados del ser en
Aristóteles25.

Meinong, intentando traspasar la determinación de Brentano, no sólo argumentó que


hay cosas que no existen, sino que de su planteamiento se deriva la posibilidad de que
se puedan concebir objetos no existentes tales como “el actual rey de Francia”, por
ejemplo, o incluso entidades abstractas imposibles como “el círculo cuadrado”.

No cabe duda de que esta teoría de la tiene muy pocos adherentes hoy en día y que a
Meinong no le concedió una muy buena reputación filosófica; no obstante, no fue él el
primer filósofo en plantearla puesto que se trata de una distinción bastante antigua,
como se ha dicho, y que ha tendido a reiterarse en nuevas versiones filosóficas.

Aristóteles ya había distinguido entre los diferentes sentidos del ser y fue seguido en
esto por muchos filósofos posteriores que hicieron mayores distinciones y desarrollaron
nuevos términos para dar cuenta de ello.

El actual empleo del verbo existir se debe probablemente al esfuerzo de los filósofos
medievales. Y diferentes intentos de vestir terminológicamente esta misma idea se han
sucedido a lo largo del tiempo hasta ahora.

Se puede tener en cuenta para establecer una distinción entre el ser y la existencia, por
ejemplo en la línea del pensamiento de Carnap, que la cuantificación de los números y

24
SMITH, Barry. «Austrian philosophy. The legacy of Franz Brentano». Open Court Publishing Company.
Chicago. 1996. Selección, adaptación y traducción de textos de Raúl Villarroel.
25
El significado del ente por accidente y por sí ; el significado del ente en cuanto verdadero; el significado
del ente según las figuras de las categorías y el significado del ente según la potencia y el acto.
58

de otras entidades abstractas implica que hay un reconocimiento de estas entidades,


pero no como si fueran reales, por ejemplo, así como, de manera diferente, se
cuantifican los objetos físicos. Carnap sostiene, que los números, en un sentido, son,
aunque en otro, no existen.

Las representaciones, los juicios y los supuestos siempre tienen objeto, señala
Meinong. Estos objetos son independientes de los estados de la mente en los que ellos
son aprehendidos.

Pero, esta independencia ha sido oscurecida por el “prejuicio en favor de lo existente


(des Wirklichen)”, que ha conducido a suponer que, cuando un pensamiento tiene un
objeto no existente, realmente no hay un objeto distinto del puro pensamiento.

Pero esto, a juicio de Meinong, sería un error, porque los objetos existentes son sólo
una parte infinitesimal de los objetos del conocimiento. Esto quedaría ilustrado por las
matemáticas, por ejemplo, que nunca tratan con objetos para los la existencia sea algo
esencial pues tratan, en lo esencial, con objetos que no pueden existir, en cuanto
números.

Por ello, no se necesita estudiar primero el conocimiento de los objetos antes de


estudiar a los objetos en sí mismos; por lo que el estudio de los objetos es
esencialmente independiente de la teoría del conocimiento.

Se puede objetar que el estudio de los objetos deba ser coextensivo a todo
conocimiento, pues, se pueden estudiar separadamente las clases y las propiedades
más generales de los objetos. Esto es una parte esencial de la filosofía que, a juicio de
Meinong, constituye la Teoría de los objetos (Gegenstandtheorie).

Esta preocupación ya no es metafísica, sino algo más amplio. Pues, la metafísica trata
sólo con lo real, mientras que la teoría d e los objetos no tiene esa limitación. La Teoría
de los objetos se refiere a cualquier objeto que pueda ser conocido a priori, aunque el
conocimiento de la realidad sólo puede ser obtenido mediante la experiencia.

La teoría de los objetos no es mera psicología, en cuanto los objetos son


independientes de nuestra aprehensión de ellos. Tampoco sería mera teoría del
conocimiento en cuanto el conocimiento tiene dos aspectos: la cognición, que es
psicología, y el objeto, que es algo independiente.

La Teoría de los objetos, discute Meinong, tampoco puede identificarse con la mera
lógica, en la medida en que la lógica, en su opinión, es esencialmente práctica en
cuanto a su propósito, pues concierne al razonamiento correcto.

En conclusión, la teoría de los objetos es una preocupación independiente, y la más


general de las preocupaciones filosóficas. Las matemáticas son esencialmente parte de
ella y en ella encuentran, en último término, su propio lugar, pues, en la división entre
las ciencias naturales y las ciencias del espíritu no hay lugar para ellas, pues éstas sólo
toman en cuenta a lo existente.
59

La intencionalidad no verídica

El problema central de la filosofía de Meinong puede ser formulado como sigue: ¿cómo
podemos comprender la intencionalidad de los actos mentales que carecen de objetos
existentes? Habría dos familias alternativas de solución para este problema, ambas
inspiradas en los trabajos de Meinong: por una parte, estarían las llamadas soluciones
“relacionales”, que se refieren a ciertos objetos especiales no-existentes, o a objetos
que estarían según Meinong “más allá del ser y del no-ser”. Por otra parte, están
las llamadas soluciones “adverbiales” referidas a una cierta clase de actos dados que
explicarían (externamente) su aparente direccionalidad.

Nuestros actos mentales tienen la propiedad de parecernos relacionados a una


variedad de objetos concebibles. Esto ocurre inmediatamente (como cuando percibimos
esta mesa, por ejemplo) y mediatamente (como cuando pensamos en el carpintero que
la construyó o en la mesa más pesada que hay en un determinado lugar). Hay, sin
embargo, una diferencia crucial entre estas dos clases de relaciones.

Decididamente expuesto, podemos decir que sólo en el primer caso es posible afirmar
que se establece un vínculo real o una conexión con un objeto de hecho. En el último
caso, los actos en cuestión manifiestan sólo ciertas similitudes internas con los actos
propiamente relacionales. Incluso en este caso, en que la mera existencia de un objeto
será suficiente garantía de que una sentencia relacional puede ser correctamente
empleada para describir la direccionalidad de los actos involucrados.

¿Cuáles son aquellos actos anómalos que se caracterizan por carecer de objetos
existentes? Los actos de este tipo pueden ocurrir o bien porque estamos equivocados
en nuestra creencia en el efecto de que el supuesto objeto existe, o bien porque
ejercitamos deliberadamente la imaginación, como por ejemplo, cuando se trata de la
obra de arte.

Por cierto, el ejercicio de la imaginación no es siempre un hecho puramente mental.


Puede tomar forma realmente corporal a través de los objetos que le sirven de materia
propia, como por ejemplo cuando el artista imagina cómo se verá su obra esbozándola
en la tela, o como cuando los espectadores de una obra de teatro se involucran
afectivamente con la acción en escena. En tales casos, la imaginación representa una
especial manera de ser dirigida al objeto existente. El propósito de Meinong, por el
contrario, es encontrar una teoría capaz de hacer justicia también a la imaginación no-
verídica y a toda la clase de objetos que simplemente carecen de objeto.

Aquí las clases más familiares de ejemplos son provistas por los actos de aparente
direccionalidad hacia el objeto que aparecen en nuestras lecturas de obras de ficción.
Los actos en los que seguimos las aventuras de Sherlock Holmes, ciertamente, implican
el uso de material propio los textos impresos mismos pero no en el sentido en que
tales materiales constituyen objetos propiamente tal sino en cuanto sirven como tales.
60

Aún más, para todo estos sentidos anómalos dichos actos deben mantener ciertas
analogías con los actos directamente relacionales de la percepción o la memoria, de
modo que su expresión lingüística puede emplear las mismas formas relacionales que
las que se emplean para expresar aquellos actos directamente relacionados de una
manera concreta.

La doctrina de la intencionalidad de Brentano establece, por lo menos de algún modo,


que todos los actos tienen una direccionalidad hacia un objeto, y que tal direccionalidad
es lo que los define como psicológicos. Esta doctrina, aplicada a los actos anómalos,
tiene dos modalidades.

En primer lugar, la forma inmanente de la doctrina (la que es aceptada por el propio
Brentano), el objeto de tal acto es visto como residiendo de algún modo en la mente del
sujeto que imagina. De esta manera, como se ve, la doctrina involucra una revisión
radical de nuestra concepción vulgar de la intencionalidad verídica de nuestros actos
normales de percepción y pensamiento. La idea de lo inmanente puede ser asociada
también con una concepción según la cual experimentamos dos clases de
intencionalidad o direccionalidad relacional hacia los objetos de nuestros actos: un
contacto trascendente relacional, cuando percibimos o recordamos la mesa real, la
mesa externa; y un contacto inmanente relacional, cuando imaginamos las mesas
irreales o externas, o cuando “vemos” la mesa, con el “ojo de la mente”.

Esta opción, no obstante, tiene algunos problemas, al menos en referencia a la


existencia de aquellos casos en que el sujeto no sabe con claridad a qué clase de
objetos se dirige su acto. Ambas versiones de la teoría de la inmanencia dejarán de ser
tenidas en cuenta en lo que sigue.

La segunda forma de la doctrina se asocia más frecuentemente con Meinong, aunque


se originó en la obra Twardowsky Sobre el contenido y el objeto de las
representaciones de 1894. Ésta buscaba preservar la concepción de la direccionalidad
intencional como contando en cada caso para una relación entre un acto y un objeto
trascendente.

Está referida a una ontología que ve los objetos trascendentes como divididos entre
existentes y no-existentes. Los actos de imaginación no-verídicos son vistos como
diferentes de los actos verídicos ordinarios de percepción, memoria y otros en la
medida en que, si estos últimos se dirigen hacia objetos existentes, aquellos lo hacen
hacia objetos que no existen.

La teoría de los objetos, completamente desarrollada, está referida a objetos capaces


de servir como objetivo no sólo de actos tales como aquellos relativos a las lecturas de
ficción sino también a aquellos actos dirigidos hacia clases posibles e imposibles de
objetos concebibles. Sus ideas en este sentido han dado lugar a un gran número de
valiosas comprensiones referidas a la lógica de la ficción y al tratamiento semántico de
los juicios relativos a los términos singulares no referenciales.
61

En este punto, no obstante, nuestra atención debiera centrarse en la esencia


psicológica del trabajo de Meinong; en su intento por concebir un ámbito en el que
resultaría posible hacer justicia a los rasgos característicos de los actos y estados
mentales de todo tipo, sin excepción de aquellos dirigidos a lo inexistente. Meinong
buscó liberarse del “prejuicio a favor de lo real” que, a su juicio, había sido característico
de toda la metafísica anterior.

De esta manera, al referirse a los actos de la imaginación y otros semejantes, prestó


particular atención al hecho de que tales actos normalmente se distinguen de su
contraparte verídica no sólo en cuanto al (supuesto) estatuto ontológico de sus objetos
sino también en cuanto a su forma y naturaleza en tanto actos.

Pero esto no puede sostenerse siempre: el juicio de un niño sobre Santa Claus, por
ejemplo, no es diferente en su forma o naturaleza de juicio de su juicio acerca del
capitán Cook; y los juicios de Leverrier sobre el planeta Vulcano, del mismo modo
tampoco se distinguen de sus juicios sobre Saturno o sobre Marte.

Esto se sostiene, no obstante, de las más interesantes variedades de actos no verídicos


relativos a nuestra experiencia estética. Tales actos se distinguen efectivamente de los
juicios verídicos, de las percepciones y de otros actos semejantes, no sólo por el hecho
de que carecen de objeto sino por su propia naturaleza.
62

CHRISTIAN VON EHRENFELS


Sobre el valor y el deseo26

1. Fundamentos de una teoría general del valor

¿Deseamos algo porque tiene valor? ¿O es que el valor de una cosa es la


consecuencia del hecho de que sea deseada? Adoptar la primera alternativa obliga a la
formulación de una teoría del valor que haga de éste una propiedad de las cosas
previamente a que ellas sirvan como objetos del deseo. Las teorías de este tipo fueron
desarrolladas inter alia por Meinong, Nicolai Hartmann y Max Scheler. La última
alternativa fue formulada por Christian von Ehrenfels en una serie de escritos cuya
publicación siguió inmediatamente a su clásica obra Über Gestaltqualitäten.

El trabajo de E. tiene interés no sólo como consecuencia de su relación con la


perspectiva subjetivista de los valores económicos iniciada por Carl Menger maestro
de Ehrenfels en su obra Principios de Economía de 1871. Menger fundó la que se ha
conocido como la “primera” escuela austriaca de la teoría de los valores, la primera
generación de miembros entre los que también se incluyen Eugen von Böhm-Bawerk y
Friedrich von Wieser, con quienes Ehrenfels mantuvo significativos vínculos
intelectuales. Miembros posteriores de la escuela son Ludwig von Mises, F. A. Hayek y
Ludwig Lachmann. Representantes actuales de la corriente son, entre otros, M.
Rothbard y I. M. Kirzner.

Junto a Meinong y otros discípulos de Brentano, Ehrenfels perteneció a lo que se ha


llamado la “segunda” escuela austriaca de la teoría de los valores. En contraposición a
los economistas, los miembros de esta escuela se centraron en el desarrollo de una
teoría general de los valores. Vieron al valor económico sólo como una clase de valor
humano, y se empeñaron en que los valores económicos fueran adecuadamente
comprendidos sólo en la medida en que su relación con el amplio rango de los
fenómenos de interés hubiera sido aclarado.

No obstante, los miembros de esta segunda escuela advirtieron que los economistas
habían logrado un rigor teórico profundo en sus análisis, rigor no conseguido en su
trabajo acerca de los valores, en aquella misma época, por sus colegas filósofos.

Pero ¿cómo se logra la comprensión teorética de los valores? Ehrenfels se da aquí, por
una parte, a la tarea de generalizar las leyes de evaluación que habían sido
descubiertas por los economistas, sobre todo la ley de la utilidad marginal27, y por otra,
26
SMITH, Barry. «Austrian philosophy. The legacy of Franz Brentano». Open Court Publishing Company.
Chicago. 1996. Traducción y selección de textos de Raúl Villarroel.

27
La utilidad marginal se refiere al aumento o disminución de la utilidad total que acompaña al aumento o
disminución de la cantidad que se posee de un bien o conjunto de bienes. Cuando un individuo adquiere
63

se dirige hacia la psicología. Esto es lo que va a concebir ampliamente en el sentido en


que Brentano lo hizo en su Psicología desde el punto de vista empírico; es decir, como
una psicología descriptiva de las diferentes clases de interrelación entre los actos. Estas
dos orientaciones del trabajo de Ehrenfels —y del de Meinong— se deben considerar
como los dos primeros pasos que se apoyan mutuamente en esta dirección.

2. La relación entre Deseo y Sentimiento

Los fundamentos psicológicos de la teoría del valor de Ehrenfels conciben al valor como
dependiendo de los actos humanos de valoración, que a su vez dependen de los actos
del deseo. De esta manera, para Ehrenfels “no deseamos las cosas porque surja en
ellas algo místico, una esencia incomprensible, adscribimos ‘valor’ a las cosas porque
las deseamos”.

La inmediata sospecha que despierta una visión de esta clase es que, el paso por el
deseo, implica una cierta forma de hedonismo; es decir, la idea de que el valor de un
objeto es en último término una cuestión relativa al placer que éste procura. Pero
Ehrenfels no es un hedonista en el sentido en que afirme que nuestros sentimientos
constituyen la meta final de todo deseo. Para advertir por qué no, es necesario
considerar su idea de la relación entre deseo y representación. El deseo, si lo tenemos
en cuenta, está directamente relacionado con un objeto deseado (la palabra ‘objeto’,
aquí, comprendida en el sentido más amplio posible, incluye propiedades, relaciones,
procesos, etc.). Y el objeto deseado, según Ehrenfels debe representarse de algún
modo para aquél que lo desea. Alguna idea de él debe representarse como
constituyente del acto de desear. La cuestión del hedonismo se remite, sin embargo, a

unidades adicionales de una mercancía la satisfacción o utilidad que obtiene de las mismas va, desde
luego, aumentando; pero dicho aumento no es proporcional o constante, pues cada vez resulta menor la
utilidad obtenida de la última unidad considerada. Llegará un punto en que, por lo tanto, se alcance el
máximo de utilidad y, a partir de este punto, podrá haber incluso una utilidad negativa, pues unidades
adicionales del bien resultarán en definitiva una molestia, produciéndose entonces una desutilidad. Es
posible que a una persona le guste tener un perro, o tal vez dos o tres, pero es casi seguro que estará
dispuesta a pagar para que alguien se lleve a su décimo o vigésimo perro. La Ley de la utilidad marginal
decreciente puede ser enunciada diciendo que a medida que el consumo de una mercancía aumenta en
un individuo, manteniéndose constante todo lo demás (ceteris paribus), la utilidad marginal derivada de
esta mercancía decrecerá. La ley de la utilidad marginal decreciente sirve para explicar el
comportamiento de la demanda: los gastos de una persona en los diferentes bienes reflejan su escala de
preferencias y el nivel de su renta; de la ley enunciada se sigue que la utilidad total, obtenida del gasto de
un ingreso dado, alcanzará su máximo cuando el gasto se distribuya de un modo tal que cada unidad de
gasto (unidad monetaria) determine utilidades marginales iguales para todos ellos; debido a que los
precios de los bienes difieren debiera decirse, para enunciar la afirmación anterior con más exactitud,
que la utilidad en realidad se maximiza cuando las utilidades marginales de los bienes son
proporcionales a los precios relativos de ellos. Esta es la condición de equilibrio para el individuo,
considerado como consumidor. La ley de la utilidad marginal decreciente permite entender, entonces,
cómo opera la demanda de un determinado bien o servicio, pues no es la utilidad que una mercancía
aisladamente produce la que determina su demanda, sino la utilidad marginal que ésta posea para él en
las circunstancias concretas en que se produce su elección. (N. del E.)
64

la cuestión de si, cuando deseamos, también necesitamos representarnos a nosotros


mismos nuestro propio placer o nuestro propio dolor, o el rechazo de éste último. Y la
respuesta a esta cuestión es que en muchos casos lo hacemos, pero no en todos.

En las circunstancias cotidianas más comunes nuestros deseos se refieren


directamente a ciertas tareas rutinarias externas tales como comer, beber,
esperar, sentarse, dormir, etc. Sin que en ellas se haga presente el estado del
sentimiento que corresponde a dichas tareas.

El rol jugado por la rutina o el hábito para la teoría de Ehrenfels es sin duda central:
estamos entrenados para desear incluso cuando los sentimientos de placer no están
involucrados. El deseo no siempre involucra una representación de sus propios
sentimientos por parte del sujeto deseante, a lo que se suma el hecho de que algunos
deseos se refieren a períodos de tiempo de los que el sujeto no tiene o no tendrá
experiencia, o a los sentimientos de individuos con quienes no tendrá contacto. Yo
puedo, por ejemplo, desear que mis descendientes tengan la oportunidad de adquirir el
gusto por las ostras; o puedo querer que la Inquisición española nunca hubiera tenido
lugar; así, un amplio rango de ejemplos puede ser traído a colación para demostrar que
el concepto de un acto que se dirige a otras metas que no sean las de los propios
sentimientos no implica ninguna contradicción al respecto.

Mientras el sujeto deseante desee en cada caso su propia felicidad, hay alguna relación
entre el deseo y la felicidad o, de manera más general, entre el deseo y el sentimiento.
Pero esta relación es compleja e involucra tanto las disposiciones del individuo como la
relativa promoción de la felicidad que experimenta asociada a los actos dados.

Podemos señalar ampliamente que la disposición al deseo de un individuo dado


depende de las disposiciones que tal individuo tenga para ciertos sentimientos. Aún
más, se debe reconocer que los actos del deseo, según Ehrenfels, se dividen en tres
categorías: el deseo, el esfuerzo y el querer. Estas tres categorías están ordenadas por
la intensidad de la tendencia experimentada en cada caso para ejercer una influencia
causal en el ambiente del sujeto de tal manera de conseguir el objeto deseado. Ellas se
refieren también al modo en que, tal como cada deseo involucra una representación del
objeto deseado, así cada esfuerzo involucra un querer y cada querer involucra un
esfuerzo. En relación con esta última paridad Ehrenfels habla de la ley de la relativa
promoción de la felicidad (Gesetz der relativen Glücksförderung) para efectos de que:

Cada acto de esfuerzo o querer, en el momento en que tiene lugar, vaya más allá
del estado de felicidad (del sujeto deseante) que debiera obtener en caso de
ausencia del acto dado.

Cada individuo busca tener, en un tiempo dado, un cierto repertorio de disposiciones


para comportarse de diferentes maneras; y entonces:

Cada acto de deseo está condicionado, tanto en su propósito como en su


intensidad, por la relativa promoción de la felicidad que conlleva —a la luz del
65

sentimiento— disposiciones del individuo en cuestión —en el momento de entrar


en su conciencia y mientras permanezca en ella.

Este (relativo) aumento de la felicidad no es sin embargo en sí mismo algo que sea
pretendido. Más bien, la ley expresa un aspecto de una compleja relación de
dependencia referida a las propiedades disposicionales de un individuo, de una manera
semejante al modo en que la ley de la utilidad marginal expresa un aspecto de una
compleja relación de dependencia que involucra las propiedades disposicionales de un
bien para generar utilidad.

Nótese, también, que es poco razonable sostener cualquier ley de aumento absoluto de
la felicidad. Se puede, por ejemplo, dar una batalla continua contra un mal (por ejemplo,
una enfermedad), que vaya empeorando cada vez más, pero permanecer siempre
relativamente más feliz de lo que se podría estar. Entonces, es necesario que ciertos
actos de esfuerzo y querer tengan lugar, puesto que, si hubiera que estar condenado a
abstenerse de ellos, se estaría mucho menos feliz.

3. Los objetos del deseo

La proposición de que adjudicamos valor a las cosas porque las deseamos era, dijimos,
una primera aproximación. Puesto que hay cosas a las que podamos adjudicarles valor
sin que las deseemos. Así, por ejemplo, yo puedo no desear la posesión de un bien
material que ya poseo y, sin embargo, puedo perfectamente bien adjudicarle valor. De
manera semejante, puedo no desear estar vivo y sin embargo darle valor a mi ser en
este estado. Ehrenfels expresa este hecho de un modo paradójico. Dice que sólo
respecto de las cosas que no existen podemos decir que no tienen valor
definitivamente. De otras cosas tenemos que decir, hablando estrictamente, que
podrían tener valor si no existieran. Una mejor aproximación a la ley del valor es,
entonces:

Adjudicamos valor a aquellas cosas que cualquiera de nosotros de hecho


desearía, o que desearíamos si no estuviéramos convencidos de su existencia.
El valor de una cosa es su deseabilidad ... Mientras más poderosamente
deseamos o desearíamos algo, más alto es el valor que el objeto tiene para
nosotros.

Algo del sentido de dicha paradoja queda removido en esta última formulación, cuando
Ehrenfels apunta al hecho de que, mientras haya, ciertamente, una manera de hablar
de acuerdo con la cual deseamos cosas materiales, procesos, estados (por ejemplo,
estados mentales), e incluso relaciones y posibilidades, nuestros deseos y valoraciones
de hecho nunca se referirán directamente a un objeto, sino a su existencia o no-
existencia (o, más generalmente, a si los tenemos o no, o a tener o no control sobre
ellos, o a si conseguimos o no dominarlos, etc.) en otra palabras, a los estados de
cosas (situaciones).
66

Desear un objeto es desear también la existencia de la cosa o su posesión, y


entonces, en este último caso, el deseo también se refiere a una existencia, no la
de la cosa misma, sino la de nuestro poder para disponer de ella, y a la vez
también se refiere a una no-existencia: a la ausencia de todo impedimento que
pueda inhibir este poder para disponer de ella. De manera similar, deseamos la
existencia o la no-existencia, o la ocurrencia o la no-ocurrencia, de ciertos
cambios de lugar, ciertos procesos, o estados.

Nótese que la ‘existencia’, aquí, no es una noción abstracta, como lo es, por ejemplo,
en la ontología de Meinong. Más bien, se refiere al ámbito de realidad causal que juega
un importante rol en la filosofía de Anton Marty. Por ello, Ehrenfels insiste en que la
representación de la existencia o de la no-existencia implicada en un acto de deseo se
refiere siempre a la existencia dentro de un orden causal (y al mismo orden causal al
que el sujeto pertenece).

No hay un elemento psíquico básico del deseo (deseo, esfuerzo, querer). Lo que
llamamos deseo no es nunca nada más que la representación, que funda una
relativa promoción de la felicidad, en relación con la inclusión o exclusión de un
objeto dentro o a partir de una red causal tejida alrededor del Yo concreto
presente.

Podemos ver ahora que el hecho de que el deseo, el esfuerzo y el querer representen a
las diferentes maneras que el sujeto tiene de relacionarse empíricamente con las cosas
se aplica, más precisamente, al modo en que las acciones del propio sujeto implican
una inclusión o exclusión del objeto del deseo dentro de esta red causal. Esta relación
está más atenuada en el caso del deseo, aunque igualmente hay alguna relación causal
residual: no obstante, podemos valorar la reproducción de hechos de esta clase, no
queremos que tales eventos tengan lugar en universos paralelos con los que podríamos
no tener relación causal.

Que el objeto del deseo se presente siempre como establecido causalmente en relación
a la realidad circundante del sujeto resulta claro cuando el objeto del deseo es un
estado futuro del yo (un efecto de lo que él mismo hará). Ehrenfels insiste en que
incluso cuando se considera el pasado o el futuro por ejemplo, si deseo que Sócrates
hubiera sido absuelto, o que Beethoven hubiera podido escuchar su 9ª sinfonía estos
procesos aparecen en relaciones causales con las cosas, porque tales procesos o
hechos son vistos como reales. Considero los procesos dados siempre

ya sea como co-determinando las causas de las realidades presentes en las que
Yo, también, intervengo (como en los dos casos dados) o como efecto de las
causas compartidas, o como posibles causas de efectos futuros, todo es
comprendido como relacionado con mi realidad subjetiva presente (in bezug auf
die gegenwärtige subjektive Wirklichkeit)

Este momento de relación causal se refleja en la manera en que el deseo tiene un


efecto “muscular” real sobre el cuerpo, en el modo en que los objetos del deseo, en
67

cuanto los deseamos, “dejan de flotar alrededor como en un juego insustancial de luces
y sombras en la región de la fantasía y adquieren corporalidad y peso”.

4. Sobre la naturaleza de los valores

E. abandona la pretensión de responder como hace la concepción marxista del


trabajo a la cuestión de la naturaleza del valor apelando a las nociones de costo o
sacrificio. Ciertamente yo puedo decidir en la práctica cuál de dos objetos es más
valioso para mí preguntándome por cuál de ellos es por el que haría el mayor sacrificio
(pagaría el más alto precio). Pero esto, como señala Ehrenfels, no es más que un
recurso simplemente práctico. No tiene consecuencias teóricas:

no podría contribuir a arrojar luz sobre el contenido del concepto del valor, en la
medida en que, por supuesto, no consiste sino en la comparación de un valor con
otro, o más específicamente, en la comparación de un valor positivo con otro
negativo.

La tradición de la filosofía austriaca a la que Ehrenfels perteneció no pretendía reducir


una clase de objeto a otro, sino más bien describir tan fielmente como fuera posible
nuestra experiencia de los objetos dados, de manera que tales descripciones iluminaran
las preguntas acerca de su naturaleza y modalidad de existencia. En relación con los
valores, Ehrenfels señala que ellos no pueden representar propiedades, disposiciones o
capacidades de los objetos, pues entonces su existencia estaría determinada por la
existencia de aquellos objetos con lo que están relacionados. Una concepción de este
tipo implicaría, por ejemplo, que el valor de la victoria de los normandos en 1066 no
tendría vigencia para los franceses actuales, pues, se habría extinguido en el mismo
1066. El valor es, según Ehrenfels, una cierta clase de relación intencional entre un
sujeto y un objeto; una relación que, no obstante, puede ser re-concebida (re-analizada
ontológicamente), para ciertos propósitos, como una propiedad de su objeto. La relación
es intencional debido a que su existencia no depende de la existencia simultánea de
ambos términos relacionados. En este sentido es comparable a la relación entre la
representación y el objeto representado, o entre el juicio y el objeto juzgado, pero es
comparable también a relaciones tales como las de similitud y diferencia. Ehrenfels
sostiene que a todas estas relaciones se les puede otorgar una especie de “existencia
supratemporal”.

La relación de valor consiste en el hecho de que “el sujeto, o desea realmente el objeto,
o debiera desearlo si no estuviera convencido de su existencia”. La relación existe

cuando la más intuitiva, vívida y completa representación de la existencia del


objeto dado condicionan en el sujeto un estado que se posiciona en un punto
más alto en la escala del sentimiento referente al placer y el displacer que la
representación del hecho correspondiente a cuando no se da la existencia del
objeto. La magnitud del valor es proporcional a la intensidad del deseo, tal como
68

queda caracterizado por la distancia producida entre los dos estados del
sentimiento descritos.

De esta manera, el valor es “subjetivo” en el doble sentido de que depende para su


existencia de un específico sujeto valorante y por su constitución interna (intensidad y
direccionalidad) de las disposiciones de ese sujeto. El valor, sin embargo, no se reduce
a las predisposiciones del sentimiento. El valor no es un reflejo automático de tal
predisposición, pues suponer ello sería como creer que se puede conocer el valor que
algo tiene para un sujeto con sólo conocer el modo en que éste está dispuesto a sentir.
Los valores se siempre relacionan con los sentimientos a través de la mediación del
deseo; ello introduce un elemento de voluntarismo en el planteamiento de Ehrenfels La
presencia de dicho elemento refleja el hecho de que, por lo menos en ciertas
circunstancias, el deseo debe llegar anticipadamente al sentimiento asociado, y que, a
su vez, tiene una gran significación para la concepción ehrenfelsiana del motor de la
evolución humana, que para él radica en una clase excesiva de energía deseante.

Puedo desear algo en sí mismo o por los efectos que yo concibo que tendrá y que
traerán consigo algo que yo deseo. Esto da lugar para Ehrenfels a la división entre
valores intrínsecos (Eigenwerte) y valores efectivos o efectuales (Wirkungswerte);
y, si seguimos a Menger, podemos dividir los valores efectivos en valores efectivos de
primer orden, (que dan lugar a los valores intrínsecos directamente) y valores efectivos
de segundo orden (que dan lugar a los valores efectivos de primer orden).

Un objeto tiene un valor intrínseco para mí sólo en virtud del valor de alguna parte o
momento. Ehrenfels da el ejemplo del valor intrínseco de un hombre en virtud de su
buen carácter. Los valores intrínsecos, sin embargo, pueden dividirse en dos tipos:
inmediatos y derivados. El valor (del buen carácter) en este caso, es un valor inmediato,
el valor del hombre en sí mismo sería derivado. Los valores efectivos no son sumativos
en el sentido de que el valor efectivo de un todo normalmente no es tan solo la suma de
sus partes (considérese el correspondiente valor efectivo de un par de zapatos, el de un
par normal incluso independientemente de su valor material o económico y
compáresele con un par de zapatos, pero que sean ambos izquierdos, por ejemplo).
Esta característica no sumativa de los valores efectivos refleja lo que los economistas
austriacos denominaron la “complementariedad” de los recursos materiales con otros
recursos, y la discusión de Ehrenfels (en la parte I de su obra Sistema de la teoría de
los valores) acerca del “cálculo de los valores efectivos” es en esencia una exposición
de los lineamientos centrales de la teoría económica austriaca de la complementariedad
y de las nociones asociadas de imputación y sustitución. En relación con estas últimas,
tanto Menger como Ehrenfels compartieron la idea de que asignamos valor efectivo a
los objetos en la medida en que creemos que los valores intrínsecos dependen de su
existencia (la proposición de que el valor de los bienes de más alto rango deriva
exclusivamente del valor de los bienes de consumo en cuya manufactura pueden servir,
ha llegado a ser conocida como la “ley de Menger” por los representantes actuales de
los economistas austriacos). El problema de la “imputación” corresponde al problema de
calcular el valor efectivo dado en esta dependencia del valor intrínseco (cómo, en un
complejo proceso de producción de algunos bienes de consumo, es el valor de los
factores empleados en este proceso el que puede ser imputado al valor de los bienes
69

en el producto finalmente esperado). Es central, tanto para la solución que los


economistas dan a este problema como para lo que Ehrenfels tiene en cuenta, la noción
de sustituibilidad, la idea de que la magnitud de un valor efectivo corresponde al costo
de sustituir algunos medios para producir el mismo efecto. El valor del agua a bordo de
un barco equivale al costo que implica tener que desviarse para reponer la provisión, en
relación con la distancia del puerto más cercano.

Los valores efectivos, para Ehrenfels, se dividen en bienes materiales, por una parte, y
seres humanos (o más específicamente “acciones y cualidades humanas”) por otra. Los
primeros los concibe como materia de preocupación de la economía, los últimos caen
dentro del dominio de la ética, aunque los seres humanos, también, pueden ser tratados
como bienes materiales, por ejemplo, cuando son usados como esclavos. Pero ello
implica una negación de las clasificaciones más usuales de la ciencia de los valores: en
este sentido, la economía y la ética son concebidas como ciencias de los valores
efectivos, oponiéndose o diferenciándose, por ejemplo, de la estética, la lógica, la
medicina, la higiene y otras disciplinas, que tienen que ver con los valores intrínsecos:

El arte, la ciencia, la salud cuando se comprenden estos términos de un modo


particular pertenecen al gran complejo de valores intrínsecos que otorgan
existencia a los valores efectivos no sólo en el ámbito económico sino también en
la esfera ética.

¿Cómo resolvemos, entonces, el problema de la imputación? ¿Cómo, por ejemplo,


decido si gasto mi fortuna en propósitos religiosos o políticos, o en una mezcla de
ambos, o en vino y celebraciones? Para este propósito es necesario que el sujeto
individual que valora tenga alguna noción implícita de medida común respecto de los
valores intrínsecos que pueden ser producidos por los recursos de los que dispone.
Clásicamente, el término “utilidad” ha sido empleado para este propósito, aunque
Ehrenfels considera que este término es demasiado estrecho. Ello es porque se dice
normalmente que algo es de utilidad para un sujeto en la medida en que lo conduce a
un resultado que tiene valor intrínseco sólo para él; es decir, valor intrínseco en el
sentido estrecho y egoísta:

De esta manera, de acuerdo a la concepción común, el dinero que destino para


mi propio placer es de utilidad; pero no en el mismo sentido que aquel que
destino para dar al pordiosero, que le da a él utilidad.

Con el propósito de dejar de lado este sentido habitual del término “utilidad”, Ehrenfels
recurre a modo de término técnico al arcaísmo Fromm, que tiene connotaciones de
piedad y que se puede traducir como “provecho” (en el sentido de valer). El “provecho”
se refiere, por lo general, a la magnitud de los valores intrínsecos subyacentes a los
valores efectivos, de manera que la utilidad aparece entonces como una subclase del
provecho. El coraje en la batalla, el servicio abnegado en la búsqueda de la verdad, del
honor, de la caridad, de la lealtad, del matrimonio, etc. pueden ser carentes de utilidad
para ciertos individuos en determinadas circunstancias; pero esto no significa que ellas
no tengan provecho. Ehrenfels, incluso, va todavía más allá, al formular una “ley de
70

disminución del provecho marginal” (Pág. 274), y en esto es junto a Böhm-Bawerk


uno de los primeros en reconocer la posibilidad de generalizar el punto de vista de la
teoría económica que de algún modo se había convertido casi en un lugar común al
área de la moralidad a la que hasta entonces le había resultado completamente ajena.

Otro importante problema para una teoría general de los valores es establecer la
comparación o la relación que tienen las valoraciones con los diferentes individuos (y
con los mismos individuos en diferentes épocas). Uno podría razonar, por ejemplo, que
afirmar que María da más valor a un objeto A que Norma, es afirmar que María está
más preparada que Norma para la realización de A. Pero no tenemos cómo comparar
sus respectivas valoraciones de lo que en cada caso cada una estaría dispuesta a
sacrificar para alcanzar la meta deseada. En ciertos casos podríamos apelar a los
estándares comunes; María, por ejemplo, podría estar preparada para sacrificar su vida
y toda su fortuna por algún fin dado, en tanto que Norma, no sacrificaría más que su
viejo impermeable. Y ello porque a partir de valores tales como la vida, la libertad, la
salud, la vida de la propia familia y otros de una población normal de la cual podemos
presumir un criterio uniforme podríamos razonablemente concluir que en tales
circunstancias, manteniéndose otras cosas iguales, la valoración de María es la más
alta. Aunque una conclusión tan definitiva como ésta por lo general no sería muy
frecuente.

E., sin embargo, considera también la posibilidad de efectuar una comparación


independiente de las valoraciones de los diferentes sujetos, apelando a la intensidad de
sus respectivos actos de sentimiento y deseo, de tal manera que teniendo en cuenta
ambos tipos de comparación uno pueda servir como comprobación del otro. Las
intensidades de los sentimientos y los deseos están, después de todo, correlacionadas,
por lo menos en alguna medida, con fenómenos fisiológicos que pueden ser medidos.
Advierte, no obstante, que la comparación de estas intensidades absolutas no da una
medida válida de la comparación por el valor.

Supóngase que dos sujetos M y N tienen una disposición mental completamente


idéntica, con la sola excepción de que todas las reacciones emocionales de M son una
y media vez más intensas que las de N. En tal caso, M y N debieran comportarse
idénticamente en situaciones idénticas; sin duda no habría medios ni claves para
identificar sus reacciones emocionales o presumir que haya diferencia alguna en este
sentido ... Si dos sujetos se comportan idénticamente en todos los casos posibles de
conflicto, entonces ellos también valoran idénticamente.

En la comparación de las valoraciones de sujetos diferentes lo que importa es la


dirección y la relativa intensidad de las decisiones de su voluntad e impulso a la acción,
no la intensidad absoluta de sus estados emocionales.
71

5. La lucha por la existencia entre los valores

Los valores son, como hemos visto, relativos en cada caso a los sujetos valorantes y en
la medida en que hay competencia entre los sujetos por objetos valorados de diverso
tipo, asimismo, derivadamente, surge la competencia entre los valores mismos. Es
como si el material de los valores fuera en sí mismo un recurso escaso y estuviera
sujeto a todas las características propias de tales recursos, incluyendo la posibilidad de
su degeneración por mal empleo o abuso, o que sean afectados por los cambios
tecnológicos o por el crecimiento del conocimiento. Como se puede advertir, la idea
ehrenfelsiana del mecanismo que gobierna la transformación de los valores sugiere un
cierto paralelismo con las interpretaciones materialistas de la historia. Pero esto último
sería ir muy lejos, pues insistir en ver la dimensión superestructural de los valores como
estando determinada exclusivamente por desarrollos materiales subyacentes no se
concilia con la visión de Ehrenfels que, por el contrario, ve un complejo sistema de
relaciones de dependencia entre disposiciones y tendencias en dos niveles, como las
que dan lugar a consecuencias en gran escala de los actos individuales, incluyendo a
veces actos gratuitos de deseo.

Resulta decisivo para Ehrenfels lo que sugiere también una comparación con
Nietzsche es su creencia en que los valores intrínsecos, también, pueden cambiar.
De este modo Ehrenfels critica a la economía por referir a los valores efectivos
exclusivamente bajo las condiciones de valores intrínsecos estables. El cambio en los
valores intrínsecos se plantea sobre todo como respuesta a los cambios en los valores
efectivos, y, en consecuencia, los nuevos valores intrínsecos:

convocan nuevos esfuerzos por parte de los seres humanos, que transforman las
relaciones entre ellos, y por consiguiente transforman la valoración individual de
las circunstancias de su mundo circundante, de tal manera que conducen a
nuevos movimientos en los valores efectivos.

Así, la perspectiva ehrenfelsiana de los valores intrínsecos que las culturas occidentales
han llegado a conceder al “autodesarrollo” de las mujeres refleja, al menos en parte, los
cambios que han ocurrido, por ejemplo, en los valores efectivos de los servicios
domésticos (traídos por los desarrollos tecnológicos en los ámbitos del aseo y la
cocina), y también los cambios en los valores efectivos agotados y desnaturalizados en
la materialización del “autodesarrollo” (como en la educación, por ejemplo, que ha
llegado a ser más costosa y referida a otros bienes).

Resulta claro, a partir de lo anterior, que en el pensamiento de Ehrenfels no hay lugar


para ninguna clase de absolutismo u objetivismo de los valores como los que se
encuentran en Platón, o Nicolai Hartmann28.

28
Los valores, para Ehrenfels, existen o no existen: no pueden ser verdaderos o falsos. Sin embargo
reconoce ciertas clases de errores de valoración. El valor del remedio ofrecido por un charlatán, por
ejemplo, sólo puede ser concebido a través de la mediación de un juicio falso acerca de un objeto.
También reconoce la posibilidad de hacer un juicio falso acerca de un valor; por ejemplo, cuando alguien
72

Tampoco hay lugar en el pensamiento de Ehrenfels para un formalismo ético como el


que encontramos en el “dogmatismo metafísico-místico” de Kant: Ehrenfels rechazaría
el principio de universalizabilidad por representar una insensibilidad al modo en que los
valores intrínsecos pueden diferir de unos individuos a otros según la edad, el sexo o
las disposiciones personales debidas, por ej., al diferente repertorio de valores efectivos
que cada cual reconoce.

asume, incorrectamente, que sabe lo que es mejor para otro. Cfr. System der Werttheorie, Part I, Cap. IX
y Part II, Cap. VII.
73

ORTEGA Y GASSET
Introducción a una estimativa29

Frente a ambos axiólogos clásicos (Meinong y Ehrenfels) Ortega, llega a esta


conclusión: “Es falso superlativamente que los rangos de los valores y aun su carácter
positivo o negativo sean función del agrado y del enojo [Meinong], del deseo o la
repulsión [Ehrenfels]”.

Haciendo pie en una de las acepciones de la palabra deseable –y, por tanto,
considerando parcialmente de manera positiva la postura de Ehrenfels—, Ortega
transita hacia el objetivismo axiológico.

“Deseable significa, no el ser deseado ni el poder serlo mañana o en algún instante por
alguien [acepción en que hace hincapié el subjetivismo axiológico] sino el merecer ser
deseado, el ser digno de ello aun cuando de hecho nadie jamás lo desee ni aun, en
cierto modo, pueda desearlo. […] podemos advertir que también lo ‘agradable’ contiene
esa significación trascendente según la cual es agradable, no lo que de hecho agrada o
puede agradar, sino lo que merece y exige nuestro agrado. Y lo mismo podemos decir
de lo amable, de lo que es digno de ser amado aun cuando no lo amemos
efectivamente. No es, pues, nuestro deseo ni nuestro agrado ni nuestro amor; no es
acto alguno del sujeto quien da el valor a la cosa”.

Según Ortega, habría que invertir el planteo del subjetivismo; “todas las
complacencias y enojos, todos los deseos y repulsiones están motivados por valores,
pero estos no valen porque nos agraden o los deseemos, sino al revés, nos agradan y
los deseamos porque nos parecen que valen. Por tanto, tienen los valores su validez
antes e independientemente de que funcionen como metas de nuestro interés y nuestro
sentimiento”.

Lo deseable, lo agradable y lo amable –así como lo repulsivo, lo enojoso, lo


abominable y lo aborrecible—, son caracteres objetivos consistentes “en una dignidad
positiva o negativa que en el acto de valorar reconocemos. Valorar no es dar valor a
quien por sí no lo tiene; es reconocer un valor residente en el objeto”.

Habiendo establecido la objetividad de los valores, Ortega pasa a efectuar una


especie de “ontología” del valor. (Pongo la palabra “ontología” entre comillas porque en
este texto Ortega parece aceptar que es preciso distinguir netamente entre “el mundo
del ser y el mundo del valer”, y, por tanto, sería inadecuado hablar de una ontología –
estudio del ser— de los valores.)

29
Cfr. “Ética y Axiología”. Jorge Acevedo, en ESCRÍBAR, Ana. PÉREZ, Manuel, VILLARROEL, Raúl.
«Bioética. Fundamentos y Dimensión práctica». Mediterráneo. Santiago. 2004. Págs. 58 - 70
74

No obstante, reconoce que las ordenaciones implícitas en ambos mundos se


compenetran. Indiquemos también que el objetivismo al que adscribe en este artículo
no es absoluto. “Los valores –advierte–, no existen sino para sujetos dotados de la
facultad estimativa […]. En este sentido […] puede hablarse de cierta subjetividad en el
valor”.

Distingue Ortega los valores de las cosas que valen. Los valores no son cosas sino
cualidades residentes en ellas. Las cosas son el sustrato de los valores, pero no son
valores. ¿Qué tipo de cualidad es el valor? Para responder, distingue tres tipos de
cualidades.

1. Cualidades reales: son aquellas que se perciben a través de los sentidos del
cuerpo. Así, el color y la forma de algo, que se perciben por la vista.

2. Cualidades irreales inteligibles: no son visibles con los ojos de la cara sino con los
ojos del intelecto.

Por ejemplo, la identidad, la semejanza, el ser mayor o menor. “Cuando vemos


dos naranjas iguales, vemos dos naranjas, pero no su igualdad. La igualdad
supone una comparación, y la comparación no es faena de los ojos [de la cara],
sino [de los ojos] del intelecto”.

Otro ejemplo: los números. El número no se ve con los ojos de la cara sino que se
entiende con los ojos del intelecto.

3. Cualidades irreales estimables: “Los valores son un linaje peculiar de objetos


irreales que residen en los objetos reales o cosas, como cualidades sui generis.
No se ven con los ojos, como los colores, ni siquiera se entienden, como los
números y los conceptos. La belleza de una estatua, la justicia de un acto, la
gracia de un perfil femenino no son cosas que quepa entender o no entender. Sólo
cabe ‘sentirlas’, y mejor, estimarlas o desestimarlas”.

Es necesario introducir otras distinciones. Dijimos que las cosas no son valores; “tienen”
valores. Viceversa, los valores no son cosas sino cualidades de las cosas. Añadamos
algo más: las cosas son realidades y los valores son virtualidades.

Agreguemos ahora: “una cosa que tomamos con sus cualidades materiales y además
con sus valores, es lo que debemos llamar un ‘bien’ si los valores son positivos, un ‘mal’
si son negativos”. Los bienes son el substrato de los valores positivos; los males, de los
valores negativos o disvalores.

Por otra parte, hay que hacer notar que nuestra experiencia de la realidad —de las
cosas—, es independiente y distinta de nuestra experiencia de lo irreal —lo inteligible y
lo estimable—.
75

1. Por ejemplo, “‘sentimos’ con perfecta claridad la justicia perfecta —un valor, una
irrealidad estimable, una virtualidad—, sin que hasta ahora sepamos qué situación
real podría realizarla sin resto”.

2. “Las cosas, las realidades son por naturaleza opacas a nuestra percepción. No hay
manera de que veamos nunca del todo una manzana; tenemos que darle vueltas,
abrirla, dividirla, y nunca llegaremos a percibirla íntegramente. Nuestra experiencia
de ella será cada vez más aproximada, pero nunca será perfecta.

En cambio, lo irreal –un número, un triángulo, un concepto, un valor—, son naturalezas


transparentes. Las vemos de una vez en su integridad. Meditaciones sucesivas nos
proporcionarán nociones más minuciosas de ellas, pero desde la primera visión nos
entregaron entera su estructura”.

Dudo que Ortega haya seguido adhiriendo a estas dos tesis –sobre todo en lo que se
refiere a los valores—; convendría, en mi opinión, abordarlas desde lo que plantea en
una obra posterior acerca del pensamiento analítico o implicativo y el pensamiento
sintético, complicativo o dialéctico. La obra a que me refiero es Origen y epílogo de la
filosofía.

En cualquier caso, llega a esta conclusión: “Nuestra experiencia del número, del cuerpo
geométrico, del valor, es, pues, absoluta. De aquí que la matemática sea una ciencia a
priori de verdades absolutas.

Pues bien: la Estimativa o ciencia de los valores será asimismo un sistema de verdades
evidentes e invariables, de tipo parejo a la matemática”.

Las dimensiones del valor son tres. Su observación puede ayudarnos a dilucidar la
genuina naturaleza de los valores.

1. Los valores tienen cualidad, esto es, son positivos o negativos (disvalores). Belleza,
justicia, destreza son valores positivos, mientras que fealdad, injusticia y torpeza son
disvalores.

2. Los valores tienen rango o jerarquía; “es esencial a todo valor ser superior, inferior o
equivalente a otro. Es decir, que todo valor posee un rango y se presenta en una
perspectiva de dignidades, en una jerarquía”.

Por ejemplo, “la elegancia es un valor positivo —frente al negativo inelegancia—,


pero, a la vez, es inferior a la bondad moral y a la belleza”. Así como basta entender
bien lo que es cinco y lo que es cuatro para que nos sea evidente la minoría de
cuatro con respecto a cinco, basta, asimismo, con “ver” bien lo que es “elegancia” y
lo que es “bondad moral” para que aquélla aparezca como objetivamente inferior a
ésta.

3. Los valores tienen materia, entendiendo por tal su contextura estimativa última,
irreductible a toda otra determinación. “Eso que la elegancia es en sí misma, a
76

diferencia de la justicia, de la belleza, de la utilidad, de la destreza, etcétera. No


puede ser definido, como no puede ser definido el color rojo ni tal sonido. Nuestra
noticia de ello sólo puede consistir en una directa, inmediata percepción”.

Los valores no pueden ser definidos sino indirectamente, como los colores. El camino
indirecto para definir los valores tiene, por lo pronto, que responder dos preguntas
determinantes:

a) ¿Qué clase de objeto puede ser sustrato de este valor frente a lo que ocurre con
otro valor?
b) ¿Qué reacción sentimental es acorde con este valor frente a la que es acorde
con otro valor?

Un ejemplo respecto de lo primero: “Evidentemente no podemos decir con formal


sentido que es buena una piedra ni una planta. Sólo puede ser moralmente bueno […]
lo que llamamos ‘persona’ ”.

“En cambio, ‘bellos’ pueden ser los paisajes, las rocas, las plantas, los animales”. Los
diferentes valores pueden tener determinados objetos como sustrato, y no otros.

Ejemplos respecto de la segunda pregunta: al valor belleza corresponden como


congruas reacciones sentimentales el agrado y el entusiasmo, pero no el respeto. Al
valor bondad encontrado en una acción personal corresponde la reacción sentimental
de respeto y no —al menos, directamente—, la de complacencia. “La utilidad, por su
parte, es un género de valores ante el cual no es conveniente un sentimiento de respeto
ni de complacencia. […] el útil como tal sólo provoca una peculiar emoción de
satisfacción”.

Siguiendo con la mirada puesta en la tercera dimensión de los valores, su materia —


fundamento de las otras dos, cualidad y jerarquía—, Ortega indica las grandes clases
que, atendiendo a su materia, forman los valores:
77

Valores positivos y negativos

Capaz — Incapaz
1. Útiles Caro — Barato
Abundante — Escaso, etc.

Sano — Enfermo
Selecto — Vulgar
2. Vitales
Enérgico — Inerte
Fuerte — Débil, etc.

Conocimiento — Error
3.1 Intelectuales Exacto — Aproximado
Evidente — Probable, etc.

Bueno —Malo
Bondadoso — Malvado
3. Espirituales 3.2 Morales Justo — Injusto
Escrupuloso — Relajado
Leal — Desleal, etc.

Bello — Feo
Gracioso — Tosco
3.3 Estéticos
Elegante — Inelegante
Armonioso — Inarmónico…

Santo o sagrado — Profano


Divino — Demoníaco
4. Religiosos……
Supremo — Derivado
Milagroso — Mecánico, etc.

Aunque Ortega no lo plantea directamente, parece insinuar en su presentación de las


grandes clases de valores una jerarquización de ellos.

Así, entonces, los valores religiosos tendrían un rango mayor que los estéticos; los
valores espirituales tendrían una jerarquía superior a la de los valores vitales y a la de
los valores útiles.
78

Sin embargo, esta jerarquización correspondería, aproximadamente —sólo


aproximadamente—, a la que proporciona Max Scheler, filósofo en el que se inspira
Ortega en su “Introducción a una Estimativa”, y al cual no sigue posteriormente. Manuel
García Morente —recogiendo, tal vez, insinuaciones del propio Ortega, “fraternal amigo
suyo”—, pone en su justo lugar la adhesión que tanto él como Ortega habrían prestado
a la escala de valores debida a Scheler, diciendo de ella que “es probablemente la
menos desacertada; provisionalmente, la más aceptable”.
79

LA ÉTICA MATERIAL DE LOS VALORES


El problema del objetivismo axiológico30

Como dice Ortega, el intento de la axiología de corte fenomenológico ha sido «restaurar


las normas trascendentales de lo emocional». En tal sentido ha abandonado las normas
meramente talitativas de la ética posterior a Hume, conectando de alguna manera con
el trascendentalismo kantiano.

En su libro sobre el formalismo en la ética, Scheler no se cansa de repetir una y otra


vez esta idea. La ética de Kant, dice Scheler, ya en el prólogo a la primera edición, es,
entre las filosóficas, «la que representa lo más perfecto que poseemos».

Esto quiere decir, añade Scheler, que todas las éticas posteriores, por lo general
meramente talitativas, no han conseguido rebatir sus ideas fundamentales.

De aquí que la observación preliminar con que se abre la primera parte de su libro sea:

«Sería en mi opinión un gran error prestarse a aceptar que hay alguna de las
direcciones de la ética material postkantiana que refute las doctrinas de Kant.
Muy lejos estoy de esa opinión. Antes bien, creo que todas esas tendencias
modernas, cuyo punto de partida en la argumentación ética es un valor material
básico, como la vida, el bienestar, etc., son tan sólo ejemplos de un supuesto
cuya refutación definitiva representa justamente el más alto mérito, y aún, en
rigor, el único mérito de la filosofía práctica de Kant. Pues todas esas formas de
ética material son, al mismo tiempo, con pocas excepciones, formas de la ética
de bienes y de fines. Mas toda ética que parte de la pregunta: ¿cuál es el bien
más alto?, o ¿cuál es el fin último de las aspiraciones de la voluntad?, la tengo
como refutada, de una vez ara siempre, por Kant. Toda ética postkantiana podrá
haber contraído grandes méritos en la aclaración de valores morales concretos y
en el análisis de peculiares conexiones de la vida moral, pero en su parte
principal constituye tan sólo el fondo sobre el cual destaca con más claridad y
plasticidad la grandeza, la fortaleza y la armonía de la obra de Kant».

Max Scheler. «Ética. Nuevo ensayo de fundamentación para un personalismo ético».

Este juicio de Scheler sobre las éticas epistemológicas de orden talitativo es importante
porque demuestra hasta qué punto tenía conciencia de su identidad de objetivos con
Kant en relación con la tarea de situar a la ética en un orden estrictamente
trascendental.

30
Cfr. GRACIA, Diego. «Fundamentos de Bioética». EUDEMA. Madrid. 1989. págs. 362 y ss.
80

Con Kant le unen dos cosas: el rechazo de la ética material de bienes propia de la
antigua tradición metafísica, y el intento de superar todas las éticas talitativas mediante
una estricta fundamentación trascendental.

Hay otra tarea que, sin embargo, los diferencia. Kant piensa que esa fundamentación
trascendental no puede realizarse más que mediante un principio formal, en tanto que
Scheler opina que la fórmula del imperativo categórico, a la que califica de terrible y
sublime, está vacía de todo contenido y debe, por ello, ser sustituida por la ética
material de los valores.

Este salto del formalismo kantiano al apriorismo material lo posibilita el método


elaborado por Husserl, la fenomenología. Refiriéndose a ella escribe Scheler en el
prólogo a la primea edición de su libro:

«[“Bueno” y “malo”] son en efecto —no intentamos hacer construcciones


intelectuales—, valores materiales perceptibles claramente por el sentimiento y
de índole propia. Naturalmente, no hay aquí nada susceptible de definición, igual
que ocurre en todos los fenómenos últimos de valor».

Max Scheler. «Ética»

Queda ahora el problema de saber cómo puede desarrollarse una teoría


fenomenológica de los valores, es decir, cómo hay que proceder en la construcción de
la axiología.

Una primera respuesta, que ya usufructuó Husserl, consiste en equiparar de alguna


forma la ciencia de los sentimientos o axiología, con la ciencia de los pensamientos o
lógica.

Y del mismo modo como en ésta es preciso distinguir los aspectos formales (o lógica
formal) de los materiales (lógica material), así también Husserl fue elaborando poco a
poco una «axiología formal» (donde estudiaba las propiedades de adición, composición,
producción, etc. de valores, según el modelo de la lógica formal) y una «axiología
material» (como fundamento de una ética material de los valores.

En su Lógica formal y lógica trascendental Husserl afirma que:

También las esferas de actos no tóxicos admiten un tratamiento formal. Lo cual


tiene una gran significación, porque se abre la posibilidad de ampliar la idea de la
lógica formal para abarcar a una axiología y una práctica formales. Nace así una
lógica formal de los valores, de los bienes. Cada esfera posicional tiene sus
categorías «sintácticas», sus propias modalidades primordiales de «algo en
general» y sus formas derivadas de ellas; por consiguiente, cada una tiene su
«lógica formal», su «analítica».

Edmund Husserl. «Lógica formal y lógica trascendental».Ensayo de una crítica de la razón lógica»
81

La axiología formal, como la lógica, es una disciplina apriorística y analítica. Por eso
consta de principios similares a los de identidad y contradicción, como es el de que los
valores son positivos y negativos, o también estos cuatro axiomas, en parte ya
formulados por Brentano:

• La existencia de un valor positivo es, en sí misma, un valor positivo.


• La existencia de un valor negativo es, en sí misma, un valor negativo.
• La inexistencia de un valor positivo es, en sí misma, un valor negativo.
• La inexistencia de un valor negativo es, en sí misma, un valor positivo.

También son formales otros axiomas como los siguientes:

• El mismo valor no puede ser positivo y negativo.


• Sin embargo, todo valor no negativo es positivo, y
• Todo valor no positivo es negativo

El carácter a priori de estos contenidos hace que gocen de una cierta «transparencia»,
al contrario de lo que sucede con los saberes a posteriori, que presentan siempre una
invencible «opacidad».

«Las cosas, las realidades son por naturaleza opacas a nuestra percepción: No
ya manera de que veamos nunca del todo una manzana. Nuestra experiencia de
ella será cada vez más aproximada, pero nunca perfecta. En cambio lo irreal —
un número, un triángulo, un concepto, un valor— son naturalezas transparentes.
Las vemos de una vez en su integridad. Meditaciones sucesivas nos
proporcionarán nociones más minuciosas de ellas, pero desde la primera visión
ya nos entregaron entera su estructura. Toda nuestra labor mental se hace sobre
esa primera visión o no hace más que reiterarla. Nuestra experiencia del número,
del cuerpo geométrico, del valor, etc. es, pues, absoluta. De aquí que la
matemática sea una ciencia a priori de verdades absolutas. Pues bien, la
Estimativa o ciencia de los valores será asimismo un sistema de verdades
evidentes e invariables, de tipo parejo a la matemática»

Ortega y Gasset. «Introducción a una Estimativa».

Obviamente, junto a esta lógica formal de los valores o axiología formal, está su
lógica material, que Scheler también considera, a diferencia de Hume y de tantos
otros epistemólogos, como a priori.

Ella es la que nos permite diferenciar, por razón de los sujetos específicos de los
valores, unos que sólo pueden aplicarse a personas, como los de bueno y malo,
y en general todo el conjunto de los «valores éticos».

Hay otros, por el contrario, que tienen por depositarios a todos los seres vivos
pero no a las cosas, como los de noble y vulgar o ruin. Otros, en fin, son propios
de cosas y acontecimientos, como los de agradable o útil.
82

Para Scheler, una persona nunca puede ser «útil», del mismo modo que tampoco
existen cosas ni acontecimientos moralmente «buenos» o «malos».

Además, el reino de los valores se presenta como dotado a priori de un cierto


orden o jerarquía, en virtud de lo cual un valor es «más alto» o «más bajo», es
decir, «superior» o «inferior» a otro.

Esta captación del rango de un valor acontece mediante un acto especial de


conocimiento denominado preferencia». No se trata de tender, ni de elegir o
querer, sino de preferir.

El preferir es apriorístico, y se realiza sin ningún tender, elegir o querer, que son
siempre empíricos. Así decimos «prefiero la rosa al clavel», sin pensar en una
elección. Este preferir apriorístico es el que nos permite establecer un orden
jerárquico de valores.

Scheler se vio obligado a establecer una serie de criterios en relación a los


cuales puede llegarse a conocer el orden jerárquico de un sistema de valores.
Tales criterios no son empíricos, no tienen relación alguna con el proceso factual
de elección o preferencias del sujeto que valora, sino que son manifestación de
algunos de los elementos o características definitorias y esenciales del valor.

El primer criterio es el de la durabilidad. Se refiere al carácter estable y


permanente que poseen los valores; su dimensión atemporal y no situacional.
Un valor es superior a otro en función de esa ausencia de variabilidad e
inestabilidad temporal y espacial.

La divisibilidad es el segundo criterio, y guarda relación con el carácter unitario,


no fragmentado de un valor. De otro modo, cuanto más compartido esté un valor
es más divisible entre los diferentes objetos en los que se manifiesta y, por tanto,
tiene menor importancia dentro del conjunto de valores. Ahora bien, Scheler
introduce con este criterio una cierta contradicción en su concepción de los
valores en la medida en que la divisibilidad hace referencia al número de sujetos
y objetos en que un valor se manifiesta, con lo cual está presuponiendo, al
menos en parte, un criterio empírico y no apriorístico.

La fundación es otro criterio. Los valores que dan origen a otros son los que
Scheler denomina valores supremos, y se sitúan en los niveles superiores del
sistema de valores. Tal criterio hace referencia a la dimensión central que unos
valores tienen frente a otros: los más centrales son aquellos que fundamentan a
otros. Por ejemplo, en un sistema de valores puede pensarse que el valor de
libertad está fundamentado en el de igualdad: éste sería superior al primero.

Un cuarto criterio que establece es el de la profundidad de satisfacción. La


profundidad está relacionada con la realización o cumplimiento de un valor.
Cuanto más alto y supremo es un valor más satisfacción produce.
83

Aunque Scheler trata de dejar claro que la profundidad de satisfacción no tiene


nada que ver con la experiencia y la preferencia específica del sujeto que valora
de algún modo sí guarda relación con la experiencia subjetiva: siendo esto así
nos encontramos de nuevo con otro criterio que supone una contrapartida a los
supuestos apriorísticos de la naturaleza de los valores, en la medida en que este
criterio puede verse como fundamentado en la experiencia.

El último criterio, el de la relatividad, se refiere al grado en que un valor se


percibe como más próximo al valor central o supremo y que para Scheler es el
valor religioso.
Scheler describe en su gran obra El formalismo en la ética y la ética material de
los valores el siguiente orden jerárquico:

Por sí mismos Agradable


Desagradable
1. Valores sensibles
Útil
Por referencia Inútil

Noble — Vulgar
2. Valores vitales Sano — Enfermo
Enérgico — Inerte
Fuerte — Débil

Estéticos Bello — feo

3. Valores espirituales Éticos Justo — Injusto

Noéticos Conocimiento — Error

4. Valores religiosos Santo — Profano

Esta jerarquía de valores lleva a Scheler a establecer un axioma que juega un


papel fundamental en todo su pensamiento, el de que todos los valores están
subordinados a los valores personales, incluso todos los valores posibles, y
también los de las organizaciones y comunidades impersonales.

Estos valores son lo superiores, de carácter ético y religioso. Éstos tienen la


característica de halarse regidos por el «principio de solidaridad», por lo que tales
valores no definen tanto a la persona individual como a lo que Scheler llama «el
reino de las personas».

Porque, la persona humana no se constituye como tal sino en solidaridad con


todas las demás.
84

«En la ética del autor queda eliminado todo «individualismo», con sus
consecuencias erróneas y desafortunadas, en virtud de la teoría de la
corresponsabilidad primitiva de cada persona para la salvación moral del
todo, que constituye el «reino de las personas» (principio de solidaridad).
Para el autor no es lo valioso moral una persona «aislada», sino
únicamente la persona que se sabe originariamente vinculada con Dios,
dirigida en amor hacia el mundo, y que se siente solidariamente con el
todo del mundo del espíritu y con la humanidad».
Max Scheler. Ética.
85

MAX SCHELER
El formalismo en la ética y la ética material de los valores (EMV)

Observación preliminar31

En un trabajo más extenso que aparecerá próximamente voy a intentar el desarrollo de


una EMV sobre la más amplia base de la experiencia fenomenológica. A tal empresa le
pone el veto la ética de Kant, todavía hoy ampliamente vigente. Mas como en este
trabajo no quiero someter a crítica de ninguna clase las opiniones de los otros filósofos,
sino tan sólo servirme de sus doctrinas hasta donde puedan serme útiles para aclarar
mis propias tesis positivas, también en este lugar querría abrirme libre paso para aquel
trabajo positivo mediante una crítica del formalismo en la Ética en general, y
especialmente de los argumentos aducidos por Kant a su favor. En último caso, rige en
filosofía el dicho de Spinoza: “la verdad es criterio de sí misma y del error”. Por ello,
solamente podré realizar en este trabajo aquella crítica de manera que demuestre el
error de la tesis kantianas al tratar d poner en su lugar las que considera justas.

Sería, en mi opinión, un gran error aceptar que alguna de las direcciones de la Ética
material postkantiana refuta las doctrinas de Kant. Muy lejos estoy de esa opinión.
Antes bien, creo que todas esas tendencias modernas que toman por punto de partida
en la argumentación ética un valor material básico, como la vida, el bienestar, etc. son
tan solo ejemplos de un supuesto cuya refutación definitiva representa justamente el
más alto mérito, y aun, en rigor, el único mérito, de la filosofía práctica de Kant.

Pues, todas esas formas de ética material son, al mismo tiempo, con pocas
excepciones, formas de la Ética de bienes y de fines. Y toda ética parte de la pregunta
¿cuál es el bien más alto?, o ¿cuál es el último fin de las aspiraciones de la voluntad? la
tengo como refutada, de una vez para siempre, por Kant.

Toda ética postkantiana podrá haber contraído grandes méritos en la aclaración de


valores morales concretos y en el análisis de peculiares conexiones de la vida moral,
pero en su parte principal constituye tan sólo el fondo sobre el que destaca con más
claridad y plasticidad la grandeza, fortaleza y armonía de la obra de Kant.

Por otra parte, estoy convencido de que este coloso de acero y bronce obstruye el
camino de la filosofía hacia una doctrina concreta, evidente y al mismo tiempo
independiente de toda positiva experiencia psicológica e histórica de los valores
morales, de su jerarquía y de las normas que reposan sobre esta jerarquía. Con lo que,
al mismo tiempo, impide toda incorporación de los valores morales a la vida del hombre
sobre la base de una verdadera evidencia. Toda mirada a la plenitud del mundo moral y

31
Tomado de SCHELER, Max. «Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético».
Caparrós Editores. Madrid. 2001. Traducción de Hilario Rodríguez Sanz. Págs. 47 a 49. Versión original:
«Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik. Neuer Versuch der Grundlegungeng eines
etischen Personalismus» (1913).
86

sus cualidades, toda convicción de poder establecer algo obligatorio sobre ellas y sus
relaciones, nos es impedida en cuanto aquella fórmula, terrible y sublime, valga en su
vacuidad como el único resultado evidente y riguroso de toda Ética filosófica.

Toda la llamada crítica «inmanente», que sólo toma en cuenta la precisión lógica de las
exposiciones kantianas, no tendría ningún valor para tal fin. Más bien se ha de tratar de
descubrir aquí todos aquellos supuestos de Kant, algunos de los cuales únicamente han
sido formulados por él, pero en su mayor parte han sido silenciados, precisamente
porque él los ha tenido por demasiado evidentes para ser recordados también
expresamente.

Supuestos de esta clase son mayormente aquellos que él comparte con la filosofía de la
época moderna, o aquellos otros que, sin el menor reparo ni prueba, ha tomado del
empirismo inglés y de la Psicología asociacionista. Hemos de tropezar en el curso de
este trabajo con las dos clases de supuestos mencionados. La crítica precedente de
Kant nos parece que los ha tomado demasiado poco en consideración.

Mas también sobre esto rehuyo la labor de una «crítica inmanente», porque no se trata
aquí de someter a crítica al «Kant histórico» con todos sus detalles accidentales, sino la
idea de una Ética formal en general, de la que para nosotros es sólo una representación
por otra parte, la más grande y penetrante, la Ética de Kant, en la forma más
rigurosa que haya podido caber.

Indico aquí esos supuestos, que luego se han de examinar con todo detalle en los
capítulos correspondientes, y que, expresados o no, son la base de la doctrina kantiana.
Se pueden reducir a las siguientes proposiciones:

1. Toda Ética material ha de ser forzosamente Ética de bienes y de fines.


2. Toda Ética material tiene, forzosamente, validez inductiva, empírica y a posteriori
tan solo; únicamente la Etica formal es a priori, con certeza independiente de la
experiencia inductiva.
3. Toda ética material es forzosamente Ética del éxito, y sólo una Ética formal
puede reclamar la disposición de ánimo, o el querer ínsito en esa disposición de
ánimo, como primitivos depositarios de los valores bueno y malo.
4. Toda Ética material es forzosamente hedonismo y se funda en la existencia de
estados de placer sensible producidos por los objetos. Sólo una Ética formal es
capaz de evitar la referencia al estado de placer sensible, al mostrar los valores
morales y fundamentar las normas morales que en ellos descansan.
5. Toda Ética material es necesariamente heterónoma; sólo la Ética formal puede
fundamentar y afianzar la autonomía de la persona.
6. Toda Ética material conduce a la mera legalidad del obrar, y sólo la Ética formal
puede fundamentar la moralidad del querer.
7. Toda Ética material coloca a la persona al servicio de sus propios estados o de
las cosas-bienes extrañas; sólo la Ética formal puede descubrir y fundamentar la
dignidad de la persona.
8. Toda Ética material debe, en último término, colocar el fundamento de las
valoraciones éticas en el egoísmo instintivo de la organización de la naturaleza
87

humana, y sólo la Ética formal puede fundamentar una ley moral independiente
de todo egoísmo y de toda peculiar organización de la naturaleza humana, ley
generalmente válida para todo ser racional.

SECCIÓN PRIMERA
La EMV y la ética de los bienes y de los fines32

Antes de criticar la equiparación errónea establecida por Kant entre los bienes y los
valores y la idea que él se hizo del valor como una noción abstraída de los bienes,
debemos enfatizar que Kant estaba perfectamente en la razón al rechazar de antemano
por falsa toda ética de los bienes y de los fines. Lo mostraremos de manera detallada

Los bienes son por esencia cosas valiosas. Cada vez dice Kant que hacemos
depender la bondad o maldad (Schlechtigkeit) moral de una persona, de un acto de la
voluntad, de una acción, etc. de su relación con un mundo (puesto como real) de bienes
o males existentes, por lo mismo hacemos depender también la bondad o maldad
de la voluntad de la existencia particular y contingente de ese mundo de bienes, y al
mismo tiempo, del conocimiento empírico de ese mundo.

En esta hipótesis, cualquiera sea el nombre que demos a esos bienes por ejemplo, la
prosperidad de una comunidad existente, de un Estado, de la Iglesia, acceso de tal
nación o de la humanidad entera a un cierto nivel de civilización, etc. el valor moral de la
voluntad dependerá siempre de la medida en que ella contribuya a «mantener» o a
«favorecer» ese mundo de bienes, según, por ejemplo, que ella acelere o retarde la
«tendencia evolutiva» que se le supone como inmanente. Así pues toda modificación en
ese mundo de bienes modificaría también el sentido y la importancia de «bueno» y
«malo».

Y puesto que la historia nos muestra este mundo de los bienes como sometido a una
alteración y a un movimiento histórico continuos, el valor moral del querer y de los seres
humanos participarán también del destino de ese mundo. El agotamiento o la
desaparición de ese mundo destruirán la idea misma del valor moral. Es decir que toda
ética reposará sobre la experiencia histórica o revelará las vicisitudes de ese mundo de
los bienes que no tendrá, por ende, más que un valor empírico e inductivo y la ética
quedará así totalmente relativizada. Se agrega a ello el hecho de que todo bien está
implicado en el nexo causal natural de las cosas reales. No existe, entonces, un mundo
de bienes que no pueda ser destruido parcialmente por las fuerzas de la naturaleza o
de la historia. Si el valor moral de nuestra voluntad dependiera de ese mundo de los
bienes, necesariamente resultaría afectado por tal destrucción. Dependería, en
consecuencia, de las contingencias y accidentes implicados en el determinismo causal

32
SCHELER, Max. «Le formalisme en éthique et l’éthique matériale des valeurs». Gallimard. Paris. 1955.
Versión de Maurice de Gandillac.
Selección, adaptación y traducción de textos de Raúl Villarroel
88

real de las cosas y los acontecimientos. Mas, como Kant lo vio muy bien, ello es
evidentemente un sin sentido.

Por otra parte, sería imposible someter a cualquier tipo de crítica al mundo de bienes
existentes en cada época. Tendríamos que inclinarnos sin más a cualquier parte de ese
mundo y someternos a cualquier «tendencia evolutiva» que pudiera presentarse en
determinado momento. Ahora bien, es innegable que, por el contrario, no sólo
ejercitamos de continuo la crítica en ese mundo de bienes distinguiendo, por ejemplo,
entre un arte auténtico y un arte inauténtico, entre cultura y pseudocultura, entre el
Estado tal como es y tal como debería ser, sino que atribuimos el más alto valor moral a
personas que en determinadas circunstancias han abierto una brecha en tal mundo de
bienes existentes y han puesto en su lugar ideales de renovación radicalmente
opuestos al mundo de bienes existentes en su época.

Y puede, evidentemente, decirse igual cosa de la «tendencia evolutiva» o de la


«dirección evolutiva» de tal mundo de bienes. En sí misma una dirección semejante
puede ser buena o mala. La transformación del espíritu religioso y la ética de los
Profetas hasta la ley rabínica y la profusión de prescripciones de culto que
correspondieron a negociaciones minuciosamente calculadas entre el hombre y Dios,
constituyeron también una «evolución». Pero ésta era una evolución en dirección de lo
malo, siendo, por el contrario, buena la voluntad que se opuso a dicha evolución y que
terminó finalmente por interrumpirla. Por consiguiente, toda tentativa por establecer de
partida una dirección de la evolución del «mundo» o de la «vida» presente, o de la
«cultura» humana, etc. (sin importar que esa evolución tenga un carácter progresivo,
orientado al aumento de valores, o regresivo, apuntando a una disminución de los
mismos) para después medir el valor moral de los actos voluntarios por su relación con
el curso de esa «evolución», contiene igualmente todos los rasgos de la ética de los
bienes rechazada por Kant con tanto derecho.

Se puede decir lo mismo de toda ética que pretenda establecer un fin ya sea que se
trate de un fin del mundo o de la humanidad, o un fin que se ofrezca para las tendencias
humanas, o incluso si se trata de un «fin último» mediante el cual se busque medir el
valor moral del querer. Toda ética que proceda de esta manera depreciará
necesariamente los valores de lo bueno y de lo malo, haciéndolos descender al simple
nivel de valores «técnicos» subordinados a tal fin. Sin embargo, los fines se justifican en
sí mismos sólo en el caso de que la voluntad que los propone o que los propuso sea
una buena voluntad. Ello es verdadero para todos los fines puesto que es verdadero
respecto de la esencia misma del fin, cualquiera sea el sujeto que lo haya propuesto
como fin, sin excepción, incluso si se trata de fines «divinos». No sino a la luz de su
carácter moralmente bueno que podemos distinguir los fines de Dios de los del Diablo.
La ética no puede admitir que se hable de «fines buenos» y de «fines malos» pues
jamás los fines son buenos o malos con abstracción de los valores del acto que los
propone y que es en sí mismo bueno o malo. Es decir, bueno y malo son cualidades
auténticas sólo del valor mismo. Precisamente por ello, una buen y una mala conducta
nunca pueden determinarse por relación a un fin, ya sea que resulten facilitadas o
impedidas por éste. La persona buena se plantea también buenos fines. Más, sin un
89

conocimiento del modo y de las fases en que se ha llegado a la proposición de un fin,


nunca podemos, sólo a través de sus contenidos, descubrir aspectos comunes que los
tornen buenos en una parte y malos en otra. Por consiguiente, «bueno» y «malo» no
son conceptos abstraídos de los contenidos empíricos de los fines. Todo fin puede ser
igualmente buen o malo en tanto que sólo le conocemos a él. Pero ignoramos el modo
cómo ha sido propuesto.

Renunciamos a insistir en avanzar y precisar más la importancia del significado de esta


demostración de Kant, tan perspicaz e importante, pues no esperamos encontrar
oposición alguna entre aquellos a quienes nos dirigimos. Sin embargo, lo que para
nosotros presenta la mayor importancia son las consecuencias que Kant extrae de
estos principios. Él se imagina, en efecto, haber demostrado más de lo que
efectivamente ha demostrado. Cree haber establecido que una ética que procede a
partir de un método correcto debe abstenerse de considerar como supuestos de la
constitución de los conceptos de bueno y malo no sólo los fines y los bienes sino todo
valor de naturaleza material. «Todo principio práctico nos dice Kant que
presuponga como fundamento determinante de la voluntad un objeto (materia) ofrecido
a la facultad apetitiva es empírico y no puede proporcionar ley práctica alguna. Entiendo
por materia ofrecida a la facultad apetitiva un objeto cuya existencia efectiva es
deseada».

Habiendo hecho abstracción, para fundar la ética, de los cosas-bienes de carácter


efectivamente real, Kant imagina que tiene el derecho de hacer también abstracción de
los valores que se expresan a través de esos bienes. Esto sería correcto sólo si los
conceptos de valor (Wertbegriffe), en lugar de encontrar la plenitud de su contenido en
estos fenómenos autónomos, estuvieran abstraídos de los bienes; o si ellos se pudieran
deducir de las acciones efectivamente ejercidas por las cosas-bienes sobre nuestros
estados de placer y displacer. Que ello sea así es uno de los presupuestos tácitos de
Kant.

Otra consecuencia obtenida por Kant es que en materias morales, es decir en relación
con lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, es que se trata sólo de relaciones formales
existentes entre los fines. (unidad y armonía, en oposición a contradicción y
desarmonía). Esta consecuencia supone, no obstante, que anterior e
independientemente al fin empírico que un ser se propone no hay una fase de
formación de la voluntad, en la que ya esté dada una orientación axiológica en la
voluntad en cuestión, sin alguna referencia a la idea de un fin determinado. Creemos
que Kant no hace sino sacar esta idea de sus propios principios. Y no es de su rechazo
a toda ética de bienes y de fines, a nuestro juicio totalmente justificado, sino del error
que señalamos de lo que se derivan la primera de las proposiciones que enumeramos
con anterioridad: que toda ética material debe ser forzosamente ética de los bienes y de
los fines. Esto es lo que vamos a demostrar de manera más precisa.
90

1. Bienes y valores

Los nombres que damos a los colores no designan simples propiedades de las cosas
corporales, aun cuando en la concepción natural del mundo (natürliche
Weltanschauung) los fenómenos de color se consideren a menudo como un modo de
distinción para las diferentes unidades de cosas corporales. De la misma manera, los
nombres de los valores no designan de las unidades de las cosas corporales a las que
llamamos bienes.

Yo puedo representarme un rojo como un simple quale extensivo, por ejemplo, como un
puro color del espectro, sin concebirlo de alguna manera como afectando una superficie
corporal y ni siquiera como superficie o como extensión. Así también, valores como lo
agradable, lo encantador, lo amable, y también lo amigable, lo distinguido, lo noble, me
resultan originariamente accesible sin que yo me los represente como propiedades
pertenecientes a las cosas o a los hombres.

...

Por lo tanto, para determinar de manera correcta un valor, nunca es suficiente hacerlo a
partir de signos extraños al mundo de los valores, ello hace que este mismo valor sea,
en tanto que tal, objeto de una intuición particular o que se refiera a una intuición de
esta clase. Así entonces, sería un sinsentido preguntar si hay propiedades comunes a
todos los objetos azules o a todos los objetos rojos, pues se podría responder que no
hay nada en común en el hecho de ser azul o de ser rojo, como no sería menos un
sinsentido preguntar cuáles son las cualidades comunes a las conductas o las actitudes
de los hombres buenos o malos.

Resulta que existen cualidades axiológicas auténticas y verdaderas, que constituyen un


dominio propio de objetos que tienen entre ellos ciertas relaciones y correlaciones
determinadas, y que, en tanto cualidades axiológicas, pueden situarse en niveles
diferentes. Debiera ser posible establecer entre estos valores un orden y una jerarquía,
totalmente independientes de la presencia de un mundo de bienes a través del cual
ellos se manifiestan, independientemente también de las transformaciones históricas de
dicho mundo. Este orden y esta jerarquía deben ser justificables en una experiencia a
priori.

Se podría objetar que hemos demostrado solamente que los valores no son, o que al
menos no son originariamente, propiedades pertenecientes a las cosas; pero ¿no será
que ellos son poderes o facultades, o incluso disposiciones, pertenecientes a las cosas
y capaces de determinar en los sujetos que los sienten y desean, ciertos estados
afectivos y ciertas apetencias?.

En muchos sentidos, Kant parece inclinarse hacia esta teoría sostenida primeramente
por Locke. Si ella fuera verdadera, la experiencia de los valores dependería siempre de
la acción de estos «poderes», del ejercicio de estas «facultades», de la estimulación de
estas «disposiciones»; la jerarquía cualitativa de los valores, por ejemplo, sería siempre
una consecuencia de los vínculos reales entre estas facultades, e incluso de estas
91

disposiciones reales. Y Kant estaría entonces perfectamente facultado para no concebir


una ética material sino en cuanto empírica e inductiva: es, en último término, del análisis
de la acción que las cosas ejercen por intermedio de estos poderes, de estas
facultades, de estas disposiciones, y que tiene para nosotros una cierta estructura
orgánica natural, de lo que depende todo juicio sobre los valores y a fortiori todo juicio
sobre las relaciones axiológicas.

Se podría dudar, en general, de clasificar las capacidades y las disposiciones en


inferiores y superiores y reducir la jerarquización simplemente a un criterio de orden
cuantitativo (en relación con una cierta energía axiológica, como la suma de fuerzas
elementales que pertenecen a una cosa) o a una pura consideración subjetiva,
considerando, por ejemplo, como superiores, los valores que ejercen sobre nuestras
facultades apetitivas una acción más poderosa.

Esta teoría así como lo admitió Locke que es falsa en el orden y el dominio de los
colores, es igualmente falsa en el dominio de los valores. Resultaría vano buscar en el
universo entero un lugar para estas «facultades», para estas «capacidades», para estas
«disposiciones». ¿Se trata de capacidades particulares de orden axiológico o de las
mismas capacidades que las ciencias de la naturaleza atribuyen a las cosas (atracción,
cohesión, pesantez, etc.).

En la primera hipótesis se introduce evidentemente una qualitas occulta, una X que no


tiene sentido más que para el efecto mismo que tiene que explicar algo así como la
vis dormitiva de Molière. Ahora, si concebimos a los valores como simples efectos
especiales de la acción ejercida por cualquier fuerza natural sobre seres reales
provistos de deseos y sentimientos pues tampoco estas fuerzas parecen consistir en
la acción mutua de las cosas mismas, según como las ciencias naturales lo han
establecido, renunciamos, por lo mismo, a la tesis que pretendemos sostener. Los
valores, en este caso, no son capacidades de este género, sino más bien efectos, es
decir, los deseos y sentimientos mismos. Y esta visión nos conduce a una teoría de los
valores de un tipo totalmente diferente.

Las mismas consideraciones valen para la hipótesis de las capacidades y las


disposiciones secretas. Los valores son fenómenos captados claramente por
percepción afectiva, no la X oscura que no tiene sentido más que para los fenómenos
conocidos.

Sin duda, cuando presuponemos el valor de un proceso sobre la base de una


percepción afectiva dada axiológicamente, podemos describir provisional e
inexactamente como «valor» a la causa incompletamente analizada de dicho proceso
(sin apuntar a la causa de su valor). Es así como hablamos, por ejemplo, de los
diversos «valores nutritivos» de los alimentos, los hidrocarburos, de las albúminas, de
las grasas, etc. Aunque aquí no se trata de «facultades», «capacidades» o
«disposiciones» oscuras o secretas, sino de sustancias y energías químicamente
determinadas. Lo que presuponemos es un «valor nutritivo» correspondiente a la
noción de «nutrición» que nos es dada inmediatamente en la satisfacción de nuestro
92

apetito y que es diferente del valor mismo de esta satisfacción y a fortiori del placer que
se añade generalmente (aunque no siempre) a la absorción de los alimentos.

...

Todos los valores (incluidos lo «bueno» y lo «malo») son cualidades materiales


vinculadas entre sí por un orden jerárquico determinado, independientemente de la
manera de ser que puedan adquirir y del hecho de que, por ejemplo, puedan
presentársenos como puras cualidades objetivas, o como miembros de estructuras
valiosas (Wertvelhalten) (por ejemplo el ser agradable o el ser bello de algo), e incluso
como elementos parciales pertenecientes a los bienes, o, por último, como el «valor que
posee una cosa».

Esta independencia que atribuimos al valor, por relación a las cosas, a los bienes y a
las estructuras reales, se deriva muy claramente de una serie de hechos. Conocemos
un momento en la captación de valores donde el valor de una cosa nos es dado muy
clara y evidentemente sin que nos estén dados los soportes o depositarios de ese valor.
Es así, por ejemplo, como un hombre se nos presenta como desagradable y antipático,
o agradable y simpático, sin que podamos decir en qué lo es. Así también
comprendemos un poema u otro producto artístico como «bello», «odioso»,
«distinguido» o «vulgar» antes de tener ni la menor idea de cuáles son los elementos
que motivan en su contenido mismo un juicio de valor semejante; y así también, un
lugar, una habitación, resulta «apacible», «incómodo», o así también la permanencia en
una paraje, sin que nos resulten conocidos los depositarios de tales valores. Estas
mismas consideraciones se aplican sin distinción a las realidades físicas y a las
realidades psíquicas.

Es visible que ni la experiencia del valor ni su grado de adecuación y evidencia


(adecuación en sentido pleno más evidencia constituyen su carácter de estar dado por
sí mismo) (Selbstgegebenheit) dependen en forma alguna de la experiencia de la
experiencia de los depositarios de esos valores. La significación del objeto, «lo que es»
en este sentido (se puede preguntar, por ejemplo, si un hombre es más bien «filósofo»
que «poeta»), puede variar, sin que por ello varíe para nosotros su valor. Estos
ejemplos muestran claramente que los valores son independientes en su ser de sus
depositarios. Ello es verdadero tanto para las cosas como para las estructuras reales u
objetivas. Para distinguir los valores de los vinos no es en ningún caso requisito
conocer, por ejemplo, su composición química, el origen de tales o cuales cepas, su
proceso de maduración, etc. Aunque tampoco los estados de valor son meros valores
pertenecientes a las situaciones objetivas. Para que ellos nos sean dados como tales
no es necesario captar las situaciones objetivas. Puede ser, por ejemplo, que un
determinado día del mes de agosto del año pasado haya sido verdaderamente un «día
muy bello»; ello quizás para mí es algo dado inmediatamente, aunque sin que se me dé
al mismo tiempo el recuerdo de la visita que un amigo particularmente querido me hizo
el mismo día.

Ocurre entonces que el matiz valioso de un objeto (que este objeto sea evocado,
esperado, representado o percibido) constituye lo más original o primario que nos llega
93

de él, como también que el valor del todo en cuestión, al que pertenece como parte o
miembro, constituye, por así decir, el medium sin el cual no podría desarrollar
completamente su contenido representativo o su significación. De cualquier manera, su
valor le precede; es el primer «mensajero» de su propia naturaleza. Allí donde él (el
objeto) es todavía impreciso y oscuro, el valor es inmediatamente preciso y claro. Cada
vez, por ejemplo, que captamos un «medio», captamos inmediatamente el todo aún no
analizado que constituye este medio y en esta captación global captamos su valor; y en
el valor de este conjunto captamos a su vez los valores parciales en los que vienen,
entonces, a «situarse» los objetos particulares de las imágenes.

...

Por ello, se ve que en las cualidades valiosas no subsisten las mismas alteraciones que
en las cosas. Así como el azul no deviene rojo cuando se pinta de rojo una bola azul,
tampoco los valores y su orden jerárquico se ven afectados por los cambios que se
producen en los depositarios de los valores. La alimentación permanece siendo
alimentación y el veneno veneno, sin importar qué cuerpos puedan ser venenosos para
una cierta estructura orgánica o alimenticios para otra. De igual manera, el valor de la
amistad no se ve afectado por el hecho de que un amigo se me revele como falso o me
traicione. Tampoco la rigurosa distinción entre las cualidades valiosas sufre alguna de
estas dificultades porque resulte a menudo difícil decidir qué valor corresponde a qué
cosa.

...

No es como bienes que los valores se distinguen de los estados afectivos y de los
deseos que experimentamos en su presencia sino como simples cualidades. Aún
haciendo abstracción de su errónea teoría según la cual la «cosa» no sería más que un
mero «orden en la sucesión de los fenómenos», los positivistas se igualmente engañan
en lo que concierne a la cuestión que examinamos aquí, en la medida que suponen que
se puede dar la misma relación que se da entre los deseos y los sentimientos actuales,
entre las cosas y sus manifestaciones fenoménicas. Como fenómenos valiosos (no
importan si son «aparentes» o «reales») los valores son ya, auténticamente, objetos
distintos de todos los estados afectivos.

...

La relación del bien con la cualidad valiosa es idéntica a la de la cosa con las
cualidades que corresponden a sus «propiedades». Es decir, que debemos distinguir
los bienes (o sea, las cosas de valor) de los simples valores que las cosas «tienen» o
que «pertenecen» a las cosas (es decir, los valores de las cosas). Los bienes no están
fundados en las cosas de manera que algo debería ser primeramente «cosa» para
enseguida ser «bien». Por el contrario, el bien representa la unidad cosal de las
cualidades valiosas, o de una estructura valiosa, unidad que se funda sobre un cierto
valor de base. Es la «cosalidad» y no la «cosa» lo que está presente en el bien (cuando
se trata de un bien material, lo que está presente en él es el fenómeno de la
«materialidad», no la materia). Una cosa natural ofrecida a la percepción puede ser el
94

soporte de cualquier valor y constituir así una cosa valiosa, pero, si su unidad en cuanto
cosa no se constituye en ella misma como la unidad de una cualidad valiosa de
suerte que el valor no esté en ella sólo fortuitamente entonces no es un bien. En este
caso, se puede llamar res (objeto), entendiéndose que designamos de este modo a las
cosas en tanto ellas son objetos de una relación vivida (fundada sobre un valor)
con un poder de realización por medio de una capacidad volitiva. De esta manera, la
idea de propiedad no presupone simplemente «cosas», ni «bienes», sino tan sólo
objetos. En cambio, el bien es una cosa valiosa.

Que las unidades cosales se distinguen absolutamente de las unidades de bienes es


algo que se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que un bien puede ser destruido sin
que por ello se destruya la cosa que constituye el objeto real; por ejemplo, un retrato en
el que los colores han palidecido. De la misma manera, una cosa puede ser dividida
mientras que el objeto real, en tanto que «bien», no resulta dividido, sino que, o bien se
destruye o permanece intacto (éste es el caso en que la división no afecta a aquello que
constituye lo esencial de su carácter de bien). Así, entonces, las modificaciones que
afectan a los bienes no son idénticas a las modificaciones de los mismos objetos reales
en tanto que cosas; lo que tampoco ocurre de manera inversa.

Sólo los bienes hacen a los valores «efectivos» o «reales». Las «cosas valiosas» no
tiene ese poder. En el bien el valor es, a la vez, «objetivo» (no cesa de serlo) y «real»
(efectivo). Cada nuevo bien adquiere verdaderamente la riqueza axiológica del mundo
real. En cambio, las cualidades valiosas no son más que «objetos ideales», como lo son
también los colores y las cualidades que pertenecen a los sonidos.

Esto puede traducirse también de la siguiente manera: los bienes y las cosas son dadas
de manera igualmente originaria. De esta manera se reduce todo intento de reducir no
sólo la esencia misma de la cosa, la «cosalidad», a un valor, sino también todas las
unidades cosales a unidades de bienes.

...

En cuanto al carácter originario, nos parece que el asunto queda planteado de la


siguiente manera: en la intuición del mundo natural, los objetos reales no nos son
dados, «de entrada en el juego», ni como puras cosas, ni como puros «bienes», sino
como res (objetos); es decir como cosas en cuanto son valiosas (y esencialmente
útiles), de suerte que a partir de estas cosas se puedan constituir las síntesis
resultantes, sea en las puras cosas (haciendo deliberada abstracción de todo valor),
sea en los puros bienes (haciendo deliberada abstracción de toda naturaleza puramente
cosal).

Con lo dicho anteriormente se rechaza también la consideración de los «bienes» como


simples «cosas valiosas». Porque pertenece a la esencia misma de los bienes que el
valor no aparezca como superestructura de la cosa, sino que ellos se hallen
impregnados completamente de valor y, además, que la unidad de un valor sirva de
guía a la complejidad de todas las demás cualidades que se reúnen en el bien (tanto a
95

las demás cualidades valiosas, como a otras que no pertenecen al dominio de los
valores, por ejemplo, los colores y las formas, etc., cuando se trata de los bienes
materiales). La unidad de cada bien está fundada sobre un cierto valor que tiene, por
decirlo así, en él el «lugar» mismo de la «cosalidad» y no se contenta sólo con
representarla. Se puede, entonces, concebir un mundo donde manteniéndose las
cualidades iguales, las cosas podrían ser distintas a lo que son, no obstante el mundo
de los bienes permanecer inalterado.

De aquí que el mundo natural de las cosas no es nunca ni en ninguna esfera de bienes
decisivo ni aun simplemente delimitador para la formación del universo de los bienes. El
universo es tan originariamente un «bien» como una «cosa». Tampoco la evolución del
mundo de los bienes constituye en ningún caso una mera secuela de la evolución de las
cosas naturales; ni se halla tampoco determinada por su «dirección evolutiva».

En cambio, toda formación de un mundo de bienes ─ocurra del modo que ocurra─ va
guiada por una jerarquía de valores, como por ejemplo, la formación del arte en una
época determinada. La jerarquía dominante se refleja tanto en la mutua ordenación de
todos los distintos bienes como en cada bien particular. Pero esta jerarquía de los
valores no determina de un modo unívoco el mundo de los bienes en cuestión, sino que
le traza un margen de posibilidades, fuera del cual no puede ocurrir ninguna formación
de bienes. Es por consiguiente a priori respecto del mundo de bienes de que se trate.

No obstante, esta jerarquía de los valores es una jerarquía material, un orden de


cualidades valiosas. Y el no ser una jerarquía absoluta, sino sólo una «jerarquía
dominante», se manifiesta entre las reglas de preferencia entre las cualidades valiosas
que animan a cada época, llamamos a tal sistema de reglas, dentro de la esfera de los
valores estéticos, un «estilo», y en la esfera de lo práctico lo llamamos una «Moral».
Estos sistemas muestran a su vez un desarrollo y una evolución. Pero esa evolución es
enteramente distinta de la evolución del mundo de los bienes, y varía también con
independencia de él.

De todo lo dicho se deduce claramente lo que aquí nos interesa: en primer lugar la tesis
destacada rigurosamente y con precisión por Kant, aunque aquí la hemos generalizado,
a saber: “ninguna doctrina filosófica acerca de los valores ─sea ética o estética, etc.─
debe presuponer los bienes, y mucho menos las cosas”.

No obstante, también se puede deducir que es posible encontrar un dominio material de


los valores y un orden dentro de él enteramente independientes del mundo de los
bienes y de sus cambiantes configuraciones, aunque igualmente a priori frente a él.

De esta manera resulta completamente equivocada la conclusión obtenida por Kant


respecto de su primera gran intuición: que, respecto a los valores morales (no los
estéticos), no hay un contenido independiente de la «experiencia» (en cuanto inducción)
─ contenido que sería la esencia y la jerarquía de aquellos valores; y por lo que
96

concierne a los valores morales (y estéticos), existiría únicamente una legalidad formal
que prescinde de todos los valores como cualidades materiales.
97

NICOLAI HARTMANN.
Esencialismo y aprioridad de los valores

Cap. XIV
Los valores como esencias33

a) Consideración preliminar de la esencia

En la antigüedad ya se planteó la posibilidad de que hubiera otro ámbito de ser aparte


del de la existencia, del de las cosas «reales» y de la conciencia, que no es menos
«real». Platón lo llamó el de la Idea, Aristóteles el del ειδος, los escolásticos la essentia.

Después de haber sido largamente malentendido y privado de su derecho durante la


modernidad, por causa de la prevalencia del subjetivismo, dicho ámbito ha sido
nuevamente reconocido, con relativa pureza, en aquello que la fenomenología ha
denominado el ámbito de la esencia.

La clase de ser particular de la Idea es la del οντος ον, la clase de ser a través del cual
todo lo que participa de él es tal como es. Característicamente, entre las ideas
platónicas se encuentran los principios éticos, la «virtud» ideal —aquellos valores sobre
los que se construye la ética. Este hecho es especialmente iluminador para la teoría del
valor: en su propio modo de ser, los valores son ideas platónicas.

Pertenecen a aquél ámbito de realidad que –Platón descubriera primeramente, un


ámbito que puede ser espiritualmente discernido, aunque no puede ser visto.

Sobre la clase particular de ser peculiar a las ideas no sabemos nada muy definido: ello
aún está siendo investigado. Pero es de inmediato evidente, incluso para los valores, e
incluso preferentemente para ellos, que son aquello a través de lo cual todas las cosas
que participan de las ideas son exactamente tal como son, es decir, valiosas. En
lenguaje conceptual de nuestros días: los valores son esencias.

Los valores no emanan ni de las cosas ni del sujeto que las percibe, ningún naturalismo
ni subjetivismo puede agregarse a su forma de ser. Aún más, ellos no son «formales»,
o estructuras vacías, sino que poseen contenido; son «materiales», estructuras que
constituyen una clase específica de cosas, relaciones o personas, según si a ellas se
les agregan o les faltan.

33
HARTMANN, Nicolai. «Ethics». Humanities Press. New York. 1967. Versión de Stanton Coit.
Selección, adaptación y traducción de textos de Raúl Villarroel.
98

Además, no son nunca meramente «inventados» —como se suele escuchar— sino que
ellos son captados directamente por el pensamiento; son inmediatamente discernidos
por una «visión interna», así como las «Ideas» platónicas.

La noción platónica de «contemplación» se ajusta bien a aquello que la ética material


designa como el «sentimiento del valor», aquello que se encarna en los actos de
preferencia, de aprobación o convicción.

El sentimiento del valor del hombre es la anunciación de su ser en la persona racional,


sin duda en su peculiar e ideal clase de existencia. Lo a priori de su conocimiento no es
algo intelectual o reflexivo sino emocional, intuitivo.

b) los bienes y sus valores

Los valores no sólo son independientes de las cosas que son valiosas (bienes), sino
que, además, son su prerrequisito. Ellos son aquello por lo cual las cosas —en amplio
sentido las entidades reales y sus relaciones— poseen el carácter de «bienes», es
decir, son aquello a través de lo cual las cosas son valiosas.

Para usar palabras de Kant, los valores, en la medida en que están conectados con las
situaciones reales, son «condiciones de posibilidad» de los bienes.

Por otra parte, es un hecho indiscutible que no podemos discernir los valores más que a
través de los bienes; es fácil probar este hecho empíricamente. ¿No es acaso evidente
que los valores de las cosas se abstraen de las cosas de valor, en otras palabras, que
nuestro conocimiento de estos valores se deriva de la experiencia que tenemos de los
bienes?

Pero, ¿qué es la experiencia de los bienes? Es lo que se conoce en una cosa como
agradable, en otra como útil, ventajosa. En esta experiencia se supone que un
conocimiento del valor de lo agradable, de lo útil, de lo servicial, ya está presupuesto.

Aquí uno «experimenta» sólo que el objeto ante uno prueba ser en sí mismo un medio
para algo más; el valor de aquello ya está fijado, y esto es algo sentido, no razonado, de
modo que no hay duda de ello, sea antes o después de la experiencia. Es algo a priori.

De hecho, ¿cómo podrían las cosas ser aceptadas por alguien como bienes a menos
de que su actualidad fuera una apreciación de ellas que le indica que poseen un valor?

Seguramente los valores no son inherentes, indiscriminadamente, a todas las cosas.


Hay tantas cosas malas como buenas. Ahora, dado que hay la misma clase de ser en
las cosas buenas y en las malas, la misma realidad, ¿cómo podría alguien discriminar
entre ellas, si su sentido del valor no se le informa?

Él debiera poseer de antemano el criterio; por ejemplo, el criterio de lo placentero y lo


displacentero, y desde el comienzo las cosas que deben caer bajo este criterio tienen
que dividirse de acuerdo con éste en placenteras y displacenteras.
99

Tiene que haber un sentimiento elemental que conecta a todas las cosas y a las
relaciones que calzan dentro de su rango de visión con el valor de la vida, y que él
separa en buenas y malas.

De otra manera, tan pronto como uno preguntara: “¿Por qué esto es bueno?” caería en
un eterna circularidad de referencias. Si uno responde: “porque es bueno para otra
cosa”, surgiría de inmediato la pregunta: “¿y para qué es bueno?” y así hasta el infinito;
de modo que continuar moviéndose en la esfera de los bienes evidentemente genera un
círculo. No hay punto de detención sino hasta cuando no se responda con un bien sino
con un valor —que es lo que convierte a las cosas en bienes.

c) Absoluto y a priori

Sin embargo, debemos concebir la idea de la absolutez como diferente de la aprioridad.


Esta distinción lleva por primera vez a la luz al significado de la aprioridad valorativa. Es
decir, la proposición de que los valores son aceptados a priori se sostiene bien incluso
si todas nuestras aproximaciones del valor fueran puramente subjetivas y arbitrarias.

En tal caso, los valores son «prejuicios» —o más correctamente—, ellos son supuestos,
sesgos del sujeto. Entonces, por cierto, no tendrían contenido empírico, ni correlato
empírico susceptible de comprobación. Y puesto que las realidades de este tipo no
tienen criterios de valor, ellas son algo medible que se ofrecen a sí mismas como
criterio posible.

Es necesario no olvidar nunca que todo lo apriorístico, incluso el conocimiento teórico,


está bajo la sospecha de ser subjetivo y arbitrario y que siempre es sabio mantener
esta sospecha como un requerimiento respecto de su «validez objetiva».

Este hecho es bien conocido por la doctrina kantiana de las categorías, que necesitaron
de una «deducción trascendental» para asegurar su objetividad. Los juicios a priori
siempre pueden ser prejuicios, las representaciones apriorísticas pueden no ser más
que supuestos, ficciones. En tal caso son, sin duda, representaciones, pero no
cogniciones.

La prueba kantiana consiste en la exposición de la relación de las categorías con otra


clase de objetos, los objetos a posteriori.

Ello es posible en el dominio de la teoría, pues las categorías son leyes que
inexorablemente operan para todas las instancias reales de la experiencia. En el
dominio de la ética ello no es posible.

Para los valores, aunque ellos son genuinamente objetivos, nunca hay leyes de
existencia, ellos no se presentan en todas las realidades. La prueba de su «validez
100

objetiva» no se produce en conformidad con lo real. La discrepancia entre ellos y lo real


no es evidencia en su contra. El peligro de la subjetividad y de la ficción es aún más
grande en el caso de los valores que en el de las categorías.

En relación con la esencia de los valores lo determinante es que, advertido este peligro,
su aprioridad está más allá de toda cuestión. Aún si fueran ficticios, siguen siendo la
condición del valor, el prius de los bienes, aquello en relación a lo cual las cosas llegan
a ser bienes.

La aprioridad de los valores es aún más incondicional, más absoluta que aquella de las
categorías teóricas. Y ello es por esta razón: que en ellos falte una relación fija con lo
real, que no concuerden con lo empírico, no es criterio que pueda citarse contra la
validez de las valoraciones.

La aprioridad de los valores flota, como si estuvieran en el aire. La total responsabilidad


por la legitimidad y objetividad del criterio de los valores cae en la visión distintivamente
apriorística de ellos; es decir, en último término, sobre el sentimiento del valor.

Discernir de manera segura al valor como una cosa primaria y objetiva, establecer su
pretensión de genuina evidencia, es la tarea que ahora enfrentamos. Y considerando
que no puede haber para los valores una “deducción trascendental”, en el sentido
kantiano, la pregunta entonces es la siguiente: ¿Qué toma el lugar de tal deducción?

d) Voluntad, finalidad y juicio moral acerca de los valores

La proposición anterior requiere de algunas explicaciones. Concierne sólo a la relación


de los valores con los bienes y sólo indirectamente a todos aquellos actos dirigidos a los
bienes ya que no todos los actos de naturaleza práctica están dirigidos a los bienes. Los
más elevados, los distintivamente morales, son fenómenos consistentes en actos de
otra clase, ellos son relativos a valores de otra clase, a los valores morales propiamente
tal. Los valores no sólo son condición de posibilidad de los bienes sino también
condición de posibilidad de todo fenómeno ético en general.

El objeto de la volición, para la conciencia deseante, adquiere la forma de un propósito,


de un fin. Es inherente a la naturaleza de tal fin que su contenido sea de valor, o por lo
menos que sea visto como tal. Es imposible concebir algo como un fin, sin buscar en
ello algo valioso. La materia valiosa, por supuesto, necesita ser reconocida claramente
como tal.

Sin embargo, la conciencia valorativa y propositiva debe, de algún modo, tener un


sentido de su calidad como valor, debe estar convencida de y por ello. Esto significa
que el valor siempre está presupuesto como un factor condicionante. Sin duda es una
101

condición a priori, pues, un fin, en sí mismo, nunca puede ser “experimentado”. No es


una actualidad. Y, además, tan pronto como es actualizado deja de ser un fin.

e) Ejemplo e imitación

No toda aceptación o rechazo se sustenta en un sentido independiente del valor. Hay


de hecho una orientación del juicio moral que se basa en el ejemplo vivo de otras
personas.

Es sabido que en la educación nada es tan directamente efectivo y decisivo como el


ejemplo. Pero, los adultos también se orientan hacia patrones más concretos. Los
cristianos primitivos, por ejemplo, vieron su ejemplo moral en la figura de Jesús tal
como los evangelistas lo describieron. Ellos concibieron su propia moralidad como una
“imitación” de Cristo, vivieron su vida personal con el ideal concreto de hombre ante sus
ojos; para ellos, Jesús era el criterio del bien y del mal —no se planteaban la pregunta
concerniente a si sus propias resoluciones eran aprobadas o desaprobadas por los
demás.

¿cómo se relaciona este hecho con la aprioridad de los valores? ¿acaso las
valoraciones no están tomadas de la actualidad, de la experiencia? ¿no son, por tanto,
a posteriori en cuanto a su naturaleza?

A esto se debiera responder que antes de cualquier imitación tiene que haber un
reconocimiento del patrón mismo. Y si éste fuera puramente un ideal sin ninguna
actualidad, si estuviera desde un principio en un nivel superior a ellos, entonces seria
igualmente apriorístico y diferiría de ellos tan sólo en su concreción.

Pero, si el patrón fuera un hombre particular real descartando toda idealización


posible, la pregunta entonces debiera ser: ¿por qué escojo exactamente a este
hombre y no a otro como mi modelo? No puede ser un accidente que yo escoja
precisamente a éste; como tampoco, por ejemplo, que los estoicos escogieran a Zenón
o a Sócrates, o los cristianos a Jesús. La elección tiene un fundamento bien definido; es
imposible para nosotros tomar cualquier figura al azar como nuestro ejemplo. Sólo
podemos aceptar, definitivamente, un modelo que tenga cualidades morales, que
cumpla requerimientos específicos en resumen, que nos satisfaga por su contenido,
por su “material”.

¿Y qué significa esta satisfacción? ¿Cómo sé qué cualidades debe tener el modelo
ejemplar, qué demandas debe cumplir? ¿Por qué sé yo que es valioso como modelo?

Esta pregunta admite una sola respuesta. La satisfacción que el modelo procura (su
cualidad de ser un patrón) consiste en su correspondencia con los criterios que yo
aplico consciente o inconscientemente. La definición de una persona como patrón es ya
un juicio moral sobre ella en cuanto valor. La elección tiene lugar desde una perspectiva
102

evaluativa. Y no es objeción para este punto de vista el hecho de que ello no me resulta
claro sino hasta cuando lo veo realizado en algún hombre. Hay muchos valores que no
pueden ser traídos a la conciencia sino hasta que se presentan de forma concreta
(realizados o intentados realmente). Sin embargo, los mismos valores no son abstraídos
del modelo, sino que, por el contrario, ellos son presupuestos en mi conciencia de lo
que el modelo debiera ser.

Las valoraciones morales, no obstante, no descansan en la actualidad del modelo, sino


que la elección del modelo descansa sobre el juicio moral en términos de valor. El
conocimiento intuitivo, de naturaleza emocional de lo que un modelo debiera ser es una
función del sentido primario del valor. Aquí también los valores son el prius, el factor
condicionante. La conciencia de lo que es valioso de imitar no es sino una forma de la
conciencia apriorística del valor.

f) Idealización ética y conciencia valorativa

Finalmente, el hecho que no debe ser olvidado es que un ejemplo positivo nunca es
algo tomado completamente de la experiencia real. Proyectamos el patrón sobre una
persona real, o idealizamos a esa persona y, de este modo, ella llega a ser nuestro
ejemplo.

Naturalmente, en este caso no hay conciencia de los límites entre lo real y lo ideal. Uno
adorna a la persona real con cualidades que no tiene, uno evita fijarse en sus
deficiencias y la ve en un estado ideal de perfección.

...

Pero, las discrepancias entre lo real y lo ideal no son de importancia. En lo que


concierne a la imitación, todo lo que cuenta es la imagen ideal. Cuán real sea la
persona en la que uno ve el ideal es un asunto indiferente.

Justamente esta indiferencia ante la realidad, que sólo ve el poder y el contenido del
ideal, es la prueba más poderosa de la aprioridad del sentido del valor en el fenómeno
de los seres “ejemplares”.

Los valores, en este caso, no se muestran como algo que se selecciona sino que
esencialmente como un prius creativo. Los valores, modelan, determinan y producen el
patrón. En su idealidad, ellos son, tanto el factor que vive y mueve, como el secreto
poder del patrón que guía al hombre.

La dependencia que aquí se revela puede ser descrita como la ley universal
concerniente a la esencia de lo ejemplar y a la idealización ética en general. Asegura
que la dependencia del ideal respecto del valor que es primeramente discernido y
sentido es irreversible, y sin duda independiente del mayor o menor carácter empírico
de la ocasión que incite a la idealización.
103

Esta irreversibilidad es obviamente correspondiente al hecho de que llegamos a ser


conscientes del valor en el sentido contrario. Para la mente común la objetividad del
valor del patrón precede a la conciencia del valor, tanto como la objetividad de los
bienes precede a la conciencia de los valores adheridos a las cosas. El orden del
conocimiento es el reverso del orden del ser. Pero, el orden del ser, como tal, nunca se
invierte.

Esta ley fundamental es de gran importancia en el ámbito de los fenómenos éticos. Los
valores vivos de todos los sistemas morales encuentran su más efectiva y satisfactoria
encarnación en los ideales concretos, si estos son sólo creación libre de la fantasía o si
son tomados de ejemplos vivos. Toda a reverencia para los héroes, por ejemplo, es
moralidad viviente concreta. Es la forma histórica de la conciencia habitual del valor.

Y sin duda no es una conciencia falsificada, sino, por el contrario, la más pura y genuina
posesión humana. Mucho más que el entendimiento conceptual, que históricamente ha
sido siempre secundario y ha dado lugar a falsificaciones y exageraciones. Para los
valores, la reflexión constituye un elemento distorsionador. De este hecho, la
investigación acerca de los valores debe sacar sus conclusiones.

g) Responsabilidad y conciencia de culpa

Mientras más profundamente uno se adentra en el corazón de los fenómenos éticos,


más evidente llega a ser la aprioridad y el carácter absoluto de los valores entendidos
como esencias. La determinación de la voluntad, de los propósitos y del establecimiento
de los fines, de la aprobación o desaprobación moral, no constituyen el círculo más
íntimo. La conciencia moral no se restringe a la evaluación de acciones y disposiciones;
ella, además, impone las cualidades morales discernidas a la persona. No sólo juzga,
también condena. Asigna culpa y responsabilidad al agente, y ello sin discriminar entre
uno mismo u otra persona. El agente mismo es juzgado por sus actos, el portador de
una disposición es reconocido por su valor o antivalor. La conciencia moral se vuelve,
de manera incorruptible y presta, en contra del propio ego; impulsa al ego en su
culpabilidad a renunciar a sí mismo, a consumirse en el remordimiento y la
desesperación. O lo conduce a la conversión, a la transformación del corazón, y a la
renovación moral de su propia naturaleza.

En estos fenómenos, la relación entre los valores y la realidad se ha profundizado. La


conciencia de la propia falta de valor se encuentra e identifica con la conciencia de la
propia realidad. Aquí, el sentido del valor prueba su autonomía en la propia
individualidad. En el punto más sensible de la autoconciencia personal prueba su propia
legitimidad como poder, en contra de lo cual los intereses naturales del ego (la
autopreservación, la autoafirmación) no pueden avanzar. La persona real individual, con
sus propios actos, no sólo reales sino que posibles de ser experimentados como tales
—la persona empírica— se ve a sí misma desde una idea de persona que tiene el
poder de condenarla. El yo se encuentra a sí mismo dividido entre un yo empírico y uno
moral o apriorístico. Y el empírico retrocede ante el apriorístico, le reconoce su derecho
a regular y admite la culpa que le imputa, como una conciencia opresiva. El yo empírico
toma sobre sus hombros la responsabilidad que el otro le presenta, y cualquier cosa
104

que haga con la que no esté de acuerdo la devolverá contra sí mismo en calidad de
fracaso o de falla.

Si la aprioridad de los valores es perceptible en alguna parte, ello es aquí. La idea del
yo moral consiste y se construye sobre puros materiales valiosos. Así el hombre moral
ve su moralmente empírica esencia, su determinación interna, su Idea, como su propio
Yo. Y de acuerdo a sus propósitos trata de vivir, es decir, de formar su ser empírico.
Sobre ello descansa su conciencia moral, la conciencia de su propio valor, justificado y
sentido como tal, su autorrespeto como hombre. Y si no hay conciencia respecto del
fracaso en el cumplimiento de esta esencia ideal, el autorrespeto desaparece. El criterio
interno de ese sentido del valor, que lo acompaña en todos los pasos de la vida, en sus
más secretos impulsos, constituye la esencia de su personalidad moral. La personalidad
moral, sin embargo, no existe si no hay valores a priori.

Aquí se advierte la misma e irreversible relación de dependencia: la persona no hace a


los valores, los valores hacen a la persona. Por ejemplo, la autonomía de la persona
presupone los valores, ella es una función de éstos —aunque ciertamente no sólo de
ellos. En consecuencia, hay una radical mala comprensión cuando uno concibe a los
valores como una función de la conciencia moral. Tal concepción conduce a una
regresión que se mueve eternamente dentro de un círculo.

h) Conciencia y a priori ético

Cualquiera que no se haya familiarizado con la idea del apriorismo valorativo


inevitablemente levanta contra este argumento la objeción referida al hecho de que no
es necesaria una conciencia previa de los valores para experimentar responsabilidad y
tener sentimiento de culpa. ¿No llevamos dentro un factor que nos muestra el amino, es
decir, una “conciencia”? La conciencia es la “voz” interior que define lo bueno y lo malo
de nuestra propia conducta, que nos advierte, desafía o guía. La conciencia, de hecho,
juega el rol asignado a los valores, en ella se encuentra la esencia moral. Como adición
a ella no es necesario un a priori valorativo.

Esta objeción sorprendentemente revela el carácter del fenómeno de la conciencia,


pero no es una objeción. La autoacusación, la responsabilidad el sentimiento de culpa
constituyen el amplio fenómeno de la conciencia. Podemos, sin embargo, decir que la
totalidad del razonamiento anterior comienza con el fenómeno de la conciencia y que
está totalmente basado en su existencia real, pero de ello no se sigue que lo a priori sea
superfluo. La verdad es que no hay conciencia apriorística de ellos al lado de la de la
conciencia, al menos no en relación al propio yo. Aquello que llamamos conciencia es
en último término sólo la conciencia primaria del valor, que se encuentra en el
sentimiento de cada persona.
105

NIETZSCHE Y LA CRÍTICA DE LOS VALORES


La genealogía de la moral34.

En el Prólogo de La Genealogía de la Moral (GM), Nietzsche señala como origen, o


primera expresión de su interés acerca del problema de la procedencia de nuestros
prejuicios morales, a su escrito titulado Humano, demasiado humano (HDH). (§ 2 GM).

HDH corresponde a lo que se ha conocido como un segundo período en el desarrollo


del pensamiento de Nietzsche, que se caracteriza por su rompimiento abrupto con el
curso de sus ideas iniciales, las de El Nacimiento de la Tragedia (NT).

El rompimiento y la separación con Wagner y Schopenhauer, quienes habían sido los


héroes de su juventud, y en cuyo nombre había expresado su pensamiento, marcan
este nuevo período de su vida. (Pág. 51 Fink35).

Nietzsche vio confirmado su concepto de genio (entendiendo éste no sólo como el


hombre grande, visto desde una perspectiva meramente humana, sino que como una
caracterización de lo sobrehumano, como una prefiguración del «Superhombre») en los
dos hombres a quien admiró apasionadamente. (Págs. 41 - 42 Fink).

Nietzsche llegará a decir posteriormente en Ecce Homo (EH) que en el fondo,


Schopenhauer y Wagner le habían servido como de “ocasiones” para “tener en la
mano unas cuantas fórmulas, signos, medios lingüísticos más”. Algo similar a como
Platón se sirvió de Sócrates para expresarse a sí mismo.

Nietzsche desarrolla, en las obras siguientes a NT, las implicaciones de la noción de


decadencia vinculada con el racionalismo socrático que se expresa en la metafísica, en
la moral, en la cultura «cristiana» que domina Occidente.

En esas obras, Nietzsche ve que el límite y el peso negativo del socratismo, además de
darse en la eliminación de la posibilidad misma de una visión trágica de la existencia, se
da en su insuficiencia conclusiva que, manifestándose en el momento de la crisis final
de la metafísica, en Kant y Schopenhauer (en los que se expresa una verdadera
sabiduría de tipo dionisíaco (NT 19, 159), prepara el posible retorno de la cultura trágica
que Nietzsche espera en esos años del drama musical wagneriano. (NT 15, 128- 130).

El retorno de la cultura trágica no es un puro y simple retorno del mito; es, más bien, el
resultado de la extrema necesidad de racionalidad de la mentalidad científica, que
según una lógica que anticipa la de la «muerte de Dios» de La gaya ciencia (GC)
por su exigencia de certidumbre se vuelca en ese escepticismo desesperado que es el
kantismo y su continuación en Schopenhauer.

34
Síntesis y comentario de Raúl Villarroel.
35
Cfr. Bibliografía complementaria al final.
106

Pero aquí se puede hallar una ambigüedad en el pensamiento del joven Nietzsche. El
wagnerismo que domina todo su trabajo sobre la tragedia hizo que su sentido
fundamental se presentara como una predicción del retorno del mito. No obstante, los
pasajes sobre la «sabiduría dionisíaca» del kantismo dejan entrever otra posible
solución, distinta a la remitologización wagneriana, del problema del retorno de lo
trágico.

Esta solución distinta será lo que Nietzsche busque a partir de HDH, que conservará
algunas de las tesis fundamentales del escrito sobre la tragedia, pero apartadas de la fe
wagneriana propia de los primeros años de Basilea.

Nietzsche no piensa que la renovación de la cultura trágica pueda producirse a través


de una especie de rescate estético de toda la existencia, que suponga eventualmente
un final del arte como reino separado.

La insuficiencia de una solución estética del problema de la decadencia será


reconocida, en HDH, como relacionada con una inactualidad histórico-psicológica del
arte para el hombre moderno, para quien la libertad del espíritu, y la misma
manifestación del espíritu dionisíaco, encuentra ahora su lugar para desplegarse, más
que en el arte, en la ciencia.

Nietzsche parece reconocer que los adversarios a quienes la filosofía enfrenta son las
ciencias naturales y la historia. Por ello, a pesar de los límites que tales ámbitos
presentan, HDH volverá a pensar su significado y redefinirá en relación con ellos la
propia concepción de los cometidos de la filosofía.

En las obras del segundo período, la filosofía de Nietzsche adquiere una consistencia
original que falta, o es poco visible, en los escritos juveniles, donde pesa su adhesión
total a la metafísica de Schopenhauer. HDH es el escrito que señala con claridad la
transición a la nueva fase y confirma, sintomáticamente, su ruptura con Wagner.

La nueva postura de Nietzsche frente al arte hay anticipaciones marginales en los


primeros años de Basilea; incluso en Schopenhauer como educador la tercera de las
Consideraciones intempestivas (CInt III) piensa a la ciencia como uno de los grandes
enemigos de la verdadera cultura. En HDH, en cambio, el cuadro se transforma
radicalmente: no más «metafísica de artista»; el arte no es la fuerza que nos sacará de
la decadencia.

En HDH Nietzsche adopta una actitud «ilustrada», aunque tiene diferencias


sustanciales con la Ilustración; particularmente, por lo referido a la fe en el progreso.

En esta nuevas postura tienen un peso decisivo los nuevos conocimientos y lecturas del
período de Basilea y la experiencia «wagneriana». En Richard Wagner en Bayreuth
(CInt IV), Nietzsche descubre la imposibilidad de realización de un proyecto de
renacimiento de la cultura trágica.
107

Además influyen las nuevas amistades y contactos culturales; sobre todo con el
historiador y teólogo Franz Overbeck, o Jacob Burckhardt, que influye decisivamente en
las tesis de CInt II y, muy particularmente, sus lecturas acerca de las ciencias de la
naturaleza.

Lo que resulta de todos estos nuevos estímulos se puede leer en las obras de los años
siguientes, desde HDH a Aurora (A) y GC. Ello se puede resumir esquemáticamente
como:

— el fin de la «metafísica de artista»


— como la problematización del concepto de decadencia
— como la nueva configuración de las relaciones entre arte, ciencia y civilización
— y como la renuncia al ideal de un renacimiento de la cultura trágica.

El arte en HDH tiene el defecto de representar una fase «superada» de la educación de


la humanidad, pensada como un proceso de ilustración en el que el papel dominante
corresponde a la ciencia (ver cita de HDH I,147, 122 “El arte como nigromante”) (cfr.
pág. 51 Vattimo).

A lo mismo se refiere el aforismo anterior (146) en el que se imputa al artista una


«moralidad más débil» que la del pensador en lo concerniente al conocimiento de la
verdad.

Nietzsche piensa que el artista, para mantener las condiciones de eficacia de su arte,
necesita conservar viva una interpretación sustancialmente mítica de la existencia, con
todo sus corolarios: emotividad sentido de lo simbólico, apertura a lo fantástico.

Para el artista, la continuidad de su visión de la vida “es más importante que la


dedicación científica a la verdad en todas sus formas, por desnuda que pueda
presentarse”. Para desarrollar la propia acción el arte necesita cierto mundo o cultura.
Las épocas y los mundos en que florecía el arte son los de la emoción violenta, los de la
creencia en dioses y divinidades, en que la ciencia, como forma de saber, no tenía
participación.

Lo que vuelve intempestivo al arte no es tanto la confrontación abstracta con la ciencia


cuanto el cambio de las condiciones generales de la sociedad; cambio que depende
obviamente de la afirmación de la ciencia que crea la situación en la que se torna
obsoleto el arte.

Otro factor corresponde a lo que Nietzsche describe en HDH, en el aforismo 170 de El


viajero y su sombra (VS) como «El arte en la época del trabajo». Su transformación
obedece a la imposición de una organización social basada en el trabajo, que reserva el
arte sólo para el «tiempo libre», el del cansancio y del esparcimiento.

Por ello el arte se vulgariza, para despertar la atención del público recurriendo a
excitaciones, “aturdimientos, embriagueces, conmociones, convulsiones lacrimógenas”
108

(VS 170, 202-203). Muchos de estos rasgos Nietzsche se los reprochará también a
Wagner en sus escritos más tardíos.

Ahora bien, tampoco la ciencia es apreciada por Nietzsche en HDH en tanto que
conocimiento objetivo de la realidad, sino porque, por las actitudes espirituales que
entraña, constituye la base de una civilización más madura, menos violenta y pasional.

Nietzsche no atribuye a la ciencia la capacidad de proporcionar un conocimiento


objetivo de las cosas. Del mundo de la representación, la ciencia puede liberarnos sólo
en pequeña medida, en cuanto no puede quebrantar esencialmente el poder de
antiquísimos hábitos de la sensación. No puede, pues, conducirnos más allá de la
apariencia, a la cosa en sí.

La ciencia puede sólo “gradual y progresivamente iluminar la historia del nacimiento de


dicho mundo como representación; y elevarnos, al menos por algunos momentos, por
encima de todo el proceso” (HDH I, 16, 27).

Por tanto, si la ciencia también se mueve en el ámbito de la representación, de los


errores consolidados en la historia de los seres vivos y del hombre, no habrá que
buscar su diferencia respecto del arte en su mayor verdad y objetividad.

Ya en HDH, y luego con mayor claridad ─en A y GC─, la ciencia funciona más bien
como un modelo y como un ideal metódico; como actividad capaz de inducir una
determinada actitud psicológica, que se valora independientemente de los resultados
estrictamente cognoscitivos.

Nietzsche no espera de la ciencia una imagen del mundo más verdadera, sino más bien
un modelo de pensamiento no fanático, atento a los procedimientos, sobrio, «objetivo»
sólo en el sentido de que es capaz de juzgar al margen del más inmediato apremio de
intereses y pasiones: el modelo de lo que llamará también «espíritu libre».

Pero todo esto, precisamente, vuelve un tanto ambiguo el razonamiento sobre el arte
como fenómeno del pasado y anima el cuadro «ilustrado» de la gnoseología de
Nietzsche en estas obras. (cfr. Comentario de Vattimo en pág. 56)

Sin embargo, Nietzsche piensa que «el hombre científico es la evolución del hombre
artístico» (HDH I, 222, 157), porque el arte nos ha habituado entre otras cosas “a
obtener placer de la existencia, a considerar la vida humana como un trozo de
naturaleza, sin dejarnos transportar demasiado, y como objeto de un desarrollo
necesario” (ibid.).

Estas actitudes, entonces, volverían para Nietzsche con la necesidad de


conocimiento del hombre científico; en él reviviría, de forma más desarrollada, el interés
y el placer con que el arte durante siglos nos ha enseñado a contemplar la vida en
todas sus manifestaciones.
109

Se trata del interés y el placer que sentimos por el proceso de errores del que nace el
mundo de la representación, elevándonos un instante por encima de él. Esta larga
educación a través del arte ha preparado la ciencia y el espíritu libre; y por ello
debemos sentirnos agradecidos del arte. (Ver GC, 107 «Nuestra última gratitud al arte»
en pág. 57 de Vattimo).

Reaparece aquí, entre otras cosas, un tema de NT: el arte como sola fuerza capaz de
hacer soportable la existencia; pero, con un significado profundamente distinto. Ya no
se trata de huir schopenhauerianamente del caos de la voluntad en un mundo de
formas definidas y sustraído a la lucha por la vida, que domina el mundo de la
representación.

Por el contrario, se trata de volver tolerable la conciencia de la ineluctabilidad del error


sobre el que se basan vida y conocimiento, reconociendo que él es la única fuente de la
belleza y abundancia de la existencia.

Paradójicamente se produce aquí una alianza entre ciencia y arte: a la ciencia


corresponden tanto el conocimiento metódico del mundo de la representación como el
conocimiento del proceso a través del cual este mundo se constituye (y por tanto la
conciencia del error).

Al arte corresponde la tarea de mantener con vida al héroe y al juglar que hay en
nosotros, ayudando a la ciencia a soportar la conciencia del error necesario.

Esta conciencia del error necesario distingue la concepción nietzscheana de la ciencia


de la del positivismo; y representa, más aún que los resultados cognoscitivos
individuales, el significado de la ciencia para el progreso humano. La ciencia es más
madura que el arte precisamente porque recoge y desarrolla la herencia del arte mismo.

La relación de arte y ciencia, como Nietzsche la piensa en HDH y en las otras obras del
período, queda bien resumida en la imagen del «doble cerebro» (ver HDH I, 251, 179.
en pág. 59 de Vattimo).

Ahora, teniendo en cuenta que la contraposición entre ciencia y arte en HDH no es tan
radical, lo que se puede considerar como la verdadera misión de Nietzsche desde aquí
en adelante, entonces, ya no es el renacimiento de la cultura trágica, fundamentada en
el arte y la reanudación del mito.

Lo que quiere hacer en HDH es una «química de las ideas y los sentimientos» (como
señala el título del primer aforismo de la obra), devolviendo los problemas filosóficos a
la “misma forma interrogativa de hace dos mil años: ¿cómo puede algo nacer de su
contrario, por ejemplo lo racional de lo irracional, lo que siente de lo que está muerto, la
lógica de la ilogicidad, la contemplación desinteresada del deseo apasionado, el vivir
para los otros del egoísmo, la verdad de los errores?” (HDH I, 1, 15).
110

La metafísica ha negado que las cosas puedan derivarse de su contrario; ha supuesto


que los valores considerados «superiores», no pueden venir más que de lo alto, de una
misteriosa «cosa en sí». (ver cita de Vattimo de HDH §1 en pág. 61)

Aunque sólo A lleva en su subtítulo una expresa alusión a los «prejuicios morales», toda
la «desconstrucción» química de Nietzsche en las obras de este período se refiere a la
moral, entendida globalmente como el sometimiento de la vida a valores
pretendidamente trascendentes, pero que tienen su raíz en la vida misma. También los
errores de la metafísica y de la religión, incluso los del arte, aparecen en HDH ligados a
este mundo de la moral que hay que desconstruir.

En la raíz de todos los prejuicios, incluidos los religiosos y metafísicos, se halla para
Nietzsche el problema de la relación «práctica» del hombre con el mundo, y en este
sentido todo el ámbito de lo espiritual tiene que ver con la moral en cuanto práctica.

Los análisis que Nietzsche realiza usando muy a menudo material diverso, demuestran,
según él, que la verdad misma no es sino una función de sostén y promoción de una
determinada forma de vida.

Esto no en el sentido de que los valores morales y las acciones que se inspiran en ellos
sean mentiras conscientes de los hombres que actúan y predican dichos valores; se
trata, por el contrario, de errores que pueden, incluso, profesarse de buena fe.

El mundo de la moral está construido sobre «errores». Éstos son, justamente, los
errores que han dado riqueza y profundidad al mundo y a la existencia del hombre.

El primer y más fundamental error de la moral es el creer que puedan existir acciones
morales; porque esto presupone que el sujeto pueda tener un conocimiento exhaustivo
de qué es una acción.

Como lo mismo que vale para el mundo fenoménico vale también para el mundo íntimo
del sujeto, el hecho es que el conocimiento intelectual de una acción e incluso su valor
para nosotros no basta nunca para llevarla a cabo, como nos muestra inequívocamente
nuestra experiencia. Por tanto, en la acción entran en juego otros factores que no
constituyen objetos susceptibles de conocimiento.

Nietzsche afirma en A: “Nos hemos tomado así tanto trabajo para aprender que las
cosas exteriores no son lo que parecen; ¡bien, pues lo mismo ocurre con el mundo
interior! Las acciones morales son, en realidad, «algo más», no podemos añadir nada
más: y todas las acciones nos son esencialmente ignotas” (A, 116, “El mundo
desconocido del sujeto”)

Por lo tanto, no sólo no se puede valorar una acción porque no puede ser conocida,
sino que la posibilidad misma de valorarla moralmente ya supone que se la elija
libremente, cosa que justamente no sucede, o al menos no se puede probar que ocurra.
111

La negación de la libertad de la volición, que reaparece con frecuencia en los escritos


de este período, se sigue bastante lógicamente de la negación de la cognoscibilidad de
la acción; es la otra cara del mismo fenómeno.

Lo que descubre a la moral como error es la «filosofía histórica», que reconstruye la


historia de los sentimientos morales. Esta historia muestra, según Nietzsche, que el
hombre hace lo que hace llevado “por el instinto de conservación o, más exactamente,
por la intención de procurarse el placer y evitar el dolor” (HDH I, 99, 76). (Ver supuesta
"contradicción" de Nietzsche en pp. 64, 65 de Vattimo)

Lo que necesita la «ciencia» como Nietzsche la piensa aquí no es liberarse de las


cadenas de la apariencia alcanzando un principio último (y por tanto una posible
descripción «verdadera» del mecanismo de las acciones), sino más bien colocarse en
un punto de vista capaz de observar el conjunto del proceso en que las apariencias se
constituyen, se articulan y se desarrollan.

Para Nietzsche, identificar en la base de la moral una pulsión como el instinto de


conservación o la búsqueda del placer, no significa señalar la fuente del valor moral en
estructuras estables, no derivadas, propias del ser mismo, las que han servido siempre
a la moral tradicional, metafísica o religiosa, para justificarse.

Instinto de conservación y búsqueda del placer son fuerzas plásticas que permiten
precisamente ver la moral como historia y como proceso.

La «ciencia» de HDH es el esfuerzo de reconstruir los múltiples procesos que han


llevado al nacimiento y al desarrollo del mundo moral, con sus matices, astucias y
articulaciones, partiendo del solo instinto de conservación y del impulso de buscar
placer y rehuir el dolor.

La sublimación por medio de la cual se puede llegar de estos impulsos incluso a la


acción heroica, al sacrificio y al altruismo, es posible, ante todo, sobre la base de una
«autoescisión del hombre» que para perseguir los fines de la autoconservación y el
placer los constituye como si fueran objetos autónomos ante sí. (Ver HDH I, 57, 60-61
citado en pp. 67-68 de Vattimo).

Igualmente importante para la constitución del yo como pluralidad de individuos que, en


la moral, se relacionan entre sí como extraños, es la estratificación de experiencias y
hábitos que, antaño útiles al individuo o la especie en la lucha por la existencia,
perdieron su función y sin embargo han permanecido.

“Las mismas acciones que en la sociedad primitiva fueron inspiradas en un primer


momento por el objetivo de la utilidad común, las llevaron a cabo las generaciones
siguientes por otros motivos: por miedo o por respeto..., o por costumbre..., o por
benevolencia..., o por vanidad... Tales acciones, en las que el motivo principal, el de la
utilidad, se ha olvidado, se llaman luego morales: no tal vez porque se cumplan por
esos otros motivos, sino porque no se cumplen por utilidad consciente...
112

... Así nace la apariencia de que la moral no se ha desarrollado de la utilidad; cuando es


originariamente lo útil social, que ha tenido que esforzarse mucho para imponerse y
adquirir consideración superior a todas las utilidades privadas.” (VS 40, 160-161 «La
importancia del olvido en el sentimiento moral» en Vattimo págs. 68 y 69).

Un importante aspecto del principio de conservación y búsqueda del placer es la


necesidad de seguridad, de certeza, que da lugar al surgimiento de las nociones
básicas de la metafísica, de las que, por lo demás, como es el caso del principio de
causalidad, nace también la ciencia.

A la misma necesidad de seguridad responde también el pensamiento abstracto y


generalizador, y también el esfuerzo de contemplar las cosas «objetivamente». A la
idea de un saber «objetivo» corresponde también la pretensión de captar las esencias
de las cosas y los hechos: la ilusión de aferrarse a estructuras eternas confiere
seguridad porque ofrece una especie de punto firme sobre el que apoyarse.

En el origen de esa otra forma de error moral que es la religión se encuentra además no
sólo la necesidad de llegar a un punto firme, como las esencias separadas de los
hechos, sino a una estabilidad que sea superior al hombre y que ofrezca así mayores
garantías.

Para una mentalidad primitiva que no sabe ver los acontecimientos naturales como
efecto de causas precisas, la primera forma de obtener seguridad consiste en ver todo
lo que ocurre como manifestación de una voluntad, la divina, con la que de alguna
forma nos podemos relacionar.

Pero si todos estos mecanismos pueden referirse ampliamente al instinto de


conservación, hay otros que parecen más vinculados con la búsqueda del placer: “el
sentimiento de la propia fuerza, de la propia y fuerte excitación” (HDH I, 108, 81).

Éste articula una nueva serie, aún más variada y matizada de fenómenos morales, en
que moral, metafísica, religión, arte, no funcionan sólo como instrumentos de seguridad
y de primera ordenación del mundo, sino que son fuentes de placer bajo el principio
general de la espectacularización y dramatización de la vida interior.

Pero esta presunta inmediatez y «ultimidad» de la conciencia, sobre la que se basa en


definitiva toda moral, está producida, y por lo tanto no es una instancia última. Ni la
conciencia, ni el yo, que debería ser el «sujeto» del impulso de conservación y de la
búsqueda del placer son elementos últimos, inmediatos, simples.

La química se revela más bien como un método que permite a Nietzsche reconstruir
«históricamente» el devenir de la moral, de la metafísica, de la religión. La química no
conduce a elementos primeros; por el contrario, tales elementos se revelan una y otra
vez como ya «compuestos».

Pero los procedimientos de la composición, las transformaciones, la riqueza de colores


y matices que constituyen la vida espiritual de la humanidad se comprenden sólo si se
113

aplica el método del análisis químico, remontándose a sus raíces, por problemáticas
que sean.

La disolución de la idea de fundamento, de principio primero, en el mismo proceso que


quiere remontarse al mismo, constituye lo que Nietzsche denomina la autosupresión de
la moral. Así denomina Nietzsche al proceso por el que “se rechaza la moral [...] por
moralidad”.

Sobre la base del deber de la verdad siempre predicado por la moral metafísica y luego
la cristiana, las «realidades» en que esta moral creía (Dios, virtud, verdad, justicia, amor
al prójimo) son finalmente reconocidas como errores insostenibles.

Con ello se alcanza el punto de autosupresión de la moral, que por otra parte es el
mismo proceso de «la muerte de Dios», anunciada por primera vez en GC (§ 125),
donde Dios ha sido asesinado por los creyentes, a causa de su devoción.

Este es un proceso que Nietzsche considera vinculado a una especie de lógica interna
del discurso moral-metafísico; pero que tiene también una base «externa»; a saber, la
transformación de las condiciones de existencia que, precisamente en virtud de la
disciplina instaurada por la moral, se modifican para hacer finalmente inútil la moral y
sacar a luz esta superfluidad.

La condición «externa» de la autosupresión de la moral es el fin, o al menos la


reducción, de la inseguridad de la existencia en el estado social, en el medio creado por
la división del trabajo y por el desarrollo de la técnica. «Donde la vida social tiene un
carácter menos violento, las decisiones últimas (sobre las llamadas cuestiones eternas)
pierden importancia. Piénsese que hoy un hombre tiene raramente que ver con ellas.»

En estas nuevas condiciones de (al menos relativa) seguridad, madura la posibilidad de


un nuevo modo de existir del hombre, al que Nietzsche bautiza con las expresiones de
autosupresión de la moral, muerte de Dios, o también, como en las últimas líneas de
HDH, la “filosofía del amanecer”.

Tomado externamente, el segundo período del pensamiento de Nietzsche constituye la


inversión del primero.

Hasta aquí religión (entendida a la manera griega, claro está; la religión olímpica),
metafísica y arte son considerados como modos de acceder al corazón del mundo,
infinitamente superiores a toda ciencia. Grecia, Schopenhauer y Wagner son para
Nietzsche la trinidad de un entender esencial.

Luego de este primer período metafísica, religión y arte son condenados, no son ya los
modos fundamentales de la verdad sino que aparecen como una ilusión por destruir.

Parece ser, en este nuevo período, que la ciencia, entendida como análisis histórico
(Pág. 54 Fink), la reflexión crítica, la desconfianza metódica Crepúsculo de los Ídolos
(CI), Sentencias y Flechas, § 26) hubieran asumido la dirección de su pensamiento; si
114

pensamos que con anterioridad había despreciado con gran sarcasmo, el socratismo, el
hombre teórico, el conocimiento puro. (Págs. 53 - 54 Fink).

El hombre pasa a ser expresamente el fondo de las preocupaciones. El pensamiento de


Nietzsche se convierte de esta manera en una antropología. (Pág. 53. Fink).

Además, esta reducción al hombre va acompañada también de un cambio en el


concepto de vida; la cual deja de ser concebida de modo metafísico o místico, como la
vida universal que está detrás de todos los fenómenos, y pasa a ser tomada como la
vida del hombre, en un sentido marcadamente biologista.

Lo que Nietzsche hace es levantarse en contra de esa “cosa en sí” situada detrás de las
cosas que aparecen, de un “mundo inteligible”, de un “fundamento”. (Ver contraposición
apolíneo v/s dionisíaco. Pág. 27 Fink).

Nietzsche se vale para ello de una psicología desenmascaradora. Lo fundamental de su


interpretación consiste en ver la “genealogía” del ideal desde su contrario: el derecho
tiene su origen en el provecho común, la verdad en el instinto de falsificación, en el
engaño; la santidad en un trasfondo muy poco santo de instintos y rencores. La vida de
los valores es una “inversión”.

Nietzsche desenmascara los grandes sentimientos de la humanidad como un “engaño


superior”, como “idealismo”.

Nietzsche dice en EH: “Donde vosotros veis cosas ideales, veo yo ¡cosas humanas, ay
sólo demasiado humanas!”.

Nietzsche no se dará el trabajo de examinar el carácter de verdad de la religión o de la


metafísica, puesto que esto deja de ser un problema en la medida en que la sola
voluntad de verdad importa tendencias vitales que no son “desinteresadas” como se ha
pretendido que aparezcan, sino que aspiran a una salvación ultraterrena, a una
redención, o a cosas semejantes.

Por tanto, la voluntad de conocimiento metafísico es sólo un deseo enmascarado, una


necesidad demasiado humana.

La metafísica aparece como una enorme ficción, como un sueño que el hombre se
inventa, como una mentira vital con la que el hombre se auxilia y escapa a la caducidad
y puede dar a su existencia un sentido infinito, un sentido siempre “trascendente”.

Nietzsche dice que la metafísica es “la ciencia que trata de los errores fundamentales,
pero lo hace como si éstos fueran verdades fundamentales”. La metafísica es como un
desahogo anímico y nada más, una forma de autointerpretación ilusoria.

También la religión es interpretada de manera semejante: “Nunca ha contenido todavía


una religión, ni directa ni indirectamente, ni como dogma ni como símbolo, una sola
115

verdad”.

Otro tanto acontece con el santo, el asceta, al que explica por su ansia de poder, su
tiranía, por una necesidad de venganza; sobre todo porque los demás no han visto “el
carácter retorcido y enfermo de su naturaleza, con su mescolanza de pobreza espiritual,
ignorancia, salud estropeada y nervios sobreexcitados”.

También el arte es ahora concebido de manera contraria a como era concebido en el


primer período. No es ya el órgano de las más profunda intelección del mundo, es ante
todo una automanifestación del artista, sólo expresa su voluntad subjetiva. (Pág. 58. La
inspiración. Fink).

El arte es una ilusión vital que induce constantemente a vivir; el arte está dominado por
ilusiones metafísicas y religiosas; transfigura a éstas y con ello las consolida. “No sin
profundo dolor confesamos que los artistas de todos los tiempos, en sus impulsos más
elevados, han glorificado de un modo celeste aquellas ideas que ahora vemos son
falsas”. (Pág. 58. Cita Fink).

En resumen, este segundo período del pensamiento de Nietzsche representa el


desenmascaramiento del idealismo y de todas las grandes autosuperaciones del
hombre, que no son para él sino algo “humano, demasiado humano”.

Ahora, Más allá del Bien y del Mal (MBM) (1886), que junto con GM, CI y EH
representan la última etapa en la producción de Nietzsche, en cierto sentido reanuda el
tema de HDH, sólo que en un sentido superior, desarrollando una crítica de la filosofía,
la religión y la moral.

La filosofía representa para él el síntoma; lo que ha hecho no es sino la reducción de


una problemática ontológica a una problemática axiológica. Allí donde se ha pretendido
indagar al Ser, sólo se ha hecho reflexión de los valores. Toda la filosofía anterior es
para Nietzsche pura axiología.

Nietzsche buscará, entonces, examinar la metafísica anterior para descubrir las


valoraciones no expresas que la han hecho posible en estos términos. Y por todas
partes sólo ve actuar en ella al instinto de la “vida decadente”.

Aquí, la filosofía representa para él: “huida a un mundo verdadero”, a un “trasmundo”, a


un más allá del mundo real.

Esta huida la ve en las formas modernas de la filosofía: el kantismo, el positivismo, las


certezas cartesianas. Nietzsche polemiza contra la creencia en el Yo y las “certezas
inmediatas”, contra la lógica y su pretendido rigor.

Nietzsche señala que toda filosofía anterior está guiada por prejuicios morales; incluso
allí donde ésta parece ser conocimiento puro.

También aquí la crítica estará dirigida en contra del cristianismo; en una anticipación de
116

lo que será su obra posterior El Anticristo.

Para Nietzsche, el cristianismo es la peor inversión de todos los valores nobles de


Grecia y de Roma. Es la rebelión de los esclavos orientales en contra de sus señores,
es una “neurosis religiosa”, una enfermedad de la vida.

Nietzsche niega el cristianismo por su carácter esencialmente plebeyo; por los valores
plebeyos que en él son predominantes.

Las dos religiones más grandes (el budismo y el cristianismo) son, a su juicio, religiones
de los dolientes, de los enfermos, de los miserables, de los débiles.

Acá la moral es interpretada como “lenguaje de signos de las pasiones”. Todo sistema
de valores morales es una jerarquía encubierta de los instintos que dominan la vida, ya
sean los instintos plenos de vida, los de la vida fuerte y rica; o los de la vida débil.

Nietzsche distingue entre una moral de individuos, la de unos pocos; y una moral del
rebaño.

Nietzsche traza la distinción entre una Moral de Señores y otra Moral de esclavos. (ver
MBM, sección IX ¿Qué es aristocrático?, § 260)

La Moral de los Señores ha nacido del “pathos de la distancia”, de los estados de alma
soberbios, elevados, nobles; es, por lo tanto, una moral sustentada en la jerarquía, en la
diferencia de los mejores.

En cambio, la Moral de los esclavos se basa en la tendencia a la nivelación, a la


igualación; se sustenta en la rebelión contra la jerarquía. (ver págs. 16 a 18 Deleuze).

La Moral de Señores opera con la contraposición “bueno” y “malo”. Bueno es todo


aquello que eleva al individuo; lo que lo lleva a lo más auténtico de su vida, lo que le
otorga la nobleza y la “grandeza”; bueno es, por tanto, el héroe, el guerrero. La Moral
de los Señores es, sobre todo, una moral de las virtudes guerreras, es una moral
caballeresca.

La Moral de los esclavos se halla impregnada por un instinto de venganza contra la vida
superior. (Págs. 57, 58 GM - Pág. 172 Deleuze). Quiere igualar todas las cosas; no
hace más que glorificar aquello que hace soportable la vida a los débiles, los pobres, los
enfermos: la hermandad de los hombres, el amor al prójimo, la apacibilidad, etc.

Para la Moral de esclavos, la vida señorial, la vida consciente de su poder resulta ser lo
peligroso, el mal. Éste no es despreciado como lo pequeño o lo bajo, como acontece en
la Moral de Señores, sino que es concebido y odiado como el peligro que le acecha
permanentemente.

En consecuencia, para Nietzsche, la moral noble es creadora, implantadora de valores


en un sentido original y auténtico; no impone valores como una forma de reacción a
117

nada, éstos brotan de su pura y propia expresión de vitalidad (ver págs. 223-224 MBM).

En cambio, la moral esclava encuentra los valores ante sí y contra ellos reacciona
generando los suyos. Por ello, la moral noble es activa, en tanto que la esclava pasiva
(ver págs. 225 - 226 MBM)

En GM Nietzsche buscará aclarar estas tesis anteriormente planteadas en MBM.

Ahora, Nietzsche no ocultó nunca que la filosofía del sentido y de los valores tenían que
ser una crítica. Uno de los móviles importantes de su obra es, precisamente, aclarar
que Kant no supo realizar la crítica porque no supo plantear el problema en términos de
valores.

Lo que le sucedió a la filosofía moderna es que la teoría de los valores engendró un


nuevo conformismo y nuevas sumisiones.

La filosofía de los valores, como Nietzsche la instaura y concibe, es la verdadera


realización de la crítica, es decir, de hacer filosofía a “martillazos”. El concepto de valor,
en efecto, implica una inversión crítica.

Por una parte los valores aparecen o se ofrecen como principios : una valoración
supone valores a partir de los cuales ésta aprecia los fenómenos. Pero, por otra parte y
con mayor profundidad, son los valores los que suponen valoraciones, “puntos de vista
de apreciación”, de los que deriva su valor intrínseco.

El problema crítica es el valor de los valores, la valoración de la que procede su valor, o


sea, el problema de su creación.

La filosofía crítica tiene dos movimientos inseparables : referir cualquier cosa, y


cualquier origen de algo a los valores ; pero también referir estos valores a algo que sea
como su origen, y que decida su valor.

Es aquí donde se aprecia la doble lucha de Nietzsche : contra los que sustraen los
valores a la crítica, contentándose con hacer sólo inventario de los valores existentes o
con criticar las cosas en nombre de valores ya establecidos : los “obreros de la
filosofía” : Kant y Schopenhauer.

Pero también contra los que critican, o respetan, los valores haciéndolos derivar de
simples hechos, de pretendidos hechos objetivos : los utilitaristas, los “sabios” (ver
MBM, sección VI).

En ambos casos la filosofía nada en el elemento indiferente de lo que vale en sí o de lo


que vale para todos. Nietzsche se alza a la vez contra la elevada idea de fundamento,
que deja los valores indiferente a su propio origen, y contra la idea de una simple
derivación causal o de un llano inicio que plantea un origen indiferente a los valores.

Nietzsche crea el nuevo concepto de genealogía. El filósofo es un genealólogo, no un


118

juez de tribunal a la manera de Kant, ni un mecánico al modo utilitarista. (ver concepto


de genealogía en Pág. 9 Deleuze. Ver Prólogo GM).

El primer ensayo o tratado es una psicología del cristianismo. Comienza mostrando la


distinción ya conocida entre moral de señores y de esclavos y hace referencia a una
cierta escisión producida en el seno de la moral de señores entre una moral de
guerreros y una moral de sacerdotes. (Ver Pág. 33 GM).

Nietzsche analiza el vocablo “malo” (schlecht), que significó originariamente el simple, el


hombre vulgar, el bajo. En cambio, el concepto “bueno” (gut) se refería al hombre de
rango superior, al noble, al poderoso, al Señor.

Las valoraciones brotaban, por ende, de una forma de ser, de una forma de hallarse en
la vida y en la sociedad.

El guerrero tiene las virtudes del cuerpo; el sacerdote inventa “el espíritu”. Los
sacerdotes son “los máximos odiadores de la historia universal”, además, son “los
odiadores más ricos de espíritu”. Ver Págs. 37, 38 GM.

De la rivalidad entre la casta guerrera y la casta sacerdotal Nietzsche deduce el paso de


la Moral de Señores a la Moral de esclavos: Los sacerdotes son los Señores
desposeídos que movilizan contra los guerreros a todos los débiles, a todos los
enfermos, a todos los fracasados.

En la historia universal, Nietzsche ve protagonizado por los judíos este movimiento


indirecto, espiritualizado, de búsqueda del poder. El “pueblo sacerdotal” por excelencia,
representa la rebelión contra todo lo señorial y lo noble.

Con la inversión de los valores, provocada por los judíos, comienza a juicio de
Nietzsche la rebelión de los esclavos en moral, comienza el cristianismo.

En el judaísmo Nietzsche ve el proceso por el cual “el resentimiento mismo se vuelve


creador y engendra valores”.

Judea, vencida y reprimida por Roma, se levanta contra ésta, invierte los valores del
mundo antiguo y la conquista en la figura del cristianismo. (Ver § 8 Primer Tratado GM),
(Ver referencias al supuesto antisemitismo de Nietzsche en Págs. 178, 179 Deleuze).

Nietzsche ve al cristianismo bajo ropajes secularizados. Se podría decir que ve la


historia de Occidente un tanto simplificadamente. El Renacimiento le parece un breve
despertar de las valoraciones antiguas, pero que “gracias a aquel movimiento
radicalmente plebeyo (alemán e inglés) de resentimiento, al que se da el nombre de
Reforma protestante” volvió a pasar pronto a “la vieja quietud sepulcral de la Roma
clásica”.

Peor aún le parece la Revolución francesa, el nacimiento de las ideas modernas, a las
que ve como una victoria incluso más definitiva de la moral de esclavos, con la breve
119

excepción de Napoleón, quien le resulta ser una figura notable en esta prolongada
historia de decadencia.

De esta manera, entonces, para Nietzsche el cristianismo es solamente la aparición


más poderosa de algo más general: la Moral de los esclavos.

El segundo Tratado contiene una psicología de la conciencia moral. Nietzsche no


atiende a la forma interna de lo que es la autocomprensión existencial, sino que se
atiene más bien a una explicación psicológica de la “interioridad” del hombre.

La interioridad no es sino el resultado lamentable de la perversión de los instintos.


“Todos los instintos que no se desahogan hacia afuera se vuelven hacia adentro”. (Ver
Pág. 156 Fink - Pág. 181 Deleuze - Pág. 96 GM).

En esta segunda parte, Nietzsche desarrolla una visión de la esencia y del significado
de la crueldad.

Éste le parece formar parte de la esencia del hombre; ser un instinto básico para él el
placer de ver el sufrimiento ajeno y, a la vez, el de infligirlo; placer que es un ingrediente
de la alegría grande de los pueblos originarios, los fuertes.

La crueldad es un trasfondo oculto de la cultura humana. La conciencia moral no es otra


cosa que un instinto de crueldad refrenado en su desahogo hacia afuera y que, por ello,
se ha vuelto hacia adentro. (Ver Págs. 96, 97 GM).

Nietzsche interpreta como una bestialidad de la idea lo que es sólo otra forma de
bestialidad reprimida. El hombre es siempre bestia: o hacia afuera, o hacia adentro en
el automartirio de la conciencia moral.

El tercer tratado contiene una psicología del sacerdote y pregunta ¿Qué significan los
ideales ascéticos?.

Los ideales ascéticos pueden significar a veces por ejemplo en el filósofo sólo una
forma de autodisciplina, de su economía de fuerzas. (Ver Pág. 130 GM).

Por ello, piensa Nietzsche, la filosofía no ha concebido nunca a los ideales ascéticos
como envenenamiento de las fuentes de la vida. (Ver § 10 Tercer Tratado GM).

La filosofía tiene ciertas experiencias ascéticas. Una cierta disciplina y un cierto rigor
consigo mismo forman parte de un pensamiento de largo alcance y que perdura años y
decenios.

Entre los filósofos, éste es un impulso vital creador, no significa una posición contra la
vida.

Distinto y absolutamente discutible es el ideal ascético en el sacerdote. Para Nietzsche


120

“el ideal ascético nace del instinto de protección y de salud de una vida que degenera”.
(Ver § 13 Tercer Tratado GM, Pág. 140).

El ascetismo es el recurso de la vida débil y enferma para seguir viviendo. Exige


renunciar a la manifestación de las pasiones, de los grandes sentimientos; Para el
sacerdote, hay que ponerles atajo si se pretende salir bien de las dificultades.

El sacerdote, entonces, se aparece para Nietzsche bajo la figura del “médico y salvador
falso”, que quiere seguir manteniendo en su sufrimiento a la vida enferma.

El sacerdote «cura» y a la vez envenena las heridas de esa vida fracasada, de tal
manera que la herida siempre permanecerá abierta, pidiendo curación.

El sacerdote es para Nietzsche el hombre que modifica la dirección del resentimiento,


puesto que lo que hace es convencer al hombre enfermo, al miserable, de su culpa
respecto de su propia enfermedad, brindándole «consuelo», al proponer los ideales
ascéticos. (Ver Págs. 146, 149 GM - Ver Págs. 184, 185 Deleuze).

El ideal ascético ha sido hasta ahora el único ideal según Nietzsche. Toda idealidad de
los ideales históricos ha sido de carácter ascética.

Siempre que el hombre se eleva por sobre la mera vinculación animal a los instintos,
cuando es hombre de voluntad, ha contrapuesto esta última a aquellos, ha «querido» en
su contra.

El hombre es voluntad, por tanto, necesariamente «quiere» al pasar de la paz natural


ahistórica a la historicidad. Tiene que colgar ideales sobre sí, tiene que ver a las
estrellas brillar por sobre su cabeza.

Hasta ahora, sin embargo, todas las estrellas pertenecían al «más allá», eran inventos
de sacerdotes, eran ideales contrarios a la naturaleza. Eran la voluntad que,
oponiéndose a la naturaleza, adquiría en el hombre la máxima fuerza expansiva, era
voluntad en su más alto grado.

Así pone Nietzsche en conexión el ideal ascético y la voluntad. Pero, cuando la voluntad
siguió los ideales ascéticos no quería más que la nada, era la tendencia nihilista de la
vida. (Ver Págs. 185, 186 GM).

La voluntad teñida por el ascetismo quiere la nada; la nada del más allá, del trasmundo,
de las ideas morales, y niega el más acá, el mundo terreno, la vida expresamente
viviente.

Que “..el hombre prefiere querer la nada a no querer...” significa que hasta ahora no ha
habido en la tierra ningún otro ideal que el antinatural ideal ascético, no ha habido un
ideal que haya sido conforme a la naturaleza.

Pero, visto de esta manera, como contranaturaleza, el ideal ascético aparece como algo
121

positivo, puesto que provoca el abismo, la brecha entre realidad e ideal que la voluntad
intentará salvar. Entonces, el hombre se convierte en puente.

El hombre se convierte en puente hacia el Superhombre. Nietzsche invierte la tensión


de la existencia, pero no rechaza el ideal sino que intenta acomodarlo a la vida en un
nuevo sentido.

La idealidad pasa a ser concebida de un modo nuevo, a partir de la estructura de


autosuperación propia de la vida, desde la Voluntad de Poder que es la esencia de
ésta.

A partir de Así habló Zarathustra aparece un anti-ideal. Nietzsche se opone duramente


a todo lo que ha sido hasta entonces valioso y concibe la esencia del valor de una
manera radicalmente nueva: como una manifestación del poder de la vida misma.

Bibliografía complementaria

• Fink, Eugen. «La filosofía de Nietzsche». Alianza. Madrid. 1980.


• Deleuze, Gilles. «Nietzsche y la filosofía». Anagrama. Barcelona. 1971.
• Vattimo, Gianni. «Introducción a Nietzsche». Península. Barcelona. 1996.
122

HEIDEGGER Y LA DESTRUKTION DEL PENSAMIENTO EN VALORES


Axiología y Humanismo

A partir de 1930, la crítica fenomenológica [de Heidegger] a la versión cotidiana de la


conciencia (Gewissen) se profundiza en la crítica histórico-ontológica al humanismo, a
la vez que el formalismo de la existencia ética es reinterpretado a la luz de su
vinculación a la economía de la verdad y el destino (Geschick) del ser36.

Heidegger persigue con tenacidad obsesiva la destrucción de la ontología del cogito


iniciada en Ser y Tiempo (ST) y allí tan sólo bosquejada en sus rasgos fundamentales.
Ahora se evidencia, no sólo que en el ser «sujeto» (Sub-jectum) persiste la antigua
categoría del fundamento ─ hypokeimenon o substancia (Substanz) ─ , sino que ello
aparece históricamente al erigirse el hombre en la modernidad en la instancia
fundamentadora. Heidegger dice al respecto: “Precisamente porque en el concepto de
subjectum aún resuena la esencia griega del ser, la υποχεισθαι del υποχειµενον, pero
bajo la forma de una presencia irreconocible que ya no cabe cuestionar (concretamente
aquello que yace siempre ante nosotros), se puede ver gracias a él la esencia de la
transformación de la posición metafísica fundamental.” 37 O bien: “El hombre se
fundamenta a sí mismo como medida para todas las escalas que se utilizan para medir
de alguna manera (para calcular) qué puede pasar por cierto, esto es, por verdadero,
por algo que es.”38

Ante esta instancia fundamentadora comparece la realidad en su ser «ob-jetivo» pre-


sente. Donde hay, pues, «sujeto» se abre un lugar de pre-sentificación, que todo lo pro-
pone o representa en función de sí y lo dis-pone en torno a sí como señor de la
presencia. Se inicia así la época del humanismo, íntimamente vinculada a la empresa
cartesiana de constituir el cogito/voluntas en el ente del fundamento.

El humanismo es la ética de la legislación evaluativa del sujeto constituyente. Esto


supone la interpretación de la libertad como «auto-determinación» (Selbsbestimmung).

36
Selección y adaptación de textos de “De la existencia ética a la ética originaria”, Pedro Cerezo Galán;
en CEREZO, Pedro., DUQUE, Félix. LEYTE, Arturo. et al. «Heidegger: La voz de tiempos sombríos».
Ediciones del Serbal. Barcelona. 1991. Págs. 11 a 79.
37
“Gerade weil im Begriff des Subjectum noch das griechische Wesen des Seins, υποχεσθαι des
υποχειµενον, in der Form des unkenntlich und fraglos gewordenen Anwesens (nämlich des ständig
Vorliegeden) nachklingt, ist aus ihm das Wesen der Wandlung der metaphysischen Grunstellung zu
ersehen.” Cfr. “Die Zeit des Weltbildes”, HEIDEGGER, Martin. «Holzwege». Klostermann. 1950. (98).
Versión en español: “La época de la imagen del mundo”, en «Caminos de bosque». Alianza. Madrid.
1995. Pág. 103, de Helena Cortés y Arturo Leyte.
38
Ibid. Pág. 106. “der Mensch begründet sich selbst als die Massgabe für alle Masstäbe, mit dennen ab-
und ausgemessen (verrechnet) wird, was als gewiss, d. h. als wahr und d. h. als seined gelten kand.”
(101-102).
123

“La tarea metafísica de Descartes fue procurar un fundamento metafísico a la liberación


del hombre a favor de su libertad como su «autodeterminación auto-consciente» 39 ,
señala Heidegger.

Conforme se libera el hombre de la normatividad trascendente de carácter


teológico/metafísico, de la verdad cristiana revelada y la doctrina de la Iglesia, procede
a darse la ley a sí mismo (auf sich selbst stellende Gesetzgebung für sicht selbst)40.
Brota así una nueva obligatoriedad (das Verbindliche), que no reposa en ninguna
instancia trascendental, sino en su propia razón legisladora. El hombre se ob-liga a sí y
por sí a su pro-puesta evaluativa en virtud del carácter racional de su origen. Éste es el
sentido de la autonomía, que, según Heidegger, es inherente a la esencial autarquía de
la subjetividad moderna.

La obligación es el modo en que el hombre está vinculado a su obra en cuanto obra de


su razón. El vínculo queda, por tanto, instituido en la misma decisión de darse forma o
determinación a sí mismo. De ahí que la ley consista en el acto de ser-puesta (Gesetz)
como expresión de la voluntad soberana.

También la ley moral kantiana constituye, para Heidegger, una función de la


subjetividad. Podría decirse que, al igual que en la razón pura teórica el «yo pienso»
proyecta desde sí el espacio objetivo de la representabilidad, así el «yo actúo» en
cuanto «yo debo» constituye de antemano, en virtud de la ley, el espacio de lo que
puede ser establecido como vinculante.

Por otra parte, la afirmación kantiana de que el hombre es el «fin final» (Endweck) de la
creación, no deja lugar a dudas acerca de la autoconciencia humanista del sujeto como
señor de la naturaleza. Poco importa, a este respecto, que no se trate del individuo
egoísta sino del hombre moral o del hombre en cuanto género, como recuerda Kant,
pues, en todo caso, es una instancia «subjetiva» la decididora.

Vista a esta luz, la filosofía moral moderna no es más que el subjetivismo, en la


acepción ontológico-fundamental del término, es decir, exaltación y glorificación del
sujeto como fuente autónoma de obligación. En este sentido sería irrelevante si se trata
de una ley de la razón (genitivo objetivo) o de una hechura de la razón (genitivo
objetivo). Lo decisivo es que, en cuanto ley es una posición de la subjetividad, por la
que ésta se propone a sí misma como fin del mundo y dispone de todo ente en función
de sí.

En definitiva, que el imperativo mande que el hombre sea considerado como un fin-en-
sí y así quiera y respete su propia dignidad y la del otro, no haría más que confirmar el
movimiento humanista del «auto-establecimiento» (sich-selbst-setzsen) del sujeto, que
alcanza en la Fenomenología del Espíritu de Hegel su cabal expresión.

39
“Die metaphysische Aufgabe Descartes’ wurde diese: der Befreiung der Menschen zu der Freiheit als
der ihrer selbst gewissen Selbsbestimmung den metaphysischen Grund zu schaffen.” (99).
40
Ibid. (99)
124

Por otra parte, la dimensión misma de obligatoriedad tuvo que surgir como suplemento
de la des-potenciación interna del ser. Es decir, la reducción del ser del ente a mera
objetividad, carente de sí y por sí de fuerza vinculativa, obliga a poner ésta en el sujeto,
a que sea éste quien decida por sí mismo lo que ha de valer. En este sentido, la
primacía del deber-ser (sollen) sobre el ser (sein), en el seno del idealismo alemán,
significa la pretensión del sujeto de no ser determinado por el sentido objetivo de su re-
presentación ─el mundo como imagen (Bild) y sistema (System)─, sino darle su propio
cuño legal, en el trabajo y en la acción, al universo meramente representado; es decir,
hacerlo obra suya en un sentido teórico y práctico.

La función «sustitutiva» ─concluye Heidegger─ se hace apremiante cuando, con la


progresiva destrucción del sujeto por obra del positivismo y ante la exigencia, no
obstante, de atribuir a las cosas algún valor, el «deber-ser» tiene que fundamentarse ,
por sí mismo en una reino ideal de valores, dotado de una nueva y dura objetividad.

Al final, se cierra el círculo abierto por el platonismo de la «idea» en esta vuelta al


mundo ideal de los valores, que valen de suyo, pero que no son; y precisamente por
eso, no pueden dejar de hacer referencia a la subjetividad como su principio41. “Los
valores valen. Pero su valer recuerda todavía demasiado su valer para un sujeto”
─dice Heidegger en la Introducción a la metafísica─, que sería el presupuesto de toda
evaluación, quien los hace valer y reconoce en su valor, el auténtico ejemplar
incondicionado de la época moderna.

A juicio de Heidegger, esta escisión entre ser y deber, sólo ha podido producirse en el
vaciamiento de la sustancia real del mundo, o dicho en términos heideggerianos, en el
progresivo olvido de lo único que es, de suyo, «donante de medida» (massgebende), el
ser en cuanto tal.

41
En uno de los parágrafos de Nietzsche II, Heidegger afirma que con el comienzo de la metafísica, una
peculiar ambigüedad aparece en la interpretación del ser. El ser es, de una cierta manera, la pura
presencia, y es, al mismo tiempo, la posibilitación del ente. Por lo tanto, apenas el ente mismo pasa a un
primer plano y atrae y reivindica para sí todo el comportamiento del hombre, el ser tiene que retroceder
en favor del ente. Y la ambigüedad del ser como idea (pura presencia y posibilitación) se manifiesta
también en que con la interpretación del ser (φßσις) como Êδεα resuena la referencia al «ver», al conocer
del hombre. El ser, en cuanto es lo visual, es presencia, pero al mismo tiempo aquello que el hombre
pone bajo su vista. “La Êδεα deviene el perceptum de la perceptio” ─dice Heidegger─; aquello que el
acto de re-presentar del hombre produce delante de sí, y lleva ante sí como lo que posibilita en su
representatividad aquello que ha de re-presentarse. “El ser se ve entonces concebido como sistema de
las condiciones necesarias con las que el sujeto tiene que contar de antemano sobre la base de su
relación con el ente, y precisamente en vistas al ente en cuanto lo objetual. Condiciones con las que tiene
que contarse necesariamente”. Heidegger se pregunta, entonces: “¿cómo no se las iba a denominar un
día «valores», «los» valores, y computarlas como tales?” y luego agrega: “Queda así claro el origen
esencial del pensamiento del valor desde la esencia original de la metafísica, desde la interpretación del
ser como Êδεα y de la Êδεα como αγαθÒν”. Cfr. HEIDEGGER, Martin. «Nietzsche» Vol. II. “La
interpretación del ser como Êδεα y el pensamiento del valor”. Gallimard. Paris. 1961. Traducción de Pierre
Klossowski. Págs. 182 y ss. (versión de Raúl Villarroel)
125

Pero, el paso del «deber» al «valor» requiere de nuevas instancias históricas que van
más allá del trascendentalismo kantiano. “Para hacer del valor en cuanto tal un principio
de posibilitación, se necesitará de la inversión nietzscheana que hace de la voluntad
incondicionada el fundamento de la ley” 42 . Mediante este giro del planteamiento
kantiano es ahora la voluntad incondicionada, en cuanto voluntad de poder, la que se
da a sí misma la ley (Befehlen) como condición interna necesaria para el mantenimiento
de la propia voluntad.

La ley es ahora radicalmente lo puesto por la voluntad y de-puesto y re-puesto de nuevo


por ella en orden a su acrecentamiento como voluntad. La autonomía se ha vuelto
plenamente autarquía; ya no es simplemente, como en Kant y en Fichte,
autodeterminación (Selbstbestimmung), sino autosuperación (Selbstüberwindung),
trascendimiento permanente en sí y para sí, porque en tanto que voluntad de voluntad,
sólo se quiere verdaderamente a sí misma.

En este contexto, la noción de valor adquiere la plenitud de su sentido. Porque toda


valoración pre-supone un sujeto, pero el sujeto, a la vez, requiere como su condición
operativa la dirección práctica que le abre el valor.

En su exégesis de Nietzsche, Heidegger subraya que, para éste, el valor representa un


«punto de vista» (Gesichtpunkt) en cuanto condición trascendental de posibilidad. En
Caminos de bosque Heidegger nos dice: “Valor significa el punto de visión para un mirar
que enfoca algo o, como decimos, que cuenta con algo y por eso tiene que contar con
otra cosa. El valor está en relación interna con un tanto, con un quantum y con el
número. Por eso, los valores (Voluntad de Poder, afor. 170, del año 1888) se ponen
siempre en relación con una «escala de números y medidas». […] Gracias a la
caracterización del valor como punto de vista aparece algo esencial para el concepto de
valor en Nietzsche: en cuanto punto de vista, dicho concepto es planteado siempre por
un mirar y para él. Este mirar es de tal naturaleza que ve en la medida en que ha visto,
que ha visto en la medida en que ha situado ante sí, ha representado a lo vislumbrado
como tal y, de este modo, lo ha dispuesto.”43

En tal «poner pro-positivo» (das vorstellende Setze) se reconoce fácilmente la


dimensión del «a priori» cono el previo y anticipativo dirigir la mirada, que abre y
constituye un espacio de visión. Mediante este dirigir de antemano se abre el espacio
práctico, selectivo y ponderativo que requiere la voluntad para su actuación. “El valor es
valor en la medida en que vale” nos dice Heidegger 44 , y que los «valores valen»
significa que son funciones del sujeto, que constituyen el punto de mira que dirige su
acción calculadora. Los valores son, por lo tanto, la condición esencial y fundamental
que la voluntad de poder pone a partir de sí misma para posibilitar su propio despliegue,
la realización incondicionada de su esencia.

42
MONGIS, Henry. «Heidegger et la critique de la notion de valeur». Martinus Nijhoff. La Haya. 1976.
pág. 111. (Citado por Pedro Cerezo G. en op. cit. pág. 39)
43
HEIDEGGER, Martin. Op. cit. “La frase de Nietzsche «Dios ha muerto»”, pág. 206.
44
Ibid.
126

Se aprecia de esta manera hasta qué punto la idea de valor, según Heidegger, es
intrínseca a la subjetividad práctica, aun cuando su aparición histórica haya sobrevenido
tras la crisis del «deber». En Caminos de bosque, Heidegger muestra la unidad interna
de la dimensión teórica y práctica del sujeto moderno. Precisamente porque el mundo
se ha reducido a «imagen» (Bild) y sistema (System), es decir, a mera representación
objetiva, tiene que ser acuñado, subsidiaria y complementariamente, como valor (Wert).
«Imagen» y «valor» son, pues, correlativos y solidarios. Así, “El valor es la objetivación
(Vergegenständlichung) de las metas de las necesidades del instalarse representador
en el mundo como imagen”45.

Lo real se deja ver a la luz de un valor y para el sujeto que lo hace valer. Y en tanto que
el sujeto es voluntad, el valer del valor es el modo de mantenerse (Erhaltung) y
acrecentarse (Steigerung) la voluntad de poder.

Lo específico de Nietzsche, según Heidegger, no es sólo esta traslación del a priori a la


esfera práctica (tan característica, por lo demás, de toda teoría de los valores), sino la
radicalización ontológica del a priori como una dimensión necesaria para la realización
de la vida, y a la vez, la relativización histórica de todo sistema de valores en cuanto
funciones al servicio de la voluntad; es decir, el haber descubierto el carácter
histórico/fáctico de la priori evaluativo, por tratarse de una función de la vida, que
pertenece a la economía de su autosuperación (Selbstüwerwindung).

De ahí que el «valor» sólo pudiera aparecer cuando se ha puesto al descubierto


expresamente no sólo el carácter volitivo del sujeto, sino a constitutiva dimensión
histórica de la vida. En cuanto funciones de la subjetividad, los valores sólo pueden ser
«subjetivos», es decir, no sólo relativos al sujeto, sino establecidos por él.

Es la voluntad la que tiene la capacidad de valorar y de contar con valores. “La voluntad
de poder es el fundamento para la necesidad de instauración de valores (Wert-setzung)
y el origen de la posibilidad de una evaluación (Wert-schetzung)”46.

A Nietzsche se debe, según Heidegger, la consecuencia filosófica de mantener la


estricta conexión de poder y valor a partir del principio metafísico de la voluntad como
el-ser-del-ente, sin arredrarse por el peligro del subjetivismo. De ahí que Heidegger
haya afirmado en la Carta sobre el humanismo que todo valorar es, incluso allí donde
se valora positivamente, una subjetivización. Sin embargo, Heidegger critica el hecho
de que todo valorar no deje ser al ente, puesto que lo hace únicamente valer en cuanto
objeto de su actuación.

La conciencia radical de esta subjetivización permite pensar, cree Heidegger, el


nihilismo de la metafísica de Occidente, en el tiempo de su consumación; cuando el ser
se ha reducido a la nada, a nada más que “el último humo de la realidad evaporada”
como sostenía Nietzsche; no es nada más que «imagen» y «valor», esto es, posición
del sujeto que todo los dis-pone.

45
Ibid. “La época de la imagen del mundo”, pág. 99.
46
Ibid. “La frase de Nietzsche «Dios ha muerto»”, pág. 209.
127

A la sombra de este nihilismo, el valor se muestra a Heidegger como una «pérdida»


(Verlust) y como un «sustitutivo» (Ersatz): pérdida porque no deja ser a las cosas en su
verdad, es decir, en la integridad de su ser. Y sustitutivo porque pretende llenar este
vacío con el espejismo de su función. Se dirá que las cosas valen cuando n se las deja
ser o valerse por sí mismas, en su propia verdad; las cosas valen cuando ya no son.

Heidegger cree que la caracterización de algo en términos de valor priva a lo valorado


de su dignidad, puesto que lo interpreta en función del sujeto y a la medida de su
interés. En contra, pues, de la Ilustración, que había hecho de la «utilidad» el valor
supremo, Heidegger sólo ve en ello el autoengaño capital del humanismo; ya que el
hombre, a su juicio, sólo es si se hace valer y consigue darse valor. En último término,
la propia voluntad evaluativa acaba por caer bajo el reinado del poder.

Éste sería el sentido fundamental de la ética humanística a juicio de Heidegger, el ser,


ante todo, una «justificación» (Rechtfertigung) del hombre, que tiene que hacerse valer
en la realización del valor. En un tiempo de abierta secularización, donde ya no cuenta
la economía de la «justificación» religiosa, el hombre tiene que atenerse estrictamente a
sí mismo y al alcance de sus fuerzas, y, a falta de una orientación trascendente de la
vida, justificarse por el sentido de lo que hace, esto es, por el valor de su propia obra.
Para estar, pues, seguro y cierto de sí, el sujeto necesita hacerse valer como tal sujeto
soberano. Desde el punto de vista ético, el humanismo significa la exigencia que tiene
el sujeto de dar-se valor y de ser reconocido en su valor.

Nietzsche ha sido, según Heidegger, quien puso al descubierto la lógica secreta de la


nueva «justicia» que imparte el sujeto soberano. Él necesita estar seguro,
asegurándose del todo del ente (en cuanto objeto y en cuanto valor), legitimando su
dominio universal en la exigencia de su seguridad. Tanto la categoría de la «auto-
determinación» como la de la «auto-posición» muestran que la libertad tiene que ser
justificada, que tiene que legitimarse en la forma y el contenido de su hacer.

Ya la paideia platónica apuntaba en esta dirección, aún dentro de los supuestos


específicos de su ontología: el hombre, según Platón, necesita ser liberado y conducido,
a la verdad, rigiéndose por los arquetipos («Ideas») de las cosas. Sólo de este modo
devenía conforme a su esencia. Lo que exige, pues, el humanismo, señala Heidegger
en la Carta, es meditar y cuidar por que el hombre sea humano y no in-humano; o sea,
que esté fuera de su esencia.

Desde el punto de vista histórico-ontológico, el humanismo surge con la escisión del ser
y el deber en el planteamiento platónico: ser-hombre es estar separado, no poder
coincidir con la propia idea; pero, al mismo tiempo, el esfuerzo por apropiársela en un
proceso inalcanzable.

El giro inmanentista de la modernidad, al interiorizar el «apriorismo» platónico, tomará


este proceso por el de la «autodeterminación» del hombre con respecto a los fines
supremos de la razón humana.
128

La tensión ética se intensifica ahora en la medida en que la escisión es interna y se


hace residir en el antagonismo de naturaleza y libertad. Frente a lo espontáneo e
inmediato, sólo la vida conformada y determinada por sí misma merece respeto y
estimación. Finalmente, con la quiebra del deber-ser, será la cultura la que tomará su
relevo en la causa del humanismo. Ser-humano, o mejor, hacerse humano es volverse
un hombre cultural, a diferencia del hombre natural. “Cultura es la realización efectiva
de los supremos valores por medio del cuidado de los bienes más elevados del
hombre”47.

El hombre se convierte así en un realizador de valores, y su dignidad es tanto mayor


según la amplitud y altura de su reino. No es extraño que el tiempo de la imagen (Bild),
en que todo se reduce a forma objetiva y valor, sea también el tiempo del humanismo, o
de la acuñación por la imagen (Bildung) de la formación cultural, según el patrón de lo
que vale y hace-valer.

La proclama de la ética humanística con su reivindicación de la dignidad del hombre


expresa así ─cree Heidegger─ la ontología del sujeto demiúrgico, que está a su base.
El humanismo “no es más que una antropología estético-moral” 48 , representa el
empeño por constituir al hombre en medida del valor y justificarlo o hacerlo valer al
amparo de esta función. Pero esta inflación de lo humano como ente del fundamento
encubre a duras penas, a los ojos de Heidegger, el des-arraigo de la existencia de su
pertenencia a la verdad del ser. Al igual que el «valor» expresa a la vez una «pérdida» y
un «sustitutivo», el humanismo se erige sobre el olvido de esta pertenencia y la
pretensión de suplirla mediante la actividad constituyente del hombre, convertido en el
«potentado» (Machthaber) del ser, como dice Heidegger en la Carta.

La razón que tiene Heidegger para estar en contra del humanismo es que éste no sitúa
suficientemente a su altura a la dignidad del hombre, como afirma en la Carta.
Heidegger cree que el mundo espiritual ha sido reducido a cultura, que el espíritu ha
sido tergiversado en la medida en que la inteligencia ha llegado a ser mero poder de
reflexión y cálculo. El humanismo es, pues, en última instancia, culturalismo, y su ética
no conoce otra medida, según Heidegger, que la absolutización de la cultura como un
fin-en-sí. Así, la cultura es tan sólo la otra cara de la «técnica»; y ambas expresiones
del mismo sujeto de representación y evaluación, la voluntad de poder. «Imagen» y
«Valor», «Sistema» y «Axiología» son aspectos correlativos de lo mismo. La
justificación humanística y su proclama por «ideas» y «valores» pertenece, pues, al
«mecanismo de armazón del orden en curso».

La ética humanística, sin embargo ─así lo piensa Heidegger─ permanece en el auto-


engaño con respecto a esta voluntad de poder, en cuanto instrumento ideológico de su
reproducción. Incluso cuando pretende ponerle límites, controlarlo y dirigirlo
racionalmente, no hace más que contribuir a su preservación e incremento, pues, el dar
y el atenerse a órdenes es el modo en que la voluntad de poder se realiza mediante la
disciplina y el cálculo. En definitiva, para Heidegger, un mismo proyecto de dominación
47
Ibid. “La época de la imagen del mundo”. Pág. 76
48
Ibid. Pág. 91.
129

universal se impone tanto en el sistema científico-técnico como en el humanismo, una


misma racionalidad planificadora y calculadora, una misma subjetividad incondicionada.
La interpretación del ser-del-ente como voluntad de poder.
130

JONAS Y LA RECUPERACIÓN DE LOS VALORES EN CLAVE ONTOLÓGICA


El principio Vida. El principio Responsabilidad49

1. El proyecto de una vida

La afamada obra de Hans Jonas, El principio de Responsabilidad50, es el resultado de


un dilatado periplo personal, intelectual y académico que tiene sus orígenes en la época
en la que éste fue discípulo de M. Heidegger y del teólogo R. Bultmann en la
Universidad de Marburgo, por la que se doctoraría con una tesis sobre el gnosticismo.

A primera vista se podría creer que existe una ruptura brusca entre su primera filosofía
y la que comienza con su llegada a los Estados Unidos, a partir de 1949, marcada por
una preocupación creciente por elaborar una ontología de nuevo cuño, al modo de una
Filosofía de la Naturaleza en el sentido clásico, y que acabará cristalizando en la
propuesta de una ética para la civilización tecnológica en El principio de
Responsabilidad.

La idea de que hay un antes y un después en la trayectoria de Hans Jonas podría


quedar en gran medida avalada por su propia biografía. Jonas (Mönchengladbach, 1903
– Nueva York, 1993) abandonó la Alemania nazi en 1933 y, entre 1940 y 1945, fue
soldado del ejército británico en una brigada judía. En un breve ensayo autobiográfico,
titulado Ciencia como vivencia personal, explica que, más allá de lo histórico
─refiriéndose al estudio de la gnosis─ seguían estando «las cuestiones perennes de la
filosofía: aquellas sobre la naturaleza del ser y, por tanto, también sobre el ser de la
naturaleza»51. Durante los años de estudio ─continúa─ jamás había comparecido esa
dimensión del ser: el espíritu se hallaba nítidamente separado del cuerpo, y la filosofía,
tanto el existencialismo heideggeriano como la fenomenología en el sentido de Husserl,
obviaban la reflexión acerca del fenómeno de la vida.

Es la experiencia de la guerra la que confronta a Jonas con esa otra realidad, que él se
resistirá a partir de entonces a separar de la dimensión espiritual:

Esta ocasión llegó con los años de soldado de la segunda guerra mundial,
donde, de la investigación histórica, fui relanzado a aquello sobre lo que también
se puede reflexionar sin libros ni bibliotecas, pues siempre está en nosotros.
Quizás el estar físicamente expuesto, con lo que el destino del cuerpo se expone

49
Cfr. JONAS, Hans. «Poder o impotencia de la subjetividad». Paidós. Barcelona. 2005. Introducción de
Illana Giner. Págs. 13 a 70. Selección y adaptación de textos de Raúl Villarroel.
50
JONAS, Hans. «El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica».
Herder. Barcelona. 1995.
51
“Ciencia como vivencia personal”, en JONAS, Hans. «Más cerca del perverso fin y otros diálogos y
ensayos». Los Libros de la Catarata. Madrid. 2001. pág. 143.
131

con fuerza, su mutilación se convierte en el temor fundamental, contribuyó a la


nueva reflexión. En todo caso, la parcialidad idealista de la tradición filosófica se
me hizo completamente evidente. Su secreto dualismo, un legado milenario, me
pareció contradicho en el organismo, cuyas formas de ser compartimos con todos
los seres vivos. Su comprensión ontológica cerraría la grieta que separaba la
autocomprensión del alma del saber de la física. La meta de una filosofía de lo
orgánico, o de una biología filosófica, apareció ante mis ojos, convirtiéndose en mi
programa de posguerra.52

No es difícil entender cómo la especulación sobre lo orgánico, que se expone en otra de


las obras fundamentales de Jonas, El principio vida. Hacia una biología filosófica 53 ,
acaba concretándose en un programa ético, cuya fundamentación descansa en la
ontología desarrollada allí.

Ahora bien, la tesis de fondo de esta introducción es que la obra de Hans Jonas
conforma una unidad, presidida en todo momento por el intento de superar ese «secreto
dualismo» que caracteriza, según Jonas, el pensamiento occidental.

Jonas acomete el estudio de la gnosis desde el método fenomenológico, es decir, la


descripción y el análisis de aquello que se nos muestra de forma inmediata en los
fenómenos, que Heidegger emplea en su análisis del Dasein (ser-ahí) y sus
determinaciones, los «existenciarios»54. El ser del Dasein consiste en esa preocupación
por ese mismo ser: la preocupación (Sorge) es la determinación esencial de la
existencia humana. Preocupación por el propio ser en un mundo ─el Dasein es «ser en
el mundo» (In-der-Welt-sein)─ que resulta ajeno, extraño al Dasein que lo habita, que
se ve impelido a habitarlo, que se encuentra arrojado a la existencia en esa realidad
insondable que despierta miedo (Angst), verdadero vértigo.

En cuanto a la influencia de R. Bultmann, tan apreciado por Jonas, fue el primero en


emplear el análisis existencial del Dasein humano para la interpretación de un
fenómeno religioso, en su caso, el Nuevo Testamento. Los «existenciarios»
heideggerianos de Sorge, In-der-Welt-sein, Angst, Geworfenheit, Entwurf se convierten
en categorías interpretativas aplicables a su exégesis bíblica.

Es el medio a través del cual Bultmann intentará reducir la fe cristiana a exigencia


moral, con la intención de que resulte aceptable para el hombre moderno. Su proyecto
puede entenderse como un intento de desmitologización (Entmythologisierung)55, o una
interpretación de las Sagradas Escrituras que posibilite la aparición en primer plano de
las experiencias, tendencias y orientaciones vitales de la existencia humana ocultas en
el mito.

52
Ibid. Pág. 145.
53
JONAS, Hans. «El principio vida. Hacia una biología filosófica». Trotta. Madrid. 2000.
54
Cfr. HEIDEGGER, Martin. «El ser y el tiempo». FCE. Madrid. 2000.
55
Cfr. BULTMANN, Rudolf. «Jesucristo y mitología». Ariel. Barcelona. 1970.
132

Jonas utilizó el término «desmitologización» ya en 1930, en su análisis Sobre la


estructura hermenéutica del dogma, en su escrito “Agustín y el problema paulino de la
libertad. Un estudio filosófico sobre la disputa pelagiana”56; es decir, antes que el propio
Bultmann publicara sus ideas en 1940. Jonas sostiene que el dogma es una
objetivación de una experiencia concreta del Dasein, y, por tanto, la correcta
interpretación del mismo debe prescindir de la aprehensión literal del dogma como del
mito.

Jonas entiende los mitos como testimonio de la actitud, de la cosmovisión del Dasein en
un tiempo histórico determinado Éste es el punto de vista desde el cual afrontará su
lectura y explicación de la gnosis, en la que descubre la articulación originaria de ese
Dasein, arrojado a existir en un mundo que le es extraño, que Heidegger describe.

Para Jonas, el gnosticismo supone el nacimiento de un mundo radicalmente nuevo. El


mundo griego antiguo, desde los presocráticos hasta los estoicos, se había
caracterizado por una visión armónica y ordenada del universo, que recibía el nombre
de kosmos, el orden perfecto y más precioso, divino, del que el propio ser humano,
como todos los demás seres, forma parte. El mundo que esboza el gnosticismo, por el
contrario, es oscuro y hostil; no es divino, como en el panteísmo antiguo, sino
demoníaco, caído de ese orden cósmico primigenio; no hay lugar para la confianza y la
comprensión, sino para el miedo ante un mundo que es extraño al hombre, quien ya no
forma parte del kosmos, sino que es un apátrida arrojado, víctima de la caída originaria,
a este mundo satanizado.

El paso del optimismo cósmico de los antiguos al pesimismo gnóstico implica el


surgimiento de un dualismo radical, que no tenía cabida en la concepción monista de un
kosmos cerrado más allá del cual nada existe. No se trata sólo de la elaboración mítica
de un segundo mundo, el reino de la luz, lo divino, en contraposición a este mundo de
dolor y oscuridad. Según la lectura de Jonas, es el hombre quien experimenta en sí el
dualismo, su escisión radical respecto del mundo que lo rodea y su vinculación al
mundo superior, al cual realmente pertenece.

El dualismo es también antropológico: en el hombre conviven el cuerpo (soma) y el


alma (psyche), por una parte, como aquello que pertenece a este mundo, el de las
sombras y el espíritu (pneuma), por otra, como aquello en el hombre que es de otro
mundo, del reino de la luz. El giro hacia la propia interioridad, el desprecio por lo
mundano es un rasgo que ya se encuentra en los estoicos, y también en Platón; pero es
en el cristianismo y en el gnosticismo donde desaparece definitivamente el kosmos, y
se produce la escisión entre este mundo y el más allá, el mundo verdaderamente real.

El cristianismo concibe el mundo como Creación y, por tanto, como algo bueno y divino.
Sin embargo, la demonización de la materia frente a la divinización del espíritu, y el
dualismo entre cuerpo y alma (el pneuma gnóstico) permanecen; un doble dualismo que
para Jonas caracteriza a toda la filosofía occidental.

56
BULTMANN, Rudolf. «Agustin und das paulinische Freiheitsproblem. Eine philosophische Studie
zumpelagianischen Streit». Vandenhoeck & Ruprecht. Götingen. 1930.
133

Con la sospecha de que el existencialismo puede ser entendido en realidad como una
gnosis encubierta, Jonas «invirtió el sentido de la interpretación: el éxito de la lectura
existencialista de la gnosis le sugirió una lectura casi gnóstica del existencialismo y, con
é, del espíritu moderno»57.

Ya en los inicios de la modernidad, en pensadores como Pascal y más tarde en


Nietzsche, el universo se describe como un inmenso vacío, caracterizado por la
infinitud, la indiferencia y el silencio; un universo impasible ante las vicisitudes humanas,
un todo ajeno e inaprehensible. Es lo que Jonas llama «nihilismo cósmico», que
impregna también, en cierto modo, al existencialismo moderno.

De hecho lo que sucede en la modernidad es que el mundo, la Naturaleza, el universo


dejan de ser objeto de estudio, ya no revisten el menor interés para la filosofía.

Para Jonas, este olvido sólo es posible a partir del dulcismo radical entre cuerpo y alma
(res extensa y res cogitans) que Descartes inauguró y que tanto desarrolló la filosofía
idealista, como la fenomenológica y la existencialista. Como en la gnosis, el hombre se
siente escindido no sólo de un posible más allá, sin también de este mundo.

El gnosticismo aparece como el marco metafísico necesario para el existencialismo y el


nihilismo modernos, que se declaran antimetafísicos por principio, pero cuyos
presupuestos no se sostienen, para Jonas, sin ese trasfondo metafísico que les brinda
el gnosticismo.

Pero, no es sólo el dualismo filosófico entre cuerpo y alma el que implica o reclama este
enajenamiento del ser humano respecto del mundo que le rodea y del universo. Las
modernas ciencias naturales, que acaban monopolizando todo acercamiento a la
Naturaleza, contribuyen a forjar esta idea de un universo infinito, regido por sus propias
leyes, sin una finalidad reconocible para el hombre.

La ciencia, el mecanicismo y el determinismo, posibilitan o fuerzan el paso de la


cosmovisión antigua y medieval de un kosmos u ordo cerrado, perfecto, ordenado y
divino, a ese universo infinito, insondable que despierta el horror vacui, ese
extrañamiento abismático. Lo que ha generado la comprensión mecanicista de la
Naturaleza es la imagen de su absoluta «indiferencia» y el abismo insalvable entre ser
humano y Naturaleza, entre la conciencia viva y la materia muerta y muda. La
indiferencia moderna es todavía peor que la hostilidad gnóstica, es el verdadero vértigo;
el hombre moderno no cree, como el gnóstico, ser de otro mundo, sino que es de este
mundo, pero no se explica en él, y escapa a las relaciones causales, a las leyes
naturales que pretenden esclarecerlo.

Jonas se va alejando de la mera descripción para adentrarse en lo que será su proyecto


filosófico a partir de El principio vida (1963): superar este dualismo radical entre cuerpo

57
JONAS, Hans. “Ciencia como vivencia personal”. Ibid.
134

y alma, mundo e interioridad, Naturaleza y hombre que la filosofía y la ciencia moderna


han instaurado. Su intento de superación no se cifra sólo en una revisión del paradigma
mecanicista-causal de las ciencias naturales, sino que apuesta por la filosofía, incluso
por la metafísica, por las preguntas «tradicionales» sobre el ser, en un intento por
recuperar un espacio para la Filosofía de la Naturaleza en forma de una «biología
filosóficamente orientada».

No obstante, de este intento por superar el dualismo de cuerpo y alma, hombre y


Naturaleza, no se sigue necesariamente el respeto por la naturaleza, la responsabilidad
del hombre frente a su supervivencia, ni siquiera que dicha supervivencia sea un bien
en sí, más allá de los propios intereses del ser humano, cuyo poder técnico lo ha
convertido en potencial destructor de esa realidad a la que pertenece.

Ya en El principio vida esboza la crítica contra una idea de progreso que se cifra en la
explotación despiadada de la Naturaleza, y se anuncia la catástrofe de seguir adelante
con esta forma irresponsable de trato con el entorno. Pero, es en El principio de
responsabilidad donde Jonas se aventura a elaborar una ética a la altura de los
problemas que la civilización tecnológica plantea.

2. La ética de la responsabilidad y la cuestión de la fundamentación

El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica,


como su propio nombre lo indica, es el intento de formular una ética acorde con las
condiciones que los avances de la ciencia moderna y el uso de la técnica asociada a
ésta ha suscitado y que han supuesto, ante todo, dotar al ser humano de un poder de
transformación, y de destrucción, del medio en el que vive, de alcance inaudito y
desmedido.

Asimismo, el propio hombre, a través de la medicina y de las recientes investigaciones


en el campo de la genética, se ha convertido en objeto de la ciencia y de la técnica58.
En tanto en cuanto el ser humano se dota de un nuevo poder, el ejercicio del mismo se
convierte en objeto de reflexión por parte de la filosofía moral y, por ende, de la filosofía
política, pues, en último término, la responsabilidad no es sólo individual sino colectiva.

La ética que propone Hans Jonas es novedosa, tanto como novedoso es el nuevo
poder que la sociedad humana es capaz de ejercer en el contexto de una civilización
tecnológica y tecnificada. Su pretensión no es prescindir de los preceptos de la ética
tradicional, sino apuntar a la necesidad de introducir una nueva dimensión de futuro y
un concepto nuevo de responsabilidad como marco racional y con validez universal
compatible con los códigos éticos preexistentes.

58
Cfr. JONAS, Hans. «Técnica. Medicina y ética. La práctica del principio de responsabilidad».
Barcelona. Paidós. 1996., especialmente las págs. 159 – 175. Este libro, como su título indica, está
consagrado a la aplicación del principio de responsabilidad: los primeros cinco capítulos analizan la
práctica científica en la nueva civilización tecnológica; los demás, la mayor parte de la obra, afrontan
problemas éticos tan importantes como la eutanasia, la clonación en seres humanos, la eugenesia, que
los avance en medicina e ingeniería genética plantean.
135

El principio de responsabilidad exige en cierto modo una especie de «política científica»


que va más allá de los valores propiamente científicos como el respeto al
procedimiento., la neutralidad ante los resultados, el honor a la verdad. Jonas no se
opone al progreso científico ni al tecnológico, pero advierte que éste debe ser
responsable y romper con los tópicos de la neutralidad, la inocencia y la independencia
de la práctica científica.

La investigación científica actual es subsidiaria en gran medida de los resultados que


genere su aplicación práctica, y es desde esta perspectiva que se orienta la
investigación, además de que su financiamiento depende de inversiones públicas o
privadas que se producen con la expectativa de algún beneficio posterior en forma de
aplicación tecnológica. Al haber desaparecido la frontera entre teoría y práctica,
cualquier investigación en el campo de la ciencia debe ser sometida a examen por parte
de la ética.

Estamos ante un claro vacío que la propuesta jonasiana viene a llenar en la forma de
una ética de la renuncia, de la humildad y del respeto frente a la Naturaleza toda y hacia
la naturaleza del hombre en particular.

El primer paso de la reflexión ha sido demostrar que existe la posibilidad real de poner
en peligro la imagen del hombre: ése es el datum a partir del cual Jonas formula un
imperativo de cuya aplicación debe derivarse la preservación de esa imagen y
garantizarse la continuidad en el futuro de una vida humana digna sobre la Tierra. El
reto es fundamentar, metafísica y ontológicamente, ese imperativo, y es que lo que
antes era la premisa fundamental de toda ética, la existencia del hombre en tanto que
hombre, es ahora objeto de nuestra obligación y depende de nuestra responsabilidad.

No obstante, la ética jonasiana no sólo busca frenar o regular la experimentación con o


la injerencia tecnológica sobre el ser humano, sino que parte del supuesto de que una
vida humana digna sólo es posible en un hábitat natural, hoy seriamente amenazado.
Con ello se forzado a demostrar que la Naturaleza es un bien en sí mismo, y que no
está exenta de valores.

De este modo, el trato amable con el entorno puede tornarse imperativo moral y, dado
que el radio de influencia de la acción humana, gracias a la técnica moderna, alcanza al
conjunto de la biosfera del planeta, esa totalidad puede convertirse en objeto de
responsabilidad humana, de una índole parecida a la que le hombre siente para con sus
congéneres.

El biocentrismo que defiende Jonas tiene algo que ver con a aconsejable recuperación
de los límites de la acción humana, además de que se presenta como una obligación o
una necesidad perentoria. El biocentrismo es el paradigma que nutre de
fundamentación al principio de responsabilidad: lo biológico debe dotarse de un nuevo
estatuto, hay que escribir un «discurso sobre la dignidad del organismo, sobre la
dignidad de la vida en cuanto tal» ─algo que Jonas intenta en El principio vida─ para, a
partir de ahí, construir un imperativo que convierte el predicado de la dignidad humana
136

en exigencia, en un momento en que es posible ponerla en peligro por la acción del


propio hombre.

En tanto Jonas reconoce valor y un fin en sí mismo en cada organismo y en la


Naturaleza en su conjunto, se le impone la necesidad de que se respeten por su propia
dignidad, por su propia autonomía.

La ética de la responsabilidad se formula según un nuevo imperativo:

Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la
permanencia de una vida humana auténtica sobre la Tierra;

o, expresado negativamente:

Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la
futura posibilidad de esa vida;

o, simplemente:

No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la


humanidad en la Tierra;

o, formulado una vez más positivamente:

Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura


integridad del hombre59.

Prima facie, el imperativo jonasiano podría parecer una reformulación del viejo
imperativo categórico de Kant, es decir, que la ética de la responsabilidad sería una
ética del deber, stricto sensu, sólo que habría introducido una dimensión nueva, la del
futuro. Sin embargo, un breve análisis en contraposición al imperativo kantiano nos
preparará para afrontar la cuestión de la fundamentación y nos dejará entrever en qué
consiste la ética de la responsabilidad, cuyo autor insiste en definirla más como
ontológica que deontológica.

De acuerdo con la definición que da Kant de imperativo, el jonasiano no podría ser


nunca uno categórico. Tal como en el kantiano, en el imperativo jonasiano la acción sí
coincide con el propio deber ─actúa de tal modo que─, pero el fin o el objeto de la
acción ya no es la propia adecuación de ese deber con la ley universal, sino con algo
que es externo a ella ─la posibilidad de una vida humana digna─, de tal manera que
sólo podría ser considerado un imperativo hipotético. Y, de hecho, como lo que expresa
no es sino una posibilidad, éste sería un principio problemático, de ninguna manera
asertórico o apodíctico.

59
JONAS, Hans. «El principio de responsabilidad». Op. Cit. Pág. 40
137

Desde el punto de vista kantiano, la propuesta de Jonas sería un ejemplo más de moral
heterónoma. Uno de los elementos en los que los presupuestos de ambos chocan es el
de la motivación. En esta diferencia se cifra la distinción fundamental entre una ética del
deber y una ética de la responsabilidad.

Para Jonas, la ética tiene dos vertientes: una objetiva, que conforma su fundamento
racional, y otra subjetiva, el sentimiento que impulsa a actuar de acuerdo con el
imperativo fundamentado racionalmente. Ahora, en Kant también es importante el
sentimiento moral para que el imperativo sea realmente efectivo; sin embargo, no
precisa de nada externo al deber, puesto que se articula como sentimiento del respeto a
la propia ley moral.

Para Jonas, en cambio, «la ley como tal no puede ser ni causa ni objeto del respeto»60
porque sólo «la llamada del posible bien-en-sí en el mundo, que se coloca frente a mi
voluntad y exige ser oído [de acuerdo con la ley moral]»61 puede impeler al sujeto a
comportarse moralmente. Lo que es excitado no es un sentimiento de deber para con
algo o alguien ─pues el deber se basa en una relación recíproca entre seres racionales
que ostentan derechos y deberes─ sino el sentimiento de la responsabilidad.

Que la responsabilidad, en tanto el ser humano tiene poder para influir en el futuro de la
humanidad, devenga centro de una propuesta ética supone un cambio radical de
paradigma. Se produce una inversión del «puedes, puesto que debes» kantiano62, en
favor del «debes, puesto que puedes». Los actos del poder llegan a convertirse en
contenido del deber, en un contexto en el que poder significa «liberar efectos en el
mundo»63.

Tradicionalmente (por ejemplo, en la teoría del eros platónico) se aspira al bien


supremo, a algo superior, caracterizado por la perfección y la inmutabilidad, a cuya
consecución tenemos el deber de orientar nuestra acción, pero que no es objeto de
nuestra responsabilidad.

Sólo se puede ser responsable de lo mudable, de lo que se ve amenazado


por la decadencia, es decir, por lo efímero en su caducidad.64

Y ahora la Naturaleza toda y, con ella, la civilización y la esencia de la humanidad en el


futuro, están seriamente amenazadas. Esa fragilidad es la que puede, y debe, despertar
nuestro sentimiento de responsabilidad. El anhelo del absoluto se sustituye así por una
dimensión de futuro que no aspira más que a la preservación de la temporalidad, a la
continuidad de un mundo en el que los seres humanos puedan habitar dignamente.

60
Ibid. Pág. 160.
61
Ibid. Pág. 153.
62
KANT, Immanuel. “Metodología de la razón pura práctica” en «Crítica de la razón práctica». Sígueme.
Salamanca. 1995. Pág. 191. “Pero supeditarlo todo a la sola santidad del deber y tener conciencia de que
se puede, porque nuestra propia razón lo reconoce como su mandato y dice que debe hacerlo, eso
significa elevarse […]”.
63
JONAS, Hans. Op. Cit. Págs. 212 – 213.
64
Ibid. Pág. 209.
138

El prototipo de toda responsabilidad es la relación padres-hijo. En la indefensión del


recién nacido, que requiere del cuidado de los padres para su supervivencia,
encontramos un objeto evidente de responsabilidad y del deber de ella derivado, el de
velar por esa vida y su desarrollo, su continuidad.

El concepto de responsabilidad implica el de deber, primero el de deber-ser


de algo, después, el deber-hacer de alguien en respuesta a ese deber-ser. Es
prioritario, por tanto, el derecho intrínseco del objeto. Sólo una exigencia
inmanente al ser puede fundar el deber.65

Esa «exigencia inmanente del ser» es el propio ser, su deber-ser, es decir, el derecho
del que ha nacido a seguir viviendo. Cuando el ser no está lo suficientemente
capacitado para que la vida dependa exclusivamente de él, ese imperativo de seguir
siendo se convierte en un llamado a la responsabilidad de quienes sí tienen el poder, la
posibilidad, de velar por esa continuidad. La llamada de la responsabilidad hacia el
deber-ser se convierte en un deber, el deber de hacer todo lo posible para que se
cumpla el primer imperativo, el deber-ser.

La responsabilidad es, pues, un «deber “ontológico”»66, un deber para con el ser.

Así, la fundamentación del imperativo ha dejado de ser un problema de índole racional


o trascendental para convertirse en una cuestión metafísica u ontológica. Abandonar el
plano trascendental para adentrarse en el ontológico supone también desplazar el
objeto tradicional de la ética, las relaciones intersubjetivas, a un nivel de importancia
secundaria, y dotar a la filosofía moral de las armas necesarias para legislar en el
ámbito de la vida.

Nos introducimos ahora de lleno en la cuestión de la fundamentación ontológica de la


ética de la responsabilidad, por lo que debemos penetrar en la Filosofía de la naturaleza
de Hans Jonas, en su principio vida, aunque, «por mucho que la investigación
ontológica nos haya obligado a adentrarnos más allá del hombre, en la teoría del ser y
de la vida, en realidad no nos ha alejado de la ética, sino que estaba buscando su
fundamentación»67

El imperativo jonasiano se nos presenta como la obligación de velar por el ser,


obligación a la que respondemos porque el ser es lo único que, en su infinita fragilidad,
puede conmover nuestro sentimiento de responsabilidad. La fundamentación de una
ética de estas características, en sí ontológica, no puede radicar sino en la metafísica.

En Jonas no encontramos una preocupación filosófica derivada de un supuesto «olvido


del ser»68, sino la constatación de que tanto la falsa metafísica, la ontología, como la

65
Ibid. Pág. 215.
66
Ibid.
67
JONAS, Hans. «El principio vida». Op. Cit. Pág. 327.
68
Cfr. HEIDEGGER, Martin. «¿Qué es metafísica?» Siglo XX. Buenos Aires. 1970. Págs. 23 y ss.
139

metafísica ofrecen una concepción sesgada del ser, en la que se descarta cualquier
consideración biologicista, punto de vista éste monopolizado por las ciencias naturales
que, por su parte, despojan al ser de cualquier dimensión espiritual trascendente.

Es labor de la metafísica, para Jonas, «superar, por un lado, los límites


antropocéntricos de la filosofía idealista y existencialista, y, por otro, los límites
materialistas de la ciencia natural»69, y ello en forma de una «filosofía de la vida», cuyo
objeto es tanto una filosofía del organismo como una del espíritu, cuya la hipótesis de
partida es que «lo orgánico prefigura lo espiritual ya en sus estructuras inferiores, y el
espíritu sigue siendo parte de lo orgánico, incluso en sus más altas manifestaciones»70.

Recordemos que el principio de responsabilidad, cuyo prototipo es la relación padres-


hijo, se articula como el deber hacer de alguien frente al deber ser de algo o alguien.
Por lo tanto, la cuestión moral se dirime en ese deber hacer, pero la metafísica se
centra en el origen de la anterior, en ese deber-ser de algo o alguien. No obstante, la
verdadera alternativa no está en el deber ser de algo frente al deber ser de algo otro,
sino en el ser frente al absoluto no-ser.

Se trata, pues, de la recuperación de la pregunta leibniziana: «¿Por qué es algo y no


más bien la nada?». Es desde la ética, entendida ésta como teoría del bien y de los
valores asociados al mismo, desde donde es posible fundamentar lo que desde la
metafísica nunca deja de ser un argumento ad hominem: la preeminencia del ser sobre
la nada. De hecho, lo que Jonas propone es una reformulación en clave ética del dilema
leibniziano, de tal manera que lo importante no es «por qué es algo», sino «por qué
debe ser algo», es decir, la pregunta reza: «¿Es valioso el ser?».71.

La pregunta por el deber ser implica que el ser se dote de valores, se entienda como un
bien, de tal manera que el ser se convierta en un imperativo, en un deber hacer para
que el ser realmente pueda ser y pueda seguir siendo, porque el ser es un valor y un
bien en sí. De hecho, sólo cabe predicar valores de aquello que es.

Estamos ante un segundo replanteamiento de la pregunta leibniziana: no se trata del


ser frente al no-ser, sino de la preeminencia de los valores que, a pesar de seguir
jugando con categorías propias de cualquier ética tradicional ─fin o finalidad, valor, bien
en sí─, no va a aplicarlas solamente al ser humano: alejándose del paradigma
antropocéntrico, estudiará los conceptos de fin, valor y bien en el ser, es decir. Como
categorías ontológicas capaces de fundamentar la responsabilidad y el deber para con
el ser.

La tensión, no obstante, entre ser y la posibilidad de dejar de ser es común a todas las
criaturas: el horizonte de la mortalidad es indisociable del horizonte de futuro por el que
lucha a diario la vida, afirmándose contra la muerte. Y es que la vida posee su ser de un
modo meramente condicionado y está sujeta siempre a su revocación.

69
JONAS, Hans. Op. Cit. Pág. 10.
70
Ibid. Pág. 13.
71
Ibid. Pág. 95.
140

En lugar de un estado dado, el ser se ha convertido en una tarea, en una


posibilidad que debe ser realizada siempre de nuevo en lucha con el no-ser,
su contrario constantemente presente, que de todos modos e
ineluctablemente acabará por devorarlo.72

Fue Heidegger quien definió el ser del Dasein humano como preocupación (Sorge) por
ese mismo ser, convirtiendo el cuidado por el ser en la determinación ontológica
esencial de toda vida humana. Jonas apostó a lo largo de toda su trayectoria intelectual
por esta concepción del ser como lo que requiere cuidarse de sí mismo, y veneró a su
maestro como quien destronó el modelo óntico de una conciencia fundamentalmente
cognoscente, introduciendo en su lugar al yo volente, esforzado, menesteroso y efímero,
es decir que Jonas entronca perfectamente con la tradición de la metafísica del ser
histórico y trágico propia del siglo XX.

La diferencia es que el cuidado del ser no distingue sólo al Dasein humano, sino a todo
existente y, por ende, al ser universal, que es afirmación incondicional de sí mismo, de
su propio ser. Este sí ontológico a la vida, al ser frente al no-ser, es instintivo en la
Naturaleza: ser y deber ser son idénticos porque el ser se perpetúa en cuanto cumple
con su deber, el cuidado de su propio ser. En el hombre no existe esta identificación
inmediata, y el deber no es ontológico, por así decir, sino moral, fruto de una elección
libre.

El hombre se distingue de todas las demás criaturas ante todo porque es un ser moral,
por eso en él ser y deber no coinciden. En el hombre optar por la vida o por la muerte
es un ejercicio de la responsabilidad del sujeto libre y racional. La supervivencia es una
cuestión moral.

Sin embargo, a Jonas no le preocupa la vida del sujeto individual, sino el compromiso
del ser humano, la responsabilidad del ser humano para con el ser en general ─y el ser
o la imagen del hombre en particular─ cuya vida o dignidad futuras, debido al ejercicio
de su poder tecnológico, pueden estar amenazadas.

La distancia que media entre el ser y el deber ser del hombre, en tanto tiene poder para
apostar o no por ese deber ser de su ser, está ocupada por la responsabilidad. El
intento de Jonas, entonces, será fundar ontológicamente esa responsabilidad.

72
JONAS, Hans. “La carga y la bendición de la mortalidad”, «Pensar sobre Dios y otros ensayos».
Herder. Barcelona. 1998. Págs. 89 – 107.

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