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PABLO OLIVEROS MARMOLEJO

EDUCADOR, PENSADOR Y HOMBRE DE CIENCIA


POR: MIGUEL ALVAREZ DE LOS RIOS
Los seres humanos se dividen en dos bloques distintos, dice Larry Smithson en su
original interpretación de la condición y la conducta humanas: los que sólo piensan en sí
mismos y con tal criterio actúan y se desenvuelven en este mundo, convertido por ellos en nido
de serpientes; y los que, desde luego, también piensan en sí mismos, pero, muy especialmente,
en beneficio de los demás.

Para Smithson, filósofo y sociólogo, profesor y conferenciante, los hombres no se


dividen en blancos y negros, ricos y pobres, cultos e ignorantes, esas son condiciones externas
del sujeto, sino, esencialmente, en egoístas, es decir, mezquinos, es decir, innobles, y liberales o
generosos. Los primeros constituyen la enorme, la abrumadora mayoría.

Se trata de una cantidad heterogénea y no necesariamente compacta, a cuyos


integrantes no los diferencia la posesión o la carencia de bienes, o la cultura y la incultura, o la
raza, el color ele la piel: pues en ella los hay inopes, despojados de lo mínimo para sobrevivir; los
hay medianamente acomodados, sin afugias económicas insoportables; los hay corrientemente
pobres, los que viven al día y los hay, por supuesto, ricos, dueños de fortunas incalculables; los
hay mentalmente cultivados y los hay, lamentablemente, zafíos; los hay blancos, negros y
amarillos.

A todos los cuales, en apariencia tan opuestos y tan difícilmente asociables, los
conecta, sin embargo, una fuerza oscura y potente: el sentimiento arraigado de ser ellos solos y
para ellos solos.

Egoístas y generosos. No existe ni existirá otra variedad de hombres; y sería raro, si no


imposible, que uno u otro, especialmente el egoísta, cambiara súbitamente de mentalidad al
conjuro de una emoción o de un sueño alucinante, como acontece con Scrooger, el rico
insensible del cuento de Dickens, trocado en ser magnánimo de la noche a la mañana. El arte
literario aporta esta excepción que confirma la regla lejos de desvirtuarla, porque el humano
corazón, bueno o malo, egoísta o generoso, no cambiará porque sí de un momento a otro.
No es necesario decir, porque lo preanuncia lo anterior, que al segundo segmento en
que se dividen los hombres, al más pequeño y esclarecido, a aquella minoría que acapara las más
altas calidades del corazón y del espíritu, perteneció por •derecho propio Pablo Oliveros
Marmolejo.

Nació generoso, esto es, liberal, grande de alma; la generosidad es una condición
personal que no se adquiere: viene de atrás, por los caminos de la sangre.

De niño hizo lo que todos hacen: jugar, solo o con otros, con sus hermanos, con sus
amigos; correr, saltar, aspirar ávidamente los confusos aromas de la tierra, y a veces, avivado
por las lluvias, el acre olor de los ríos cercanos; escuchar con interés y, a menudo, con
perplejidad, las historias narradas por sus mayores, cuando las estrellas empezaban a descender
de sus lugares en el cielo y se ponían a brillar con su luz de magnesio en las colinas tutelantes.

Y, además, trabajar, trabajar un poco, no mucho, con sus desnudas manos, en las horas
vacantes del estudió y hasta en las horas muertas del domingo, en los predios rurales de su
padre.

Pensaba en sí mismo, y razonaba sin duda con esa bella arbitrariedad del juicio con
que los niños entienden la vida y procuran dilucidar los, misterios del mundo, pensaba en sí
mismo y en lo que sabía suyo: sus padres, sus hermanos, su casa, su escuela; el paisaje de
clamante verdura en medio del cual palpitaba su corazón, rumoreaban sus sueños: lo veía ante
sus ojos dilatarse, espejeante al mirarse en el río Cauca, que lo duplicaba. Y, en las tardes
exhaustas, olorosas a miel y a hojas quemadas, contemplaría el largo, el llameante crepúsculo
que incendiaba las nubes, es decir, las praderas del cielo.

Pensaba en sí mismo, como todos los niños, pero con un hondo sentimiento de
solidaridad hacia los demás. El niño> dicen los sociólogos, no es nada que no haya de ser el
hombre, solidaridad fácilmente advertible en sus actitudes y sus gestos, en el tono que usaba
para referirse a su familia y a sus amigos, según recuerda, emocionadamente, una de sus
parientas cercanas, mayor que él en edad, en cuya fresca casa pernoctó el procer alguna vez,
que, bajo el apremio de la nostalgia, retornó al paisaje nativo. Fue aquella una visita fugaz,
atropellada por los buenos y los malos recuerdos, durante la cual Oliveros se dio a desandar, a
grandes trancos, sus primeros pasos por la vida.
Y nació inteligente, intuitivo, creativo. Sus condiscípulos recuerdan cómo en el curso
de las exposiciones orales que los alumnos debían hacer periódicamente ante un maestro
imaginativo que solía desbordar la rigidez del programa oficial, era ya discernible en el niño
"Oliveros, Pablo", una singular percepción de las cosas, una capacidad de comprensión,
avanzada para sus años, de la mesmedad de las ciencias abstrusas que su cerebro empezaba a
afrontar. Muy pronto esa capacidad de entendimiento, de penetración, naturalmente
superficial, en los enigmas de la física, la geometría, la química, la botánica, las ciencias
naturales, lo iría despojando día a día de la ilusión maravillosa con la que antes sus ojos
objetivizaban los seres, las cosas y los fenómenos simples de la naturaleza y empezaría a
mostrárselos en sus verdaderos contornos. La fantasía, la ensoñación, que eran como anteojos
mágicos de su sicología infantil, la mirífica seudestesia propia de la edad con la que los niños
condensan en una gota de agua la vastedad del océano, en un espejo todo el misterio de los
cuentos, como lo observa un celebrado escritor, tendrían que ceder su lugar a los lineamientos
de una realidad concreta y menos poética del mundo.

De igual manera, en algunos de sus balbucientes dibujos que alguien de su familia


rescató del naufragio del tiempo para conservar en el cofre de sus tesoros afectivos, asomaba
ya el sentido de la exactitud, de la reflexión, de la lucidez, de todo aquello que más adelante le
daría carácter, dimensión a su talento, y que al revelársele tempranamente, en la mañana de su
existencia, lo induciría a eludir, al comenzar su etapa universitaria, la falsa orientación
grecolatina que aún predominaba en las universidades colombianas, y a preferir el camino
técnico-científico, ya abierto, amplio y luminoso en las universidades norteamericanas.

En 1955, con su cartón de bachillerato cursado en Pereira y. Manizales, se trasladó a


los Estados Unidos e ingresó a la Universidad de San Ambrosio de Iowa, en el centro
geográfico de la .Unión. Cinco años después, en 1960, culminó sus estudios profesionales con
excelentes calificaciones y regresó al país armado con dos diplomas: el de ingeniero físico y el de
licenciado en radiología, manejo de aparatos medidores de radioactividad. Años después, de
1967 a 1968, enviado por la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP), estudiaría en la
Universidad de California en Berkeley, hasta obtener el Master en Educación (Administración
de universidades). Como, era previsible, en Norteamérica" recibió una formación rigurosa. Allí
ha imperado, e impera, la enseñanza centrada en la iniciativa personal, que despiertan la
imaginación y el espíritu creativo del estudiante, no el arcaico método memorístico, que obliga
al alumno a grabarse mentalmente las lecciones recibidas y horas o días más adelante, al
ser-requerido por el profesor, a recitarlas en clase con todos sus puntos y comas. Este método
que, hasta hace poco, aún perduraba entre nosotros, pugna abiertamente con la pedagogía
moderna, y el mismo Oliveros Marmolejo, en reciente nota recordatoria de su vida estudiantil,
lo critica con cierta hilaridad por anticuado e inútil.

El universitario Oliveros era consciente de sus humanas limitaciones. Tenía ya veinte


años. A esta edad, se dice, no se puede vivir sin fe, sin la esperanza siempre verdecida de llegar
a ser alguien, Pero los objetivos que uno se trace deben ser razonables y la fe que a uno lo
impulse no debe centrarse en la consecución de cosas imposibles.

Oliveros no pensó en ser demasiado grande, porque quizá la vida no le alcanzaría para
llegar tan alto, sino en ser útil en la medida en que pudiera serlo y con los recursos intelectuales
de que dispusiera.

Pensaba que el deber de cada uno era poner su conciencia al servicio de los demás. La
vida se justificaba en función de servicio, pero de servicio desinteresado a quienes lo han
necesitado.

¿Serían estos razonamientos los que lo indujeron a tomar el camino de la enseñanza


para llegar al ideal de su vida?

Faltaban todavía varios años para que Oliveros descifrara las claves de su porvenir.
Mientras tanto estudiaba sin descanso y asimilaba todo lo que estudiaba.

Su educación fue integral; naturalmente hizo énfasis en las materias propias de su


carrera, pero al profundizar en otras de carácter humanístico, cuyo conocimiento abordó
someramente en el bachillerato, su pensamiento adquirió consistencia, reciedumbre. Pensar
no es arrumar ideas unas tras otras; no es tener pensamientos, como aclara Alam, sino tener
un pensamiento. Oliveros lo adquirió en la universidad y lo conservó, firme, aunque sensible
y sensitivo hasta su muerte: un pensamiento sustentado en los más altos principios de la
filosofía occidental, bajo !ya inspiración y de cuyos hontanares brota la cogitación científica
moderna que no es atea ni desconoce o execra la religión, sino que encuentra que su esencia
está en la aprehensión del sentido cósmico de la existencia, y descubre en el orden universal
entrelazados esquemas matemáticos, que confirman lo que antes dijeron otros, sin que se les
creyese: que el universo jamás ha sido un caos y sí^ por el contrario, una completa
organización física, química y biológica, siempre regida racionalmente.

La inclinación de Oliveros Marmolejo hacia la física y las matemáticas que él


apreciaba en una unidad fundamental, su fascinación por estas ciencias, viejas y complicadas,
se hizo más evidente al entrar a la universidad con la escogencia de su carrera y la dedicación
y el interés que puso en su seguimiento. La física, particularmente, fue para é! como caramida
que lo mantuvo gravitando en su órbita magnética. La estudió desde su origen pitagórico,
pasando por los postulados de la mecánica aristotélica, hasta las admirables teorías
einstenianas, pero se detuvo, deslumbrado, ante la asombrosa genialidad de Galileo, que en el
esplendor del Renacimiento, y desde lo alto de la torre de Pisa, arroja al vacío, junto con las
dos esferas de masas diversas con cuya caída simultánea comprueba que la velocidad de un
cuerpo no es proporcional a la fuerza a la que está sometido, el dos veces milenario
dogmatismo de Aristóteles; da origen a una nueva concepción científica del mundo y abre las
puertas a la ciencia experimental de los tiempos modernos, y de cuyo principio de la
relatividad, al que adhirió Newton cien años después con su concepto de "masa puntual",
parte la Teoría de la Relatividad formulada por Einstein en 1905.

En noviembre de 1955 el joven físico norteamericano Willis Lamb recibió el Premio


Nobel por sus estudios sobre el átomo del hidrógeno, con los cuales probó que la Tierra y el Sol
han girado en la base de uno de los tres brazos de una formidable espiral de cien millones de
estrellas que tiene la forma de una rueda (girándula) de fuegos artificiales. Lamb se convirtió en
una notoriedad; visitó, por invitación, varias universidades de la Unión e incluyó en su gira a la
de San Ambrosio.

Oliveros le oyó decir que el hidrógeno no emitía solamente ondas luminosas sino
también radioeléctricas, y que, bajo ciertas condiciones de excitación, esas radiaciones
formaban mensajes que informaban con precisión sobre la composición del espacio de donde
provenían. Se habían podido captar esos mensajes gracias a los descomunales telescopios
construidos sobre el principio del radar. El estudio de estos mensajes emitidos por el hidrógeno
demostró que la masa de materia que ha rodeado nuestro sistema estelar presenta golfos y
continentes que tienen forma. Y el estudio espectral de la propagación de la luz emitida por las
estrellas permitió, por otra parte, establecer una tabla de velocidades estelares en todos los
puntos de la galaxia.

El Nobel Lamb dijo: "Las dimensiones de nuestro Universo son asombrosas. En un


vehículo que se desplazara a la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo)
tardaríamos, cien mil años en recorrerlo de un extremo a otro, 15.000 años para atravesarlo en
su centro y 1.000 años para llegar, desde .el lugar donde se encuentra el Sol, hasta uno de sus
'bordes".

Oliveros escuchó la exposición del sabio, admirado y estupefacto, pero años más
tarde, ya en ejercicio de sus tareas educativas, diría a sus alumnos de la Universidad Tecnológica
que las palabras del doctor Lamb lo alejaron de los estudios astronómicos que él habría querido
emprender al unísono con los de física.

"Me puse a pensar", dijo, "que una persona como yo, proveniente de un país pobre, no
podía darse el lujo de dedicarse a aquellos estudios tan apasionantes pero inaplicables en mi
patria. Mi deber era invertir mi tiempo en el conocimiento de materias que fueran útiles aquí en
la Tierra y ahora". Volvió a lo de la Tierra, a lo de su tiempo, a lo de su generación.

Oliveros fue una conciencia positiva; sabía que había que luchar contra la injusticia y la
miseria, y que era deber de la gente nueva participar en esa lucha, pero no estaba muy seguro de
que la solución consistiera en cambiar ciertos usos, ciertas costumbres, ciertas modas y en
mantener una posición pasiva y regresiva ante los hechos nuevos de la historia.

"No es posible que el mundo dé marcha atrás", se dijo. "Estamos en la época í la


técnica y tendremos que adaptarnos al medio en que vivimos, medio prodigiosamente diferente
por su ritmo, por su sentido de la duración, por sus géneros de vida, por sus maneras de pensar,
de sentir y de reaccionar, del medio natural en el que, durante milenios, se ha establecido y
evolucionado la civilización".
Oliveros supo, además, que el hombre estaba solicitado por valores espirituales, más
que impulsado por sus instintos y que, filosóficamente, es a la vez un sujeto y una persona.
Cuanta más científica sea la cultura, pensaba, más conveniente es que los técnicos se fortifiquen
en el humanismo.
II

La personalidad de Oliveros Marmolejo, a sus veinticinco años, completó la formación


ideal de un individuo notoriamente culto: la técnica con un gran respaldo académico y un
hombre a quien el arte universal en sus plurales manifestaciones, no le fue jamás ajeno.

Oliveros, al regresar a Colombia, se entregó a la Universidad Tecnológica de Pereira en


cuerpo y alma. Enseñó con fervor, con emoción, casi con éxtasis, con perfecto dominio de la
materia, poniendo en ejercicio su talento dialéctico.

Tenía una formación universitaria moderna muy siglo XX, antípoda de la medieval
que caracterizaba a los antiquísimos claustros ingleses cristalizada en Oxford hasta bien
avanzada la pasada centuria, cuyo objeto principal es "disciplinar el espíritu en las preciosas
formas de la cultura clásica y formar una clase social de mandarines para perpetuar el gusto por
estas disciplinas y conservar las ideas sobre las cuales reposa la llamada civilización cristiana. . . ”
según un conocido escritor alemán citado por Baldomero Sanín Cano.

La formación universitaria de Oliveros fue típicamente norteamericana, innovadora,


experimentadora, como corresponde a la época nuclear, visionaria, permeable a nuevas formas
de cultura, y fue apenas lógico que chocara con la mentalidad del educando colombiano, llegado
de la escuela secundaria con su abrumadora carga retórica y, lo que era peor, con los vicios
empecinados de su aprendizaje memorístico. Se armó de paciencia. Años más adelante, con
mejores elementos de juicio, diría: "El profesorado, en general, era competente; el malo era el
sistema pedagógico impuesto por el Ministerio".

Lo primero que debió hacer fue convencer a sus alumnos" de que ese método no les
serviría en la universidad y, menos aún, en el estudio de carreras técnicas que tenían por base las
matemáticas, la física y la química.

"¡De memoria no se aprende sino la poesía, y eso que a cada estrofa, a cada verso,
hay que imprimirles carácter, estilo, fuerza!", les dijo en tono perentorio.
Y a continuación: "La memoria podemos ya confiarla a las máquinas. Vamos a
explorar las zonas vírgenes de nuestros cerebros. ¡Vamos a pensar, a razonar como seres
humanos! ¡En ustedes mismos está la clave simple del aprendizaje!."

Oliveros impuso, poco a poco, su sistema didáctico. Lo secundó, sin discusión, su


compañero Manuel Chaparro Beltrán, poseedor de una formación universitaria similar a la
suya. En opinión de ambos, que es compartida por el rector Roa Martínez, la Universidad
Tecnológica de Pereira tenía que ser, ante todo, un gran centro de investigación y un
laboratorio de alta cultura, de donde egresaran personas con la más eminente capacitación
profesional, y no otra fábrica de doctores "n vocación ni convicción científica.

Oliveros dio ejemplo de entrega a su oficio educativo, y a la Universidad, que


consideró empresa suya. No sólo enseñó con dedicación, después de largas horas de
preparación de sus clases, sino que, hasta en sus horas libres, auscultaba, investigaba,
diagnosticaba, recogía y ordenaba hechos. Los traducía en orientaciones preciosas y
matemáticas en consonancia con la realidad. Fue el ojo que veía y la boca que aconsejaba. Su
espíritu penetraba en la raíz de todos los problemas: los administrativos, los financieros, los
de dotación y, por supuesto, los pedagógicos, para cuya solución aportaba sus luces y su
intervención personal. Sabía el destino y la ruta de esa nave, que se debatía en la marea de los
días, y conocía la brújula y la carta de marear. Su corazón era blando frente a la desgracia y el
dolor ajenos o frente al esfuerzo fallido de los que luchaban con denuedo, mas su recia
voluntad de educador no se torció ni ante el halago ni ante la holgazanería o la indisciplina.
Fue hombre probo, justo, inquebrantable en süs decisiones, y tenía una suave y piadosa ironía
ante las cosas inexplicables del mundo.

El prestigio de Oliveros, como profesor, como organizador, como hombre, que


actuaba en todos los frentes y no se arredraba ante ninguna circunstancia, aumentaba cada
día, rebasó las fronteras de la U.T.P. y se extendió hasta el resto del país. Se elogiaba su
método de enseñanza. "Los muchachos están aprendiendo a pensar", dice, complacido, el
rector Roa Martínez. Universidades de ciudades vecinas lo tentaban con sus ofertas y sus
catedráticos pedían permiso para asistir a las clases que dictaba Oliveros, "con alma de
misionero y de apóstol", según lo recuerda uno de sus discípulos, el artista e intelectual, Oscar
Jaramillo Osorio. Y otro de sus primeros alumnos, Hernán Rodrigo Marulanda Mejía, quien
abandonó los estudios de ingeniería para hacerse médico (siquiatra), ha evocado a Oliveros
con admirativa reverencia:

En mi largo período estudiantil -dijo- tuve muchos y muy eminentes profesores, pero
no recuerdo a ninguno con la sabiduría y la categoría científica de Pablo Oliveros
Marmolejo. Dictaba sus clases con propiedad; conocía la materia hasta en sus más
secretos recovecos. A ratos se paseaba por el aula, la mano derecha metida en el
bolsillo lateral del pantalón, sin suspender su disertación, porque sus clases eran
brillantes disertaciones; y a ratos, también paseándose, metía su cara en el cuenco de
su mano derecha y con el índice de su mano izquierda se rascaba la oreja del mismo
lado. Eran dos de sus tretas sicológicas para mantener el hilo del discurso, que jamás
decaía en su calidad y que nos iba llevando, de sorpresa en sorpresa, por el mundo
maravilloso de las matemáticas y de la física.

Sin pregonarlo, Oliveros puso en práctica en la U.T.P. los principios de la llamada


Escuela Nueva, principios conocidos también como constructivismo e incorporados a los
estudios de bachillerato en el Gimnasio Moderno de Bogotá por su fundador, Augustín Nieto
Caballero. En la Universidad, se dijo, darían mejor resultado, por la mayor capacidad de
asimilación que poseía el universitario respecto del estudiante de segunda enseñanza. En rigor,
eran los mismos métodos educativos que él había experimentado en los Estados Unidos, esto
es, el de obligar al alumno a pensar por su propia cuenta, con la guía del educador y sin dejar los
libros como instrumentos de formación.

La estrella de su prestigio brillaba con intensidad y estaba en lo más alto. Y él


continuaba estudiando, investigando, cotejando; buscando el modo de formar, no sólo un buen
profesional, sino un buen ciudadano, un hombre completo y equilibrado. Gracias a sus dotes de
educador, Oliveros adquirió nuevas responsabilidades dentro de la Universidad. De profesor
saltó a Jefe de Departamento de Ciencias Básicas, luego a Decano Académico, y por último,
Rector.

"El concepto del mundo", lo que los alemanes denominan die Weltanschauung, es
decir, el conjunto de creencias que se aceptan en cada época sobre el destino del hombre y de la
naturaleza, sobre los deberes de la ciencia y sobre lo que es la moral, sobre los determinantes de
la historia, angustia más que el espíritu el corazón de los; individuos selectos. Oliveros es un
científico y un educador y su doble indición lo fuerza a meditar, mientras estudia y enseña, sobre
los interrogantes que constituyen la esencia filosófica del momento.

El enseñaba y difundía ciencia. Pero, ¿la ciencia podía explicar todos los fenómenos?
¿O había, en efecto, una inteligencia superior que encausaba y determinaba el destino del
Universo?

¿La humanidad había progresado desde el punto de vista técnico y no desde el punto
de vista moral? ¿Era verdad que la libertad y la democracia eran bienes intangibles y de valor
universal? ¿Habrá un régimen político ideal?

El mismo cuestionario se lo han formulado, desde hace siglos, los doctrinarios


políticos, los filósofos y los pensadores, y al avanzar la segunda mitad del siglo XX, ha
comenzado a interesar a los economistas, los historiadores y a los modeladores de juventudes.
Oliveros, como todo sujeto de pensamiento, sabía que la historia estaba determinada por el
interés económico y por la pasión humana, por el orgullo, la envidia o el rencor. Pero, ¿por
cuáles impulsos estaba dirigida la sicología del hombre, en especial del hombre nuevo en el
sentido humano e histórico?

Lo que ha dominado la sicología humana, se dice, es la voluntad de vivir, de continuar,


viviendo y de eludir los zarpazos de la muerte. No es una cuestión biológica solamente: es la
decisión que se tiene de afirmar su voluntad y su individualidad.

¿Cómo se afirman la voluntad y la individualidad? Oliveros creía que mediante el


estudio intensivo y sistemático, en un plantel cuya enseñanza presentaba ordenadamente los
fenómenos del mundo físico y le hacía comprender al estudiante la unidad fundamental de todo
cuanto ha existido en el Universo. Era lo que venía insuflando, desde su llegada, a la
Universidad Tecnológica de Pereira. Y lo que permitió afianzar el espíritu crítico del estudiante
y su honradez intelectual con respecto a los demás y respecto de sí mismo.
III

Pablo Oliveros Marmolejo salió de Pereira en 1972 y dejó la Universidad Tecnológica de


Pereira con una hoja de ruta consistente y confiable. El presidente Misael Pastrana lo nombró
como, director nacional del ICFES pues era el único rector de universidad pública que tenía un
verdadero perfil de centro, es decir, ni estaba con los movimientos de izquierda, que harto
polarizaban los rectores cíe la Universidad Nacional en todo el país, ni estaba comprometido
con las políticas de intervención de las fundaciones estadounidenses que, aparentemente,
privilegiaban sus intereses económicos por encima de los académicos.

Oliveros, entonces, resultaba ser hombre clave en el proceso de montaje de la


estructura académica colombiana. Y eso lo supo aprovechar. Hizo el primer plan de desarrollo
de la educación tecnológica en Colombia, fue pionero en el desarrollo de las jornadas nocturnas
como el gran peldaño necesario para la verdadera democratización de la educación superior; y
también, fue un convencido de la educación superior a distancia, para lo cual buscó
financiación a través de organizaciones internacionales, pues el presupuesto del Instituto
Colombiano de Fomento a la Educación Superior (ICFES) resultaba insuficiente.

Después de dos gobiernos presidenciales completos, el de Misael Pastrana.


(1970-1974) y Alfonso López M. (1974-1978), y 1979 de Turbay Ayala, y de implantar el
celebrado Plan Básico, es decir, de crear los departamentos de ciencias básicas, la consecución
de fondos para los laboratorios, para los semilleros dé investigación, y sobre todo, después de
propender por alejar a la educación superior de la política, Oliveros renunció a la dirección del
Instituto. Quería independencia laboral, quería armar sus propios proyectos educativos. Quería
trascender.

A tiempo que asesoraba a los interesados en la fundación de universidades o" en la


conversión académica de planteles que no tenían este carácter y estaban decididos a dar el difícil
paso hacia la enseñanza superior, Oliveros Marmolejo maduraba la idea de fundar su propia
universidad, en la que pudiera desarrollar plenamente su pensamiento en punto a enseñanza
técnica, en la que no dependiera especialmente de nadie, salvo de sí mismo y de las normas
obligatorias que la rigieran y en la que pudiera sembrar, cultivar y cosechar el fruto de sus
esfuerzos.
Desde la dirección del ICFES Oliveros aprendió a conocer, el interior, los entresijos
de-todas y cada una de las universidades que funcionaban en el país. Sabía de sus aciertos y de
sus deficiencias; sabía qué les sobraba y qué les faltaba en materia de programas y en relación
con las necesidades del país; y conocía la índole y la trayectoria histórica de las más antiguas
universidades del mundo, que han sido el espejo de las más modernas, y el grado de influencia
que han llegado a tener en su medio y en los alrededores, en cuanto han acertado al desarrollar
programas académicos que respondan a los requerimientos laborales del momento y del
inmediato futuro. De suerte que la universidad que él imaginaba, preferentemente técnica, no
debía ser un experimento, una flecha que se disparara al azar sin destino y sin rumbo, a ver si
daba en el blanco, sino una empresa estudiada hasta en sus más mínimos detalles, en la que el
componente de aventura fuera mínimo.

Una universidad no tradicional, técnica, porque la civilización ha estado colocada bajo


este signo y, como diría Valery, el mundo no puede avanzar hacia el porvenir caminando de
espaldas o mirando hacia los lados.

Oliveros no desechaba y menos execraba programas académicos tradicionales:


Derecho, Medicina, entre otros que también cabrían dentro de la denominación de técnicos,
pero pensaba que en su universidad podrían aplazarse hasta que se dieran las condiciones para
establecerlos e implementarlos.

Su proyecto universitario parecía pequeño, pero Oliveros estaba pensando en grande.


Consultaba, estudiaba, cotejaba; pasaba revista una y otra vez a los programas que brindaban las
universidades colombianas y al papel histórico que cumplían los más reputados claustros
universitarios del mundo.

Sabía que la cuna de la enseñanza del Derecho es la Universidad de Bolonia, fundada y


aprestigiada en una época en que actuaban y eran influyentes algunas escuelas monásticas y
catedralicias. Su programa de enseñanza se basaba en los paradigmas jurídicos del emperador
bizantino Justiniano; sin embargo, la universidad promovió el aprendizaje de "artes
provechosas" y allí tuvo su origen la industria de alimentos, de tabaco y de cueros, que ha
caracterizado a la región de Emilia en el norte de Italia. En la Universidad de Bolonia encontró
entonces un antecedente histórico útil a sus propósitos.
Sabía que La Sorbonne de París fue el primer centro académico de altos estudios que
logró hacer compatibles razón y fe, bajo la inspiración de Santo Tomás de Aquino. Fue este
otro hallazgo: la universidad en la que pensaba Oliveros tendría que parecerse filosóficamente a
la francesa.

Sabía que la de Cambridge, más que la de Oxford, al impedir el predominio de la


tradición escolástica injertada de aristotelismo/como era evidente en casi todos los planteles
medioevales, facilitó el florecimiento del "ingeniero práctico", así llamados los artesanos que
proveían de calzado, ropa y entretenimiento a los melancólicos habitantes del norte de
Londres.

Y sabía que la Universidad de Montpellier, como su nombre lo indica establecida en


esta ciudad occitana del sur de Francia, además de que fomentó las actividades galantes de los
trovadores enamorados, creó la primera escuela de médicos de que se tenga noticia en el
Viejo Mundo y, requerida por las autoridades, abrió escuelas de capacitación en
manualidades y otros oficios útiles en la sociedad de entonces y expidió las consiguientes
certificaciones.

Lo que hizo Oliveros Marmolejo fue llenarse de información de aquí y de allá. El


pensaba en un proyecto académico que tuviera desde un principio el espíritu alerta y
dinámico de las universidades modernas, su ambiente oxigenado de libertad, la austeridad y la
seriedad de los viejos claustros y que ofreciera propuestas educativas que llenaran vacíos
ostensibles en la enseñanza universitaria de Colombia.

Al lado de los amigos fundadores, Oliveros propuso la Fundación Universitaria del


Área Andina sobre la base de la amistad, el afecto por el conocimiento y la pasión por la
enseñanza. Empezaron en un caserón antiguo que ajustaron, según sus posibilidades, a un
recinto mínimo para impartir y recibir educación. No era una institución universitaria sino
tecnológica, pero después de diez años de esfuerzos y lucha recibieron la certificación del
Ministerio de Educación Nacional que les hacía merecedores del título de Institución
Universitaria.
IV

¿Quién fue Pablo Oliveros Marmolejo?

No fue un filósofo, pero le dio a las universidades una filosofía.

No fue un sociólogo., pero todas las investigaciones y los análisis que se adelantaban
en la U.T.P. y los que hoy se llevan a cabo en la Andina, han tenido por fundamento los
fenómenos sociales que afectan de alguna manera la vida de sus ciudades.

No fue un administrador de empresas, y sin embargo, la gran empresa de la U.T.P.,


así como la Andina, prácticamente las condujo él, sin vacilaciones, por entre los escollos
económicos; fue infatigable y tesonero y su voluntad, como un arco, disparaba con seguridad
y tino la flecha de sus propósitos.

¿Qué fue Pablo Oliveros Marmolejo?

A nuestro modo de ver, sin duda un philosophe.

¿ Y qué es un philósophe?

Dejemos que Henry Steele Commager, eminente historiador norteamericano, quien


recibió en 1972 la Medalla de Oro de la Historia por la Academia Norteamericana de Artes y
Letras, nos lo diga:

No existe una palabra que equivalga exactamente a lo que el Iluminismo entendió por
Philosophe; por cierto no corresponde filósofo (en su sentido actual), ni sabio, ni
siquiera la palabra que usaron los franceses para designar a los philosophes:
luminarias... El filósofo fue un humanista, un sabio, alguien dedicado a buscar una
verdad a la vez universal y permanente. El philosophe se interesaba principalmente en
las verdades que podían ser útiles aquí y ahora. El filósofo se interesaba en la mente y
el alma del individuo y en las grandes preguntas de la teología y la moralidad; el
philosophe se interesaba más en la sociedad que en el individuo y más en las
instituciones que en las ideas. Allí donde el filósofo construía sistemas, el philosophe
formulaba programas. El filósofo tenía algo de recluso Karit es su símbolo, pero el
philosophe era un hombre ansioso por iluminar, cambiar, reformar, incluso subvertir
y preparado para tomar parte activa en cualquiera de estas empresas.

El philosophe cree fervientemente en la posteridad, pero no está dispuesto a


esperarla. No está interesado en la filosofía, pero es un filósofo natural, lo que se denomina un
científico, que se postrema ante el altar de Newton.

El philosophe se apasiona por las matemáticas, la física, la geología, la botánica, la


química, la antropología, la medicina. Es un educador. Según Commager, ha contribuido a
colocar los cimientos para la moderna educación en todos los niveles, desde Pestalozzi hasta
Munchausen en Gottingen y Jefferson en la Universidad de Virginia. Es un racionalista,
humanitario, generoso; se siente un ciudadano del mundo, sin olvidar por ello sus raíces. "La
razón es al philosophe lo que la gracia es al cristiano", dijo Diderot, y agregó:

Es propio del philosophe actuar siguiendo sus sentimientos de orden y razón. Está
amasado con la levadura de la regla y el orden. Está imbuido de interés por el bien de
la sociedad civil y comprende sus principios mejor que otros hombres. La maldad es
tan ajena a la idea del philosophe como la estupidez, y toda la experiencia nos
muestra que cuanto más racional e iluminado es un hombre, más apto es para la
vida.

Edgard Gibbon, en su Ensayo sobre el estudio de la literatura (1761), define de esta


manera al philosophe:

Pesa, combina, duda y decide. Exacto e imparcial, se rinde sólo a la razón o a esa
autoridad que da la razón de los hechos (por ejemplo, la experiencia). Rápido y fértil
en recursos, no cae en trampas o ilusiones; acepta sacrificar la teoría más brillante y
especiosa y no le hace hablar a sus autores la lengua de sus propias conjeturas.
Amigo de la verdad, busca sólo las pruebas apropiadas a su tema y se contenta con
ella. Lejos de satisfacerse con una ciega admiración, se sumerge en las partes más
recónditas del corazón humano para obtener una explicación satisfactoria de sus
gustos y disgustos. Modesto y sensato, no despliega sus conjeturas como verdades,
sus inducciones como hechos, sus probabilidades como demostraciones.
Sí. Oliveros fue un philosophe.

Piensa, decide y actúa como uno de esos raros exponentes de la especie humana
nacidos para crear cosas útiles, para ayudar a los demás, "para integrarse a la sociedad como una
célula nutriente y saludable", según la expresión afortunada de Tom Paine.

Oliveros Marmolejo fue un espíritu profundo. Visualizó el universo, la totalidad de la


naturaleza en su magnificencia, en su grandiosidad, desde diversas perspectivas, pero
preferentemente desde aquella que identifica su macrocosmo con el microcosmo humano y
postula que son los mismos sus elementos constitutivos; es, por lo tanto, forzosa su
intrincación y su relación dinámica. El hombre no es otra cosa que una parte del universo, y es
el universo mismo, y esta identidad esencial debe entenderse como un proceso total de energía
perpetua e íntegramente en movimiento.

Fue una conciencia planetaria. Desde sus iniciales estudios en la Universidad de San
Ambrosio, inducido por un catedrático alemán que había leído a Husserl, tomó partido en el
bando de los que creían necesario repensar al mundo; de los que mantienen que lo universal
tiene que rehacerse a cada momento, pues el mundo se unifica cada vez más y al mismo tiempo
se diversifica cada día; de los que asumen que la técnica impone la organización en el planeta.

Fue un educador, un reformador y un organizador educativo formidable, a quien,


como al personaje genial de cierta novela gótica en una inmensa escuela de especialistas, le
brotaban de su cerebro luces como semillas fecundantes. La vocación pedagógica estaba en él,
como en las venas la sangre; le venía por el lado materno. Su madre fue notable institutora en el
Valle del Cauca y muchos de sus alumnos la recuerdan con cariño y gratitud, no únicamente
por su señorío, por su afabilidad, por su tolerancia exquisita frente a los educandos, sino por su
método de enseñanza propio, que frecuentemente se salía de la formalidad académica.

Oliveros Marmolejo fue, en conclusión, un hombre civilizado, digno, convivente;


alguien que vislumbró una patria engrandecida por la educación. La patria fue para él una
convicción y una esperanza y su patriotismo, un sentimiento puro, indefinible, algo
consubstanciado con su propio ser y a la vez entreverado con la urdimbre espiritual y física de
Colombia.
Fue anímica, ósea y carnalmente colombiano. Un colombiano a quien los triunfos
personales conseguidos por su solo esfuerzo, a quien la prestancia alcanzada por virtud de sus
propios merecimientos, no alteraron en lo más mínimo su condición de varón sencillo, de
ciudadano común y corriente, no distinguible a simple vista entre el tumulto de sus
compatriotas.

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