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EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN:

¿RECONOZCO EL AMOR DE DIOS EN EL


SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN?

Miramos la realidad

“… habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelva a Dios que por
noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse”[1].

El horizonte de alcanzar la santidad eleva nuestro corazón con muy buenos propósitos
de conversión. Anhelamos vivir el bien, la virtud. Sin embargo ¡Cuántas veces nos
encontramos con nuestra fragilidad y ruptura!
¡Cuántas veces queriendo hacer el bien, nos dejamos llevar por nuestras inconsistencias
o pecados! Y así ofendemos y hacemos sufrir a nuestros seres más queridos: cónyuges o
hijos.
Es en estos momentos que Dios sale a nuestro encuentro, para perdonarnos,
fortalecernos y recordarnos su infinito amor misericordioso. Él conoce lo más profundo
de nosotros mismos, y sabe muy bien qué camino tenemos que recorrer para alcanzar la
meta anhelada y se une a nuestro caminar, como el mejor de los amigos, pues, lo que
más quiere es que arrepintiéndonos de nuestros pecados alcancemos la reconciliación.
¿Quieres acoger el amor de Dios en el Sacramento de la Reconciliación?

Iluminamos al mundo con la fe


“El Padre manifestó su misericordia reconciliando consigo por Cristo, todos los seres,
los del cielo y de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz[2]. El Hijo de
Dios, hecho hombre, convivió entre los hombres para liberarlos de la esclavitud del
pecado[3] y llamarlos desde las tinieblas a su luz admirable”[4].
“Esta victoria sobre el pecado la manifiesta la Iglesia, en primer lugar, por medio del
sacramento del bautismo; en él nuestra vieja condición es crucificada con Cristo,
quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y quedando nosotros libres de la
esclavitud del pecado, resucitamos con Cristo para vivir para Dios.
En el sacrificio de la misa se hace nuevamente presente la pasión de Cristo y la Iglesia
la ofrece nuevamente a Dios, por la salvación de todo el mundo, el Cuerpo que fue
entregado por nosotros y la Sangre derramada para el perdón de los pecados.
Pero, además nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el sacramento de la
penitencia al dar a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar los pecados; así
los fieles que caen en el pecado después del bautismo, renovada la gracia, se reconcilian
con Dios”[5].
En esto podemos ver que ante nuestros pecados, el Padre no se ha guardado para sí su
inagotable riqueza de amor, sino que la derrama sobre nosotros y nos la comunica en
abundancia, gracias a su Hijo. En Él, el Padre nos ha revelado plenamente su amor, que
“es siempre más grande que todo lo creado… este amor es más grande que el pecado,
que la debilidad, más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a
perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro del hijo pródigo”[6].
La vida nueva que nos fue dada por el Señor Jesús en los sacramentos de la iniciación
cristiana puede debilitarse y perderse para siempre a causa del pecado. Por ello, ha
querido que la Iglesia continuase su obra de curación y de salvación de la humanidad
mediante los sacramentos de curación: Reconciliación y Unción de los enfermos[7].
En este tema vamos a tratar el Sacramento de la Reconciliación.

1. El Sacramento de la Reconciliación

«…Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido»[8].

El sacramento de la Reconciliación es un don maravilloso que el Señor Jesús nos ha


dado. En él encontramos su misericordia infinita. Pues, quien se confiesa no se
encuentra con un tribunal humano, sino con Jesús mismo que quiere nuestra salvación y
reconciliación.
“Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios,
el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la
Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor,
su ejemplo y sus oraciones”[9].
El sacramento de la Reconciliación expresa la misericordia de Dios que, a través de su
Iglesia, no cesa de brindar todo los medios necesarios para que alcancemos la vida
eterna. Este sacramento realiza sacramentalmente nuestro retorno a los brazos del
Padre[10].
a. Sólo Dios perdona los pecados[11]
El Señor Jesús es el Hijo de Dios. Él dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder
de perdonar los pecados en la tierra”[12] y ejerce ese poder divino:
“Tus pecados están perdonados”[13]. Y en virtud de su autoridad divina, confiere este
poder a los hombres para que lo ejerzan en su nombre.
“Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos”[14].
Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el
signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su
sangre. Por esto, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico[15],
que está encargado del “ministerio de la reconciliación”[16]. El apóstol es enviado ‘en
nombre de Cristo’, y ‘es Dios mismo’ quien, a través de él, exhorta y suplica: “Dejaos
reconciliar con Dios”[17].
Necesitamos experimentar el amor de Dios que nos perdona y que se hace palpable en
el sacramento de la reconciliación, para perdonarnos a nosotros mismos y para perdonar
a los demás.

“Sabio es el Señor cuando deja a su Iglesia este sacramento del perdón de los pecados.
Sabe que todo hijo pródigo necesita escuchar que alguien en nombre de Dios le diga “yo
te perdono” para experimentarse realmente perdonado por Dios. Quienes han cometido
un pecado grave saben que por más que le pidan perdón a Dios “directamente”, nunca
terminan de experimentarse perdonados. Tampoco son capaces de perdonarse a sí
mismos. El modo instituido por el Señor para el perdón de los pecados ofrece al
pecador arrepentido la certeza de haber sido perdonado por Dios. Es por ello que quien,
venciendo su vergüenza y temor, acude humildemente al ministro del Señor a implorar
el perdón de Dios experimenta cómo “se le quita de encima un peso inmenso”, puede
“respirar nuevamente”, la paz vuelve a su corazón. Solo entonces él o ella misma
estarán también en condiciones de perdonarse a sí mismos y perdonar a los demás”[18].
b. Reconciliación con la Iglesia[19]
“Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el
efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la
comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido.
Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa,
más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora,  la
vez, el perdón de Dios y el retorno al seno del pueblo de Dios”[20].
Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor
les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión
eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a
Simón Pedro:
“A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado
en los cielos, y lo que desates en la tierra quedar desatado en los cielos”[21].
A través de esto “Consta que también el colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza,
recibió la función de atar y desatar dada a Pedro»[22].
c. Los nombres del sacramento 
Este sacramento es conocido con diferentes nombres. Nos dice el Catecismo:
“Se le denomina sacramento de Conversión porque realiza sacramentalmente la llamada
de Jesús a la conversión[23], la vuelta al Padre[24] del que el hombre se había alejado
por el pecado.
Se denomina sacramento de la Penitencia porque consagra un proceso personal y
eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano
pecador.
Es llamado sacramento de la Confesión porque la declaración o manifestación, la
confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento.
En un sentido profundo este sacramento es también una ‘confesión’, reconocimiento y
alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.
También es sacramento del Perdón porque por la absolución sacramental del sacerdote,
Dios concede al penitente ‘el perdón y la paz’.
Se le denomina sacramento de Reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios
que reconcilia: ‘Dejaos reconciliar con Dios’[25]. El que vive del amor misericordioso
de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: ‘Ve primero a reconciliarte con
tu hermano’[26]«[27].
“Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a
causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente  con Cristo”[28].
d. ¿Qué se requiere para hacer una buena confesión?
confesión consta de cinco pasos:
• Examen de conciencia: Es importante hacer un cuidadoso examen de
conciencia[29] que consiste en hacer una diligente búsqueda de los pecados cometidos
después de la última Confesión bien hecha.
• Dolor de corazón: Es “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la
resolución de no volver a pecar”[30].
• Propósito de enmienda: El arrepentimiento ciertamente mira hacia el pasado, pero
implica necesariamente un empeño hacia el futuro con la firme voluntad de no volver a
cometer el pecado.
• Confesión: Por la confesión de los pecados al sacerdote, el hombre se enfrenta a sus
pecados; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión
de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro. Estamos obligados a confesar
todos y cada uno de los pecados mortales, cometidos después de la última confesión.
Además, es recomendable la confesión de los pecados veniales, en miras a avanzar más
firmemente en el camino hacia la santidad
• Cumplir la Penitencia: La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los
desórdenes que el pecado causó. Liberado del pecado, debemos todavía recobrar la
plena salud espiritual. Por tanto, debemos hacer algo más para reparar nuestros pecados.
Esto lo hacemos cumpliendo la “penitencia” que nos manda el sacerdote que nos
confiesa[31].
e. ¿Cuáles son los efectos del sacramento de la Reconciliación?
Los efectos del Sacramento de la Reconciliación son la reconciliación con Dios y con la
Iglesia, además de la recuperación de la gracia santificante, y el aumento de las fuerzas
espirituales para caminar hacia la santidad[32]. La confesión es un medio
extraordinariamente eficaz para progresar en nuestro camino para ser santos. En efecto,
además de darnos la gracia de perdón propia del sacramento, nos hace ejercitar las
virtudes fundamentales de nuestra vida cristiana:
• La humildad ante todo, que es la base de todo el edificio espiritual.
• La fe en Jesús Salvador y en sus méritos infinitos.
• La esperanza del perdón y de la vida eterna.
• El amor hacia Dios y hacia el prójimo.
• La apertura de nuestro corazón a la reconciliación con quien nos ha ofendido.
El Sacramento de la Reconciliación no solamente tiene un efecto curativo, (nos
devuelve a la amistad con Dios, nos devuelve la gracia); también hay otro factor que
con frecuencia olvidamos: es poderoso preventivo de caer en pecado. Recibimos no sólo
el perdón real e instantáneo sino que recibimos una gracia especial que nos previene
frente al pecado.
 Como familias, debemos alentarnos entre los esposos y a nuestros hijos sobre la
bendición recibida ante este sacramento. Especialmente debemos enseñar el aspecto de
amor de este sacramento, y sobretodo enseñar con nuestro propio ejemplo y actitudes, al
acercarnos al confesionario, para que ellos sientan mucha confianza del perdón de Dios.
 Por el sacramento de la Reconciliación recibimos el perdón real de Dios y la gracia
que nos previene frente al pecado.
 

2. ¿Con qué frecuencia debemos confesarnos?


La Iglesia que es madre y maestra dispone que como mínimo hay que confesarse una
vez al año, los pecados graves[33]. Pero, recomienda que sea de manera frecuente y
periódica, pues, por la concupiscencia heredada por el pecado original, podemos
reconocer que es muy difícil permanecer grandes períodos de tiempo sin necesitar del
perdón de Dios por nuestras faltas. Ya nos dice San Pablo: “Puesto que no hago el bien
que quiero, sino que obro el mal que no quiero”[34].
 a. Sentido del pecado
El asunto es que al haberse perdido hoy la conciencia de pecado, no se ve como una
necesidad y a veces urgencia el acudir al Sacramento de la Reconciliación. Con esta
falta de conciencia de los propios pecados, muchas veces no se recibe de manera digna,
es decir, en estado de gracia, a la Eucaristía.
Al respecto nos dice San Juan Pablo II:
El sentido de pecado… “tiene su raíz en la conciencia moral del  hombre y es como su
termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que
el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como
no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la
conciencia,  tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado.
Sin embargo, sucede frecuentemente en la historia, durante períodos de tiempo más o
menos largos y bajo la influencia de múltiples factores, que se oscurece gravemente la
conciencia moral en muchos hombres. “¿Tenemos una idea justa de la conciencia?” —
preguntaba yo hace dos años en un coloquio con los fieles— . “¿No vive el
hombre  contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una
deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una ‘anestesia’ de la
conciencia?”. Muchas señales indican que en nuestro  tiempo existe este eclipse, que es
tanto más inquietante, en cuanto esta conciencia, definida por el Concilio como “el
núcleo más secreto  y el sagrario del hombre”, está “íntimamente unida a la libertad
del  hombre (…). Por esto la conciencia, de modo principal, se encuentra en la base de
la dignidad interior del hombre y, a la vez, de su relación con Dios”. Por lo tanto, es
inevitable que en esta situación quede oscurecido también el sentido del pecado, que
está íntimamente unido a la conciencia moral, a la búsqueda de la verdad, a la
voluntad de hacer un uso responsable de la libertad. Junto a la conciencia
queda  también oscurecido el sentido de Dios, y entonces, perdido este decisivo punto
de referencia interior, se pierde el sentido del pecado. He aquí por qué mi Predecesor
Pio XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo declarar en una
ocasión que ‘el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado’[35]”[36].
Por esto es que es muy importante restablecer el sentido justo del pecado. Esta es la
primera manera de afrontar la grave crisis espiritual, que afecta al hombre de nuestro
tiempo. Pero el sentido del pecado se restablece únicamente con una clara llamada a los
principios de razón y de fe que la doctrina moral de la Iglesia ha sostenido siempre.
EL PECADO ROMPE LA ARMONÍA PERSONAL Y FAMILIAR
Para ello sin caer en escrúpulos, hay que tener claro lo que nos enseña la fe, sobre los
pecados mortales y veniales, para poder hacer un recto examen de conciencia y así
reconciliarnos con Dios Amor, que solo quiere nuestro retorno a Él.
 b. Pecado mortal
EL PECADO MORTAL ROMPE NUESTRA COMUNIÓN CON DIOS.
“Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia[37] grave y que, además, es
cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento”[38].
Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:
“El pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento. Presupone el
conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios.
Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección
personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón[39] no disminuyen,
sino aumentan, el carácter voluntario del pecado”[40].
“La ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una
falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están
inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las
pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo
que  las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el
que se comete por malicia, por elección deliberada del  mal”[41].
“El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es
también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la  privación de la gracia
santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y
el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del
infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para
siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una
falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la
misericordia de Dios”[42]. 
“El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción
grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que  es su fin último y su
bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior”[43]. 
“Cuando […] la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la
que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para
ser mortal […] sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o
contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc […] En cambio,
cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí
un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo,
como una palabra ociosa, etc., tales pecados son veniales”[44]. 
“La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de
Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio
falso, no seas injusto, honra a tu  padre y a tu madre’[45]. La gravedad de los pecados
es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las
personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más
grave que la ejercida contra un extraño”[46]. 
“El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita
una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se
realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación”[47].
Si hemos caído en pecado mortal, debemos recurrir inmediatamente a la confesión,
incluso si hay duda de haber caído. Respondía San Agustín a un penitente que propuso
confesarse no ese día sino al día siguiente: “El Señor nos ha ofrecido la misericordia,
pero no nos ha prometido el mañana”[48].
Nuestro propósito de confesarnos debe ser instantáneo.
Tengamos presente que: “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no
comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental”[49].
 El pecado impide vivir el amor, causa rupturas en la familia y nos aleja de los que más
queremos, es decir, el pecado obstaculiza nuestras relaciones y deteriora la
comunicación.
c. Pecado venial
EL PECADO VENIAL NO HA ROTO POR
COMPLETO NUESTRA COMUNIÓN CON DIOS, PERO SÍ HA
DEBILITADO NUESTRO AMOR HACIA ÉL.
El pecado venial, que se diferencia esencialmente del pecado mortal, se comete cuando
la materia es leve; o bien cuando, siendo grave la materia, no se da pleno conocimiento
o perfecto consentimiento. Este pecado no ha roto por completo nuestra comunión con
Dios, pero sí ha debilitado nuestro amor hacia Él. Si queremos progresar en la vida
espiritual para así ser santos, debemos procurar también la confesión recurrente de
nuestros pecados veniales. El pecado venial enfría nuestra relación con el Padre bueno,
mengua la acción de la gracia y nos predispone para el pecado mortal.
Nos dice el Catecismo:
“El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere”[50]. 
“Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida
prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la  ley moral en materia grave,
pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento”[51]. 
“El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes
creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del
bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece
sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No
obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad  divinas;
no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios”[52].
“No priva de la gracia santificante, de la  amistad con Dios, de la caridad, ni, por
tanto, de la bienaventuranza eterna”[53].
“El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los
pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si
los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos
pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos
hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión…”[54].

3. Emprender el camino hacia la casa del Padre

El Señor es fortaleza de mi vida [55]

El Señor Jesús sale al encuentro de nuestra debilidad, para alcanzarnos su perdón.

Recordemos que, además del perdón de los pecados (gracia que


opera independientemente de nuestra disposición), el Sacramento de la
Reconciliación nos concede abundantes bendiciones, las que ayudan nuestro combate
espiritual y con las que debemos procurar colaborar.
Ante tanta misericordia mostrada por el Padre, que no se reservó a su propio Hijo sino
que “le entregó por todos nosotros”[56] podemos preguntarnos: ¿Qué más pudo haber
hecho el Padre por nosotros? ¿Y qué haré yo para corresponder a tanta bondad y a tanto
amor?
«El arrepentimiento y perdón mutuo dentro de la familia cristiana que tanta parte tienen
en la vida cotidiana, hallan su momento sacramental específico en la Penitencia
cristiana. Respecto de los cónyuges cristianos, así escribía Pablo VI en la
encíclica Humanae vitae: ‘Y si el pecado les sorprendiese todavía, no se desanimen,
sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se concede
en el Sacramento de la Penitencia’[57].
La celebración de este sacramento adquiere un significado particular para la vida
familiar. En efecto, mientras mediante la fe descubren cómo el pecado contradice no
sólo la alianza con Dios, sino también la alianza de los cónyuges y la comunión de la
familia, los esposos y todos los miembros de la familia son alentados al encuentro con
Dios ‘rico en misericordia’[58], el cual, infundiendo su amor más fuerte que el
pecado[59], reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión familiar»[60].

Interiorizamos
¿Cómo vivo esto?

“Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite comprender
con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay lugar a dudas de que en esa
analogía sencilla pero penetrante la figura del progenitor nos revela a Dios como Padre.
El comportamiento del padre de la parábola, su modo de obrar que pone de manifiesto
su actitud interior, nos permite hallar cada uno de los hilos de la visión
veterotestamentaria de la misericordia, en una síntesis completamente nueva, llena de
sencillez y de profundidad. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor
que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con
la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el
patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella festosidad
tan generosa respecto al disipador después de su vuelta”[61].
Preguntas para el diálogo
• ¿Reconocen en el Sacramento de la Reconciliación el amor de Dios que sale a su
encuentro, cada vez que arrepentidos, se acercan a Él?
• ¿Son conscientes que es Cristo mismo quien les da su perdón, a través del sacerdote,
en el momento de la confesión?
• ¿Reconocen, la importancia de recibir el perdón del Señor, para vivir el perdón a sí
mismos y a los demás?
• ¿Qué importancia tiene el Sacramento de la Reconciliación en su vida y en la vida de
su familia?

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