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Dios y el mundo andino

Luis Enrique Alvizuri


Mayo 2012

No se puede concebir al ser humano exento de una idea de Dios,


incluyendo la modernidad —que lo ha reemplazado por el hombre en
abstracto. La noción de Dios es imprescindible para la conformación de
cualquier tipo de sociedad o cultura pues en Él se depositan y congregan
todas las inquietudes y respuestas humanas que hasta el día de hoy no han
sido resueltas sino solo respondidas (que no es lo mismo). Dios viene a ser
entonces una conclusión, un resultado que el hombre se da a sí mismo.

En una época donde tanto la modernidad como Occidente se encuentran en un


largo proceso de decadencia surge una nueva idea de Dios (o una idea renovada de
él) que se adecúa más a estos tiempos y que resulta atractiva para una humanidad
esperanzada en hallar una mejor concepción de la vida: el Dios andino, Dios real y
providente, no producto de largas y tortuosas disquisiciones de la razón, y el cual
suple los principales errores del antiguo Dios cristiano, etéreo y extraterreno —
impuesto a sangre y fuego por todo el planeta— y que promete ser quien
reagrupará a las naciones dándole un nuevo sentido a la existencia.

Palabras clave
Dios, divino, modernidad, andino, filosofía, cultura.

El problema de Dios
El problema divino no puede estar ausente de ningún pensamiento humano; no
hacerlo sería soslayar algo que no es posible ocultar. No basta con decir o pensar:
“Dios no existe”, tanto como no basta decir: “apáguese el Sol” para que esto se
cumpla. En filosofía el tema de Dios es una de las grandes ocupaciones debido a su
inocultable presencia en todo lo que es humano. Sin divinidad no hay humanidad.
Que no se quiera tocar esto no es lo mismo que no sea notorio y visible, como le
pasa a la gente que no admite que tiene un problema mientras que todos lo
perciben. Muchos eluden hacerlo en vista que les resulta muy incómodo pensarlo y,
peor aún, aceptarlo. La gente contemporánea ha encontrado en el trabajo o en la
ocupación absorbente una buena excusa para no enfrentarse con ello, pero el
asunto los persigue a donde van. ¿Qué pasa con Dios en esta época?

No es la primera vez que se cuestiona su existencia. Muchos escritos antiguos se


esmeran en hacer presente el “olvido de Dios” que había en su tiempo y el
consecuente castigo por ello (véanse los mitos de diferentes culturas). La
modernidad no es una excepción y quizá la explicación se encuentre en que cada
vez que una sociedad llega a su más elevada expresión es que el ser humano siente
que ha logrado la conquista de la vida. El construir grandes monumentos o crear
fabulosas máquinas incentiva la sensación de poder y autosuficiencia en tal
magnitud que se comienza a dudar que haya algo más importante en la existencia
que el hombre.

Pero son los tiempos de tribulación y de desintegración los que echan por tierra
esta presunción y traen abajo la Torre de Babel que el ser humano construye
consigo mismo. Cada vez que una sociedad pierde la fe en su promesa constitutiva
y brotan la desesperación que lleva al caos y la desorganización la necesidad de
que exista un Dios se hace prominente. Resulta difícil ver a algún hombre en medio
de una desgracia resistir a pie firme con sus creencias sobre la grandeza del ser
humano; en esos momentos más bien reacciona y se da cuenta de su estupidez
pues recupera su verdadera dimensión y entiende que nunca ha dejado de ser una
criatura más en el concierto de la vida. La acumulación de ideas lo hubo mareado
de tal manera que le hizo pensar que él había dejado de ser parte de la naturaleza

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y que podía considerarse una obra de nivel superior, un ser súper natural, un
superhombre, alguien que ya sabía todo sobre sí y sobre lo demás, sobre el
Universo entero.

La Edad Moderna, con su exaltación a las máquinas y la manipulación de la


materia, supuso que el factor teológico resultaba un elemento ajeno a sus
intereses. La creencia en un Dios no representaba, dentro del concierto de la
Sociedad de Mercado, más que un complemento, una ayuda o un adorno para el
vendedor y el consumidor. Tanto el mundo interior como la fe eran cuestiones no
vitales para la sobrevivencia por lo cual se podía prescindir de éstas sin que se
afectase el ritmo normal de vida. Más aún, a la hora de adquirir, la presencia del
Dios resultaba un estorbo, de modo que lo mejor era uniformizar la ética y la moral
en torno a ciertos principios universales de mercado para que no haya la posibilidad
de alguna censura por parte de tales creencias. Es por eso que se instauró la
llamada Doctrina de los Derechos Humanos que, bien analizada —y más allá de lo
bueno que utiliza como sustento— no es más que una supra religión que entroniza,
por encima de las demás, las leyes correctas del buen vivir moderno.

De modo que el Dios que tiene la Sociedad de Mercado no es el tradicional pues su


aspecto ético-moral se encuentra inserto en las normas del comercio. Por ejemplo,
robar es el más grande pecado en la modernidad puesto que es la acción que
atenta contra la esencia del juego de compra-venta donde lo sagrado es sinónimo
de la fe que tiene el comprador en el vendedor y viceversa. Por lo tanto no es que
exista en la modernidad un ateísmo completo sino uno relativo; el Dios Comercio es
el que en realidad preside todo acto (antiguamente llamaban fenicios a aquellos
que ponían por encima de todo el negocio, haciendo referencia a ese pueblo que se
caracterizaba por ello). En la modernidad dicha obsesión por el mercado ha dejado
de ser un insulto para convertirse más bien en una obligación sin la cual la vida no
tiene sentido. Negociar, vender, comprar, poseer, producir son las ideas más
compulsivas que mueven a las personas de esta época. Incluso los médicos han
dejado de tener “pacientes” para convertir a estos en “clientes”, dando a entender
que el ser humano es una entidad que se dedica al intercambio de servicios.

No es de extrañar entonces que la explicación de nuestro origen así como de


nuestra historia reflejen esa forma de pensar y las ciencias dedicadas a ello
reafirmen que, efectivamente, el ser humano nació para ello: para trabajar y
comerciar, para intercambiar bienes y servicios. En medio de ese afán la presencia
de lo divino pierde peso y queda como un sucedáneo de estas actividades y su
única finalidad es bendecirlas y hacerlas más prósperas, tal como piensa hoy un
cristiano protestante. Dios, entonces, se ha vuelto una imagen etérea e imprecisa,
mejor ubicada en el plano sicológico, allí donde se albergan las fantasías y
creencias, reales o ficticias. Mientras estas “delusiones” no afecten al normal
desenvolvimiento del mercado no es necesario condenarlas, mas si perturbaran el
orden sí sería imperioso combatirlas.

Esta es una breve y sucinta introducción al problema de Dios en el mundo


contemporáneo que no pretende agotar ni remotamente su análisis pero que sirve
para intentar explicar porqué la presencia de un nuevo Dios se hace indispensable
para los tiempos venideros.

Lo divino
El hombre puede omitir el problema de Dios pero no por ello esto va a dejar de
acosarlo pues, en contra de lo que dice la ciencia oficial (que Dios es una idea
errada sobre las cosas, el producto de la ignorancia del hombre pre moderno) ha
sido la concepción de Dios la que lo ha marcado desde sus inicios. Recordemos que
el humano es un ser perdido en la oscuridad del desconocimiento sobre su origen y
razón de ser, un ser desgajado del contexto animal que deambula por el mundo

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preguntándose qué hacer sin encontrar la respuesta (y que de lo único que está
seguro es que no es un animal). Ante este panorama la filosofía lo ha ido
orientando a cada paso en el esfuerzo por hallar la solución, pero mientras tal cosa
no llega ha tenido que apelar a ciertos recursos que le permitan subsistir en el
camino y uno de esos ha sido la noción de Dios.

La idea de Dios no surge a consecuencia de no saber qué es la lluvia o porqué cae


un rayo, como burlescamente se suele decir. El concepto Dios aparece en el
momento que el hombre abre los ojos humanos hacia la realidad y la ve tal cual es:
inmensa, abrumadora, misteriosa, insondable, aplastante e inexplicable. Es esta
realidad la que lo lleva de la mano hacia esa esencia. De nada sirve argumentar
que la naturaleza esté o no conformada por tantas partes y de tal manera. El contar
las estrellas y nombrarlas no hace que sus magnitudes y distancias desaparezcan,
de la misma manera que el ser un experto en ciencias no significa que el misterio
de la existencia haya sido resuelto. El misterio sigue ahí, presente, por más que se
le ponga millares de nombres y se lo traduzca en papel o en imágenes televisivas.
Resulta imposible eludir el saber que somos criaturas creadas, que vivimos solo
porque la naturaleza momentáneamente así lo permite. Eso lo hemos sabido desde
siempre, mucho antes que la moderna ciencia lo ratifique a su manera con sus
estudios. El hombre más antiguo que existió ya era consciente de su
circunstancialidad y dependencia a fuerzas que estaban muy por encima de él y que
hubieron tiempos en los que no podría haber subsistido y que volverán tarde o
temprano. Ante tal realidad tan pasajera ¿cómo no va a surgir entonces el
pensamiento divino? Pero… ¿qué es lo divino?

Lo divino vendría a ser todo aquello que no es humano, lo que se encuentra fuera
de nuestro alcance y no podemos manejar. Aquello sin lo cual nos es imposible vivir
pero que no nos es posible controlar a nuestro antojo. Es lo que trasciendo al
hombre, lo inasible por nuestras manos y lo imperceptible por nuestros sentidos.
Todo eso sabemos que existe pero al no tener medidas humanas no logramos
captarlo ni entenderlo. Divina es la vida que nos creó así como el mundo en todas
sus dimensiones. Divinas son las fuerzas que nos obligan a hacer lo que no
deseamos como divina es la muerte sobre la cual no tenemos ningún poder. Divina
es entonces la realidad plena que observamos sin saber porqué lo podemos hacer.
A todo eso se le puede llamar Dios.

Pero la modernidad, enemiga de lo Medieval, lo ha desdibujado ridiculizándolo y


caricaturizándolo con epítetos de atraso, barbarie y oscurantismo dando a entender
que el hombre moderno ha resuelto todos o casi todos los misterios —entre los
cuales está el de Dios— demostrando que su “existencia” no pasa de ser más que
un mito o una idea de ensueño. En la vida real, dice, lo divino no existe pues no
hay pruebas de ello. Pero eso es tan solo de un truco mental, una artimaña de la
lógica actual puesto que da por presupuesto que el existir es solo lo que el ser
humano califica como tal; aquello que no puede identificar simplemente no existe.
Esto quiere decir que lo primero que ha hecho el moderno es definir la noción de
existencia para después ir por el mundo señalando con su dedo todopoderoso qué
es lo real y qué no.

Mas en su afán de organizar el mundo según las leyes del mercado este hombre ha
cometido ciertos desencuentros o contrasentidos dándole existencia a cosas que no
se pueden probar —como las leyes comerciales— y negándosela a otras que sí lo
son —como su no autoridad para disponer de la Tierra y de los seres vivos. Este
hombre ha decidido, basándose en una atribución que no posee, definir qué es lo
verdadero y qué lo falso sin tener que probar todo lo que dice. Baste con mencionar
el ejemplo de la indumentaria: para cualquier ser vivo vestirse es un artificio inútil.
Sin embargo el hombre moderno, que dice apegarse a la realidad y a la ciencia,
lejos de andar desnudo como debería ser, se aferra a ideas arcaicas como éstas

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hasta considerarlas imprescindibles, yendo de ese modo directamente en contra de
la lógica natural. Ello demuestra que no todo lo que la modernidad desecha es
inexistente y no todo lo que acepta es real o es verdad.

Lo mismo pasa con Dios, con la idea de lo divino. Las manifestaciones que
antiguamente correspondían a este terreno el hombre moderno las atribuye a la
ignorancia o a estados alterados de conciencia sin siquiera poder demostrar que tal
“conciencia” exista. Simplemente acepta las hipótesis de la sicología
contemporánea como si éstas fuesen únicas y totalmente ciertas, llegando al
absurdo de imaginar la existencia de un “mundo interior” que hasta ahora no se ha
visto ni se ha comprobado que sea tal como se dice que es. Por más que los
estudios del cerebro muestren una serie de conexiones y reacciones eléctricas
ninguno de estos experimentos ha podido asegurar que tal “mundo” sea real. Es
obvio que en nuestros pensamientos las cosas no son como en el exterior, lo
sabemos; pero es falso que la modernidad lo sepa. Esta sabe tanto de ello como
sobre lo que pasa al interior de una caja negra, donde no se entiende qué ocurre
dentro y lo que sale no necesariamente es una copia de lo que allí existe (al igual
que lo que se escucha en una grabadora no son piezas metálicas sino sonido).

Entonces todo parece apuntar a que la “muerte de Dios” en el humano moderno es


solo un asesinato por conveniencia, un darlo por muerto sin que exista el cadáver.
Todas estas declaraciones grandilocuentes de la gloria del hombre son, en verdad,
tan superfluas como los jardines de Babilonia. Un simple cambio en el clima lo hará
retroceder a la edad de piedra puesto que nada de la tecnología moderna tiene la
capacidad de sobrevivir más que una pirámide de Egipto o un Machu Picchu; es
demasiado delicada para ello. Si esto es así quiere decir que el tema de Dios, si
bien ha sido postergado por la distracción que producen las luces de la tecnología,
no ha podido realmente ser superado en la constitución del ser humano ni menos
ha desaparecido, por lo que no queda más que retomarlo en la mente del hombre
posmoderno.

Un nuevo Dios
¿Hablar de un nuevo Dios significará que hubo alguno viejo y muerto? ¿Querrá
decir que este recién llegado tendría una existencia comprobada fuera de toda
duda? Aventurar una afirmación como esta indudablemente supondrá una serie de
aseveraciones previas confirmadas en alguna medida. Lo primero que habría que
hacer es diferenciar entre lo que el ser humano piensa que existe y lo que
realmente existe. Lo más común entre nosotros es lo que llamamos el creer.
Ningún animal actúa en base a alguna creencia; lo hace sujeto a la información real
que recibe. La creencia es más bien una idea que solo se da en la mente humana y
en la mayor parte de los casos corresponde al resultado de un proceso acerca de la
realidad, algo que se dice acerca de ella pero que no necesariamente es lo que es.
Lo único en nosotros que sí interactúa con certeza sobre ésta son nuestros sentidos
pero cuando los dejamos fluir, no cuando los constreñimos pues en ese caso
estarían perturbados por nuestras ideas sobre las cosas. La preocupación por el
tema Dios obviamente es un asunto exclusivamente humano; para el resto de
criaturas vivas éste no figura ni como interés ni como problema. Y si se da por
sentado que lo humano implica por principio una visión prejuiciada de la realidad
obligatoriamente el asunto divino pasa por ser la manera cómo el hombre concibe
tal cosa, no sobre si ésta es realmente o no real. De modo que se puede afirmar
que dicha intriga, como todas las demás, tampoco corresponde a la realidad sino
únicamente a la percepción que tenemos de ella.

Todo esto supone entonces que intentar resolver un hecho únicamente humano (de
percepción) mediante la experimentación científica (que solo se puede hacer en la
propia realidad) resulta un contrasentido tan grande como intentar medir las ideas
con una regla. Lo que el ser humano expresa sobre la realidad no es lo mismo que

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la propia realidad, por lo tanto la idea que se tenga de Dios no es lo mismo que la
certidumbre que se pueda tener de su existencia real. Dios, como entidad, puede
no existir, sin embargo lo que al hombre le interesa, valida y le preocupa es lo que
él puede captar y sentir. Son dos cosas distintas. Los escépticos de todos los
tiempos han utilizado el argumento de la prueba objetiva como su mejor arma sin
que jamás hayan conseguido hacer nada para disminuir el número de creyentes.
Sin embargo en la era moderna insisten en lo mismo sabiendo de antemano que la
ciencia actual, como cualquier otra ciencia, no tiene las herramientas necesarias
para intervenir sobre tal tipo de categorías inmateriales. Más bien dejan a la
sicología (que es una ciencia deductiva y difícilmente objetiva) como árbitro
absoluto, dándole una autoridad sobre el conocimiento del ser humano que, quien
la conoce bien, sabe que no posee. La sicología aún es una mezcla de escuelas y
posiciones encontradas tan disímil que es difícil imaginarla como un saber
consolidado y unificado. Poco se gana con suponerla autosuficiente para dictaminar,
desde su todavía pobre sustento teórico, acerca de temas tan complejos como el de
Dios.

Entonces queda claro que el problema de Dios está en el mismo lugar de siempre:
en la mente del hombre, sin que esto signifique que Dios pueda o no existir al
margen del ser humano. Hay muchas cosas que sabemos que no tienen realidad
objetiva pero damos por presupuesta su verdad como pasa con las matemáticas. El
número uno, la unidad, fuera de nuestra mente no posee realidad, pero para
nosotros sí es real, y eso es lo que cuenta. Lo mismo en el caso de Dios; puede que
éste tenga una forma tal que sea imposible captarla o es posible que sea un invento
exclusivo nuestro, pero la idea que tenemos de él sí nos puede convencer de
sobremanera, tanto como estamos seguros que uno más uno es dos aunque nada
de esto suceda en los hechos.

Hay quienes apelan a la historia de la filosofía occidental y argumentan que


plantear hoy dicho asunto es un “ir hacia atrás” puesto que el pensamiento humano
“ya ha evolucionado” y consideran esto como un falso problema (o un no
problema). Quieren hacer creer que el filosofar es similar a una ciencia que
“acumula” conocimientos con el paso del tiempo (esto producto de una era donde
predomina el pensamiento científico). Pero eso es engañoso; la filosofía por el
contrario es más parecida al arte en el sentido que con cada pensador aparece una
nueva forma de ver al hombre y al mundo, o sea, es un punto de vista, y el que se
hayan producido millones de ideas anteriormente no quita ni pone nada a las
nuevas pues cada filosofía tiene una identidad propia. Cuando se estudia, por
ejemplo, la poesía no se puede argumentar que “la nueva” es necesariamente
mejor que “la antigua” porque es más “científica” o al revés, puesto que el análisis
comparado demuestra que cada era tiene la suya y es completa; no existe tal
sumatoria que se realiza “sobre los hombros de gigantes” como se justifica
comúnmente al saber contemporáneo. Cada artista, como cada filósofo, es un
nuevo comienzo, es la creación del mundo para el hombre; es un Adán sin el
complejo de serlo pues los únicos que ven mal a aquel que empieza desde cero son
aquellos que quieren perpetuar el orden establecido, los que ven a la historia
humana como una línea continua de menos a más (y donde ellos están al final de la
progresión).

Los momentos previos a las caídas de los grandes imperios suelen estar saturados
de seres que califican cualquier cambio de ideas como de disparates o “complejos
adánicos” puesto que, según dicen, “quieren ignorar toda la sabiduría alcanzada
hasta el momento”. Sin embargo, ¿de qué sirve esa inmensa “base de datos”
aportada por el pasado si no es justamente para negarla, para darnos cuenta que
todo ello fue un error? De modo que el asunto no es “subirnos a los hombros de
gigantes” sino más bien de aplastar a estos para que no nos sigan confundiendo. Si
realmente se quisiera aplicar con todo rigor tales máximas —que el saber es una

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acumulación de conocimientos— tendrían entonces que revisarse todas las tablillas
sumerias hasta ahora conservadas, rescatar del olvido los millones de volúmenes
de escrituras teológicas hechas durante siglos o sistematizar la información sobre la
naturaleza que poseen los miles de pueblos ancestrales aún existentes. Pero nadie
quiere hacer eso porque en verdad a nuestra era solo le interesa aquello que sirva
para afirmar la modernidad, considerada como la verdad del mundo en que
vivimos, no para conocer otras “verdades” que sostengan lo contrario. Más aún, en
los sistemas educativos se establece que lo que no es moderno debe ser visto como
“lo errado”, algo superado por “lo verdadero” que es lo moderno.

En conclusión, los cambios y revoluciones que se dan en el devenir humano no son


simples “saltos cualitativos” o más de lo mismo pero dicho de otra forma (como se
postula ahora); en realidad son verdaderos cismas en las creencias sobre lo que es
el hombre y el mundo, giros de 180 grados hacia posiciones jamás antes
imaginadas o en algunos casos desechadas. Sin embargo pensar así es tomado
siempre como un horror por el orden establecido (y con suma razón) y por
supuesto como una falsedad; pero guste o no ello es como la muerte, que por más
que se la niegue y se la repudie tarde o temprano llega y produciendo el mismo
efecto de siempre.

¿Qué es Dios?
Mas volviendo al tema de Dios, queda claro que tanto el negar su validez como
problema como el tomarlo como “algo ya estudiado y agotado” son dos posiciones
que no llegan a invalidarlo y a eliminarlo de la mente humana. La posición
negacionista se hace patente hoy en la mayor parte de las aulas universitarias
donde dicho acápite ya no se plantea pues se da por presupuesto que “es una
pérdida de tiempo” y que “ya a nadie interesa pues es una preocupación
meramente personal” o simplemente “no es un problema real sino imaginario y del
pasado”. Es de esa forma cómo “superan” estos y otros muchos asuntos incómodos
con el simple acto de desconocerlos, descalificarlos, ningunearlos y olvidarlos. A
muchos filósofos actuales, por ejemplo, les preocupa más la estructura de las
palabras o el organigrama de la ciencia que tocar tales “casos inútiles”. Pero lejos
de ser una cuestión vana el concepto Dios es tan importante que sin éste no habría
ni hombre ni sociedad; Dios es un punto medular, la piedra de toque de toda la
estructura humana. Reemplazarlo por las “modernas” teorías de las necesidades, la
supervivencia o la lucha del más fuerte es solo una ilusión, útil para este tiempo,
pero inconsistente para los ojos de los verdaderos filósofos. Una ciencia como la
antropología, por más que reciba la ayuda de la biología molecular, no puede
dictaminar sobre aspectos que van más allá de su campo y que pertenecen al
terreno de las ideas. Y si hay algo que diferencia al humano del animal son las
ideas; en lo otro somos totalmente iguales. De modo que si de estudiar al hombre
se trata pues lo más importante será esto último: qué es lo que lo hace ser lo que
es, o sea, las ideas. Las neurociencias, así como la física nuclear, buscan
alquimistamente las bases de lo inmaterial en lo material, lo cual es un absurdo,
pero un absurdo muy rentable.

Ahora bien, ¿por qué es importante el tópico de Dios en cada revolución humana?
Porque sobre o alrededor de éste es que el hombre empieza a construir el mundo.
El ser humano no puede ni siquiera empezar a pensar como humano sin antes
establecer las reglas de juego. ¿De qué juego se está hablando? Del juego humano,
de aquel que es propio de un ser que debería transitar como animal por la Tierra
pero que no lo hace puesto que pretende ir en contra de la naturaleza. Esas reglas
de juego consisten en predeterminar quiénes suponemos que somos y para qué
somos lo que somos. Si eso no estuviera previamente “resuelto” o definido (ya que
es lo que nos hace ser seres humanos) y solo nos dedicáramos a alimentarnos y
reproducirnos simplemente seríamos unos animales más. Pero no lo somos, por lo
tanto hay en nuestro ser un elemento “anti animalizador” que nos impulsa a vivir

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de un modo no animal, algo aparentemente ilógico con respecto a la realidad (ver
El impulso filosofante). Esas reglas, esas explicaciones, esas razones que hasta el
momento el hombre se ha dado son las que desde siempre se han sintetizado en un
solo concepto: Dios. No es que éste consista en una ‘persona’ igual a nosotros; es,
por el contrario, más que un ser humano o algo parecido. Es aquello que está por
encima de nosotros, que nos supera en dimensión y en tiempo. Es la causa por la
cual los hombres supuestamente no somos animales. Es aquel que por su
intervención, por su existencia o influencia, nos hemos visto obligados a vivir como
vivimos. Sin la idea que él está detrás de todo esto (de la realidad) nada tiene
sentido para nosotros salvo seguir las leyes de la naturaleza (o sea, ser animales).
Dios entonces es algo más que un ente: es la totalidad trascendente, eso que
sabemos que no estamos en capacidad de conocer, solo de intuir.

Pero esta noción, idea o concepción de lo que llamamos Dios es tan imprecisa, tan
inalcanzable (pero al mismo tiempo tan presente) que hasta ahora no hemos
podido coincidir entre nosotros sobre cómo es o cómo puede ser que sea. Hay
tantas percepciones de él como seres humanos existen, por lo tanto lo vuelve un
asunto inasible e incognoscible. Pero que esto sea así no significa que los hombres
no podamos ponernos de acuerdo en presentarlo de un modo tal que sea
entendible para una gran mayoría. Cuando muchos concuerdan en una determinada
apreciación sobre él no es extraño que se junten y formen una sociedad. ¿Qué fue
lo que creó la Era Cristiana o los Estados Unidos, por ejemplo? Pues una idea
común de Dios, algo que está por encima de las razas, costumbres y culturas. Y así
todos los pueblos. Porque lo cierto es que, a pesar de las grandes diferencias que
los humanos podamos tener, cuando dos individuos o más coinciden en la creencia
de un mismo Dios estos se convierten en miembros de un nuevo clan, una nueva
familia, una nueva sociedad: se hacen uno (tal como pasa en el matrimonio, que
siempre se hace ante Dios). De modo que la idea de Dios puede que no sea posible
de ser comprobada físicamente o mediante la lógica (¡qué cosa lo está en el ser
humano!) pero sirve para construir la idea de hombre. Se pueden proponer
millones de planteamientos acerca de cómo ser humanos y todos ellos no servir
para atraer ni agrupar a nadie; en cambio basta una sola idea bien armada y
convincente de lo que es Dios para que sea posible crear sociedades y civilizaciones
enteras (prácticamente todos los pueblos nacen en torno a este Dios o dioses
comunes).

Nunca se ha sabido de una cultura que haya aparecido sin un Dios al frente como
bandera; ni siquiera la sociedad moderna con sus aires de “científica” lo ha hecho
pues el drama de su instauración está plagado de enormes esfuerzos por adecuar al
Dios de la modernidad dentro de la estructura de la sociedad de mercado (el
protestantismo o el judaísmo, las dos confesiones que gobiernan el mundo, son una
prueba contundente que este Dios sí “existe”, aunque investido con el traje del
comercio, del Dios Mercurio). Actualmente, a pesar de los que anunciaron su
muerte, ese Dios sigue vivo y presente en las mentes de todos los que trajinan por
el mundo contemporáneo aunque no se parezca al “viejo Dios” medieval en sus
formas pero sí en su fondo. Dios, como siempre, es el que explica y conforma el
mundo, más allá de los deseos e intereses humanos, y es quien interviene para que
los hombres no sean los animales que deberían ser. Incluso hasta en los más
desespiritualizados billetes de la banca está presente y tampoco se lo ha podido
erradicar del lenguaje común ni del especializado. Y aún en contra de su voluntad
hasta a los más acérrimos escépticos y no creyentes de hoy los entierran, les guste
o no, en medio de pompas fúnebres plagadas de rituales divinos. Nadie puede
escapar a ello.

El Dios que vendrá


Solo falta entonces completar este análisis describiendo qué nueva forma adquirirá
Dios en la futura sociedad que reemplazará a la moderna occidental. Como se ha

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dicho, no existe civilización o cultura que no se genere en torno a una promesa
constitutiva que funciona como un norte hacia el cual ir imaginando un mañana
cargado de respuestas a las principales inquietudes humanas. Todo este cúmulo de
razones y explicaciones se suele sintetizar en una idea concreta, definida y
comprensible, en un solo símbolo unificador que conlleva además toda una serie de
elementos que sintetizan la variabilidad de la experiencia humana: Dios.

Dios es entonces la suma de lo real e irreal, de lo visible e invisible, de lo posible e


imposible en el ser humano; eso es lo que lo hace Dios. Es una totalidad muy
parecida a lo que el hombre percibe que es la realidad, solo que, a diferencia de
ésta, Dios no es caótico e incomprensible y tampoco da temor; Dios es más bien el
orden inteligible al cual el ser humano puede acogerse sin miedo. Ante el mundo
que es extraño, mudo y frío se opone el Dios humanizado, dialogante y afectivo. El
hombre, criatura perdida ante sí mismo, encuentra en Dios la seguridad que
requiere para no perder la razón pues es la única manera de entender la realidad —
algo que va más allá de saber cómo se comportan las plantas o los átomos.
Conocer parcialmente (y desde el punto de vista humano) la manera manipular la
materia no significa en lo absoluto dominar a la naturaleza como pretende insinuar
la versión oficial modernista. Los avances de la física (principalmente en el campo
bélico) no implican que ya se tenga a la mano las respuestas a todos los fenómenos
del Universo. Existen aún infinitos espacios que no se tocan o se quieren tocar y
que son verdaderos misterios para el hombre actual los cuales se dejan
astutamente de lado para solo exhibir los conocimientos más convenientes (el
poder todo lo sabe siempre, y lo que no sabe está por saberlo o es falso). Cada vez
que el ser humano logra reunir un gran ejército con una enorme capacidad
destructiva siente que ha adquirido la facultad para decidir por la vida y la muerte
tanto del planeta como de su propia idea de Dios. Ninguna de estas dos cosas (vida
y muerte) le parecen lo suficientemente fuertes para oponerse a sus máquinas de
guerra, por eso las ve como inermes e incapaces, carentes de toda autoridad para
decirle qué es lo que él debe hacer.

De este modo Dios navega en nuestra mente tanto desde ser “las consecuencias de
la ignorancia” hasta ser “la explicación de todo lo existente”. Algunas veces se
acerca o se aleja de cada extremo, dependiendo casi siempre de qué tan bien
vayan las cosechas o en qué medida se puedan acumular objetos para darles
muerte a nuestros congéneres. Pero lo único que no podemos hacer es
convencernos que no existe. Lo podemos esconder y minimizar en el fondo de
nuestra conciencia y cada día decir que se trata solo una errada idea, o por el
contrario lo podemos maximizar hasta el punto de suponer que los hombres no
hacemos nada por nosotros mismos pues todo responde a la voluntad divina
(demás está enfatizar que nada tiene que ver esto con el realizar o no ciertos
rituales religiosos pues a todos nos consta que se pueden llevar a cabo muchos o
ninguno y no influir ello en lo que pensamos).

Cómo será
Toca ahora prefigurar cómo tendría que ser Dios en una nueva circunstancia por la
que el hombre debe pasar para deshacerse de una experiencia fracasada y
reemprender el camino de búsqueda hacia la tan ansiada paz consigo mismo y con
el resto. El Dios que tiene que venir, como es en todos los casos, debe adquirir ante
su futuro creyente una dimensión que subsane los errores cometidos en el pasado.
Durante la etapa de la sociedad de mercado Dios fungió de Mercurio, de Dios
Comercio, y se lo tuvo bendiciendo todo tipo de transacciones, muchas nada
santas, entre vendedores y compradores de artículos diversos. En su nombre la
usura y el agiotismo se convirtieron en virtudes admiradas y adoradas por todos. El
comerciante lo usó como estandarte y lo predicó como si de un juez de litigios se
tratase supuestamente decidiendo quién era el que tenía la razón en los pleitos por
los diversos negocios. Con este Dios se ordenó al mundo moderno de tal manera

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que el planeta se convirtió en una cantera y Él su proveedor. Se dijo, durante su
prevalencia, que la falta más grave era atentar contra el mercado, apropiarse de
aquello que era ajeno, maldiciendo de paso a quienes no cumplieran con los
contratos de compra-venta, en especial, de los que adquirieron la mayor cantidad
de bienes (o sea, los ricos).

Esta es la forma cómo la modernidad quiso ver a Dios y lo vio, cómo lo invistió y de
qué manera lo definió dándole el papel que ha sido más conveniente. Los ricos han
sido felices con tal concepción agradeciendo de paso a quienes así lo construyeron
(sus filósofos). Pero lamentablemente la gran mayoría de la humanidad, como
siempre, fue la que resultó perdedora con ese Dios guardián de las riquezas.

Ante ello la pregunta es ¿puede el Dios pleno, el Dios-total y no el Dios-conciencia-


privada, renacer en la mente de los hombres? La respuesta es sí, y no se trata de
inventarlo sino más bien de descubrir otro de sus rostros, sus otras maneras de ser
y manifestarse al ser humano, escondidas y escamoteadas por la parafernalia
mercantilista. Pero querer encontrarlo en el mismo cajón donde se lo busca siempre
(en el de la filosofía razonal, de la especulación de las palabras) puede resultar
vano pues hay todo un mundo, un universo de manifestaciones donde también se
lo puede hallar. La civilización occidental pretende, en su egocentrismo inveterado,
seguir creyendo que solo ella puede enarbolar lo creíble y verdadero y que
únicamente de sus canteras puede surgir algo que tenga valor. Como imperio que
es no se resigna a ceder su puesto y entender que su mirada no es la única que el
hombre tiene; que existen tantas como seres humanos se den en el tiempo. Todo
lo que tenía ya lo dio y ahora carece de fuerza y de ingenio para reciclar su
dominio; tiene que ceder paso a lo nuevo, a lo que llega cargado de energías y
promesas de ser la respuesta durante tanto tiempo buscada. El Dios de Occidente,
esa idea platónica transformada por el Cristianismo, ha culminado; ese es el Dios
que ha muerto. La actual mentalidad científica que domina a sus líderes y
contamina la mente de sus pueblos es un impedimento demasiado fuerte como
para ser vencido por Él. Cuando la fe, como el amor, se va ya no regresa. Ahora
Dios debe venir pero de otro lugar, de otra experiencia humana con diferentes
maneras de ver la misma realidad. Occidente intentará hacer creer que si cae ella
llegará el fin de la humanidad, pero siempre los imperios quieren arrastrar a todos
los pueblos a su tumba, como hacían los antiguos reyes. Sin embargo solo ellos
morirán, mientras que los pueblos oprimidos se levantarán y mostrarán sus propias
verdades. Entre ellos está el andino.

El Dios andino
El Dios andino es un Dios que no habita en la razón sino en la sensación de todo ser
vivo. Dios no necesita que sus criaturas sean sabias o de pensamientos elaborados
para que lo perciban; cualquiera lo puede ver porque es la realidad primera. Dios
no tiene porqué estar más allá, en algún lugar imaginario solo alcanzable por los
filósofos; Dios es el primer peldaño de la experiencia humana, lo que está antes de
que seamos humanos, no lo que está al final.

Occidente caracterizó a Dios como lo invisible, como lo que se deduce después de


un complicado método de suposiciones. Alejó a Dios del hombre al punto que ya
nadie lo pudo entender, para finalmente, con la entronización de la razón, ponerlo
en el subconsciente equiparándolo a un fenómeno de la mente cuando ésta se halla
desquiciada o alterada. Occidente puso al hombre en vez de Dios y planteó que el
Humanismo era lo real, y que lo que la razón no pudiese concebir simplemente no
existía pues ella lo era todo, el nuevo absoluto que abarcaba toda la realidad. La
razón fue la herramienta del poder humano para demostrar que Dios era él, su
creador. Ese fue el pensamiento moderno, el que reinventó al hombre imaginándolo
como un ser superior que se alzaba cada día más sobre sí mismo para alcanzar
alturas inimaginables: el superhombre. La embriaguez fue tal que hasta el Universo

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se vio empequeñecido ante la posibilidad de ser conquistado y dominado, tal como
rezaba el ideario moderno. El hombre era el creador, no Dios, dijo.

Pero el Dios andino está donde debe estar: frente a nosotros, debajo de nosotros,
encima de nosotros. Siempre procurando no distanciarse mucho para que no
perdamos el sentido de las cosas. Solo cuando bebemos el licor de la razonalidad es
que nos alteramos y damos discursos a la Luna alabando nuestras grandezas. Pero
mientras no lo hagamos, mientras permanezcamos lúcidos, el Dios andino nos
alumbrará, nos acariciará, nos alimentará, nos abrigará y, por qué no, también nos
asustará. Lo que pasa es que este Dios es tangible, palpable y dialogante,
demasiado presente como para decir que no está. La historia andina, al no haber
concebido nada parecido a la modernidad, no está contaminada con la idea de un
hombre capaz de hacerlo todo, incluso hasta de vivir sin Dios. Lo que sucede es que
muchas veces no es que el ruido no se dé sino que el oyente está sordo o no lo
quiere escuchar. El hombre andino no ha perdido su capacidad auditiva como para
no oír a Dios a su alrededor.

Si uno visita los pueblos del Ande observará que algo los caracteriza plenamente:
no conciben el ateísmo. Ser ateo en el mundo andino es un imposible pues no está
en las perspectivas de esta cultura. Algunos vinculan el ateísmo con la tecnología y
piensan que aquel que posee la occidental más actualizada ya es un escéptico o
tiene esa semilla. Pero no es así. En el Ande la tecnología de punta de Occidente
convive y se humaniza pero siempre frente a Dios. El andino, para humanizar un
objeto, no lo pasa por un juicio humano sino lo lleva a bendecir a Dios. Dios es
entonces quien humaniza al hombre y a sus objetos. Sin Dios, en el mundo andino,
no puede haber hombre porque es Dios quien hace lo humano. En las alturas de
Bolivia se llevan los automóviles nuevos a challar, o sea, a bendecir por los
religiosos del templo de la Virgen de Copacabana, lugar sagrado desde hace miles
de años, antes incluso que llegaran los españoles con el Cristianismo. La gente que
lo hace no es precisamente ignorante; son andinos contemporáneos exitosos en los
negocios y en la vida pero que no conciben la modernidad de la manera atea como
se toma en Occidente. Lo que hacen es darle espíritu a la materia, y eso solo se
logra mediante la intervención divina.

Las fiestas, procesiones y manifestaciones religiosas del mundo andino no solo


están vivas y calientes sino que se retroalimentan día a día gracias al contacto
permanente con el motivo de sus afanes: Dios. A diferencia del Cristianismo
occidental, que habla de un Dios ubicado en planos sumamente alejados de la
realidad (el Cielo, la Idea), la fe andina sabe que Dios está dentro y fuera de la
naturaleza sin serlo. Hay quienes piensan que se trata entonces de un “animismo
primitivo” o de un “panteísmo arcaico no superado” simplemente porque no se usa
el razonamiento filosófico occidental para explicarlo y sustentarlo, pero ello es solo
un prejuicio cultural al creer que la cultura dominante lo es porque “piensa mejor”.
Occidente, como todo imperio, supone que lo es porque también “posee la filosofía
correcta y la religión más elaborada, la verdadera”, en un acto que, más que
soberbia, revela un poco de infantilismo e imbecilidad.

El Dios andino no exige filósofos que lo piensen y analicen para ser y manifestarse.
El Dios andino es el Dios de todos, de los grandes y de los chicos, de los sabios y de
los necios, de los pobres y de los ricos. En una ceremonia andina se ve tanto a unos
como a otros juntos y revueltos, sin hacer notar sus diferencias puesto que incluso
los más ricos se vuelven simples individuos a la hora de rendirle tributo. Nadie
piensa ni por asomo que el que es rico lo es porque “Dios lo ha bendecido” o algo
por estilo, propio del pensamiento protestante. En el mundo andino no se procura
poner palabras en boca de Dios ni imaginar que se comporta de tal o cual manera
(pues no es un Dios humanizado como para tener boca). Nadie es tan torpe como
para “definir” cómo tiene que ser Dios y, finalmente, dictaminar a quiénes

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“bendice” y a quiénes no. El tener o no riqueza no es un atributo propio de él; nadie
lo ve así. Dios no es un Dios distribuidor cuya función es dar prosperidad; esa es la
imaginación de un comerciante occidental que quiere entender a Dios de tal
manera. El Dios andino lo es para todos y para todo, para hombres, animales,
plantas y tierra. No tiene la función de repartir beneficios a la gente.

El hombre andino entiende que Dios está más allá del hombre, que no se agota en
tal criatura. Dios es una realidad que se encuentra por encima de la existencia
humana y seguirá siéndolo aún cuando esta especie desaparezca. Suponer que él
va a dejar de existir cuando el hombre ya no esté para pensarlo es una necedad
tanto como suponer que el Universo desaparecerá cuando lo hagamos nosotros. De
esto se desprende una relación con él que implica una conciencia de qué es el
hombre frente a Dios. La fe andina tiene en claro que la grandeza de Dios es
abrumadora y que nada de lo que el hombre haga puede siquiera hacerle sombra.
Por ello lo mejor que el humano puede realizar es imitarlo, en el sentido de ser tan
generoso y correcto como lo es él. Dios, en el Ande, no es un concepto que cambia
con quien lo defina; es una realidad dada a la mano de quien lo busque. Por eso
aprender de él no es asunto de una teología especializada respaldada en una razón
superlativizada; es solo un esfuerzo de observación y sentido común. La fe
entonces, en el mundo andino, es algo natural; la negación de Dios lo imposible, lo
difícil de concebir y sustentar, lo ajeno a su realidad.

Muchos dirán que lo que observan en el Ande es solo un ritual cristiano mezclado
con paganismo. Es la definición de quienes se resisten a ver o de quienes quieren
entender las cosas desde su punto de vista. Lo cierto es que, cuando se analiza
bien, es fácil darse cuenta que los símbolos pueden ser cristianos pero que lo que
los sostiene, aquello que los hace creíbles, es el sentido de la vida y la filosofía
interna del mundo andino. La cruz puede estar en la cumbre de un cerro, pero en
realidad no se adora a dicho símbolo sino al propio cerro coronado por tal cruz. El
clero católico quisiera creer que todos ven a un Cristo reflejado en ese elemento,
pero lo cierto es que no es a Cristo a quienes ven sino a una entidad que es propia,
local y tangible: a la Pachamama, la madre Tierra, quien es también una parte del
Dios andino el cual no necesariamente tiene sexo ni es persona ni es unidad.
Animismo o no, todo en el mundo andino es divino y sagrado. La vida es sagrada,
algo que hace mucho tiempo se perdió en Occidente donde sus expresiones
guerreras son una prueba contundente del fracaso de ese “pensamiento moderno
superior” que desacralizó las cosas. El Dios andino en cambio está presente en todo
y el hombre debe saberlo para poder valorarlo. Es como si estuviésemos de
invitados en una casa donde lo que vemos es ajeno, no nos pertenece y no
tenemos autoridad para decidir sobre ello. Si en un arrebato de locura dijéramos
que esa casa y todo lo que hay allí es nuestro simplemente por el hecho de
encontrarnos en dicho lugar nos considerarían locos y nos echarían de ella. La
actitud correcta es saber que debemos respetarla y no tocar lo que no nos es
propio pues puede estropearse. El andino actúa de ese modo con la Tierra; no es
nuestro planeta, dice, sino de Dios, por eso tenemos que cuidarlo, agradeciendo
por el contrario el que lo estemos usando. A diferencia de él, el occidental se ha
intitulado dueño absoluto de lo que no creó y piensa que es el rey y guardián de
todo lo que esté a su alcance solo por el hecho de percibirlo, de tenerlo a su
disposición. Ha degradado a la naturaleza declarándola tierra abandonada y, a la
manera de los pioneros norteamericanos se apodera de todo lo que puede bajo la
idea que “no es de nadie”, aunque allí hayan existido seres que la ocupan desde
hace miles de años. Lo mismo piensa del Sol, de la Vía Láctea y del Universo. Todo
ello “no es de nadie”, es “cosa”, y con esta máxima creada muy oportunamente por
sus filósofos y científicos modernos tiene la pretensión de tomar posesión de todo
“en nombre de la grandeza de la humanidad”, tal como ha pasado con la Luna
(humanidad que ya sabemos no abarca a todos pues los únicos que tienen derecho
a llamarse así son los habitantes de los Estados Unidos de Norteamérica).

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La modernidad necesitó matar a Dios poniendo en su lugar al hombre para poder
hacer del mundo una cantera (el “qué comerciar”) y un mercado (el “dónde”). El
andino por el contrario necesita resucitar a Dios para hacerlo un lugar donde pueda
manifestarse la vida. Mientras se siga pensando que el ser humano está por encima
de todo nuestro destino será nuestra muerte y la muerte de lo que nos rodea. Lo
que necesitamos ahora es recuperar la cordura y entender quiénes somos y cuál es
nuestra verdadera dimensión sobre la Tierra. Un simple rayo solar basta para, en
unos segundos, acabar con la era moderna quemando todos los aparatos eléctricos.
Un pequeño cambio en la configuración terráquea puede significar el fin de nuestra
especie sin que nuestra tecnología sea capaz de impedirlo. ¿Puede, ante esto,
seguir pensándose que el hombre es el creador de la realidad solamente porque la
puede concebir y sistematizar con su razón? ¿Puede el ser humano acabar con la
idea de Dios para solo dedicarse con vehemencia a trabajar y así hacer dinero para
comprarse viviendas y automóviles como si esto fuese el objetivo de su existencia?
Muchas preguntas aún son posibles de hacerse, pero lo cierto es que, sobre los
errores y barbaridades que unos hacen hay quienes reaccionan y realizan esfuerzos
por demostrar que no todo está perdido. Con el Dios andino volverá la fe, el buen
sentido de las cosas y el respeto por la vida y la naturaleza. Estas pocas razones
son suficientes como para justificar su reivindicación y su difusión por toda la
especie humana.

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