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La rebelión de la creación

Luis Enrique Alvizuri, 1997.

Dios hizo al mundo perfecto. Puso los cielos arriba y abajo la tierra. Y puso al Sol
para que alumbrara de día y a la Luna de noche; a las aguas en los océanos, en los
ríos y en los lagos; y a las plantas en los suelos. Hizo también voladoras a las aves,
nadadores a los peces y terrestres al resto de los animales. También creó a las
nubes y a sus hijas las lluvias. Cada uno daba algo de sí y recibía algo de los
demás. De ese modo la creación era feliz consigo misma. También creó a los
hombres, quienes hacían todo lo que debían sin molestar a nadie: comían, dormían,
se reproducían y después morían. Pero una vez a uno de ellos, llamado Occidencio,
le picó un extraño insecto, causándole mucho dolor. Después de tres días de estar
muy mal y a punto de morir Occidencio se levantó de su lecho. Pero ya no era el
mismo. Tenía una rara expresión en su rostro y se movía muy apurado de un lado
para otro. Había contraído una terrible enfermedad, llamada codicia, que no lo
dejaba en paz y lo hacía vivir muy ansioso y angustiado.

Su mente empezó a funcionar muchísimo más que antes, tanto que se convirtió en
el más inteligente, en el más astuto de los seres de la creación. Quería saberlo todo
y todo lo investigaba y averiguaba. Se pasaba el día indagando y buscando sin
descansar y a veces hasta sin comer. Los demás lo miraban asombrados cómo
corría de aquí para allá gritando que estaba muy ocupado en algo muy importante,
y lo consideraban un loco. Pero sucedió que durante un tiempo no lo vieron más y
pensaron que se había muerto. Mas no era así. Occidencio se había internado en el
desierto para meditar largamente. Hasta que un día, en medio de toda la creación,
se apareció. Su cuerpo, antes desnudo, lo había cubierto con un manto negro y
tenía la cabeza totalmente afeitada, sin ningún pelo. Su expresión ya no era la de la
locura, sino la de la malicia. Su mirada era opaca y profunda, cargada de
pensamientos, diferente a la brillante y sencilla de los otros hombres. Todo su
aspecto parecía el de un ser superior, el de un dios.

Entonces Occidencio, dirigiéndose al Sol, le dijo: "Oh señor Sol, tú que eres grande,
hermoso y fuerte, escucha lo que voy a decirte. Desde el principio estás en el cielo
obligado a hacer siempre lo mismo: salir de día y desaparecer de noche. ¿Acaso
eso no te parece muy aburrido?". Y el Sol le respondió: "La misión que tengo
encomendada es muy importante y me siento orgulloso de ella. Si yo dejase de
alumbrar la Tierra se quedaría en tinieblas y la vida moriría". Y Occidencio le volvió
a decir: "Pero ¿por qué tienes que resignarte a obedecer como un esclavo? ¿No te
das cuenta de las cosas maravillosas que estás perdiendo? Si tú quisieras podrías ir
a descansar el tiempo que desearas, podrías viajar y comer en sitios excelentes,
reunirte con tus amigos a charlar y bailar con hermosas mujeres. Todo eso estás
dejando de disfrutar por culpa de unas leyes injustas. Yo en cambio te traigo la
solución a tu problema y es una palabra que he creado: se llama Libertad, y con
ella tú, que eres el más poderoso de la creación, vas a vivir de acuerdo con tu
rango. Con la Libertad vas a poder ir y venir a donde quieras y cuantas veces
quieras. Nadie podrá obligarte a nada: tú serás tu propio amo y señor." Cuando el
Sol escuchó esto pensó: "Tiene razón; yo nunca he podido hacer lo que yo quería
sino lo que tenía que hacer. Creo que ha llegado la hora de mi Libertad". Fue así
que, a partir de ese día, el Sol empezó a salir cuando quería y como quería, y decía
por todos lados que él no tenía por qué obedecer a un tirano que lo había
condenado a hacer siempre lo mismo.

Luego de esto Occidencio se fue al mar y le dijo: "Oh señor mar, tú que eres
grande, hermoso y fuerte, escucha lo que voy a decirte. Desde el principio estás
obligado a hacer siempre lo mismo: acercarte a la playa y retirarte. ¿No te parece
muy aburrido? Yo en cambio vengo a traerte algo que te va a permitir ir y venir por
donde tú quieras, visitar la tierra, irte de paseo y comer y beber lo que tú desees.

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Yo te traigo la Libertad". Y el mar, después de pensarlo bien, decidió no obedecer al
tirano y empezó a realizar a lo que mejor le parecía. Se quedaba a descansar, se
iba de viaje o dedicaba días enteros a sus asuntos personales diciendo que él no
era ningún esclavo de nadie. Y así siguió Occidencio hablando con todas las
criaturas: convenció a los vientos, a las montañas, a los ríos, a las selvas, a las
plantas, a los animales y, por último, a los hombres. Todos al final eran libres y
hacían lo que les daba la gana. Pero esto lo único que causó fue un gigantesco
desorden. El Sol salía cuando quería, el mar tocaba la tierra según le parecía, los
ríos iban y venían por todos lados y no por su cauce, los animales hacías las cosas
más increíbles. Nada era normal, todos parecían locos. Cuando Occidencio se dio
cuenta de esto, reunió de nuevo a toda la creación y dijo: "Amigos, es bueno que
nos hayamos liberado del tirano porque veo que así somos felices. Pero si no
ponemos orden a las cosas vamos a terminar matándonos los unos a los otros. Así
que ahora les propongo una nueva palabra que he inventado: se llama Democracia,
y con ella todos juntos vamos a decidir las cosas según lo que diga la mayoría.
¿Están de acuerdo?". Todas las criaturas asintieron ya que el mundo se estaba
destruyendo.

Sin embargo las intenciones de Occidencio eran otras. Como tenía la enfermedad
de la codicia él hacía todas esas cosas con el único interés de ser más rico y
poderoso, así que, antes de la votación, habló por separado con la Luna y le dijo:
"Mira Luna, si tú votas por lo que yo propongo, voy a hacer que tú brilles más que
el Sol". Y luego habló con el árbol: "Mira árbol, si tú votas por lo que propongo voy
a hacer que te salgan pies y puedas correr más rápido que un caballo". Y así siguió
hablando con muchos de los votantes. Cuando llegó el día las cosas salieron de tal
modo que cada uno terminó votando por lo que Occidencio quería, de manera que
ahora él se había convertido en el nuevo dios, en el nuevo tirano, solo que
encubierto bajo la apariencia de ser un obediente cumplidor de las decisiones de la
mayoría. A partir de entonces, el Sol tuvo que alumbrar durante todo el día, sin que
existiera la noche, para que todas las criaturas trabajaran sin descansar un solo
instante. Los ríos empezaron a bajar por los lugares que Occidencio deseaba,
haciendo que los motores de las grandes represas que había construido funcionaran
a toda máquina. La vegetación empezó a crecer muchísimo en los campos que
Occidencio había preparado y daban toneladas y toneladas de frutos. Y así, todos
los seres habían asumido nuevas funciones haciendo muy rico, riquísimo, a
Occidencio, quien, desde la cumbre de una montaña de oro, con los ojos
desorbitados por la ansiedad, gritaba: "Más, más, mucho más. Hay que trabajar
más para producir más".

El mundo entero estaba tan alterado, tan frenético, que ya parecía que iba a
reventar, cuando, en eso, en lo alto del cielo, un inmenso rostro apareció y todos
corrieron a esconderse. El rostro dijo: "Criaturas mías, ¿por qué se esconden? Soy
yo, a quien ustedes han llamado el tirano. ¿Acaso les parecía mal ser lo que eran?
Pues ya ven que no fueron felices cuando se dedicaron a tratar de ser otra cosa.
Ustedes aves ya no querían volar, sino nadar, y después caminar y saltar, y por
último meterse dentro de la tierra. Lo mismo tú, Sol, tú, agua, y tú, bosque. Al final
todos iban a pasarse eternamente buscando otras formas de vida que no eran las
suyas, terminando siempre por desilusionarse y desesperarse. Pues bien, ahora que
ya han vivido esta locura, no quiero ordenarles, sino solo sugerirles que piensen y
recapaciten, y que hagan lo que realmente creen que es lo más conveniente para
ustedes mismos.

Cuando este rostro, que no era otro que el de Dios, terminó de hablar, todas las
criaturas volvieron a ser lo que habían sido desde un comienzo, convencidas de que
la camisa del vecino no tenía por qué ser mejor que la suya propia. Luego que todo
volvió a la normalidad, Dios miró a Occidencio y le dijo: "Volverás a estar desnudo
y te crecerá nuevamente el pelo. Además, hasta el final de tus días, llevarás

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delante de ti el espejo de la verdad para que nunca olvides quién eres". Dicen que
Occidencio murió pero no sin antes tener muchos hijos, quienes desgraciadamente
heredaron su enfermedad. Por eso es que la mayoría somos así, y solamente el día
que encontremos el espejo de la verdad podremos ver realmente cómo somos y
recuperemos la paz y la armonía, para que seamos felices en esta tierra.

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