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Primera parte
HÁBITOS OSCUROS
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–I–
Buenos Aires, se produjo el único suicidio en masa del que se tenga registro en la historia
criminal argentina.
Cerca de las cuatro de la tarde, un grupo de setenta y cuatro personas (entre las
que se contaban diecisiete menores de trece años y dos bebés) se dio cita en la quinta
“Santa Madre”, sobre la Ruta Nacional N°5 (lugar en el que, desde hacía media década, se
reunía la secta “Descubriendo la Gracia”, liderada por la adolescente María Rosa Santos,
quien aseguraba ser la rencarnación de la Virgen María), e injirieron agua envenenada con
cianuro.
en países tan lejanos al nuestro como Holanda, Suecia o Israel. Sin embargo, en la
Comisaría 5°, fue archivado antes de que se cumpliera un mes. Las autoridades locales
consideraron que no había nada que investigar. El hecho había sido fruto de la sugestión
colectiva. Punto.
Pero se equivocaban.
Se equivocaban en grande.
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Porque la denominada “Masacre de Tábano” encierra un correlato muy oscuro. Un
correlato que, aún hoy, más de dos décadas después de haberse producido, continúa
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– II –
Susana, ¿cuándo pensás venir? Perdoname que arranque así, te juro que hubiera
preferido hacerlo de otra manera, pero estoy desesperada. No aguanto más esta situación.
Me prometiste que iba a durar poco (un mes, dos a lo sumo) y llevo casi medio año acá.
¿Me estás bicicleteando? Yo no quiero pensar mal de vos, Susana, pero imaginate que, ante
cuento que ahora se caga y se mea. Yo un rato la dejo (total, entre el olor de ella y el del
que, apelando a su generosidad, igual habríamos conseguido las cosas. Sin embargo vos,
siempre apurada, concluiste que no ameritaba el esfuerzo. Que no valía la pena esperar.
“No la vamos a ir de santas con esta vieja de mierda”, me acuerdo que me dijiste. Y ahí
que fui yo la que se tuvo que quedar. Y sufro. Yo sufro una barbaridad, Susana. Vos no te
das una idea de lo que es estar sola (completamente sola) en un lugar como este. Aparte los
llama a la policía, ahí qué hago, de qué me disfrazo? Por eso te repito: viajá cuanto antes.
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Ni la firma ni el encabezado figuran en el original. La fecha y el lugar de emisión fueron repuestos a partir
del matasellos postal. Por último, cabe destacar que, al igual que en el resto de las cartas que se expondrán a
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Subite a un micro y vení. Si no, en un rapto de locura, no sé qué voy a ser capaz de hacer,
Porfiria.
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– III –
Porfiria Guzmán ingresó a la secta cuando ésta todavía no se había constituido como
tal. Cuando apenas se trataba de un pequeño grupo de vecinos que, más por curiosidad que
por fe (en los pueblos, las novedades son siempre recibidas con beneplácito), comenzó a
acercarse a la quinta que alquilaban los padres de esa misteriosa chica que decía recibir
mensajes de María. La había escuchado nombrar en la parroquia (donde ella ocupaba los
raíz de su malestar que, un sábado (los sábados eran los días de reunión), dejó de
preguntarse cuál sería la reacción del cura si se enterara de que había ido y llamó a un
remís. Tardó veinte minutos en llegar. Veinte minutos durante los cuales su respiración se
incluso estuvo a punto de indicarle al chofer que pegara la vuelta, que la llevara de nuevo a
su casa. Pero no se animó. Y lo bien que hice, se felicitaría después. Porque, al bajarse del
auto, la invadió el olor a rosas. Y sus dudas se disiparon en el acto. Sí, definitivamente,
estaba haciendo lo correcto. El olor a rosas era una señal inequívoca de la presencia de
María. Una prueba irrefutable. ¡Y ahí no había ningún rosal! Entonces dejó de temblar y,
con paso firme, avanzó. Resuelta, se desprendió del miedo que la invadía y avanzó.
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– IV –
Son casi las tres de la madrugada, pero ella no lo sabe. Madrugada del viernes 29 de
diciembre de 1989. El único que usa reloj en la casa es Lisandro, su padre, que duerme a
escuchado los pasos. Es raro que su padre no lo haya hecho. Él tiene un oído privilegiado.
Salvo cuando duerme la siesta. Lo que Violeta ignora, y la intriga muchísimo saber, es si lo
tuvo toda la vida o si lo desarrolló a partir de su designación como encargado del campo.
Porque ella, por ejemplo, y de eso está completamente segura, lo desarrolló a partir del
momento en el que su madre quedó postrada. O sea, a partir del momento en el que se tuvo
que hacer cargo de su cuidado. De su atención. Antes no. Antes no lo tenía. Se la pasaban
habitación contigua. Nefer no los escucha. No, imposible. Su hermana tiene un sueño muy
pesado. Pesadísimo. Sin embargo, los pasos están ahí. Cerca. Cada madrugada, entre las
tres menos diez y las tres menos cinco (claro que a Violeta se le escapa el detalle de la
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Hace unos instantes se levantó, harta, decidida a investigar. Ahora está detenida
Avanza, a paso lento, pero avanza. No quiere hacer ruido. No le quiere advertir a eso (lo
que sea) que va camino a su encuentro. Avanza. Y, cuando por fin llega, toma coraje,
hunde la mano en el picaporte y entra. Con los ojos abiertos, bien pero bien abiertos, entra.
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–V–
vez. ¿Qué pasa? ¿Ya te olvidaste de que tenés una hermana? ¿Tan rápido te acostumbraste
idea de que me radicara acá (por lo menos, así me lo hacés saber a través de tus actitudes),
pero, al mismo tiempo, te suplico que me entiendas: yo no puedo abandonar al grupo. Ellos
me apuntalaron en un momento muy difícil de mi vida. Estuvieron al lado mío cuando más
lo necesité. Y no se los puedo pagar con semejante ingratitud. Al respecto, aprovecho para
volver aclararte que, por supuesto, no saben nada de lo de la tía. Nunca se los hubiera
dicho. Ni se lo diré a nadie. Ni siquiera a María Rosa. Y no porque no les tenga confianza.
No te confundas. Es que se trata de un secreto entre nosotras. Y lo que hay entre nosotras es
sagrado para mí. Por eso me mortifica tanto tu rechazo, Susana. Porque, cuando por fin
encuentro a un grupo de gente entre la que me siento cómoda (vos, mejor que nadie, sabés
lo que siempre me costó conseguir amigos), te me ponés en contra. Yo entiendo que para
vos sea duro (a mí también, al principio, me resultó inconcebible la vida separadas), pero,
por otro lado, siento que llegó el momento de empezar a ser un poquito egoísta. Siento que
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Te confieso que mi sueño es que te vengas a vivir conmigo. Entonces mi felicidad
sería completa. Aunque sé que eso es imposible, que nunca lo harías, y me duele. Me duele
tu silencio, Susana. Tu indiferencia. Te suplico que, por lo menos, me des una señal de
vida. Me conformo con poco, ¿viste? Con migajas. Con un par de líneas nada más. Aunque
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– VI –
recibido tu carta que me olvidé de contarte algo importante. Así que, sin esperar respuesta,
te vuelvo a escribir. No es nada sobre mí, no te preocupes (ya sé que la última vez que te di
una noticia terminamos peleadas), pero te advierto que, en algún punto, también me
involucra.
Y mucho.
Resulta que, hace quince días, el cura cayó con la novedad de que se iban a integrar
dos nenas al catecismo. “¿A esta altura del año?”, me extrañé yo. ¿Qué clase de locura era
esa? “Sí”, me devolvió él, hosco, tan seco como siempre. “¿Algún problema?” Y se fue sin
facilitarme ninguna explicación. Pero yo, como te imaginarás, me quedé con la espina. Y
me puse a investigar. Y me encontré con una historia terrible, Susana. Te juro que siento
cada una de las fibras de mi cuerpo. Enseguida vas a entender por qué2.
– VII –
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A partir del siguiente párrafo, a causa de la humedad propia de la zona en la que se encontró, el
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Martes 18 de diciembre de 1984
Ayer terminé involucrado en una historia rarísima.
Resulta que a las dos y media me llamaron del hospital para que le fuera a dar la
arruinaban por semejante basura. Linda manera de arrancar la semana. Cuestión que resolví
tomarme de tiempo. Ese hijo de puta ya está condenado, pensé mientras me lavaba la cara.
No voy a andar corriendo. Desde su escritorio, Porfiria no me sacaba los ojos de encima.
Mire que es urgente, incluso se atrevió a apurarme. ¿No ve que me estoy vistiendo?, le
devolví yo. Y cerré la puerta con tanta furia que el golpe debe haber resonado hasta en el
confesionario. Esa mujer es una idiota. Me saca de mis casillas. No hay día que no me
levante dispuesto a echarla. Sin embargo, cada vez que estoy a punto de hacerlo, me
recuerdo a mí mismo que ahora vivo en un pueblo. O sea que, si la echara, la gente
de la cama lloraban sus sobrinos. Buitres, pensé. Ojalá que no les haya dejado un mango. Y
es muy probable que así haya sido: Tolosa era un miserable bárbaro. Si, por ejemplo, a
pesar de ser uno de los pocos en el pueblo que tenía teléfono (y de estar forrado en guita),
no se lo prestaba ni a Cristo. Padre, ¿hay algo que podamos hacer?, se adelantó uno de los
carroñeros. Son tres. Tres varones que llegaron hace casi un año con la excusa de que
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venían a cuidarlo. Macaca: los cegaba la herencia. Y encima se hacían los preocupados por
el destino de su alma. Rezar, hijo, le contesté, displicente. Rezá hasta el 2070, agregué para
Salí asqueado. Tanta hipocresía junta había logrado revolverme las tripas. Encima
en el pasillo me esperaba una mujer. ¿Y ahora esta con qué me saldrá?, no pude evitar
preguntarme. Lo único que quería era volver a acostarme. Quizá no me dormiría, pero, por
lo menos, me repondría un poco. Padre, ¿le puedo robar un segundo?, me pidió. Yo ensayé
mi mejor cara de circunstancia y le contesté que sí. Fuimos al hall. Guardaba la esperanza
de que la hiciera corta. Iluso: los que te van a pedir un favor suelen enredarse en una
mañana de palabras de la que después les resulta imposible salir. Y esta, claro, no fue la
excepción. Enseguida la mujer se fue por las ramas y yo me distraje. Empecé a divagar.
Cuando miré el reloj, se habían hecho las cuatro y cuarto. Señora, vaya al grano, le exigí.
Había perdido demasiado tiempo ahí adentro, me importaban un carajo los buenos modales.
Es que mi hija enloqueció, padre, me reveló por fin. Dice que la condición a la que quedó
preocupa, se niega a ver a su bebé. Dice que ella es la culpable de lo que le está pasando.
¿Usted nos podrá a ayudar? Yo, a pesar de mi desconcierto, me limité a asentir con un
marcha.
Hay algo que necesito advertirle, se detuvo antes de hundir la mano en el picaporte.
Ella no era creyente. De hecho, ni se casó por Iglesia ni bautizó a la mayor. ¿Y?, me
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inquieté yo. ¿A qué apuntaba con eso? Lo que le quiero decir es que no sé cómo lo va a
recibir, me aclaró. Margarita manifestaba un enorme rechazo hacia los curas. Sin embargo,
yo creo que usted es la persona indicada para que la vea. Los de acá la quieren mandar a un
El cuadro que se presentó ante mis ojos era desolador. En un rincón, agazapada, y
con la cara escondida entre sus rodillas, lloraba una nena. Tendría seis o siete años.
inentendibles, estaba ella. Parecía rezar. La mujer avanzó. Yo no pude. Me quedé apoyado
contra el marco de la puerta, asustado. Debo reconocer que, esta tarde, por primera vez en
mi vida, sentí miedo. Sentí auténtico temor. Hija, la interpeló la mujer. Hija. Fue inútil. El
llanto de la nena recrudeció. Entonces se acercó y le tocó un hombro. Traje a alguien que
puede ayudarte, le dijo. Y Margarita se calló. Acto seguido, la mujer le agarró la cabeza con
las dos manos y se la giró para mi lado. Yo permanecía atento, expectante, inseguro sobre
lo que podía llegar a pasar. Después de todo, me encontraba frente a una paciente
psiquiátrica. No hay que ser especialista para darse cuenta de que lo que esta chica sufre es
un severo cuadro de delirio místico. Ergo, al verme, una sonrisa se dibujó en sus labios. Y
Enseguida les ordenó a las otras que salieran (la mujer levantó a la nena y se la llevó
casi a la rastra) y procedió a repetirme lo que yo ya había escuchado: que su estado era
fruto de un castigo divino y que por nada del mundo volvería a contrariar la voluntad del
Altísimo. Y ahí es donde entra usted, padre, me dijo. Yo le ofrecí visitarla tres o cuatro
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veces por semana y aceptó encantada. ¿Y usted cree que así me voy a poder salvar?,
arremetió. Por supuesto, hija, le contesté. Por supuesto. Y, sin mediar más explicaciones,
enfermeras para evacuar mis dudas? En el office había una sola, que me invitó a pasar y,
mientras me cebaba mate, me contó lo que sabía. Me explicó que a Margarita le habían
prohibido que volviera a tener hijos. Su embarazo anterior había sido muy complicado y
eso, obviamente, representaba un mal antecedente. Así que el médico le propuso colocarle
un DIU, me dijo. Algo a lo que el paisano se opuso desde el vamos. La cosa es que ella se
embarazar. Y ahí la condenó, evalué yo. Sin embargo, y contra todos los pronósticos, este
chica se sometía a controles periódicos y las palabras que le devolvían eran siempre las
mismas: todo bárbaro. El problema se presentó durante el parto: el quirófano estaba mal
esterilizado (porque acá esterilizan mal, acotó) y se pescó un virus intrahospitalario que le
quitó la movilidad de sus miembros inferiores. Qué ironía, pensé. Alguien que logró
revertir una opinión profesional, vino a capitular de una manera tan tonta.
abalanzaron en manada. Por fin, me reprendió una. Ya era hora, la acompañó otra. Yo me
abrí el paso con mucha dificultad y me encerré en la sacristía. Golpearon. ¡No me rompan
las pelotas!, grité. Y se desató el murmullo. No me podía sacar de la cabeza lo que acababa
de escuchar: una mujer que culpaba de su parálisis a su propia hija. ¿Qué irán a hacer con
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No veo la hora de enterarme.
– VIII –
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Jueves 20 de diciembre de 1984
Recién vuelvo de ahí. Me saqué la duda: la metieron en una habitación aparte. En
realidad, se trata de un cuchitril al que usaban de galpón y al cual, el mes pasado, previa
consulta con el dueño del campo, Lisandro anexó a través de un extenso e improvisado
pasillo. ¿Qué se le habrá dado? Ni que hubiera sabido. Ni que hubiera adivinado la que se
le venía.
Hace más media década que se desempeña como encargado. Y su trabajo le exige
estar atento. Por eso, cuando advirtió que me costaba abrir la tranquera, se acercó a
extendió su mano derecha. Encantado, le devolví yo. Adrián Levín. Y se la estrujé con mi
me frené a esperarlo. Vino enseguida. Tan rápido que supuse que me la había dejado
Mientras recorríamos el camino que nos separaba de la galería, insistió con que
hemos tocado el tema. Ni creo que lo vayamos a hacer. Ninguno de los dos está dispuesto.
Íbamos a paso de hombre. Las espinas y los pozos no me permitían ganar velocidad.
Y a él se lo notaba ansioso. Apurado. Tan apurado que, con el auto todavía en marcha, y
mientras yo buscaba un lugar para estacionar, se bajó corriendo. Iba a liquidar la tarea que
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lo ocupaba. No había tiempo que perder: ayer los notificaron de que las iban a largar (la
bebé se recuperó y era inútil que su mujer permaneciera internada) y todavía no se habían
terminado de organizar.
cara de angustia que la tarde en que la conocí. Y no era para menos. No tardaría en entender
que le sobraban los motivos. A partir de ahora, ella se va a hacer cargo de la madre y yo de
Nefer, me informó Lisandro tras deshacerse del destornillador con el que acababa de
instalar una puerta en el pasillo. Una puerta que aísla a su mujer del resto de la casa. ¿Usted
Margarita no la podemos dejar sola. Cuatro y media tendría que estar saliendo, le devolví
Mucho mejor.
Nos ponemos en presencia del Señor, le ordené desde el dintel. Ella se sobresaltó. Padre…
¿qué?, titubeó. ¡Nos ponemos en presencia del Señor!, repetí. Y obedeció, aturdida.
Hablame de vos, le exigí a continuación. ¿Cómo? ¡Hablame de vos, carajo! ¿Sos sorda o
medio estúpida? Entonces me clavó una mirada suplicante, pero yo me mantuve firme,
Me contó que le tiene miedo al gas. Que antes revisaba siempre las hornallas. Que la
obsesionaba que las cinco ranuritas apuntaran hacia el mismo lado. Que incluso se
agachaba y olía. Que las noches en que, por algún motivo, no podía hacerlo, sentía que se
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ahogaba. Que se sentía morir. Y que era un secreto. Yo me senté en uno de los bordes de la
cama y le comenté que, a veces, los escapes son tan chiquititos que se pierden entre los
demás olores de la casa. Sobre todo si se trata de una tan ventilada como ésta, agregué. Y
miré a mí alrededor: su nueva habitación no tiene ventanas. A ella se le llenaron los ojos de
contenerlas.
Los cuarenta minutos restantes transcurrieron en silencio. Decidí que por hoy era
aunque hubiera preferido quedarme más tiempo, porque mi presencia la incomodaba. ¿De
verdad creíste que te ibas a salvar sin sufrimiento?, me despedí. Y, sin darle tiempo a
madre. ¿Cómo le fue?, se precipitó él. Excelente, le devolví yo. Le hago una consulta: ¿a
usted le molestaría que viniera todas las tardes? La chiquita empalideció. ¿Cómo me va a
molestar?, me dijo. Al contrario: me alegraría. Creo que ella lo necesita. Fue ella quien me
lo pidió, le mentí. ¿A la misma hora? A la hora que usted pueda. Nosotros estamos todo el
día. A esta hora entonces. Perfecto. Por ahí me encuentra durmiendo, pero lo recibe
Violeta. Listo. Hasta mañana. Hasta mañana. Y gracias, eh. No tiene por qué.
Salí.
El cielo se había cargado de nubes. Se nota que mañana llega el verano, pensé. Y
me subí al auto. Cinco menos cuarto. Me sobraba el tiempo. Claro, no había calculado que
me volvería a costar tanto abrir la tranquera. Paisano de mierda, ¿para qué me la habría
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cerrado? No me podía demorar. Hace unos días, con las viejas, cubrí mi cuota de hostilidad
para todo el año. Y ellas no aceptan excusas. Les podés decir que se te murió un hermano
que igual te van a hinchar las pelotas. Y yo no estaba dispuesto a escuchar reproches.
Mucho menos de parte de ellas. Cuestión que, no sé cómo hice, pero cinco menos cinco
estaba sentado en la vereda de la parroquia. ¡Qué puntualidad!, destacó una. Así da gusto,
deslizó otra.
Yo sonreía, aunque, por dentro, me acordaba de todos y cada uno de sus familiares.
– IX –
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Martes 26 de agosto de 1987
Me soñó vestido de blanco, sentado en un enorme trono, con dos columnas detrás y
clemencia. Pero su voz se perdía entre la de los demás penitentes y eso la desesperaba. De
repente, yo me levantaba y les pedía silencio. Ellos obedecían. Entonces les decía que
estuvieran en paz, que se quedaran tranquilos, porque los iba a perdonar. Y emitían un
prolongado suspiro. Sin embargo, en la escena siguiente (se sabe que los sueños no tienen
había convertido en un filoso tridente y dos cuernos habían emergido de mi frente. Pero
seguía siendo usted, padre, se preocupó por aclararme. Era su cara. La cosa es que los
llamaba. Les exigía que fueran a mi encuentro. Ellos se resistían. Me decían que no. Y yo
me enfurecía. Los pinchaba. Les garantizaba beneficios si venían conmigo. Y justo ahí la
despertó la nena para ponerle la chata. Fue horrible, me dijo. Me ahogaba con mi propio
llanto y no le podía explicar lo que pasaba. Y ella se preocupó. Sufría. Sufría por mí,
diablo. No hay que ser un genio para interpretar ese sueño: al principio me identificaba con
Dios, pero ahora me identifica con el diablo. Desagradecida. Con todo lo que hago por ella.
Padre, ¿usted qué opina del sueño?, arremetió. Ni que me lo hiciera a propósito. Ni que se
enroscadísimo. Basura. Desgraciada. Yo vengo todos los días, llueva o truene, me aguanto
el sermoncito de Violeta pidiendomé que no haga ruido (cada tarde lo mismo) y ella me lo
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paga de esa manera. No tiene derecho. Y se lo tenía que hacer pagar. No había opción: se lo
tenía que hacer pagar. Así que, decidido, me levanté y me volví a acercar a su cama.
trataba de una noticia vieja (databa, más o menos, de la fecha en que la conocí), que, a
pesar de que Lisandro me había rogado que le ocultara, me venía como anillo al dedo. Fue
una de las tantas cosas que preferí callarme durante aquella primera visita. Y de las que
después me olvidé. Está internada, le conté. Pero… ¿qué le pasó? Se cayó arriba de las
hornallas. El dato la desorientó. Se levantó temprano y las prendió para calentar la cocina,
le expliqué. Y, cuando fue a poner el agua para el mate, se desplomó encima de las cuatro
llamas. Había una fuga. Y, como el marido se estaba bañando, tardó en encontrarla. Tardó
una eternidad. Hacía rato que no tocábamos el tema del gas. Por lo menos cinco meses. Me
había aburrido. Sin embargo, ahora, volvía con gloria, hacía un regreso triunfal. ¿Y cómo
organizaron cadenas de oración, aunque no creo que sirvan de nada: los médicos dijeron
que hay muy pocas posibilidades de que sobreviva. Poquísimas. Y un pesado silencio se
interpuso entre nosotros. ¿Eran amigas?, me interesé. Ella asintió con la cabeza. Otra no
nos quedaba, me dijo. Éramos las únicas mujeres en varios kilómetros a la redonda. A ella
la asustaban las lechuzas. La tiraba el marido nomás. Lo único. ¿Y Violeta sabe?, indagó
mantener al tanto de lo que pase? Accedí. Aunque…, en mi estado… ¿de qué serviría? De
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Tarea cumplida, pensé en ese momento. Y emprendí la retirada.
Ya estamos a mano.
–X–
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La aparición de los diarios del padre Levín constituyó una verdadera revelación
para mí.
Me fueron cedidos por un diácono que lo asistió en sus últimos días, cuyo nombre,
por obvias razones, no será mencionado. Me limitaré a señalar que fue él mismo quien me
Tábano”.
—Quizá no le sirvan de nada —me adelantó por teléfono—. Pero igual me gustaría
Y, sin dudarlo, me subí a un micro rumbo a Neuquén, donde el cura había sido
despreciaba con todas mis fuerzas. Él me contó esta historia solo para torturarme, como,
años atrás, había torturado a esa pobre mujer. Y lo peor era que no manifestaba ningún
callaba nunca. Ese tipo sacó lo peor de mí —me confesó tras unos instantes de silencio—.
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Y, aunque dudo de que esto le sea de alguna utilidad, me sentí en la obligación de
Efectivamente, a primera vista, esos diarios parecían una simple anécdota. Sobre
todo porque, al momento de la masacre, Levín llevaba ya tres meses lejos de Tábano. Sin
embargo, todavía faltaba que apareciera otro documento clave (esta vez, una serie de
cartas), que, no solo los resignificaría, sino que, además, demostraría su vínculo con el
suceso que desencadenó el suicidio. Un hecho que, hasta ahora, permanecía en las sombras.
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– XI –
Yo intenté disuadirla, lo intenté de todas las formas que se me ocurrieron (le dije
que los sacramentos son un mero formalismo, una cosa sin importancia, casi ornamental),
pero no hubo caso. No hubo manera de convencerla. Así que tuve que ceder. Le prometí
que voy a hablar con la catequista para que la nena se integre al grupo y que, en uno o dos
meses, va a estar lista para recibirlo. La ceremonia va a ser en la casa. Sin padrinos ni nada.
Vamos a montar un simulacro solo para que ella se conforme. Y punto. Yo no quiero que
mi hija tarde en acercarse a Dios, padre, me dijo. No quiero que cometa el mismo error que
chiquita. Para que no se sienta tan relegada, me dijo. Y a mí no me quedó otra que aceptar.
Me habló bajito y sin dirigirme la mirada. Con la cabeza gacha. Se nota que todavía sigue
miércoles. ¿Usted se las arreglará sin ellas? Sí, sí, me contestó. Aparte, les va a venir bien
despejarse un poco. ¡Qué hipócrita! Si le preocuparan tanto, por lo menos las mandaría a la
un atenuante. Lo único que espero es que las hijas, cuando sean grandes, se lo hagan pagar.
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Que lo metan en un geriátrico y que se olviden de él. O que lo encierren en algún lado y lo
mantengan cautivo. Es lo mínimo que se merece, por la infancia que les está haciendo
Otra que se lo merece es la vieja. La abuela. Estuvo hace un par de días. ¿Cómo le
va, padre?, me recibió cuando entré a la habitación de Margarita. Mi primer impulso fue
retroceder. ¿Quién era esa mujer que ocupaba mi lugar y mi tiempo? Si ella me había
confesado que no tenía más amigas que la chica que se murió. ¿No me reconoce? La verdad
que no, le contesté. Y se presentó. No lo podía creer. Volvió cambiada la muy ladina: se ha
teñido el pelo de rubio y se ha hecho la permanente. Payasa. Tiene sesenta y un años y anda
pintada como una puerta. Y la hija agonizando. Mire lo que me trajo, padre, saltó Margarita
treinta centímetros. ¿Le gusta? Yo la examiné con desgano, me limité a asentir con un
la nena a buscar una repisita y unos clavos. Muy bien, les dije. Yo me voy. ¿Ya?, se
sorprendió Margarita. Sí, le contesté. Veo que estás en buena compañía. No te quiero
molestar. No me molesta, dijo con un hilo de voz. Espere, padre, me detuvo la vieja.
Necesito hablar un minutito con usted. Y salimos. Le quiero aclarar algo, me increpó en el
pasillo, tal como lo había hecho cinco años atrás. Si yo no me quedo al lado de ella es
porque no soporto al marido, empezó. ¿Qué más quisiera yo que estar con mi hija? Pero él
No puedo. Me daría rabia verlo caminando mientras mi hija está postrada en una cama.
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Ahora vine porque me avisaron que se iba. Pero esta misma noche me vuelvo a subir a un
Entiendo que los dos están cortados por la misma tijera, sentí deseos de gritarle. Entiendo
que los dos son unos egoístas que en lo único que piensan es en su propia comodidad. Que
ninguno de los dos piensa en el bienestar de esas pobres nenas. Entiendo, le repetí. Y me
gracias a la virgen que le regaló, se me ocurrió una idea brillante. Una idea que, si las cosas
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– XII –
imaginé. Era cantado. ¿Qué se las daba de servicial? Si nunca, a pesar de mis reclamos, se
tomó la molestia de arreglarla. ¿Con qué me saldrá?, no pude evitar preguntarme mientras
directamente, ni bien se subió al auto: ¿usted conoce a María Rosa Santos? Claro que la
conozco. ¿Cómo no la voy a conocer? Hace meses que todos me hablan sobre ella: el
ferretero, las enfermeras, las viejas de la parroquia, etc., etc., etc. Parecen complotados.
sangre al ojo. De cualquier forma, preferí mentirle. Necesitaba saber con qué información
introducción. Pero tampoco se la podía hacer tan fácil. Tampoco se la podía servir en
acá, pero los padres le alquilan una quinta al costado de la ruta para que se los transmita a
sus fieles. ¿Y qué clase de mensajes son esos? No le daba respiro: apenas terminaba, yo le
lanzaba el siguiente dardo. Quería que pisara el palito. Buscaba adivinar sus intenciones.
Mensajes de sanación, me dijo. Ahí la pifió. Había entendido mal. Según el resto, esta chica
transmite mensajes de paz. Dice que el mundo está demasiado abatido, revuelto, y que, por
ende, los cristianos debemos mantenernos unidos, en comunidad. Y que debemos reafirmar
nuestra fe. Una reverenda gansada. ¿Cómo se pueden tragar que la Virgen diga semejante
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sandez? Mañana algún croto les inventa que es Dios y ellos se van a arrodillar a besarle los
pies. ¿Cómo se puede ser tan ignorante? Con razón no progresan, están estancados, a punto
de que los borren del mapa. Mensajes de sanación, murmuré, serio, aunque, por dentro, me
reía a carcajadas. Por suerte la de Rodríguez ya había disipado todas mis dudas al respecto.
Me había contado que ella iba, pero muy al principio, porque después la chica había
empezado con cosas raras, que no le terminaban de cerrar. Que le hacían ruido. ¿Como
qué?, había indagado yo. Como que María se posesiona de su cuerpo, me había dicho.
desconcerté. ¿Por qué lo hará entonces, con qué objetivo? También me contó que predica
desde un escenario. Y que la gente se acerca a pedirle consejo, o a que los toque, para
bendecirlos. Que viene gente de todos lados. Y que incluso acampan. Que montan guardia
por miedo a quedarse afuera. ¿Y eso qué tiene que ver con vos?, le formulé a Lisandro.
Bueno…, titubeó él, es que yo había pensado que…, en su estado…, quizá podría llevar a
quedó callado, mudo, consciente de que acababa de meter la pata. ¡Contestá, carajo! En
serio, me dijo, con un hilo de voz. Yo traté de contenerme, juro que traté, pero me resultó
imposible. Decime una cosa, arremetí: ¿vos sabés el esfuerzo que yo hago para venir acá?
¿Vos te das una idea del sacrificio que esto implica para mí? Silencio. Va a ser mejor que
no vuelva, le dije. No, padre, se precipitó. Fue nada más que una idea. Disculpemé. Es
que… hace tanto que… ¿Y vos te creíste que iba a ser fácil? ¿O acaso no sabés que tu
mujer no es una persona fácil? ¿Vos te creíste que iba a ser de un día para el otro? Ella va a
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Llega tarde, me recibió Margarita. ¿Perdón?, me adelanté yo. No estaba dispuesto a
escuchar otro reproche. Mucho menos de parte de ella. Son casi las tres y media, me dijo.
Y… usted es tan puntual que… Seguí, la alenté. Nada. ¡Seguí! Que pensé que le había
pasado algo. Ya ves que no, le dije. Ya ves que estoy acá, con vos, como todas las tardes. Y
empecé.
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– XIII –
haber una señal que te va a indicar si hiciste las cosas bien. O no. ¿Y si las hice mal,
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– XIV –
trimestre de 1989 y llegaron a su límite el lunes 1 de enero de 1990, cuando, tras anunciarle
a sus fieles que el fin estaba cerca (la concesión definitiva del frigorífico a una empresa
privada era una prueba irrefutable: representaba la completa corrupción del pueblo, y, por
extensión, la del mundo entero), los convenció de que, ante una nueva señal (ante una
señal física, concreta, audible, visible o palpable), deberían alcanzar el estado de gracia,
o sea, quitarse la vida para entrar al Reino de los Cielos. Solo ellos lo harían, los elegidos,
los que habían permanecido a su lado, ignorando las injustas acusaciones que recaían sobre
el grupo. Porque, a pesar de que en algún momento el suyo había sido un movimiento
multitudinario, en los últimos meses, las combis provenientes tanto de los alrededores como
de las provincias lejanas habían dejado de llegar. Los únicos que continuaban asistiendo a
la entrega) eran los vecinos de Tábano, a los que extorsionaba con el argumento de que, al
Adrián Levín presentía que la muerte de su víctima era inminente, todas las tardes,
antes de perderse por ese extenso pasillo, se aseguraba de que la pintura que llevaba en la
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jeringa no se hubiera endurecido. Acto seguido, hundía la mano en el picaporte y empezaba
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– XV –
inentendibles.
terminó.
Lo sé. Lo presiento.
da lástima. Aunque, por otro lado, reconozco que es la menos perjudicada. La menos
Ya está el escenario montado. Solo falta que Margarita represente el acto final. Solo
falta que, en su último rapto de lucidez, levante la cabeza y vea a la virgen llorando sangre.
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Solo falta que comprenda que Dios no la perdonó. Que, a pesar de su esfuerzo, la destinó al
Ensangrentar a esa virgen fue más complicado de lo que creía. Aunque ya había
Encima ella que no se dormía. Que daba vueltas. Y la nena que iba y venía, jodiendo,
hinchando las pelotas. Hasta que lo conseguí. Me quedó perfecta. Dos manchones de un
Juro que pagaría por estar presente cuando la descubra. Pero implicaría un riesgo
Murió.
Por fin.
No me falló.
37
– XVI –
dice. Es… como si hablara en otro idioma, piensa Violeta. Como… si estuviera poseída. De
repente, los ojos de su madre, que no han dejado de moverse en toda la tarde, que han
pared de enfrente. Y se le llenan de lágrimas. Violeta mira. No. No puede ser. La virgen.
Esa virgen que le regaló su abuela y que, hasta hace una semana, permaneció guardada en
un cajón (el viernes pasado, el cura trajo una repisa y la colocó ahí), esa virgen de yeso,
minúscula, sin ninguna gracia y fabricada vaya uno a saber dónde, tiene la cara manchada
de rojo.
quiere ir, en silencio, y con los ojos cerrados, Margarita exhala por última vez. Entonces la
nena la cubre con una sábana y se levanta a esconder la imagen. Va a ser mejor que su
padre no la vea. Definitivamente, va a ser lo mejor, piensa. E, incrédula, la toca. Está seca.
consultar con Porfiria. Si va. Pero todavía falta para eso. Por lo pronto, les transmitirá la
noticia a los demás. A Nefer ni siquiera le va a importar. Y la intriga muchísimo saber cuál
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Mientras desanda el pasillo, a Violeta la invaden sensaciones contradictorias. Por un
lado, siente un inmenso alivio. Sin embargo, por el otro, una gran incertidumbre. Su rutina,
de lunes a lunes, se organizaba en torno a su madre. ¿Y ahora qué? ¿Qué será de ella?
frente a sus ojos. Violeta acaba de cumplir doce años, tiene toda la vida por delante (o, al
menos, eso supone), pero, al mismo tiempo, no sabe qué hacer con ella.
Llega.
39
– XVII –
Y ni siquiera había terminal. Uno se tenía que ir hasta la ciudad cabecera o esperar
en la ruta. Me acuerdo clarito. ¿En serio no me creés que no le avisé a nadie que viajaba?
No hacía falta. La única persona que me importaba ya no existía. Se había muerto. La había
enterrado un par de horas atrás. Bueno, la cuestión es que el micro llevaba veinte minutos
de retraso, o sea que empezábamos mal. Mejor dicho: terminábamos mal. No podíamos
terminar de otra manera. ¿Y querés que te diga otra cosa, pibe? La verdad es que me
compadezco del pobre colega al que hayan mandado allá. Debe sufrir como un condenado.
tienen. O tenían. Porque quizás ya desaparecieron. Ni una puta garita para refugiarse de la
lluvia. Decí que, cuando empezó granizar, yo ya estaba arriba del micro, si no, todavía los
seguiría puteando. Había elegido uno de los últimos lugares, del lado de la ventanilla, y
distinguía el cartel de la quinta de la loca. “Santa Madre” le había puesto la muy cínica. ¿En
qué andará ahora?, me acuerdo que pensé. Y, en el acto, se me vino a la memoria la tarde
que la saqué cagando de la parroquia. Vine a pedirle autorización, padre, me dijo apenas
pegué un grito que le voló el flequillo. Porfiria escuchaba atrás de la puerta, impotente, sin
animarse a entrar. Se conformó con consolarla a la salida. Y con llamarle un remis. Esa
tarde sí que se salvó de que la echara. Se salvó raspando. Fue la vez que más cerca estuve.
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Porque ella le concertó la reunión. ¿O acaso se creería que no me di cuenta? Si a mí ya me
habían puesto al tanto que iba a lo de María Rosa. Idiota. Se preocupaba por ocultarlo.
me importaba. ¿Entendés? Y no sabés lo que lamento no haber podido encontrar otra como
ella. Era única. Inimitable. ¿Qué? No te escuché. Ah, las viejas decís vos. Todavía se me
dibuja una sonrisa al imaginarme su reacción ante mi partida. Me deben haber insultado de
hipótesis descabelladas. A falta de un Club Social, me hinchaban las pelotas a mí. ¿En qué
cabeza cabe? Cuántos años, carajo. Cada vez que me pongo a analizar el tiempo que perdí
en ese pueblo de mierda, me entran ganas de rajarme un tiro. ¿Cómo? ¿Y qué más querés
que te diga? Vos no te conformás con nada, pibe. Sos insaciable. Es la décima vez que te
cuento lo mismo. ¿Qué querés, que invente? Lo único que se me ocurre agregar es que,
cuando el micro frenó en la rotonda, a la espera de que pasara un camión, atiné a sacar un
espejito del bolso, lo apoyé contra la ventanilla y, no sin asco, miré lo que dejaba atrás.
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Segunda parte
¿HAY ESPERANZA PARA LOS MUERTOS?
– XVIII –
42
Tábano, miércoles 27 de diciembre de 1989
Querida Susana:
Te juro que me sigo felicitando por haberme acercado a esa nena.
Por haber logrado romper la barrera que me imponía y haberme ganado su confianza.
Gracias a ella tengo una misión en la vida. Y, al mismo tiempo, gracias a dicha misión, voy
a poder redimirme. Yo sé que a vos te molesta que te hable del tema, yo sé que te irrita,
pero entendé que para mí representa una carga muy grande. Una mochila demasiado
pesada. Todavía me torturo por lo que le hicimos a la tía. No me entra en la cabeza haber
sido capaz de tamaña salvajada. ¿Y todo para qué? Para nada. Porque a la casa, culpa de ese
frigorífico mugriento, la tuvimos que vender por chirolas. El precio se devaluó tanto que ni
siquiera cubrió nuestras expectativas. Que ni siquiera justificó el sacrificio y el esfuerzo que
le dedicamos. Ni nuestra saña (en especial la mía) contra la pobre vieja. Esa fue la primera
señal de que íbamos a recibir un castigo. Yo la interpreté al vuelo. Fue la primera señal de
que no la íbamos a sacar barata. De que íbamos a pagar por nuestro pecado.
Te confieso que no hay día en que no intente convencerme de que fue otra la que obró
forma parte de mi condena. Lo tengo claro. Aunque, como contrapartida, Dios tuvo la
generosidad de cruzarme a Violeta (al igual que, cinco años atrás, cuando planeaba tirarme
a las vías, me cruzó a María Rosa), para que la ayude. Y, en definitiva, para que nos
salvemos las dos. El Señor me está poniendo a prueba, Susana. Me está dando una
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Te repito: yo sé que a vos no te gusta que te hable sobre el tema, y te entiendo, pero,
en esta época, a mí me resulta inevitable acordarme de las fiestas que padecí acá, sola. Más
que en ningún otro momento del año, vuelven a mi memoria el llanto, los gritos y los
mente. Pero me persiguen. Lo concreto es que me persiguen. Por eso me resisto a dormir en
casa. Si por mí fuera, me iría definitivamente a la quinta. Me instalaría ahí, con los demás
compañeros que ya tomaron la decisión. Pero la nena, a raíz de la madre que le tocó en
suerte, a raíz de las pavadas que esa mujer le decía, es renuente a todo lo que tenga que ver
la siesta es sagrada, ¿quién me podía buscar a las dos de la tarde, quién podía cometer
semejante “herejía”? Era ella, demacrada, bañada en lágrimas. “Viole”, la recibí, “¿qué
pasó?” Y se me abalanzó con los brazos abiertos. Al principio me asusté, pero enseguida
tu desprecio por Margarita. Ese monstruo dañó tanto a las hijas que se debe estar pudriendo
en el infierno. No me cabe la menor duda de que Satanás la debe estar obligando a sufrir el
3
El resto de la carta no pudo localizarse.
44
– XIX –
45
El agua. Durante seis años, durante los seis años que duró la agonía de su madre
(mejor dicho: de lo que quedaba de ella, de aquel despojo que le demandaba atención
borraban. Aunque procedía con apuro, porque su presencia en la casa era indispensable (era
vital), disfrutaba de cada gota que caía sobre su cuerpo. Ahora está parada de espaldas, con
la cabeza flexionada y el pelo corrido hacia los costados. El agua le golpea la nuca. Eso la
la vista. Entonces voltea y extiende sus manos en dirección a los grifos. Sin embargo, antes
ninguna obligación, lo puede hacer. Se puede dar ese lujo. Empieza por la cara. Se frota con
fuerza y enfrenta a la lluvia. Las burbujas se escurren por la rejilla, despacio, muy
despacito. Sigue por el pecho. Hasta hace menos un mes, su pecho era tan chato, tan plano,
que le cuesta reconocer como propias a esas dos enormes pelotas que le brotaron de él. Y
todavía no las tenía, creyó que la iban a incomodar. Y mucho. Pero no. Al contrario: le
panza, donde, desde el mediodía, siente un ligero cosquilleo. Un cosquilleo que aumenta de
fuerza. No. No son ganas de hacer pis. Ni de hacer caca. Vuelve a la ducha. Se enjabona las
cuando está a punto de devolver el jabón a su lugar, descubre que se ha teñido de rojo.
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Sangre…, murmura. Sangre. Se mira las manos. Sangre. Se mira las piernas. Sangre. Mira
el suelo. Sangre. Mira la rejilla. Sangre. Sangre que sale de… Imposible. Se asusta. Cierra
los grifos, temblando, y corre a limpiarse con papel higiénico. Empecinada, la sangre no se
detiene. La toalla de mano le grita desde el soporte. Violeta la agarra, la hunde entre sus
piernas y se envuelve en la grande. Se seca. Seca el baño. Borra las huellas de sangre, una a
una, y sale. Se viste rápido, con las mismas prendas que, media hora atrás, destinó al
también. Busca las llaves de la camioneta vieja. La que usan adentro del campo. Camina
hasta el galpón. Cubre el asiento con la toalla grande y se trepa. Siente la humedad entre
morir desangrada arriba de la camioneta. Suda. Es una suerte que sepa manejar. Aprendió
sola. A través de la observación. Cada domingo, cuando salían a dar una vuelta, iba
medida que lo iba hundiendo, soltaba el primero. Mucho más tarde se percató de que el
movimiento de los pies iba acompañado por el de las manos. Una sobre el volante y la otra
sobre la palanca de cambios. Tan concentrada iba en el mecanismo de los pedales que
nunca había levantado los ojos. Hasta que, un domingo, de casualidad, lo hizo. Y entendió
que los mecanismos se complementan. Y, una vez que los integró, una vez que su mente los
asimiló, se decidió a probar. Aprovechó una tarde en que su padre se había ido con Nefer y
en que Margarita dormía la siesta. Puso en marcha la camioneta (no le costó nada) y
arrancó. Le bastó con recorrer los alrededores. Unas pocas cuadras le bastaron para
comprobar que había aprendido. Y se alegró. Se puso contenta. También es una suerte que
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Porfiria, a la salida de la última clase del catecismo, antes de que “se bautizaran” (ella tenía
una idea muy distinta acerca de lo que era el bautismo, pero cómo iba a cuestionar al cura),
—Por cualquier cosita —le dijo—. Lo que necesites. Yo siempre voy a estar para
ayudarte. Siempre.
Como un tábano. Desde el primer día que la había perseguido. Para sacarle información,
claro. De chusma nomás. Se hacía la disimulada pero le salía mal. Era demasiado obvia.
opción. Acaba de cruzar las vías. Todavía le faltan diez cuadras. Pero el olor a podrido ya
se hace notar. Desde el campo también se siente. Sobre todo a la mañana, bien temprano, o
a la nochecita, cerca de las nueve. Violeta desconoce el motivo. Supone que a esa hora
desagotarán. O que les tirarán algún líquido a los desperdicios. O que los removerán. Es un
olor intenso, penetrante, que emana de las cuatro cunetas que bordean la cuadra en la que se
levanta el edificio. Cuatro cunetas inundadas de sangre. Porfiria vive a doscientos metros,
en un departamentito (pieza, cocina y baño) que alquila por unos pocos pesos.
—No me pueden cobrar más —le comentó en alguna oportunidad—. Por el olor.
Y por las moscas, agrega ella mientras cierra las ventanillas para que no se le metan
cartel. “20 años de compromiso”. Y cinco clausurado, debería agregar. Tres empleados
ahogados en sangre y cinco años de clausura. Violeta reduce la velocidad. La sorprende que
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haya nenes jugando adentro, entre la mugre, entre los desperdicios. ¿Vivirán ahí? Capaz
que el padre es el encargado y trabaja por sueldo y techo, baraja. Igual que el mío. Sigue de
largo. Casi sin mirar, se aleja. Apenas cien metros la separan de su destino. Pisa el
acelerador. El sonido de las ruedas estalla en la tarde silenciosa. Levanta polvo. No anda un
alma por la calle. Mejor, se consuela. Llega. Estaciona a la sombra de un árbol, arranca las
llaves y se baja. Avanza con las piernas abiertas. Le arde. El trayecto hasta la puerta se le
torna interminable. La toalla de mano le pesa sobre el pantalón. Le duele la panza, señal,
supone, de que va a volver a sangrar. La tierra se le mete entre los dedos de los pies. La
corrido un riesgo inútil? Se acuerda que Porfiria le contó que, muchas tardes, el cura la
obligaba a quedarse durante la hora de la siesta. Para adelantar trabajo, se justificaba. Y que
—Por ejemplo, el día que conoció a tu mamá —le había dicho—, yo atendí el
teléfono.
Pero ahora hay un cura nuevo. ¿Cómo será? Vuelve a tocar. Insiste. ¿Por qué se
habrá ido Levín? ¿Por qué no le habrá avisado a nadie que se iba? Nada. Se desespera. ¿Y
si no está? Suda. La ropa se le pega al cuerpo. ¿Qué va a hacer? La temperatura ronda los
treinta y ocho grados. Los rayos del sol se incrustan en su cabeza. Tiene miedo. Pánico.
¿Cuánto tiempo podrá sobrevivir sin sangre? Dentro de unos minutos perderá la poca que le
queda. Está segura. Se pisa los talones, ansiosa, nerviosa. Y, de repente, escucha el chirriar
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—Viole —la recibe—, ¿qué pasó?
Y ella se le abalanza con los brazos abiertos. La abraza fuerte. Entonces la otra,
tomando las riendas de la situación, la hace entrar. No hace falta que la nena le diga nada.
Sobran las palabras. Porfiria entiende, de inmediato, lo que la arrastró hasta su casa.
– XX –
50
Después del papelón que me acabo de mandar, la próxima que me la cruce, o que la
¿Por qué mamá no me lo habrá dicho? ¿Por qué no me lo habrá explicado? Ahora
entiendo el motivo por el cual, algunos días al mes, no me dejaba higienizarla. Me pedía el
ahora lo entiendo. Y espero que, en algún lado, esté pagando todo el mal que nos hizo. Es
¿Ya se habrán despertado? No creo. Se acostaron tarde. Le van a pegar derecho. Por
lo menos hasta las cinco. Me sobra el tiempo. Por suerte no manché el asiento. Igual, la
la virgen. En sus lágrimas. ¿Estarían relacionadas? ¿Por qué habríamos sangrado las dos?
Y, de no haber sido por el apuro con el que salí, la habría llevado. Se la habría mostrado.
Pero ya va a haber tiempo para eso. Nuestro próximo encuentro va a ser para mostrarle la
imagen. Y que ella me dé su opinión. Estoy decidida. Al principio tenía mis dudas, pero,
lo escuché decirle a mamá que Porfiria le había metido a María Rosa en la parroquia. Que
se la había metido de prepo. Pero que por suerte él había reaccionado a tiempo y la había
sacado cagando. Con esas mismas palabras se lo dijo. La saqué cagando. Eso sí: le voy a
exigir discreción. Aunque le resulte difícil, esa va a ser la condición que le voy a poner. Yo
51
Entro.
Guardo la camioneta.
Pensar que salí creyendo que no iba a volver, que me iba a morir, y acá estoy. Sana
y salva.
Todavía duermen.
Urgente.
– XXI –
52
Te escribo medio a las apuradas porque si no despacho esta carta
mañana mismo voy a tener que esperar hasta el lunes. Y no me siento capaz de poder
resistir un fin de semana entero con semejante opresión en el pecho. Desde ya, te pido
perdón por la letra. Es que me tiembla el pulso como nunca me tembló en mi vida.
Hoy volvió, Susana. Se fue hace quince minutos. Y yo me tuve que tomar un
tranquilizante para bajar un poco las revoluciones. Llegó con una crisis peor que la del otro
día. Porque se trata de algo mucho más grave. Algo a lo que yo, por el momento, no le veo
¿Te acordás que yo te dije que me había ido del velatorio de la madre con la
sensación de que se había quedado con ganas de contarme algo? Bueno, tenía razón. Había
algo que no se animaba a decirme. Hasta que explotó. Hasta que, anoche, pasó algo que la
hizo explotar.
continuo deambular de pasos en la habitación contigua. Sí, tal como lo estás leyendo.
¿Cómo puede ser?, se preguntaba. Si en esa casa no viven más que ella, la hermana y el
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alertar a eso (lo que fuera) de que iba camino a su encuentro. Y, cuando llegó, sin dudarlo,
hundió la mano en el picaporte. Y, para su sorpresa, del otro lado no había nada. Ni una
persona, ni un fantasma, ni algún animal. Nada. Así que, aliviada, echó una última mirada y
resolvió irse. Pero, justo cuando estaba cerrando la puerta, con los ojos todavía clavados en
el interior, se coló una ráfaga de viento que agitó la cortina de la ducha. Y entonces pudo
distinguir, claramente, dos pies en la bañadera. Pies humanos, ¿entendés? Pies embarrados.
Como… si se hubieran escapado del cementerio (viste que a los muertos, antes de
enterrarlos, les roban los zapatos) y hubieran errado hasta ahí. Imaginate la velocidad con la
que volvió a la cama. Y, una vez que estuvo acostada, los pasos reanudaron su marcha,
Calculá su nivel de angustia que recorrió tantas cuadras a pata. Y lo peor es que a mí no se
me ocurría qué decirle. ¿Cómo se reacciona ante un caso de esa naturaleza? Te juro que, si
no me hubiera hablado en el tono en el que habló, habría pensado que me tomaba el pelo.
Yo sé que a vos no te simpatizan demasiado este tipo de cosas, Susana, pero entendé
que sos la única persona a la que se lo puedo confiar. Violeta me mataría si se lo dijera
alguien del grupo. Me lo dejó bien en claro. “Te exijo discreción”, me dijo. Con esas
mismas palabras. Fue categórica. Y, por primera vez en mucho tiempo, siento que estoy en
un callejón sin salida. Y vos sos la única persona que me puede sacar. Vos allá contás con
los medios. Con los recursos. Andá a alguna biblioteca, comprate alguna revista, qué sé yo.
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Pero salvame. Necesito tu ayuda. Esa nena dependerá de mí, pero yo, en este momento,
Por último, no quiero cerrar esta carta sin desearte que empieces el año de la mejor
manera. Yo planeaba viajar, pero, ante tantos inconvenientes, no pude. Espero que 1990 sea
mejor que 1989, Susana. Lo deseo profundamente. Aunque, el otro día, cuando le fui a
jugar un número a la quiniela al cura, vi algo que me dejó bastante inquieta. Mientras hacía
A propósito: ¿te has detenido a pensar en que, por lo menos una vez al día,
Porfiria.
– XXII –
Se esconde detrás de un árbol para que no la vean. Aunque se los nota tan
Los espía.
Charlan.
55
Y, de repente, él la estruja.
La aprieta.
La besa.
La besa.
¿Quién será ella? ¿De dónde la habrá sacado? Margarita se murió la semana
Sonríe.
Ella le habla al oído. Parece mayor que él. Debe tener cuarenta y cinco años.
Mínimo. Pero se viste como una pendeja. Igual que la abuela. Violeta odia a las
mujeres así. Se las dan de lindas y quedan como unas payasas. Pero se nota que a él le
gusta.
Ahora, sin soltarla, Lisandro mirá su reloj, la besa nuevamente (la besa
durante un rato largo) y se sube a la camioneta. Deben ser las diez. Ella le agita las
manos desde la vereda. Él arranca. Levanta tanto polvo que, por unos instantes, la
Sale de su escondite.
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Le queda un largo trayecto por delante.
– XXIII –
Yo puedo aceptar que te involucres con esa gente. Puedo aceptar que sigas a una
pendeja que dice que recibe mensajes de la virgen, porque, según lo que me contás, no solo
te hace bien sino que, además (y esto era lo que a mí me quitaba el sueño), no te sacan un
4
Ni la firma ni el encabezado figuran en el original. La fecha y el lugar de emisión fueron repuestos a
57
peso. Puedo aceptar, aparte, que asumas el rol de madre con estas nenas. Después de todo
lo que sufrieron, nadie te lo podría reprochar. Pero que te creas cada una de las cosas que te
Violeta tiene un déficil de atención muy grande, Porfiria. No hace falta ser
psicólogo para darse cuenta. En un instante pasó de ser la preferida de la casa a oficiar de
sirvienta. Durante años, para lo único que la necesitaron fue para que le pusiera la chata a
una enferma, para que la atendiera. Y ahora que encontró a alguien que la escucha, que la
acompaña, que le ofrece ayuda (o sea, vos), es obvio que se está aprovechando.
Sos una persona grande, ¿cómo te pueden hacer tragar un cuento de aparecidos? Esa
fue la gota que rebalsó el vaso. En serio te digo que me tenés preocupada. Yo entiendo que,
al haber sido tan sobreprotegida, al haber vivido siempre bajo mi ala, seas un poco ingenua,
Te repito: hay que ponerle un límite a esta situación. Un corte. Vos no podés
secundar a esta chiquitita en todas las pavadas que se le ocurra inventar. No puede ser que
te convenza con tanta facilidad. ¿Acaso perdiste el juicio? Volvé a tu eje, Porfiria, te lo
digo de verdad. Caso contrario, no me va a quedar otra salida que consultarlo con un
calmate. Pensá en lo que estás haciendo. Recapacitá. Andá a esas reuniones, divertite,
disfrutá, pero no te metás en quilombos. Porque las consecuencias pueden ser graves.
tomalo como una amenaza si querés. Te voy a estar vigilando de cerca. Muy de cerca.
Susana.
58
– XXIV –
¿De dónde me dijo que venía? Ah, Tábano, sí, por supuesto, conozco. Un lugar
45. Es increíble que, a pesar de los años que pasaron, todavía no hayan solucionado ese
problema, qué quiere que le diga. Caen dos gotitas y ya se quedan aislados del mundo.
Pero, bueno, usted no ha venido a hablar de obra pública. ¿Por qué no me cuenta el motivo
de su viaje? La escucho. Entiendo. Una historia complicada. Difícil. Sí, sí, adelante,
adelante. Un espíritu, digaló con todas las letras. No tiene de qué avergonzarse. Un espíritu.
Bueno, le explico. Básicamente, nosotros distinguimos dos grandes grupos: los que han
logrado ascender y los que no. Los segundos, aunque le parezca mentira, son los más
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numerosos. Se cruzan con nosotros de manera permanente. Sin embargo, en muy pocas
oportunidades nos percatamos de su presencia. Bien, dentro de ese grupo, a su vez, hay
otros dos: los residuales y los conscientes. La terminología varía de un manual a otro
(todavía no hay demasiado consenso al respecto), pero, en cualquier caso, apunta hacia lo
mismo. Los residuales son aquellos espíritus que no interactúan con los vivos. Aquellos que
permanecen en este plano pero que, al mismo tiempo, se muestran ajenos a él. Y también,
por suerte, son los más numerosos. ¿Nunca ha visto una de esas fotos en las que se los ha
logrado registrar? La mayoría son residuales. Pareciera que están ahí de pura casualidad,
que ignoran a los seres humanos, que no los afectan. Los consientes, en cambio, son los que
arrastran alguna antigua deuda que los mantiene atados a nuestro mundo. Y, por lo que
usted me dice, ese es el caso de la madre de estas nenas. ¿Pero cómo, a ustedes les quedaba
claramente. ¿Quién más podría ser? Disculpe, ¿se siente bien? Continúo. Estos espíritus son
destructivos, vengativos, dañinos, pero, para llevar adelante sus planes, necesitan de un
cuerpo. Y la posesión solo se produce en aquellos casos en que la persona se encuentra muy
debilitada. Así que lo primero que le puedo decir es que le aconseje a la mayor (que es a la
que persigue) que se mantenga fuerte. Los espíritus son como las enfermedades: si uno baja
las defensas, ellos se aprovechan. De ahí el porqué de los ruidos, los pasos, las apariciones.
Pretenden asustar para ganar terreno. El miedo es paralizante, lo deja a uno sin capacidad
de reacción, y eso es justamente lo que ellos necesitan. Es el único truco al que pueden
recurrir. Y, por lo que usted me dice, esta chiquita debe tener un temple de acero. Claro
que, después de todo lo que vivió, ya debe estar curtida. Pero nunca hay que confiarse.
Escúcheme bien: nunca hay que confiarse. Y déjeme decirle otra cosa: si logran ingresar al
cuerpo, estamos ante un verdadero problema, porque escapan a nuestro dominio. Nosotros
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los podemos manejar mientras permanezcan en lo que llamamos el bajo astral. Por eso es
una suerte que haya tomado las riendas de la situación y se haya decidido a consultarnos. A
hecho, usted podría participar de la sesión. No me mire con esa cara, que no le estoy
proponiendo nada raro. Una sesión espiritista es muy distinta a lo que gran parte de la gente
supone. No se imagine una película de terror ni nada por el estilo. Al contrario: se crea un
ambiente de paz, de serenidad, que es lo que hay que transmitirle a las almas errantes. Pero,
bueno, no le quiero robar más tiempo. Yo le prometo que, el miércoles, cuando sesionemos,
haremos lo posible por contactarla. Lo que le voy a pedir es un teléfono, así… Ah, ¿no
61
– XXV –
Violeta, Lisandro se los había terminado por confirmar, les había avisado que la
mujer se iba a ir a vivir con ellos . Y hasta les había mostrado una foto. Lidia se
—Van a ver lo bien que se van a llevar —les había adelantado, sonriente.
Y Nefer le había devuelto la sonrisa, pero Violeta se había mantenido seria, lo cual
era entendible. A ella no le gustaba la idea. Se caía de maduro. Violeta se resistía a verlo
con otra mujer que no fuera su madre. Ella había tenido la posibilidad de disfrutarlos
62
juntos, felices, y extrañaba los buenos tiempos. Por eso habría andado tan bajoneada los
últimos días. Tan esquiva. Y por eso también, al mediodía, después de que el padre les
comunicara la noticia, había empezado con los mareos. Para llamar la atención, suponía su
hermana. Para hacerse notar. Se había instalado en la habitación que pertenecía a Margarita,
porque ahí, según dijo, se iba a sentir más cómoda. Nefer la visitaba con bastante
frecuencia. Pero, cada vez que lo hacía, Violeta le clavaba una mirada fulminante. Tenía
algo raro en los ojos. Algo que la asustaba. Así que lo mejor sería dejarla descansar
tranquila.
Desde que se había levantado de la siesta, andaba con ganas de tomar mate y, por
suerte (porque no la dejan prender las hornallas), había quedado un poco de agua caliente
en la pava. Nefer abrió el tarro de yerba y, justo cuando se disponía a volcarla, el estruendo
Porfiria estaba apoyada contra la puerta que acababa de cerrar, ahogada, temblando.
A huir.
63
Op. cit., p. 216.
– XXVI –
Saludos,
Héctor.
64
– XXVII –
primero que hago es amagar a manotear el control. Pero lo único que encuentro son los
pliegues del cubrecama. A esta zona no llega el canal. La antena más próxima está a quince
cuadras, del otro lado de la vía, donde vivía antes. El gas tampoco. Compran tubos y
garrafas, que les salen carísimos y, encima, no les duran nada. Lo único que hay es luz. Y
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tienen clausurada porque han hecho nido las lechuzas y los búhos. Y las tejas del fondo
los mosquitos. Son una peste. Lisandro planeaba fumigar, pero le dijeron que no le
conviene, porque en una o dos semanas va a empezar a llover y se van a criar de vuelta. Lo
único que espero es que no crezca la laguna. Así sí que se nos va a complicar. Estos campos
son muy inundables y, si no arreglan pronto los caminos, nos vamos a quedar encerrados
hasta que pase el verano. Febrero es un mes bravo para las tormentas, pero este año, andá a
saber por qué, parece que se adelantaron. Igual, a pesar de que está nublado casi todos los
días, el calor no mengua. Yo me paso la tarde tirada abajo del ventilador. Las nenas se van
a meter al tanque, pero a mí no me gusta. Prefiero quedarme adentro, fresquita, que estar al
rayo del sol. Mantengo las ventanas cerradas y las abro recién a la nochecita, para que se
ventile la casa. Lo malo es que también se mete el olor a podrido del frigorífico y contra
temprano. Lisandro me pasó a buscar a las siete y media, cargamos las cosas, le encargué
las plantas a una vecina y salimos. Traje poco. Unas mudas y un par de chucherías nomás.
En la entrada nos esperaba la más chiquita. Nefer se llama. ¿Viste que nombre raro? El
padre lo eligió. No sé de dónde lo habrá sacado. Es divina. Tiene unos ojos azules, bien
saltones, que te dan ganas de comerla. Y el pelo marroncito y enrulado. Se había puesto el
mejor vestido que tenía (el mismo que usó para el velatorio de la madre) y andaba con una
sonrisa de oreja a oreja. Parecía un angelito. La otra nos esperaba adentro. Estaba
preparando una torta. “Es para vos”, me dijo cuando entré. Y me estampó un beso.
Lisandro me había dicho que por ahí le iba a costa aceptarme, pero, por suerte, se
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equivocaba. Es una nena retraída, callada, casi ni habla, pero vos no sabés la mano que
tiene para los quehaceres. En un minuto te acomoda todo. Claro, está tan acostumbrada que
le resulta una pavada. A mí, en cambio, me cuesta un trabajo bárbaro. Vos no te das una
idea de lo que es esta casa. Inmensa. Pero ella la mantiene como un palacio. Yo me limito a
lavar los platos y a barrer un poco. No me quiero meter en su terreno. No la quiero invadir.
Empezamos tan bien que me daría lástima arruinarlo. Y, de yapa, descanso. Así que no me
quejo. Lo único, Patricia, es que a esa nena se le distingue el dolor en la mirada. Ha sufrido
tanto que tiene los ojos cansados, tristes, y a mí me parte el corazón. ¿A quién le habrá
hecho mal para pagarlo de esa manera? Pero esos tiempos ya pasaron. Mejor no torturarse
pensando en el pasado. Mejor disfrutar del presente. Y mi presente es muy bueno, Patricia.
Es muy prometedor.
Por lo demás, no hay demasiadas novedades. Escribime, no seas quedada, que acá
no tengo nada que hacer. Lo único que por ahí me retraso en contestarme porque dependo
de que Lisandro me lleve al correo. ¡Ni loca me voy caminando! Espero tu respuesta.
Ansiosa.
Besos,
Lidia.
67
– XXVIII –
Lidia les pregunta si tienen velas. Violeta, sin pronunciar palabra, se levanta y trae
jugando. Pero, como no ven los números ni los palos, juntan las cartas y las guardan en la
caja.
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Lidia les dice que es hora de dormir pero Nefer le contesta que no tiene sueño y
Violeta la acompaña.
Lisandro ronca desde hace media hora. Ni bien terminó de cenar, se levantó, se
—¿Quieren que les cuente una historia? —les propone entonces. Y las nenas se
entusiasman—. ¿Alguna vez escucharon hablar de la luz mala? —Ellas niegan con la
cabeza—. Es una luz que anuncia la presencia de un alma en pena —les explica—. Es de
un verde intenso y se aparece de noche. Solo de noche. Y mata al que tiene la desgracia de
cruzarse con ella. Una vez, acá en Tábano, sin ir más lejos, un paisano escuchó ruidos en la
entrada. Y se levantó a ver qué pasaba. Y, en el camino, se topó con la luz mala. Al otro día
lo encontraron muerto.
Lidia las mira, expectante, ansiosa por comprobar si su relato les produjo alguna
reacción.
Violeta se levanta.
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Y ella sacude la cabeza.
—Te espero —le dice, con un hilo de voz. Y cierra la puerta de su habitación.
—¿Vos querés ver algo que te va a dar miedo? —la increpa Violeta—. ¿Querés ver
– XXIX –
sentido muy bien estos últimos días. Estoy en cama. Casi sin probar bocado. Siento como si
tuviera una pelota en el estómago. Debo estar empachadísima, pero acá no hay nadie que
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me lo cure, ni siquiera de nombre, así que me la paso a efervescentes. Se ve que me han
Vos no te das una idea de cómo me mima. El martes pasado, por ejemplo, me hizo
una ambrosía. ¿Te acordás de la ambrosía? El postre de las yemas y las vainillas.
Complicadísimo. Y no sabés lo buena que estaba. Tiene una mano bárbara para la cocina. Y
no deja que ni el padre ni la hermana metan cuchara. Yo siempre les quiero dejar un poco
pero ella me dice que no, que es para mí, que la disfrute. Y yo, con lo golosa que soy,
me querés hacer perder mi figura”, le digo a la chiquita, “para que tu papi me eche”. Y ella
se ríe a carcajadas. Por suerte nos llevamos bárbaro. Pero es cierto, che: me tengo que
controlar un poco. Aunque, con lo bien que cocina, me va a resultar difícil. Le tengo que
preguntar cuál es el secreto para que los postres le salgan tan dulces, porque, por lo que he
No hay nada que hacerle, che: hay algunos que se dan maña para la cocina y otros
5
El resto de la carta no se pudo localizar.
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– XXX –
único que se me ocurre. Es lo único que puedo pensar. No puede ser que me sienta tan mal.
Nunca me había pasado una cosa así. Llevo casi un mes en cama. Y cada día me siento
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quiero ir al médico. Ya no sé cómo decirle. Es insoportable. Una verdadera pesadilla. Estoy
segura de que si él hubiera trabajado en el hospital y hubiera visto las cosas que yo vi, ni se
mucama. Ni me imagino de las barbaridades que habrán sido testigos las pobres
enfermeras. Ni me lo quiero imaginar. Esos hijos de puta son los únicos asesinos que no
van presos. Se mandan las peores cagadas y siempre salen limpios. Dibujan los certificados
como quieren. Y, aparte, se cubren entre ellos. Más en un pueblo como este, en el que nadie
investiga un soto. Yo no se lo quise decir, pero la mujer de él no fue la única que salió en
una silla de ruedas de la sala de partos. Hubo varias. Y hubo varias también que salieron
tapadas con una sábana. Yo cumplía horario el día que nació Nefer. Justo estaba limpiando
presenciar determinado tipo de cosas. Me hacía mal. Volvía hecha un trapo a mi casa. Y,
por el mismo motivo, cada vez que veo entrar a alguien que viene a atenderse, me dan
ganas de correr y frenarlo. Usted no sabe dónde se mete, me dan ganas de decirle. Aunque,
por suerte, cada vez está viniendo menos gente. Parece que están tomando consciencia.
hubieran curado. Claro que por el nombre es distinto. El verdadero empacho se cura
personalmente, con la cintita en la panza. Patricia dice que tengo que meter un hígado de
vaca y la primera orina del día en una lata y enterrarla en el patio. Que así se me va a pasar.
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¿No será algo grave?, me preguntó Lisandro esta mañana. Qué alentador. Yo trato
vomito. ¿Qué me estará pasando? Desde que llegué a este lugar inmundo que no he parado
de sufrir. Es como si estuviera maldito. Es como si hubiera recaído una maldición sobre las
mujeres que se atreven a pisarlo. Primero Margarita y ahora yo. Aunque yo no soy como
Ahí viene con la bandejita. Te agradezco, Viole, le digo. No tengo hambre. ¿Pero
cómo vas a estar sin comer?, me retruca. Es un tecito nada más. Y unas tostaditas. Está
Tomo.
Está riquísimo el té. Hasta el té le sale bien a esta condenada. Le agregué unas
gotitas de limón para que se te pasen las náuseas, me dice. Y te hice una jarra de limonada.
¿Te gusta? Sí, le contesto. Y me concentro en el líquido que contiene la taza. Me incomoda
que no me saque la mirada de encima. Está rara últimamente. Tiene un brillo raro en los
ojos. Y yo tengo ganas de volverme a mi casa. Tengo ganas de largar todo y volverme a mi
casa. Aunque lo pierda. Aunque pierda a Lisandro. Es un precio que estoy dispuesta a
hablo con nadie, no hago nada, me asustan los bichos, me aburro y me duele. Sobre todo,
me duele.
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Como puedo, me trago el último sorbo y le entrego la bandejita. Listo, le digo. No te
comiste las tostaditas, observa ella. No me entran. Bueno, en un rato te traigo la sopa.
Sale.
Hace calor.
sábanas. Estoy toda pegoteada. Los párpados me pesan. Se me caen. Me duermo pensando
– XXXI –
hiciera efecto, Lidia fuera a dejar de comer los postres. Y al principio se preocupó. Se
preocupó mucho. Porque su plan estaba a punto de fracasar. De venirse abajo. Pero
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enseguida se dio cuenta de que se lo podía poner también al té. Y al jugo. Y a
prácticamente cualquier preparación. Siempre y cuando pusiera poco. Para que no se note.
pasar ratón, Nefer le contó que su padre usaba un método muy sencillo y efectivo contra
ellos: partía una cubierta y llenaba una mitad con agua y la otra con yeso. Después apagaba
llegada de los roedores. Le dijo que siempre pasaba lo mismo: primero venía uno, probaba
—Comen con desesperación —le dijo—. Les encanta. Y, a cada ratito, van a tomar
agua. Porque el yeso es dulce. Y les da sed. Y, al otro día, aparecen muertos. Con las patitas
Desde hace un par de semanas (desde el día en que Lisandro les comunicó que esa
mujer se iba a venir a vivir con ellos, más precisamente), Violeta se siente distinta. Siente…
como si fuera otra. No se reconoce. Y lo más curioso, lo que más la intriga, es que, desde
ese día, no tolera la presencia de su hermana. La esquiva. Huye de ella. Sin embargo, en un
lugar tan chico, es difícil ignorar a otra persona. Es muy difícil. Desde ese día, a Violeta la
irrita cada palabra que Nefer pronuncia. Y hasta hay veces en las que siente que podría
matarla. Sí, aunque le cueste reconocerlo. Hay veces en las que la asaltan unos profundos y
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espere, clavárselo en el pecho. No sabe por qué. No entiende el motivo. Pero lo concreto es
que lo haría. Está segura que, si se le presentara la oportunidad, lo haría. Sin dudarlo. Sin
que le temblara el pulso. Pero se contiene. Trata de contenerse. Y, en ese sentido, Lidia le
cayó del cielo. Con ella puede canalizar su furia. Total, qué le importa. No es nada suyo. Es
un poquito, para que quede bien dulce. No cree que mucho. Pero… ¿y cuándo se muera?
no qué?
– XXXII –
Triste. Y, de hecho, creo que no está en sus cabales. En la carta que recibí ayer, me decía
que en esa casa pasan cosas raras. Que siente que la vigilan todo el tiempo, que a veces la
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despierta la voz de una mujer, que escucha lamentos y que hasta ha visto una virgen con la
cara manchada de rojo. Tal como lo estás leyendo: me dijo que una de las nenas (me parece
que la mayor) le enseñó una virgen que llora sangre. Vos sabés mejor que nadie que a mí
nunca me terminó de convencer la idea de que se mudara a ese campo, pero, claro, ¿cómo
se lo iba a impedir? Ella estaba tan contenta, tan entusiasmada, que me dio no sé qué
interponerle mis objeciones. Y ahora estoy pagando las consecuencias. Vivo con el corazón
en la boca, Lucianito. Aparte, y como si fuera poco, hace rato que está en cama. Dice que la
dobla una pelota en el estómago, que le duele todo, que no se puede ni mover. Y la muy
estará pasando. La verdad es que me desconcierta. ¿Vos qué opinás? Tu mami nunca se
reconocerla. Y mirá lo que se me ocurrió: ¿no lo estará haciendo para llamarte a atención,
para conseguir justamente esto, que yo te escriba? Ella me confió que hace mucho que no
se hablan. Años. Que vos te enojaste por no sé qué cosa y no le volviste a dirigir la palabra.
Y eso la mortifica un montón. Mirá, Lucianito, yo no me quiero meter entre ustedes, pero tu
mamá no la está pasando bien. No la está pasando nada bien. Así que me parece que es
momento de olvidar viejos rencores y, por lo menos, dedicarle unas líneas. Escribile. Decile
que te enteraste de las novedades (no hay problema con que me mandes al frente) y que
querés volver a tener noticias de ella. No hace falta que seas cariñoso. Con que le mandes
vos sabés que el estado de ánimo es fundamental a la hora de curarse. En ese campo, ella no
tiene ninguna actividad, está todo el día maquinando. Y tu imagen debe ser lo primero que
se le viene a la cabeza. ¿Qué fue lo que los separó, Luciano? No creo que nada tan grave
como para no apiadarte de tu madre enferma. Por otro lado, también soy consciente de que,
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antes de la carta que te mandé el mes pasado, hacía mucho que no te escribía. Y te pido
no la quiero preocupar, pero lo mío empezó igual que lo de ella. Una descompostura que se
extendió más de lo normal y que terminó siendo un tumor. Imaginate cómo me puse.
Estaba sola, desamparada, sin nadie a quien recurrir. Sos la primera persona a la que se lo
digo. Así que te lo vuelvo a pedir: escribile, chiquito. Rogale que no sea tan confiada, que
vaya al médico, que se haga ver. Y, sobre todo, tratá de limar asperezas. Eso es lo más
importante. El hombre con el que se fue a vivir parece muy bueno. Lisandro se llama. Igual
que tu nene. Y tiene dos chiquitas que se llevan de diez con ella. Incluso, si se arreglan, la
podrías ir a visitar. No creo que él te haga ningún problema. Y le darías una gran sorpresa.
tratamiento, me podría tomar un micro y rencontrarnos los tres. ¿Cuánto hace que no nos
sos vos el que decide, pero acordate de que, en resumidas cuentas, se trata de tu madre. Y
¡Espero novedades!
Un besote,
Patricia.
79
– XXXIII –
orgullo) no te permitiera dedicarme aunque sea unas líneas. Y me enfurecí. Juré que nunca
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más te iba a volver a escribir. Ni siquiera un renglón. Sin embargo, hace unos días, Patricia
¿Cómo estás? Insisto: ¿por qué no me avisaste que te habías mudado? Le tendrías
que haber encargado a alguna vecina que te recibiera la correspondencia. Seguro que le
correspondencia. ¿No pensaste que te fuera a escribir? Yo sé que hacía mucho que no
manteníamos ningún tipo de contacto y, quizás, eso te llevó a desechar la idea. Pero en
diciembre, por las fiestas, me decidí a agarrar la lapicera. Joden tanto con esas fechas (con
que andaba con ganas de escribirte. Y ella me alentó. “No seas terco”, me dijo. Escribile. Y
le hice caso. En esa carta, te decía que me parece una pavada que sigamos peleados. ¿Vos
te has puesto a analizar cuál fue el motivo de nuestro distanciamiento? ¿Te has detenido a
pensarlo? La plata. Ni más ni menos que la plata. Vos te empecinaste en que todo lo que
estudiar. Yo te estaba pidiendo unos pesos para tratar de comprarme algo en Buenos Aires.
Para salir de ese pueblo inmundo y tratar de construir un futuro. Pero vos que no y que no y
entonces nos dijimos las peores cosas. Nunca me voy a olvidar que me gritaste en la cara
que la plata te correspondía porque te habías aguantado a papá en una silla de ruedas
durante doce años. Y que había sido un calvario. Un verdadero calvario. Salió lo peor de
nosotros. De los dos. Y te confieso que, en aquella época, mucha gente, incluso conocidos
tuyos (algunos que, hasta el día de hoy, considerás amigos), me alentaba para que pusiera
un abogado. Y yo les decía “¿Pero cómo le voy a hacer un juicio a mi propia madre?” La
sola idea me resultaba inconcebible. No tenía sentido para mí. No tenía ningún sentido. Y,
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al final, te saliste con la suya. Te quedaste con todo. Y así también lo perdiste. Menos la
casa, jugando a la quiniela, perdiste la herencia completa. “Se inundó el pueblo, así que le
voy a jugar al 01 y al 62. Soñé con tu abuela, así que le voy a jugar al 48.” Siempre igual.
Si hasta a la fecha de la muerte de papá le jugaste. ¿Te creés que no me enteré? Le jugaste a
la fecha de su muerte, a la edad que tenía cuando murió y al número de lápida. Y quedaste
en la lona. Todavía no entiendo cómo no te remataron la casa. Pero quiero que sepas que no
te guardo rencor. Ya pasaron muchos años, yo tengo una familia, soy feliz y siento que no
me puedo seguir envenenando. Lo hice durante mucho tiempo y no me sirvió de nada. Así
que hoy prefiero acercarme, dar el primer paso, tomar la iniciativa. Cosa de la que vos
nunca fuiste capaz. ¿Ni siquiera te dio curiosidad conocer a tus nietos? Tengo dos. Dos
varones. Emilio y, aunque te parezca mentira, Lisandro. Sí, se llama igual que el tipo con el
que te juntaste. El mayor tiene siete y el otro cinco. Natalia consiguió trabajo en el
Municipio y yo sigo firme en la distribuidora. Hace quince años que estoy ahí, descargando
cajas y llevando los números. Es un trabajo de mierda. Te la pasás peleando con la gente.
Te hacen renegar, te saturan, te vuelven medio loquito. Está el que no te quiere pagar, el
que te pide que le acomodes la mercadería (como si vos fueras empleado de él, como si
fueras el repositor), el que te mete en quilombos con el jefe, etc., etc., etc. Hay de todo y
para todos los gustos. Pero ningún trabajo es distinto. Hay días en los que Natalia, sin ir
más lejos, viene llorando de la oficina. Dice que la gente la trata mal, que le exige, que le
grita. Y ella más no puede hacer. Y te juro que yo, en esos momentos, no puedo dejar de
pensar en qué habría pasado si me hubiese recibido. Porque al principio lo intenté, no vayas
a creer que no, pero la situación me superó. Yo sé que hay gente que lo hace. Yo sé que hay
gente que trabaja y estudia. Y que hasta tiene trabajos peores que el mío. Que por ahí
trabaja de lavacopas y se recibe de médico. Pero yo no pude. ¿Qué querés que te diga?
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Sencillamente, no pude. Pero, bueno, no me quiero enroscar. Las cosas se dieron así. Y
Te cambio de tema: me dijo la madrina que andás medio enferma. ¿Por qué no vas
al médico? ¿Por qué no te hacés ver? ¡Qué ganas de andar sufriendo! Andá al hospital y
¿Cómo anda el resto de tus cosas? Me enteré de que ahora vivís en un campo. ¿De
dónde lo sacaste al tipo, qué tal es, es cierto que tiene dos nenas, o son bolazos de Patricia?
***
No lo convence.
***
te pasa? También me contó que estás otra vez en pareja y que te mudaste a un campo. Y la
verdad es que me alegro mucho. Me alegra que hayas vuelto a encontrar el amor. Y espero
Yo sé que hace mucho que no hablamos pero me pareció una buena oportunidad
para que retomemos el diálogo. Y te hago una propuesta que me sugirió tu comadre: ¿qué
te parece si nos volvemos a ver? Si a este hombre no le molesta yo me podría ir hasta allá.
83
Y te llevaría a los chicos para que los conozcas. Y a Natalia. ¿Te gustaría? A mí me
encantaría.
Espero tu respuesta.
Luciano.
***
No, definitivamente, no va a ser capaz de escribir esa carta. Tiene demasiado odio
Y llora.
Y él se lo cuenta.
—Si no recibió la carta que le mandé en diciembre, por algo habrá sido —concluye
—. Quizá no le tenía que escribir. ¿Pero sabés qué es lo que más me duele? —arremete—.
Que sé que no la voy a volver a ver con vida. Que la próxima que la vea va a estar metida
en un cajón. No me preguntes por qué. Lo presiento. A mi vieja le queda poco tiempo. Muy
poco.
84
– XXXIV –
Apaga la luz del galpón y cierra la puerta con llave. Las nenas se refrescan en
el tanque.
—Salgan de ahí —les grita—. ¿Son ciegas? ¿No ven que viene tormenta? Es un
85
Se secan en la galería y entran. Nefer se cambia ahí mismo, adelante de él, pero
Violeta se va para la pieza. No hay nada que hacerle, che, piensa, ya está grande, ha
crecido, se ha convertido en toda una señorita, en toda una mujer. Y está idéntica a la
madre. La verdad es que lo sorprende el parecido. Lo asombra. Hasta en los ojos se parece.
Truena.
(son los gases que emanan de los huesos de los animales y que brillan al resplandor de la
luna), escuchan el grito. Violeta viene corriendo por el pasillo (ahora duerme en la
86
habitación que perteneció a la madre) y se frena debajo del dintel. Los tres se quedan
helados.
Lisandro se acerca.
—Amor —le dice. E intenta levantarla, pero ella grita más fuerte y, asustado, la
suelta.
—Me duele, me duele —repite casi como una súplica, pero él no atina a reaccionar.
—¿Para qué?
Y se pierde de vista.
nariz. No se empaña.
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—Sí —le contesta, tajante—. Se murió.
Y cubre a Lidia con una sábana. Pobrecita. No se merecía un final tan feo, piensa.
El padre la increpa.
cachetada. Nunca le había pegado. Es la primera vez que lo hace. Pero siente que no le
La nena se cae al suelo. Se desploma. Él se agacha, consciente del error que acaba
Pero ella le clava una mirada que lo fulmina, que lo desarma, y corre a encerrarse.
Nefer, en cambio, lo acaricia, lo consuela, señal de que está de su lado. Ella también
la siente rara. Desde hace rato. El otro día se lo dijo. Se lo planteó. ¿Qué le pasará? ¿Se
querrá hacer notar? ¿O tendrá algún problema? ¿O habrá algo que la angustia? De cualquier
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forma, ahora no es tiempo de ponerse a pensar en eso. Ahora es tiempo de hacerse cargo de
—Yo te voy a ayudar —le dice la chiquita mientras le seca las lágrimas.
Y lo abraza.
Tercera parte
Y UN RAYO MISTERIOSO
89
“Yo seguía clavada a su lado. No podía retroceder. Después ya fue
– XXXV –
Infarto.
¿La abrimos?
90
Nos vamos a meter en un quilombo. Y de gusto.
Me da intriga.
Con más razón: nos vamos a meter en un quilombazo. Aparte, ¿vos sabés qué
No seas animal.
Dale que estamos con el tiempo justo. Apurate. No hablés pavadas y apurá.
– XXXVI –
Llueve. Hace dos días que no para de llover. Dos días enteros. Lisandro se da
vuelta. Las tres menos cuarto. No se puede dormir. A pesar de que se acostó a las doce
(cansado, exhausto, molido), todavía es incapaz de conciliar el sueño. Sos ojos se resisten a
de pensar en ellas. Las dos se murieron en la casa. En su casa. Entre aquellas paredes. Y en
circunstancias parecidas. Lidia en esa misma cama. Margarita en la que ahora ocupa
91
Violeta. Las dos agonizaron frente a sus propias narices. ¿Y él? ¿Qué hizo él por
impedirlo?
En el pueblo le van a hacer mala fama. Está seguro. Lo van a tildar de piedra, de
yeta, de mufa. Incluso le van a inventar algún sobrenombre. Si él estuviera del otro lado,
Trueno.
Rayo.
En el campo no hay que tenerle miedo a los rayos. A las centellas sí. Las centellas
hacen desastres. Entran a las casas y queman los electrodomésticos. Y son un peligro para
las personas. Un verdadero peligro. A Mario, por ejemplo, su vecino (y amigo), le gusta
contar que, una tarde de tormenta, las centellas iban de un enchufe a otro de su cocina. Y él
por qué. No guarda el recuerdo de haber vivido algún tornado ni nada por el estilo. Pero le
teme. Le teme más que a nada. En ese sentido, tiene la suerte de vivir en un lugar bajo,
hundido, donde los vientos pasan por arriba, siguen de largo. Lo cual no quita que, de vez
trabar las ventanas y a, con un dedo en cada oreja, esperar a que frene. Encima en el campo
las tormentas se viven con mayor intensidad. Lisandro lo comprobó cuando estuvo en
92
Buenos Aires. En las ciudades grandes las tormentas pasan casi desapercibidas. Pero en el
campo se sienten. Sí que se sienten. Uno las sigue. Está atento. Contempla su acercamiento.
Y su marcha. Y las padece. Sobre todo las padece. En Tábano, sin ir más lejos, las
Otro trueno.
Otro rayo.
Harto de dar vueltas, de girar, Lisandro se levanta al baño. Se está haciendo pis.
Camina despacito para no despertar a nadie. En dos horas ya tiene que arrancar, ya tiene
los ojos. Avanza. No ve la hora de que llegue el mediodía, para acostarse a dormir la siesta.
Trueno.
pasillo, debajo del marco de la puerta que él mismo, seis años atrás, colocó, está…
Se olvida del baño y se dirige hacia ella. Su primera mujer lo espera con ansias. Le
—Margarita —le dice Lisandro—, sos vos. No lo puedo creer. Sos vos.
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Los ojos. Sí, los ojos. Es ella.
—Te amo tanto —le dice—. Nunca te dejé de amar. Y vos lo sabés. Pero yo te amo
a vos. No a ese despojo que estuvo tirado en una cama. ¿Dónde estabas Margarita? —le
empieza a besarla. Extrañaba esos labios. Los extrañaba mucho. Y, ahora que los tiene,
ahora que los recuperó, no los piensa desaprovechar. Por nada del mundo.
***
Y ella rompe en llanto. Lo golpea. Lo empuja hacia atrás. Sin embargo eso, en lugar
de frenarlo, parece gustarle más. Mucho más. Y arremete. Su boca desciende y se detiene
94
en los pechos de su hija. Las manos le recorren todo el cuerpo, incansables, inquietas. Y
repente, el dolor. El dolor más agudo que sufrió en toda su vida. Más intenso. Y, en ese
momento, comprende que no hay vuelta atrás. Comprende que cualquier esfuerzo será
– XXXVII –
La luz mala. Tenía que ser esa. Lidia le había dicho que era una luz intensa, verde, y
que anunciaba la presencia de un alma en pena. ¿No sería la de ella? ¿No sería su fantasma
que venía a buscarlas, a cobrar venganza? La lluvia le enturbiaba un poco la vista, pero sí,
aceleraron. La luz mala. Le costaba creerlo. Y ella sola. Culpa de que a Violeta le había
agarrado la locura de irse a dormir a la habitación de su madre, ella se había quedado sola.
95
Y tenía miedo. Nefer, entonces, se levantó y, a los tumbos, avanzó hacia la perilla de la luz.
Hundió el dedo. Nada. Se debe haber cortado, pensó. Últimamente caen dos gotas y se
corta la luz.
habitación de su padre. Ella había dormido ahí hasta los dos años, al lado de él, abrazada.
Los truenos y los rayos la obligaron a ganar velocidad. Febrero es un mes bravo para las
Y la abrazó. Como en los viejos tiempos. Igual que cuando era bebé.
Nefer se preguntó si, desde el cuarto de su padre, también se vería a la luz mala.
acerca, la luz no le puede hacer nada, así que se tranquilizó. Respiró profundo y cerró los
ojos. El miedo fue menguando. De a poco, muy de a poquito, fue menguando. Y, a los diez
96
Lo que ellos no sabían era que había dos ojos que los escudriñaban en la oscuridad.
– XXXVIII –
cosa. En una cosa compacta. Y eso es lo que los herejes se resisten a creer. Que la virgen y
yo somos algo indivisible. Un único cuerpo. Una única mente. Que, en definitiva, la virgen
rencarnó en mí. Que yo soy ella. Que soy María. Y esos mismos herejes son los que se van
a quedar en la puerta del Reino de los Cielos. Y nosotros vamos a entrar, triunfantes.
97
Primero yo, después los niños y, por último, el resto. El Señor nos va a estar esperando,
glorioso, feliz de que hayamos respondido a sus preceptos. Y vamos a gobernar. A su lado,
vamos a gobernar con vara de acero a todas las naciones. Solo falta la señal. Solo falta una
elegido.
– XXXIX –
ninguna de las palabras que repite María Rosa. Lo único que la mantiene en la quinta es la
espera de la pronta llegada de la bendita señal. Para poner fin a su vida. Porque, en
definitiva, no se trata ni más ni menos que de eso. De suicidarse. Porfiria lo sabe. Y resiste.
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De otro modo, nunca reuniría el valor para hacerlo. Sabe que, cuando llegue el momento,
Sin embargo, todavía le queda un último recurso. Duda de que sirva de algo (lo
duda seriamente), pero, aun así, se pone a escribir. “Lisandro”, empieza. Y, apenas termina
sobre en la tranquera.
Va caminando.
– XL –
99
Te escribo aunque no del todo confiada. ¿Sabés lo que me pasó el
otro día? Recibí una carta equivocada. ¡Y con casi un año de retraso! ¿Cómo pueden ser tan
irresponsables, tan ineficientes, tan inoperantes? ¿Sabés adónde tendría que haber llegado?
A Tábano, o sea, a más de 300 kilómetros de distancia. ¿Qué me contás? Así después
surgen los problemas. Los malentendidos. La gente supone que el otro la recibió y se
madre y, por lo que le decía, se ve que llevaban mucho tiempo peleados. Yo sé que a vos te
molestan ese tipo de cosas, pero fue más fuerte que yo. Total, no los conocía. Si se hubiera
tratado de alguien cercano no la habría abierto ni loca, porque por ahí me enteraba de algo
te juro que, después de haberla leído, le agradezco al Señor que seamos una familia tan
unida. Vos no te das una idea de las cosas que le decía ese chico a la madre. Cosas terribles.
Pero no te enojes. No te enojes que no te cuento más. Una vez que sacié mi curiosidad, la
volví a meter en el sobre y la llevé al correo. Les dije que se habían equivocado y me
dijeron que no me preocupara, que ellos la iban hacer llegar a destino. Lo único que espero,
David, es que no sea demasiado tarde. Lo único que espero es que la relación tenga retorno.
6
Solo este fragmento de la parta nos fue cedido para su publicación.
100
– XLI –
101
—¿Qué me va a pasar? —la despachó. Y siguió lavando los platos.
Lisandro le pidió que la entienda, que está creciendo, que por eso anda tan arisca.
¡¿Por qué?!
No lo consigue.
Y sufre.
– XLII –
Los vi. Aunque se hagan los tontos, los disimulados, los desentendidos, yo sé lo que
estaban haciendo. Justo me había levantado al baño y, cuando cruzaba el pasillo, un rayo
102
Qué calor, comenta ella. Y se limpia el sudor. ¿Por qué no la llevás a la laguna?, me
vuelvo a mi plato.
Ya van a ver.
– XLIII –
La toalla es la misma de aquel día. Del día de la sangre. Violeta la manoteó al voleo
pero recién se acaba de percatar del detalle. Y entonces no puede evitar recordar el miedo
103
Nefer se ha adelantado bastante. Ya casi llega.
A pesar de que hoy empieza el otoño, hace un calor que no se aguanta. Nefer le
Son las tres y media de la tarde. Un grupo de pájaros las observa con atención desde
uno de los alambrados. Como si supieran que van a ser testigos de algo importante.
encuentra. Pasan los segundos. No está. Y, de repente, la otra emerge, medio ahogada.
—No te alejes demasiado —le recomienda ella. Y, a paso lento pero firme, empieza
a internarse en el agua.
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Y, cuando por fin la tiene enfrente, la cara se le transforma y la tumba de una
—¿Qué hacés? —le dice. Y, llorando, amaga a emprender la retirada, pero Violeta,
Y, antes de que Nefer pueda reparar en el detalle de sus ojos inyectados de sangre,
Violeta le hunde la cabeza en el agua. La tiene sujeta del cuello. La chiquita patalea. Se
sacude. Y, tras casi un minuto y medio de agonía, se detiene. Nefer siente que las manos de
su hermana han perdido fuerza, pero, de cualquier forma, no junta la necesaria como para
Y Lisandro llora.
escucha.
(las que viven en comunidad) reparan en los tiros (la señal que esperaban) y corren a llenar
El momento ha llegado.
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– XLIIV –
De: bettypatagones@hotmail.com
Para: eloisaotarola@yahoo.com.ar
Asunto: LIBRO
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Querida Carmen:
El mes pasado se cumplieron veintidós años desde que pasó lo que
pasó (te juro que no puedo dejar de pensar en cómo serían las nenas ahora, en especial
Violeta, la más parecida a la madre) y todavía yo, a mis ochenta y tres inviernos, no
encuentro la tranquilidad. ¿Te enteraste de que se publicó un libro sobre el caso de mis
nietas? Estoy indignada. A mí el tipo me llamó varias veces para pedirme que prestara
testimonio (andá a saber de dónde sacó mi número), para pedirme que le contara mi versión
de los hechos, pero te imaginarás adónde lo mandé. Yo a ese Quintana lo conozco bien. Es
cualquier canallada. Y, cuando me dijo que estaba investigando sobre el pueblo (sobre la
masacre de 1990, la que tuvo lugar el mismo día del asesinato de las chiquitas), se me subió
la sangre al ojo. E intenté frenarlo. Si hasta puse un abogado. Pero igual se salió con la
suya. Y esa es la bronca que yo tengo. Que igual se dio el gusto y la está juntando en pala.
Ahora, ¿sabés que fue lo que más me enfureció, tanto que casi me da un pico de presión?
Que le dio la cara como para dedicarme un ejemplar y mandarmeló. “Espero que estas
páginas la ayuden a cerrar su duelo”, me puso. “Mi único objetivo fue llegar a la verdad. Y
lo conseguí.”
podía quedar con la espina. Necesitaba enterarme de qué había escrito sobre mis nietas. Y
lo leí. Con el corazón destrozado, con un nudo en la garganta, en menos de ocho horas me
devoré las 365 páginas que vomitó. ¿Y sabés cuál fue mi mayor decepción? No las pavadas
que dice (porque esas, por más hirientes que sean, se caen por sí solas), sino la cantidad de
vecinos que hablaron con él. Y que, en definitiva, se prestaron a su juego. Aunque, por otro
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lado, pienso que también los pudo haber falseado. Como falseó lo del diario del cura. Te
explico: dice que Levín hostigaba a Margarita, que la martirizaba, que la enloquecía. Yo no
creo, Carmencita, qué querés que te diga. Mi hija estaba tan contenta con él, me hablaba tan
bien, que me cuesta creerlo. Aunque el punto culminante es cuando dice que Violeta
asesinó a la chiquita. ¿A quién se le ocurriría que una nena de apenas doce años (más allá
de que improvisa una pavada para salir del paso, para justificarse, tan tirada de los pelos
que hasta provoca risa) pueda matar a otra persona? Mucho menos a su hermana. ¡A su
propia hermana! Con la relación que ellas tenían, con lo unidas que eran. Se contaban todo.
Eran cómplices. Compinches. Un despropósito. Aunque, por otro lado, te confieso que
existe una cosa que me gustaría que fuera cierta: él final de él. Quintana asegura que
mataron entre varios presos. Yo sé que suena horrible, pero te juro que no puedo evitar
tratar de convencerme a mí misma de que fue cierto, de que se murió así. Y me alegro. Me
pongo contenta. Porque ese monstruo, después de la infancia que les hizo pasar a mis
pobres nietas, y de la manera en que las mató, a sangre fría, no se merecía otro final. No se
lo merecía.
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– XLV –
—Lo que yo le puedo asegurar es que acá la pasó muy mal —me confió uno de los
presos—. Que se la hicieron pagar. En la cárcel, no soy bien vistos ni los violadores ni los
acerqué a él por lástima, porque tenía pinta de buen tipo, y me terminó confesando una cosa
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que todavía no me puedo sacar de la cabeza— agregó—. Me dijo que él había matado a una
de las nenas, a una sola, pero a la otra no. Me dijo que la mató porque, a último momento,
había recibido una carta de una persona muy cercana a ella en la que le decía…
Silencio.
—Que la nena había sido poseída por el espíritu de la madre —me dijo—. Y ahí le
terminó de cerrar todo. Y se dio cuenta de que la más chiquita estaba en peligro. Y la quiso
proteger. Y, en el camino, llegó a una conclusión todavía peor, que fue la que lo condujo a
apretar el gatillo varias veces, de pura impotencia. Y que fue, además, el motivo por el cual
él se dejaba humillar, para expiar sus culpas. Llegó a la conclusión de que había abusado de
su propia hija —soltó, tajante, seco, sin que yo tuviera necesidad de insistirle—. Tal como
esposa, que había vuelto, había abusado de su hija mayor. Y no lo pudo soportar.
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