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Celso Lunghi

Me verás volver

“¿Te has detenido a pensar en que, por lo menos

una vez al día, pronunciamos la palabra miedo?”

1
Primera parte
HÁBITOS OSCUROS

“fui, en cierto modo, tu cómplice y tu esclava.”

Silvina Ocampo, “El pecado mortal”

2
–I–

El miércoles 21 de marzo de 1990, en Tábano, un caserío al Oeste de la provincia de

Buenos Aires, se produjo el único suicidio en masa del que se tenga registro en la historia

criminal argentina.

Cerca de las cuatro de la tarde, un grupo de setenta y cuatro personas (entre las

que se contaban diecisiete menores de trece años y dos bebés) se dio cita en la quinta

“Santa Madre”, sobre la Ruta Nacional N°5 (lugar en el que, desde hacía media década, se

reunía la secta “Descubriendo la Gracia”, liderada por la adolescente María Rosa Santos,

quien aseguraba ser la rencarnación de la Virgen María), e injirieron agua envenenada con

cianuro.

El caso trascendió las fronteras nacionales y pronto se convirtió en tema de debate

en países tan lejanos al nuestro como Holanda, Suecia o Israel. Sin embargo, en la

Comisaría 5°, fue archivado antes de que se cumpliera un mes. Las autoridades locales

consideraron que no había nada que investigar. El hecho había sido fruto de la sugestión

colectiva. Punto.

Pero se equivocaban.

Se equivocaban en grande.

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Porque la denominada “Masacre de Tábano” encierra un correlato muy oscuro. Un

correlato que, aún hoy, más de dos décadas después de haberse producido, continúa

imponiendo un verdadero desafío a nuestra capacidad de entendimiento.

Manuel Quintana, Tormenta de verano, Buenos Aires: RTM, 2012, p. 9.

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– II –

Tábano, miércoles 23 de octubre de 19851

Susana, ¿cuándo pensás venir? Perdoname que arranque así, te juro que hubiera

preferido hacerlo de otra manera, pero estoy desesperada. No aguanto más esta situación.

Me prometiste que iba a durar poco (un mes, dos a lo sumo) y llevo casi medio año acá.

¿Me estás bicicleteando? Yo no quiero pensar mal de vos, Susana, pero imaginate que, ante

tu silencio, la cabeza me trabaja a mil. Encima la tía se ha puesto insoportable. Qué te

cuento que ahora se caga y se mea. Yo un rato la dejo (total, entre el olor de ella y el del

frigorífico no existe ni punto de comparación), pero enseguida me da lástima y corro a

limpiarla. Es un pecado mantenerla en estas condiciones. Mirá, yo soy una convencida de

que, apelando a su generosidad, igual habríamos conseguido las cosas. Sin embargo vos,

siempre apurada, concluiste que no ameritaba el esfuerzo. Que no valía la pena esperar.

“No la vamos a ir de santas con esta vieja de mierda”, me acuerdo que me dijiste. Y ahí

nomás la encerramos. Pero permitime recordarte, ya que estamos en plan de recapitular,

que fui yo la que se tuvo que quedar. Y sufro. Yo sufro una barbaridad, Susana. Vos no te

das una idea de lo que es estar sola (completamente sola) en un lugar como este. Aparte los

vecinos preguntan. Y a mí ya no se me ocurre qué inventarles. ¿Y si alguno se aviva y

llama a la policía, ahí qué hago, de qué me disfrazo? Por eso te repito: viajá cuanto antes.

1
Ni la firma ni el encabezado figuran en el original. La fecha y el lugar de emisión fueron repuestos a partir

del matasellos postal. Por último, cabe destacar que, al igual que en el resto de las cartas que se expondrán a

continuación, se han corregido algunos detalles de ortografía y puntuación.

5
Subite a un micro y vení. Si no, en un rapto de locura, no sé qué voy a ser capaz de hacer,

no sé cómo voy a ser capaz de reaccionar. No sé…

Porfiria.

6
– III –

Porfiria Guzmán ingresó a la secta cuando ésta todavía no se había constituido como

tal. Cuando apenas se trataba de un pequeño grupo de vecinos que, más por curiosidad que

por fe (en los pueblos, las novedades son siempre recibidas con beneplácito), comenzó a

acercarse a la quinta que alquilaban los padres de esa misteriosa chica que decía recibir

mensajes de María. La había escuchado nombrar en la parroquia (donde ella ocupaba los

cargos de secretaria y de catequista) y, desde entonces, había sentido deseos de visitarla.

Porfiria atravesaba un momento muy difícil, un momento de transición, y fue justamente a

raíz de su malestar que, un sábado (los sábados eran los días de reunión), dejó de

preguntarse cuál sería la reacción del cura si se enterara de que había ido y llamó a un

remís. Tardó veinte minutos en llegar. Veinte minutos durante los cuales su respiración se

aceleró y perdió el dominio sobre su cuerpo. ¿Estaría haciendo lo correcto? Dudaba. E

incluso estuvo a punto de indicarle al chofer que pegara la vuelta, que la llevara de nuevo a

su casa. Pero no se animó. Y lo bien que hice, se felicitaría después. Porque, al bajarse del

auto, la invadió el olor a rosas. Y sus dudas se disiparon en el acto. Sí, definitivamente,

estaba haciendo lo correcto. El olor a rosas era una señal inequívoca de la presencia de

María. Una prueba irrefutable. ¡Y ahí no había ningún rosal! Entonces dejó de temblar y,

con paso firme, avanzó. Resuelta, se desprendió del miedo que la invadía y avanzó.

Op. cit., p. 26.

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– IV –

Son casi las tres de la madrugada, pero ella no lo sabe. Madrugada del viernes 29 de

diciembre de 1989. El único que usa reloj en la casa es Lisandro, su padre, que duerme a

tres habitaciones de distancia. Y ni él ni su hermana han manifestado nunca haber

escuchado los pasos. Es raro que su padre no lo haya hecho. Él tiene un oído privilegiado.

Salvo cuando duerme la siesta. Lo que Violeta ignora, y la intriga muchísimo saber, es si lo

tuvo toda la vida o si lo desarrolló a partir de su designación como encargado del campo.

Porque ella, por ejemplo, y de eso está completamente segura, lo desarrolló a partir del

momento en el que su madre quedó postrada. O sea, a partir del momento en el que se tuvo

que hacer cargo de su cuidado. De su atención. Antes no. Antes no lo tenía. Se la pasaban

gritándole porque nunca los escuchaba.

—Parecías autista —le manifestó su padre en alguna oportunidad—. O sorda.

Hoy en día, en cambio, logra despertarla hasta un discreto deambular de pasos en la

habitación contigua. Nefer no los escucha. No, imposible. Su hermana tiene un sueño muy

pesado. Pesadísimo. Sin embargo, los pasos están ahí. Cerca. Cada madrugada, entre las

tres menos diez y las tres menos cinco (claro que a Violeta se le escapa el detalle de la

hora), empiezan. Y la desesperan. La angustian. La asustan. ¿Qué será?, se pregunta. ¿Una

persona? ¿Algún animal? Baraja posibilidades hasta el cansancio.

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Hace unos instantes se levantó, harta, decidida a investigar. Ahora está detenida

en el centro de la habitación, temblorosa, esperando a que sus ojos se acostumbren a la

oscuridad. La invade el terror. Los latidos de su corazón se aceleran. Le cuesta respirar.

Avanza, a paso lento, pero avanza. No quiere hacer ruido. No le quiere advertir a eso (lo

que sea) que va camino a su encuentro. Avanza. Y, cuando por fin llega, toma coraje,

hunde la mano en el picaporte y entra. Con los ojos abiertos, bien pero bien abiertos, entra.

9
–V–

Tábano, lunes 26 de enero de 1987


Querida Susana:
Hoy se cumplen tres meses desde que me escribiste por última

vez. ¿Qué pasa? ¿Ya te olvidaste de que tenés una hermana? ¿Tan rápido te acostumbraste

a mi ausencia o es que acaso tanto me odiás? Yo sé que a vos no te simpatizó demasiado la

idea de que me radicara acá (por lo menos, así me lo hacés saber a través de tus actitudes),

pero, al mismo tiempo, te suplico que me entiendas: yo no puedo abandonar al grupo. Ellos

me apuntalaron en un momento muy difícil de mi vida. Estuvieron al lado mío cuando más

lo necesité. Y no se los puedo pagar con semejante ingratitud. Al respecto, aprovecho para

volver aclararte que, por supuesto, no saben nada de lo de la tía. Nunca se los hubiera

dicho. Ni se lo diré a nadie. Ni siquiera a María Rosa. Y no porque no les tenga confianza.

No te confundas. Es que se trata de un secreto entre nosotras. Y lo que hay entre nosotras es

sagrado para mí. Por eso me mortifica tanto tu rechazo, Susana. Porque, cuando por fin

encuentro a un grupo de gente entre la que me siento cómoda (vos, mejor que nadie, sabés

lo que siempre me costó conseguir amigos), te me ponés en contra. Yo entiendo que para

vos sea duro (a mí también, al principio, me resultó inconcebible la vida separadas), pero,

por otro lado, siento que llegó el momento de empezar a ser un poquito egoísta. Siento que

llegó el momento de empezar a priorizarme. De pensar en mí. Y yo acá estoy bien. Me

siento contenida. Y espero que tengas la generosidad de aceptarlo.

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Te confieso que mi sueño es que te vengas a vivir conmigo. Entonces mi felicidad

sería completa. Aunque sé que eso es imposible, que nunca lo harías, y me duele. Me duele

tu silencio, Susana. Tu indiferencia. Te suplico que, por lo menos, me des una señal de

vida. Me conformo con poco, ¿viste? Con migajas. Con un par de líneas nada más. Aunque

sean de compromiso. ¿Tan difícil será concederme ese deseo?

Te amo, nunca te olvides.


Porfiria.

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– VI –

Tábano, martes 14 de noviembre de 1989


Querida Susana:
Tan grande fue mi sorpresa de la semana anterior por haber

recibido tu carta que me olvidé de contarte algo importante. Así que, sin esperar respuesta,

te vuelvo a escribir. No es nada sobre mí, no te preocupes (ya sé que la última vez que te di

una noticia terminamos peleadas), pero te advierto que, en algún punto, también me

involucra.

Y mucho.

Por eso te lo quiero contar.

Resulta que, hace quince días, el cura cayó con la novedad de que se iban a integrar

dos nenas al catecismo. “¿A esta altura del año?”, me extrañé yo. ¿Qué clase de locura era

esa? “Sí”, me devolvió él, hosco, tan seco como siempre. “¿Algún problema?” Y se fue sin

facilitarme ninguna explicación. Pero yo, como te imaginarás, me quedé con la espina. Y

me puse a investigar. Y me encontré con una historia terrible, Susana. Te juro que siento

escalofríos de solo sentarme a escribirla. Siento que la indignación se apodera de todas y

cada una de las fibras de mi cuerpo. Enseguida vas a entender por qué2.

– VII –
2
A partir del siguiente párrafo, a causa de la humedad propia de la zona en la que se encontró, el

manuscrito se torna ilegible.

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Martes 18 de diciembre de 1984
Ayer terminé involucrado en una historia rarísima.

Resulta que a las dos y media me llamaron del hospital para que le fuera a dar la

extremaunción a Jaime Tolosa. Me levanté a las puteadas. El único momento de la tarde en

el que puedo descansar (a las cinco, religiosamente, empieza el desfile de viejas) y me lo

arruinaban por semejante basura. Linda manera de arrancar la semana. Cuestión que resolví

tomarme de tiempo. Ese hijo de puta ya está condenado, pensé mientras me lavaba la cara.

No voy a andar corriendo. Desde su escritorio, Porfiria no me sacaba los ojos de encima.

Mire que es urgente, incluso se atrevió a apurarme. ¿No ve que me estoy vistiendo?, le

devolví yo. Y cerré la puerta con tanta furia que el golpe debe haber resonado hasta en el

confesionario. Esa mujer es una idiota. Me saca de mis casillas. No hay día que no me

levante dispuesto a echarla. Sin embargo, cada vez que estoy a punto de hacerlo, me

recuerdo a mí mismo que ahora vivo en un pueblo. O sea que, si la echara, la gente

comentaría, inventaría pavadas. Y eso me frena.

En síntesis: cuando entré a la 502, en terapia, el viejo acababa de morirse. Alrededor

de la cama lloraban sus sobrinos. Buitres, pensé. Ojalá que no les haya dejado un mango. Y

es muy probable que así haya sido: Tolosa era un miserable bárbaro. Si, por ejemplo, a

pesar de ser uno de los pocos en el pueblo que tenía teléfono (y de estar forrado en guita),

no se lo prestaba ni a Cristo. Padre, ¿hay algo que podamos hacer?, se adelantó uno de los

carroñeros. Son tres. Tres varones que llegaron hace casi un año con la excusa de que

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venían a cuidarlo. Macaca: los cegaba la herencia. Y encima se hacían los preocupados por

el destino de su alma. Rezar, hijo, le contesté, displicente. Rezá hasta el 2070, agregué para

mis adentros. A ese sorete no lo salva nadie.

Salí asqueado. Tanta hipocresía junta había logrado revolverme las tripas. Encima

en el pasillo me esperaba una mujer. ¿Y ahora esta con qué me saldrá?, no pude evitar

preguntarme. Lo único que quería era volver a acostarme. Quizá no me dormiría, pero, por

lo menos, me repondría un poco. Padre, ¿le puedo robar un segundo?, me pidió. Yo ensayé

mi mejor cara de circunstancia y le contesté que sí. Fuimos al hall. Guardaba la esperanza

de que la hiciera corta. Iluso: los que te van a pedir un favor suelen enredarse en una

mañana de palabras de la que después les resulta imposible salir. Y esta, claro, no fue la

excepción. Enseguida la mujer se fue por las ramas y yo me distraje. Empecé a divagar.

Cuando miré el reloj, se habían hecho las cuatro y cuarto. Señora, vaya al grano, le exigí.

Había perdido demasiado tiempo ahí adentro, me importaban un carajo los buenos modales.

Es que mi hija enloqueció, padre, me reveló por fin. Dice que la condición a la que quedó

reducida es un castigo de Dios a su desobediencia. Y que no se va a someter a la

rehabilitación para no volver a contrariar su voluntad. Y, aparte, y esto es lo que más me

preocupa, se niega a ver a su bebé. Dice que ella es la culpable de lo que le está pasando.

¿Usted nos podrá a ayudar? Yo, a pesar de mi desconcierto, me limité a asentir con un

ligero movimiento de cabeza. No tuve alternativa: preguntarle hubiera equivalido a

reconocer que la había ignorado, que no le había prestado atención. Y emprendimos la

marcha.

Hay algo que necesito advertirle, se detuvo antes de hundir la mano en el picaporte.

Ella no era creyente. De hecho, ni se casó por Iglesia ni bautizó a la mayor. ¿Y?, me

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inquieté yo. ¿A qué apuntaba con eso? Lo que le quiero decir es que no sé cómo lo va a

recibir, me aclaró. Margarita manifestaba un enorme rechazo hacia los curas. Sin embargo,

yo creo que usted es la persona indicada para que la vea. Los de acá la quieren mandar a un

psicólogo, pero yo la conozco: se va a cerrar y no va a servir de nada. Listo, le dije,

apurado, ansioso, preso de la curiosidad. Y abrió la puerta.

El cuadro que se presentó ante mis ojos era desolador. En un rincón, agazapada, y

con la cara escondida entre sus rodillas, lloraba una nena. Tendría seis o siete años.

Enfrente, incorporada en la cama, con las manos entrelazadas y murmurando palabras

inentendibles, estaba ella. Parecía rezar. La mujer avanzó. Yo no pude. Me quedé apoyado

contra el marco de la puerta, asustado. Debo reconocer que, esta tarde, por primera vez en

mi vida, sentí miedo. Sentí auténtico temor. Hija, la interpeló la mujer. Hija. Fue inútil. El

llanto de la nena recrudeció. Entonces se acercó y le tocó un hombro. Traje a alguien que

puede ayudarte, le dijo. Y Margarita se calló. Acto seguido, la mujer le agarró la cabeza con

las dos manos y se la giró para mi lado. Yo permanecía atento, expectante, inseguro sobre

lo que podía llegar a pasar. Después de todo, me encontraba frente a una paciente

psiquiátrica. No hay que ser especialista para darse cuenta de que lo que esta chica sufre es

un severo cuadro de delirio místico. Ergo, al verme, una sonrisa se dibujó en sus labios. Y

se le iluminó la mirada. Padre, usted me va a salvar, ¿no?, me preguntó, ilusionada. A eso

vine, hija, le contesté yo. A eso vine.

Enseguida les ordenó a las otras que salieran (la mujer levantó a la nena y se la llevó

casi a la rastra) y procedió a repetirme lo que yo ya había escuchado: que su estado era

fruto de un castigo divino y que por nada del mundo volvería a contrariar la voluntad del

Altísimo. Y ahí es donde entra usted, padre, me dijo. Yo le ofrecí visitarla tres o cuatro

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veces por semana y aceptó encantada. ¿Y usted cree que así me voy a poder salvar?,

arremetió. Por supuesto, hija, le contesté. Por supuesto. Y, sin mediar más explicaciones,

gané la puerta. Asfixiado.

De vuelta en el pasillo, decidí recabar información. ¿Y quién mejor que las

enfermeras para evacuar mis dudas? En el office había una sola, que me invitó a pasar y,

mientras me cebaba mate, me contó lo que sabía. Me explicó que a Margarita le habían

prohibido que volviera a tener hijos. Su embarazo anterior había sido muy complicado y

eso, obviamente, representaba un mal antecedente. Así que el médico le propuso colocarle

un DIU, me dijo. Algo a lo que el paisano se opuso desde el vamos. La cosa es que ella se

lo puso igual. Y se lo ocultó. Y, después de cinco años, el dispositivo falló. Y la volvió

embarazar. Y ahí la condenó, evalué yo. Sin embargo, y contra todos los pronósticos, este

nuevo embarazo transcurrió sin mayores complicaciones, continuó la enfermera. La pobre

chica se sometía a controles periódicos y las palabras que le devolvían eran siempre las

mismas: todo bárbaro. El problema se presentó durante el parto: el quirófano estaba mal

esterilizado (porque acá esterilizan mal, acotó) y se pescó un virus intrahospitalario que le

quitó la movilidad de sus miembros inferiores. Qué ironía, pensé. Alguien que logró

revertir una opinión profesional, vino a capitular de una manera tan tonta.

Cinco y veinticinco estacioné frente a la entrada de la parroquia. Las viejas se me

abalanzaron en manada. Por fin, me reprendió una. Ya era hora, la acompañó otra. Yo me

abrí el paso con mucha dificultad y me encerré en la sacristía. Golpearon. ¡No me rompan

las pelotas!, grité. Y se desató el murmullo. No me podía sacar de la cabeza lo que acababa

de escuchar: una mujer que culpaba de su parálisis a su propia hija. ¿Qué irán a hacer con

ella, dónde la irán a meter? ¿Y la bebé?

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No veo la hora de enterarme.

– VIII –

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Jueves 20 de diciembre de 1984
Recién vuelvo de ahí. Me saqué la duda: la metieron en una habitación aparte. En

realidad, se trata de un cuchitril al que usaban de galpón y al cual, el mes pasado, previa

consulta con el dueño del campo, Lisandro anexó a través de un extenso e improvisado

pasillo. ¿Qué se le habrá dado? Ni que hubiera sabido. Ni que hubiera adivinado la que se

le venía.

Hace más media década que se desempeña como encargado. Y su trabajo le exige

estar atento. Por eso, cuando advirtió que me costaba abrir la tranquera, se acercó a

auxiliarme. La tengo que cambiar, me comentó. ¿Cómo le va? Lisandro Galván. Y me

extendió su mano derecha. Encantado, le devolví yo. Adrián Levín. Y se la estrujé con mi

izquierda. A continuación, me volví a subir al auto, él procedió a hacer lo suyo, yo avancé y

me frené a esperarlo. Vino enseguida. Tan rápido que supuse que me la había dejado

abierta, para cuando saliera. Pero me equivocaba.

Mientras recorríamos el camino que nos separaba de la galería, insistió con que

intentara convencer a Margarita de que se sometiera a la rehabilitación. Es su estado, usted

es la única persona a la que va a escuchar, me dijo. Y yo me comprometí. Sin embargo, no

hemos tocado el tema. Ni creo que lo vayamos a hacer. Ninguno de los dos está dispuesto.

Además, pienso, ella ya ha sentado posición al respecto.

Íbamos a paso de hombre. Las espinas y los pozos no me permitían ganar velocidad.

Y a él se lo notaba ansioso. Apurado. Tan apurado que, con el auto todavía en marcha, y

mientras yo buscaba un lugar para estacionar, se bajó corriendo. Iba a liquidar la tarea que

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lo ocupaba. No había tiempo que perder: ayer los notificaron de que las iban a largar (la

bebé se recuperó y era inútil que su mujer permaneciera internada) y todavía no se habían

terminado de organizar.

Adentro, Violeta, sofocada, le armaba la cuna a su hermana. Seguía con la misma

cara de angustia que la tarde en que la conocí. Y no era para menos. No tardaría en entender

que le sobraban los motivos. A partir de ahora, ella se va a hacer cargo de la madre y yo de

Nefer, me informó Lisandro tras deshacerse del destornillador con el que acababa de

instalar una puerta en el pasillo. Una puerta que aísla a su mujer del resto de la casa. ¿Usted

se podrá quedar?, me preguntó después. Nosotros tenemos que ir a buscar a la chiquita. Y a

Margarita no la podemos dejar sola. Cuatro y media tendría que estar saliendo, le devolví

yo. Sobra el tiempo, me aseguró él. Y me indicó el camino.

Mejor que nos dejaran solos.

Mucho mejor.

Caminé con sigilo. No quería que me escuchara. Y, al entrar, ni siquiera la saludé.

Nos ponemos en presencia del Señor, le ordené desde el dintel. Ella se sobresaltó. Padre…

¿qué?, titubeó. ¡Nos ponemos en presencia del Señor!, repetí. Y obedeció, aturdida.

Hablame de vos, le exigí a continuación. ¿Cómo? ¡Hablame de vos, carajo! ¿Sos sorda o

medio estúpida? Entonces me clavó una mirada suplicante, pero yo me mantuve firme,

implacable, y resolvió ceder.

Me contó que le tiene miedo al gas. Que antes revisaba siempre las hornallas. Que la

obsesionaba que las cinco ranuritas apuntaran hacia el mismo lado. Que incluso se

agachaba y olía. Que las noches en que, por algún motivo, no podía hacerlo, sentía que se

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ahogaba. Que se sentía morir. Y que era un secreto. Yo me senté en uno de los bordes de la

cama y le comenté que, a veces, los escapes son tan chiquititos que se pierden entre los

demás olores de la casa. Sobre todo si se trata de una tan ventilada como ésta, agregué. Y

miré a mí alrededor: su nueva habitación no tiene ventanas. A ella se le llenaron los ojos de

lágrimas. No llores, le dije. Llorar no te va a servir de nada. E hizo lo posible por

contenerlas.

Los cuarenta minutos restantes transcurrieron en silencio. Decidí que por hoy era

suficiente. En otras palabras: dosifiqué la información. Cuatro y veinticinco me levanté,

aunque hubiera preferido quedarme más tiempo, porque mi presencia la incomodaba. ¿De

verdad creíste que te ibas a salvar sin sufrimiento?, me despedí. Y, sin darle tiempo a

reaccionar, gané el pasillo.

En la cocina, el paisano cambiaba pañales y Violeta le preparaba la merienda a su

madre. ¿Cómo le fue?, se precipitó él. Excelente, le devolví yo. Le hago una consulta: ¿a

usted le molestaría que viniera todas las tardes? La chiquita empalideció. ¿Cómo me va a

molestar?, me dijo. Al contrario: me alegraría. Creo que ella lo necesita. Fue ella quien me

lo pidió, le mentí. ¿A la misma hora? A la hora que usted pueda. Nosotros estamos todo el

día. A esta hora entonces. Perfecto. Por ahí me encuentra durmiendo, pero lo recibe

Violeta. Listo. Hasta mañana. Hasta mañana. Y gracias, eh. No tiene por qué.

Salí.

El cielo se había cargado de nubes. Se nota que mañana llega el verano, pensé. Y

me subí al auto. Cinco menos cuarto. Me sobraba el tiempo. Claro, no había calculado que

me volvería a costar tanto abrir la tranquera. Paisano de mierda, ¿para qué me la habría

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cerrado? No me podía demorar. Hace unos días, con las viejas, cubrí mi cuota de hostilidad

para todo el año. Y ellas no aceptan excusas. Les podés decir que se te murió un hermano

que igual te van a hinchar las pelotas. Y yo no estaba dispuesto a escuchar reproches.

Mucho menos de parte de ellas. Cuestión que, no sé cómo hice, pero cinco menos cinco

estaba sentado en la vereda de la parroquia. ¡Qué puntualidad!, destacó una. Así da gusto,

deslizó otra.

Yo sonreía, aunque, por dentro, me acordaba de todos y cada uno de sus familiares.

– IX –

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Martes 26 de agosto de 1987
Me soñó vestido de blanco, sentado en un enorme trono, con dos columnas detrás y

un bastón en la mano. Ella, en cambio, harapienta, deshecha, se arrastraba implorando

clemencia. Pero su voz se perdía entre la de los demás penitentes y eso la desesperaba. De

repente, yo me levantaba y les pedía silencio. Ellos obedecían. Entonces les decía que

estuvieran en paz, que se quedaran tranquilos, porque los iba a perdonar. Y emitían un

prolongado suspiro. Sin embargo, en la escena siguiente (se sabe que los sueños no tienen

solución de continuidad), mi sotana se había vuelto roja, de un rojo intenso, mi bastón se

había convertido en un filoso tridente y dos cuernos habían emergido de mi frente. Pero

seguía siendo usted, padre, se preocupó por aclararme. Era su cara. La cosa es que los

llamaba. Les exigía que fueran a mi encuentro. Ellos se resistían. Me decían que no. Y yo

me enfurecía. Los pinchaba. Les garantizaba beneficios si venían conmigo. Y justo ahí la

despertó la nena para ponerle la chata. Fue horrible, me dijo. Me ahogaba con mi propio

llanto y no le podía explicar lo que pasaba. Y ella se preocupó. Sufría. Sufría por mí,

¿entiende? Fui incapaz de contestarle. Había perdido la capacidad de reacción. Lo que

acababa de escuchar no me entraba en la cabeza: la muy hija de puta me identifica con el

diablo. No hay que ser un genio para interpretar ese sueño: al principio me identificaba con

Dios, pero ahora me identifica con el diablo. Desagradecida. Con todo lo que hago por ella.

Padre, ¿usted qué opina del sueño?, arremetió. Ni que me lo hiciera a propósito. Ni que se

regocijara en meterme el dedo en la llaga. Nada, le dije. Y me senté en un rincón. Seguía

enroscadísimo. Basura. Desgraciada. Yo vengo todos los días, llueva o truene, me aguanto

el sermoncito de Violeta pidiendomé que no haga ruido (cada tarde lo mismo) y ella me lo

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paga de esa manera. No tiene derecho. Y se lo tenía que hacer pagar. No había opción: se lo

tenía que hacer pagar. Así que, decidido, me levanté y me volví a acercar a su cama.

¿Sabías lo de tu vecina?, le pregunté. ¿Qué?, se extrañó ella. ¿En serio no lo sabés? Se

trataba de una noticia vieja (databa, más o menos, de la fecha en que la conocí), que, a

pesar de que Lisandro me había rogado que le ocultara, me venía como anillo al dedo. Fue

una de las tantas cosas que preferí callarme durante aquella primera visita. Y de las que

después me olvidé. Está internada, le conté. Pero… ¿qué le pasó? Se cayó arriba de las

hornallas. El dato la desorientó. Se levantó temprano y las prendió para calentar la cocina,

le expliqué. Y, cuando fue a poner el agua para el mate, se desplomó encima de las cuatro

llamas. Había una fuga. Y, como el marido se estaba bañando, tardó en encontrarla. Tardó

una eternidad. Hacía rato que no tocábamos el tema del gas. Por lo menos cinco meses. Me

había aburrido. Sin embargo, ahora, volvía con gloria, hacía un regreso triunfal. ¿Y cómo

está?, se preocupó. Grave, le contesté. La trasladaron a Capital. Tiene quemaduras de tercer

y cuarto grado. Y un ochenta por ciento del cuerpo comprometido. En la parroquia

organizaron cadenas de oración, aunque no creo que sirvan de nada: los médicos dijeron

que hay muy pocas posibilidades de que sobreviva. Poquísimas. Y un pesado silencio se

interpuso entre nosotros. ¿Eran amigas?, me interesé. Ella asintió con la cabeza. Otra no

nos quedaba, me dijo. Éramos las únicas mujeres en varios kilómetros a la redonda. A ella

no le gustaba el campo. Nunca se acostumbró. La molestaban los bichos, los murciélagos,

la asustaban las lechuzas. La tiraba el marido nomás. Lo único. ¿Y Violeta sabe?, indagó

inesperadamente. Ni idea, le contesté. Espero que no, me dijo. Ella la ama. Y… si se

enterara… De nuevo el silencio. Padre, necesito pedirle un favor: ¿usted me podrá

mantener al tanto de lo que pase? Accedí. Aunque…, en mi estado… ¿de qué serviría? De

nada, le contesté, tajante, seco. Y explotó en llanto. Explotó en un llanto rabioso.

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Tarea cumplida, pensé en ese momento. Y emprendí la retirada.

Ya estamos a mano.

–X–

24
La aparición de los diarios del padre Levín constituyó una verdadera revelación

para mí.

Me fueron cedidos por un diácono que lo asistió en sus últimos días, cuyo nombre,

por obvias razones, no será mencionado. Me limitaré a señalar que fue él mismo quien me

contactó al enterarse de que estaba realizando un relevamiento sobre la “Masacre de

Tábano”.

—Quizá no le sirvan de nada —me adelantó por teléfono—. Pero igual me gustaría

que los leyera.

Y, sin dudarlo, me subí a un micro rumbo a Neuquén, donde el cura había sido

trasladado en diciembre de 1989.

—Era un hombre terrible —me recibió el diácono, ahora a cargo de la parroquia—.

Un auténtico monstruo. Yo lo despreciaba. Es duro decirlo, no crea que no, pero lo

despreciaba con todas mis fuerzas. Él me contó esta historia solo para torturarme, como,

años atrás, había torturado a esa pobre mujer. Y lo peor era que no manifestaba ningún

sentimiento de culpa. Lo contaba a modo de gracia. Se reía a carcajadas recordando sus

canalladas. Su falta de escrúpulos. Y a mí me daban ganas de estrangularlo. Me daban

ganas de abalanzarme sobre él y apretarle el cuello. Para que se callara. Porque no se

callaba nunca. Ese tipo sacó lo peor de mí —me confesó tras unos instantes de silencio—.

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Y, aunque dudo de que esto le sea de alguna utilidad, me sentí en la obligación de

entregárselos. No me pregunte por qué. Fue un impulso.

Efectivamente, a primera vista, esos diarios parecían una simple anécdota. Sobre

todo porque, al momento de la masacre, Levín llevaba ya tres meses lejos de Tábano. Sin

embargo, todavía faltaba que apareciera otro documento clave (esta vez, una serie de

cartas), que, no solo los resignificaría, sino que, además, demostraría su vínculo con el

suceso que desencadenó el suicidio. Un hecho que, hasta ahora, permanecía en las sombras.

Y que también me sería confiado a los fines de la presente investigación.

Op. cit., p. 55.

26
– XI –

Lunes 30 de octubre de 1989


Una nueva: pretende que Violeta se bautice.

Yo intenté disuadirla, lo intenté de todas las formas que se me ocurrieron (le dije

que los sacramentos son un mero formalismo, una cosa sin importancia, casi ornamental),

pero no hubo caso. No hubo manera de convencerla. Así que tuve que ceder. Le prometí

que voy a hablar con la catequista para que la nena se integre al grupo y que, en uno o dos

meses, va a estar lista para recibirlo. La ceremonia va a ser en la casa. Sin padrinos ni nada.

Vamos a montar un simulacro solo para que ella se conforme. Y punto. Yo no quiero que

mi hija tarde en acercarse a Dios, padre, me dijo. No quiero que cometa el mismo error que

yo. Y supongo que todavía estamos a tiempo de solucionarlo.

A la salida se lo comenté al paisano (Violeta se va a tener que ausentar dos veces

por semana y necesitábamos su aprobación) y él aprovechó para endosarme también a la

chiquita. Para que no se sienta tan relegada, me dijo. Y a mí no me quedó otra que aceptar.

Me habló bajito y sin dirigirme la mirada. Con la cabeza gacha. Se nota que todavía sigue

avergonzado por lo que me planteó el otro día. ¿Y cuándo empezarían? El próximo

miércoles. ¿Usted se las arreglará sin ellas? Sí, sí, me contestó. Aparte, les va a venir bien

despejarse un poco. ¡Qué hipócrita! Si le preocuparan tanto, por lo menos las mandaría a la

escuela. Pero ni eso. Yo no lo justifico. No lo puedo justificar. Para mí, la ignorancia no es

un atenuante. Lo único que espero es que las hijas, cuando sean grandes, se lo hagan pagar.

27
Que lo metan en un geriátrico y que se olviden de él. O que lo encierren en algún lado y lo

mantengan cautivo. Es lo mínimo que se merece, por la infancia que les está haciendo

pasar, por el sufrimiento cotidiano al que las somete.

Otra que se lo merece es la vieja. La abuela. Estuvo hace un par de días. ¿Cómo le

va, padre?, me recibió cuando entré a la habitación de Margarita. Mi primer impulso fue

retroceder. ¿Quién era esa mujer que ocupaba mi lugar y mi tiempo? Si ella me había

confesado que no tenía más amigas que la chica que se murió. ¿No me reconoce? La verdad

que no, le contesté. Y se presentó. No lo podía creer. Volvió cambiada la muy ladina: se ha

teñido el pelo de rubio y se ha hecho la permanente. Payasa. Tiene sesenta y un años y anda

pintada como una puerta. Y la hija agonizando. Mire lo que me trajo, padre, saltó Margarita

desde el fondo, emocionada, alegre, y me mostró una virgen de yeso de aproximadamente

treinta centímetros. ¿Le gusta? Yo la examiné con desgano, me limité a asentir con un

ligero movimiento de cabeza y se la devolví sin disimular mi asco. ¿Y dónde la van a

colgar?, pregunté. Acá mismo, me contestó la vieja. Enfrente de la cama. Ya mandamos a

la nena a buscar una repisita y unos clavos. Muy bien, les dije. Yo me voy. ¿Ya?, se

sorprendió Margarita. Sí, le contesté. Veo que estás en buena compañía. No te quiero

molestar. No me molesta, dijo con un hilo de voz. Espere, padre, me detuvo la vieja.

Necesito hablar un minutito con usted. Y salimos. Le quiero aclarar algo, me increpó en el

pasillo, tal como lo había hecho cinco años atrás. Si yo no me quedo al lado de ella es

porque no soporto al marido, empezó. ¿Qué más quisiera yo que estar con mi hija? Pero él

me lo impide. Yo ni le hablo. Me niego a dirigirle la palabra a una persona que condenó a

otra a semejante situación y que, encima, no demuestra ni el menor sentimiento de culpa.

No puedo. Me daría rabia verlo caminando mientras mi hija está postrada en una cama.

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Ahora vine porque me avisaron que se iba. Pero esta misma noche me vuelvo a subir a un

micro. No me lo quiero cruzar. Usted me entiende, ¿no? Claro, le aseguré. La entiendo.

Entiendo que los dos están cortados por la misma tijera, sentí deseos de gritarle. Entiendo

que los dos son unos egoístas que en lo único que piensan es en su propia comodidad. Que

ninguno de los dos piensa en el bienestar de esas pobres nenas. Entiendo, le repetí. Y me

alejé por el pasillo.

Y, aunque al principio la maldije, ahora me siento en deuda con ella. Porque,

gracias a la virgen que le regaló, se me ocurrió una idea brillante. Una idea que, si las cosas

salen de acuerdo a lo planeado, va a coronar la maravillosa tarea redentora que asumí

hace más de media década.

29
– XII –

Viernes 27 de octubre de 1989


Al verlo acodado en la tranquera, supuse que algún planteo se traía en mente. Me lo

imaginé. Era cantado. ¿Qué se las daba de servicial? Si nunca, a pesar de mis reclamos, se

tomó la molestia de arreglarla. ¿Con qué me saldrá?, no pude evitar preguntarme mientras

avanzaba. Y, ansioso, me frené a esperarlo. Le hago una consulta, padre, me largó

directamente, ni bien se subió al auto: ¿usted conoce a María Rosa Santos? Claro que la

conozco. ¿Cómo no la voy a conocer? Hace meses que todos me hablan sobre ella: el

ferretero, las enfermeras, las viejas de la parroquia, etc., etc., etc. Parecen complotados.

Cada persona que me cruzo por la calle me frena y me la nombra. Y a mí se me sube la

sangre al ojo. De cualquier forma, preferí mentirle. Necesitaba saber con qué información

contaba. No, le dije. ¿Quién es? Y él se sorprendió. Se ve que planeaba saltearse la

introducción. Pero tampoco se la podía hacer tan fácil. Tampoco se la podía servir en

bandeja. Una chica que recibe mensajes de la Virgen, me contestó, convencido. No es de

acá, pero los padres le alquilan una quinta al costado de la ruta para que se los transmita a

sus fieles. ¿Y qué clase de mensajes son esos? No le daba respiro: apenas terminaba, yo le

lanzaba el siguiente dardo. Quería que pisara el palito. Buscaba adivinar sus intenciones.

Mensajes de sanación, me dijo. Ahí la pifió. Había entendido mal. Según el resto, esta chica

transmite mensajes de paz. Dice que el mundo está demasiado abatido, revuelto, y que, por

ende, los cristianos debemos mantenernos unidos, en comunidad. Y que debemos reafirmar

nuestra fe. Una reverenda gansada. ¿Cómo se pueden tragar que la Virgen diga semejante

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sandez? Mañana algún croto les inventa que es Dios y ellos se van a arrodillar a besarle los

pies. ¿Cómo se puede ser tan ignorante? Con razón no progresan, están estancados, a punto

de que los borren del mapa. Mensajes de sanación, murmuré, serio, aunque, por dentro, me

reía a carcajadas. Por suerte la de Rodríguez ya había disipado todas mis dudas al respecto.

Me había contado que ella iba, pero muy al principio, porque después la chica había

empezado con cosas raras, que no le terminaban de cerrar. Que le hacían ruido. ¿Como

qué?, había indagado yo. Como que María se posesiona de su cuerpo, me había dicho.

¿Y les cobra?, me acuerdo que me interesé. Ni un peso, me contestó. Y ahí sí que me

desconcerté. ¿Por qué lo hará entonces, con qué objetivo? También me contó que predica

desde un escenario. Y que la gente se acerca a pedirle consejo, o a que los toque, para

bendecirlos. Que viene gente de todos lados. Y que incluso acampan. Que montan guardia

por miedo a quedarse afuera. ¿Y eso qué tiene que ver con vos?, le formulé a Lisandro.

Bueno…, titubeó él, es que yo había pensado que…, en su estado…, quizá podría llevar a

mi mujer. ¿Me estás hablando en serio?, le pregunté. ¿O me estás tomando el pelo? Él se

quedó callado, mudo, consciente de que acababa de meter la pata. ¡Contestá, carajo! En

serio, me dijo, con un hilo de voz. Yo traté de contenerme, juro que traté, pero me resultó

imposible. Decime una cosa, arremetí: ¿vos sabés el esfuerzo que yo hago para venir acá?

¿Vos te das una idea del sacrificio que esto implica para mí? Silencio. Va a ser mejor que

no vuelva, le dije. No, padre, se precipitó. Fue nada más que una idea. Disculpemé. Es

que… hace tanto que… ¿Y vos te creíste que iba a ser fácil? ¿O acaso no sabés que tu

mujer no es una persona fácil? ¿Vos te creíste que iba a ser de un día para el otro? Ella va a

ceder, va a terminar cediendo, pero todavía falta. Además, si la metemos ahí, la va a

arrastrar toda esa locura. Y ya no la vamos a poder sacar. No la recuperaríamos.

¿Entendido? Entendido, me dijo. Y no quiero volver a hablar del tema.

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Llega tarde, me recibió Margarita. ¿Perdón?, me adelanté yo. No estaba dispuesto a

escuchar otro reproche. Mucho menos de parte de ella. Son casi las tres y media, me dijo.

Y… usted es tan puntual que… Seguí, la alenté. Nada. ¡Seguí! Que pensé que le había

pasado algo. Ya ves que no, le dije. Ya ves que estoy acá, con vos, como todas las tardes. Y

empecé.

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– XIII –

Viernes 15 de diciembre de 1989


Tenés que buscar una señal, le vengo insistiendo desde hace unos días. Va a

haber una señal que te va a indicar si hiciste las cosas bien. O no. ¿Y si las hice mal,

padre?, me pregunta ella, con angustia, invariablemente. ¿Qué va a pasar? Y yo me

limito a morderme el labio. ¿Qué va a pasar, padre? ¿Qué va a pasar?

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– XIV –

Los delirios de María Rosa Santos incrementaron fuertemente durante el último

trimestre de 1989 y llegaron a su límite el lunes 1 de enero de 1990, cuando, tras anunciarle

a sus fieles que el fin estaba cerca (la concesión definitiva del frigorífico a una empresa

privada era una prueba irrefutable: representaba la completa corrupción del pueblo, y, por

extensión, la del mundo entero), los convenció de que, ante una nueva señal (ante una

señal física, concreta, audible, visible o palpable), deberían alcanzar el estado de gracia,

o sea, quitarse la vida para entrar al Reino de los Cielos. Solo ellos lo harían, los elegidos,

los que habían permanecido a su lado, ignorando las injustas acusaciones que recaían sobre

el grupo. Porque, a pesar de que en algún momento el suyo había sido un movimiento

multitudinario, en los últimos meses, las combis provenientes tanto de los alrededores como

de las provincias lejanas habían dejado de llegar. Los únicos que continuaban asistiendo a

las reuniones (ya no de consejo, o de imposición, sino de preparación para el tiempo de

la entrega) eran los vecinos de Tábano, a los que extorsionaba con el argumento de que, al

haber elegido a su pueblo para radicarse, no la podían abandonar.

Entretanto, a varios kilómetros de distancia, pero en el mismo espacio geográfico, a

Margarita Godino se le presentaban los síntomas de lo que, el 20 de diciembre de 1989, la

arrancaría de este mundo: un accidente cerebro vascular isquémico. Y, como el padre

Adrián Levín presentía que la muerte de su víctima era inminente, todas las tardes,

antes de perderse por ese extenso pasillo, se aseguraba de que la pintura que llevaba en la

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jeringa no se hubiera endurecido. Acto seguido, hundía la mano en el picaporte y empezaba

con su rutina de tortura, dispuesto a hostigarla hasta el último minuto.

Op. cit., p. 214.

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– XV –

Miércoles 20 de diciembre de 1989


Espero el llamado.

Hoy es el día. Estoy seguro.

Esta tarde no se podía ni mover, respiraba con dificultad, balbuceaba palabras

inentendibles.

En cualquier momento va a sonar el teléfono y me van a informar que la pesadilla

terminó.

Lo sé. Lo presiento.

Violeta también. Y Luis.

La única que permanece ajena a semejante ajetreo es la chiquita. Nefer. Pobre, me

da lástima. Aunque, por otro lado, reconozco que es la menos perjudicada. La menos

salpicada con mierda.

Es desesperante esperar un llamado. Sobre todo si de ese llamado depende tu futuro.

Tiene que ser hoy. No puede ser otro día.

Ya está el escenario montado. Solo falta que Margarita represente el acto final. Solo

falta que, en su último rapto de lucidez, levante la cabeza y vea a la virgen llorando sangre.

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Solo falta que comprenda que Dios no la perdonó. Que, a pesar de su esfuerzo, la destinó al

infierno. Y que eso la termine de matar. Que la liquide.

Ensangrentar a esa virgen fue más complicado de lo que creía. Aunque ya había

practicado en la parroquia. El pulso me temblaba como nunca me tembló en mi vida.

Encima ella que no se dormía. Que daba vueltas. Y la nena que iba y venía, jodiendo,

hinchando las pelotas. Hasta que lo conseguí. Me quedó perfecta. Dos manchones de un

rojo intenso que le surcan la cara y que se convertirán en indicio de su condena.

Juro que pagaría por estar presente cuando la descubra. Pero implicaría un riesgo

muy grande. Levantaría demasiadas sospechas.

20:24: suena el teléfono.

Murió.

Por fin.

No me falló.

Confiaba en que no me iba a fallar.

Mañana temprano reconfirmo el traslado.

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– XVI –

Se agita. Se retuerce en la cama. Desde el mediodía que no se le entiende lo que

dice. Es… como si hablara en otro idioma, piensa Violeta. Como… si estuviera poseída. De

repente, los ojos de su madre, que no han dejado de moverse en toda la tarde, que han

errado de una dirección a otra, incansables, se detienen en un punto fijo. Se detienen en la

pared de enfrente. Y se le llenan de lágrimas. Violeta mira. No. No puede ser. La virgen.

Esa virgen que le regaló su abuela y que, hasta hace una semana, permaneció guardada en

un cajón (el viernes pasado, el cura trajo una repisa y la colocó ahí), esa virgen de yeso,

minúscula, sin ninguna gracia y fabricada vaya uno a saber dónde, tiene la cara manchada

de rojo.

—Sangre —murmura su madre—. Sangre.

Y, lentamente, se empieza a apagar. Aunque su mano izquierda, aferrada con fuerza

a la derecha de su hija, demuestre que todavía no se siente preparada, que todavía no se

quiere ir, en silencio, y con los ojos cerrados, Margarita exhala por última vez. Entonces la

nena la cubre con una sábana y se levanta a esconder la imagen. Va a ser mejor que su

padre no la vea. Definitivamente, va a ser lo mejor, piensa. E, incrédula, la toca. Está seca.

Sangre. No. No puede ser. Pero… ¿y si lo fuera? ¿Qué significará? En el velatorio lo va a

consultar con Porfiria. Si va. Pero todavía falta para eso. Por lo pronto, les transmitirá la

noticia a los demás. A Nefer ni siquiera le va a importar. Y la intriga muchísimo saber cuál

será la reacción de su padre. Además, tiene que llamar al cura. Él se lo pidió.

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Mientras desanda el pasillo, a Violeta la invaden sensaciones contradictorias. Por un

lado, siente un inmenso alivio. Sin embargo, por el otro, una gran incertidumbre. Su rutina,

de lunes a lunes, se organizaba en torno a su madre. ¿Y ahora qué? ¿Qué será de ella?

Tendrá que retomar la escuela. ¿Y si no lo hiciera? Un universo de posibilidades se abre

frente a sus ojos. Violeta acaba de cumplir doce años, tiene toda la vida por delante (o, al

menos, eso supone), pero, al mismo tiempo, no sabe qué hacer con ella.

Llega.

Respira profundo y abre la puerta. Lisandro está tomando mate. Solo.

—¿Y? —le pregunta.

—Se murió —le contesta ella, con frialdad.

Por fin se murió, le dan ganas de agregar, pero se contiene.

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– XVII –

Y ni siquiera había terminal. Uno se tenía que ir hasta la ciudad cabecera o esperar

en la ruta. Me acuerdo clarito. ¿En serio no me creés que no le avisé a nadie que viajaba?

No hacía falta. La única persona que me importaba ya no existía. Se había muerto. La había

enterrado un par de horas atrás. Bueno, la cuestión es que el micro llevaba veinte minutos

de retraso, o sea que empezábamos mal. Mejor dicho: terminábamos mal. No podíamos

terminar de otra manera. ¿Y querés que te diga otra cosa, pibe? La verdad es que me

compadezco del pobre colega al que hayan mandado allá. Debe sufrir como un condenado.

Como un mártir. Tábano es la representación más acabada de la desolación. Si ni una garita

tienen. O tenían. Porque quizás ya desaparecieron. Ni una puta garita para refugiarse de la

lluvia. Decí que, cuando empezó granizar, yo ya estaba arriba del micro, si no, todavía los

seguiría puteando. Había elegido uno de los últimos lugares, del lado de la ventanilla, y

avanzábamos lentamente. El agua caía a baldazos. A pesar de eso, a lo lejos, todavía se

distinguía el cartel de la quinta de la loca. “Santa Madre” le había puesto la muy cínica. ¿En

qué andará ahora?, me acuerdo que pensé. Y, en el acto, se me vino a la memoria la tarde

que la saqué cagando de la parroquia. Vine a pedirle autorización, padre, me dijo apenas

entró. Y yo, aunque había logrado desconcertarme, me levanté, tranquilo, inmutable, y le

pegué un grito que le voló el flequillo. Porfiria escuchaba atrás de la puerta, impotente, sin

animarse a entrar. Se conformó con consolarla a la salida. Y con llamarle un remis. Esa

tarde sí que se salvó de que la echara. Se salvó raspando. Fue la vez que más cerca estuve.

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Porque ella le concertó la reunión. ¿O acaso se creería que no me di cuenta? Si a mí ya me

habían puesto al tanto que iba a lo de María Rosa. Idiota. Se preocupaba por ocultarlo.

Como si a mí me interesara. A mí lo único que me interesaba era Margarita. Hostigarla. Eso

me importaba. ¿Entendés? Y no sabés lo que lamento no haber podido encontrar otra como

ella. Era única. Inimitable. ¿Qué? No te escuché. Ah, las viejas decís vos. Todavía se me

dibuja una sonrisa al imaginarme su reacción ante mi partida. Me deben haber insultado de

arriba a abajo. Te digo más: me parece verlas: enojadas, refunfuñando, arriesgando

hipótesis descabelladas. A falta de un Club Social, me hinchaban las pelotas a mí. ¿En qué

cabeza cabe? Cuántos años, carajo. Cada vez que me pongo a analizar el tiempo que perdí

en ese pueblo de mierda, me entran ganas de rajarme un tiro. ¿Cómo? ¿Y qué más querés

que te diga? Vos no te conformás con nada, pibe. Sos insaciable. Es la décima vez que te

cuento lo mismo. ¿Qué querés, que invente? Lo único que se me ocurre agregar es que,

cuando el micro frenó en la rotonda, a la espera de que pasara un camión, atiné a sacar un

espejito del bolso, lo apoyé contra la ventanilla y, no sin asco, miré lo que dejaba atrás.

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Segunda parte
¿HAY ESPERANZA PARA LOS MUERTOS?

“¿Que si entendía la muerte? Desde luego. Era

cuando los monstruos se adueñaban de uno.”

Stephen King, La hora del vampiro

– XVIII –

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Tábano, miércoles 27 de diciembre de 1989
Querida Susana:
Te juro que me sigo felicitando por haberme acercado a esa nena.

Por haber logrado romper la barrera que me imponía y haberme ganado su confianza.

Gracias a ella tengo una misión en la vida. Y, al mismo tiempo, gracias a dicha misión, voy

a poder redimirme. Yo sé que a vos te molesta que te hable del tema, yo sé que te irrita,

pero entendé que para mí representa una carga muy grande. Una mochila demasiado

pesada. Todavía me torturo por lo que le hicimos a la tía. No me entra en la cabeza haber

sido capaz de tamaña salvajada. ¿Y todo para qué? Para nada. Porque a la casa, culpa de ese

frigorífico mugriento, la tuvimos que vender por chirolas. El precio se devaluó tanto que ni

siquiera cubrió nuestras expectativas. Que ni siquiera justificó el sacrificio y el esfuerzo que

le dedicamos. Ni nuestra saña (en especial la mía) contra la pobre vieja. Esa fue la primera

señal de que íbamos a recibir un castigo. Yo la interpreté al vuelo. Fue la primera señal de

que no la íbamos a sacar barata. De que íbamos a pagar por nuestro pecado.

Te confieso que no hay día en que no intente convencerme de que fue otra la que obró

así. En vano, intento despojarme de mi grado de culpa, de responsabilidad. Esta tortura

forma parte de mi condena. Lo tengo claro. Aunque, como contrapartida, Dios tuvo la

generosidad de cruzarme a Violeta (al igual que, cinco años atrás, cuando planeaba tirarme

a las vías, me cruzó a María Rosa), para que la ayude. Y, en definitiva, para que nos

salvemos las dos. El Señor me está poniendo a prueba, Susana. Me está dando una

oportunidad. Y no pienso desaprovecharla.

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Te repito: yo sé que a vos no te gusta que te hable sobre el tema, y te entiendo, pero,

en esta época, a mí me resulta inevitable acordarme de las fiestas que padecí acá, sola. Más

que en ningún otro momento del año, vuelven a mi memoria el llanto, los gritos y los

quejidos de la tía. Si hasta me parece escucharla. De madrugada, me despierta el roce

desesperado de la soga contra el cubrecama. Y el chirriar de los barrotes. Y me desvelo.

Ignoro si los ruidos salen de la habitación contigua o si, en realidad, provienen de mi

mente. Pero me persiguen. Lo concreto es que me persiguen. Por eso me resisto a dormir en

casa. Si por mí fuera, me iría definitivamente a la quinta. Me instalaría ahí, con los demás

compañeros que ya tomaron la decisión. Pero la nena, a raíz de la madre que le tocó en

suerte, a raíz de las pavadas que esa mujer le decía, es renuente a todo lo que tenga que ver

con el grupo. Y, si me mudara, la perdería. La perdería para siempre. Y ese es un precio

que no estoy dispuesta a pagar.

Ayer vino. Yo estaba a punto de acostarme y me sobresaltó el timbre. En los pueblos

la siesta es sagrada, ¿quién me podía buscar a las dos de la tarde, quién podía cometer

semejante “herejía”? Era ella, demacrada, bañada en lágrimas. “Viole”, la recibí, “¿qué

pasó?” Y se me abalanzó con los brazos abiertos. Al principio me asusté, pero enseguida

me di cuenta de lo que la angustiaba y me empeñé en calmarla. Costó. Me costó bastante.

Pero lo terminé consiguiendo. Y, cuando te explique el motivo de su visita, se va a renovar

tu desprecio por Margarita. Ese monstruo dañó tanto a las hijas que se debe estar pudriendo

en el infierno. No me cabe la menor duda de que Satanás la debe estar obligando a sufrir el

rigor de sus llamas3.

3
El resto de la carta no pudo localizarse.

44
– XIX –

45
El agua. Durante seis años, durante los seis años que duró la agonía de su madre

(mejor dicho: de lo que quedaba de ella, de aquel despojo que le demandaba atención

permanente), el agua fue lo único capaz de sustraerla de su realidad. Violeta entraba a

bañarse y, al menos por unos minutos, las preocupaciones se disipaban. Desaparecían. Se

borraban. Aunque procedía con apuro, porque su presencia en la casa era indispensable (era

vital), disfrutaba de cada gota que caía sobre su cuerpo. Ahora está parada de espaldas, con

la cabeza flexionada y el pelo corrido hacia los costados. El agua le golpea la nuca. Eso la

relaja. La distiende. Lleva quince minutos en la misma posición. El vapor ya lo ha inundado

todo. Ha empañado los vidrios, se ha adherido a las paredes, ha humedecido los

calzoncillos que se amontonan en el bidet. Además, le ha abierto los pulmones. Y le nubla

la vista. Entonces voltea y extiende sus manos en dirección a los grifos. Sin embargo, antes

de cerrarlos, decide enjabonarse nuevamente. Como le sobra el tiempo, como no tiene

ninguna obligación, lo puede hacer. Se puede dar ese lujo. Empieza por la cara. Se frota con

fuerza y enfrenta a la lluvia. Las burbujas se escurren por la rejilla, despacio, muy

despacito. Sigue por el pecho. Hasta hace menos un mes, su pecho era tan chato, tan plano,

que le cuesta reconocer como propias a esas dos enormes pelotas que le brotaron de él. Y

que, por otro lado, y a pesar de su turgencia, no la avergüenzan. En absoluto. Cuando

todavía no las tenía, creyó que la iban a incomodar. Y mucho. Pero no. Al contrario: le

gustan. Porque la distinguen. La diferencian del resto. A continuación, se enjabona la

panza, donde, desde el mediodía, siente un ligero cosquilleo. Un cosquilleo que aumenta de

manera progresiva, implacable. Violeta abre la cortina y se sienta en el inodoro. Hace

fuerza. No. No son ganas de hacer pis. Ni de hacer caca. Vuelve a la ducha. Se enjabona las

piernas. Sube y baja, rodeándolas. Primero la derecha, después la izquierda. Y, justo

cuando está a punto de devolver el jabón a su lugar, descubre que se ha teñido de rojo.

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Sangre…, murmura. Sangre. Se mira las manos. Sangre. Se mira las piernas. Sangre. Mira

el suelo. Sangre. Mira la rejilla. Sangre. Sangre que sale de… Imposible. Se asusta. Cierra

los grifos, temblando, y corre a limpiarse con papel higiénico. Empecinada, la sangre no se

detiene. La toalla de mano le grita desde el soporte. Violeta la agarra, la hunde entre sus

piernas y se envuelve en la grande. Se seca. Seca el baño. Borra las huellas de sangre, una a

una, y sale. Se viste rápido, con las mismas prendas que, media hora atrás, destinó al

canasto de la ropa sucia. Se asoma a la habitación de su padre. Duerme. Su hermana

también. Busca las llaves de la camioneta vieja. La que usan adentro del campo. Camina

hasta el galpón. Cubre el asiento con la toalla grande y se trepa. Siente la humedad entre

sus nalgas. En cualquier momento se le va a manchar el pantalón. Lo sabe. Llora. Llora

desconsoladamente. Tiene miedo de desangrarse camino a lo de Porfiria. Tiene miedo de

morir desangrada arriba de la camioneta. Suda. Es una suerte que sepa manejar. Aprendió

sola. A través de la observación. Cada domingo, cuando salían a dar una vuelta, iba

concentrada en el movimiento de los pies de Lisandro. Parecía fácil. Empezaba apretando

fuerte el pedal de la izquierda. Después apoyaba su otro pie sobre el de la derecha y, a

medida que lo iba hundiendo, soltaba el primero. Mucho más tarde se percató de que el

movimiento de los pies iba acompañado por el de las manos. Una sobre el volante y la otra

sobre la palanca de cambios. Tan concentrada iba en el mecanismo de los pedales que

nunca había levantado los ojos. Hasta que, un domingo, de casualidad, lo hizo. Y entendió

que los mecanismos se complementan. Y, una vez que los integró, una vez que su mente los

asimiló, se decidió a probar. Aprovechó una tarde en que su padre se había ido con Nefer y

en que Margarita dormía la siesta. Puso en marcha la camioneta (no le costó nada) y

arrancó. Le bastó con recorrer los alrededores. Unas pocas cuadras le bastaron para

comprobar que había aprendido. Y se alegró. Se puso contenta. También es una suerte que

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Porfiria, a la salida de la última clase del catecismo, antes de que “se bautizaran” (ella tenía

una idea muy distinta acerca de lo que era el bautismo, pero cómo iba a cuestionar al cura),

le haya indicado el camino a su casa.

—Por cualquier cosita —le dijo—. Lo que necesites. Yo siempre voy a estar para

ayudarte. Siempre.

Definitivamente, esa mujer era muy pesada. Pesadísima. Como un moscardón.

Como un tábano. Desde el primer día que la había perseguido. Para sacarle información,

claro. De chusma nomás. Se hacía la disimulada pero le salía mal. Era demasiado obvia.

Violeta trataba de esquivarla. La ignoraba. Y ya no se le ocurría forma de demostrarle su

irritación. Su furia. Sin embargo, hoy, se convirtió en su única alternativa. En su única

opción. Acaba de cruzar las vías. Todavía le faltan diez cuadras. Pero el olor a podrido ya

se hace notar. Desde el campo también se siente. Sobre todo a la mañana, bien temprano, o

a la nochecita, cerca de las nueve. Violeta desconoce el motivo. Supone que a esa hora

desagotarán. O que les tirarán algún líquido a los desperdicios. O que los removerán. Es un

olor intenso, penetrante, que emana de las cuatro cunetas que bordean la cuadra en la que se

levanta el edificio. Cuatro cunetas inundadas de sangre. Porfiria vive a doscientos metros,

en un departamentito (pieza, cocina y baño) que alquila por unos pocos pesos.

—No me pueden cobrar más —le comentó en alguna oportunidad—. Por el olor.

Y por las moscas, agrega ella mientras cierra las ventanillas para que no se le metan

a la camioneta. Qué cantidad de moscas. Parece el basurero. “Frigorífico SEK”, anuncia un

cartel. “20 años de compromiso”. Y cinco clausurado, debería agregar. Tres empleados

ahogados en sangre y cinco años de clausura. Violeta reduce la velocidad. La sorprende que

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haya nenes jugando adentro, entre la mugre, entre los desperdicios. ¿Vivirán ahí? Capaz

que el padre es el encargado y trabaja por sueldo y techo, baraja. Igual que el mío. Sigue de

largo. Casi sin mirar, se aleja. Apenas cien metros la separan de su destino. Pisa el

acelerador. El sonido de las ruedas estalla en la tarde silenciosa. Levanta polvo. No anda un

alma por la calle. Mejor, se consuela. Llega. Estaciona a la sombra de un árbol, arranca las

llaves y se baja. Avanza con las piernas abiertas. Le arde. El trayecto hasta la puerta se le

torna interminable. La toalla de mano le pesa sobre el pantalón. Le duele la panza, señal,

supone, de que va a volver a sangrar. La tierra se le mete entre los dedos de los pies. La

quema. El timbre. Hunde un dedo en el timbre y espera. Nada. ¿Y si no está? ¿Habrá

corrido un riesgo inútil? Se acuerda que Porfiria le contó que, muchas tardes, el cura la

obligaba a quedarse durante la hora de la siesta. Para adelantar trabajo, se justificaba. Y que

ella no se podía negar. No tenía posibilidades de negarse.

—Por ejemplo, el día que conoció a tu mamá —le había dicho—, yo atendí el

teléfono.

Pero ahora hay un cura nuevo. ¿Cómo será? Vuelve a tocar. Insiste. ¿Por qué se

habrá ido Levín? ¿Por qué no le habrá avisado a nadie que se iba? Nada. Se desespera. ¿Y

si no está? Suda. La ropa se le pega al cuerpo. ¿Qué va a hacer? La temperatura ronda los

treinta y ocho grados. Los rayos del sol se incrustan en su cabeza. Tiene miedo. Pánico.

¿Cuánto tiempo podrá sobrevivir sin sangre? Dentro de unos minutos perderá la poca que le

queda. Está segura. Se pisa los talones, ansiosa, nerviosa. Y, de repente, escucha el chirriar

de la mirilla. Y, a continuación, lentamente, se abre la puerta. Porfiria sonríe, pero, al verla,

la boca se le tuerce en una mueca de espanto.

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—Viole —la recibe—, ¿qué pasó?

Y ella se le abalanza con los brazos abiertos. La abraza fuerte. Entonces la otra,

tomando las riendas de la situación, la hace entrar. No hace falta que la nena le diga nada.

Sobran las palabras. Porfiria entiende, de inmediato, lo que la arrastró hasta su casa.

– XX –

No sé si voy a ser capaz de volver a mirarla a la cara.

50
Después del papelón que me acabo de mandar, la próxima que me la cruce, o que la

necesite, me voy a poner roja de vergüenza. Me voy a poner bordó.

¿Por qué mamá no me lo habrá dicho? ¿Por qué no me lo habrá explicado? Ahora

entiendo el motivo por el cual, algunos días al mes, no me dejaba higienizarla. Me pedía el

trapito y la palangana y se limpiaba sola. Y se quedaba con un paquete de algodón. Recién

ahora lo entiendo. Y espero que, en algún lado, esté pagando todo el mal que nos hizo. Es

lo único que me serviría de consuelo. (ACÁ DECÍA “RECONFORTARÍA”!!!!).

¿Ya se habrán despertado? No creo. Se acostaron tarde. Le van a pegar derecho. Por

lo menos hasta las cinco. Me sobra el tiempo. Por suerte no manché el asiento. Igual, la

sangre no es difícil de sacar. No hubiera sido mucho problema.

La virgen. Reconozco que lo primero en lo que pensé cuando me vi la sangre fue en

la virgen. En sus lágrimas. ¿Estarían relacionadas? ¿Por qué habríamos sangrado las dos?

Y, de no haber sido por el apuro con el que salí, la habría llevado. Se la habría mostrado.

Pero ya va a haber tiempo para eso. Nuestro próximo encuentro va a ser para mostrarle la

imagen. Y que ella me dé su opinión. Estoy decidida. Al principio tenía mis dudas, pero,

después de la demostración de hoy, desaparecieron.

La culpa la tuvo el cura. La culpa de mi desconfianza. Porque, en una de sus visitas,

lo escuché decirle a mamá que Porfiria le había metido a María Rosa en la parroquia. Que

se la había metido de prepo. Pero que por suerte él había reaccionado a tiempo y la había

sacado cagando. Con esas mismas palabras se lo dijo. La saqué cagando. Eso sí: le voy a

exigir discreción. Aunque le resulte difícil, esa va a ser la condición que le voy a poner. Yo

se lo voy a confiar solo si ella me promete que no se lo va a contar a nadie.

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Entro.

Guardo la camioneta.

Pensar que salí creyendo que no iba a volver, que me iba a morir, y acá estoy. Sana

y salva.

Todavía duermen.

Me voy a poner a lavar la ropa.

Urgente.

– XXI –

Tábano, miércoles 29 de diciembre de 1989


Querida Susana:

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Te escribo medio a las apuradas porque si no despacho esta carta

mañana mismo voy a tener que esperar hasta el lunes. Y no me siento capaz de poder

resistir un fin de semana entero con semejante opresión en el pecho. Desde ya, te pido

perdón por la letra. Es que me tiembla el pulso como nunca me tembló en mi vida.

Enseguida vas a entender por qué.

Hoy volvió, Susana. Se fue hace quince minutos. Y yo me tuve que tomar un

tranquilizante para bajar un poco las revoluciones. Llegó con una crisis peor que la del otro

día. Porque se trata de algo mucho más grave. Algo a lo que yo, por el momento, no le veo

solución. Por eso me tomo el atrevimiento de molestarte, de recurrir a vos, y de, en

definitiva, involucrarte en esto.

Voy despacito, para que no te marees, porque el asunto es delicado.

¿Te acordás que yo te dije que me había ido del velatorio de la madre con la

sensación de que se había quedado con ganas de contarme algo? Bueno, tenía razón. Había

algo que no se animaba a decirme. Hasta que explotó. Hasta que, anoche, pasó algo que la

hizo explotar.

Te explico: resulta que, desde que se murió Margarita, a Violeta la desvela un

continuo deambular de pasos en la habitación contigua. Sí, tal como lo estás leyendo.

Pasos. Dice que la despiertan a la madrugada y que no se detienen hasta el amanecer.

¿Cómo puede ser?, se preguntaba. Si en esa casa no viven más que ella, la hermana y el

padre. Y la hermana duerme en la cama de al lado y los ronquidos de Lisandro retumban

hasta en el gallinero. Bueno, la cosa es que, anoche, harta, se decidió a investigar. Se

levantó despacito y, con el mismo cuidado, emprendió la marcha. Su intención era no

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alertar a eso (lo que fuera) de que iba camino a su encuentro. Y, cuando llegó, sin dudarlo,

hundió la mano en el picaporte. Y, para su sorpresa, del otro lado no había nada. Ni una

persona, ni un fantasma, ni algún animal. Nada. Así que, aliviada, echó una última mirada y

resolvió irse. Pero, justo cuando estaba cerrando la puerta, con los ojos todavía clavados en

el interior, se coló una ráfaga de viento que agitó la cortina de la ducha. Y entonces pudo

distinguir, claramente, dos pies en la bañadera. Pies humanos, ¿entendés? Pies embarrados.

Como… si se hubieran escapado del cementerio (viste que a los muertos, antes de

enterrarlos, les roban los zapatos) y hubieran errado hasta ahí. Imaginate la velocidad con la

que volvió a la cama. Y, una vez que estuvo acostada, los pasos reanudaron su marcha,

incansables. Y, esta mañana, apenas se despertó, me lo vino a contar. Vino caminando.

Calculá su nivel de angustia que recorrió tantas cuadras a pata. Y lo peor es que a mí no se

me ocurría qué decirle. ¿Cómo se reacciona ante un caso de esa naturaleza? Te juro que, si

no me hubiera hablado en el tono en el que habló, habría pensado que me tomaba el pelo.

Pero no. Nada de eso. Me hablaba en serio. Muy en serio.

En síntesis: me comprometí a averiguar. Le dije que, ni bien tuviera una respuesta,

se la iba a comunicar. Pero el problema es que no se me ocurre con quién consultarlo. No se

me ocurre a quién recurrir.

Yo sé que a vos no te simpatizan demasiado este tipo de cosas, Susana, pero entendé

que sos la única persona a la que se lo puedo confiar. Violeta me mataría si se lo dijera

alguien del grupo. Me lo dejó bien en claro. “Te exijo discreción”, me dijo. Con esas

mismas palabras. Fue categórica. Y, por primera vez en mucho tiempo, siento que estoy en

un callejón sin salida. Y vos sos la única persona que me puede sacar. Vos allá contás con

los medios. Con los recursos. Andá a alguna biblioteca, comprate alguna revista, qué sé yo.

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Pero salvame. Necesito tu ayuda. Esa nena dependerá de mí, pero yo, en este momento,

dependo de vos, de tu buena disposición.

Por último, no quiero cerrar esta carta sin desearte que empieces el año de la mejor

manera. Yo planeaba viajar, pero, ante tantos inconvenientes, no pude. Espero que 1990 sea

mejor que 1989, Susana. Lo deseo profundamente. Aunque, el otro día, cuando le fui a

jugar un número a la quiniela al cura, vi algo que me dejó bastante inquieta. Mientras hacía

la cola, me puse a chusmear el significado de los sueños. Y mis ojos desembocaron

derechito en el 90. ¿Sabés lo que significa? El miedo. ¿Vos podés creer?

A propósito: ¿te has detenido a pensar en que, por lo menos una vez al día,

pronunciamos la palabra miedo?

Porfiria.

– XXII –

Se esconde detrás de un árbol para que no la vean. Aunque se los nota tan

acaramelados, tan entretenidos, que es prácticamente imposible que se les ocurra

desviar los ojos el uno del otro.

Los espía.

Charlan.

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Y, de repente, él la estruja.

La aprieta.

Con razón esta mañana no me lo crucé, piensa. Se conoce que ha salido

temprano. ¿Desde qué hora estará en este rancho?

La besa.

Violeta no da crédito de lo que le toca presenciar.

La besa.

¿Quién será ella? ¿De dónde la habrá sacado? Margarita se murió la semana

pasada y él ya anda a los besos con otra. Y en público.

Sonríe.

Hacía tiempo que no lo veía sonreír. Mucho.

Ella le habla al oído. Parece mayor que él. Debe tener cuarenta y cinco años.

Mínimo. Pero se viste como una pendeja. Igual que la abuela. Violeta odia a las

mujeres así. Se las dan de lindas y quedan como unas payasas. Pero se nota que a él le

gusta.

Ahora, sin soltarla, Lisandro mirá su reloj, la besa nuevamente (la besa

durante un rato largo) y se sube a la camioneta. Deben ser las diez. Ella le agita las

manos desde la vereda. Él arranca. Levanta tanto polvo que, por unos instantes, la

nena los pierde de vista. Y, cuando por fin se disipa, ya no están.

Sale de su escondite.

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Le queda un largo trayecto por delante.

Y todo un día para pensar.

Como si no tuviera suficientes preocupaciones en la cabeza, él le acaba de

agregar una más.

Para no perder la costumbre.

– XXIII –

General Pico, lunes 15 de enero de 19904


Porfiria:
Esto ya está pasando de castaño a oscuro.

Yo puedo aceptar que te involucres con esa gente. Puedo aceptar que sigas a una

pendeja que dice que recibe mensajes de la virgen, porque, según lo que me contás, no solo

te hace bien sino que, además (y esto era lo que a mí me quitaba el sueño), no te sacan un

4
Ni la firma ni el encabezado figuran en el original. La fecha y el lugar de emisión fueron repuestos a

partir del matasellos postal.

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peso. Puedo aceptar, aparte, que asumas el rol de madre con estas nenas. Después de todo

lo que sufrieron, nadie te lo podría reprochar. Pero que te creas cada una de las cosas que te

dicen me parece demasiado.

Violeta tiene un déficil de atención muy grande, Porfiria. No hace falta ser

psicólogo para darse cuenta. En un instante pasó de ser la preferida de la casa a oficiar de

sirvienta. Durante años, para lo único que la necesitaron fue para que le pusiera la chata a

una enferma, para que la atendiera. Y ahora que encontró a alguien que la escucha, que la

acompaña, que le ofrece ayuda (o sea, vos), es obvio que se está aprovechando.

Sos una persona grande, ¿cómo te pueden hacer tragar un cuento de aparecidos? Esa

fue la gota que rebalsó el vaso. En serio te digo que me tenés preocupada. Yo entiendo que,

al haber sido tan sobreprotegida, al haber vivido siempre bajo mi ala, seas un poco ingenua,

pero tampoco para la boludez.

Te repito: hay que ponerle un límite a esta situación. Un corte. Vos no podés

secundar a esta chiquitita en todas las pavadas que se le ocurra inventar. No puede ser que

te convenza con tanta facilidad. ¿Acaso perdiste el juicio? Volvé a tu eje, Porfiria, te lo

digo de verdad. Caso contrario, no me va a quedar otra salida que consultarlo con un

especialista. O meterte en un psiquiátrico. Sabés que no me temblaría el pulso. Así que

calmate. Pensá en lo que estás haciendo. Recapacitá. Andá a esas reuniones, divertite,

disfrutá, pero no te metás en quilombos. Porque las consecuencias pueden ser graves.

Pueden ser gravísimas. Y me vas a obligar a tomar decisiones drásticas. Te lo advierto. Y

tomalo como una amenaza si querés. Te voy a estar vigilando de cerca. Muy de cerca.

Susana.

58
– XXIV –

¿De dónde me dijo que venía? Ah, Tábano, sí, por supuesto, conozco. Un lugar

precioso. Mi mamá nació en Tábano. Pero se mudó después de la primera inundación. En el

45. Es increíble que, a pesar de los años que pasaron, todavía no hayan solucionado ese

problema, qué quiere que le diga. Caen dos gotitas y ya se quedan aislados del mundo.

Pero, bueno, usted no ha venido a hablar de obra pública. ¿Por qué no me cuenta el motivo

de su viaje? La escucho. Entiendo. Una historia complicada. Difícil. Sí, sí, adelante,

adelante. Un espíritu, digaló con todas las letras. No tiene de qué avergonzarse. Un espíritu.

Bueno, le explico. Básicamente, nosotros distinguimos dos grandes grupos: los que han

logrado ascender y los que no. Los segundos, aunque le parezca mentira, son los más

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numerosos. Se cruzan con nosotros de manera permanente. Sin embargo, en muy pocas

oportunidades nos percatamos de su presencia. Bien, dentro de ese grupo, a su vez, hay

otros dos: los residuales y los conscientes. La terminología varía de un manual a otro

(todavía no hay demasiado consenso al respecto), pero, en cualquier caso, apunta hacia lo

mismo. Los residuales son aquellos espíritus que no interactúan con los vivos. Aquellos que

permanecen en este plano pero que, al mismo tiempo, se muestran ajenos a él. Y también,

por suerte, son los más numerosos. ¿Nunca ha visto una de esas fotos en las que se los ha

logrado registrar? La mayoría son residuales. Pareciera que están ahí de pura casualidad,

que ignoran a los seres humanos, que no los afectan. Los consientes, en cambio, son los que

arrastran alguna antigua deuda que los mantiene atados a nuestro mundo. Y, por lo que

usted me dice, ese es el caso de la madre de estas nenas. ¿Pero cómo, a ustedes les quedaba

alguna duda de que se trata de ella? Yo se lo confirmo. Los indicios lo demuestran

claramente. ¿Quién más podría ser? Disculpe, ¿se siente bien? Continúo. Estos espíritus son

destructivos, vengativos, dañinos, pero, para llevar adelante sus planes, necesitan de un

cuerpo. Y la posesión solo se produce en aquellos casos en que la persona se encuentra muy

debilitada. Así que lo primero que le puedo decir es que le aconseje a la mayor (que es a la

que persigue) que se mantenga fuerte. Los espíritus son como las enfermedades: si uno baja

las defensas, ellos se aprovechan. De ahí el porqué de los ruidos, los pasos, las apariciones.

Pretenden asustar para ganar terreno. El miedo es paralizante, lo deja a uno sin capacidad

de reacción, y eso es justamente lo que ellos necesitan. Es el único truco al que pueden

recurrir. Y, por lo que usted me dice, esta chiquita debe tener un temple de acero. Claro

que, después de todo lo que vivió, ya debe estar curtida. Pero nunca hay que confiarse.

Escúcheme bien: nunca hay que confiarse. Y déjeme decirle otra cosa: si logran ingresar al

cuerpo, estamos ante un verdadero problema, porque escapan a nuestro dominio. Nosotros

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los podemos manejar mientras permanezcan en lo que llamamos el bajo astral. Por eso es

una suerte que haya tomado las riendas de la situación y se haya decidido a consultarnos. A

mucha gente le da vergüenza, o miedo, y, cuando vienen, ya es tarde. Lo que nosotros le

podemos ofrecer es intentar contactarla. De esa manera lograríamos que ascendiera. De

hecho, usted podría participar de la sesión. No me mire con esa cara, que no le estoy

proponiendo nada raro. Una sesión espiritista es muy distinta a lo que gran parte de la gente

supone. No se imagine una película de terror ni nada por el estilo. Al contrario: se crea un

ambiente de paz, de serenidad, que es lo que hay que transmitirle a las almas errantes. Pero,

bueno, no le quiero robar más tiempo. Yo le prometo que, el miércoles, cuando sesionemos,

haremos lo posible por contactarla. Lo que le voy a pedir es un teléfono, así… Ah, ¿no

tiene? ¿Y su dirección? Bárbaro. Así, ni bien tenga novedades, yo se las comunico. No

tiene por qué. En serio. Hasta luego.

61
– XXV –

A pesar de que al principio la chiquita lo había atribuido a la imaginación de

Violeta, Lisandro se los había terminado por confirmar, les había avisado que la

mujer se iba a ir a vivir con ellos . Y hasta les había mostrado una foto. Lidia se

llamaba. Tenía cuarenta y dos años y era alta, flaca y rubia.

—Van a ver lo bien que se van a llevar —les había adelantado, sonriente.

Y Nefer le había devuelto la sonrisa, pero Violeta se había mantenido seria, lo cual

era entendible. A ella no le gustaba la idea. Se caía de maduro. Violeta se resistía a verlo

con otra mujer que no fuera su madre. Ella había tenido la posibilidad de disfrutarlos

62
juntos, felices, y extrañaba los buenos tiempos. Por eso habría andado tan bajoneada los

últimos días. Tan esquiva. Y por eso también, al mediodía, después de que el padre les

comunicara la noticia, había empezado con los mareos. Para llamar la atención, suponía su

hermana. Para hacerse notar. Se había instalado en la habitación que pertenecía a Margarita,

porque ahí, según dijo, se iba a sentir más cómoda. Nefer la visitaba con bastante

frecuencia. Pero, cada vez que lo hacía, Violeta le clavaba una mirada fulminante. Tenía

algo raro en los ojos. Algo que la asustaba. Así que lo mejor sería dejarla descansar

tranquila.

Cinco y media golpearon las manos: Porfiria.

—Pasá —la autorizó la chiquita—. Está al fondo. —Y extendió un brazo en

dirección al pasillo—. Anda medio enferma.

Y a la otra se le transformó la cara.

Desde que se había levantado de la siesta, andaba con ganas de tomar mate y, por

suerte (porque no la dejan prender las hornallas), había quedado un poco de agua caliente

en la pava. Nefer abrió el tarro de yerba y, justo cuando se disponía a volcarla, el estruendo

se la hizo desparramar por el suelo.

Porfiria estaba apoyada contra la puerta que acababa de cerrar, ahogada, temblando.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

Y, desesperada, a lo único que la mujer atinó fue a salir corriendo.

A huir.

63
Op. cit., p. 216.

– XXVI –

Querida Porfiria: te cuento que intentamos contactarla pero no hubo caso.

Suponemos que debe haber ascendido. Cualquier cosita, no dudes en acercarte.

Saludos,
Héctor.

64
– XXVII –

Tábano, jueves 18 de enero de 1990


Querida Patricia:
¿Quién diría que tu comadre iba a terminar convertida en una mujer

de campo? Ni yo me la creo. A la mañana, apenas me despierto, y como una tonta, lo

primero que hago es amagar a manotear el control. Pero lo único que encuentro son los

pliegues del cubrecama. A esta zona no llega el canal. La antena más próxima está a quince

cuadras, del otro lado de la vía, donde vivía antes. El gas tampoco. Compran tubos y

garrafas, que les salen carísimos y, encima, no les duran nada. Lo único que hay es luz. Y

bichos, cantidad de bichos, de la clase que se te ocurra. A la chimenea, por ejemplo, la

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tienen clausurada porque han hecho nido las lechuzas y los búhos. Y las tejas del fondo

están plagadas de murciélagos. A la noche se siente el aletear. Y mosquitos. Me olvidaba de

los mosquitos. Son una peste. Lisandro planeaba fumigar, pero le dijeron que no le

conviene, porque en una o dos semanas va a empezar a llover y se van a criar de vuelta. Lo

único que espero es que no crezca la laguna. Así sí que se nos va a complicar. Estos campos

son muy inundables y, si no arreglan pronto los caminos, nos vamos a quedar encerrados

hasta que pase el verano. Febrero es un mes bravo para las tormentas, pero este año, andá a

saber por qué, parece que se adelantaron. Igual, a pesar de que está nublado casi todos los

días, el calor no mengua. Yo me paso la tarde tirada abajo del ventilador. Las nenas se van

a meter al tanque, pero a mí no me gusta. Prefiero quedarme adentro, fresquita, que estar al

rayo del sol. Mantengo las ventanas cerradas y las abro recién a la nochecita, para que se

ventile la casa. Lo malo es que también se mete el olor a podrido del frigorífico y contra

eso no hay ninguna solución.

Bueno, paso a contarte lo que te interesa. Llegué el martes a la mañana, bien

temprano. Lisandro me pasó a buscar a las siete y media, cargamos las cosas, le encargué

las plantas a una vecina y salimos. Traje poco. Unas mudas y un par de chucherías nomás.

En la entrada nos esperaba la más chiquita. Nefer se llama. ¿Viste que nombre raro? El

padre lo eligió. No sé de dónde lo habrá sacado. Es divina. Tiene unos ojos azules, bien

saltones, que te dan ganas de comerla. Y el pelo marroncito y enrulado. Se había puesto el

mejor vestido que tenía (el mismo que usó para el velatorio de la madre) y andaba con una

sonrisa de oreja a oreja. Parecía un angelito. La otra nos esperaba adentro. Estaba

preparando una torta. “Es para vos”, me dijo cuando entré. Y me estampó un beso.

Lisandro me había dicho que por ahí le iba a costa aceptarme, pero, por suerte, se

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equivocaba. Es una nena retraída, callada, casi ni habla, pero vos no sabés la mano que

tiene para los quehaceres. En un minuto te acomoda todo. Claro, está tan acostumbrada que

le resulta una pavada. A mí, en cambio, me cuesta un trabajo bárbaro. Vos no te das una

idea de lo que es esta casa. Inmensa. Pero ella la mantiene como un palacio. Yo me limito a

lavar los platos y a barrer un poco. No me quiero meter en su terreno. No la quiero invadir.

Empezamos tan bien que me daría lástima arruinarlo. Y, de yapa, descanso. Así que no me

quejo. Lo único, Patricia, es que a esa nena se le distingue el dolor en la mirada. Ha sufrido

tanto que tiene los ojos cansados, tristes, y a mí me parte el corazón. ¿A quién le habrá

hecho mal para pagarlo de esa manera? Pero esos tiempos ya pasaron. Mejor no torturarse

pensando en el pasado. Mejor disfrutar del presente. Y mi presente es muy bueno, Patricia.

Es muy prometedor.

Por lo demás, no hay demasiadas novedades. Escribime, no seas quedada, que acá

no tengo nada que hacer. Lo único que por ahí me retraso en contestarme porque dependo

de que Lisandro me lleve al correo. ¡Ni loca me voy caminando! Espero tu respuesta.

Ansiosa.

Besos,
Lidia.

67
– XXVIII –

Se corta la luz. Hacía mucho que no se cortaba. Por lo menos un año.

Lidia les pregunta si tienen velas. Violeta, sin pronunciar palabra, se levanta y trae

una. La ubica en el centro de la mesa, encima de un plato de postre, e intentan seguir

jugando. Pero, como no ven los números ni los palos, juntan las cartas y las guardan en la

caja.

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Lidia les dice que es hora de dormir pero Nefer le contesta que no tiene sueño y

Violeta la acompaña.

—Yo tampoco —dice.

Lisandro ronca desde hace media hora. Ni bien terminó de cenar, se levantó, se

acostó y se durmió en el acto.

—¿Quieren que les cuente una historia? —les propone entonces. Y las nenas se

entusiasman—. ¿Alguna vez escucharon hablar de la luz mala? —Ellas niegan con la

cabeza—. Es una luz que anuncia la presencia de un alma en pena —les explica—. Es de

un verde intenso y se aparece de noche. Solo de noche. Y mata al que tiene la desgracia de

cruzarse con ella. Una vez, acá en Tábano, sin ir más lejos, un paisano escuchó ruidos en la

entrada. Y se levantó a ver qué pasaba. Y, en el camino, se topó con la luz mala. Al otro día

lo encontraron muerto.

Nefer empalicede. Y se agita. Y empieza a temblar.

Lidia las mira, expectante, ansiosa por comprobar si su relato les produjo alguna

reacción.

Violeta se levanta.

—¿Adónde vas? —le pregunta.

—Ahora vuelvo —le contesta ella y se pierde por el pasillo.

Nefer está muda. Ha perdido la capacidad de reacción.

—¿Qué pasa? ¿Te asustaste? —indaga su madrastra.

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Y ella sacude la cabeza.

La otra vuelve a los cinco minutos.

—Nefer, andá a acostarte —le ordena a su hermana—. Yo enseguida voy.

La chiquita se resiste, pero, al final, cede.

—Te espero —le dice, con un hilo de voz. Y cierra la puerta de su habitación.

Lidia no comprende su actitud.

—¿Vos querés ver algo que te va a dar miedo? —la increpa Violeta—. ¿Querés ver

algo que te va a dar miedo de verdad?

Y le enseña la virgen ensangrentada.

—Mirá —le dice. Y se va a acostar ella también.

– XXIX –

Tábano, jueves 15 de febrero de 1990


Querida Patricia:
Disculpá que haya tardado tanto en contestarte. Es que no me he

sentido muy bien estos últimos días. Estoy en cama. Casi sin probar bocado. Siento como si

tuviera una pelota en el estómago. Debo estar empachadísima, pero acá no hay nadie que

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me lo cure, ni siquiera de nombre, así que me la paso a efervescentes. Se ve que me han

hecho mal todas las cosas ricas que me ha preparado Violeta.

Vos no te das una idea de cómo me mima. El martes pasado, por ejemplo, me hizo

una ambrosía. ¿Te acordás de la ambrosía? El postre de las yemas y las vainillas.

Complicadísimo. Y no sabés lo buena que estaba. Tiene una mano bárbara para la cocina. Y

no deja que ni el padre ni la hermana metan cuchara. Yo siempre les quiero dejar un poco

pero ella me dice que no, que es para mí, que la disfrute. Y yo, con lo golosa que soy,

tampoco me hago rogar demasiado. Y así terminé. Doblada del dolor.

Si no me controlo, voy a quedar hecha una ballena. Y Lisandro me va a largar. “Vos

me querés hacer perder mi figura”, le digo a la chiquita, “para que tu papi me eche”. Y ella

se ríe a carcajadas. Por suerte nos llevamos bárbaro. Pero es cierto, che: me tengo que

controlar un poco. Aunque, con lo bien que cocina, me va a resultar difícil. Le tengo que

preguntar cuál es el secreto para que los postres le salgan tan dulces, porque, por lo que he

visto, azúcar casi no usa. ¿Cuál será? ¡Qué intriga!

No hay nada que hacerle, che: hay algunos que se dan maña para la cocina y otros

que no. Yo pertenezco al segundo grupo5.

5
El resto de la carta no se pudo localizar.

71
– XXX –

¿No le estará echando algo a la comida? Ya sé que suena descabellado, pero es lo

único que se me ocurre. Es lo único que puedo pensar. No puede ser que me sienta tan mal.

Nunca me había pasado una cosa así. Llevo casi un mes en cama. Y cada día me siento

peor. No mejoro. Encima el pesado de Lisandro insiste con llevarme al médico. Y yo no

72
quiero ir al médico. Ya no sé cómo decirle. Es insoportable. Una verdadera pesadilla. Estoy

segura de que si él hubiera trabajado en el hospital y hubiera visto las cosas que yo vi, ni se

le ocurriría pisar un consultorio. Ni se le pasaría por la cabeza. Y eso que yo trabajé de

mucama. Ni me imagino de las barbaridades que habrán sido testigos las pobres

enfermeras. Ni me lo quiero imaginar. Esos hijos de puta son los únicos asesinos que no

van presos. Se mandan las peores cagadas y siempre salen limpios. Dibujan los certificados

como quieren. Y, aparte, se cubren entre ellos. Más en un pueblo como este, en el que nadie

investiga un soto. Yo no se lo quise decir, pero la mujer de él no fue la única que salió en

una silla de ruedas de la sala de partos. Hubo varias. Y hubo varias también que salieron

tapadas con una sábana. Yo cumplía horario el día que nació Nefer. Justo estaba limpiando

un pasillo cuando se desató el quilombo. Y, al poco tiempo, renuncié. Ya no aguantaba

presenciar determinado tipo de cosas. Me hacía mal. Volvía hecha un trapo a mi casa. Y,

por el mismo motivo, cada vez que veo entrar a alguien que viene a atenderse, me dan

ganas de correr y frenarlo. Usted no sabe dónde se mete, me dan ganas de decirle. Aunque,

por suerte, cada vez está viniendo menos gente. Parece que están tomando consciencia.

Parece que se están avivando.

Lo que a mí me extraña es que la medición no me haya aliviado nada. Antes, ni bien

me curaban el empacho, ya me sentía otra. Ahora, en cambio, es lo mismo que si no me lo

hubieran curado. Claro que por el nombre es distinto. El verdadero empacho se cura

personalmente, con la cintita en la panza. Patricia dice que tengo que meter un hígado de

vaca y la primera orina del día en una lata y enterrarla en el patio. Que así se me va a pasar.

Pero yo no creo. No voy a perder el tiempo en semejante pavada.

73
¿No será algo grave?, me preguntó Lisandro esta mañana. Qué alentador. Yo trato

de no sugestionarme y él viene y, con la mayor liviandad, me mete el dedo en la llaga.

Todavía siento esa pelota en el estómago. No me puedo ni levantar. Me muevo y

vomito. ¿Qué me estará pasando? Desde que llegué a este lugar inmundo que no he parado

de sufrir. Es como si estuviera maldito. Es como si hubiera recaído una maldición sobre las

mujeres que se atreven a pisarlo. Primero Margarita y ahora yo. Aunque yo no soy como

ella. Yo me quiero curar. Pero no puedo. Es inútil. Es de gusto.

Ahí viene con la bandejita. Te agradezco, Viole, le digo. No tengo hambre. ¿Pero

cómo vas a estar sin comer?, me retruca. Es un tecito nada más. Y unas tostaditas. Está

bien, acepto. Y me incorporo.

Me duele. Me duele cada fibra de mi cuerpo.

Tomo.

Está riquísimo el té. Hasta el té le sale bien a esta condenada. Le agregué unas

gotitas de limón para que se te pasen las náuseas, me dice. Y te hice una jarra de limonada.

¿Te gusta? Sí, le contesto. Y me concentro en el líquido que contiene la taza. Me incomoda

que no me saque la mirada de encima. Está rara últimamente. Tiene un brillo raro en los

ojos. Y yo tengo ganas de volverme a mi casa. Tengo ganas de largar todo y volverme a mi

casa. Aunque lo pierda. Aunque pierda a Lisandro. Es un precio que estoy dispuesta a

pagar. Porque ganaría en tranquilidad. Me siento incómoda en este campo mugriento. No

hablo con nadie, no hago nada, me asustan los bichos, me aburro y me duele. Sobre todo,

me duele.

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Como puedo, me trago el último sorbo y le entrego la bandejita. Listo, le digo. No te

comiste las tostaditas, observa ella. No me entran. Bueno, en un rato te traigo la sopa.

Sale.

Los rayos del sol se filtran por las hendijas de la ventana.

Hace calor.

Las gotas me recorren la cara, incansables. El cuerpo se me ha adherido a las

sábanas. Estoy toda pegoteada. Los párpados me pesan. Se me caen. Me duermo pensando

en que me quiero ir. Me quiero ir…

– XXXI –

Dos cucharadas nomás.

Con dos cucharaditas alcanza y sobra.

La verdad es que en ningún momento barajó la posibilidad de que, cuando el yeso

hiciera efecto, Lidia fuera a dejar de comer los postres. Y al principio se preocupó. Se

preocupó mucho. Porque su plan estaba a punto de fracasar. De venirse abajo. Pero

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enseguida se dio cuenta de que se lo podía poner también al té. Y al jugo. Y a

prácticamente cualquier preparación. Siempre y cuando pusiera poco. Para que no se note.

A la idea se la dio su hermana. Una tarde en la que estaban en el tanque y vieron un

pasar ratón, Nefer le contó que su padre usaba un método muy sencillo y efectivo contra

ellos: partía una cubierta y llenaba una mitad con agua y la otra con yeso. Después apagaba

las luces, se escondían (ellos compartían infinidad de actividades juntos) y esperaban la

llegada de los roedores. Le dijo que siempre pasaba lo mismo: primero venía uno, probaba

y, a continuación, a través de un chillido, de un largo y agudo chillido, llamaba al resto.

Entonces sus compañeros salían de las cuevas y corrían a comerse el yeso.

—Comen con desesperación —le dijo—. Les encanta. Y, a cada ratito, van a tomar

agua. Porque el yeso es dulce. Y les da sed. Y, al otro día, aparecen muertos. Con las patitas

para arriba. Y la panza hinchada. Y papá los quema.

Y a ella le había venido como anillo al dedo.

Desde hace un par de semanas (desde el día en que Lisandro les comunicó que esa

mujer se iba a venir a vivir con ellos, más precisamente), Violeta se siente distinta. Siente…

como si fuera otra. No se reconoce. Y lo más curioso, lo que más la intriga, es que, desde

ese día, no tolera la presencia de su hermana. La esquiva. Huye de ella. Sin embargo, en un

lugar tan chico, es difícil ignorar a otra persona. Es muy difícil. Desde ese día, a Violeta la

irrita cada palabra que Nefer pronuncia. Y hasta hay veces en las que siente que podría

matarla. Sí, aunque le cueste reconocerlo. Hay veces en las que la asaltan unos profundos y

oscuros deseos de agarrar un martillo y parírselo en la cabeza. O de ahogarla en la

bañadera. O de clavarle un cuchillo. O de agarrar un cuchillo y, cuando ella menos lo

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espere, clavárselo en el pecho. No sabe por qué. No entiende el motivo. Pero lo concreto es

que lo haría. Está segura que, si se le presentara la oportunidad, lo haría. Sin dudarlo. Sin

que le temblara el pulso. Pero se contiene. Trata de contenerse. Y, en ese sentido, Lidia le

cayó del cielo. Con ella puede canalizar su furia. Total, qué le importa. No es nada suyo. Es

una desconocida. Una completa desconocida.

¿Cuánto le quedará?, se pregunta mientras le agrega un poco de yeso a la sopa, solo

un poquito, para que quede bien dulce. No cree que mucho. Pero… ¿y cuándo se muera?

¿Podrá controlarse? Ese pensamiento la tortura. ¿Podrá controlarse? ¿Y si no? ¿Y si

no qué?

– XXXII –

Capital Federal, jueves 28 de febrero de 1990


Querido Luciano:
Estoy muy preocupada por tu mamá. Últimamente la noto caída.

Triste. Y, de hecho, creo que no está en sus cabales. En la carta que recibí ayer, me decía

que en esa casa pasan cosas raras. Que siente que la vigilan todo el tiempo, que a veces la

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despierta la voz de una mujer, que escucha lamentos y que hasta ha visto una virgen con la

cara manchada de rojo. Tal como lo estás leyendo: me dijo que una de las nenas (me parece

que la mayor) le enseñó una virgen que llora sangre. Vos sabés mejor que nadie que a mí

nunca me terminó de convencer la idea de que se mudara a ese campo, pero, claro, ¿cómo

se lo iba a impedir? Ella estaba tan contenta, tan entusiasmada, que me dio no sé qué

interponerle mis objeciones. Y ahora estoy pagando las consecuencias. Vivo con el corazón

en la boca, Lucianito. Aparte, y como si fuera poco, hace rato que está en cama. Dice que la

dobla una pelota en el estómago, que le duele todo, que no se puede ni mover. Y la muy

porfiada se niega a ir al médico. Se resiste. Siempre con la misma pavada. No sé qué le

estará pasando. La verdad es que me desconcierta. ¿Vos qué opinás? Tu mami nunca se

comportó de esa manera. Al contrario: era emprendedora, activa, polvorita. A mí me cuesta

reconocerla. Y mirá lo que se me ocurrió: ¿no lo estará haciendo para llamarte a atención,

para conseguir justamente esto, que yo te escriba? Ella me confió que hace mucho que no

se hablan. Años. Que vos te enojaste por no sé qué cosa y no le volviste a dirigir la palabra.

Y eso la mortifica un montón. Mirá, Lucianito, yo no me quiero meter entre ustedes, pero tu

mamá no la está pasando bien. No la está pasando nada bien. Así que me parece que es

momento de olvidar viejos rencores y, por lo menos, dedicarle unas líneas. Escribile. Decile

que te enteraste de las novedades (no hay problema con que me mandes al frente) y que

querés volver a tener noticias de ella. No hace falta que seas cariñoso. Con que le mandes

un papelito con tu firma va a ser suficiente. La va a alegrar. Le va a cambiar el ánimo. Y

vos sabés que el estado de ánimo es fundamental a la hora de curarse. En ese campo, ella no

tiene ninguna actividad, está todo el día maquinando. Y tu imagen debe ser lo primero que

se le viene a la cabeza. ¿Qué fue lo que los separó, Luciano? No creo que nada tan grave

como para no apiadarte de tu madre enferma. Por otro lado, también soy consciente de que,

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antes de la carta que te mandé el mes pasado, hacía mucho que no te escribía. Y te pido

perdón. En diciembre me diagnosticaron cáncer. Y me quiero morir en paz. Quiero ver

armonía a mí alrededor. Quiero respirar tranquilidad. No se lo he dicho a tu madre porque

no la quiero preocupar, pero lo mío empezó igual que lo de ella. Una descompostura que se

extendió más de lo normal y que terminó siendo un tumor. Imaginate cómo me puse.

Estaba sola, desamparada, sin nadie a quien recurrir. Sos la primera persona a la que se lo

digo. Así que te lo vuelvo a pedir: escribile, chiquito. Rogale que no sea tan confiada, que

vaya al médico, que se haga ver. Y, sobre todo, tratá de limar asperezas. Eso es lo más

importante. El hombre con el que se fue a vivir parece muy bueno. Lisandro se llama. Igual

que tu nene. Y tiene dos chiquitas que se llevan de diez con ella. Incluso, si se arreglan, la

podrías ir a visitar. No creo que él te haga ningún problema. Y le darías una gran sorpresa.

Y una inmensa felicidad. Hasta yo podría ir. Si no se me complica demasiado con el

tratamiento, me podría tomar un micro y rencontrarnos los tres. ¿Cuánto hace que no nos

vemos? No me animo ni a decirlo. Bueno, Lucianito, yo cumplí con mi obligación. Ahora

sos vos el que decide, pero acordate de que, en resumidas cuentas, se trata de tu madre. Y

una madre nunca haría nada en contra de un hijo.

¡Espero novedades!

Un besote,
Patricia.

P.D.: Ya me olvidaba: el número de casilla de correo es el 1408.

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– XXXIII –

Bahía Blanca, martes 13 de marzo de 1990


Mamá:
Me escribió la madrina y me contó que estás enferma. ¿Por qué no me

avisaste que te habías mudado? Yo te mandé una carta en diciembre y, como no me

contestaste, me volví a enojar. No me entraba en la cabeza que tu orgullo (tu bendito

orgullo) no te permitiera dedicarme aunque sea unas líneas. Y me enfurecí. Juré que nunca

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más te iba a volver a escribir. Ni siquiera un renglón. Sin embargo, hace unos días, Patricia

consiguió preocuparme. Y mucho.

¿Cómo estás? Insisto: ¿por qué no me avisaste que te habías mudado? Le tendrías

que haber encargado a alguna vecina que te recibiera la correspondencia. Seguro que le

encargaste a alguna las plantas, pero ni se te debe haber ocurrido hablarle de la

correspondencia. ¿No pensaste que te fuera a escribir? Yo sé que hacía mucho que no

manteníamos ningún tipo de contacto y, quizás, eso te llevó a desechar la idea. Pero en

diciembre, por las fiestas, me decidí a agarrar la lapicera. Joden tanto con esas fechas (con

que es una época de balances y de rencuentros) que me sensibilicé y le planteé a Natalia

que andaba con ganas de escribirte. Y ella me alentó. “No seas terco”, me dijo. Escribile. Y

le hice caso. En esa carta, te decía que me parece una pavada que sigamos peleados. ¿Vos

te has puesto a analizar cuál fue el motivo de nuestro distanciamiento? ¿Te has detenido a

pensarlo? La plata. Ni más ni menos que la plata. Vos te empecinaste en que todo lo que

había dejado papá te pertenecía y te negaste a largarme un mango. Y yo me quería ir a

estudiar. Yo te estaba pidiendo unos pesos para tratar de comprarme algo en Buenos Aires.

Para salir de ese pueblo inmundo y tratar de construir un futuro. Pero vos que no y que no y

entonces nos dijimos las peores cosas. Nunca me voy a olvidar que me gritaste en la cara

que la plata te correspondía porque te habías aguantado a papá en una silla de ruedas

durante doce años. Y que había sido un calvario. Un verdadero calvario. Salió lo peor de

nosotros. De los dos. Y te confieso que, en aquella época, mucha gente, incluso conocidos

tuyos (algunos que, hasta el día de hoy, considerás amigos), me alentaba para que pusiera

un abogado. Y yo les decía “¿Pero cómo le voy a hacer un juicio a mi propia madre?” La

sola idea me resultaba inconcebible. No tenía sentido para mí. No tenía ningún sentido. Y,

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al final, te saliste con la suya. Te quedaste con todo. Y así también lo perdiste. Menos la

casa, jugando a la quiniela, perdiste la herencia completa. “Se inundó el pueblo, así que le

voy a jugar al 01 y al 62. Soñé con tu abuela, así que le voy a jugar al 48.” Siempre igual.

Si hasta a la fecha de la muerte de papá le jugaste. ¿Te creés que no me enteré? Le jugaste a

la fecha de su muerte, a la edad que tenía cuando murió y al número de lápida. Y quedaste

en la lona. Todavía no entiendo cómo no te remataron la casa. Pero quiero que sepas que no

te guardo rencor. Ya pasaron muchos años, yo tengo una familia, soy feliz y siento que no

me puedo seguir envenenando. Lo hice durante mucho tiempo y no me sirvió de nada. Así

que hoy prefiero acercarme, dar el primer paso, tomar la iniciativa. Cosa de la que vos

nunca fuiste capaz. ¿Ni siquiera te dio curiosidad conocer a tus nietos? Tengo dos. Dos

varones. Emilio y, aunque te parezca mentira, Lisandro. Sí, se llama igual que el tipo con el

que te juntaste. El mayor tiene siete y el otro cinco. Natalia consiguió trabajo en el

Municipio y yo sigo firme en la distribuidora. Hace quince años que estoy ahí, descargando

cajas y llevando los números. Es un trabajo de mierda. Te la pasás peleando con la gente.

Te hacen renegar, te saturan, te vuelven medio loquito. Está el que no te quiere pagar, el

que te pide que le acomodes la mercadería (como si vos fueras empleado de él, como si

fueras el repositor), el que te mete en quilombos con el jefe, etc., etc., etc. Hay de todo y

para todos los gustos. Pero ningún trabajo es distinto. Hay días en los que Natalia, sin ir

más lejos, viene llorando de la oficina. Dice que la gente la trata mal, que le exige, que le

grita. Y ella más no puede hacer. Y te juro que yo, en esos momentos, no puedo dejar de

pensar en qué habría pasado si me hubiese recibido. Porque al principio lo intenté, no vayas

a creer que no, pero la situación me superó. Yo sé que hay gente que lo hace. Yo sé que hay

gente que trabaja y estudia. Y que hasta tiene trabajos peores que el mío. Que por ahí

trabaja de lavacopas y se recibe de médico. Pero yo no pude. ¿Qué querés que te diga?

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Sencillamente, no pude. Pero, bueno, no me quiero enroscar. Las cosas se dieron así. Y

punto. Es lo que me toca vivir. Es mi realidad. No me pesa. Y estoy resignado.

Te cambio de tema: me dijo la madrina que andás medio enferma. ¿Por qué no vas

al médico? ¿Por qué no te hacés ver? ¡Qué ganas de andar sufriendo! Andá al hospital y

que te revisen. Debe ser una pavada. No seas porfiada.

¿Cómo anda el resto de tus cosas? Me enteré de que ahora vivís en un campo. ¿De

dónde lo sacaste al tipo, qué tal es, es cierto que tiene dos nenas, o son bolazos de Patricia?

***

Luciano apoya la lapicera sobre la mesa y relee lo que acaba de escribir.

No lo convence.

Rompe el papel y lo tira al tacho.

***

Bahía Blanca, martes 13 de marzo de 1990


Querida mamá:
Te escribo porque me contó Patricia que andás mal de salud. ¿Qué

te pasa? También me contó que estás otra vez en pareja y que te mudaste a un campo. Y la

verdad es que me alegro mucho. Me alegra que hayas vuelto a encontrar el amor. Y espero

que se trate de un hombre bueno, generoso, como vos te merecés.

Yo sé que hace mucho que no hablamos pero me pareció una buena oportunidad

para que retomemos el diálogo. Y te hago una propuesta que me sugirió tu comadre: ¿qué

te parece si nos volvemos a ver? Si a este hombre no le molesta yo me podría ir hasta allá.

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Y te llevaría a los chicos para que los conozcas. Y a Natalia. ¿Te gustaría? A mí me

encantaría.

Espero tu respuesta.
Luciano.

***

Vuelve a apoyar el lápiz sobre la mesa y relee lo que acaba de escribir.

Abolla el papel y lo tira.

No, definitivamente, no va a ser capaz de escribir esa carta. Tiene demasiado odio

encima. Se da cuenta de que todavía no la ha podido perdonar.

Y llora.

Natalia entra a la cocina y la sorprende la imagen que le devuelve su marido. Nunca

lo había visto llorar.

—Amor, ¿qué te pasa? —le pregunta.

Y él se lo cuenta.

—Si no recibió la carta que le mandé en diciembre, por algo habrá sido —concluye

—. Quizá no le tenía que escribir. ¿Pero sabés qué es lo que más me duele? —arremete—.

Que sé que no la voy a volver a ver con vida. Que la próxima que la vea va a estar metida

en un cajón. No me preguntes por qué. Lo presiento. A mi vieja le queda poco tiempo. Muy

poco.

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– XXXIV –

Apaga la luz del galpón y cierra la puerta con llave. Las nenas se refrescan en

el tanque.

—Salgan de ahí —les grita—. ¿Son ciegas? ¿No ven que viene tormenta? Es un

peligro estar en el agua.

Y ellas, apuradas, obedecen.

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Se secan en la galería y entran. Nefer se cambia ahí mismo, adelante de él, pero

Violeta se va para la pieza. No hay nada que hacerle, che, piensa, ya está grande, ha

crecido, se ha convertido en toda una señorita, en toda una mujer. Y está idéntica a la

madre. La verdad es que lo sorprende el parecido. Lo asombra. Hasta en los ojos se parece.

Y, si Margarita no se hubiera muerto hace cuatro meses, él juraría que se la devolvieron.

Juraría que es ella, de joven, cuando la conoció.

Truena.

La luz del sol se disipa. Nefer se estremece. La sacude un escalofrío.

—¿Qué te pasa? —le pregunta.

—No me gusta que oscurezca.

—¿Por? ¿Desde cuándo te da miedo? —Silencio—. ¿Desde cuándo?

—Desde que me hablaron de la luz mala.

—¿Qué? ¿Quién te habló de eso? —Silencio—. ¿Fue tu hermana?

Nefer niega con la cabeza.

—Fue… ¿Lidia? —Silencio—. Hija, ¿fue Lidia?

—Sí —le contesta—. Pero no le digas nada.

Y, justo cuando está a punto de ponerse a explicarle de lo que en realidad se trata

(son los gases que emanan de los huesos de los animales y que brillan al resplandor de la

luna), escuchan el grito. Violeta viene corriendo por el pasillo (ahora duerme en la

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habitación que perteneció a la madre) y se frena debajo del dintel. Los tres se quedan

helados.

Lisandro murmura el nombre de su mujer y se esfuma.

En la cama, muda, Lidia se retuerce de dolor.

Lisandro se acerca.

—Amor —le dice. E intenta levantarla, pero ella grita más fuerte y, asustado, la

suelta.

—Me duele, me duele —repite casi como una súplica, pero él no atina a reaccionar.

Está paralizado. Duro.

Las nenas lo observan apoyadas contra el marco, expectantes, atentas. Y, de repente,

ella deja de moverse. Se queda quieta. Quietita. Le toma el pulso. Nada.

—Traeme un espejo —le ordena a Violeta.

—¿Para qué?

—¡Traeme un espejo, carajo!

Y se pierde de vista.

Nefer rompe en llanto.

—¿Se murió? —le pregunta—. ¿Se murió?

La llegada de la otra le ahorra la respuesta. Lisandro le pone el espejo debajo de la

nariz. No se empaña.

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—Sí —le contesta, tajante—. Se murió.

Y cubre a Lidia con una sábana. Pobrecita. No se merecía un final tan feo, piensa.

Tan horrible. No se lo merecía.

Nefer llora desconsoladamente. Él se levanta y la abraza.

—Quedate tranquila —le dice. Y escuchan que alguien se ríe.

Van para la cocina.

Las carcajadas de Violeta son estruendosas.

El padre la increpa.

—¿Estás loca? —le dice.

Y ella redobla la apuesta. Entonces Lisandro se acerca y le da vuelta la cara de una

cachetada. Nunca le había pegado. Es la primera vez que lo hace. Pero siente que no le

quedó opción. Que no tuvo alternativa.

La nena se cae al suelo. Se desploma. Él se agacha, consciente del error que acaba

de cometer, y la ayuda a incorporarse.

—Perdoname —le dice—. Viole..., perdoname.

Pero ella le clava una mirada que lo fulmina, que lo desarma, y corre a encerrarse.

Nefer, en cambio, lo acaricia, lo consuela, señal de que está de su lado. Ella también

la siente rara. Desde hace rato. El otro día se lo dijo. Se lo planteó. ¿Qué le pasará? ¿Se

querrá hacer notar? ¿O tendrá algún problema? ¿O habrá algo que la angustia? De cualquier

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forma, ahora no es tiempo de ponerse a pensar en eso. Ahora es tiempo de hacerse cargo de

que, a pocos metros, yace un muerto. Mejor dicho: una muerta.

—Yo te voy a ayudar —le dice la chiquita mientras le seca las lágrimas.

Y lo abraza.

Por el momento, es todo lo que necesita.

Tercera parte
Y UN RAYO MISTERIOSO

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“Yo seguía clavada a su lado. No podía retroceder. Después ya fue

demasiado tarde. Durante una hora no hice más que defenderme.

Sin embargo, no podía gritar. Ni siquiera pensé en gritar. Me

defendí desesperadamente, sabiendo de antemano mi derrota.”

Beatriz Guido, La casa del ángel

– XXXV –

Mirá lo dura que tiene la panza. Vení. Tocá.

¿Qué dice el certificado?

Infarto.

Qué impresionante. Nunca había visto una cosa así.

¿La abrimos?

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Nos vamos a meter en un quilombo. Y de gusto.

Me da intriga.

Tendría apendicitis. Andá a saber. O algo en los ovarios.

¿No estaría embarazada?

Con más razón: nos vamos a meter en un quilombazo. Aparte, ¿vos sabés qué

impresión abrirla y encontrarte con un pibe?

No seas animal.

En serio te digo. A mí me daría asco.

Dale que estamos con el tiempo justo. Apurate. No hablés pavadas y apurá.

– XXXVI –

Llueve. Hace dos días que no para de llover. Dos días enteros. Lisandro se da

vuelta. Las tres menos cuarto. No se puede dormir. A pesar de que se acostó a las doce

(cansado, exhausto, molido), todavía es incapaz de conciliar el sueño. Sos ojos se resisten a

cerrarse. Su mente se resiste a detenerse. Piensa en Margarita. Y en Lidia. No puede dejar

de pensar en ellas. Las dos se murieron en la casa. En su casa. Entre aquellas paredes. Y en

circunstancias parecidas. Lidia en esa misma cama. Margarita en la que ahora ocupa

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Violeta. Las dos agonizaron frente a sus propias narices. ¿Y él? ¿Qué hizo él por

impedirlo?

Se desprecia. Se tortura. Se avergüenza.

Entretanto, las gotas golpean rítmicamente contra las persianas.

En el pueblo le van a hacer mala fama. Está seguro. Lo van a tildar de piedra, de

yeta, de mufa. Incluso le van a inventar algún sobrenombre. Si él estuviera del otro lado,

haría lo mismo, así que no se extraña.

Trueno.

Rayo.

En el campo no hay que tenerle miedo a los rayos. A las centellas sí. Las centellas

hacen desastres. Entran a las casas y queman los electrodomésticos. Y son un peligro para

las personas. Un verdadero peligro. A Mario, por ejemplo, su vecino (y amigo), le gusta

contar que, una tarde de tormenta, las centellas iban de un enchufe a otro de su cocina. Y él

estaba en el medio, temblando. Sin embargo, a Lisandro no lo asustan. No logran asustarlo.

Lo que a él en realidad lo aterra, le produce pánico, es el viento. Desde chiquito. No sabe

por qué. No guarda el recuerdo de haber vivido algún tornado ni nada por el estilo. Pero le

teme. Le teme más que a nada. En ese sentido, tiene la suerte de vivir en un lugar bajo,

hundido, donde los vientos pasan por arriba, siguen de largo. Lo cual no quita que, de vez

en cuando, muy de vez en cuando, alguna ráfaga escurridiza lo obligue a encerrarse, a

trabar las ventanas y a, con un dedo en cada oreja, esperar a que frene. Encima en el campo

las tormentas se viven con mayor intensidad. Lisandro lo comprobó cuando estuvo en

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Buenos Aires. En las ciudades grandes las tormentas pasan casi desapercibidas. Pero en el

campo se sienten. Sí que se sienten. Uno las sigue. Está atento. Contempla su acercamiento.

Y su marcha. Y las padece. Sobre todo las padece. En Tábano, sin ir más lejos, las

tormentas hacen rebalsar la laguna.

Otro trueno.

Otro rayo.

Las tres menos cinco de la madrugada.

Harto de dar vueltas, de girar, Lisandro se levanta al baño. Se está haciendo pis.

Camina despacito para no despertar a nadie. En dos horas ya tiene que arrancar, ya tiene

que volver a entrar en actividad, y no ha descansado ni cinco minutos. No ha logrado cerrar

los ojos. Avanza. No ve la hora de que llegue el mediodía, para acostarse a dormir la siesta.

¿Podré?, se pregunta. ¿Podré, aunque sea, dormir la siesta?

Trueno.

Y, justo cuando está por apoyar su mano en el picaporte, desvía su mirada y, en el

pasillo, debajo del marco de la puerta que él mismo, seis años atrás, colocó, está…

—¿Margarita? —la interpela—. ¿Margarita?

Se olvida del baño y se dirige hacia ella. Su primera mujer lo espera con ansias. Le

extiende los brazos. Se abrazan.

—Margarita —le dice Lisandro—, sos vos. No lo puedo creer. Sos vos.

Y la besa. La besa apasionadamente.

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Los ojos. Sí, los ojos. Es ella.

—¿Dónde estabas? —le pregunta—. ¿Dónde te habías metido?

Y la conduce a su habitación. Margarita se deja guiar, liviana, y, al llegar, sin

dudarlo, se tira en la cama. Lisandro se queda parado. Quiere verla mejor.

—Te amo tanto —le dice—. Nunca te dejé de amar. Y vos lo sabés. Pero yo te amo

a vos. No a ese despojo que estuvo tirado en una cama. ¿Dónde estabas Margarita? —le

vuelve a preguntar. Y ella sonríe.

—No importa —le contesta—. Ya no importa.

Y, con un dedo, le indica que se acerque. Entonces Lisandro se le tira encima y

empieza a besarla. Extrañaba esos labios. Los extrañaba mucho. Y, ahora que los tiene,

ahora que los recuperó, no los piensa desaprovechar. Por nada del mundo.

No los piensa desaprovechar.

***

La lluvia amortigua los gritos de Violeta.

—No, papá. Soltame. ¿Qué hacés? ¿Qué estás haciendo?

Lisandro la besa. La besa apasionadamente.

—Margarita —le dice—, cómo te extrañaba, Margarita.

Y ella rompe en llanto. Lo golpea. Lo empuja hacia atrás. Sin embargo eso, en lugar

de frenarlo, parece gustarle más. Mucho más. Y arremete. Su boca desciende y se detiene

94
en los pechos de su hija. Las manos le recorren todo el cuerpo, incansables, inquietas. Y

Violeta siente asco. Se le revuelve el estómago. Le dan ganas de vomitar. Y llora. Y, de

repente, el dolor. El dolor más agudo que sufrió en toda su vida. Más intenso. Y, en ese

momento, comprende que no hay vuelta atrás. Comprende que cualquier esfuerzo será

inútil. Y se desmaya. Pierde la consciencia.

Afuera, empecinada, el agua no da tregua.

– XXXVII –

(PARA MÍ ESTÁ BIEN)

La luz mala. Tenía que ser esa. Lidia le había dicho que era una luz intensa, verde, y

que anunciaba la presencia de un alma en pena. ¿No sería la de ella? ¿No sería su fantasma

que venía a buscarlas, a cobrar venganza? La lluvia le enturbiaba un poco la vista, pero sí,

la podía distinguir, estaba ahí, cerca de la tranquera. Los latidos de su corazón se

aceleraron. La luz mala. Le costaba creerlo. Y ella sola. Culpa de que a Violeta le había

agarrado la locura de irse a dormir a la habitación de su madre, ella se había quedado sola.

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Y tenía miedo. Nefer, entonces, se levantó y, a los tumbos, avanzó hacia la perilla de la luz.

Hundió el dedo. Nada. Se debe haber cortado, pensó. Últimamente caen dos gotas y se

corta la luz.

Aprovechando que ya se había levantado, decidió seguir camino rumbo a la

habitación de su padre. Ella había dormido ahí hasta los dos años, al lado de él, abrazada.

Los truenos y los rayos la obligaron a ganar velocidad. Febrero es un mes bravo para las

tormentas, sin embargo, ese año, se habían adelantado, y se habían extendido.

En marzo todavía seguían.

A dieciocho de marzo, todavía no se habían detenido.

Llegó. Abrió despacito y, con el mismo cuidado, hundió su cuerpo en el colchón, lo

cual provocó que Lisandro se despertara.

—¿Margarita? —le preguntó medio dormido.

—Soy Nefer —le contestó su hija—. Tengo miedo.

—Ah… —le devolvió él, decepcionado —. Acostate.

Y la abrazó. Como en los viejos tiempos. Igual que cuando era bebé.

Nefer se preguntó si, desde el cuarto de su padre, también se vería a la luz mala.

Dudó. De cualquier forma, no estaba dispuesta a comprobarlo. Según Lidia, si uno no se

acerca, la luz no le puede hacer nada, así que se tranquilizó. Respiró profundo y cerró los

ojos. El miedo fue menguando. De a poco, muy de a poquito, fue menguando. Y, a los diez

minutos, ya se había dormido. Roncaba a la par de su padre.

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Lo que ellos no sabían era que había dos ojos que los escudriñaban en la oscuridad.

Atentos, celosos, enfurecidos.

Op. cit., p. 300.

– XXXVIII –

(A LO DE LA SEÑAL LO PUSE EN LA PRIMERA PARTE)

—Y llegó un momento en el que su mente y mi mente se convirtieron en una sola

cosa. En una cosa compacta. Y eso es lo que los herejes se resisten a creer. Que la virgen y

yo somos algo indivisible. Un único cuerpo. Una única mente. Que, en definitiva, la virgen

rencarnó en mí. Que yo soy ella. Que soy María. Y esos mismos herejes son los que se van

a quedar en la puerta del Reino de los Cielos. Y nosotros vamos a entrar, triunfantes.

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Primero yo, después los niños y, por último, el resto. El Señor nos va a estar esperando,

glorioso, feliz de que hayamos respondido a sus preceptos. Y vamos a gobernar. A su lado,

vamos a gobernar con vara de acero a todas las naciones. Solo falta la señal. Solo falta una

señal clara y concreta de que ha llegado el momento de proceder. Y a ninguno de nosotros

le va a temblar el pulso a la hora de hacerlo. ¿Escucharon? A ninguno.

—A ninguno, Madre —repiten los asistentes—. Y gracias de nuevo por habernos

elegido.

– XXXIX –

Porfiria ya ni siquiera asiste a los calqueos. No tiene sentido. No le cree. No cree

ninguna de las palabras que repite María Rosa. Lo único que la mantiene en la quinta es la

espera de la pronta llegada de la bendita señal. Para poner fin a su vida. Porque, en

definitiva, no se trata ni más ni menos que de eso. De suicidarse. Porfiria lo sabe. Y resiste.

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De otro modo, nunca reuniría el valor para hacerlo. Sabe que, cuando llegue el momento,

no le quedará opción. Y su calvario terminará. Y arderá en el infierno.

Por los siglos de los siglos.

Sin embargo, todavía le queda un último recurso. Duda de que sirva de algo (lo

duda seriamente), pero, aun así, se pone a escribir. “Lisandro”, empieza. Y, apenas termina

la carta, y ante la mirada azorada de sus compañeros de comunidad, se dirige a dejarle el

sobre en la tranquera.

Va caminando.

Tal es su nivel de angustia, que se larga a caminar.

– XL –

Carmen de Patagones, viernes 30 de agosto de 1991


Querido David:

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Te escribo aunque no del todo confiada. ¿Sabés lo que me pasó el

otro día? Recibí una carta equivocada. ¡Y con casi un año de retraso! ¿Cómo pueden ser tan

irresponsables, tan ineficientes, tan inoperantes? ¿Sabés adónde tendría que haber llegado?

A Tábano, o sea, a más de 300 kilómetros de distancia. ¿Qué me contás? Así después

surgen los problemas. Los malentendidos. La gente supone que el otro la recibió y se

empieza a embroncar. A enrollarse. Y te voy a confesar una cosa, aunque me avergüence:

la leí. No me aguanté y, sin romper el sobre, despacito, lo abrí. Le escribía un hijo a la

madre y, por lo que le decía, se ve que llevaban mucho tiempo peleados. Yo sé que a vos te

molestan ese tipo de cosas, pero fue más fuerte que yo. Total, no los conocía. Si se hubiera

tratado de alguien cercano no la habría abierto ni loca, porque por ahí me enteraba de algo

de lo que no me tenía que enterar. Pero, al tratarse de un desconocido, cedí a mi impulso. Y

te juro que, después de haberla leído, le agradezco al Señor que seamos una familia tan

unida. Vos no te das una idea de las cosas que le decía ese chico a la madre. Cosas terribles.

Pero no te enojes. No te enojes que no te cuento más. Una vez que sacié mi curiosidad, la

volví a meter en el sobre y la llevé al correo. Les dije que se habían equivocado y me

dijeron que no me preocupara, que ellos la iban hacer llegar a destino. Lo único que espero,

David, es que no sea demasiado tarde. Lo único que espero es que la relación tenga retorno.

Que no lleguen demasiado tarde6.

6
Solo este fragmento de la parta nos fue cedido para su publicación.

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– XLI –

Hace dos días que no le dirige la palabra.

Ayer le preguntó qué le pasaba y ella le contestó que nada.

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—¿Qué me va a pasar? —la despachó. Y siguió lavando los platos.

Lisandro le pidió que la entienda, que está creciendo, que por eso anda tan arisca.

Pero ella no lo cree.

Seguro que le pasó algo. Que se ofendió. Que se enojó.

Pero… ¿por qué?

¡¿Por qué?!

Aunque se esfuerza, no logra encontrar una respuesta.

No lo consigue.

Y sufre.

Sufre por las dos.

– XLII –

Los vi. Aunque se hagan los tontos, los disimulados, los desentendidos, yo sé lo que

estaban haciendo. Justo me había levantado al baño y, cuando cruzaba el pasillo, un rayo

iluminó la casa. Y ahí estaban los dos. Juntos. No me lo pueden negar.

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Qué calor, comenta ella. Y se limpia el sudor. ¿Por qué no la llevás a la laguna?, me

propone Lisandro. Papá. Y a mí se me dibuja una sonrisa en los labios. ¿Querés?, le

pregunto. Sí, me contesta. Y me devuelve el gesto. Entonces en un rato vamos, le digo. Y

vuelvo a mi plato.

Ellos se miran. Cómplices.

Ya van a ver de lo que soy capaz.

Ya van a ver.

– XLIII –

La toalla es la misma de aquel día. Del día de la sangre. Violeta la manoteó al voleo

pero recién se acaba de percatar del detalle. Y entonces no puede evitar recordar el miedo

que sintió. Y, al menos por un instante, vuelve a ser ella.

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Nefer se ha adelantado bastante. Ya casi llega.

—Esperá —le grita su hermana. Y la chiquita se detiene.

A pesar de que hoy empieza el otoño, hace un calor que no se aguanta. Nefer le

sonríe a la distancia. Y le pide que se apure.

—Dale —le dice—, que me quiero meter.

Son las tres y media de la tarde. Un grupo de pájaros las observa con atención desde

uno de los alambrados. Como si supieran que van a ser testigos de algo importante.

Violeta la alcanza y le extiende la mano.

—Vamos juntas— le dice.

Y, así, recorren los últimos metros que las separan de su destino.

Nefer se mete con ropa y todo. Violeta, en cambio, a la sombra de un árbol, y

detenidamente (muy detenidamente), se saca la remera y el pantalón. Gira y no la

encuentra. Pasan los segundos. No está. Y, de repente, la otra emerge, medio ahogada.

—Quería ver cuánto aguantaba sin respirar —le dice. Y le sonríe.

—No te alejes demasiado —le recomienda ella. Y, a paso lento pero firme, empieza

a internarse en el agua.

—¿Viste qué linda que está? —le pregunta la chiquita.

—Preciosa —le contesta ella—. Fresquita.

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Y, cuando por fin la tiene enfrente, la cara se le transforma y la tumba de una

trompada. Nefer cae de espaldas, pero enseguida se levanta, asustada.

—¿Qué hacés? —le dice. Y, llorando, amaga a emprender la retirada, pero Violeta,

sin perder tiempo, la agarra de un pie y la arrastra hacia ella.

—¿Creíste que te ibas a salvar? —le grita—. ¿De verdad lo creíste?

Y, antes de que Nefer pueda reparar en el detalle de sus ojos inyectados de sangre,

Violeta le hunde la cabeza en el agua. La tiene sujeta del cuello. La chiquita patalea. Se

sacude. Y, tras casi un minuto y medio de agonía, se detiene. Nefer siente que las manos de

su hermana han perdido fuerza, pero, de cualquier forma, no junta la necesaria como para

poder levantarse. Y muere.

Varios tiros acaban de estallar en la tarde silenciosa. Violeta recibió dos en su

espalda, uno en la nuca y dos en la cabeza.

El agua empieza a teñirse de rojo.

Y Lisandro llora.

Y el ruido de sus lágrimas al golpear contra el agua es ahora lo único que se

escucha.

Entretanto, a varios kilómetros de distancia, un grupo de setenta y cuatro personas

(las que viven en comunidad) reparan en los tiros (la señal que esperaban) y corren a llenar

los baldes con el veneno.

El momento ha llegado.

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– XLIIV –

De: bettypatagones@hotmail.com

Para: eloisaotarola@yahoo.com.ar

Asunto: LIBRO

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Querida Carmen:
El mes pasado se cumplieron veintidós años desde que pasó lo que

pasó (te juro que no puedo dejar de pensar en cómo serían las nenas ahora, en especial

Violeta, la más parecida a la madre) y todavía yo, a mis ochenta y tres inviernos, no

encuentro la tranquilidad. ¿Te enteraste de que se publicó un libro sobre el caso de mis

nietas? Estoy indignada. A mí el tipo me llamó varias veces para pedirme que prestara

testimonio (andá a saber de dónde sacó mi número), para pedirme que le contara mi versión

de los hechos, pero te imaginarás adónde lo mandé. Yo a ese Quintana lo conozco bien. Es

un sátrapa. No en vano me paso el día mirando televisión. Es capaz de cualquier cosa. De

cualquier canallada. Y, cuando me dijo que estaba investigando sobre el pueblo (sobre la

masacre de 1990, la que tuvo lugar el mismo día del asesinato de las chiquitas), se me subió

la sangre al ojo. E intenté frenarlo. Si hasta puse un abogado. Pero igual se salió con la

suya. Y esa es la bronca que yo tengo. Que igual se dio el gusto y la está juntando en pala.

Ahora, ¿sabés que fue lo que más me enfureció, tanto que casi me da un pico de presión?

Que le dio la cara como para dedicarme un ejemplar y mandarmeló. “Espero que estas

páginas la ayuden a cerrar su duelo”, me puso. “Mi único objetivo fue llegar a la verdad. Y

lo conseguí.”

Y yo lo leí, Carmencita. Me avergüenza decirlo, me avergüenza mucho, pero no me

podía quedar con la espina. Necesitaba enterarme de qué había escrito sobre mis nietas. Y

lo leí. Con el corazón destrozado, con un nudo en la garganta, en menos de ocho horas me

devoré las 365 páginas que vomitó. ¿Y sabés cuál fue mi mayor decepción? No las pavadas

que dice (porque esas, por más hirientes que sean, se caen por sí solas), sino la cantidad de

vecinos que hablaron con él. Y que, en definitiva, se prestaron a su juego. Aunque, por otro

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lado, pienso que también los pudo haber falseado. Como falseó lo del diario del cura. Te

explico: dice que Levín hostigaba a Margarita, que la martirizaba, que la enloquecía. Yo no

creo, Carmencita, qué querés que te diga. Mi hija estaba tan contenta con él, me hablaba tan

bien, que me cuesta creerlo. Aunque el punto culminante es cuando dice que Violeta

asesinó a la chiquita. ¿A quién se le ocurriría que una nena de apenas doce años (más allá

de que improvisa una pavada para salir del paso, para justificarse, tan tirada de los pelos

que hasta provoca risa) pueda matar a otra persona? Mucho menos a su hermana. ¡A su

propia hermana! Con la relación que ellas tenían, con lo unidas que eran. Se contaban todo.

Eran cómplices. Compinches. Un despropósito. Aunque, por otro lado, te confieso que

existe una cosa que me gustaría que fuera cierta: él final de él. Quintana asegura que

Lisandro no se murió de un infarto, como figura en su certificado de defunción, sino que lo

mataron entre varios presos. Yo sé que suena horrible, pero te juro que no puedo evitar

tratar de convencerme a mí misma de que fue cierto, de que se murió así. Y me alegro. Me

pongo contenta. Porque ese monstruo, después de la infancia que les hizo pasar a mis

pobres nietas, y de la manera en que las mató, a sangre fría, no se merecía otro final. No se

lo merecía.

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– XLV –

—Lo que yo le puedo asegurar es que acá la pasó muy mal —me confió uno de los

presos—. Que se la hicieron pagar. En la cárcel, no soy bien vistos ni los violadores ni los

asesinos de chicos. Y Lisandro enseguida se convirtió en el centro de las agresiones. Yo me

acerqué a él por lástima, porque tenía pinta de buen tipo, y me terminó confesando una cosa

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que todavía no me puedo sacar de la cabeza— agregó—. Me dijo que él había matado a una

de las nenas, a una sola, pero a la otra no. Me dijo que la mató porque, a último momento,

había recibido una carta de una persona muy cercana a ella en la que le decía…

Silencio.

—¿Qué? –lo presioné. Aunque ya conocía la respuesta.

—Que la nena había sido poseída por el espíritu de la madre —me dijo—. Y ahí le

terminó de cerrar todo. Y se dio cuenta de que la más chiquita estaba en peligro. Y la quiso

proteger. Y, en el camino, llegó a una conclusión todavía peor, que fue la que lo condujo a

apretar el gatillo varias veces, de pura impotencia. Y que fue, además, el motivo por el cual

él se dejaba humillar, para expiar sus culpas. Llegó a la conclusión de que había abusado de

su propia hija —soltó, tajante, seco, sin que yo tuviera necesidad de insistirle—. Tal como

lo escucha: Lisandro llegó a la conclusión de que, creyendo que se trataba de su primera

esposa, que había vuelto, había abusado de su hija mayor. Y no lo pudo soportar.

Op. cit., p. 314.

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