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Introducción:
Los descubrimientos de la Dra. Emmi Pikler acerca del desarrollo postural y motor autónomo,
su incidencia en todos los aspectos de la conducta del niño y en la estructura de relación con
los adultos, los aportes psicológicos y pedagógicos emergentes de su práctica clínica e
institucional, me llevaron a pensar y replantear las estrategias terapéuticas articulando
epistemologías diversas, provenientes del Psicoanálisis, la Psicología Genética, la
Psicomotricidad y crear tácticas y técnicas que a la luz de estas reflexiones devenían
convergentes y que hasta entonces me habían aparecido como disociadas y excluyentes.
Ana,
Ana, de tres años y medio llega en brazos de su abuela materna. La madre, por su lado, trae un
bolso grande y el padre, las llaves del auto dando vueltas en su mano.
La abuela, mientras tanto, había sentado a Ana sobre su falda, frente a frente. Trataba de jugar
con ella, le hacía morisquetas buscando la mirada, le dirigía sonidos y onomatopeyas en voz
muy bajita. Ana se retorcía con sacudidas incoordinadas, con bruscas extensiones del tronco.
Era sostenida por las axilas y los brazos quedaban como desarticulados, el derecho rígido en
flexión hacia atrás, muy arriba con el puño apretado. Yo no alcanzaba a ver el rostro de Ana
cuya cabeza giraba bamboleando repetidamente. La madre continuaba desplegando, sin
mirarla, los sucesivos tratamientos, las dificultades permanentes para alimentarla , los llantos
súbitos, la oposición y las crisis de cólera que Ana revelaba frente a la imposición de los
ejercicios kinésicos o de laborterapia.
Mientras, la niña intentaba deslizarse hacia el piso. Madre y abuela trataron de evitarlo.
Finalmente la abuela la colocó de pié sosteniéndola contra sus piernas. Ana con flexiones y
extensiones de miembros inferiores, tironeaba de los brazos que la sujetaban, con
irradiaciones tónicas desorganizadas sobre el tronco, cuello, brazos. Es evidente que no
sostenía su cuerpo ni lograba pararse. Les señalé la alfombra, miraron con poca confianza,
pero finalmente la sentaron allí sosteniéndola por el lazo del vestido. Ana tendía a caer en
hiperextensión, en bloque. Le acerqué algunos juguetes. Ana, crispada, cayó nuevamente
hacia atrás gimiendo.
Me senté en el suelo a un par de metros de Ana que se había caído, quedando acostada
lateralmente, replegada. No parecía percibirme. Comenzó a reptar de espaldas con dificultad.
La madre tensa “sabe” que no debe intervenir. Apenas intentaba acercarme Ana se crispaba,
detenía el movimiento, en alerta. Me alejé y pocos instantes después reinició su juego de
estiramientos y propulsión. Cuando volví a acercarme, Ana adoptó una postura de rechazo,
comenzando a lloriquear. Regresé a mi sillón y Ana se tranquilizó.
Me impresionó el cuerpo desarticulado de Ana, sus sacudidas tónicas generalizadas, las caídas
en bloque, su cuerpo desparramado y crispado como si intentara defenderse con su hipertono,
como una segunda piel, de angustias arcaicas de licuefacción. En el mismo sentido me
aparecieron el alerta y el rechazo ante cualquier esbozo de acercamiento de extraños y sin
embargo el fuerte aferramiento al pelo o a la ropa de la abuela. La recurrencia del reflejo de
Moro acompañado de miradas de pánico, expresaba no sólo el daño cerebral, sino
fundamentalmente las sensaciones íntimas de súbito y frecuente desequilibrio y consecuentes
vivencias de caída. Me impactó la sobreexigencia de la familia para que adopte una postura
vertical, una actitud “aparentemente más humana” aunque fuera precaria, inestable y
absolutamente dependiente. Pero al mismo tiempo me impresionaron sus ojos brillantes
aunque evasivos, sus posibilidades de reptar de espaldas de manera espontánea y vivaz y
propulsarse con los pies para deslizarse sobre el piso; el esfuerzo tónico de reunificación de su
cuerpo, con aproximación de los miembros y el puño hacia la boca y su activa oposición ante
cualquier sospecha de intrusión.
Valoré la relación estrecha y afectiva con la abuela, percibí la distancia del padre, excluido o
autoexcluído, delegando todo vínculo en las mujeres y constituyéndose sólo en proveedor
acompañante, escondiendo en su jugueteo con las llaves del auto, su desolación e impotencia.
Ana era casi una extraña para él.
Les propongo ir a su casa. Es un departamento agradable, tal vez muy cargado de muebles y
adornos. Muy prolijo. Ana pasa el día en dos lugares: su dormitorio, compartido con su
hermano de 8 años, donde ella tiene una amplia cuna con barrotes llena de muñecos de felpa,
(la habitación está organizada principalmente para responder a las necesidades escolares y de
juego del varón) y en la antecocina donde pasa muchas horas dentro de su sillita alta.
Me recibe la madre muy ansiosa. Ana está en su sillita, deslizada hacia un costado, sacudiendo
las piernas colgadas. Varios objetos cuelgan del borde. De tanto en tanto Ana los empuja con
la mano izquierda violentamente cuando alguien se los coloca sobre la mesita. No da señales
de registrar mi entrada. Chupetea su mano derecha mirando un haz de luz. Cuando la madre
se le acerca, rápidamente se le prende del pelo o de la ropa. La madre se desprende
reprendiéndola. Ana no la mira directamente. Es difícil encontrar su mirada. A veces juega con
sonidos vocálicos, siempre los mismos. Se babea abundantemente.
Observo una actitud forzada, tratando de enseñarle: “Mirá la cuchara, cu-cha-ra, ves, mirame,
cu-cha-ra. “Papa, mirá pa-pa”. Ana llora intempestivamente, sin lágrimas, con gemidos agudos.
Súbitamente se calla.
En su habitación compruebo que intenta rolar cuando, a mi sugerencia, la ponen en el piso.
Pasa con bastante habilidad de un decúbito a otro pero sólo lo hace para rehuir algo o a
alguien. Su postura espontánea es acostada lateralmente, a menudo con el puño en la boca, la
mirada frecuentemente perdida, en una posición casi fetal. El hermano la trata como a una
muñeca con la que se juega, la toma, la aprieta, la sacude y la abandona. Ella se deja hacer.
Hay mucha ansiedad, mucha invasión del cuerpo de Ana que es manipulada, forzada, puesta
de un sitio a otro como un objeto, que se alterna con muchos momentos de soledad y
aislamiento. Observo escaso espacio propio cómodo y me pregunto por el lugar de Ana en la
familia. Toda la relación está cargada de tensiones, frustraciones, miedo a la reaparición de las
convulsiones. La desesperanza y la hostilidad fluctúan con expectativas mágicas de curación.
La mirada es extraña, huidiza, generalmente flotante, con sus ojos siempre de costado es
difícil saber qué está mirando y cuánto interés eso le despierta.
Pensé que era imprescindible crear un ambiente cálido, continente, calmo y seguro para que
libremente pudiera abrirse al contacto, a la comunicación con otro, a la apropiación de su
cuerpo, del espacio. La trae generalmente la abuela que participa expectante de la sesión.
Partí, basándome en Pikler, de un máximo respeto por su actividad espontánea y voluntaria,
por la aceptación de sus posturas de elección, con la mayor la disponibilidad corporal y
empatía emocional de mi parte y por la utilización de mi palabra y mi voz, a pesar de ser
consciente de su sordera, creando una envoltura sonora que operara aunque más no fuera por
vibración. Ana estaba equipada con un audífono.
Durante los primeros encuentros, en una sala alfombrada sin muebles, con un espejo en la
pared y objetos inflables de colores, algunos trasparentes, entre otros, Ana pasa casi todo el
tiempo acostada, parece desconectada, la mirada vaga, inmóvil o con escasos pataleos o
pasajes a boca arriba, luego de costado, con el puño derecho siempre en la boca. Por
momentos aparecen súbitas crispaciones generalizadas y llantos cortos que cesan
imprevistamente como comenzaron.
Asumo posturas a su altura, en el piso, acostada, algunas semejantes a las de ella. Mi presencia
parece no ser registrada pero, apenas me acerco expresa su rechazo con reacciones
hipertónicas masivas y estiramiento de miembros. Cuando alguna vez me aproximo
lentamente sin que me esté mirando percibe mi presencia y se prende de mi pelo o de mi ropa
o de mis dedos y tironea con fuerza tratando de llevarlos a su boca. Soy simplemente un
objeto prensible. Si esbozo en ese caso un intento de contacto, sin soltarme, me sacude,
rechazándome con fuerza e inquietud. Sin embargo, alguna vez nos hemos cruzado
fugazmente las miradas.
Ana no se interesa por otros objetos y en general rechaza cualquier propuesta. Durante la
sesión hablo con la abuela de cómo expresa Ana sus sensaciones, sus deseos de quietud o
movimiento, de no ser invadida o sobreexigida, la necesidad y seguramente importancia de sus
aferramientos, y también del diálogo corporal que puede establecerse y el clima de
comunicación, aun precaria, cuando se siente comprendida.
Al cabo de unas tres semanas comienza a estar más activa. Se desplaza reptando de espaldas.
Parece más conectada conmigo, me busca mirándome siempre de costado, pocas veces sonríe.
Si estoy cerca trata de prenderse de mi cuerpo, de mi ropa pero no acepta que yo la tome o la
toque. Me empuja creando un espacio entre mi espalda y la pared donde se aloja tironeando
mi pelo, se aloja entre mis piernas y mis brazos; busca huecos en mi cuerpo o entre éste y los
objetos para acomodarse adoptando posturas extrañas, retorcidas. Descansa allí unos
momentos. Pareciera que experimenta un gran placer en ese juego exploratorio de torsiones,
estiramientos, entradas y salidas, contactos piel a piel, como en un continente cálido, flexible y
maleable. Luego puede deslizar sus piernas debajo de mi cuello si estoy acostada en el suelo, o
pasarme por encima reptando sobre su vientre o su espalda como si yo fuera una irregularidad
del piso. Se desplaza a buena velocidad y escapa si intento rodearla. Sus manos, generalmente
apretadas en puño, que se aferran a mi pelo tironeando fuertemente, se abren para servirle
de apoyo cuando comienza a gatear.
Durante todo ese tiempo, alrededor de un mes, no se interesa por los objetos inflables
voluminosos y atractivos, aros y rodillos transparentes u opacos, algunos almohadones. Al
principio los desplaza, los aparta, los patea, los arroja o los revolea con fuerza y fastidio,
los elude o los arroja lejos como para que no le molesten o los atraviesa como si no los
percibiera o fueran sólo un obstáculo a sortear.
Comienzan a repetirse muchas situaciones de encuentro, aunque muy fugaces con la mirada.
Generalmente sus ojos no se dirigen a mi rostro pero lo explora con la mano izquierda
buscando aferrarse a mi pelo.
A partir de los comentarios que la abuela hace de nuestras conversaciones, la madre comienza
a venir de tanto en tanto, cuando su trabajo se lo permite, asistiendo a las sesiones. Pregunta y
pide explicaciones acerca del sentido de las estrategias. Intento que vaya redescubriendo la
persona que es Ana, sus cambios de actitud y el placer que manifiesta en compartir el juego de
esconderse detrás de mí o en los huecos de la sala. También la madre necesita sentirse
reasegurada.
Observo que Ana mantiene sus posturas de espaldas y de costado en el piso pero sus
desplazamientos se hacen cada vez más ágiles y eficaces, con reptación dorsal, ventral, algunos
rolados y en menor medida el gateo. Se lo señalo con énfasis a la madre y a la abuela. Ellas ven
que disminuyen los momentos de inactividad y desconexión aunque se refugia todavía de
tanto en tanto en ellos. Las tranquilizo respecto a ello. Ellas pensaban que había que sacarla
compulsivamente de esas situaciones.
Lentamente comienza a interesarse por los inflables, de colores brillantes, livianos. Busca
particularmente un aro transparente con bolitas de telgopor adentro que se mueven apenas lo
manipula. Acostada de espaldas permanece varios minutos tomándolo con la mano izquierda,
observando atenta las bolitas que se agitan, mientras la derecha suele estar en flexión a la
altura del hombro o con el puño en la boca. Rápidamente comienza a abrirla y a servirse de
ella como complemento para manipular el aro, lo lleva a la boca, lo chupa. Esta atención
sostenida y su actitud de exploración me hablan de un YO activo que se organiza y se
manifiesta.
Voy colocando varios aros, pelotas y rodillos, ahora se acerca a ellos por momentos los
observa atentamente, los toma con ambas manos y los deja caer. Su juego preferido sigue
siendo reptar rápidamente hacia mi espalda, aferrarse a mi pelo y sacudirme como lo hace con
los inflables. En esas ocasiones generalmente ríe. Voy armando túneles con las colchonetas
que debe atravesar si quiere acercarse a mí. Comienza un juego de persecuciones en los que
me voy ocultando detrás de los inflables transparentes, escapando y ella trata de alcanzarme,
tomarse de mi pelo y treparse a mi espalda, con grititos, carcajadas y manifestaciones de
alegría y excitación. Desde allí, mi cuerpo empieza a constituirse en una prolongación del suyo
que le sirve para transportarla y alcanzar objetos. Me empuja, me guía, me lleva la mano hacia
lo que quiere, patea la puerta del placard donde están guardados los juguetes y donde además
hay huecos que aprovecha para introducirse, esconderse y desparramar por la sala todo lo que
hay adentro. Aparecen frecuentes situaciones de berrinches cuando pongo límites, cuando me
opongo a su deseo o no comprendo rápidamente sus gestos. Todos los encuentros de esta
etapa comienzan de la misma manera, me empuja, me tironea, me patea, intenta treparse a
mi espalda. Se apropia de mí y luego me usa como instrumento. Pasamos muchos momentos
juntas en estas situaciones frente al espejo. Se mira y me mira interesada. No sé cuál es el
nivel de reconocimiento pero la palabra está siempre presente.
La prensión es muy dificultosa, muy masiva por persistencia del tono flexor, con irradiaciones
tónicas contralaterales, que debe vencer para la utilización bimanual. Si toma un objeto
pequeño, el tono flexor de la mano aumenta. El objeto parece adherirse a ella como si le
resultara desconocida la extensión voluntaria, sacude el objeto como si tratara de
desprenderlo. Me mira como pidiendo ayuda. A veces intenta tomar uno nuevo sin llegar a
soltar el anterior, con un esquema prensil muy arcaico. Parece sorprendida de no poder
desprenderse del objeto e inicia una investigación activa de la acción de tomar y soltar que le
lleva varias semanas entre el aferrar y el dejar partir el objeto.
Le interesan objetos más pequeños, recipientes, cajas, potes de los que saca juguetitos que yo
vuelvo a colocar. Los desparrama, los revolea, a veces los observa muy interesada, pero nunca
los pone adentro. Es un esquema de acción compartido conmigo, desde mi función auxiliar, yo
reúno, junto, acumulo, reunifico e incluyo en un recipiente continente, completando y dando
sentido a su sacar, separar, dispersar. La complementariedad de a dos permite la continuidad,
la repetición, la reiteración en la diferencia posibilitando un reaseguramiento profundo de la
permanencia del objeto aún en la desaparición y en la transformación, hasta que su
maduración, el aprendizaje de la praxia y las posibilidades de soportar la separación del otro,
tal vez simbolizado en el objeto, le permitan asumir autónomamente las dos fases del
esquema de acción, como sujeto que se ha apropiado del tomar y el dejar.
En una sesión explora activamente una serie de objetos pequeños, destapa cajas, los toma uno
a uno. Su prensión es un poco más ajustada, pero siempre masiva. Pone mucho empeño en su
tarea. En un momento, al pasarla de una mano a otra, rompe una de las cucharitas de helado
de plástico con las que jugaba. Mira sorprendida el manguito que conservaba apretado en su
mano derecha y comienza a mirar a su alrededor donde había dispersado varios juguetes entre
ellos cucharitas similares, de distintos colores. De pronto descubre la parte que se le había
caído. La toma con su mano izquierda y la acerca a la otra como para unir los dos segmentos.
Yo estoy realmente conmovida observando por primera vez en Ana una actitud mental
asociativa, reconociendo y seleccionando una parte entre muchas otras y juntando las partes
de un todo. Un proceso analítico sintético revelador de un pensamiento operatorio en plena
acción.
En la misma época trepa bloques de 40 cm.. Desliza todo su cuerpo sintiendo bien los apoyos
necesarios para no caerse, reajusta cuidadosamente su base de sustentación y se impulsa
prudentemente con la punta de un pie mientras trepa con la otra pierna flexionada. Se
interesa ahora por aros inflables que suspendo a escasa altura cuando veo que comienza a
investir el espacio de arriba. Juega con todo su cuerpo intentando colgarse de los aros,
enredándose y desenredándose con mucho placer en las sogas, entrando y saliendo de túneles
colgantes que se balancean. Las sogas suspendidas del techo le sirven para sostenerse
mientras intenta ponerse de pié deslizándose contra la pared. Es muy significativa la apoyatura
de la espalda, zona corporal particularmente investida y el deslizamiento sobre la pared como
lugar de reaseguramiento y apuntalamiento para el crecimiento, juega sosteniéndose con la
soga a pararse, agacharse. Capta su imagen en el espejo y su mirada es intensa mientras,
atentamente, repite ese juego. Poco tiempo después comienza a desplazarse dando pasitos
laterales, deslizando su espalda apoyada en la pared. Así puede recorrer toda la sala. Llega a la
escalera de dos hojas, se cuelga de sus escalones, intenta elevar el tronco pero allí tiene poca
superficie de apoyo.
Durante semanas ensaya distintas maneras de subir la escalera pero no puede pasar del
primer peldaño. La organización de estas coordinaciones es larga y muy difícil pero está
empeñada en conseguirlo y es notable la iniciativa, la persistencia de su proyecto, la seriedad
con que intenta nuevas estrategias y las ensaya una y otra vez.
En la última etapa, Ana ya con 5 años, se integra a un grupo terapéutico con otros tres niños
con diferentes patologías. Durante semanas Ana se refugia en un rincón sorprendida y
atemorizada, los estudia de lejos. Disminuye su actividad, está muy pendiente de los
desplazamientos de los otros. Reacciona con crispación y rechazo si alguno de acerca pero no
puede defenderse, ni defender su espacio ni sus pertenencias. Sólo un mes después comienza
a oponerse activamente y, recuperando su seguridad, se desplaza por la sala buscando sus
objetos pero todavía evita sistemáticamente a los otros niños. Los observa con atención y
participa de la acción siguiendo el ritmo, los impulsos, los movimientos de los otros con todo
su cuerpo, como el espectador de una cancha de jugadores, con una imitación refleja, por
imantación, pero a bastante distancia.
Tarda casi dos meses en animarse a ir hacia ellos. Sus primeros acercamientos son para
recuperar objetos, inclusive arrancándoselos de las manos, mientras los mira
amenazadoramente. A partir de estas disputas de lo propio y discriminación del otro comienza
a integrarse al grupo. Luego puede llegar a compartir una actividad común, llenar recipientes
en conjunto, llenar cuando otro vacía y a la inversa, empujar un carro, transportar bloques,
intentar apilarlos.
A los 5 años y medio está atenta y bien conectada con su familia, que ahora la acepta mejor, la
comprende y también se gratifica descubriéndola. Vive y genera conflictos cotidianos
habituales en las familias, se le ponen límites y participa a su nivel. Controla esfínteres
regularmente desde hace pocos meses.
Ana ingresa en una institución especializada donde comparte actividades durante el día con
buena pertenencia grupal. Su mirada es intensa, directa, vivaz, pícara y provocadora. Se hace
comprender rápidamente y respetar en sus deseos.
Conclusiones
La posibilidad de “dejar ser” a Ana, de ser recibida y aceptada porque “es quien es” y, como
diría Judit Falk, tiene el derecho de serlo, les permite progresivamente a los familiares de Ana
descubrirla en sus potencialidades y competencias y no desde lo que no puede ser ni hacer,
desde la angustia de la falta, desde la culpa de la falla. Pero sobre todo les permite, de manera
heterogénea, ir descubriéndose en nuevas funciones parentales y en la construcción de nuevas
modalidades de interacción más placenteras, menos sobreexigentes, más respetuosas
recíprocamente y sobre todo más gratificantes. El padre organizó y amuebló una habitación
independiente para Ana buscando cada detalle para que pudiera desplazarse y jugar. La
madre, pudo identificarse con algunos aspectos positivos de Ana, “es empeñosa como yo”,
decía, lo cual le permitió elaborar los sentimientos hostiles y parte de la culpa frente a la
imagen descalificadora que Ana le devolvía.