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Contaminación futura

Volumen I

Victor Raggio
Ramiro Sanchiz
(eds.)
PRIM ERA E DICIÓ N : J U NIO DE 2020.

Mig21 Editora
Contaminación futura - Volumen I

Copyright © 2020, Tatiana Carsen,


Hank T. Cohen (a.k.a. Camilo Ortega),
Pablo Dobrinin, Maielis González,
Gabriel Mainero, Ximena Molinari,
Laura Ponce, Pablo Rumel,
Rosa J.G. Salas, Ramiro Sanchiz,
de los textos.

© Mig21 Editora, 2020.


Washington Beltrán 1758 ap. 2,
Montevideo,
República Oriental del Uruguay.
mig21editora@gmail.com

PORTADA
Ramiro Sanchiz (a partir de Ernst Haeckel)

EDICIÓN
Víctor Raggio y Ramiro Sanchiz

SELECCIÓN Y CURADURÍA
Víctor Raggio (autores uruguayos)
Ramiro Sanchiz (autores latinoamericanos)

DIAGRAMACIÓN PDF
Diego Cepeda

Material de libre circulación.

ISBN 9 7 8 -997-4 9 4 9 7 -1-3


el pórtico
wellington gabriel mainero
Wellington Gabriel Mainero (Montevideo, 1937). Publicó sus relatos
en revistas como Nueva Dimensión, Cuásar, Uribe y Trántor, entre
otras, además de en la antología Latinoamérica fantástica (Ultramar,
Barcelona, 1989). Fundó en 1982 El rincón del coleccionista, la primera
librería especializada en comics y ciencia ficción de Uruguay. Como
historiador e investigador de la historieta ha publicado La historieta en
el Uruguay (Fundación Lolita Rubial, 2012, junto a Ernesto Costa)
y La historieta en el Uruguay 2: un viaje en el tiempo (Fundación
Lolita Rubial, 2017). El cuento que incluimos en este volumen de
Contaminación Futura es inédito.
A pesar de las historias y los avisos heredados, no pudiste
anticiparlo. No me viste en los campos áridos, ni en los
temblores que resonaban con patrones matemáticos. No
sospechaste de mí en el agua que provocaba calambres y atraía
destellos lumínicos previos a la alucinación. Repasaste mis
señales cuando las posibilidades ya habían sido alcanzadas
por el demasiado tarde. Demasiado tarde para prever,
demasiado tarde para exhumar la presencia que te obliga a
padecer. Ahora que conoces mi origen, sabes que soy quien
te ha infectado.
Pero ¿habrá sido así? ¿Hasta dónde esa frontera es
vulnerable al empeño de mi voluntad?
Porque fue un sueño tan vívido siento la necesidad de
escribirlo, puesto que, por alguna razón, continua presente.
Caminaba por Avenida 8 de Octubre, en dirección Sur-
Norte. En algún momento, decidí doblar a mi derecha por
una calle que nunca caminaba.
Supuse que iba cortando camino hacia Camino Carrasco.
En determinado momento mi paso se vio interrumpido: me
encontré con una mesa instalada sobre caballetes que exhibía
revistas de historietas. Una de ellas me llamó la atención. Resultó
que el vendedor me conocía porque había visitado mi negocio,

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y me contó que el trabajo era suyo. No me lo quiso cobrar,
y en el momento siguiente se retiró abandonando el puesto
y desapareció sin explicación alguna. Me quedé intrigado.
A lo que miré a mi alrededor, se me presentó un escenario
desconocido con muchos puestos, como suele observarse en
las ferias, con calles y veredas aledañas utilizadas por aquellos
que se instalan sin autorización oficial, sin mesas, todo sobre
el piso. Sé que crucé dicho espacio ya un poco inquieto,
pretendiendo salir lo más rápido posible. Obviamente llevaba
un destino, me dedicaba a la visita médica, tenía un horario a
cumplir, llegar antes que el médico comenzara la consulta y,
creyendo que tomaba un atajo resultó una calle equivocada.
Llegué a una transversal, observé autos estacionados sobre
una única acera, y algunas personas caminando distraídas.
Como títeres manejados a distancia sin ninguna finalidad. Al
cruzar dicha calle me encontré con un alambrado impidiendo
el paso ¿Ansiedad o terquedad? La pulsión era cruzar al
otro lado. Observé que el cerco de alambre estaba roto y me
introduje a través de él. Inexplicablemente, a un par de metros
de donde estaba cortado, aprecié rieles espaciados clavados
en el suelo. Posiblemente —especulé—, el tejido lo habían
robado porque no estaba. ¿Cómo no me di cuenta? Quizá
fuera el nerviosismo, se me iba el tiempo, y me inquietaba
que el médico comenzara la consulta antes que yo llegara.
Pero mi perturbación no terminó allí. Nada del lugar me era
reconocible. Me encontré con un talud que conectaba varios
metros más abajo con una superficie rocosa. Deduje que se
trataba de una cantera, alguna explotación a cielo abierto
abandonada. Una planicie de piedra hasta donde alcanzaba
la vista. Bajé y apresuré el paso, pensando que podía acelerar

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la marcha y volver a mi destino. Pero confirmé que lo que mal
empieza mal termina. Apoco de caminar y girar en un recodo,
tropecé con lo que parecían los restos de un gigantesco
portal. Lo asocié con lo que había visto recientemente por
TV, las ruinas de Palmira. Sólo que, en este caso, era una
mitad y en su cima el arco se prolongaba sin caer, desafiando
toda ley de gravedad. Experimenté un destello fantasioso, un
dios colérico asestando un golpe de mandoble trozando al
gigante por la mitad, de la cabeza a los pies. Pero no tenía
más tiempo para especulaciones. Caminé de prisa por la
superficie de la vieja cantera observando construcciones en
estado de abandono, incluyendo una capilla —o los restos
que quedaban de ella—. También en este caso encontré cierta
reminiscencia familiar, una pequeña iglesia que había visto
en una comarca mexicana, ajustándose al modelo funcional y
con un frontispicio en todo igual.
De improviso, algo me llevó a reparar en mis manos.
¿Por qué esa confusión en mi cabeza? ¡No tenía la valija
de trabajo! Entonces, ¿qué hacía yo allí? ¿Por qué la prisa?
Ni siquiera recordaba qué día era. Me habían contado de
algunos episodios de sonambulismo que había tenido de
niño. Si era así, entonces debía moverme tranquilo y asumir la
realidad, o sea el estado de ese momento. Respiré profundo.
Paré para mirar con atención lo que me rodeaba: mi visión se
perdió procurando encontrar en la distancia el límite de aquel
socavón, pero fue en vano. Parecía no existir, mi horizonte
se confundía con un cielo nublado, gris. Igual que la roca,
basalto que asemejaba ser por momentos un paño oscuro
o verde, según le impactara el sol cuando lograba abrirse
paso. El pensamiento me causó gracia, porque imaginé el

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paño de un descomunal billar adentrándose en el horizonte
como un puente tendido hacia el más allá, un camino para
llegar al fin del universo. Me pregunté qué papel hacía aquel
medio portal, de metro y medio o dos de espesor. La junta
entre las piedras que lo constituían era una línea apenas
sinuosa, difícil de percibir. Traté de imaginar el medio arco
sustentado en el aire, como prodigio de negación de las leyes
físicas, desafiando el tiempo y las miles de tempestades que
había arrostrado. De la otra mitad faltante, no había rastros.
Ni una piedra que pudiese decir “yo fui parte de esto”. He
visto ruinar, columnatas quebradas y sus restos esparcidos.
Muchas de esas columnas construidas con segmentos más
pequeños y manejables. Y sus partes identificadas —cerca
o lejos— como hijos rodeando a un padre. Tuve necesidad
de buscar referentes en las ruinas de Palmira, una ciudad
que estaba en el camino de las caravanas que venían de Asia
y, más lejos aún, de India y China. Cuánto conocimiento
perdido, porque aquellas piedras trabajadas y subidas a más
de veinte metros de altura, pesaban cientos de toneladas, y
allí estaban aún, pareciendo tan leves e impertérritas ante
la erosión de los siglos, el frío y el calor. Mi mente, siempre
seducida por la imaginación aceptó estas ante un pórtico para
atravesar las dimensiones, y supuse que en alguna de ellas
estaría la otra parte. Separadas por algún proceso que estaba
más allá de mi comprensión. Visualicé antiguas civilizaciones
pasando de una a otra, cual peregrinos detrás de sucesos tan
primitivos que ninguna mente era capaz de saber si alguno
de ellos logró llegar a donde deseaban. Seres como nosotros,
conscientes de haber sido visitados por culturas superiores,
quizá ya desaparecidas y buscándose unas a las otras… Pero

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aquel medio portal en nada se asemejaba a una máquina de
tecnología fantástica, que permitiera el pasaje de uno a otros
mundos. El pedestal y el arco quizá era una obra acabada en
sí misma; una sola pieza esculpida directamente en la viva
roca. Una prueba desmintiendo la gravedad, aquello que nos
retiene atrapados por los pies. ¿Sería una invitación a que el
karma abandonara el cuerpo y se adentrara en otro que le
esperaba como remplazo? ¿Sería posible que una civilización
utilizara tan increíble herramienta para los viajes espaciales?
¿Transmigración de eso que los humanos –no sabiendo cómo
definirlo pero sí intuirlo— le llaman alma?
Por cierto, mis cavilaciones cedieron ante la percepción
de que algo en ese momento estaba contaminándome. Había
un reclamo biológico. Necesitaba ir al baño. Un reloj en las
madrugadas que aprieta el botón “pausa” sin garantizar la
continuidad con cualquier ensoñación en curso.
Al regresar al dormitorio fui consciente del sueño
volviendo milagrosamente sobre mis pasos; el hilo continuaba
allí y de él me agarré. Tan pronto apoyé mi cabeza en la
almohada, una voz me susurró: hay incontables formas de
vida diferentes a la vuestra, a las que se accede apagando la
llave de la razón.
Sentí el “click”. Recorrí veinticuatro horas en un segundo.
Regresé la noche siguiente a la extraña cantera. Llegué
al pórtico y me situé bajo la sombra. Había llevado conmigo
una lupa. Quería examinar más detalladamente las juntas de
las piedras. En realidad no me asombró el descubrimiento:
no existía tal cosa. Sus constructores habían con el cincel
dibujado una sutil línea, asemejando el montaje de piedras
entre sí. Me pregunté cuál sería la causa para obrar de este

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modo, creando la ilusión de múltiples piezas empleadas para
construir el pórtico, disimulando el portento. Mi visión no
me permitía examinar el arco avanzando sobre el vacío, pero
si todo consistía en una única pieza, el sentido de maravilla
me golpeó más fuerte ante aquel símbolo que desafiaba
la inteligencia. Me desplacé rodeando la base, buscando
cualquier signo, escritura, lo que pudiese darme respuestas.
Algo me decía que el pórtico no era un adorno gratuito, un
homenaje a algo o a alguien, tenía que tener un propósito
y, si correspondía imaginarla como una máquina para viajar
entre dimensiones, o entre estrellas —lo que fuere— debía
de contar con algo que permitiera activarla. La búsqueda
fue infructuosa. Giré alrededor del coloso cuatro, cinco
veces, hasta que opté por sentarme en el suelo, recostado a la
base. Quizá cabeceé y me quedé dormido. Al abrir los ojos,
sobresaltado, porque el sol ya se estaba ocultando, uno de los
rayos de luz se detuvo sobre el portal menos de un minuto,
pero mi sorpresa fue percibir una columna maciza de aire que
vibraba. Ya me había levantado de la posición incómoda. Un
impulso me llevó a introducir la mano, luego una pierna y con
una audacia que no me conocía, me introduje completamente.
Cuando la columna de aire desapareció estaba en otro lugar.
El pórtico estaba a mi derecha. Miré a mi alrededor tratando
de descubrir cualquier cosa extraña, pero no, alrededor del
coloso de piedra, salvo el pórtico invertido en su posición,
me pareció un escenario familiar. Pero la sorpresa mayor fue
cuando observé que el sol no solamente no se ocultaba sino
que en realidad estaba amaneciendo. A la luz de un sol similar
al que yo conocía, vi a la distancia una zona desértica. Decidí
caminar hacia allá. Encontré un camino, o lo que parecía tal,
como si la piedra de la cantera estuviese pulida de millones

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de calzados que en algún momento se desplazaron sobre ella.
Había avanzado lo suficiente, unos cinco minutos caminando,
cuando encontré que el camino se bifurcaba. Miré a ambos
lados, y observé un poste caído. Me aproximé y vi que tenía
un pequeño cartel adosado a su extremo superior. No me
pregunto cómo entendí lo que decía. Tampoco me pareció
extraño. Mi mente aceptaba como algo natural lo que estaba
viviendo. Tomé hacia la izquierda y, unos diez minutos más
tarde observé un árbol. Lo insólito del hecho es que era el
único. Lego caí en a cuenta que no. Un poco más atrás, quizá
siguiendo un guión equivocado, alguien invisible cambiaba
uno tras otro telones de decorados acordes. Hice abstracción
de ello y detuve mis ojos en el que estaba a mi alcance, era un
manzano. Y lo más fantástico, la única manzana que pendía
de una rama, ¡era de oro! Mi ademán instintivo fue tocarla. No
ejercí presión alguna para arrancarla. Sólo la toqué deslizando
los dedos en una suerte de caricia. Pero con lo mismo, debí
dudar de mis sentidos: la manzana estaba no suspendida de
una rama, sino apoyada en el suelo, y la rama se había doblado
con el tiempo acusando el peso cada vez mayor de su fruto. Me
restregué los ojos.Volví a acariciar el contorno de la manzana, y
era enorme. Calculé una circunferencia no menor a un metro
veinte, y quizás un poco más. Qué absurdo, pensé. ¿Qué fue
lo que había visto en principio, qué cosa acaricié? ¿Fui víctima
de un espejismo, de un lente invertido? Decidí continuar
caminando, en tanto cavilaba con la sensación de que un mago
me había arrojado las cartas al rostro. Diez minutos después
—aventuro porque llevaba una cuenta puramente instintiva
del tiempo—, algo más increíble me sorprende: suspendida
en el aire, como flotando, había una ventanilla. Y dentro, la
cabeza de una persona conocida. Un amigo.

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—Caín, ¿qué hacés aquí? —exclamé.
—Y, ya lo ves, conseguí un laburito… —Me miró como si
hubiésemos estado juntos charlando la tarde anterior.
—A ver Caín, no entiendo nada, cada vez estoy más
confundido, todo este escenario, situaciones cambiantes, cosas
insólitas que me salen al paso, la soledad de esta región, vos sos
la primera persona que encuentro…
—¿A qué te referís Gabriel?
—A todo esto, ahora esta ventanilla colgando de la nada,
donde veo tu cabeza y parte de los hombros, y vos que me
hablás de un laburito. ¡No me jodas!
—A ver Gabriel, lo sabés, en casa no tenía paz para
escribir. Acá tengo todo el tiempo del mundo, y aparte me
gano unos mangos. ¿Qué es lo que no entendés?
—Todo. No entiendo nada. Hace rato dejé atrás una
fortuna. Una manzana de oro, de tamaño descomunal. La
quise mover y no pude.
Caín se reía, con esa risa enigmática de pícaro que está
de vuelta.
—Gabriel —me dijo sobrador—, ¿acaso te podés comer
esa manzana? Noooo... —arrastró la “o” machaconamente—
...¿De qué te puede servir, entonces?
—Caín, si me la pudiera llevar solucionaría todos los
problemas que tengo. Les compararía una casa a mi hija y
nietos. Les regalaría un auto. Y un galpón para que mi yerno
ponga su taller de chapa y pintura.
—No jodas, Gabriel. Es imposible llevársela. No hay
quien pueda cargar con ella. El oro es el metal más pesado
que existe. Ta tampoco te la podrías llevar rodando. ¿No viste
que casi está hundida por su propio peso? Fijate, un tiempo

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atrás, más o menos cien años, la medí con una cinta métrica,
y antes que vos llegaras, volví a hacerlo, y había crecido un
centímetro más. ¿Te das cuenta la edad que tiene esa fruta?
Más años que la humanidad.
—¿Cien años? No me tomes el pelo. Esta ventanilla con
vos atrás, apareció cuando faltaban pocos metros para llegar
aquí. Aparte, dejame ver.
Intenté dar la vuelta por detrás, pero lo único que vi fue
el horizonte muy lejos. Terminé de dar la vuelta, y allí seguía
Caín con esa sonrisa como expresando ¿qué pasa?
—Bueno, no sé, todo esto es muy raro —tragué saliva—,
dale, explicame, ¿qué es toda esta mierda…?
—Gabriel... —el tono porteño me reventó—, vos pasaste
el pórtico, estás en otro universo. ¿No te das cuenta? Yo pasé
antes que vos mucho tiempo atrás. Revisé todo. Y me instalé
aquí porque me siento cómodo, no me rompen las pelotas.
—Pero, ¿esta ventanilla, cómo está acá? Recién di la
vuelta. No hay nada. Y ahora de frente, te veo otra vez allí.
¿De dónde salió? ¿Cómo entraste?
Otra vez la risa sarcástica, y el tonito canchero:
—Gabriel, ya te dije, escribo, también me entretengo. Dos
por tres llega algún perdido, alguien que dio con el pórtico,
y se animó a pasar. Todo es fruto de nuestra imaginación.
Son nuestros deseos ocultos los que se materializan. Vos
viniste caminando por lo que tomaste como una cantera de
piedra, ¿verdad? Bueno, el camino, como dijo el poeta, se
hizo al andar. Cada paso que dabas, debajo de tus zapatos se
formaba el mismo. Mirá, te voy a explicar algo: siempre quise,
de niño, estar detrás de una ventanilla informando a la gente
lo que quieren saber. Quizá porque recuerdo una experiencia

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que viví, no tenía a quien preguntarle cómo regresar a mi casa
porque me había perdido… Yo llegué hasta aquí y recordé en
un momento todo eso, entonces apareció la ventanilla, hice
lo mismo que vos, vi lo mismo que vos, así que lo único que
se me ocurrió fue pasar por debajo. Y aquí estoy. Tengo un
pequeño cuartito. Una mesa, una computadora, un par de
diccionarios…, y ahora apareciste vos.
Me quedé pasmado. Caín, la ventanilla, ¿no sería también
parte de esa fantasía que parecía estar viviendo? Decidí
cambiar de tema y preguntarle: - En caso de que continúe mi
camino, ¿hay dónde ir? ¿A dónde voy a parar?
—Acá cerca —me contestó—, a media hora de camino,
hay un pueblito, es gente rara, religiosos, viven como en
el siglo XIX, utilizan carros con caballos, no usan autos.
Poseen arados primitivos, las mujeres son intocables, están
prohibidas hasta que se casan… Cuando lo veas a la distancia,
a tu izquierda vas a observar un árbol muy peculiar. Parece
un ombú por su corpulencia, la base tiene como seis o más
metros de circunferencia. Todas las aves de este lugar han
hecho nido en sus ramas. Lo asombroso es que cada hoja
tiene impresa una palabra. Yo mismo, cuando estoy falto de
inspiración, voy y corto algunas hojas, y al regreso, sonrío
porque tengo un nuevo argumento para desarrollar. Para
mí, es la mejor experiencia que pude recoger de este lugar.
Y te cuento otra cosa para evitarte frustraciones: no intentes
comunicarte con esa gente de la que te conté… No te pueden
ver ni escuchar. No existen.
“Él llega herido, huyendo y se refugia en un granero. Ella
lo encuentra y lo cura”.
¿Recordás?, vimos juntos esa película, ¿ya te olvidaste?
En este universo que estamos, existe una fuerza desconocida,

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quizá la presencia inteligente que está más allá de todo lo que
podamos imaginar. Ella nos lee y crea lo que queremos ver,
aún sin que seamos conscientes de ello.
—¿Te acordás de Solaris? Bueno, creo que es algo
parecido, je, je.
Supongo que mi cara era un poema, la boca entreabierta
de estupor:
—Decime, ¿cómo puedo hacer para salir de acá? —
rezongué, sintiendo que la situación ya me exasperaba.
—Mirá, yo me tomaría con solfa este universo. No he
vivido nada que me inquiete. De hecho, me ha favorecido y
creo que estoy en la etapa más productiva. Ahora que estás
aquí, aprovechá. Te aconsejo que hagas lo mismo. Andá a
conocer al árbol que te digo. Vos caminás y el camino va a
ir apareciendo. No te podés perder. Y si querés abandonar
este lugar, esperá a que el sol esté sobre tu cabeza. Mirá a tus
pies. Vas a ver una sombre chiquita. A medida que el sol se
corra y tu sombra se estire, caminá en el sentido contrario.
Cuanto más larga sea tu sombra, más cerca vas a estar de
dar con la salida. Te vas a dar cuenta, porque la otra parte del
pórtico la vas a ver a tu derecha. Pero no es el sol el que te
va a habilitar la salid. Buscá su sombra, porque el sol quema.
Cuando éste se oculte, esperá a que aparezca la luna. Cuando
su resplandor impacte sobre toda la superficie de esa máquina
portentosa, en ese momento mirás hacia tu izquierda, y si te
encontrás con la otra mitad del pórtico, significa que estás en
tu dimensión y tiempo. Así de sencillo.
—Y vos, ¿qué pensás hacer, te vas a quedar acá? —Me
pregunté si estaría en su sano juicio.
—Por ahora sí… je, je, je.
—Está bien… —me quedé mirándolo—. Bueno, gracias,

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Caín. Cuidate. Primero voy a buscar ese árbol que me contaste.
Chau.
—Chau, no te pierdas. Cualquier cosa, ya sabés. Estamos
para informar.
Mientras caminaba pensé en Caín, escritor exitoso, varias
veces premiado en sus ficciones, crítico, traductor, guionista,
entrevistador, poeta, un tanto filósofo de la vida; en suma,
un rara avis en la fauna intelectual. Su curioso nombre
era la antítesis de la sombra que proyectaba el bíblico. Lo
consideraba como uno de mis mejores amigos. Un tipo con el
cual daba gusto conversar, y al que, de vez en cuando, mi lado
malo le decía algún disparate para calentarlo. Estoy seguro
que lo agarraba al vuelo.
No demoré tanto en dar con lo que buscaba. El tiempo
transcurría diferente en este espacio que se estiraba, o
angostaba, donde nada parecía tener que ver con lo real.
Al caminar podías pasar diez minutos para recorrer cinco
metros, o como si tuvieses las botas de siete leguas dar tres
trancos para superar quinientos. Ir hacia el objetivo parecía
requerir aceptar el juego tonto de un niño. Igualmente,
ignorándolo, finalmente llegué a la meta.
Acercándome lo admiré con toda su majestad. Recordé de
súbito unos de los versos de un poema de Luis L. Domínguez
al que periódicamente acudía, cuando quería referirme a
la falta de fortuna que vivían muchos talentos locales, que
pasaban por su circunstancia camino al olvido:
“… uno de esos tantos, dignos de fama y de gloria, que no
dejaron memoria porque nacieron aquí”.
En realidad no era que pareciera, era un ombú. Es más, era
tal cual recordaba al más corpulento de los dos que estaban a la
entrada de la casa de mi abuela materna. Una base anchísima,

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desmesurada, y con dos o tres troncos fornidos y muy altos.
Pensar, me dije, que los botánicos dudan en identificarlo
como árbol o como planta. He leído sobre el particular. Me
agaché para observarlo por debajo de sus raíces, y allí estaban
los nidos de avispas alfareras, igual que en el de mi abuela,
y que mi padre terminara cortando para hacer una entrada
para su cachila Ford T. No, no podía ser una casualidad.
Este ombú era una réplica del que estaba en mis recuerdos.
Confirmé que Caín tenía razón al relacionar Solaris. Trepé
por su tronco, y aproximé algunas hojas. No sólo asombrado
sino también admirado me sentí al darme cuenta que las hojas
del ombú en cierta medida eran lo que una enciclopedia del
lenguaje. Debían estar todas las palabras; al menos, supuse, las
de mayor uso. Sin arrancarlas, fui leyendo las que quedaban
a mi alcance. No había un orden establecido; agradecí ello
ya que difícilmente hubiera podido acceder a la parte más
alta y más frágil. Si el llevarme sus hojas posibilitaba hacerme
mejor escribidor, jugué a establecer contacto mental con
quien estaba atento a mis pensamientos y tomé mi decisión.
Sí, ya lo sé, conozco vuestras objeciones, pero ni fama, ni
riqueza, ni reconocimiento estaban entre mis prioridades. Lo
más importante —traté de que aquella mente entendiera—
era llenar esa larga etapa de soledad a la me había condenado
el infortunio, y sólo había una manera: guardé la hoja en el
bolsillo superior de mi camisa, una pequeña y modesta hoja,
que tenía impresa la palabra de cuatro letras que más deseaba.
Miré a la lejanía. Tal como me comentara Caín, eran
cuáqueros. Sentí envidia recordando aquella historia de
amor oculta al resto de los hombres; ella era hermosa y él,
afortunado. Di media vuelta, recordé el final de la película
y volví sobre mis pasos. La luna llena bañaba de magia el

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universo que hacía posible nuestros deseos. Me pregunté si
haría posible el mío. Tomé la hoja anidándola en la mano.
Vi el portal. Mi corazón se encabritó. Alguien parecía estar
esperando. La sombra del portal oscurecía su rostro.
¿Era María Inés la que estaba allí?

La alarma estridente del reloj hirió mis oídos. Me senté en la


orilla de la cama mientras el mandato de la hora se incorporaba
a mi conciencia. Demoré algunos segundos más y esperé,
como cuando enciendo la computadora. El registro de mis
pensamientos expedía imágenes con la misma velocidad
con que se borra un archivo. Por fortuna, el programa era
previsor. Mi sueño había sido descargado en la papelera. Yo
lo deseaba, y mi sueño lo podía volver a encontrar. De hecho,
terminás de leerlo.

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celenterado
tatiana carsen
Tatiana Carsen (Montevideo, 1960). Sus cuentos han sido publicados
en la revista Axxón y en las antologías Visiones (ediciones de Axxón,
1992), Ruido Blanco 4 (MMEdiciones, Montevideo, 2016) y Pasadizo
a lo extraño (Exégesis, 2019). El microcuento que publicamos apareció
originalmente en el número 144 (noviembre 2004) de Axxón.
Un celenterado colgaba del techo, hizo plop y derramó su
viscosidad sobre el suelo. Era un brillo blanquecino, con
destellos plateados unas veces, otras eran sonrosados y, unas
pocas, celestosos.
Había que dar un rodeo para no pisarlo si no querías
sentir bajo tus pies ese sonido húmedo pegajoso de agua viva
agónica, incapaz ya de dar un latigazo que hiciera arder la
piel.
Cómo llegó a mi cuarto lo ignoro. Tal vez era la cruza
híbrida de la humedad ambiente y los ácaros de mi cama, mi
única compañía durante la noche.
No lo vi crecer, pero ahí estuvo, agazapado sobre el
ventilador sin uso, calentándose con la madera suave de las
paletas. Supongo que se alimentaba del aire, del polvillo,
quizá de mi propia melancolía y mis jadeos solitarios. Quién
sabe. O tal vez se mantenía con la ilusión de que mi cuarto era
un foso abisal donde el aire que entraba por la ventana eran
las nutricias corrientes marinas. En todo caso, no lo pude
comprobar.
Tal vez fue su propio peso el que lo hizo resbalar por una
de las paletas del ventilador. Permaneció invisible hasta que la
gravedad lo atrajo al suelo, hasta que lo oí con su sordo plop
viscoso.

21
Celéntero, le puse, como nombre postmortem, mientras
lo enterraba bajo las raíces de mi abandonado lazo de amor.

22
el bosque que crece
por las noches
pablo dobrinin
Pablo Dobrinin (Montevideo, 1970). es autor de los libros de relatos
Colores peligrosos (editorial Reina Negra, Buenos Aires, 2011; editorial
El Gato de Ulthar, Montevideo, 2012) y El mar aéreo (editorial Fin de
Siglo, Montevideo, 2016; Premio Nacional de Literatura de Uruguay en
2018). Sus cuentos han sido publicados en las revistas más importantes
del género en Iberoamérica y también traducidos al francés, italiano,
catalán y esloveno. Publicó además Artaud (Melón Editora, Buenos Aires,
2012), una plaquette de poesía. “El bosque que crece por las noches”
fue publicado originalmente en la revista Próxima número 17 (marzo de
2013) e integra El mar aéreo.
Sabrina apareció una tarde de julio. Y digo apareció, y no
cualquier otra cosa, porque no la vi ni la escuché llegar; ni
siquiera el perro la advirtió. Cuando me di cuenta, ella ya
estaba ahí, como si no hubiese tenido necesidad de recorrer
los cien metros de la entrada bajo la sombra de los sauces,
como si no fuese más que uno de esos sueños que se deslizan
al primer parpadeo.
Ahora que lo pienso, no sé por qué había decidido salir
al frente. No iba a darle de comer al General, ni a regar los
hibiscos del jardín. Tampoco tenía que ir a ningún lado. Sería
fácil creer que estaba aburrido del encierro y necesitaba tomar
un poco de sol, pero esta explicación tampoco me convence.
La vi al abrir la puerta; ella se bajó de una bicicleta de
mujer, de color rojo, que dejó tirada en el pasto, y caminó
hacia mí. Era flaca, bien blanca, de pelo largo, lacio y negro.
Veinte años; un metro setenta, apenas más baja que yo. No
tuvo necesidad de golpear las manos porque nuestras miradas
se encontraron antes.
Su rostro reflejaba indecisión, pero en un segundo se
fabricó una sonrisa de vendedora.
—Buenos días —dijo con una voz aguda y agradable.

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—Buenos días —repetí.
Se acomodó el cabello, con ese gesto tan encantador que
tienen las mujeres, y descubrió una oreja pequeña.
Me tendió una mano delgada y se presentó con gran
pompa:
—Soy Sabrina, directora y redactora responsable de la
revista Los Eucaliptos.
—¿Los Eucaliptos?
—Publica información sobre los comercios de la zona y
clasificados.
—Ah, sí, me la dieron la semana pasada en el supermercado.
—Estupendo—. Se quitó la mochila de jean que llevaba a
la espalda y la dejó caer sobre la mesa de hierro del juego de
jardín—. ¿Y qué le ha parecido?
Aquella pregunta me tomó por sorpresa. Estábamos
hablando de una vulgar revista comercial hecha en papel
de diario, y no se me ocurrió nada bueno para decirle. Pero
pensé que al fin de cuentas todo el mundo está dispuesto a
creer cualquier mentira que satisfaga su ego, y respondí:
—Muy profesional.
—Me alegro.
—...
Sacó una cámara digital de su mochila y afirmó:
—No saldrá defraudado, soy buena en esto.
—¿…?
—No se preocupe. No es caro. Una mención en la página
de clasificados le saldrá apenas... pero seguramente usted
quiere algo especial.
Abrí las manos, como si las palabras estuviesen en el aire
y yo necesitara atraparlas.

26
—…
Antes de que pudiese agregar algo más, me miró con
suficiencia y dijo:
—No le cobraré las fotos —y sin más palabras cruzó el
jardín, abrió la puerta y se metió en mi casa.
Quedé boquiabierto por lo absurdo de la situación, y
luego, bastante molesto, fui tras ella. Si se hubiese topado con
el General —que seguramente estaba en el fondo— dudo
mucho que se atreviera a tanto.
Cuando entré le estaba sacando fotos a las sillas y a la
mesa del comedor.
Me quedé junto a la puerta y la observé sin decir palabra.
—Es buena madera —dijo golpeando la mesa con los
nudillos. Tomó una silla por el respaldo y la sacudió—. Un
poco floja.
Luego fue hasta la heladera y le sacó una foto.
—Una James —comentó—. ¿Hace cuánto que la compró?
—No recuerdo, pero…
—Hay que mostrar la capacidad que tiene—. Abrió la
puerta y sacó otra foto.
—Disculpame, pero hay algo que...
—Sí, sí, me doy cuenta, esto está mal. ¡No podemos
mostrar estas ollas horrendas con sobras de comida! ¿No
tiene frutas o botellas de refrescos?
—No.
—¿Y huevos? ¿No tiene huevos?
—No.
—Hay que sacar esta mugre —añadió, y comenzó a retirar
una asadera que tenía un pequeño trozo de pastel de carne.
—No, esperá...

27
Pero mi advertencia llegó tarde, porque en la maniobra
volcó un bol lleno de sopa. El líquido chorreó sobre la parilla,
empapó una vianda con gelatina y unas fetas de jamón que
había debajo, y se desparramó en el piso de la cocina.
—Ahhh, disculpe —se lamentó llevándose una mano al
mentón—. Menos mal que era sopa.
—No te preocupes, yo me encargo —dije tratando de
controlar la ira, y fui por un trapo de piso.
En ese momento descubrió el televisor que estaba en el
modular.
—¡Es un Hitachi! —exclamó—. ¡Creí que estaban
extinguidos!
—No toques el televisor.
Estaba tan entusiasmada que no prestó atención a mi
advertencia. Lo encendió.
—¡Oh, funciona!
—Sí, perfectamente —afirmé en cuclillas mientras
intentaba limpiar el enchastre.
—¡Tiene un sintonizador de rueda! ¡Qué viejo!
—Dejá eso, por favor.
Pero no obedeció. No sé si lo giró al revés o qué carajo
hizo, pero escuché un ruido que me puso los nervios de
punta. Un trak, trak, trak que recordaba a una ametralladora.
—¡No —protesté—, lo vas a partir!
—Está suelto —señaló.
—¿Qué?
—Está suelto.
—No, no, está perfecto —dije con temor.
—Está roto —dijo mostrándome la perilla en la palma de
su mano.
—¡No lo puedo creer, me rompiste el televisor!

28
Me paré. A juzgar por la expresión de su rostro, yo debía
parecer una fiera salvaje.
—¡Se arregla! —Antes de esperar mi respuesta, la soltó y
corrió hacia la puerta.
Me llevé una mano a la frente y fui por la pieza. La recogí
del piso e intenté colocarla. Al principio me costó y llegué a
creer que le faltaba algo o que se había partido, pero después
la encajé en su sitio y quedó firme.
—Sólo estaba suelta —pensé en voz alta.
—Qué bueno —respondió ella asomándose por la puerta.
—¿Todavía estás ahí? Me pareció verte correr.
—Hay un perro gigante ahí afuera —dijo, y se mordió el
labio inferior.
Me asomé.
El animal estaba acostado entre los pastos, justo al lado de
la bicicleta. Parecía una montaña negra.
—No va a hacerte nada, es demasiado viejo y además es
muy bueno.
—Es suyo, ¿verdad?
—Sí. Es el General.
—Es…gigante —repitió.
—No te preocupes, no va a comerte, lo tengo bien
alimentado.
—Está bien, no quise causar tantos problemas.
—Sabrina —pregunté con calma—, ¿para qué querías
sacarle fotos a mis cosas?
Dejó de mirar al perro y me respondió:
—¿Pero no las quiere vender?
—No.
—¿No? Me dijeron que usted se iba del país y que vendía
todo.

29
—Jamás pensé en irme.
—¿Pero usted no es el doctor Rossi?
—No. Y tampoco soy doctor. Era librero. El doctor Rossi
vivía en la paralela a esta, pero ya se mudó, hace días.
—Ahhhh.
—Se fue para Italia. Tiene parientes allá.
—Sólo a mí me pasan estas cosas —afirmó, y cuando
pensé que se iba a reír, empezó a sollozar.
Lo único que faltaba.
Suspiré.
—No es tan terrible. No se murió nadie.
—Pero hice diez kilómetros para venir hasta acá, y todo
por nada —agregó compungida, con la voz quebrada. Se
cubrió la cara con una mano.
Le miré las rodillas flacas, las medias caídas y las zapatillas
gastadas en los costados.
—Bueno, a lo mejor hay algo que...
Mis palabras provocaron en Sabrina una recuperación
milagrosa. Cuando se descubrió el rostro no tenía ni una sola
lágrima.
—Algo que no use.
—Sí, pero no se me ocurre —balbuceé al tiempo que
comenzaba a lamentarme de lo que había dicho.
Se dirigió hacia el modular nuevamente. En diferentes
anaqueles había libros, una pecera sin peces, y cuatro figuras
de cerámica: un ángel, un pastor acompañado por una oveja,
una bailarina, y un fauno tocando la flauta. El más pintoresco
y mejor logrado era este último. Tenía un rostro perverso y un
cuerpo muy expresivo; escondía la cabeza entre los hombros
y, con una pierna levantada, parecía bailar.
—Y esas cosas, ¿las vende?

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—¿Las figuras de cerámica? No, no las vendería ni
aunque me mataran.
—Están muy sucias —advirtió.
—No insistas.
—No quiero comprarlas —se rió—. No tienen interés
para mí. Las antigüedades son para nostálgicos. No puedo
sentir nostalgia por cosas que se fabricaron antes de que yo
naciera.
—Tal vez, pero sos curiosa, y te interesan.
—No compraría ese tipo de cosas.
—No, porque yo no te las vendería.
—Está bien, ¿cuánto quiere por el fauno?
Era demasiado joven y fresca como para hacerme enojar.
—¿Pero las querés para vos o para poner un aviso?
—¿Eso cambia algo?
—No.
—¿Y entonces?
—No voy a vender las figuras, y mucho menos al fauno.
—Ah, ¿y qué otras cosas tiene?
—Eh, no sé. Tengo que ver, en unos días capaz que
encuentro algo, pero por ahora no.
—No va a comprarme un aviso.
—No, pero puedo ofrecerte una taza de té de durazno.
—¿Es rico?
—Sí, y además es gratis.
Sonrió. No era muy bonita, pero tenía una mirada limpia
y una sonrisa natural.
—Tiene libros interesantes —reconoció mientras leía los
lomos.
—Tampoco los vendo.

31
La tetera estaba bien, pero sólo me quedaban dos tazas; una
tenía el borde astillado y a la otra le faltaba el asa. Puse té en
un colador y calenté agua en la caldera. Después que hirvió,
pregunté:
—¿Preferís tomar aquí o en el jardín?
—En el jardín, me gustan esos juegos de hierro.
Llevamos las tazas y la tetera para afuera, junto con
un azucarero, unas galletas y medio limón que había en la
heladera, y nos sentamos.
El General se levantó y avanzó hacia nosotros. Sabrina
abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no dijo nada.
Era enorme, cuadrado, y parecía una mesa caminando.
—Viene a saludarte —señalé—. Es muy inteligente y sabe
cuándo alguien es amigo o enemigo.
El General la olfateó. Durante unos segundos Sabrina
contuvo la respiración, hasta que el animal se desentendió
de ella y se me acercó. Le palmeé los pelos del lomo, duros
como un cepillo.
—Acaricialo, vas a ver que no es malo —le dije a Sabrina.
Ella extendió una mano tímida, pero lo acarició y se
tranquilizó.
—¿Es un gran danés? —preguntó.
—No, no es nada. Ni siquiera estoy seguro de que sea un
perro. En todo caso es el perro más feo del mundo, tal vez por
eso le tengo cariño.
El General se tiró cuan enorme era atrás de mí, cerró
los ojos y allí se quedó, como si quisiera retomar un sueño
interrumpido.
Serví té en la taza menos rota y pregunté:
—¿Cuántas cucharadas de azúcar?

32
—Seis—. Esperaba que dijera un disparate así.
Lo probó y afirmó:
—No está mal.
Iba a decirle que dudaba mucho que pudiera apreciarlo
con tanta azúcar, pero me callé. Luego ella preguntó:
—¿Por qué son tan importantes esos objetos de cerámica?
—...Eran de mi difunta esposa.
—¿Hace mucho que falleció?
—Diez años.
—¿Y desde entonces ha vivido sólo?
—Sí.
Sabrina esbozó una sonrisa comprensiva, comió una
galleta y bebió un sorbo de té.
—¿Ella coleccionaba? ¿O tenía una tienda de
antigüedades?
— Mi suegra tenía una tienda que le dejó de herencia a mi
esposa. Ella después la vendió, pero se quedó con algo—. No
tenía ganas de recordar a mi esposa, así que cambié de tema:
—¿Y vos a qué te dedicás, vivís cerca de aquí?
—Sí, en Fray Luis, con una tía.
—¿Y tus padres?
—Se fueron para España hace un par de años, van a
mandarme el pasaje cuando logren cierta estabilidad y me
consigan un trabajo. Pero yo no sé si me quiero ir.
—Sí, no es una decisión fácil… ¿y acá qué hacés aparte
de la revista? ¿Estudiás?
—Voy al liceo 24, está como a diez kilómetros de aquí.
—Sí, lo conozco.
—Ya me queda poco, en veinte días se terminan mis
vacaciones. Ahora estoy reuniendo material para hacer una
revista cultural.

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—Ah, eso suena muy interesante.
—Usted es la primera persona que lo dice. A la gente
que le comentaba el proyecto, me decía: “¿qué es eso?” Y
cuando les explicaba que era una revista de poesía, relatos y
pensamiento, me preguntaban: “¿para qué?”
—Lo que pasa es que la gente está en otra.
—Sí.
—Pero no te preocupes, en el liceo vas a encontrar
muchos compañeros que se interesen.
—Eso espero.
—¿Y cómo se va a llamar?
—La revista de Magritte.
—Lindo nombre.
—Y abajo dirá en letras pequeñas: Esto no es una revista.
—Lógico, je.
—Es previsible, ¿verdad?
—¿Qué?
—Que abajo diga “Esto no es una revista” —expresó con
desánimo.
—No quise decir que fuera previsible.
—Pero dijo “lógico”, que para el caso es lo mismo. Yo
también lo pensé. Al principio me gustaba el nombre, pero
ahora ya no estoy tan segura.
—A mí me gusta, está bien.
—Bien no es genial. Si se le ocurre algo me lo dice —
ordenó, y comió otra galleta.
—Lo haré. ¿Y qué tenés pensado para el primer número?
—Breton, Dalí, Desnos…
—Uh, veo por dónde va la cosa. Alguien dijo una vez:
mientras haya jóvenes existirá el surrealismo. No recuerdo

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quién fue, pero tenía razón. Probablemente fue el propio
Breton... ¿Y qué me decís de Lautréamont?
—¡Lo amo! —dijo de un modo tan espontáneo que me
causó gracia.
—Es imposible no hacerlo, ¿verdad?
—¿A usted también le gusta?
—Sí. Siempre recordaré al tiburón, a los pulpos voladores...
—La oda al océano.
—Buenísima. También me gusta mucho esa parte en la
que hay un barco que se está hundiendo, y entonces aparece
Maldoror exaltando el sacrificio de los náufragos que luchan
por sobrevivir…
—Y luego cuando están por alcanzar la orilla les dispara
con una escopeta.
—Jajaja. Sí... pero lo mejor es cuando se refiere a uno
de los náufragos, perdido entre las aguas, y dice: “en ese
momento comprendió que iba a morir, ya que, por más
que se esforzaba, no podía recordar a ningún pez entre sus
antepasados”.
—Ah, sí, ¡eso es genial!
—... ¿Más té?
—No, gracias.
—¿Segura?
—Bueno, un poco. Está delicioso.
—Lo sé. Tengo el mejor té en cien metros a la redonda.
Sabrina movió la cabeza, como si certificara que mi casa
era la única de la manzana, e hizo un gesto de aprobación.
Después que le serví, bebió un sorbo y dijo:
—Mi parte favorita es cuando habla de dejarse crecer
las uñas para arañar la piel de un recién nacido—. Sabrina

35
acompañó estas palabras con un gesto de su mano derecha,
como si estuviese arañando a una criatura.
—Y después, fingiendo que uno no ha tenido nada que
ver, consolarlo y beberle la sangre de las heridas —dije a
modo de conclusión.
Sabrina rompió una galleta y se la arrojó a un par de
pájaros que buscaban alimento en el jardín.
—Usted es la primera persona que encuentro por aquí
a la que le gusta hablar de literatura —dijo con una sonrisa.
—Bueno, no puedo hacerlo muy seguido. Rara vez viene
alguien.
—Me gustaría mostrarle lo que tengo separado para el
primer número, para que me dé su opinión.
—Eso sería un honor.
—Bueno, se lo traeré el lunes.
—Cuando vos puedas, yo siempre estoy acá.
Sabrina mojó una galleta en el té y masticó. Miró un
picaflor que volaba sobre los hibiscos y dijo:
—Qué lindo… ¿Hace mucho que vive en esta casa?
—Me mudé hace cinco años, cuando me retiré.
—Pero usted es muy joven para estar jubilado. ¿Qué edad
tiene?
—Cincuenta y tres. Pero no estoy jubilado, sino retirado.
Me di cuenta de que con lo que tenía ahorrado podía vivir los
años que me quedan sin trabajar. No es tanta plata, pero para
mis necesidades está bien. Además no tengo hijos.
—Claro, a sus ahorros pudo sumar los de su esposa, y lo
que ella heredó de su madre.
—…Sí.
—¿Y por qué eligió este lugar?

36
—Quería un sitio tranquilo, sin ruidos, con poca gente.
Estuve viendo varios lugares, pero al final me decidí por éste.
—Déjeme adivinar...vio varias casas que le gustaron, pero
al final se quedó con ésta por los hibiscos y los sauces llorones.
—Los hibiscos no estaban, los planté yo. Pero lo que decís
respecto a los sauces, sí, es muy probable —admití—. La casa
es como cualquier otra, pero esa entrada de sauces es única.
Son cien metros. Y la primera vez, cuando vine a conocerla y
caminé entre los árboles, supe que me iba a quedar con ella.
¿Te gustan, verdad?
—Sí, me encanta. Todo. ¿Me podría sacar unas fotos con
los hibiscos y los sauces?
—Seguro.
Sabrina me entregó su cámara y se paró junto a las flores.
Le saqué un par de fotos, rodeada de hibiscos rojos y
grandes. Nunca me gustaron las cámaras digitales.
Luego fue hacia la entrada de sauces, y me gritó:
—Quiero que se vean los de la derecha y los de la izquierda.
Retrocedí unos pasos, hasta casi tocar la puerta de la casa,
y me concentré en enfocarla.
Me agaché y conseguí que se viera a un tamaño razonable,
con los árboles en perspectiva.
Saqué tres fotos, por si acaso. Luego me acerqué y le tomé
un par más, recostada contra uno de los árboles. El rostro
no se distinguía mucho, pero por las sombras de las mejillas
uno se daba cuenta de que estaba sonriendo. Nunca dejó
de hacerlo. En las últimas fotos ella se enroscó unas ramas
de sauce llorón a modo de bufanda y puso una expresión
que parecía arrancada de un afiche de los años veinte. Logré
tomar bien el cuerpo. Senos redondos, caderas estrechas,

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piernas largas. Durante unos segundos, mientras disparaba
el flash, volví a sentir aquella vieja sensación de que había
atrapado algo. Pero la cámara no era mía, y se la entregué.
—Ya debo irme —dijo mirando su reloj pulsera—, pero
vengo el lunes y le traigo lo que tengo separado para la revista.
—Está bien, hasta el lunes.
Sabrina se colgó la cámara al cuello, me dio un beso en la
mejilla y se fue pedaleando entre los sauces.
Cuando dejé de verla me puse a recoger el juego de té.
Ahora que ya no estaba su voz ni la mía, volvía a escuchar
pequeños sonidos: el azucarero y la tetera que se colocan
sobre la bandeja, una cucharita que choca contra el borde
de una taza. También tomaba conciencia de mis pasos y del
ritmo de mi respiración. Y mientras entraba en la casa sentía
que había un silencio sin alma, como el que sigue a las fiestas
después de que todos se han ido.

Giré la llave de encendido. La vieja camioneta —una Ford de


color bordó de 1980— carraspeó y tosió en el aire claro de la
mañana. Después de varios intentos en los que temí que se
me ahogara, lanzó un rugido más cercano a la rebeldía que a
la victoria y se estabilizó en un sonido tranquilizador. Esperé
unos segundos, puse primera y arranqué.
Cuando iba por la mitad del camino de sauces, vi venir a
Sabrina en su bicicleta roja. Detuve el vehículo. Ella se acercó
a la ventanilla.
—... Hola.

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—Hola, pensé que no... —Sí, pero estuve...
—Quiero decir que te esperaba el lunes, estamos a jueves.
—...ocupada —su voz mostraba fatiga—. ¿Pero ya se va?
—En realidad iba a recolectar unos hongos, pero...
—No, no se interrumpa por mí.
—No es tan importante, puedo ir en otro momento. A
menos que me quieras acompañar.
—¿Es lejos?—. El sudor le había pegado los cabellos a la
cara.
—Menos de un kilómetro, y podés dejar la bicicleta en la
caja de la camioneta.
—Hecho.
Me bajé, le di un beso en la mejilla, dejamos la bicicleta
atrás, junto a una canasta de mimbre, y entramos en la cabina.
Se quitó una mochila de jean gastado que llevaba en la
espalda y se sentó a mi derecha.
—Y supongo que venís cargada de arte y poesía.
—Así es. Si la mochila explotara ahora la gente moriría al
instante, pero feliz.
—Ese sería un gran final.
Arranqué, recorrí el sendero de árboles, doblé a la derecha,
manejé una cuadra por la calle de pedregullo, y al girar a la
izquierda entré en la ruta.
Un viento fresco despeinaba los campos y se metía por
las ventanillas.
—¿Y qué va a hacer con los hongos? ¿Conservas?
—Una parte. ¿Te gustan?
—Sí, pero no sé prepararlos.
—No es difícil. Remediaremos eso, no te preocupes.

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Doblé a la derecha, recorrí dos cuadras y detuve el vehículo.
Bajamos. Tomé la canasta de mimbre y entramos en el
bosque de eucaliptos, que ocupaba toda la manzana.
El suelo estaba tapizado de hojas. El olor a tierra húmeda
se mezclaba con el aroma de los árboles. Una orquesta aérea
improvisaba con sonidos vibrantes y agudos.
—Un hermoso lugar, ¿no te parece? —dije.
Sabrina asintió. Poco después se agachó junto a un árbol,
con dos dedos tomó un bichito de la humedad y lo colocó
en la palma de su mano. El insecto comenzó a caminar y ella
lo miró en silencio, como si disfrutara del roce de las patitas
sobre su piel. Lo tocó y el insecto se hizo un ovillo.
—¿Nunca ha deseado poder esconderse así? —me
preguntó.
—Tengo más del doble de tu edad, seguramente lo deseé
más veces de las que puedo recordar —sonreí.
Dejó el bichito en el suelo, se puso de pie y nos adentramos
en el bosque.
Caminar despacio era un placer que había descubierto
hacía poco tiempo. De ese modo podía apreciar mejor el
entorno en que me movía, y en ese momento era nada menos
que la sombra perfumada de los eucaliptos, el aire hechizado
de pájaros, y las ramas que crujían bajo mis pies. Sí, caminar
despacio me hacía sentir en paz con mi propio cuerpo. A
pesar de su llamativa vitalidad, Sabrina tuvo la delicadeza de
seguirme el paso.
Pronto llegamos hasta una charca con arbustos, nenúfares,
renacuajos, mosquitos, abejas y libélulas. Un pequeño sitio
que hervía de vida.

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—Un bello ejemplar —dijo Sabrina señalando una rana.
—Sí, yo no soy aficionado a las ranas, pero esta
seguramente serviría para hacer un platillo exquisito.
—Tengo un primo que las hacía fumar —comentó.
—Pobres bichos.
—Una vez que uno les coloca el cigarrillo en la boca no
pueden dejar de fumar. Fuman, fuman, y revientan.
—¿Y vos cómo sabés tanto? ¿También las hacías fumar?
—No, no, yo sólo encendía los cigarrillos.
—Oh.
—A usted le gusta mucho la naturaleza, ¿verdad?
—En una época me dedicaba a sacarle fotos.
—Qué bueno. No sabía que era fotógrafo. ¿Y qué hizo
con ellas?
—Nada. Iba a hacer una exposición, pero nunca terminé
la serie que me había propuesto.
—¿Por qué?
—No sé, tal vez me aburrí. Fue hace muchos años.
—¿Y aún tiene esas fotos?
—No estoy seguro. Tendría que buscarlas.
—Yo puedo ayudarlo.
Estaba pensando en lo incómodo que eso podría resultar
cuando vi lo que nos había traído a aquel lugar.
—Allá, desde acá los veo—. Bordeé la charca y avancé.
Sabrina me siguió.

—Aquí —señalé.
Junto a un árbol había cinco hongos.
Sabrina los observó con una sonrisa y dijo:

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—Cada vez que veo hongos me acuerdo de un libro que
me leía mi madre, sólo que aquellos eran hongos gigantes. Y
de colores, tenían muchos colores; y la gente vivía en ellos.
—Estos nunca llegan a ser muy grandes, pero servirán
a nuestros propósitos—. Me agaché, con un cuchillo corté
uno por la base y lo dejé en la canasta. —Siempre te conviene
cortarlos, y no arrancarlos, para que sigan creciendo en ese
lugar.
—Ajá.
—La canasta de mimbre no es casual. Si los juntás en una
bolsa de nylon se pudren.
—Tiene todo previsto. ¿Y cómo sabe que no son
venenosos?
—Son buenos—. Lo sostuve en la palma de la mano—.
Te das cuenta por el color parejo amarronado. Por las dudas
nunca comas hongos blancos o con pintitas.
—Pueden provocar intoxicación, ¿no?
—Sí, incluso hay algunos que pueden ser mortales.
—Puedo vivir sin hongos, de veras.
—Ja, ja, ja; no te preocupes.
—¿Y cómo los prepara?

—Primero hay que lavarlos bien para sacarles la tierra—


señalé al tiempo que colocaba un balde bajo el grifo de la
canilla de la cocina de mi casa.
Llené el balde y vertí los hongos.
—Soy toda oídos.
—Los dejo un día en remojo, y luego los lavo bien,
refregando con los dedos, para sacarles el gusto amargo. El

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agua queda oscura y hay que cambiarla las veces que sea
necesario. Y cuando están cocidos los preparo en escabeche,
con zanahorias, cebolla, vinagre de vino blanco, aceite de
maíz, pimienta, perejil, ajo.
—Ahora quiero probarlos.
—Te voy a dar un frasco cuando los tenga prontos.
—Genial.
—Preparo el té y vemos esa revista en el jardín.

La revista tenía poemas de autores franceses vinculados al


surrealismo; todos muy buenos, aunque algunos demasiado
obvios como “Unión libre” de André Breton. Sin embargo,
tampoco me pareció mal su inclusión, al fin de cuentas los
lectores siempre se renuevan.
Más interesante me resultaron algunas obras de
Maiakovsky tomadas de ese libro que se llama “La nube en
pantalones”, cuando el poeta ruso todavía no había politizado
en exceso su arte y podía escribir versos extraordinarios como:
“hoy tocaré la flauta / de mi propio espinazo...” O aquel otro
que decía: “Prueben, como yo, / a darse vuelta como un guante /
y ser todo labios”. Tampoco faltaba el testimonio de un amor
desesperado en: “Amaré, cuidaré / de tu cuerpo / como el
soldado / recortado por la guerra, / inútil, / solitario, / cuida
su única pierna”. Y después de esos alardes de genialidad se
complacía en provocar al lector con una pregunta: “¿Y usted /
podría / tocar un nocturno / en una flauta de cañerías?”
Había leído muchos de esos poemas cuando tenía la edad
de Sabrina, de modo que podía comprender la impresión que
debieron haber provocado en ella. Al observar su entusiasmo

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me di cuenta de que yo ya no era aquel joven que había sido,
pero todo eso había dejado en mí algo maravilloso que ahora
liberaba su perfume.
La última página, dedicada a citas, me resultó muy
estimulante. La que más me gustó era una de Tristan Tzara,
que rezaba: “Considero que la poesía es el único estado de
verdad inmediata”.
—Me gustaría agregar alguna otra —dijo Sabrina—, si se
le ocurre...
—Tengo grabada en mi mente la mejor frase del mundo.
—¿Sí? ¿De veras es la mejor?
—Así es.
—¿No exagera?
—En absoluto. Cuándo la conozcas estarás de acuerdo
conmigo.
—No será para tanto.
—Creeme que sí.
—Está bien, no juegue más con mi impaciencia, dígala
de una vez.
Carraspeé, elevé el mentón y, con gesto teatral, señalé:
—In girum imus nocte et consumimur igni.
—Ajá, y traducido es...
—Giramos en círculo en la noche y somos consumidos
por el fuego.
—No me parece tan espectacular.
—Porque no te has dado cuenta de que es un palíndromo.
Puedes leerla de derecha a izquierda y de izquierda a
derecha, letra por letra, y dice exactamente lo mismo. Tiene
una estructura circular, y de ese modo fondo y forma se
corresponden.
—Ahh, qué bueno. ¿De quién es?

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—Lo ignoro, sé que es el título de una película, pero
nunca la vi.
—Giramos en círculo en la noche y...
—...y somos consumidos por el fuego.
—Creo saber a qué se refiere. Gran parte de la fuerza
proviene del hecho de que admite muchos significados.
—Nunca lo había pensado, pero tenés razón. Sos muy
inteligente.
—Me gusta; la apuntaré.
Le di una lapicera y la ayudé a escribirla en un cuaderno.
Luego sacó otra carpeta y dijo:
—Y aquí tengo algunas ilustraciones. La calidad no es
gran cosa, las hice con una impresora común, pero es para
que se haga una idea.
Lo primero que vi eran unas manchas hechas con lápiz
de color negro, sobre viejas hojas de cuaderno.
—¿Y eso?
—Ah, no—. Pareció perturbada y dijo muy rápidamente—:
Eso no, tal vez lo utilice más adelante, pero ahora no.
Antes de que me detuviera en ellas, las apartó de mi
vista y comenzó a mostrarme lo que tenía preparado para el
número uno de la revista.
En las ilustraciones no había grandes sorpresas: un cuadro
de De Chirico de su etapa metafísica, otro de Dalí con sus
clásicos relojes derretidos (estuve a punto de decirle que no
debería poner una pintura tan conocida), “El ilustre herrero
de los sueños” de Max Ernst, y un par de fotos de Man Ray.
—Está muy bien—dije—. Con todo este material ya tenés
suficiente para hacer una preciosa revista. Aún te falta la tapa.
—Sí, pero eso lo voy a dejar para lo último. Quiero agregar
algo más nuevo.

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—Eso sería interesante.
—Me he propuesto cerrar el número de aquí a un mes.
—¿Y seguramente vos escribís, no?
—¿Usted qué cree?
—Creo que sí.
—No, se equivoca.
—Oh.
—Bueno, voy a escribir un editorial, y poesías, y tengo
previsto un ensayo, pero necesito seguir investigando.
—¿Y sobre qué tema?
—Se lo diré cuando lo tenga más resuelto.
—Como quieras.
—Me gustaría ver sus fotografías.
—Ah, eso. Tengo que buscarlas.
—Búsquelas. ¿Me las mostrará la próxima vez que venga?
—…
—No se mortifique: me comprometo a darle una opinión
favorable. No tengo intención de afectar su autoestima.
—Está bien. ¿Cuándo vas a venir?
—¿Qué día es hoy?
—Jueves.
—Vengo el lunes.

El domingo, a primera hora, bajé al sótano. Había como cinco


o seis cajas apiladas que no había abierto desde la mudanza.
Retiré la de más arriba. Pesaba demasiado, pero por
curiosidad la abrí.
Me encontré con un juego de té fabricado en porcelana
inglesa. Cada pieza estaba a salvo en su propia celdilla de
cartón. Nunca había sido usado. Una de esas maravillas que

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mi suegra tenía en su tienda de antigüedades. No sabría
tasarlo, pero seguro valía un buen dinero.
Saqué una taza y la observé. Pequeña y delicada. El
borde ondulado recordaba a la corola de una flor, y el asa
se asemejaba a una hoja. La decoración era una deliciosa
miniatura: sobre una base de blanco opaco se extendían siete
mariposas azules que volaban formando una línea sinuosa.
En el momento en que me disponía a colocarla en su sitio,
me detuve.
—¿Qué sentido tiene esconder esta belleza? Sabrina
vendrá mañana.
Guardé la taza en su lugar, pero ya con la idea de subir la
caja una vez que encontrara lo que había ido a buscar.
Abrí las restantes cajas, pero fue infructuoso; sólo
contenían papeles, recibos, libros—muchos libros—, ropa y
algunos electrodomésticos pequeños que nunca iba a usar.
Subí la caja con el juego de té, la coloqué sobre la mesa
del comedor y comencé a sacar las piezas. El azucarero estaba
ilustrado con el mismo motivo que las tazas, y la tetera incluía
además la presencia de un trío de hadas diminutas, de cabellos
largos y vestidos vaporosos, que volaban tras las mariposas.
Las cucharitas eran de plata, tan delicadas como el resto.
No había nada roto. De un cajón del aparador saqué una
franela, un producto para lustrar, y puse manos a la obra.
Limpié el juego de té con esmero, y después lo contemplé:
brillaba. En una bandeja dejé lo necesario para dos personas
y guardé el resto en la caja.

A la hora de la siesta estaba en mi cama, acostado boca arriba,


y vi que en el techo del ropero había algunas cosas. Podía ver
el mango de un paraguas, el extremo de una linterna y unas

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cajas chicas. Entre tantas cosas, supuse que a lo mejor podían
estar las fotos.
No me equivoqué. Estaban dentro de un sobre de manila.
Medían 17 x 25 cm., y no habían perdido su color, pero, por
si acaso, en un sobre estaban también los negativos.
Era una selección de seis fotos (en principio habían sido
muchas más), que había conservado con la idea de realizar
una serie. Habían sido tomadas con una cámara profesional,
una Canon. Empecé a analizarlas con cierto temor: a veces,
con el paso del tiempo, uno cambia sus apreciaciones.
Las miré todas, una por una, y pensé:
Están bien; sí, pero...
Y estaba casi seguro de que había pensado eso mismo
diez años atrás.

Fui hasta la ventana y corrí la cortina con una mano. El jardín


parecía una imagen congelada. Más allá del portón, el camino
se veía difuso pero estático.
A los pocos minutos volví a mirar.
Recién cuando observé por tercera o cuarta vez, me di
cuenta de lo que estaba haciendo y sentí vergüenza. Sabía
que solo la presencia de Sabrina podía crear una sensación
de movimiento, de realidad. Era obvio que me caía muy
simpática y que me daba placer charlar con ella, pero no
me gustó comprobar que me había acostumbrado tanto
a su presencia que ahora me costaba volver a mis rutinas.
Me resistía a admitir que el mundo no podía funcionar si le
faltaba aquella pieza pequeñita.
Al regresar al comedor, contemplé con desencanto una
instalación que yo mismo había hecho en el aparador; se

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componía de parte de un juego de té, un sobre de manila con
fotos y un frasco con hongos en escabeche.

Sabrina no vino el lunes, ni el martes, ni el miércoles, ni el


jueves, y supuse que había reconsiderado la idea de visitarme.
Después de todo, no tenía ningún compromiso conmigo, y
aunque a mí me gustara la poesía igual que a ella, la verdad es
que no me necesitaba para hacer su revista.
El viernes de tarde fui hasta el fondo de casa y lavé la
camioneta. Después arranqué unos limones. Cuando junté
un par, giré y me topé con ella.
—¡Oh! Hola.
—Hola —dijo, y me dio un beso en la mejilla—. ¿Son
para el té?
—Eh, sí.
—¿Cómo sabía que vendría justo ahora?

Coloqué el juego de té en la mesa del jardín.


Lo observó con atención.
—Es hermoso. Era de la casa de antigüedades de su
suegra, supongo.
—Sí.
—Debe valer una fortuna.
—Vos lo dijiste, una fortuna.
Hizo el amague de sujetar la tetera, pero yo me adelanté.
—Oh, no... yo serviré.
—Tiene miedo de que lo rompa.
—No, es que vos sos mi invitada.
—Ah.

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—¿Eran seis de azúcar, verdad?
—¿De veras me cree tan torpe?
—No, es que vos...
—Mejor siete.
—...sos mi invitada, y entonces corresponde...
—¿Qué clase de té se supone que sirve usted? No hay
galletas.
—¡Uh, es cierto! No me había dado cuenta de ese detalle.
Con celeridad, Sabrina metió la mano en su mochila y
sacó una bolsa de nylon.
—¡Talán! —exclamó con una sonrisa que mostraba todos
los dientes.
Había traído unas galletas grandes y gruesas, de indudable
aspecto casero.
—Oh, no deberías haberte molestado.
—Eso es lo que todos dicen, pero después se las devoran
como termitas—. Me tendió la bolsa y tomé una.
—Ah, apuesto a que sí. ¿Las hiciste vos?
—Sí, soy una artista integral; puedo escribir, dibujar,
cocinar.
—Está muy bien. Da Vinci, se sabe, era un gran cocinero.
Hay que disfrutar el arte en todas sus manifestaciones.
—Eso es lo que pienso.
Me llevé una galleta a la boca y la mordí; bueno, al
menos eso fue lo que intenté. Era dura como una piedra. De
sabor no parecía tan mal, demasiado dulce tal vez, aunque
eso no sería mayor inconveniente; el problema era que no
había forma de entrarle. Hice un segundo intento, pero tuve
miedo de partirme un diente; resolví que lo mejor era probar
con los molares, que tienen una mayor resistencia. Apliqué
la totalidad de mis fuerzas en el borde de la galleta, y con

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un gran esfuerzo conseguí cortar un pedacito. Dejé que se
ablandara en la boca y lo tragué, con la sensación de que
estaba intentando digerir una bala. Miré a Sabrina: ella estaba
sumergiendo una galleta en su taza de té.
Qué idiota, ¿cómo no se me ocurrió antes?
Cuando vio que la estaba observando, me preguntó:
—¿Cree que desde el punto de vista protocolar o
ceremonial es incorrecto mojar la galleta en el té?
—¡Oh, no, no, en absoluto!
—¿De veras?
—¡Es correctísimo! ¡Te lo aseguro!
—¿Sí?
—¡Seguro! ¡A la mismísima Reina Victoria le encantaba
mojar sus biscuits en el té de la cinco!
—¡Oh!
Sumergí mi propia galleta en el té y me la llevé a la
boca. Fue más sencillo esta vez, aunque no me animaría a
describirlo como una experiencia placentera. No dejaba de
ser un zancocho duro y mojado.
Ella colocó la bolsa en el centro de la mesa y dijo
simplemente:
—Sírvase a gusto.
—Sos muy amable.
Con el borde de mi zapato, advertí que el General seguía
acostado a mi lado. Este es el momento, me dije para mis
adentros y, con la mayor discreción, sostuve aquella maravilla
culinaria bajo la mesa. El perro la olfateó, la sostuvo entre sus
poderosas mandíbulas y comenzó a masticarla.
Gracias, viejo, en verdad eres el mejor amigo del hombre.
—¿Y qué ha hecho estos días? —Sabrina bebió de un
trago el té que le quedaba.

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—No mucho. Leí, vi un poco de televisión, escuché la
radio…
—¿No extraña su trabajo?
—No. Nunca me gustó trabajar.
—A mí tampoco —afirmó.
—¿Y vos en qué trabajabas?
—Trabajé una vez. En una tienda de ropa, el año pasado,
durante las vacaciones— su rostro adquirió cierta rigidez.
—Y no te gustó nada.
—No —reconoció malhumorada—. El encargado era un
imbécil.
—A mí tampoco me gustaba trabajar para otros.
—Claro, pero además él era insoportable. ¡Uggg, cómo
lo odio!
—¿Qué te hacía?
—No me dejaba en paz. ¡Quería que todo el tiempo
estuviera haciendo algo! ¿Qué se supone que una deba hacer
minuto tras minuto en una estúpida tienda?
—Te comprendo.
—No me pagaba para que hiciera un trabajo, ¡sino para
sentirse dueño de mí! —sintetizó al tiempo que se ponía
colorada y apretaba los dientes.
—Suele suceder.
—¡Quería que fuera su esclava! —bramó con los ojos
como platos, y apretó los dientes.
—Bueno, tranquilizate.
—¡El muy imbécil quería aplastar mi autoestima! —dijo
golpeando la mesa con la mano cerrada.
—Bueno, ya.
—¡Quería aplastar mi personalidad! —insistió dando un
golpe más fuerte que el anterior.

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—¡Basta!
—¡Quería aplastar mi creatividad! —gritó. Y esta vez el
golpe fue tan fuerte que la hermosa taza de té voló por los
aires. La vi dar vueltas y me sentí el hombre más infeliz del
mundo.
Me estiré e hice un esfuerzo sobrehumano por alcanzarla
antes de que se estrellara contra el piso. Peché la mesa y estuve
a punto de tirar el resto del juego de té, pero, no sé cómo, no
se rompió nada, y la dichosa taza cayó con suavidad sobre la
palma de mi mano.
—Por supuesto no aguanté mucho —prosiguió Sabrina,
indiferente al desastre que había estado a punto de provocar:
renuncié a los tres días.
—Uff, sabia decisión —expresé apretando la taza contra
mi pecho.
—Ah, y hablando de otra cosa —dijo con renovada
jovialidad—, ¿encontró las fotografías, verdad?
—Oh, sí —suspiré—, ya las traigo.

—La serie se llama “El triunfo de la naturaleza” —expliqué.


—Interesante.
En la primera foto había una máquina excavadora, no
muy grande, semicubierta por una enredadera. Me gustaba
mucho la combinación entre el color ocre del metal oxidado
y el verde de las hojas. A la derecha de la imagen, cerca de la
parte trasera del vehículo, se apreciaba en el pasto una hilera
de campanillas rojas, unas flores muy bonitas y grandes que
tienen la virtud de crecer de un modo silvestre en los sitios
más humildes.
Sabrina se inclinó sobre la foto, la observó y dijo:

53
—Me gusta porque se nota que no es algo preparado.
Cualquier otro hubiese tomado las flores y las habría enroscado
entre los fierros. Pero usted las dejó así, y queda bien.
—Además —señalé—, podríamos agregar que la línea
roja se corresponde con el color de la máquina, y proporciona
cierto balance cromático.
—Sí —dijo ella—, todo mérito de la naturaleza.
—Ehhh... ¿Vos sos de esas que cree que el fotógrafo lo
único que hace es apretar un botón?
—Oh, no, yo no soy “de esas”, ja, ja.
—No es tan sencillo como parece. Y no se trata solo de
saber elegir el mejor lente, la mejor cámara, también está el
tema de la luz, el ángulo, la composición. La fotografía debe
ser capaz de expresar nuestra propia voz, ¿entendés?
—Pero usted no demoró mucho; llegó y disparó, ¿verdad?
—...
La miré serio y dijo:
—Era broma: es un gran trabajo. Valoro lo que hizo, no
olvide que yo también soy fotógrafa.
—Si vos decís.
—¿Y qué más tiene?
La segunda fotografía mostraba la carcasa de un ómnibus
vista de frente. Hasta la base del inexistente parabrisas estaba
cubierta por una espesa enredadera repleta de campanillas
violetas. Había ubicado el vehículo bien a la izquierda para
dar la idea de que la vegetación de extendía hacia el otro
extremo.
Ella la observó un rato y luego dijo:
—Se me ocurre un buen epígrafe para esta foto.
—Ah, ¿sí? Decime.

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—El ómnibus se ha convertido en un personaje fantástico.
Un ser solitario, con el cráneo hueco, perdido en la maleza, que
ahora, libre del motor y los controles que lo han conducido por
el mundo de los hombres, se abandona al sueño de las flores.
—¡Bravo, me encanta! Está decidido, vos vas a escribir los
epígrafes.
—Será un honor. Resulta fácil con este material. Es una
gran fotografía.
—Gracias.
—Todas son grandes fotografías.
—No está mal para alguien que solo aprieta un botón.
—De verdad, me gustan mucho. Es una serie genial.
—...No —señalé con desaliento—, no lo es.
—Pero acaba de decir que...
—Sí, se lo que dije, pero no es una serie genial. ¿Y sabés
por qué?
—No.
—Porque no está completa.
—¿Perdió una foto?
—No, no la perdí. Falta una foto. Hace mucho que
comprendí esto. Falta una que exprese mejor que ninguna
otra lo que quiero decir. Necesitaría sacar una foto, genial
como vos decís, que fuera la carátula de la serie.
—¿Y por qué no la saca?
—Es que no sé qué estoy buscando, aunque siempre
pensé que si me topase con un sitio así lo reconocería de
inmediato. Pero es una historia vieja, esta serie la comencé
antes del fallecimiento de mi esposa, y después ni siquiera
volví a intentarlo.
—¿Qué tal mañana?

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—¿Qué?
—Usted tiene una camioneta, y yo conozco una zona que
tiene exactamente lo que necesita.
—No, es una locura. Además hace mucho de esto, ya no
tengo esa cámara, la vendí.
—La mía es buena.
—La tuya es digital, y yo estoy acostumbrado a otro tipo
de artefactos, tele objetivo, gran angular, fotómetro…
—Bueno, ¿por qué no se deja de complicar? La idea es
publicar las fotos en la revista. Mi cámara servirá.
—Sí, pero he perdido interés en ese tema.
—Porque le faltaba motivación. Pero yo estoy necesitando
algunas fotos para la revista. ¡Esa es una buena motivación!
Podríamos publicar la serie completa, y añadir una pequeña
biografía del fotógrafo. Y contar la historia de las fotos, y el
viaje que hicimos para buscar la última foto. ¡Eso sería genial!
—Bueno, no sé...
—¿Le parece bien que venga mañana a las nueve? ¿A qué
hora se levanta usted?
—Yo me levanto a las seis.
—¡Bien! Mañana por la mañana estaré aquí —dijo.
—¡Pero aún no he dicho que sí!
—Un detalle sin importancia, en los próximos minutos y
horas su mente comenzará a asimilar la idea y terminará por
encantarle.
—Sabrina, ¿de qué universo te escapaste?
No me contestó. Miró la bolsa de galletas y se dio cuenta
de que estaba vacía.
—Oh, se ha comido todas las galletas, parece que le han
gustado.

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—Sí, muy ricas —mentí.
Sabrina montó en la bicicleta y al tiempo que colocaba los
pies en los pedales, me amenazó:
—Le traeré más la próxima vez que venga.
—¡Oh, no te molestes, por favor!
—¡No es molestia, de veras!
—Ah... —suspiré.
—¿Y los hongos? ¿Preparó los hongos?
—¡Oh, sí, claro! Esperame —. Fui hasta la casa, tomé el
frasco que había apartado y se lo di.
—¡Gracias!
Cuando iba por la mitad del camino de sauces, se detuvo,
giró la cabeza y me gritó:
—¡Será la mejor cacería fotográfica de la historia! ¡Hasta
mañana!

Esa noche tuve dificultades para dormir. Un montón


de preguntas, que ni siquiera me animaba a formular
abiertamente, daban vueltas en mi cabeza. Me resistía a
abrir ciertas puertas. Se supone que yo era el mayor, el que
debía mostrar el debido aplomo y seguridad, pero no. Había
logrado algo que juzgaba importante, y sentía que si daba un
paso en falso podría quedarme sin nada o, peor aún, con un
gusto amargo que no podría sacarme jamás.
Recién pude conciliar el sueño a las tres de la mañana.
Me desperté a las ocho, bastante más tarde de lo habitual.
¿A qué hora vendrá? Primero dijo a las nueve, después a
primera hora de la mañana...

57
Me bañé, me afeité y me vestí con ropa cómoda y prolija.
Unos zapatos leñadores, un vaquero bueno, y estrené una
remera azul.

Sabrina llegó a las tres de la tarde, vestida como siempre, en


su bicicleta y con su mochila. Por fortuna olvidó las galletas.
—No te preocupes, compraré algo en el supermercado de
la ruta —señalé con alivio.
—Bien, algo se me ocurrirá.

Guardamos la bicicleta dentro de la casa y subimos a la


camioneta. Cuando íbamos saliendo de la entrada de sauces,
Sabrina advirtió por el espejo retrovisor que el General estaba
siguiéndonos.
—Alguien quiere que lo llevemos.
Miré por mi espejo. Costaba creer que aquella mole vieja
y cansada estaba intentando alcanzar la camioneta. Debía
tener muchas ganas de acompañarnos.
—Sería mejor que se quedara a cuidar la casa.
—Pero nadie vendrá. Y es más probable que se duerma.
—Sí, eso es cierto.
Había algo gracioso y al mismo tiempo enternecedor en
sus movimientos de viejo gigante.
—Además, si nos sigue podría perderse.
—Ya—. Frené.
El animal llegó con la lengua afuera. Le palmeé el lomo y
lo ayudé a subir a la caja.
—Está bien, nos vamos todos a pasear.

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Después de salir a la ruta, nos detuvimos en el supermercado.
Me quedé en la camioneta con el motor encendido y le di
dinero a Sabrina para comprar algo de comer.
Encendí un cigarrillo. Prendí la radio pero las pocas
emisoras que pude sintonizar eran espantosas.
En el preciso instante en que Sabrina entraba al vehículo,
una mujer, amiga de mi difunta esposa, salía del supermercado.
Miró hacia la camioneta y pensé que iba a saludarme, pero
no. Hizo un gesto de desaprobación, volteó el rostro y siguió
su camino.
Puse marcha atrás y salí del estacionamiento.
Sabrina se abrió la campera y sacó una botella de whisky.
La miré sorprendido, y me dijo:
—Nadie me vio.
—Pudiste haber ido presa.
—¿No va a asustarse, verdad?
—No, yo también robé alguna cosa de los supermercados
cuando era joven, pero sería una pena que por una tontería
así se arruinara nuestra salida.Y además, vos les vendés avisos
a ellos, ¿no?
—Sí. Pero como me conocen no me vigilan —respondió
con naturalidad.
—Está bien, sólo robás a los que te conocen.
—No se preocupe, a usted nunca…
—Ah, bueno, te lo agradezco —dije sin intentar ocultar
mi mal humor.
Me dio el vuelto y me mostró lo que había comprado:
unos sandwiches de jamón y queso y un refresco.
—¿Usted ya almorzó? —preguntó.
—Sí, pero vos comé si tenés hambre.

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Sacó un sandwiche de la bolsa y empezó a devorarlo.
—Según el mapa que tengo en mi mente —ruido de
molares—, la fortuna nos espera a tres kilómetros de aquí.
Seis kilómetros después —porque le había errado a los
cálculos— llegamos a un campo abandonado.
Había cinco esqueletos de autos entre los pastos y los
yuyos.
—No está mal —reconocí.
Al mostrar tantos vehículos deteriorados, era más
contundente el triunfo de la naturaleza sobre la civilización.
—Mientras veníamos para acá pensé en un epígrafe para
la foto —afirmó ella.
—Ah, bien, me interesa —dije mientras intentaba lograr
un buen encuadre.
—Después de dramáticos enfrentamientos, el campo de
batalla luce sus despojos —dijo con una gravedad que me
resultó muy graciosa.
—Sí, ¿por qué no?
Saqué varias fotos desde distintos ángulos. Cuando ya
pensaba irme, Sabrina tuvo una idea.
—¿Por qué no se tira debajo de ese? —señaló una
camioneta Volkswagen de los 70—. Así podría tomar mejor
los yuyos que crecen adentro.
—Mmm, ¿te parece?
—A menos que no quiera tirarse al piso —dijo con
sorna—. Podría ser perjudicial para su espalda.
Me reí.
—No soy tan viejo, eh.
Me acerqué y miré. No parecía haber vidrios rotos, pero
los pastos eran demasiado altos como para tirarme al suelo,
me habrían tapado.

60
Sin embargo, sí pude meter medio cuerpo adentro del
vehículo y fotografiar el interior. Estaba herrumbrado, y lleno
de yuyos, de pastos, de plantas.
Aunque faltaba el chasis, todavía tenía los asientos y había
estopa desparramada en el asiento del conductor y en el de
al lado. Cuando miré la parte trasera quedé paralizado: en
el asiento, puesta como para exposición, formando una “s”,
había una enorme víbora de color rojo y negro.
Estaba tan cerca que me dio miedo. Pero no podía dejar
pasar esa oportunidad. Enfoqué, prendí el flash y saqué la foto.
El ofidio se movió, pero disparé de nuevo. Me pareció
que iba a atacarme. Retiré la cabeza para atrás e intenté una
tercera toma, pero se deslizó del asiento y se escabulló entre
los pastizales.
El General estaba olfateando cerca del vehículo, y como
temí que recibiera una mordedura, decidí que ya era hora de
irnos.

La segunda foto salió poco clara, pero la primera era muy


buena. En ella se veía parte de una ventanilla y del asiento,
y en primer plano la víbora. El color blancuzco del tapizado
contrastaba con los colores fuertes del animal.
—El epígrafe —señaló Sabrina— debería ser algo como:
“las antiguas máquinas tienen nuevos propietarios”.

Cuando ya habíamos retomado la ruta, Sabrina dijo:


—Esto merece una celebración.
Y dicho esto, abrió la mochila, sacó una botella de whisky
y se la empinó.

61
Y pensar que yo la invitaba a tomar el té.
Después me tendió la botella y yo también tomé.
—Nuestra próxima meta —explicó alzando un dedo—
está a diez kilómetros de aquí.
—Nooo —protesté.
—Nada. Todo tiene su precio.
—Oh, callo y obedezco. Pero si no vale la pena te voy a
odiar.

El sitio elegido por Sabrina estaba a doce o trece kilómetros,


y a tres cuadras de la ruta.
Cuando bajamos ella me señaló una maceta de lata que
había sido abandonada a un costado de la calle de pedregullo.
No había ninguna flor, el recipiente estaba oxidado y roto, y
la tierra se salía por los costados.
—¡Aquí la tiene! —dijo como si presentara la octava
maravilla del mundo.
—Sabrina… —empecé a encolerizarme.
—¿Es perfecta, no cree?
—Sabrina…
—Una genuina maceta descascarada, con llamativas
variaciones de color y de textura.
—Sabrina…
—El tiempo, la lluvia y el óxido han creado esta maravilla
irrepetible…
—Sabrina…
—… ¡que hoy se ofrece a nuestros asombrados ojos!
—Sabrina…
—¿No es genial?—. Sus ojos brillaron y mostró la sonrisa
más estúpida que había visto en toda mi vida.

62
—Sabrina… ¿me hiciste manejar todos estos kilómetros
para ver esta maceta de mierda?
Ella sostuvo unos segundos más esa expresión en su
rostro, y luego dijo:
—Es broma. Lo que quería mostrarle está a mitad de
cuadra, venga.
Suspiré.
¿Por qué me hace estas cosas?
Caminé tras ella. A mitad de cuadra se detuvo frente a un
predio cercado por un alambrado. Tras éste, se levantaba— o
se caía dado el caso— una soberbia casona de principios del
siglo XX. Una de esas típicas construcciones que hicieron
los inmigrantes italianos, que parecían hechas para albergar a
gigantes. No había puertas, y las ventanas tenían los vidrios
rotos. Los pastos de la entrada eran tan altos como un niño
de cinco años, y en toda la vivienda, que amenazaba con
desmoronarse de un momento a otro, se extendía una
enredadera que seguramente había crecido libre durante años.
Sabrina me señaló una rotura en el tejido.
—Deberíamos haber traído botas —consideré—. Sobre
todo después de lo que hemos visto.
—No vamos a volver.
—No, supongo que no.
Nos agachamos un poco, pasamos a través de la rotura,
y comenzamos a abrirnos camino entre los pastizales. Era
como caminar dentro del agua.
Saqué fotos mientras avanzaba. Pensé que sería interesante
hacer una secuencia de acercamiento, para que el observador
se sintiera protagonista de aquella intrusión.
Demasiadas ideas pasaban por mi cabeza en ese
momento. La casa podía significar muchas cosas: la Casa del

63
Tiempo, la Casa del Olvido, la Casa de la Naturaleza, la Casa
del Silencio… Pero yo no estaba en condiciones de saberlo,
así que me limitaba a fotografiarlo todo, confiando en que las
imágenes serían suficientes para encontrar respuestas.
Entramos. La casa había sido abandonada, casi con
seguridad saqueada por incontables intrusos, y lo que ahora
tenía frente a mí, era un cuerpo frágil y anciano que no
terminaba de morir. En los claros que dejaba la enredadera,
se veía la superficie porosa, agrietada, con manchas, pero
no había olor a nada, salvo a ese verde que piadosamente se
extendía sobre el piso, las paredes y el techo.
—Esto puede caerse en cualquier momento —dije, y
escuché mi propio eco.
—¿Qué sería esto, el comedor? —preguntó Sabrina. Y la
casa le devolvió la pregunta.
Había flores en una habitación; rojas, parecidas a tréboles,
pero más grandes. Cubrían casi la mitad del piso.
Yo no dejaba de sacar fotos. Aquel era un sitio maravilloso
para mis intereses, y al mismo tiempo sentía que tenía que
alejarme rápidamente de allí.
Un haz de luz me hizo mirar hacia arriba. La rotura en
el vidrio de la claraboya era grande, tanto que uno podría
llegar a pensar que había sido producida por la caída de un
ser humano. Pero aquella era una posibilidad demasiado
horrenda para ser considerada.
Escuché un ruido entre los pastos; una rata quizá.
—Me siento atrapada —dijo Sabrina.Y la casa repitió sus
mismas palabras.
Un trozo de madera podrida cayó del cielorraso, a un
metro de mí.

64
Tomé a mi compañera del brazo, y salimos.

Regresamos al vehículo.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Cinco kilómetros.
—Bueno, supongo que deben ser siete u ocho, o diez.
¿Qué sigue? ¿Otra maceta o una casa?
—…
—Está bien, confiaré en vos.
Cuando ya habíamos retomado la ruta y avanzado varios
kilómetros, Sabrina abrió su mochila, sacó unas hojas y me
dijo:
—Necesito mostrarle algo.
Tenía el rostro serio y eso me llamó la atención. Además
me inquietó la forma en que lo dijo. No era algo que deseara
compartir, sino que necesitaba compartir.
—¿Qué tenés?
Eran esos dibujos hechos a lápiz que había visto por
primera vez en el jardín de mi casa. Parecían simples manchas.
En su momento ella no me había permitido apreciarlos en
detalle.
—Mírelos.
—Me hacen acordar a las láminas del test de Rorschach.
—No, no es eso. Es un bosque, la silueta de un bosque.
—Ah, sí, podría ser.
—Pero no son iguales. Mire, los dibujos están numerados.
¿Qué es lo que nota?
—Son parecidos, pero…
—¿Pero qué?

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—No sé a qué te referís.
Molesta, me arrebató las hojas y dijo al tiempo que las
pasaba una a una:
—¿No se da cuenta? Es el mismo bosque, pero cada vez
es más grande. ¿Lo ve? —señaló al tiempo que comparaba
la hoja 1 y la 2—. Esta parte es igual a esta otra, pero aquí
aparece algo que no estaba antes.
—Dibujaste el crecimiento del bosque.
—Sí. ¿Y no se imagina por qué?
—...
—¿Le parece normal?
—…Todos los bosques crecen, supongo.
—Sí, pero no de la forma en que lo hace éste —puso en
orden las hojas sobre la mesa, y preguntó—: ¿Sabe cuánto
tiempo transcurrió entre un dibujo y otro?
—No.
—Un día.
—Ah, es raro.
—No es raro, es diabólico. Y el crecimiento es cada vez
más rápido. Entre el dibujo 5 y el 6 aumentó casi un veinte
por ciento.
—¿Estás segura?
—¡Claro! No se imagina la angustia que sentía. Todos
los días miraba el bosque desde la ventana de mi cuarto y lo
comparaba con la ilustración anterior. A veces tenía pesadillas
y me despertaba empapada en sudor. Había llegado a la
conclusión de que el bosque crecía por las noches.
—¿Cuándo hiciste esos dibujos?
—Hace diez años.
—Hace diez años tenías…
—Diez.

66
—¿Y tus padres te creían?
Negó con la cabeza.
—Pero usted sí me cree, ¿verdad?
—...
Su rostro se ensombreció, y agregué:
—No digo que mientas, probablemente se deba a un
error de apreciación.
Sabrina recogió los dibujos en silencio y los guardó en la
carpeta.

Nos detuvimos junto a un bosque.


Sabrina fue la primera en bajar. Metió la bolsa con los
víveres en la mochila, se la acomodó a la espalda y empezó a
caminar. La seguí.
—¿Me vas a decir ahora lo que vinimos a fotografiar?
—Ya estamos cerca.
—¿Te gusta el misterio, eh?
—Falta poco.
Al cabo de unos minutos, llegamos a un claro del bosque,
y lo que vi me tomó de sorpresa.
—No lo esperaba, ¿verdad? —dijo Sabrina, triunfante.
—Es…
—Sí, es igual.
—Apenas puedo creerlo.
En pleno bosque, semicubierta por la vegetación, y en un
triste estado de abandono, había una camioneta igual a la mía;
idéntica hasta en el color bordó.
Tenía la chapa picada; el herrumbre era más notorio
en el radiador, los guardabarros y los listones horizontales
de aluminio, pero no parecía haber sido víctima del pillaje.

67
Nadie se había molestado en quitarle los neumáticos
—previsiblemente desinflados—, ni los faroles, ni los asientos,
ni los espejos. Simplemente había sufrido el implacable paso
del tiempo. Sobre la criatura de metal habían caído la lluvia, el
granizo, las horas, los días y los años. Había sentido los vientos
de la primavera, los calores furiosos del verano, la melancolía
húmeda del otoño, y el frío y el olvido del invierno, una y
otra vez. Y ahora, esa máquina vencida, me hablaba desde su
lecho de pastos, yuyos, flores y soledad.
Aquel hallazgo parecía muy apropiado para cerrar una
serie de fotografías destinadas a mostrar el paso del tiempo
y el inexorable triunfo de la naturaleza. Podía confrontar
una foto de mi vehículo y de aquel otro que era una copia
exacta pero envejecida. Sin embargo, no pude evitar sentir
un escalofrío.
—Es una extraordinaria casualidad —dije—. Si es que
existen las casualidades.
—Los surrealistas no creían en casualidades, ¿verdad? —
apuntó Sabrina.
—No, tenés razón. Ellos hablaban del “azar objetivo”.
Saqué unas cuantas fotos, hasta que una tristeza
irracional comenzó a apoderarse de mí. Intenté ignorarla,
pero fue inútil, porque en lugar de desaparecer, fue ganando
en consistencia hasta sujetarme como una mano helada. Creí
que podría zafarme, pero no lo conseguí. Sentí un mareo, me
apoyé sobre el techo del vehículo, y una serie de imágenes,
asociadas a mi propia camioneta, comenzó a invadir mi
mente. En el momento en que comenzaron, me di cuenta de
que aquello no podía ser, pero fue como si me ataran a una
silla y me obligaran a presenciar un espectáculo. Recordé el
día que la había comprado en un pueblo del interior a un

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almacenero de acento francés; mi primer televisor color, un
24 pulgadas, que transporté en la caja; también recordé a mi
esposa viajando a mi lado, vi su mano sobre la mía, respondí
a su mirada con una sonrisa, y luego me encontré manejando
la camioneta de noche, por la ruta, viendo a lo lejos las luces
de otros vehículos. Y cuando me di cuenta de lo absurdo de
todo aquello, noté que tenía la frente sudorosa.
El General parecía nervioso y daba vueltas en torno a
nosotros. Iba a sugerir que nos marcháramos, pero Sabrina
insistió en que era un buen lugar para improvisar un picnic.
Tomó la bolsa del supermercado y se sentó en el pasto. Aspiré
una bocanada de aire y me senté a su lado.
Saqué un pañuelo y me lo pasé distraídamente por la
cara. Comí unos sandwhiches y tomé una Coca—Cola. No
podía dejar de ver la camioneta.
—¿Qué me dice ahora? —preguntó Sabrina—. Era la
foto que le estaba faltando, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
—¿Sólo cree?
—No, no, está muy bien.
—El final de la serie podría ser así: primero una foto de su
camioneta, y luego la que encontramos en el bosque.
—Sí, se vería bien.
—La verdad es que yo recordaba una camioneta pero no
estaba segura de que fuera igual a la suya. Pero es la misma.
—Sí, lo es.
—Lo noto un poco distraído. ¿Se siente bien?
—Sí, bien —mentí mientras una gota se deslizaba por mi
sien.
—Tengo el epígrafe de las últimas fotos.
—Decime.

69
—Y al final, la naturaleza triunfará sobre todas las cosas y
reinará en el mundo.
—Está bien, me gusta—. Intenté, con esfuerzo, enfocarme
en la conversación —Sí, definitivamente es el cierre perfecto.
Será un gran reportaje.
—Sin duda —apuntó Sabrina—. Todo ha salido a pedir
de boca. Las fotos de los autos, de las casa, la víbora…
—Además es algo original —reconocí—, porque hoy
en día todo el mundo habla de los problemas del medio
ambiente, de la destrucción de las selvas, de los bosques, y
nosotros salimos a decir que al final será la naturaleza la más
poderosa.
—Sí, pero en el fondo —preguntó mirándome a los
ojos—, ¿no le da un poco de miedo?
Iba a decirle que no, justo cuando un sonido irritante me
puso los pelos de punta.
El General estaba ladrándole a la espesura. Ladraba de
un modo desesperado, como si en ello se le fuera la vida.
Miré hacia el bosque; no vi nada.
Me puse de pie y fui con él.
Nunca lo había visto así.
—Tranquilo —le acaricié el lomo.
No se calló, y clavó aún más los ojos en el follaje.
—¿Qué sucede? —preguntó Sabrina.
—No lo sé. Debe haber un animal.
El perro avanzó. Intenté sujetarlo del cuello, pero estaba
decidió a meterse en problemas, y se me escapó.
Lo llamé a los gritos, pero no me hizo caso, y en un
segundo el bosque se lo tragó.
—¿Dónde…? —preguntó Sabrina.

70
—Por allá —señalé.
En ese momento lamenté no haber tenido un arma.

Corrí tras el ladrido del General, hasta que sentí una puntada.
Sabrina me alcanzó cuando estaba con las manos en la cintura
y me esforzaba por morder un poco de aire.
—¿Qué…? —. Se había colgado de nuevo la mochila a la
espalda y parecía asustada.
—No sé.
—Por la forma en que ladraba, parecía dispuesto a matar.
—Sí —admití—, y es muy raro, porque no es un perro
malo, vos sabés.
—Tal vez perseguía a un fauno —dijo sin mucha gracia.
—Poco probable.
—¿Un gato?
—No creo, nunca le prestó atención a los gatos. Había
uno en casa y dormía recostado contra él.
—¿Y entonces?
—No tengo idea, pero me preocupa que lastime a alguien.
El ladrido del General sonó lejano.
Seguimos adelante, gritando su nombre una y otra vez.
Los ladridos eran cada vez más espaciados y me costaba
darme cuenta de dónde provenían.
—¿Y si lo esperamos? —dijo Sabrina no muy convencida.
—Sigamos.

—Si perseguía a un ser humano ya debería haberlo alcanzado,


¿no?

71
—No puede estar lejos —afirmé. Pero la verdad es que
era una simple expresión de deseo, porque ya no escuchaba
el ladrido.
Caminamos con rapidez, largo rato, sin dejar nunca de
llamarlo.
Solo había senderos de hojas mustias, y árboles y más
árboles. El aroma de los eucaliptos era arrastrado por ráfagas
de un viento frío. Cuando alcé la vista advertí que el cielo
había comenzado a teñirse de manchas oscuras.
—¿No debería haberse cansado ya?
—Sí —dije—, eso mismo estaba pensando.
De pronto, volvimos a escuchar al General, pero ahora,
ese ladrido que me era tan conocido, sonaba de un modo
extraño, como si se originara en el interior de una lata.
Aquel sonido filtrado ya no provenía de un punto lejano
del bosque, sino que parecía habitar en el aire que estaba
sobre nuestras cabezas. Lo escuchamos tres veces, y después
se hizo el silencio.
En los ojos de Sabrina podía leer el mismo sentimiento
que comenzaba a apoderarse de mí.

—No entiendo —me detuve para tomar aire.


Respiré el perfume de los eucaliptos, que entonces me
pareció más intenso que de costumbre.
Sabrina estaba tan cansada como yo.
—¿Habrá caído en un pozo, en una trampa? —había
fatiga en su voz.
—Ni idea —dije. En el momento en que las palabras
salían de mi boca, advertí que la tensión había comenzado a
ganar mi ánimo.

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—¿Una gruta?
—Por el sonido.
—Sí, aunque no creo que exista tal cosa por estos lados.
—Ya no sé qué pensar —reconocí con fastidio.
—Algo vio.
Los mudos eucaliptos se extendían hasta más allá de
nuestra vista.

Aunque nuestra voluntad había mermado, seguimos


caminando.
—Podríamos volver y esperar que el General regrese —
dijo ella con un hilo de voz.
—Sí, aunque no sé si nos convendría regresar. La salida
no puede estar muy lejos, ¿verdad?
Me giré para ver su rostro.
No contestó, estaba angustiada.
Por un segundo pensé que iba a buscar refugio en mis
brazos, pero cuando me acerqué, ella se alejó de forma discreta.

Estábamos exhaustos.
Sabía que un bosque de esas dimensiones no podía existir,
se hablaría de él en todas partes, sería muy conocido.
Decidí treparme a un árbol, para ver hacia dónde nos
convenía caminar.
Hacía años que no me subía a uno, desde la niñez.
Por fortuna las ramas no estaban muy separadas unas de
otras, lo que me permitió ir ascendiendo sin mayores peligros.
Mientras subía, Sabrina me confesó que ella nunca
se hubiese animado, porque le daba vértigo. Así que todo

73
dependía de mí. No había decidido ir a ese lugar, pero ahora
sentía que era el único capaz de encontrar una salida.
Me daba miedo subir a las ramas más altas, pero después
de ascender metros y metros, comprendí que no iba a tener
más remedio que hacerlo.
Las ramas se doblaban bajo mi peso y empecé a temer
por mi integridad, sin embargo, ya estaba muy lejos del suelo
y no quería bajar sin haber logrado mi objetivo.
Cuando llegué hasta lo más alto que me era posible, sentí
un escalofrío.
Mientras un viento frío me azotaba la cara y despeinaba
mis cabellos, observé el insólito panorama. En todo el espacio
circundante, en absolutamente todo el territorio que mis
ojos alcanzaban a ver, no había otra cosa que árboles de
eucaliptos. Uno al lado del otro, extendiéndose hasta más allá
del horizonte.
Aquello era absurdo, debería verse la camioneta, la
carretera, algunas calles, casas, pero solo había eucaliptos.
Miles y miles de eucaliptos, aunque sería más justo decir
millones y millones. El mundo no era otra cosa que un bosque.
Las sombras estaban extendiéndose y comprendí que la
noche no tardaría en llegar. ¿Sería acaso la falta de luz que me
jugaba una mala pasada? Sí, tenía que ser eso, y el cansancio,
y mi cabeza, que seguramente no estaba funcionando bien.
Sabrina gritaba. Aunque no alcanzaba a escuchar cada
palabra, parecía obvio que me estaba preguntando qué había
visto.

—Sabrina…—pregunté al bajar—. ¿Es éste, verdad?


Hizo un gesto afirmativo con la cabeza; estaba llorando.

74
—…Pero está más grande.
—Por eso querías venir. No te interesaba ninguna cacería
fotográfica. Querías enfrentarte a tus propios miedos. Pero
no podías hacerlo sola. Y necesitabas un testigo.
Se alejó unos metros; yo no pensaba hacerle nada, lo
único que quería era encontrar a mi perro y escapar de allí.
Caminé hacia ella. Reculó y su espalda chocó contra un
tronco.
Coloqué una mano sobre su hombro.
—Encontraremos al General y nos iremos de aquí.
Como no pareció muy convencida, le repetí la afirmación,
aunque tal vez lo hice porque yo mismo necesitaba creerlo.
Intentó sonreír.
Mi mano sujetó su barbilla y la obligué a mirarme a la
cara.
—Le mostré los dibujos, pero usted no me creyó.
—Sí, lo hiciste —admití—. Pero no creo que exista eso
que vos decís: el bosque que crece por las noches.
—Pero…
—Probablemente es un sitio laberíntico, algo así. No
tenemos que ponernos nerviosos, es todo.
Intentó apartar sus ojos de los míos; acaricié su mejilla y
su cabeza se recostó en mi mano.

Cuando oscureció y se hizo evidente que deberíamos pasar la


noche en el bosque, resolvimos encender una fogata.
Limpié el suelo, hice un círculo con algunas piedras y
junté leña.
Las hojas de eucaliptos, muy combustibles, facilitaron la
tarea.

75
Sabrina fue a buscar más ramas y yo me quedé cuidando
el fuego.
Estuve rato mirando las llamas, hasta que escuché gritar
a mi compañera.
Me paré y corrí hacia ella.
Cuando la encontré estaba sentada contra un árbol, y
temblaba.
Me puse en cuclillas y la abracé.
—Los escuché —dijo llorando.
—¿Los escuchaste?
—Sí.
—¿A quiénes?
Se enjugó las lágrimas y respondió entre sollozos:
—Mis padres.
—¿Tus padres? Pero están en España, ¿verdad? Es lo que
me dijiste.
—Sí… pero los escuché.
—Solo estás asustada. A veces cuando la gente está sola,
cree escuchar voces o fragmentos de canciones en el viento.
Es normal, no te preocupes.
La ayudé a pararse.
—Pero este no es un bosque normal —refutó.
Pasé mi mano por su hombro y la guié en dirección al
campamento.
Después de avanzar unos pasos, sentí el impulso de
preguntarle a Sabrina: ¿qué sucedió en este bosque? Sentí que
ahí podía estar la clave del misterio. Pero antes de formular la
pregunta, escuché un sonido que me provocó un escalofrío.
Era la voz de mi esposa:
—¿Qué hacés acá? ¿Quién es ella?

76
Miré a Sabrina, pero ella no pareció escuchar nada.

Tras terminar con los sandwhiches y el refresco, Sabrina


tomó la botella de whisky y bebió sin miramientos. Bebí unos
tragos y se la devolví.
Me sentía feliz. En la noche del bosque las preocupaciones
habían hecho una pausa. El calor del fuego me daba una
sensación muy grata, y el crepitar de los leños era como una
música de fondo para las palabras de Sabrina. Hablaba de
poesía, de la revista y, casi de modo inevitable, la hoguera le
recordó al palíndromo que días atrás había ocupado nuestra
atención.
—In girum imus nocte et consumimur igni —dijo,
demostrando que se lo había aprendido de memoria.
Me hizo gracia que pronunciara esa frase tan
rimbombante en el estado etílico en que se encontraba, pero
intenté concentrarme en lo que decía.
—Imagino seres primitivos danzando alrededor de
una fogata —señalé—. Algo ritual, religioso, un intento de
comunicación con otros planos.
—¿Dioses?
—Sí, dioses, o simplemente “lo sagrado”. Quizá el fuego
tenga el sentido bastante obvio del conocimiento, y en ese
caso la noche sería la ignorancia.Y podríamos interpretar que
morimos mientras damos vueltas intentando saber.
—O tal vez el fuego sea algo más —sugirió con voz
gangosa.
—El conocimiento, la vida.
—O algo más.

77
Ahora yo veía su perfil y parecía serena, como si armara
un rompecabezas que solo ella podía ver. Juntó un par de
ramas y las arrojó a la hoguera. Luego tomó una rama larga y
separó algunos troncos para que el fuego se expresara.
Las llamas eran cuerpos en danza. Figuras blandas que
ondulaban y con los brazos en alto parecían llamar a los
espíritus de la noche.
Sabrina, de espaldas a mí, se agachó para acomodar unas
ramas. Le veía algo más que la espalda, y no pude evitar que
mi mente fantaseara con la posibilidad de bajarle el pantalón
para después acariciar aquel cuerpo que debería estar tibio
por la proximidad del fuego.
—“Hoy tocaré la flauta de mi propio espinazo”, me
encanta ese verso —dijo de pronto.
—Muy bueno.
Ella, inmóvil, me dejaría hacer. Mis manos recorrerían
primero sus piernas, palpando la consistencia de los músculos
y la suavidad de la piel.
—“Amaré, cuidaré de tu cuerpo como el soldado
recortado por la guerra, inútil, solitario, cuida su única
pierna.”
—Una interesante perspectiva.
Luego, una mano se deslizaría bajo el tejido de la
bombacha y subiría sin prisa los perfectos glúteos, de una
palidez y suavidad casi infantil.
—“Prueben como yo, a darse vuelta como un guante y
ser todo labios” —añadió.
—Excelente.
Después rodearía su cintura y mi mano empezaría a
descender por sus senos perfectos, su vientre plano, sus vellos
sedosos.

78
Sabrina se giró y me miró. No sé si se dio cuenta de que
la había estado observando, pero yo sentí que no podía ser de
otro modo.
—Ya sé lo que voy a hacer —dijo alzando la botella con
una mano.
—¿Sí?
—Ya resolví el nombre de la revista —explicó arrastrando
las palabras—. Se llamará “La revista de Sabrina”, y abajo
dirá en letras pequeñas: “¡Esto no es una pipa!”
—¡Me encanta!
Soltó otra risotada. Sus piernas se aflojaban. Pensé que
iba a sentarse, pero comenzó a bailar alrededor de la fogata,
con la espalda arqueada y la vista al piso. Los largos cabellos
le cubrían buena parte del rostro, pero parecía estar en un
sitio muy lejano. Una música que yo solo podía adivinar,
debía sonar claramente en su cabeza, y bailaba y bailaba,
como si no pudiese dejar de hacerlo. Apenas bajaba el ritmo
para beber otro trago de whisky y seguía bailando. Estaba tan
ensimismada en aquellos pasos casi tribales que parecía no
percatarse de la proximidad del fuego, ni de que un par de
botones de su camisa se habían desprendido.
Tropezó y vi que iba a caerse, pero no me dio tiempo a
pararme, así que lo único que pude hacer fue recibirla entre
mis brazos cuando se desplomó. Su rostro quedó muy cerca
del mío, tan cerca que sentí su respiración agitada y su piel,
que olía a alcohol y a eucaliptos quemados.
En ese instante sus ojos dejaron de parecerme los ojos de
Sabrina y fue como si una luna los iluminara desde adentro.
Sus labios se abrieron.
Saboreé la delicia de su boca y deslicé una mano dentro
de su camisa. Nuestras vidas —el dibujo de nuestros pasos

79
sobre el mundo— habían sido como raíces destinadas a
encontrarse.Y de pronto todo tenía un sentido, sin necesidad
de formular ni contestar ninguna pregunta, porque existía
un lenguaje que estaba más allá de todo lo conocido, y se
podía sentir en aquella oscuridad que pasaba su lengua sobre
nosotros.
Nos pusimos de pie y comenzamos a desnudamos frente
a frente, sin dejar de mirarnos. Jamás un cuerpo me había
parecido tan hermoso. Nada comparable a esa delicada
belleza tijereteada por los resplandores de la hoguera. Se
tendió sobre las ropas, y se abandonó a mí. Tenía una piel
increíblemente suave, y temblaba al mínimo contacto de mis
manos. La besé en el rostro, en los senos, en el vientre, y entre
las piernas, mientras ella acariciaba mis cabellos. Cuando ya
no pudo seguir soportando la dulce tortura, entré en su tierno
cuerpo y empezamos a movernos.
Casi podía sentir el bosque que crecía en nuestro interior
y ver los troncos, las ramas, las hojas y los aromas que
avanzaban como una melodía que buscara las estrellas.
Mis pensamientos se redujeron a puras sensaciones, y
dejé que mi mente viajara y se perdiera en aquella circulación
de altas maderas.
Sabrina se quejaba de placer y me incitaba a ir más lejos.
Y así las ramas, que al principio se extendían gráciles,
comenzaron a transformarse en armas puntiagudas que
buscaban desgarrar los músculos, perforar la carne y esparcir
las vísceras, hasta pintar un bosque rojo que abarcara el
universo.
Mi mano sujetó su cuello y de pronto sentí el irrefrenable
deseo de llevar aquella experiencia hasta un punto sin retorno.
Empecé a apretar y a apretar cada vez más fuerte. Sabrina

80
estiró un brazo, alcanzó una piedra y me golpeó con ella en
la cabeza. Eso sólo aumentó mi excitación. Quería destruir,
devorar, fundirme con los elementos, y ser uno con el bosque.
Ella me asestó de nuevo y la sangre se deslizó por mi rostro.Y
aquello era sólo el principio.

Nos despertamos cuando el sol comenzaba a abrir los colores


del bosque.
Las hojas del suelo, la corteza de los troncos, las copas
de los árboles que mecía el viento, todo lucía con esplendor.
El canto de los pájaros era una fiesta; y el perfume del aire,
¿cómo no asociarlo con los caramelos de eucaliptos?
Una mariposa azul se posó sobre el hombro de Sabrina.
A pocos metros, no menos de cinco o seis ejemplares iguales
volaban entre los árboles de un modo coordinado, dibujando
una curva sinuosa.
Movida por un impulso, Sabrina corrió tras ellas, y yo
la seguí. Pero antes de alcanzar a las mariposas, un ladrido
familiar sonó con fuerza.
El General se abalanzó sobre nosotros y saltó y ladró y
jugueteó. Lo abrazamos y nos reímos. Era el mismo perro
de siempre, torpe y feo, sólo que ahora parecía rejuvenecido.
Con ladridos y movimientos de su cuerpo nos hizo saber que
deseaba que lo siguiéramos, y eso hicimos.
Los tres juntos nos fuimos caminando por el bosque,
que no dejaba de tornarse más y más luminoso. Caminamos,
caminamos y caminamos, y así, de tanto andar, llegamos a
un claro donde crecían unos hongos del tamaño de casas.
Eran de copas redondas, perfectos, tan hermosos que
parecían dibujados, y los había violetas, azules, verdes con

81
rayas amarillas, y rojos con lunares blancos. También vimos
un árbol con un tronco formado por fibras verdes y gruesas
que se trenzaban como poderosos músculos. Un árbol
extraordinario que se hundía en el cielo. Un árbol que llegaba
hasta un sitio donde uno sólo esperaría encontrar nubes, aves
enormes, o el castillo de un gigante.

82
todo es nuevo
en rognar
laura ponce
Laura Ponce (Buenos Aires, 1972) es escritora y editora. Sus cuentos
han aparecido en revistas y antologías de Argentina, España, Cuba y
Perú. Ha sido traducida al francés y al inglés. Desde 2009 dirige Revista
Próxima y Ediciones Ayarmanot, proyectos editoriales dedicados a
la ciencia ficción y el género fantástico. Su primer libro de cuentos se
publicó en Argentina como Cosmografía general (Outsider, 2015) y en
España como Cosmografía profunda (La máquina que hace Ping!, 2018),
y de sus páginas extraemos “Todo es nuevo en Rognar”.
“El aire es un calamar
que se abraza a mis pulmones
una esponja que me absorbe
me deseca.
El aire es el cuerpo de tu traición
Mi decepción.
Inevitablemente respiro
Y el aire me penetra,
me astilla, me descuartiza.
Y vuelvo a inhalar.
Aire. Siempre aire traición decepción.
Fatídico. Letal. Irresistible.”

Paula Salmoiraghi / “El Aire”

Zary observó el líquido claro en la ampolla y se preguntó


por cuánto tiempo seguiría siendo efectivo. No hay mucho
de dónde escoger, pensó finalmente. Cargó la inyectadora y se
aplicó una dosis en el cuello. Pasó su identificación por el
lector y, después de un instante, la puerta se deslizó sin ruido.
El hall del área de laboratorios estaba atestado. Caminó entre
los que yacían quejumbrosos, caminó tratando de mantener
la calma y no pensar en cómo las toses y las respiraciones
trabajosas se sumaban multiplicándose en las salas y pasillos.
No envidiaba el trabajo del personal de cuidados médicos.
Pronto no tendrán dónde ponerlos, se dijo. Notó que le sudaban
las palmas, se las secó en el delantal en cuyo bolsillo podía
leerse: “Laboratorio de Investigación Médica”, y apuró el
paso.

85
Todavía le asombraba la rapidez con la que se había
deteriorado la situación, le costaba creer que apenas unos
meses antes incluso ella había logrado llevar una vida
normal ahí. O por lo menos tan normal como podía serlo
en una instalación semienterrada en un planeta de atmósfera
irrespirable en un sistema recién cartografiado. Zary pensaba
a menudo que la estación, con el estilo urbano de su área
residencial, sus calles, sus comercios y sus zonas de recreo,
había sido astutamente diseñada para que los que trabajaban
y vivían confinados en ella se mantuvieran ocupados en la
repetición de lo cotidiano, y así recordaran lo menos posible
que la ciudad del domo y una pequeña operación minera
resumían la presencia humana en Rognar, un planeta del que
se sabía demasiado poco.
—Llegás tarde —dijo Simón, no bien Zary transpuso las
puertas del laboratorio.
—¿Qué pensás hacer? ¿Despedirme?
El hombre apretó la mandíbula pero no respondió, y ella
sonrió para sus adentros. Hacerlo rabiar era uno de los pocos
gustos que todavía podía darse.
—¿Continúo analizando las muestras?
—Sí —contestó él, sin apartar la vista de la pantalla que
observaba.
—Encontraste algo nuevo?
—Nada todavía.
Y así repitieron casi sin variaciones la primera conversación
que tenían todos los días. Como un viejo matrimonio, se dijo
Zary, burlona; pero el pensamiento le dejó un regusto amargo.
Mientras se dirigía hacia la cámara de experimentación en la
que había dejado cultivando unas muestras, recordó la mañana
en que, casi un año atrás, había llegado a Rognar. Balcan, su

86
esposo, se veía particularmente digno en su traje oscuro y la
había tomado de la mano al descender por la plataforma de
la nave. Ella se había estremecido ante la tibieza del contacto,
conmoviéndose con ese gesto, entendiéndolo como un
intento de reafirmar la promesa hecha por él de un nuevo
comienzo. Aquello era justo lo que necesitaba porque, a decir
verdad, sentía miedo. Nunca antes había dejado su planeta
natal y no tenía la impresión de que Rognar fuera demasiado
acogedor: los informes lo describían como un mundo sin
oxígeno, árido y frío, similar a la Tierra precámbrica. Además
había abandonado trabajo, familia y amigos, y había viajado
hasta allí sólo para estar con él.
—¿Y Dariel? —preguntó Zary, otra vez en el presente al
notar la ausencia del muchacho.
Como si se hubiera tratado de una invocación, las grandes
puertas del laboratorio se abrieron con un siseo y él entró.
Simón se dio vuelta gruñendo que nadie se preocupaba
por respetar el horario, que ya estaba harto. Entonces notó
que Dariel se veía enfermo. Miró a Zary y vio que se había
quedado parada con la bandeja de muestras en la mano y el
color se le había ido de la cara. Dariel trató de sonreírles pero
sólo logró estirar los labios en una mueca trémula. Luego,
sin decir una palabra, se dirigió hacia su estación de trabajo.
Zary, incapaz de moverse, pensó con horror que el suero
había dejado de protegerlo, que la infección hasta entonces
mantenida a raya debía estar extendiéndose rápidamente
por su sistema respiratorio y se preguntó cuánto tiempo les
quedaría a ella y a Simón.

Esa noche, después de abandonar el laboratorio, Zary


anduvo sin rumbo durante horas. Caminó con las manos

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en los bolsillos, absorta en sus pensamientos. En las calles
desiertas, custodiadas por edificios de cuatro pisos, sus pasos
despertaban una profunda resonancia. Caminó casi sin saber
que lo hacía, sin la voluntad de dirigirse hacia su casa ni a
ninguna otra parte; hasta que se encontró en el parque que
había en el centro de la estación. Más allá de la senda iluminada,
entre los setos y los canteros, las formas y los innumerables
tonos de verde se desdibujaban, confundiéndose en un mar
de sombras. Zary observó durante un momento el cordón
de piedras blancas que limitaban la senda. Dio un paso para
cruzarlo, y luego otro y otro. El corazón le latía con fuerza
a medida que se adentraba en la penumbra. Sentía el aire
húmedo de aromas indescifrables, sus pasos enmudecidos
por el pasto. La brisa sutil y vacilante, en el continuo rumor de
las hojas. Allá arriba, entre las copas pobladas y a través de la
gran cúpula, brillaban las estrellas; nunca le habían parecido
más frías y lejanas, más ajenas que en ese momento, y sin
embargo... Se sentó sobre una piedra, dejándose envolver por
la extraña calma de aquel sitio. Su silencio no era opresivo
como el de las calles; el agua corría y con ella se escurrían,
abandonándola, el miedo y la desesperanza. A pesar de todo
lo que había pasado, se sentía a salvo en ese lugar. Quizás
porque ya antes había encontrado consuelo allí.
Aunque Balcan le había sido infiel muchas veces en el
pasado, siempre había regresado; aunque había tenido muchas
aventuras, nunca la había abandonado; pero al poco tiempo
de llegar a Rognar la había dejado por una joven asistente y al
principio Zary ni siquiera había podido experimentar rabia o
dolor, se había sentido paralizada, incapaz de reaccionar. Era
como si le hubieran quitado algo que no sabía que necesitaba.
Era como si se ahogara, como si no pudiera respirar. Día tras

88
día iba al parque y se sentaba allí, aguardando. Esperando
la explosión que sabía que sucedería. La explosión en la se
liberaría la maraña de emociones que se agolpaban cerrándole
la garganta. Contemplaba el cielo a través de la cúpula, el
maravilloso verdor del follaje habitado por los pájaros, y
dejaba que su mente se vaciara de preguntas. Contemplaba el
parque y sólo el parque estaba en su mente. Pero la explosión
nunca llegó. Una parte de ella se congeló, se volvió cínica y
mordaz, se envolvió en espinas para detener el sangrado. Y
recién entonces, apoyándose en esa misma parte, Zary logró
ponerse en movimiento otra vez.
Ya en esa época sabía que uno de los proyectos más
ambiciosos de la estación era cultivar en suelo local y el parque
era una especie de prueba piloto. No producía alimento y
su valor como pulmón era discutible, pero ella creía que
representaba una forma de decirle a los residentes: “¿Ven?
Echaremos raíces y prosperaremos aquí”; y en aquel momento
esa era justo la clase de desafío en el que quería involucrarse.
—Su currículum es bastante impresionante —había
dicho la supervisora, apartando la vista de la pantalla que era
a la vez la superficie de su escritorio—. Pero lo lamento, no
tenemos ningún puesto disponible para alguien con su grado
de especialización.
—Me basta con ayudar en lo que pueda, con ser parte del
proyecto. Y no aceptaré un no por respuesta, Reila —había
contestado Zary, leyendo el nombre en la identificación que
colgaba del bolsillo de ella.
La mujer había sonreído, quizás impresionada por esa
insolencia que tenía algo de desesperación.
Zary había comenzado a trabajar en el parque pocas
horas después de esa entrevista. Durante los primeros días

89
realizó labores sencillas: trasplantaba a los canteros plantines
del invernadero hidropónico, ponía tutores a los tallos
tiernos, hacía injertos y algunas podas. Pero Reila parecía
ver con agrado el interés que ella demostraba por el estudio
del comportamiento vegetal y poco a poco fue asignándole
nuevas tareas, dejando que se involucrara cada vez más en
el desarrollo del proyecto. Cuando uno de los encargados
de relevamiento se enfermó, Zary completó el equipo que
monitoreaba el crecimiento de las plantas y las formas en que
se adaptaban a su nuevo hábitat.
—¿Ves? Desarrollaron raíces adventicias —le había dicho
Chen, su compañero, apartando las hojas y los zarcillos de
una enredadera que comenzaba a cubrirse de capullos—.
Eso es muy raro en convolvuláceas. Pero este estudio recién
está empezando y aún no se puede decir mucho acerca de
lo que es normal o anormal en estas condiciones —abarcó
con un gesto el suelo, el agua, el aire, incluso lo que estaba
más allá de la cúpula—. Tomemos estos líquenes, por ejemplo
—señaló unas manchas verdeazuladas que se veían sobre la
corteza del árbol, entre las guías adheridas—. Están por todo
el parque, y es bastante extraño porque no recuerdo que
se hayan incluido líquenes entre las especies seleccionadas
para la prueba. Trajimos pájaros e insectos para colaborar
con la polinización, imitamos el viento y la lluvia mediante
el sistema de ventilación y otros dispositivos ocultos en la
cúpula, pero —agregó con tono rimbombante—: Todo es
nuevo en Rognar.
Ese era el lema de la estación, estaba presente en todas
las reparticiones, en todos los mensajes oficiales, hasta lo
llevaban impreso en sus uniformes y Zary siempre lo había

90
encontrado un poco inquietante, pero en esa ocasión no
pudo evitar sonreír ante el modo en que él lo había dicho. A
Chen parecía encantarle su trabajo, se mostraba exultante, y
Zary sintió el impulso de atacar su entusiasmo casi ridículo
con algún comentario malicioso, de responderle que, para
ella, aquella frase demostraba ignorancia más que ninguna
otra cosa; pero no dijo nada. Registraron sus observaciones,
tomaron algunas muestras y siguieron adelante. Era una
hermosa mañana y Zary se sentía casi de buen humor.
Empezaba a creer que podría llegar a disfrutar de su nueva
vida. Sólo algunas noches, muy de vez en cuando, en la
soledad y el silencio de su pequeño alojamiento, se acordaba
del dolor.
Las convolvuláceas siguieron creciendo y poco tiempo
después florecieron en un estallido. Sus delicadas flores en
forma de campanilla atraían a los insectos y llenaban de
color las matas trepadoras en las que las enredaderas se
habían convertido. Las flores eran frágiles y se marchitaban
rápidamente una vez cortadas, pero duraban bastante en las
plantas. Su inocente belleza esparcida alegraba los setos y
mientras duró la floración el parque atrajo más visitantes que
nunca.
A Zary, sentada sobre la piedra y rodeada de sombras, le
parecía increíble que de todo aquello hubieran pasado sólo seis
meses. Se puso de pie sacudiéndose la ropa, como tratando
de quitarse de encima tanto el polvo como los recuerdos, y se
encaminó hacia su casa.

A la mañana siguiente, Dariel se veía peor. Respiraba


ruidosamente, estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos. Se

91
presentaba a trabajar después de que le tomaran muestras
de sangre y de esputo en el Laboratorio de Análisis Clínicos.
—Dijeron que controlara la fiebre y me mantuviera
hidratado, que mientras pudiera estar de pie no me admitirían
en las salas. Creí que acá podría hacer algo y la pasaría mejor
que en casa. —Sonrió estirando los labios resecos y agregó
socarronamente—. Además, queridos, no crean que se
alzarán ustedes solos con la gran gloria del descubrimiento.
—Entonces dejá de perder el tiempo y ayudame con esta
clasificación —respondió Simón.
Zary pensó que Dariel no tenía parientes en la instalación.
Nadie a quien cuidar o que cuidara de él. En realidad, ella y
Simón eran lo más parecido que tenía a una familia.
—El trabajo no va a hacerse solo —terció desde su estación.
Casi en el acto sintió un estremecimiento. Reila utilizaba
esa frase todo el tiempo. La había usado cuando le propuso
que la ayudara en el Laboratorio de Botánica.
Zary recordó que al principio había dudado ante su
propuesta porque, si bien era un tipo de labor en la que tenía
experiencia, lo que más le gustaba del trabajo que hacía en ese
momento eran sus escasas responsabilidades. Pero se dijo que
estaba lista, se lo repitió un par de veces como para infundirse
valor, y finalmente aceptó. Fue cuestión de comenzar, nada
más, porque de inmediato se sintió a sus anchas. Además no
se trataba sólo del control rutinario del proyecto del parque.
Reila había dado con lo que llamaba “un pequeño desafío”
y Zary pronto se halló compartiendo su interés. Estaba
relacionado con las manchas que había señalado Chen durante
esa primera mañana de relevamiento. Se había comprobado
que en el parque existía una importante y variada población

92
de líquenes con la que nadie había contado pero, según Reila,
lo más interesante de la situación era que, en todos esos casos
detectados en los que vivían asociados un hongo y un alga,
los ficobiontes eran muy similares y tenían características de
cianobacterias.
—Algunas cianobacterias poseen heterocistes que le
permiten fijar el nitrógeno del aire y reducirlo a amonio,
una forma que todas las células pueden aceptar; pero estas
no se parecen a ninguna otra bacteria que yo haya visto y,
modestamente, he visto muchas —había dicho Reila al
comenzar su explicación.
Luego había detallado cómo el estudio y la comparación
de las diversas muestras la habían llevado a preguntarse si
toda esa diversidad no tendría un origen común, si no sería
una misma bacteria la que estaría diseminándose por todo el
parque, mutando para combinarse con otros organismos, y
originando así gran variedad de inesperadas asociaciones. Al
notar que Zary levantaba una ceja, había enfatizado:
—Sé cómo suena lo que digo. Pero si estoy en lo cierto…
Quizás algo así podría terminar teniendo impacto en todo el
ecosistema del parque.
Zary pensó que no sería algo tan raro de ver, en realidad.
Algunas bacterias son simbiontes de plantas acuáticas a las
que suministraban nitrógeno. Recordaba haber leído que los
plastos, esos orgánulos presentes en las células de las plantas,
se originaron como células independientes adquiridas por
una forma de simbiosis. Las bacterias que forman parte de
la flora intestinal, por ejemplo, se consideran simbiontes
endosomáticos. Gracias a ese tipo de asociación, los
organismos eucarióticos disfrutan de la capacidad de realizar

93
procesos metabólicos que evolucionaron originalmente en
bacterias, como la respiración, la fotosíntesis o la fijación
biológica del nitrógeno.
—Pero incorporaciones de ese tipo no ocurrieron de
un día para otro —repuso Zary—. Además, si sufren tales
transformaciones, ¿cómo podrías estar segura de que se
originaron a partir de una misma bacteria? ¿Cómo la
identificarías?
Reila le dedicó una gran sonrisa, como si hubiera estado
esperando que hiciera esa pregunta.
—Los orgánulos de origen endosimbiótico aparecen
muy transformados, pero conservaban un genoma propio y
se multiplicaban autónomamente, revelando su origen como
organismos distintos.
A Zary le resultaba contagioso el entusiasmo de Reila y
había llegado a interesarse en el tema, pero tanta explicación
terminó por marearla y apenas pudo seguirla cuando ella
se largó a hablar de la teoría de la endosimbiosis en serie
desarrollada por Lynn Margulis, que a una visión darwiniana
de animales, plantas y, en general todos los pluricelulares como
seres individuales, contraponía la visión de comunidades de
células autoorganizadas, otorgando a estas células la máxima
potencialidad evolutiva.
Aquella había sido la primera de muchas noches en las
que se quedaron trabajando juntas. A veces se les hacía de
madrugada antes de que se dieran cuenta. Entonces buscaban
algo de comer, cualquier cosa, y se quedaban charlando y
tomando café hasta que llegaban los demás.
Zary disfrutaba evocando esos días, frecuentemente
pensaba en ellos como los buenos tiempos. Sin embargo, al
levantar la mirada y ver a Dariel, su rostro demacrado, sus

94
gestos inseguros, no pudo evitar sentir que esos días habían
quedado a siglos de distancia. Regresó al análisis de las
muestras que la ocupaban, sabiendo que pronto Simón le
pediría los resultados.

Cuando entró en el laboratorio dispuesta a comenzar una


nueva jornada, no vio a Dariel en su estación de trabajo y
tuvo miedo de preguntar.
—Él está bien —dijo Simón, sin darse vuelta—. Avisó
que llegaría un poco más tarde. Sólo un poco más tarde de
lo usual —lo remedó afinando la voz. Y gruñó—: Ya nadie
respeta el horario.
Aliviada, Zary sonrió. Le conmovía el interés que
evidenciaba ese comentario, incluso detrás de su aparente
frialdad; y también le divertía adivinar en él una franca
provocación, la movida inicial de una de esas partidas
verbales que ella y Simón solían disputar. Estaba a punto de
hacer su propia movida irónica respondiendo “No todos son
tan perfectos como tú”, cuando sintió una vibración en el
costado. Era su comunicador. Tardó en comprenderlo porque
hacía mucho tiempo que no recibía llamadas, sólo lo llevaba
consigo por la alarma que le recordaba cuándo inyectarse.
Al leer el código que aparecía en la pantalla sintió como si le
faltara el aire. Murmuró para sí misma: Balcan.

El área de extracción minera no estaba lejos, pero las


características del terreno hacían que fuera un trayecto largo
y difícil. Mientras manejaba el vehículo de reconocimiento,
Zary pensaba que lo bueno de esa situación de crisis era que
ahora su identificación abría muchas puertas y nadie le pedía
explicaciones al solicitar piezas de equipo.

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La zona en la que se había construido la instalación era
una meseta con un lago, rodeada de montañas y al abrigo de
los fuertes vientos de Rognar. El suelo y las rocas de color
negruzco mostraban huellas de un pasado volcánico. Balcan
se lo había dicho la primera vez que lo habían recorrido: el
camino por el que ella iba era una avenida de lava solidificada
que bajaba ondulando entre montes y desfiladeros hacia la
planicie. Allá, a lo lejos, serpenteaba el río bajo el tibio sol de la
mañana. Pero Zary no se dirigía hacia ahí y estaba demasiado
ensimismada como para poder disfrutar de la rara belleza del
paisaje. En la siguiente curva abandonó el camino y avanzó a
campo traviesa. Después de andar durante unos minutos por
el terreno accidentado, vio aparecer casi al pie de las colinas
la entrada a los túneles.
Al ingresar, no pudo evitar volver a maravillarse ante
las proporciones de la construcción. Se dio cuenta de que
empezaba a sentirse arrobada como muchas otras veces
al visitar sitios supervisados por Balcan y, en lugar de
abandonarse a la fascinación creciente, se dijo: Sí, él es un
ingeniero brillante, brillantísimo. Sí, ha hecho grandes cosas. Pero
también es un hombre arrogante, terco y egoísta. Y no debo, no
debo nunca, olvidarme de eso otra vez.
Balcan la esperaba tras la compuerta de la zona de acceso.
Zary dejó el vehículo y se quitó el traje intentando mantener
la calma. Odiaba el hecho de que él se hubiera negado a oír
razones, sin embargo quizás haber ido hasta ahí hubiese sido
lo mejor. Así verá que no necesito esconderme de él, se dijo. Pero
le temblaban las manos.
La compuerta se abrió y Balcan caminó hacia ella.
—Me alegro de que ya estés aquí —saludó afectuosamente.
—No me dejaste alternativa —respondió Zary.

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Él se limitó a sonreír.
—¿Vamos? —preguntó después, señalando un vehículo
de dos asientos estacionado al costado del túnel.
Mientas Balcan manejaba adentrándose en la gran
edificación, Zary pensaba en que Reila le había dicho que
eso ocurriría algún día, que estaría sentada junto a él y que
no significaría nada. No había podido creerlo entonces y le
costaba hacerlo ahora. Pero parecía que después de todo Reila
había tenido razón. Como en muchas otras cosas. Nadie había
querido creerle cuando sucedió lo de los pájaros. “Sólo unos
cuantos murieron, los demás se recuperaron. No ha de ser
nada grave”, habían dicho en el Laboratorio de Investigación
Médica. Pobre Reila, pensó, nunca tuvo oportunidad. Recordó
que el día en que ella había muerto la había llorado con un
llanto que no sabía que tenía. Se había convertido en su
amiga, la primera amiga que había hecho en Rognar, y con
su muerte Zary volvía a quedarse sola.
“Se está esparciendo por toda la estación”, había oído
que cuchicheaba una mujer en el ascensor. “Sí, es una
especie de neumonía”, había respondido la otra, “me lo
contó mi hermano, que conoce a uno de los médicos. No se
contagia de persona a persona, pero es muy resistente a los
antibióticos”. Aún no lo llaman peste, había pensado Zary, pero
pronto lo harán.
Aquel mismo día, el día del servicio fúnebre de Reila,
Zary había recibido la notificación de su traslado. Había sido
reasignada al área médica.
Al llegar al mostrador de informes había notado que no
era la única que tomaría nuevas funciones. Varias personas
esperaban a que el personal administrativo verificara sus
credenciales y les indicara dónde dirigirse. La mayoría

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terminó ingresando por el pasillo de la izquierda, bajo el cartel
que decía Cuidados Médicos, pero Zary debió tomar el de la
derecha, bajo el cartel que decía Laboratorios. Otros dos iban
más adelante por el mismo pasillo, un muchacho delgado que
caminaba con las manos en los bolsillos y una mujer joven de
cabello oscuro que se comía las uñas.
Las instalaciones del Laboratorio de Investigación
Médica no eran muy diferentes a las del Laboratorio de
Botánica, las mismas superficies limpias y pulidas, la misma
luz fría, además era la segunda vez que Zary iba allí, pero
en esta ocasión el olor a antiséptico la golpeó apenas entró,
tomándola por sorpresa. Le recordó la convalecencia de Reila
y fue como si se le abriera una herida en el pecho. Estaba
a punto de retroceder instintivamente cuando la puerta se
cerró detrás de ella.
El muchacho le sonrió.
—Mi nombre es Dariel.
—Zary —dijo ella, tomando la mano que le tendía.
—Yo soy Mikali —murmuró la chica, sin mucho
entusiasmo.
—Y yo soy Simón —intervino cortante el hombre alto y
corpulento, y su expresión, propia de aquellos que lucen con
orgullo su inteligencia, impresionó a Zary tanto como la mañana
en la que ella y Reila habían ido a verlo para hablarle de los
pájaros—. Y si ya terminaron con las presentaciones podemos
pasar a lo nuestro. —Les repartió unas carpetas y los observó
con severidad, como si tratara de evaluar sus capacidades.
Luego de un incómodo silencio, continuó—: Creemos que la
mayoría de los habitantes de la estación fueron expuestos a un
patógeno desconocido, sin embargo algunos se enfermaron y
otros no. Es difícil establecer un patrón porque la gravedad de

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los síntomas y el tiempo de incubación varían mucho de un
individuo a otro. Algunos se enferman y mueren en cuestión
de días, otros experimentan los síntomas durante mucho
tiempo antes de decaer. Unos pocos, en la primera etapa de la
enfermedad, respondieron al cóctel de antibióticos de amplio
espectro, pero el suero mantiene controlada a la infección por
un tiempo, nada más. Eventualmente, el patógeno muta y el
suero deja de ser efectivo...
—¿Por qué nos está diciendo esto? ¿Por qué fuimos
reasignados? —interrumpió Mikali con impaciencia.
—Porque uno de los miembros de mi equipo murió y
los otros dos están demasiado enfermos para trabajar —
respondió Simón, sin molestarse en disimular su disgusto—.
Y ustedes son los únicos que quedan en la estación con alguna
experiencia en investigación. ¿Alguna otra duda?
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Zary, dejando la
carpeta en la superficie de apoyo más próxima.
Simón se volvió hacia ella y después de un instante le
sonrió, quizás sorprendido de que no dijera nada más, de que
no mencionara su encuentro anterior ni la teoría de Reila,
quizás agradecido de contar con alguien que no deseara
perder el tiempo.
Esa sensación de urgencia pronto los había unido y fue
como si siempre hubieran trabajado juntos. La fortaleza de
Simón le había ayudado a enfocarse en la investigación y a
apartar su mente de todo lo demás. Así, casi sin que se diera
cuenta, las heridas se le habían ido curando.
Al evocar su compañía Zary se sintió reconfortada y
terminó por distenderse en el asiento, a pesar de la proximidad
de Balcan. El vehículo avanzaba silenciosamente por el túnel
inmenso y ella se preguntó cuánto faltaría para llegar a destino.

99
La mujer se levantó al verlos entrar en la oficina. Era joven
y hermosa, y el cabello le caía como una cascada sobre el
hombro izquierdo.
—Ella es Clarisse —dijo Balcan.
—Sé quién es —lo cortó Zary, y estrechó la mano que la
mujer le tendía.
Se sentaron en torno a una pequeña mesa y Balcan
comenzó a relatar los sucesos de los dos últimos meses,
cuándo se habían dado los primeros casos y cómo había
empeorado la situación después de instaurada la cuarentena.
—Muchos de los trabajadores están enfermos —dijo
al final—. En estas condiciones, no sé por cuánto tiempo
podremos mantener la producción, y tengo un prestigio que
proteger.
Oh, sí, pensó Zary, había olvidado tu altruismo. Entonces
Clarisse tosió. Fue más como un carraspeo, pero la forma en
que se cubrió la boca al hacerlo, lo concentrada que parecía
en que aquello no se prolongara… Cuando levantó los ojos
Zary lo supo. Saberlo, ponerse de pie y salir al pasillo fueron
casi una misma cosa. Balcan caminó tras ella.
—Zary…
—Te lo dije cuando me llamaste, sabés que no soy médica.
—Los médicos no quieren tratarla, dicen que no hay
lugar en las salas, que mientras pueda estar parada…
Zary lo sacudió con fuerza.
—¿Y qué querés que haga yo, Balcan?
—Quiero saber si hay esperanza —respondió él. Y Zary
nunca había visto tanta desesperación en sus ojos.
Se dejó caer apoyándose en la pared hasta sentarse en el
piso y Balcan se sentó a su lado.

100
—No sé si hay esperanza.
—Pero están investigando, ¿no?
—Sí, y ya identificamos al patógeno. Es una bacteria.
Tal vez la trajimos nosotros o llegó con las primeras sondas
robóticas, y cambió al ser expuesta a las condiciones del
planeta. O podría ser local. No lo sabemos. Pero hay una gran
distancia entre identificar un patógeno y descubrir una cura o
una vacuna contra él.
Se pasó la mano por el cabello, alisándolo hacia atrás. Se
sentía realmente cansada. Balcan sonreía.
—¿Qué? —le preguntó de mala manera.
—¿Cambiaste de peinado?
—¿Cómo?
—Te queda bien. Hace que se destaquen tus ojos.
Se levantó y le tendió la mano para ayudarla a ponerse
de pie.
—Vamos. Tomemos algo.
Zary iba a rechazar su mano, pero experimentaba un leve
mareo y se sentía acalorada. Se preguntó si era idea suya o
Balcan estaba coqueteando con ella.
Tomaron café, almorzaron y después recorrieron la
construcción. Balcan se mostraba amable y encantador,
pero Zary apenas podía oír lo que le contaba. Lo miraba y
pensaba: A veces creo que quisiera volver a vos. Sé que eso es sólo
el primer impulso, la repetición de lo aprendido, y sin embargo...
Pero aparte había algo más. No podía dejar de sentir que
había algo realmente extraño en aquella situación. Hasta que
se dio cuenta. Tiene miedo, se dijo. Y, como si aquella fuera la
pieza faltante a partir de la cual todas las otras encontraran su
lugar, el escenario se fue armando en su mente: Balcan estaba
aterrado. Balcan haría todo lo que tuviera que hacer para

101
obtener su ayuda. Balcan quería aferrarse a la posibilidad
de que, de existir una cura o una vacuna, él estaría entre los
primeros que accedieran a eso. Nunca le había importado la
salud de sus trabajadores ni la de nadie más. Ni siquiera la de
Clarisse. De hecho, si Clarisse moría —que no sería extraño,
muchos se enfermaban y se morían—, Balcan trataría de
volver con ella —podía pasar; era uno de esos hombres
incapaces de estar solos—, vendría buscando consuelo —lo
había hecho antes—, vendría con su mirada más triste, con su
voz cascada... Y yo terminaría por aceptarlo, pensó Zary con
un escalofrío, forzada a admitir que, aunque había cambiado
durante el último tiempo y ya no era esa personita dependiente
que no podía respirar debido a su abandono, tampoco se
había fortalecido lo suficiente como para rechazarlo.
—Me tengo que ir —dijo.
—Pero no te podés ir ahora —contestó él, sorprendido—.
Hay alerta de tormenta. ¿Sabés la velocidad que alcanza
el viento acá? Sería peligroso subir la pendiente en esas
condiciones.
—Me tengo que ir —repitió, aterrada de que le fallaran
las fuerzas.
Balcan apretó los labios en un gesto de desaprobación que
ella conocía demasiado bien. Entonces una alarma delicada
sonó en su comunicador. Maquinalmente Zary tomó la
inyectadora de su bolsillo y se aplicó una dosis en el cuello.
Balcan la observaba.
—Es el suero —dijo ella, como disculpándose.
—Me imaginé —contestó él, y era otra vez el hombre frío
y despectivo que la había lastimado tantas veces.
Estuvieron en silencio durante todo el trayecto de regreso.

102
Cuando ellos entraron a la oficina, Clarisse miró la
hora. Fue como un acto reflejo del que después pareció
avergonzada. Balcan preguntó si había alguna novedad y ella
le informó de cierto asunto del que tenía que ocuparse. Él se
disculpó diciendo que volvería rápido y salió por la otra puerta.
Clarisse trató de seguir con su trabajo, pero parecía incómoda
y Zary creyó leer en sus gestos la silenciosa desesperación, la
tristeza, la impotencia y el miedo a ser desplazada. Le pareció
estar viéndose en un espejo que reflejaba el pasado. O quizás
el futuro. Atormentada por esa idea metió las manos en los
bolsillos, y sintió el frío de la inyectadora. Cerró su mano
sobre ella y estuvo cavilando durante un momento. No puedo
correr el riesgo de volver atrás, pensó finalmente.
—Escuchá —dijo sacando la inyectadora del bolsillo— no
sé si esto te va a ayudar o no. No funciona en todos. Pero por
ahí te da un poco más de tiempo. Aplicate una dosis cada
cuatro horas. Hay suficiente suero para un par de días. Vuelvo
en cuanto pueda.
Las pálidas manos de la mujer tomaron lo que le daba.
—Pero, ¿y vos?
—Acabo de inyectarme. Además, ya voy para al laboratorio.
—Gracias —murmuró.
—No lo hago para que me lo agradezcas —respondió
Zary, y al instante se arrepintió del tono en el que le había
hablado—. Vení, te voy a enseñar a usarla —agregó con un
poco más de amabilidad.
Balcan tardó casi dos horas en volver. Zary se despidió.
Pareció que Clarisse quería decir algo más pero no lo hizo.
Para el momento en que Zary salió del túnel, el clima
había cambiado. El cielo de la tarde se estaba oscureciendo

103
y el viento arremolinaba el polvo sobre la planicie. Las
condiciones empeoraban rápidamente y al comenzar a
subir la pendiente sintió el embate de continuas ráfagas que
ya azotaban los montes. Golpeaban el costado del vehículo
con un sonido y una fuerza mucho mayores a los que ella
podría haber imaginado. El polvo volaba dificultándole la
visión hasta que se le hizo casi imposible saber hacia dónde
manejaba. Comprendiendo que aún se encontraba lejos del
domo y temiendo terminar en el fondo de un barranco o que
el viento la hiciera volcar, se dirigió hacia unas formaciones
rocosas, donde le pareció ver la entrada a una cueva de
tamaño suficiente como para meter el vehículo.
Una vez que se sintió a salvo, trató de usar el transmisor
para llamar a la instalación y pedir ayuda, pero le fue imposible
comunicarse. Imaginó que quizás se debiera a la tormenta
o a que la cueva bloqueaba la señal; pensaba que tendría
más suerte con su comunicador, hasta que recordó que este
todavía se hallaba en el bolsillo de su delantal, dentro del
traje que llevaba puesto. Inquieta, bajó del vehículo. La cueva
estaba sumida en una profunda oscuridad. La luz de los faros
alumbraba apenas unos pasos adelante y luego se perdía,
devorada por las sombras. Más allá de la entrada aullaba el
viento y el mundo era un borrón de color indefinido. Recién
entonces, escuchando el sonido de su respiración dentro del
traje, Zary se dio cuenta de que el temor venía hacia ella en
oleadas poderosas.
Unas dos horas después la tormenta no había disminuido
su intensidad. Sentada frente a la entrada, Zary calculó que
pronto anochecería y sintió que las pocas esperanzas que aún
conservaba se diluían por completo. Aunque alguien hubiera
notado mi ausencia y deseara salir a buscarme, pensó, no lo hará

104
con este viento y menos, de noche.Volvió a chequear la reserva del
traje y comprobó que le quedaban sólo seis horas de oxígeno.
Sonrió abatida. Supongo que las cosas no pueden empeorar, se
dijo. Entonces sonó la delicada alarma de su comunicador.
Cuando la alarma volvió a sonar, Zary se despertó
sobresaltada. Le tomó un momento comprender dónde
estaba, recordar que había vuelto al interior del vehículo para
refugiarse de la completa oscuridad de la cueva. Se sentía
afiebrada y confusa. Se dijo que no debía entrar en pánico,
que sólo se le habían pasado dos aplicaciones, que no era algo
irremediable, que se sentía bien todavía y que la infección sin
duda podría volver a ser controlada. Pensó en los pájaros, en
los que habían muerto y en los que se habían recuperado, en
esos que ahora parecían más sanos y fuertes que nunca. Pero
pronto volvió a caer en un pesado sopor.
Un poco más tarde, la despertó un sonido distinto. Se
incorporó trabajosamente, con la sensación de que llevaba un
largo rato escuchándolo. Era el traje. Revisó el medidor y le
quedaban apenas unos minutos de oxígeno. Sentía la garganta
seca y el pecho dolorido, como si hubiera corrido hasta el
límite de sus fuerzas. Estaba cansada. Demasiado cansada
como para experimentar miedo o desesperación. El cuerpo
se le estaba volviendo un amasijo hirviente y doloroso. Estaba
empapada en sudor y su respiración se había convertido casi
en un silbido. Pensó en el suero que le había dado a Clarisse
y se sintió estúpida. Pensó en el tiempo que habían pasado
juntas aguardando el regreso de Balcan y en cómo no había
querido dejarla sola. Pensó en la mirada displicente que él les
había dirigido y en su silencio en el camino de regreso hacia
la entrada de la construcción. Pensó en todo lo que había
quedado atrás. Toda su vida, cada paso que había dado, cada

105
oportunidad que había tomado o que se había negado, todo
la había conducido hasta ese momento. Sonrió para sí misma,
consumida por la fiebre. No ha sido una gran vida, ya sé. Pero
por lo menos los últimos meses valieron la pena. Es una lástima que
termine de esta manera. Sintió que comenzaba a faltarle el aire,
que se ahogaba, y no supo si culpar a la infección, al tanque
vacío o a su estupidez, pero en medio de la desesperación
creciente buscó a tientas el sello, luchó contra la torpeza de
sus manos hasta que escuchó un silbido y se quitó el casco.

Abrió los ojos y vio un techo blanco y limpio. Trató de


incorporarse, pero no pudo hacerlo. Una mano grande se
apoyó con delicadeza sobre su frente y le acomodó el pelo.
—No tratés de hablar —dijo la voz de Simón—. Ya vas a
estar bien.

El tiempo tomó para Zary una consistencia extraña. Le


costaba aferrarse a los momentos. La idea de sí misma, incluso,
se le hizo algo confusa, como si fuera un rompecabezas
que se desbarataba, como si estuviera diluyéndose. A veces
la inquietaba la impresión de una presencia intangible,
recóndita. Una presencia que avanzaba. Su cuerpo se le fue
transformando en una cosa ajena, se convirtió para ella en
eso que tenía que sentir, en una prisión desmoronada que la
sofocaba, y ya no le quedaban fuerzas para luchar.
La mejoría le llegó con la lentitud y la parsimonia de la
claridad que sigue a una larga y amarga noche. Abrió los ojos
y fue como si percibiera el mundo por primera vez. Miró
a su alrededor y vio a Simón, que estaba sentado junto a
la camilla. Se había quedado dormido, la cabeza sobre los

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brazos cruzados en la sábana blanca. Zary movió la mano y la
apoyó sobre su cabeza en un gesto lleno de ternura. ¿Estuviste
acá todo este tiempo?, se preguntó. El hombre se inquietó ante
el contacto y se levantó de golpe. Al ver que Zary le sonreía,
los ojos se le llenaron de lágrimas.

Los estudios y los exámenes se sucedieron. Ya los había


padecido antes, pero ahora estaba consciente y se sentía lo
bastante fuerte como para soportarlos. A decir verdad, se
sentía mejor que nunca. En cuanto pudo hablar, lo primero
que hizo fue quejarse.
—Esta gente me trata como a una cosa. No quieren
decirme nada —acusó una tarde—. ¿Qué está pasando,
Simón? Decímelo de una vez.
Él se sentó a su lado y pareció que trataba de decidir por
dónde comenzar.
—¿Te acordás del día en que te llamó Balcan? —preguntó
al final— ¿Te acordás que estuviste afuera?
Zary se estremeció. Balcan. No había vuelto a pensar en
él ni en aquel día. Se acordó de las manos pálidas de Clarisse
tomando la inyectadora. Se acordó de la cueva, la tormenta
y la fiebre. Se acordó del ahogo, la desesperación, el aire que
entraba por su boca abrasándola, astillándola, el aire que con
cada inhalación la quemaba más profundo. Y después, la
oscuridad y el frío.
Simón se pasaba la mano por la frente.
—Como no volviste ni respondiste las llamadas, nos
preocupamos. Salimos a buscarte al otro día, rastreando
la señal del vehículo que retiraste. Yo no quería perder las
esperanzas, pero cuando te encontramos y vi que estabas sin

107
el casco... Fue Dariel el que se dio cuenta de que respirabas.
Estabas helada y tu piel tenía un color raro, sí; pero ¡respirabas!
¿Cómo podía ser?
Simón le contó que mil cosas le habían venido a la
mente mientras la subían al vehículo, incluso las cosas más
insensatas, creyó que le iba a estallar la cabeza, y sin embargo
no encontraba una respuesta lógica: la atmósfera de Rognar
contiene anhídrido carbónico, nitrógeno molecular y vapor
de agua, pero nada de oxígeno respirable. Hasta que pensó
en las bacterias y en lo que había dicho Reila sobre los pájaros
enfermos, ese día en que habían ido a verlo al laboratorio.
Ella argumentaba que tenían que dejar de defenderse, que
las bacterias sólo estaban buscando una forma de simbiosis.
¿Y si fuera cierto?, se preguntó, ¿y si la infección tuviera alguna
relación con lo que le pasaba a Zary?
Dariel y él habían discutido acerca de lo que debían hacer
a continuación. Sabían que tal vez Zary hubiera hallado por
accidente lo que llevaban meses buscando, lo que podía salvar
a Dariel y a muchos otros. Pero viéndola así, viva, después de
haberla dado por perdida, Simón sólo podía pensar que era
un milagro y temía arruinarlo, hicieran lo que hiciesen.
Dariel lo convenció diciendo que debía verla un médico
y, como les preocupaba la forma en la que respondería a la
atmósfera de la estación, hicieron un par de pruebas con un
tanque de repuesto que habían llevado. En cuanto vieron
que, superados los primeros momentos reaccionaba bien,
regresaron tan rápido como pudieron.
La habían traído hasta ahí, hasta el laboratorio; Simón
dejó a Dariel cuidándola y se fue a hablar con el jefe de uno
de los Pabellones Médicos. Lo conocía desde hacía años,
habían llegado a Rognar juntos, en la primera nave; sabía que

108
podía confiar en él. Quería asegurarse de que Zary estuviera
bien e hizo los arreglos para que pudiera permanecer en el
laboratorio y recibir atención médica, mientras un equipo
conjunto realizaba los estudios.
—Y lo que hallamos fue tan sorprendente, Zary... No lo
creería de no haberlo visto por mí mismo.
—Pero, ¿qué pasó con la epidemia? ¿Dónde está Dariel?
Simón sonrió con amargura.
—Lo que encontramos no fue una panacea, Zary. No
funciona con todos. La simbiosis se da en ciertas condiciones
y requiere compatibilidad, un determinado genotipo. Ser
compatible es una especie de don, un don que no todos poseen
—dijo, frotándose distraídamente la marca que la inyectadora
le había dejado en el cuello. Luego agregó, animándose—:
Pero, ¿te das cuenta de la magnitud de este descubrimiento?
¿Te das cuenta de lo que significa? ¡Sos el germen de una
nueva especie!
Al notar que Zary se retraía, como quien se encuentra
frente a una caja de la que no dejan de salir cosas, Simón cayó
en un repentino silencio.
—Disculpame —dijo por fin—. No tengo el menor tacto.
Soy un inútil para tratar con la gente. Yo también lamento la
pérdida de Dariel, pero ya hemos perdido a tantos…
Poniéndose de pie, agregó:
—Me alegro de que te sientas mejor. Eso es lo más
importante para mí.
Se volvía hacia la puerta cuando Zary alcanzó su mano,
esa mano grande y tibia que se había posado sobre su frente.
—Quedate —murmuró—. Todavía no termina la hora de
visita, ¿no?

109
Pronto Zary supo de otros que, en condiciones controladas,
se habían sometido a aquella misma transformación. La
gente hace lo que sea para aferrarse a la esperanza de la vida,
se decía al pensar en ellos.
Dupré, el médico amigo de Simón, le había explicado el
fenómeno con gran entusiasmo: las cianobacterias estaban
alojadas en los alvéolos pulmonares y, del mismo modo que
otras alternaban la fotosíntesis y la fijación del nitrógeno
aprovechando el cambio entre el día y la noche, estos
ficobiontes permitían a los humanos respirar oxígeno cuando
lo había y, cuando no lo había, nitrógeno. Claro que el cuerpo
sufría la hipoxia, el metabolismo debía ajustarse, pero aunque
su funcionamiento anaeróbico no era tan eficiente como el
aeróbico, permitía la subsistencia en un medio sin oxígeno.
“Extraordinario, ¿no te parece?”, había dicho Dupré.Y no era
que Zary lo pusiera en duda, pero pensaba que su explicación
distaba mucho de describir la totalidad de lo que ocurría.
Sabía que el cambio no había terminado. Era un proceso
abierto y la adaptación de su cuerpo continuaba. Casi podía
sentir el efecto que aquella metamorfosis estaba teniendo en
cada una de sus células. Aunque su mente inquisitiva no sabía
qué esperar de todo aquello y el temor no había desaparecido,
ella se sentía animada por una fuerza nueva, una especie
de vértigo embriagador, la sensación de que podía lograr
cualquier cosa que se propusiera. Pero decidió guardar
silencio acerca de esas impresiones; temía que originaran
nuevos exámenes y prolongaran el encierro, que se le hacía
cada vez más difícil de soportar.

Con el correr de los días, aunque los estudios no se detuvieron,


sí se fueron espaciando —cosa que Zary atribuyó al aumento

110
en el número de sujetos de prueba— y no tardó en ocurrir lo
que tanto esperaba: autorizaron su salida.
Simón la acompañó en su primer paseo fuera del
laboratorio. Aunque podía caminar sin ayuda, no rechazó el
ofrecimiento de apoyarse en él; encontraba reconfortante la
cercanía de su cuerpo.
La entristeció comprobar que lo que él le había contado
acerca del deterioro de la estación no había sido exagerado
sino todo lo contrario. Casi no se veía movimiento. Las calles
sucias y los negocios cerrados, el parque descuidado. Se
cruzaron con una pareja que caminó rápido para alejarse de
ellos. Dos hombres que cuchicheaban se tocaron el pecho y
bajaron la cabeza al ver que ella los miraba.
Al entrar a su alojamiento, el que no pisaba desde hacía
casi un año, Zary sintió olor a encierro. Ella sabía que no era
posible —el aire era filtrado y reciclado automáticamente—
pero allí estaba el olor. Quizás, más que un olor, fuera una
sensación: la de abrir un arcón y contemplar el pasado de
otro. Esa noche ella y Simón durmieron juntos.

Con el descubrimiento de la simbiosis y su instrumentación,


la búsqueda de una cura o vacuna parecía haber pasado a
segundo plano. Cuando Zary decidió regresar al trabajo
pudo corroborar la falta de interés en el tema incluso entre
otros investigadores. “Para qué preocuparse”, parecían decir,
“si los que no se enfermaron permanecen sanos y los que se
enfermaron ya murieron”.
Además había quienes pensaban en aquello casi como
en un sacrilegio. Las bacterias habían sido reconocidas como
flora nativa y ese era uno de los argumentos de una especie
de nuevo culto que había surgido.

111
Cada vez con mayor frecuencia Zary veía a alguno de sus
miembros parado en una de esquina del parque proclamando
que la peste había sido un castigo de Rognar, que Rognar los
había castigado por ser arrogantes e irreverentes, pero que
Rognar era misericordioso, la simbiosis era la prueba de ello,
así marcaba a los elegidos, a aquellos a los que les permitiría
vagar libremente por su territorio.
Los que se habían vuelto simbiontes, delatados por
el color de su piel, eran tratados de un modo especial, casi
con temor o veneración. Y nadie parecía ignorar que ella
había sido la primera. A veces, mientras almorzaba con
Simón en el comedor, notaba que los demás se quedaban
mirándola, quizás a la espera de una palabra, una mirada, una
demostración de poder o quién sabe qué.
Aun apoyándose en los estudios ya realizados para la
instrumentación de la simbiosis, Zary y Simón demoraron
mucho tiempo en elaborar una vacuna. Una primera versión
permitió liberar a los que, como Simón, llevaban más de
un año dependiendo del suero. Sin embargo el día en que
obtuvieron la que confiaban sería la definitiva, se encontraron
con que no tenían a nadie en quien probarla. En la estación
sólo quedaban tres clases de habitantes: curados, simbiontes
y naturalmente inmunes.
Esa noche Zary salió de la cama tratando de no hacer
ruido.
—¿Pasa algo? —preguntó Simón, sin terminar de abrir
los ojos.
—No, no te preocupes. Es que no puedo dormir. Voy a
salir a caminar un poco.
—¿Querés que vaya con vos?
—No, está bien. Volvé a dormir. No tardo.

112
Terminó de vestirse, lo besó y salió.
Hacía frío en la calle, pero no le molestó. Ya estaba
acostumbrada. No era la primera vez que le sucedía aquello.
Esa energía nueva que le había traído el cambio no había
disminuido, la animaba cada vez con más fuerza y parecía
que simplemente a veces no necesitaba dormir. Además le
gustaba caminar de noche, sentía que vagar por aquellas
calles le daba perspectiva.
Para esa época, la instalación empobrecida y semivacía
había comenzado a recuperarse. Sin prisa pero sin pausa, los
que habían cambiado le iban imprimiendo su propio ritmo. Era
como un órgano que había estado enfermo durante demasiado
tiempo y al que le costaba reponerse; sin embargo, vacilante,
comenzaba a pulsar otra vez. Parecía que varios comercios
habían vuelto a abrir, las calles parecían más limpias y ella se
lamentó de no poder apreciar mejor aquello, pero sólo podía
disfrutar de ese tipo de paseos durante la noche. El nuevo
culto había crecido y Zary, a pesar suyo, se había convertido
en una especie de ícono. A menudo le enviaban obsequios
o los encontraba junto a su puerta, extraños se le acercaban
en la calle deseando saludarla o hablar con ella y, aunque la
mayoría se mostraban respetuosos, Zary encontraba muy
incómodas esas situaciones. Debo tener cuidado, se dijo con
sorna, o terminarán sepultándome en vida para tener un sitio
cierto donde ir a adorarme. Pero el asunto no le hacía gracia.
Se metió las manos en los bolsillos y se encaminó hacia el
parque.
Las estrellas a través de la cúpula lucían cada vez más
frías y lejanas para ella. Cada vez percibía con mayor claridad
que su lugar de pertenencia se encontraba ahí, rodeada de ese
verdor sombrío, de eso que estaba comenzando, y no en el

113
mundo en que había nacido. Pero entendía que de allá afuera
tendrían que venir los que repoblarían la estación, los que le
darían el impulso definitivo para adentrarse en el futuro. Y
eso no ocurriría si no se levantaba la cuarentena.
—Se te ve preocupada —dijo alguien, sobresaltándola.
La voz venía de entre los árboles, a sólo un par de pasos
de la piedra en la que ella estaba sentada.
—Perdón, no quise asustarte —se disculpó la mujer y,
cuando salió de las sombras, Zary reconoció a Clarisse.
—¿Te molesta si me siento?
Zary negó con la cabeza, aún demasiado sorprendida
como para hablar.
—Es hermoso, ¿verdad?
—Sí, lo es —murmuró ella, después de apartar la vista de
su rostro y dar una mirada en torno.
—Pero…
—¿Pero qué?
—Me dio la impresión de que ibas a decir algo más.
—No, es que muchas veces venir acá me ha ayudado a
sentirme mejor.
Los recuerdos vinieron hacia ella, pero al evocarlos no
sintió el dolor agudo ni el ahogo de otro tiempo, parecía que
se estaban convirtiendo en polvo, que ya no significaban nada.
—A mí me gusta la calma que se respira aquí —dijo
finalmente Clarisse—. Es una calma extraña, porque también
se percibe algo poderoso en el aire; casi se puede sentir la
importancia de lo que comenzó en este lugar.
Zary tuvo el impulso de responder algo levemente
filoso, como que lo único que se respiraba en el aire eran las
bacterias, pero se contuvo.

114
—Vi cómo se te acerca la gente —comentó ella después
de un momento.
—Sí… —empezó a decir Zary, algo molesta.
—Tendrías que acostumbrarte —la interrumpió
sutilmente Clarisse—. A veces la gente necesita apoyarse
en algo para seguir adelante; creerán o dejarán de creer,
no importa lo que opinen otros. Tenés que saber que sos
respetada, tus esfuerzos no pasan desapercibidos, tu trabajo
es apreciado, algunos te admiran por las cosas que fuiste
capaz de hacer —mencionó con un leve temblor en la voz—.
Pero muchos piensan que sos más de lo que crees que sos.
Zary susurró incómoda:
—Sólo soy lo que soy.
—Sí —enfatizó Clarisse—, sólo eso.
Zary creyó oír una especie de mandato en aquello, el
recordatorio de una responsabilidad. Para cuando se dio
cuenta, Clarisse se había cerrado el cuello de abrigo y decía:
—Ya es tarde; tengo que irme.
—Tal vez volvamos a encontrarnos un día de estos —se
apresuró a indicar Zary— después de todo no hay tanta gente
en la estación.
—Quizás eso cambie pronto —respondió ella, poniéndose
de pie.
Ya se iba cuando dijo:
—No me preguntaste por él.
—No, no lo hice —contestó Zary. Y Clarisse sonrió.
Luego se alejó.

Unos días después, al escuchar en el comedor que una


nave proveniente de su mundo natal había emprendido el

115
viaje hacia Rognar desafiando la cuarentena, Zary recordó
repentinamente esa conversación.
—Dicen que vienen a servir —comentaba uno de los
médicos.
—¿A servir a quién? —preguntaba otro.
—A la estación, supongo —respondía el primero,
encogiéndose de hombros.
Esa tarde Zary recibió un paquete pequeño con una
nota. La nota decía: “No creo que todos resulten aptos para
la instrumentación de la simbiosis. Buena suerte con las
pruebas de tu vacuna”. En el paquete había una inyectadora.

A Zary nunca dejó de impresionarle la fuerte convicción


que parecía animar a los recién llegados, a los primeros y a
los que vinieron después, una vez levantada la cuarentena.
Se mostraban dispuestos a realizar todo tipo de tareas y con
ellos la estación cobró nueva vida. Había muchos puestos
vacantes, especialmente en equipos de investigación, y Zary
no sabía si sentirse halagada o no de que compitieran por
trabajar con ella. En todo aquello percibía cierto elemento
místico que no terminaba de agradarle pero, resignada,
estaba aprendiendo a manejarlo. El trabajo no va a hacerse
solo, se repetía, recordando a Reila.Y sentía que había mucho
por hacer. Trabajaba durante todo el día, pero eso no parecía
ser suficiente; y no era que no apreciara sus logros ni que se
sintiera insatisfecha con lo que hacía, su vida era más feliz y
más completa de lo que había sido en cualquier momento de
su pasado. Sin embargo, había algo más.
Últimamente notaba que lo que había sido sólo una
sensación, una sombra en su mente, se iba perfilando cada
vez con mayor claridad y fuerza. Era como un instinto nuevo

116
que comenzaba a manifestarse. Un deseo profundo y secreto
convirtiéndose en una necesidad. La necesidad de salir al
mundo que había más allá de la estación y explorarlo. Con
cada día que pasaba el afuera lucía más tentador y el domo,
más asfixiante. Odiaba el hecho de que no existiera siquiera
una ventana desde la que pudiera contemplar ese paisaje
vasto y extraño cuya belleza ahora comprendía. La parte de
ella que era intelecto observaba aquel anhelo creciente con
una especie de curiosidad científica, y Zary no hacía nada
por encaminarlo. Hasta la mañana en la que dos hombres y
una mujer se acercaron a la mesa en la que desayunaba con
Simón.
—¿Podemos acompañarlos? —preguntó la mujer.
—Por supuesto —respondió Simón.
—Adelante —dijo Zary, al levantar la vista y comprobar
que seguían de pie, dudando.
Se sentaron y empezaron a comer en silencio. Después de
un momento uno de los hombres dijo:
—Queremos hacer investigaciones de campo.
Zary alzó la mirada y lo observó; luego miró a sus
acompañantes. Los tres eran simbiontes. No conocía sus
nombres y nunca había tenido trato con ellos, pero sabía
que trabajaban en alguno de los proyectos. Los había visto
en el área de laboratorios y eran de los que la saludaban con
respeto, se tocaban el pecho y bajaban la vista al cruzarse con
ella en los pasillos alguna vez.
—Ayudanos —pidió la mujer.
Y detrás del leve temblor de su voz, Zary creyó percibir
el mismo anhelo que empezaba a crecer en ella. De pronto
comprendió que no era la única.
—¿Cuántos son ustedes?

117
—Muchos —respondió uno de los hombres.
—¿Nos vas a ayudar? —preguntó el otro.
—Voy a tratar.
—Gracias, Madre —susurró él, como si acabaran de
concederle un milagro.
—No me digas así —dijo Zary, endureciendo el tono. Pero
al ver el efecto que sus palabras tenían en él y sus compañeros
(creyó que el otro hombre lo golpearía y la mujer rompería
en llanto) se apresuró a tomar su mano de modo afectuoso—
Llamame por mi nombre, ¿sí?
El hombre asintió y Zary pudo percibir cómo se
descomprimía el clima de tensión en la mesa. Miró a Simón
y vio que él levantaba una ceja, sonreía y luego volvía a su
desayuno.

Así, sin que Zary lo supiera, se inició el cambio definitivo.


Primero tímidamente y luego con mayor confianza, los
simbiontes se aventuraron por el valle y exploraron la planicie
por la que serpenteaba el río.
Con el tiempo, ella y otros como ella descubrieron
nuevos yacimientos y emprendieron nuevos proyectos.
Estudiaron el ambiente, y descubrieron que el río y el océano
al que conducía estaban plagados de algas microscópicas, las
mismas cianobacterias que habían aparecido en la estación.
Algún día esas bacterias nutrirían la atmósfera con oxígeno,
se había dicho Zary muchas veces al contemplar el río, algún
día toda una flora nacida de ellas cubriría la superficie de Rognar.
Y nosotros aceleraremos ese proceso.

Cuando su primera hija, Marie, disfrutaba de sus quince años


se estableció el primer asentamiento en la planicie, y cuando

118
su primera nieta —hija de Justín y no de Marie— cumplió
los quince el asentamiento tenía el doble de habitantes que
la estación.
Con el tiempo, la ciudad del domo se fue empequeñeciendo.
Se convirtió en un punto brillante en las montañas, en el sitio
en el que se comerciaba con extranjeros, en una referencia
histórica; pero nunca dejó de ser el lugar al que regresaban las
mujeres cuando les llegaba el momento de dar a luz.
La colonia de la planicie contaba con sus propias
instalaciones médicas y no hubiera sido difícil acondicionar
alguna sala en la que los recién nacidos pudieran respirar
oxígeno antes de ser sometidos al proceso de instrumentación
de la simbiosis, pero Zary creía que volver a la ciudad del
domo era una especie de ritual, un cierto reconocimiento
del origen, una muestra de humildad. Al menos todavía me
escuchan, se dijo al ver las luces de los vehículos subiendo la
ladera ya caída la noche. Y observándolas desde su ventana,
Zary se sintió una más entre los que acompañaban a la
madre y se regocijaban con la inminente llegada de un nuevo
miembro a la familia.
Después de todos esos años —tenía más de ochenta para
entonces— Zary finalmente aceptaba su papel. Sabía que
además de serlo en la que había construido con Simón, ella era
también la cabeza de otra familia, una que cada día se hacía
más grande y fuerte, que se extendía y cambiaba, adaptándose
a Rognar, ajustándose a cada resquicio, del mismo modo que
Rognar lo había hecho en sus cuerpos. Era como si ahora ella
y los demás simbiontes fueran una comunidad de pequeños
organismos instalándose en un cuerpo inmenso, asociándose
con él en una relación de mutuo beneficio. Esa era una idea
que Zary encontraba agradable.

119
Suavemente se llevó la mano al pecho y pensó en el
momento en que se había salido del camino. Pensó en la
cueva, que ahora era una especie de santuario, un lugar de
peregrinación. Recordó aquella noche lejana de tormenta,
la oscuridad pulsante de la caverna, el calor y la humedad
del traje, la sensación de ahogo. Cerró los ojos y percibió
esa otra vida dentro suyo, esa que se había fundido con ella,
cambiándola para siempre, haciéndola parte de algo mucho
mayor, volviéndola más fuerte y resistente, retrasando su
envejecimiento. ¿Cómo será el futuro?, se preguntó, ¿Cuál será
mi lugar en él? Entonces sintió la mano grande y tibia que se
posaba gentilmente sobre la suya.
—¿Estás bien? —oyó que preguntaba Simón.
—Mejor que nunca —respondió ella y le sonrió.
—Ya llegaron Marie y Justín con los chicos.
—Voy en un ratito, ¿sí?
—Por supuesto —dijo Simón y la besó en la frente.
Zary lo siguió con la mirada mientras abandonaba la
habitación. Sabía que las cosas eran más difíciles para él, que
debía permanecer en instalaciones acondicionadas o utilizar
traje y que no se había visto favorecido por los beneficios
de la simbiosis, pero era un hombre fuerte al que nunca
había escuchado quejarse. Cuando alguien le preguntaba
al respecto, él sólo replicaba: “¿Ya vieron a mi esposa?”. Y,
como si se tratara de una de las tantas veces que lo había oído
decirlo, Zary sonrió. Le dio una última mirada a las luces que
subían por la ladera y se puso de pie. No sé cómo será el futuro,
se dijo por fin, pero con que sea la mitad de bueno que el presente,
me alcanza y sobra. Y se encaminó hacia la sala iluminada
desde la que le llegaban las risas, las voces y el sonido de la
vajilla que era acomodada sobre la mesa.
2006/2015

120
el último sueño
de lázaro
rosa j.g. salas
Rosa S.G. Salas (Montevideo, 1974) publicó su primer cuento de ciencia
ficción en 1995, en las páginas del segundo número de la pionera revista
Diaspar. “El último sueño de Lázaro”, que rescatamos para este libro, es
el primer cuento ciberpunk publicado en Uruguay, en un momento en
que la corriente iniciada por William Gibson y Bruce Sterling empezaba
a consolidarse entre las escritoras y escritores rioplatenses.
La vida es demasiado corta para desperdiciarla en
banalidades como el amor, la conciencia, la culpabilidad
o los sueños. Todos ellos son míseras muestras de la
debilidad humana. Estos “sentimientos” son totalmente
inservibles a mis propósitos: dominar vuestras vidas y
por supuesto al medio que los rodea.

Luis Cifer

Sobre las bases del sector marginal, entre las derruidas


paredes que dejaban ver sus cañerías como exhibiciones
de una sociedad en decadencia, la última Existencia que
prometía la salvación debatía su vitalidad entre dos mundos
casi irreales.
Lázaro soñaba de a ratos cada vez más prolongados.
Estaba casi seguro de que esta vez sí lo lograría, sólo debía
acercarse un poco más al borde del abismo que separaba el
universo que hollaba del universo por nacer.
Hacía frío, demasiado para su cansado y desgastado
organismo; su coraza exterior estaba casi tan destruida
como su interior blando, por lo que era incapaz de resistir
una ráfaga intensa. Alzó la vista para tener una vez más la
perspectiva de todo o casi todo lo que lo rodeaba. No podía
ver más allá de un par de metros hacia adelante. Cuando
quería centrar la vista en un objeto, este se tornaba borroso
hasta transformarse en una mancha, a la que poco a poco
se le escapaban los colores. Incluso sus Viajes le parecían
carentes de matices cromáticos. Todo le resultaba mucho

123
más difícil ahora. No podía enlazar nada, ni una sola imagen.
Los sonidos estaban saturados de cargas negativas hasta el
punto de hacerse molestos y los olores le cedían el paso al
hedor. Era inconcebible un Viaje agradable con todos estos
contratiempos pero, como siempre, haría su mayor esfuerzo.
Lázaro observó fugazmente sus deterioradas manos, en
un tiempo útiles herramientas capaces de plasmar su misión
en objetos que él mismo pudiera comprender, asimilar y
digerir. Ahora se habían transformado en míseros apéndices
inutilizados por los desechos químicos, bacterias carnívoras
que se cebaban en cualquier sustancia de origen orgánico o
todos los engendros destructores del mundo donde su Mal
alter ego se había asentado sin oposición.
Apenas si podía mover los dedos; esto no le importaba
demasiado en la medida que pudiera pulsar el mando de su
Oniro Hitachi. Era lamentable que una empresa tan fría fuera
el vehículo de sus Viajes, pero Lázaro hacía todo lo posible
por perfeccionar el tránsito.
Intentó acomodarse entre los desperdicios que él
mismo había escogido meticulosamente para no sentirse
tan incómodo y degradado. Recordó su último Viaje con
dificultad; su cerebro intentó llevarlo por el camino dorado
hacia la felicidad momentánea —aunque esta no fuera la
suya— casi fugaz, pero con la suficiente consistencia como
para dejar en alguien un dejo de esperanza. Él era consciente
de que no podía sentir las mismas sensaciones que los seres
que creaba, pero a través de ellos al menos captaba lo suficiente
como para disfrutarlo. Al razonarlo —ya lo había hecho a lo
largo de sus miles de años de existencia— sabía que era como
un voyeur, feliz al espiar los sueños de los demás.

124
Suspiró para luego cerrar los ojos.
En ese momento estaba rodeado de nubes blancas, tan
puras como la ropa recién comprada de los bebés. Percibía el
viento que le golpeaba la cara con una fuerza tal que le costaba
respirar; pero eso no importaba ahora; estaba eufórico y su
cuerpo lleno de adrenalina que fluía como leche tibia por el
esófago de un gato.
Se adentró en una nube tan liviana y suave como una
caricia, una caricia de mujer, una amante mujer llena de amor
y deseos. La nube tomó consistencia, tanta como la firmeza
de una mano femenina y cálida.
Ahora sí, puedo ver esa mano, y la otra…
Segundos después pudo observar el rostro. La mujer sonrió
con esos dientes pequeños que sólo dejaba ver en ocasiones y
tomó al niño entres sus brazos. Caminó estrujándolo cada vez
más. El niño sólo sintió el temblor de los pasos y el corazón
latiendo con fuerza. Ya en el borde se detuvo, liberó al niño y
saltó…
La calidez fue exterminada por una gelidez intensa. Sintió
ráfagas de viento helando su piel. Comenzó a temblar. Todo el
frío del mundo parecía haberse concentrado esa noche en el
callejón. Más rápido de lo que hubiera querido, sus sentidos
comenzaron a saturarse de los olores característicos de la cada
vez más contaminada ciudad, conduciéndolo nuevamente a
la cruda realidad…
Ya no había Sistema Proteccionista para los individuos
que habitaban fuera de la Zona Central.
Ese maldito. Cifer ha llegado a los extremos…
Ahora estos eran considerados dentro de la clase “P”;
simples individuos sin familia ni identidad que formaban

125
parte del Plan Alimenticio del Estado, pasando a ser la dieta
de casi todos los habitantes de la Zona Central.
Alzó la vista —o lo que quedaba de ella— para colmar
sus sentidos con algún detalle que lo hiciera volver a su
Viaje, empapado de consistencia como para utilizarlo de
trampolín hacia este mundo al que deseaba tanto llegar. Sus
dedos teclearon inconscientemente en la Hitachi, aunque el
esfuerzo fue fútil.
A menudo era interrumpido por toda clase de inclemencias
climáticas: lluvias ácidas, frío tan intenso como insoportable,
una humedad pegajosa e indeseable para cualquier tacto, ya
fuera humano o de otro origen.
El característico zumbido de una N.P. hizo que se
estremeciera inconscientemente. Sabía que en estos
momentos no podía regresar a los Viajes; por lo menos hasta
que Ellos se marcharan del callejón.
Lo primordial para él se traducía en realizar un último
esfuerzo para, una vez más, no ser descubierto y poder escapar
definitivamente al nuevo Universo que había comenzado a
bocetar.
Las enormes cajas que había elegido para este tipo
de situaciones —en las que lo esencial era conservar la
propia existencia— fueron de gran ayuda. El zumbido
se acercaba cada vez más, saturó sus oídos al punto de
volverse insoportable. Acomodó como pudo lascajas en
un punto sobre su cuerpo donde pudiera observar sin ser
visto, trayéndolas hacia él con gran esfuerzo, impulsado sólo
por su instinto de conservación. El zumbido se intensificó,
golpeando su cerebro como una melodía tediosa, llena de
notas que no concordaban sino para enloquecer a quien la
oyera. No faltaba mucho para que estuvieran sobre él, de

126
manera que en adelante tendría que cuidar sus movimientos
si no quería formar parte del menú de alguna persona que
alguna vez había descansado en la matriz de su mente.
Qué ironía. Me siento como Ouroboros… el gusano que se
devora la cola…
Algo se movió a unos diez metros de su posición,
produciendo un ruido indescifrable, quizás un insecto
mutado por los bombardeos o una rata. Pero cualquiera fuera
el motivo real por el que se escuchaba ese sonido, él no podía
darse el lujo de desviar su atención hacia nada que no fuera
mantenerse alerta para conservar la existencia.
El futuro de alguien dependía de que Lázaro durara una
noche más con vida. Aunque debiera para ello realizar un
esfuerzo enorme, las pocas fuerzas que le quedaban apenas
alcanzarían.
Debo permanecer quieto... pensó, mientras las luces de la
N.P. se hacían cada vez más consistentes, coloreando todo
aquel gran basural con matices rojo-azulados, dándole un
toque desentonante a feria de juegos.
Casi en silencio, continuó tecleando para buscar el vector
que lo sacara de allí.
Poco a poco, las luces y el zumbido llegaron a posarse
sobre los restos de su cuerpo. En unos segundos estuvieron
tan cerca suyo que hasta pudo escuchar el motor de la N.P.,
pilotada suavemente por los Guardias Suizos de Cifer.
La nave se detuvo allí mismo, las portezuelas delanteras se
abrieron con el previo silbido de la descompresión de la cabina.
Esta vez no oyó el siseo del aire comprimido escapando de la
tercera entrada en la cual, deducía, guardaban las Proteínas
que recogían de una forma poco agradable.

127
Quizás esta vez sólo se trataba de una N.R. de rastreo, en
busca de algún Disidente…
Aunque eso era poco probable debido a que los
desgraciados, incapaces de razonar por la Neblina K que
eliminaba por completo sus reacciones, simplemente se
quedaban allí, esperando a ser llevados como corderos al
matadero.
Dudó mucho de esta teoría debido a que la zona dónde
él habitaba quedaba demasiado alejada de la Z.C., para que
alguno de estos individuos llegara hasta allí.
Atisbó por uno de los agujeros, tratando de no moverse
ni un milímetro. Recostado como estaba pudo ver la sombra
de la nave proyectada en el muro; a ésta se le sumaron otras
de dos hombres apenas visibles, cuyos borceguíes logró
distinguir un instante después. Los hombres caminaban
entre los desperdicios casi sin hacer ruido. Presentía que
estaban buscando algo más que Proteínas. Como una escena
desarrollada en el espacio, no había sonidos, ni siquiera
cuando respiraban a través de sus máscaras protectoras.
Ellos deben haberse enterado de que me escondo por aquí.
Ese criminal... No puede vencerme. No debo terminar así... Debo
vigilar... los miles de billones por nacer me necesitan...
Tecleó una vez más.
Uno de ellos encendió un rastreador que emitió un bip-bip.
Con ese acto se rompió la estructura de silencio. Fue como si
hubiera estado planeado o escrito en un guión de antemano.
Se acercaron. Hicieron cada vez más ruido, brindándole la
pauta de que no necesitaban esconderse pues sabían que lo
que buscaban no podía escapar. Uno de ellos, que parecía ser
enorme, comenzó a revolver entre los desperdicios. La lluvia

128
había cesado haciendo más sencilla la labor de búsqueda,
transformándose en cómplice. Su temor se hizo real, y ahora
estaba seguro de lo que le esperaba.
Debo soñar... Debo viajar...
Busco algo con lo que su cerebro se pudiera guiar hacia
un último viaje verdadero y plausible. Moviendo tan solo los
ojos, rastreó las brillantes luces de la N.P. y las dejó fluir hacia
él, inundando su centro de información con los colores de la
nave, mientras sus dedos parecían volar sobre las teclas grises.
Una milagrosa brisa le acarició el rostro, era tibia y casi se
parecía a la respiración humana; cerró su medio visual.
Luces... brisa...

El gigantesco faro parecía contemplar impasible la costa gris.


Pronto se hizo la noche y los hombres aún no llegaban a la
torre. Pero el vigía de concreto velaba espontáneamente con
su reflector, que hacía girar lentamente su resplandor azul
zafiro, haciéndolo chocar una y otra vez con la muralla de
piedra. Al principio, lentos y policromáticos rayos de luz
bañaban la costa, tiñiéndola de colores casi mágicos; después,
al aumentar la velocidad de giro, todos ellos se unieron para
estallar en una bella y armoniosa luminosidad blanca.
Los hombres se detuvieron a la mitad de la escalera del
faro para contemplar el espectáculo de las olas y el resplandor
que parecía una filosa navaja, que reflejada en el mar
simulaba cortarlo en delgados trozos por los que se podía
ver el fondo arenoso. La luz ascendió después apuntando al
cielo oscuro, él subió corriendo hacia la cabina del faro, abrió
la puerta que daba al balcón y se paró en la barandilla; sus
pies apenas pudieron mantener el equilibrio. Sin previo aviso

129
saltó emprendiendo el vuelo; un vuelo corto y placentero que
lo hizo atravesar una fina cortina de nubes hacia unos verdes
campos a los que ni siquiera había visto antes.
Divisó un diminuto punto blanco allá abajo.
Debo detenerme en ese lugar…
Descendió rápido, haciendo que el punto blanco creciera
hasta convertirse en una figura reconocible.
Se detuvo junto a la muchacha, parándose justo detrás de
ella para luego descubrir que estaba cubierta apenas por un
fino velo blanco, tan delgado que parecía ser su piel.
Había sol; un brillante y hermoso sol. La tenue brisa
hacía que el velo le acariciara la cara. De ella se desprendía
un perfume agradable, una rara mezcla del aroma de su
cuerpo con alguna sustancia delicada y sutil. Se le acercó un
poco, quizás para sentir su perfume. Todo pareció detenerse.
Oyó el bip-bip acercarse. El son se hundió en el cielo que
pareció oscurecerse cada vez más junto con el espeso pasto.
Este último cambió sus matices esmeralda por un color brea.
Comenzó a llover, mojando a la muchacha y a su velo que
cayó al barroso suelo.
El cuerpo de ella cambió; si antes era blanco, ahora era gris.

Alguien descubrió su escondite quitando las cajas de cartón.


Otra vez el bip-bip, aunque ahora casi no había espacio entre
uno y otro.
La muchacha giró para mirarlo a la cara. Ese rostro que
lo contemplaba poseía la expresión de los desahuciados a
punto de dar su última exhalación. La piel se hundió entre
sus facciones como una morbosa caricatura. Debajo de
él, la superficie se volvió irregular y el delicado aroma que
había percibido se esfumó lentamente. El miró el suelo que

130
empezaba a molestarle para moverse. Un sudor frío le recorrió
la espalda, deteniendo sus impulsos. Ya no quedaba nada del
aroma y el cambio sólo percibía el de la muerte de los cientos
de cuerpos acumulados bajo sus pies; semiputrefactos rostros
que lo observaban impasibles, morbosamente tranquilos
enredados unos con otros.
Lázaro experimentó en ese momento una pena tan
profunda que lo hizo sentir impotente.
Con una frialdad inhumana, cruel, esos ojos lo
contemplaron, tratando de expresar algo que él no alcanzó
a entender. Se fijaron en los suyos, en un vano intento por
comunicar lo que su boca no podía decir.
El viento —antes brisa— continuó soplando, sensible
al transcurso de los acontecimientos, cada vez con más
fuerza, guiando unos negros nubarrones a unirse entre sí,
acrecentando la lluvia.
Sus brazos fueron aferrados por manos que lo apretaron
demasiado fuerte para que pudiera escapar, arrastrándolo
luego como un saco de desperdicios. El olor a metal que se
desprendió de una N.R. saturó su olfato, indicándole que ya
se encontraba en su interior.
La chica lo continuaba observando, muda, con ese terror
en el rostro y los ojos que oprimían el pecho de Lázaro. Pensó
por unos instantes en el motivo por el cual le había tocado ese
destino. No podía soportar tener esa responsabilidad ahora.
Viajar; viajar para Otros, para que esos Otros pudieran seguir
viviendo. Si bien era cierto que no recordaba el principio
de todo, se sentía incapaz de deducir cuánto tiempo había
pasado ya…
Dos mil millones seis… No, quizás fuera mucho más… Aunque
eso ya no importa; parece que no voy a terminar mi misión.

131
Una ráfaga de olor nauseabundo lo cubrió. Ya lo había
sentido antes en este universo de muerte y destrucción.
Pensar que todo había comenzado por un error…
Solamente una vez había dejado escapar sus
manifestaciones negativas; un error en cientos de miles de
millones de creaciones bastó para arruinar el futuro de los
seres vivos del multiuniverso.
Pecado de soberbia..., razonó.
El nombre de su falla era Luis Cifer. Una abstracción de
su mente en la que todo lo malo en su interior había sido
depurado en un cuerpo. El General, como se hacía llamar
después de haber conquistado el universo de donde Lázaro
quería escapar, pretendía eliminar su cuerpo para absorberle
la capacidad de Creación.
Hasta ahora el mal no había existido en mis creaciones.
Cuando Cifer reciba mi poder, sus universos serán de odio y
sufrimiento…
Todo se paralizó; la chica, los hombres que lo habían
arrastrado hasta la máquina diseñada especialmente para la
ocasión, los miles de cuerpos descompuestos que se extendían
retorcidos entre metales tallados por manos inhumanas…

Más allá de la contaminación, sobre una fría plataforma


metálica, su cuerpo casi sin energía fue puesto en estado
de suspensión. Un líquido espeso se introdujo por su nariz
hasta sus pulmones. Hubiera sido desesperante de haber
tenido fuerzas para hacerlo. Pronto todo se vio de un color
esmeralda. En pocos minutos las imágenes se perdieron en la
creciente oscuridad.
En la Zona Central alguien esperaba pacientemente su
Proteína; otros, ya no esperarían nada.

132
árboles
en la noche
ramiro sanchiz
Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978). Sus últimas novelas son La
expansión del universo (Literatura Random House, 2018), Las imitaciones
(Décima Editora, Buenos Aires, 2016; Ediciones Vestigio, Bogotá, 2019)
y Verde (editorial Fin de Siglo, Montevideo, 2016). En 2019 publicó
Guitarra Negra (Estuario Editora, Montevideo), una teoría-ficción sobre
el disco homónimo de Alfredo Zitarrosa. “Árboles en la noche” es la
cuarta variación en un ciclo de relatos que comparten título y tema, y
encuentra aquí su primera publicación.
Día cero.
Empecé a llevar un diario cuando murió papá, hace ya quince
años. No logré avanzar demasiado; pasaba días sin recordar
la obligación de escribir o, cuando lo hacía, sentía que no
había nada que contar. Si me forzaba a hacerlo, además,
tenía la impresión de estar creando una ficción: si escribía
algo, es decir, ese algo era de alguna manera extraordinario,
o adquiría cualidades extraordinarias por el mero espesor de
la narrativa, cosa que no guardaba relación alguna con mi
vida de entonces. ¿Por qué he empezado a escribir de nuevo
ahora, tanto tiempo después? Porque entiendo que mis días
han de volverse extraordinarios, y esta vez de verdad.

Día uno.
No sé qué preparativos debería tomar ni qué recaudos han
de guardarse. No sé si alguien ha intentado lo que estoy por
hacer, aunque por otro lado imagino que mi decisión no
puede ser tan poco común. Es lo que mi padre habría hecho,
imagino, sólo que en su caso no habría habido elección sino
una pulsión a cumplir, simplemente, un movimiento que no
sería suyo porque, como él mismo diría, no es de nadie. Y
siempre me costó entender lo que quería decir papá. Hoy, un

135
día que he marcado como el primero de mi partida hacia el
afuera, me parece empezar a comprender.

Día uno/nota.
Papá me dijo una vez que la reclusión del año 2020, por la
pandemia de coronavirus, había sido un ejercicio de control
y aislamiento, destinado a prepararnos para lo que vendría
después. El último encierro, la última pandemia, habrían de
ser las definitivas, pero antes se habló de cepas mutantes de la
gripe y de virus antiquísimos liberados por el derretimiento de
los polos. No sé hasta qué punto papá creía en esas excusas;
él prefería hablar de los tantos libros y películas que, entendía,
nos habían preparado para la gran negación del afuera: el
futuro debía encontrarnos en cuarentena, primero las familias
y la gente sin hijos y después, poco a poco, toda la población.
No sé cuánto faltará, sin embargo, para que suceda algo así.
Papá, por su papel en las cosas que pasaron en los noventa,
tuvo acceso a los mejores refugios, y allí nos llevó a mamá y
a mí. Sólo después decidió suicidarse: me dejó una nota de
catorce páginas resumiendo su historia, la que yo conocía y
también los detalles que siempre calló. Quizá deba contar su
historia completa, para quienes encuentren las páginas de mi
diario, a medida que las vaya dejando por los lugares que deje
atrás.

Día dos.
El camuflaje facial de polígonos evita que las cámaras nos
identifiquen como seres humanos, del mismo modo que los
generadores de ruido blanco y los flashes de destellos UV en
la cintura, brazos y pantorrillas. Hay un banco de datos en la

136
darknet donde están expuestas todas las tácticas. Me pregunto
quién descubrió todo esto, cómo y de hecho también para
qué. No tengo más remedio que pensar que todos ellos o
ellas han logrado salir, o se detuvieron a punto de hacerlo,
aterrados por las tantas historias. Es decir: yo no puedo ser
la única. Pero, si damos por sentado que otros salieron del
encierro, ¿dónde están? ¿Han mutado? ¿Han muerto? Un
rumor que recuerdo, de poco antes de que muriera papá,
hablaba de “masas informes de cuerpos fusionados”. No
se refería a los que habían escapado, ya que por entonces
el encierro no era total, sino a los pobres. Eso era lo terrible:
los que no habían accedido a los refugios, los que no tenían
acceso a la medicina. Los que no sabían. Pero sea lo que sea
que vaya a encontrar afuera, ya tengo casi todo listo. Pasado
mañana será el día.
En los refugios se llegará a un estado en que ningún
humano interactuará con otro humano, sino apenas con
simulaciones. El riesgo del contacto no es meramente el del
toque de una mano, el del contacto de la piel, del aliento: el
riesgo está siempre en las palabras. No bastaba con aislar a los
infectados: cualquiera podía estarlo, porque nada se propaga
más fácilmente que una palabra. Pero ¿a dónde llegará todo?
Humanos que intentan mantenerse humanos (es decir, que
procuran mantener a raya el contagio, la contaminación)
interrumpiendo todo vínculo con otros humanos; cubículos-
islas manejados por máquinas que rastrean y detectan toda
contaminación posible. Nadie podrá hablar sin que sus
palabras pasen por quién sabe qué filtros, calibrados siempre
al máximo de sospecha, en nombre de la seguridad, del poder
sanitario del estado, de los límites de lo humano frente al mayor

137
contagio de la historia. ¿Pero qué tanto alterarán esos filtros,
o alteran ya, lo dicho? ¿Hasta qué punto no remplazarán el
mensaje por otro similar, inofensivo, compatible?

Día tres.
Repaso aquella carta de papá. Todo esto lo saben desde fines de
los ochenta. Mi encuentro no fue el primero: a lo sumo lo fue en esta
parte del mundo. Pero en Europa fueron otros tantos, y también en
Japón, en Vietnam, en Australia, en Sudáfrica.Y siempre se pensó
que la mayor parte de los casos no fueron reportados.Yo, por otra
parte, fui de los pocos que se curó. No fue fácil, esa historia la
sabés, pero por un tiempo yo fui Federico Stahl, el sobreviviente.
De esa larga convalecencia solo recuerdo pesadillas: bajar las
escaleras —porque de pronto vivía en una casa con escaleras,
una casa antigua, enorme— y sentir que por alguna ilusión de
la perspectiva todo se desplazaba, cambiaba de tamaño, de escala,
y tanto podía estar afuera como en un sótano, arriba como abajo,
en una torre o un túnel. A veces miraba por una ventana, o todo
se volvía un ventanal enorme, y veía una tierra devastada, la
luna que caía ensangrentada a un océano de lava, o un océano
gris que golpeaba contra un muro de contención más allá del cual
(porque de pronto yo recorría esta escena como si volara a una
gran altura) se extendían las ruinas de las ciudades. O de pronto
me sabía en el pasado remoto, el de la primera visita de eso que nos
había contaminado finalmente, entre dinosaurios, entre hombres
de las cavernas.
Y añadía después: pasaron años estudiando lo que nosotros
reportábamos, los recuerdos, las mentiras incluso. Todo los fue
preparando, salvo que no había preparación posible. Incluso
cuando el encierro y el aislamiento sean totales (si es que llegan a
serlo), cuando cada ser humano esté rodeado de capas y capas de

138
protección, cuando ni siquiera las palabras de los otros se abran
camino, el afuera se las arreglará para romper las barreras.
Papá diría que no será mi decisión de salir la que me lleve
mañana fuera de estos bunkers y más allá de estos muros, y
yo, como he dicho, empiezo a entender; papá diría que es el
afuera mismo el que me hace salir, que trama mi escape, que
no hay más libertad en mi fuga que la que experimenta cada
gota que cae en la lluvia.

Día cuatro.
Hoy sabré si es verdad que las máquinas de vigilancia abren
fuego, si las cámaras activan gases venenosos, si las puertas se
cierran para siempre. Sabré si son acertados los mapas que he
procurado, la longitud de las escaleras auxiliares, los pasillos
con ejes por los que se mueven los autómatas. Sabré si es
correcta la ubicación de las salidas de desechos, y si son los
basureros como los han descrito tantos insurrectos de pose y
ficción. Podré ver los edificios del complejo de refugios desde
el asombroso afuera: la realidad será más cruda y más difícil
de lo que ahora puedo imaginar, pero no es imposible que
logre abrirme camino.

Día siete.
Como era imaginable, no encontré tiempo para escribir. El
mapa de mi recorrido y todo lo que entendí será de utilidad
para quienes pretendan seguirme, así que allí está, esperando,
como la primera de todas estas pistas que iré dejando por mi
camino, ante cada encrucijada. Dejar mi rastro, y hacer por
tanto el relato de mi huida, es de alguna manera crear en mí
la compañía de mis seguidores, es creer que no estoy sola. Es
contar una historia más.

139
Día ocho.
No hay desolación.
No hay mutaciones enroscadas en los rincones de las cosas.
No hay proliferaciones inhumanas ni zarcillos de horror, ni
hordas de serpientes, dragones o ballenas volantes hibridadas
con cuerpos que en algún momento fueron humanos. Nada
acecha. No hay robots vigilantes ni casetas que abren fuego.
Hay apenas casas vacías, césped crecido, árboles que asoman
desde detrás de muros agrietados. Rastros donde antes hubo
calles, columnas caídas, paredes derrumbadas. Aves que
desconozco, ratas o ratones que cruzan de una ruina a la otra.
El mismo cielo de antes del encierro, la luna llena que asoma
entre capas y capas de nubes, pero el viento sabe a otra cosa,
hay un perfume, un frescor especial. No huele a hornos, a
leña quemada, no huele a comida recién hecha, a carne
chamuscada, a grasa derretida. Reparo entonces en que todos
esos olores de la ciudad se han ido: lo que queda, me digo
mientras escribo estas palabras, es el vacio de lo humano en
las cosas. Primero la comida, luego la combustión, el petróleo,
la industria, luego de vuelta hacia la piel, el olor de todos estos
cuerpos que no están, que están allá a lo lejos, en los grandes
edificios, en los subterráneos, guardados para siempre.
Ahora sigo. No puede ser nada más que este silencio. No
puede ser apenas el desierto.

Día nueve.
Papá hablaba siempre de los árboles en la noche. Lo hacía al
recordar el día en que todo comenzó para él, cerca del mar,
entre pinos y acacias. El encuentro se llevó toda la tarde, y

140
cuando volvió a su casa sólo reparó en los árboles. Eran pinos
altísimos, que se movían con el viento, allá en el cielo, entre
las nubes. Todo lo que veía papá parecía haberse estirado
hacia las estrellas, hacia el cielo que parecía una piedra pulida,
brillante, o un cristal negro, una oscuridad contra la que se
movían los árboles, fuera de la luz. Como si pudiera sentirlos
respirar, decía, como si su presencia se expandiera en el aire.
Yo apenas recuerdo los árboles. Entramos al refugio
cuando cumplí ocho años, y mis recuerdos de nuestra
vida anterior son poco precisos. Salvo los de interiores: un
apartamento en que vivimos cerca del mar, del que recuerdo
el gran ventanal y las tormentas afuera. Las olas grises que
rompían en la costanera negra, los relámpagos que astillaban
el cielo.
Hoy caminé todo el día hasta que salí de la ciudad, o al
menos hasta llegar a un tramo que fue quizá de plantíos o
granjas. Armé mi carpa y entré; sentí el deseo de prender una
fogata, y supongo que hubiese sido fácil, dada la cantidad de
ramas y hojas secas que me rodea. Pero preferí simplemente
abrigarme, aquí adentro. No son noches especialmente frías,
así que debe ser una época templada del año. Primavera u
otoño. Debería saberlo por las estrellas, acabo de pensar.
Y ahora que salgo para mirarlas me encuentro incapaz de
reconocer constelaciones o de distinguir estrellas de planetas.
Es absurdo, me digo, porque las estrellas deben ser las
mismas, pero algo en mi mirada ha fallado. O ya no se ver, o
ya no puedo ver.
Los árboles siguen allí. Se mueven en el viento. No debe
ser una visión muy distinta a la que tuvo papá aquella vez.

141
Día nueve/nota.
Al principio me incomodaba que otras personas conocieran
a mi padre. Quizá podría haber experimentado alguna forma
de orgullo, como si fuera la hija de una celebridad, Dalia Stahl,
junto a Federico Stahl, el actor, o Federico Stahl, el director
de cine. Pero era más bien todo lo contrario: una forma de
vergüenza que crecía en mí como una mancha de humedad,
primero, y como una masa de moho en la comida, después.
Mi padre había sido infectado, contaminado; mi padre había
pasado por una enfermedad que nadie comprendía del
todo. Mi padre era extraño, frío, remoto. Cada vez que nos
hacía reír era una sorpresa incómoda; cada vez que reía, de
hecho, su risa era más bien los pedazos de una risa, el vidrio
resquebrajado, reventado de una risa. Mis pocos amigos no
podían estar a gusto en su presencia, y yo me sentía la hija
contaminada de un padre aún más sucio. La mayor parte
del tiempo, sin embargo, era fácil contenerlo, saber dónde
estaban sus límites, de qué le gustaba hablar, qué temas
evitaba. Pero había días en que sus palabras tenían otro filo,
otra presencia, más pesada, hedionda en el aire. Sus palabras
hacían ambientes, atmósferas de tensión y de miedo, como si
sus significados no fueran otra cosa que máscaras para lo que
había más allá, un sonido irritante, el chirrido de unos dientes
que roían mis nervios.

Día once.
Esta es la historia de papá: una tarde encontró el cuerpo de una
criatura no humana, quizá extraterrestre, quizá sobreviviente
de eras desconocidas de la tierra. O quizá no era literalmente un
cuerpo, como quien dice un cadáver, sino un rastro o indicio,
la signatura del paso por allí de algo que no era humano y

142
que de alguna manera podía contaminar el entorno, como
hacemos también los humanos, y yo estoy comprobándolo
mientras escribo esto, observando una naturaleza que de a
poco ha ido librándose de esa contaminación. Podía estar
viva, podía estar muerta, podría pertenecer a otro orden de
cosas, donde “vivo” o “muerto” no son descripciones válidas;
podría haber simplemente pasado por allí o dejado una de sus
máquinas, de sus ropas, una lámina de su piel, una gota de
sus fluidos. Todo había florecido, dijo papá un día, primero
afuera, luego adentro. Pasó semanas enfermo, como si lo
hubiese infectado un virus. De hecho, lo había infectado un
virus, y cuando su cuerpo sanó y su vida quedó reanudada
no hicieron sino estudiarlo. Habían aparecido otros casos;
todos habían muerto y todos, además, eran mayores que
papá. Sólo después se supo de otros niños, más pequeños,
que habían logrado sobrevivir. Y alguien, según me contó
papá en su carta, entendió que ya no hacía falta toparse con
la criatura o su cuerpo muerto o su rastro por el mundo;
era suficiente escuchar lo que decían los infectados, ver sus
caras, sus gestos. Se ensayaron curas, finalmente, pero nadie
sabía en realidad qué había que hacer o qué era lo normal a
lo que debía devolverse a esos cuerpos de niños. Entonces,
por fuera de todos los mitos, nadie sabía qué quería decir
ser humano, o si en verdad quería decir algo preciso. Y ese
alguien que comprendió como operaba el contagio entendió
también que tarde o temprano nadie podría librarse. Podemos
imaginar su reporte, el informe que entregó a las autoridades.
La respuesta fue una larga preparación para cuando todo
fuera aún peor, para cuando el número de los contagiados
desbordase todas las terapias más o menos eficientes que los
presuntos expertos habían desarrollado. Todas las tecnologías

143
inventadas en los noventa, dijo papá, tenían un fin oculto:
preparar el mundo a distancia, el mundo del encierro. La
transmisión por satélite, la informática, la realidad virtual,
las emulaciones, las redes sociales. Tenían que prepararnos
para el día en que ya no saldríamos de nuestras casas porque
afuera vagaba el monstruo.

Día doce.
“Afuera vagaba el monstruo” escribí ayer. ¿De qué se trata
todo, en última instancia? Papá se lo preguntaba. Al final
siempre tenemos que pensar en algo concreto, un monstruo, decía.
Era más bien otra cosa, sin embargo. Un contagio, un campo,
una zona, una perturbación, una influencia. Extraterrestres, o
quizá algo distinto, algo que venía de otras épocas del mundo y
que permaneció oculto. O, más que oculto simplemente solo,
residual, hasta que tantos niños empezaron a encontrarlo.
Como papá. O quizá no era nada de esto y sí otro virus, o
un cáncer, ya no de un cuerpo individual sino de la biósfera
completa. No, eso no puede ser: las plantas y los animales que
veo están incambiados. Un cáncer de lo humano, más bien.
Ahora son las diez de la noche. He recorrido el campo,
he explorado las ruinas, y aún no encuentro otra cosa que
grillos, ratas, aves y algunos caballos que supongo salvajes.
Pero no hay monstruo.
Y se me ocurre una hipótesis para explicar la ausencia.
Dos, en realidad, porque la más fácil de pensar es que no
hay tal monstruo, que no hay contagio, y que todo fue una
conspiración demasiado vasta, que se fue de las manos,
reclamó su propia vida, sus propios objetivos, y encerró a la
humanidad. No es la hipótesis que prefiero, de todas formas.
La otra me parece mejor, y también más terrible: no estoy

144
afuera. No podía ser tan fácil salir, los recursos de la vigilancia
y la seguridad debían ser más fuertes, impenetrables. Estoy
en alguna parte del encierro, entonces, en el refugio, arrojada
a una gran emulación del campo, del afuera. La trampa
perfecta para todos aquellos como yo, los que buscaron
salir; así, quienes quisimos dar la espalda a los simulacros
terminamos perdidos en uno todavía mayor.
Una tercera hipótesis: el monstruo está ahí, pero aún
no me he topado con su presencia. Será cuestión de seguir
buscando.

Día trece.
Nada. Campos, arroyos, cerros, montes. La llanura
suavemente ondulada, la poca cosa de siempre. ¿Qué tan
equivocados podíamos estar? ¿Dejar atrás el refugio en
busca de algo más auténtico? ¿Estoy buscando precisamente
lo humano, lo real, en un mundo donde, según se me dijo
siempre, lo humano está en retroceso? ¿Qué estoy buscando,
en realidad?
Una teoría que recuerdo ahora decía lo siguiente: todo
podía explicarse como un “evento de singularidad”, un
acontecimiento por definición único que consistía en la
gradual interacción entre dos universos. No se puede
establecer el momento en que ese otro universo irrumpió por
primera vez en el nuestro, pero sí que a medida que pasó el
tiempo esas irrupciones se multiplicaron. Para 1989, cuando
papá tuvo su encuentro, debían ser muchas, por todo el
mundo.Y seguirían creciendo, como la curva de propagación
de un virus, hasta alcanzar un máximo, y luego una meseta,
y luego una curva decreciente. Sin embargo, por más que el
contacto en sí decreciera, la superposición de los universos

145
es decir, el efecto permanecería. Nuestro universo (¿nuestro
planeta?) cambiaría para siempre. Quedaría, por decirlo
así, desarreglado. Y nosotros (¿y el resto de la biósfera?) lo
experimentaríamos como un contagio.

Día catorce.
Esta mañana vi un ave extraña, de alas alargadas, terminadas
en plumas finas, que se movían en el aire, me pareció, como
dedos en dos manos voladoras. A la vez, sé que no pude verla
a la distancia necesaria como para distinguir con claridad esas
formas y movimientos; debió ser una ilusión, en cualquier
caso, y también un producto de mi deseo de encontrar algo
diferente.

Día dieciséis.
El ave está siguiéndome. Nunca se acerca demasiado como
para permitirme verla con claridad, ni la he encontrado
posada sobre una rama. Es una rapaz, evidentemente, una
lechuza grande o un aguilucho. A veces parece marrón, a
veces amarilla, en otras ocasiones he llegado a atisbarle matices
verdosos. Todo parece depender de su posición relativa al sol.
Si supiera de aves podría identificarla; sin embargo, no deja
de ser un ave. No digo un ave común y corriente, un tero, un
gorrión, un hornero; es otra cosa, más rara, pero no por ello
extraordinaria. Las plumas que se movían como dedos sólo
son eso, plumas.

Día diecisiete.
Pasé buena parte del día preocupada por mi obsesión
con el búho, lechuza o aguilucho, pero fue gracias a mi
determinación a verla más de cerca, y por tanto a seguirla,

146
que me las arreglé para trepar a un cerro relativamente bajo,
pelado de vegetación y bastante escarpado. Por un curioso
efecto de la perspectiva, desde la cumbre me descubrí ante
un valle amplísimo, bordeado de montañas que la geografía
de la zona debería hacer imposibles y no podían, por tanto,
remitir a otra cosa que a un nuevo efecto óptico. Era como
estar al borde de un cráter mirando hacia adentro, parada
en una saliente en el borde; todo estaba cubierto de césped
de un verde muy claro, casi pálido, que centelleó con tonos
amarillentos a medida que fue cayendo el sol. Me quede en
la cima casi toda la tarde, y sólo el frío creciente me movió
a bajar. Estaba aprontándome para hacerlo cuando detecté
un movimiento, del otro lado del cráter. Era una mujer, me
pareció. Parada como yo en lo alto de la saliente y mirando
hacia el horizonte. Pensé que podía tratarse de un reflejo,
otro de tantos espejismos (como los que vi hace días en una
carretera bien conservada), pero comprobé que no replicaba
mis movimientos. A diferencia de la indeterminación que
rodea a la lechuza o aguilucho, a esta mujer pude verla
con claridad. Me pareció mayor que yo, y llevaba un saco
abotonado de manera ceñida, como si se hubiese preparado
para moverse en la noche. El cabello era castaño claro, largo
y suelto; los ojos le brillaban, como si llevase lentes muy
grandes y de armazón muy fino. Traté de llamarle la atención,
pero no me vio, y bajó de inmediato por la ladera de su cerro,
en dirección contraria a la del valle o cráter.

Día veinte.
Pasé todo el día de ayer buscando a la mujer que había visto
desde el cerro. Me inquieta muchísimo no haber sido capaz
de dar nuevamente con el cráter o valle: ayer, una vez que bajé

147
por la única ladera viable, me supe de nuevo en la llanura, sin
otro accidente en el terreno que la pequeña elevación de la
que había bajado minutos atrás. Otra ilusión óptica, entonces,
que quizá incluyó a esa forma humana que hoy, al evocarla
en la memoria, me parece que extendió los brazos, como
estirándose, para saludar a alguien del otro lado de una pared:
no a mí, con certeza.
Quizá sea por todos estos fracasos y temores, pero me
he descubierto en más de una ocasión pensando en volver,
en la posibilidad (o imposibilidad) de deshacer el camino y
regresar al refugio.

Día veintiuno.
No puedo descartar la posibilidad de que una dieta cada vez
más pobre en proteína está produciéndome alucinaciones (he
sido incapaz de matar ratas o ratones, y sospecho que aunque
lo hubiese logrado el asco ensamblado por todos los años de
mi vida urbana me habría impedido pelarla, limpiarla, asarla
y comerla; quizá si me topara con algún conejo lento y medio
bobo, o una corriente de agua mayor a un arroyo, donde mi
problema se convertiría en como pescar sin caña ni red, las
cosas cambiarían). El aguilucho no ha vuelto, y la ilusión del
cráter, junto al recuerdo de la mujer que saluda, me hace
dudar también de lo visto en esa ocasión. He soñado, además.
Desde que salí del refugio mis sueños se resolvían con
simpleza: soñar que comía, soñar que bebía vino o cerveza
o algún otro licor, o agua mineral, fresca y gasificada, en
lugar del agua terrosa con la que he llenado mis cantimploras
estos días. Pero anoche, supongo que por primera vez, tuve
lo que en otras circunstancias no habría dudado en llamar

148
una pesadilla. Será la tensión nerviosa, la presión por la
supervivencia. No sé qué esperaba, además, qué pensaba que
iba a encontrar y qué sería de mí, como para pensar en un
futuro a mediano plazo. En el sueño simplemente huía. Mis
perseguidores empezaban siendo ladrones, luego antiguos
compañeros de clase, después un par de horribles hombres-
pájaro, después papá, finalmente papá mutado, de miembros
derretidos y rostro empequeñecido o fruncido en una masa
de carne y de piel arrugada. De donde habían estado los ojos
le crecían grandes estructuras hechas de plumas con todos
los colores del arcoíris, como redes o telas de araña.

Día veintitrés.
El aguilucho apareció muerto, esta mañana, a pocos metros
de mi campamento. Parecía haberse reducido o de alguna
manera simplificado: un pájaro grande, nada más, estrellado
contra el pasto. Quizá había muerto apenas instantes atrás, ya
que no había rastro alguno de descomposición y su cuerpo,
sus ojos, sus alas y sus garras de alguna manera conservaban
la presencia de la vida. Cuando me animé a tocarlo estaba
frío, y bastó con el contacto más mínimo entre mis manos
y sus plumas para entender qué debía hacer. Me asombró
haber sentido reparos días atrás sobre desollar mis presas y
limpiarlas de sus vísceras; arranqué pluma tras pluma, abrí
la panza del ave y saqué todo lo que no era carne. Encendí
una fogata como si hubiese pasado la vida a la intemperie y
apenas la asé, como si hubiese tenido prisas por devorarla.
Al masticar la carne seca y sabrosa comprendí que no podía
precisar cuánto tiempo llevaba sin comer.

149
Día veinticuatro.
Hoy no hice otra cosa que mirar el cielo, hecha la excepción
de toda esta vida animal que consiste en procurar comida,
abrigo y agua. El cielo más extraño que recuerdo, aunque
es cierto que no recuerdo otros cielos, que no recuerdo, en
realidad, cielo alguno. Excepto este que quisiera describir
ahora, un cielo quebrado. Había varias capas de nubes, para
empezar, y si bien algunas quedaban resueltas en mi mirada
como las más bajas, y también otras como las superiores, esas
de nubes delgadas y tenues, todas las que quedaban en el
medio se confundían, se deslizaban unas dentro de las otras.
Poco a poco entendí que había una fisura, una gran grieta
en el cielo, y que una mitad del cielo estaba a una altura y la
otra a una diferente. Esa anomalía, por llamarla de alguna
manera, era lo que hacía que no pudiera distinguir las alturas
relativas de las nubes; en los casos extremos parecía fácil
hacerlo a primera vista: esas nubes redondas, globulares, que
se movían rápidamente y que no estaban mucho más altas
que un cerro, o las otras, delgadísimas en lo más alto, pero si
se miraba bien se encontraba una superposición, una nube
más grande que no necesariamente pasaba por encima de
las más bajas sino que las cundía, se fundía con ellas. No soy
capaz de describirlo, todo esto suena a ruido, a confusión. Y
sin embargo siento que ha de abrirse camino. Todo quedaba
interrumpido por esa grieta, que debía ser una cadena de
nubes enroscadas, una formación que atravesaba diferentes
alturas del cielo. Quisiera tener una explicación más clara,
más racional, pero no puedo. Sé que no hice otra cosa que
mirar el cielo. Sé que el cielo apenas cambió. Algo está mal,
entonces.

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Día veinticinco/mediodía.
Hoy me levanté más temprano que de costumbre con el
recuerdo de que ayer, en mi contemplación del cielo, la única
cosa que sucedió, el único verdadero cambio fue la aparición
de un arcoíris. ¿O lo habré soñado? Mirar el cielo durante
horas no parece en verdad posible. Debí quedarme dormida
y soñar, y así fue como apareció ese arcoíris. En el sueño o en
la vigilia, yo miraba ese arcoíris y no sentía alegría o la belleza
o serenidad sino pavor. El arcoíris se resquebrajaba en esa
grieta que atravesaba el cielo, se movía como una serpiente,
sin ir a ninguna parte. Y yo temblaba de terror.

Día veinticinco/noche.
No hice otra cosa al final de la tarde que pensar en esa palabra,
“terror”, que escribí más temprano. ¿Cuántas veces en la vida
se siente terror, u horror? Papá decía que los árboles en la
noche eran el horror, y yo no entendía nada. Pero si pienso
en un recuerdo que comporte alguna forma de horror (o de
terror) fue aquel día en que internaron a la abuela Isabel,
cuando papá tuvo su primera crisis y gritó palabras que ni
mamá ni yo pudimos entender, pero que fueron como si toda
la luz del refugio desapareciese de pronto y, de alguna manera,
pasase al otro lado, al inverso de su presencia, dada vuelta.
Pasó una semana y papá dijo que quería hablarme. Debíamos
tener cuidado, explicó, y además yo tenía que saber. Y lo oí
decir que sus palabras podían ser veneno, o que había algo en
su voz y sus palabras capaz de contagiarse. No lo recuerdo
bien. Nunca lo recordé bien. Pero sí sé que lo último que dijo
ese día fue que yo podía volverme como él (¿o fue que yo iba
a volverme como él?). Y al día siguiente se mató.

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Día veintiocho.
Hoy encontré páginas que deberían ser parte de mi diario.
Y digo “deberían” porque soy incapaz de leerlas, no tanto
porque la letra sea ilegible de tan desprolija o deforme sino
porque las palabras reconocibles no son las de mi lengua,
no son como las que escribo ahora. Sólo pude entender el
número doce y la palabra monstruo, separada por dos líneas
de laberinto y verde. El resto bien podrían ser un código cifrado
cuya clave se ha perdido para siempre en mi memoria, que
poco a poco va sintiéndose igual que el campo: no en ruinas
ni devastada ni rota sino palidecida, lavada, desprovista de
colores y formas.

Día veintinueve.
Una y otra vez me descubro tratando de ubicarme en relación
al refugio, de recordar dónde oculté las páginas como un
rastro de migas para mis seguidores. Pero ¿volver a qué?
¿Cómo entrar nuevamente? ¿Cómo creer que mi cubículo
podría estar esperándome, los pedazos de mi memoria, las
fotos de papá, la conexión diaria con mamá? Sé que un día,
hace no tanto, pensé que quizá sigo allí, disuelta en esos
recuerdos, ahora confundidos, podridos, mutados.

Día treinta.
Los hombres eran dos y los acompañaba una figura menor,
un niño o una niña. Llevaban un animal muerto, cuya forma
me costó distinguir al principio, aunque comprendí después
que era otra ave, similar a la que me comí hace unos días,
sólo que notoriamente más grande. Después de vagar por
el campo quedé dormida; cuando desperté, como siempre,

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me pareció que los hombres y el niño habían sido parte del
sueño. Pero ahora sé que no lo fueron: el sueño era distinto,
tenía olas y una costanera de piedra que, más adelante en el
camino que recorría, se levantaba como un muro o farallón,
algo que se había vuelto una cosa natural, como una serranía
de roca desnuda. Al despertar, me sentí débil y mareada.
Comprobé algo de fiebre, no mucha, pero sí lo suficiente
como para obligarme a descansar.
El ave, me parece ahora, tenía algo de humano: un
gran hombre-pájaro al que llevaban apretándole los brazos
(¿las alas?) contra el tronco, sosteniéndole la cabeza por la
mandíbula inferior.

Día treinta y dos.


Acabo de descifrar una de las páginas. Hablan de un hombre
que enfermó y una niña que lo cuidaba por las noches. El
hombre hablaba en sueños y la niña veía con los ojos de
su mente las imágenes horribles que el hombre describía.
Después, al final, se internaban en un bosque y él caía muerto.
Ella lo había llevado de la mano, como si guiara a un ciego
por una pesadilla.
Ahora estoy cerca del refugio: puedo ver a pocos
quilómetros los contornos de los edificios. Qué extraño
se siente pensar que hace poco más que un mes todavía
estaba allí, adentro: parece otra vida, la vida de alguien más.
Tan extraño como entender el impulso de regresar, que sin
duda tampoco me pertenece. Mañana podré llegar hasta
el perímetro y buscar una manera de entrar. Si tan solo no
volviera la fiebre.

153
Día treinta y cinco.
Los edificios permanecen siempre a la misma distancia, sin
importar qué tanto camine hacia ellos, sin importar si doy un
rodeo, si retrocedo sobre mis pasos, si doy media vuelta, cierro
los ojos, corro a ciegas, los abro y allí están, tras un pantano
o un bañado, allá, siempre iluminados por el poniente. He
intentado mirar hacia la dirección contraria, la del sol en el
horizonte, pero allí hay un horror que no puedo tolerar, una
vez más el cielo fracturado, que ahora grita como si tuviera
dientes. Pero cierro los ojos y muevo la cabeza, y cuando los
abro allí están los contornos de los edificios, frente a mí, grises
como casamatas en la playa de un atolón.

Día treinta y seis.


La sensación de la fiebre ha desaparecido, pero también
toda sensación inmediata de mi cuerpo. A veces es como si
cerrara los ojos en este mundo y los abriera en otro (es como
pensar que siempre viví aquí, que no hay otro lugar en que
haya transcurrido mi vida), pegado al real por largos caminos
como telas de araña en los que brillan gotas translúcidas,
pequeñas pantallas, cuentas de memoria con escenas de mi
vida o, ya que en rigor soy incapaz de distinguirlas, de las
vidas de los demás. Que soy incapaz de distinguir, quiero
decir. Es como si soñara con los ojos abiertos y las imágenes
soñadas se superpusiesen a las del mundo real, pero también
como si los otros y yo no fuéramos en verdad distintos. En
su superposición arman formas nuevas, contornos que de
pronto reclaman para sí cuerpo, volumen, textura y colores,
de modo que por un instante estoy en ese otro mundo, con sus
árboles en la noche y sus pájaros, sus cerros, sus grillos y sus
cráteres. En ese mundo tengo alas y sobrevuelo los edificios:

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veo sus techos grises, sus antenas, sus tanques de agua, sus
chimeneas, sus máquinas de pronto incomprensibles.

Día treinta y siete.


Y sigo volando, pero siempre regreso a los edificios, que se
levantan en un desierto gris que no parece ni de arena ni
mucho menos de tierra sino de piedra, de basalto pulido,
tallado en planos precisos, al milímetro.

Día treinta y siete.


Escrito ayer, hoy, otro día, hace una semana, mañana, al
final del camino: una época gris que sofoca todo aliento
bajo fiebre espesa y temblorosa, como el hedor en lo más
profundo del túnel. El crepúsculo es una espiral que titila en
un paisaje borrado. No puedo leer más signos que los que se
forman como ballenas mientras el gran abandono de todo el
tiempo alinea las espirales eternas que tiemblan al devorar la
conciencia. Lo comenzado en náusea hostil se vuelve frutos
que son la noche de serpientes en sacrificio de carne, en
cosecha de vísceras.

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Esta página ha sido dejada en blanco intencionalmente
atómico 10
ximena rodríguez molinari
Ximena Rodríguez Molinari (Montevideo, 1982) Ha publicado junto
a Ana Broggio los libros de relatos Tesla: Mundos Alternos (Escritores
Alternos, Montevideo, 2018) y El monstruo sigue vivo (Irrupciones
Grupo Editor, Montevideo, 2018). Sus cuentos han aparecido, además,
en antologías como El Narratorio, Líneas de Cambio y Ruido Blanco. Esta
es la primera publicación de “Atómico 10”.
El parpadeo de las luces de neón no le permitía a Akira
concentrase en el sexo. Probó varias posiciones, pero la
ventana del motel de mala muerte tenía descompuesto el
sistema de cierre. Akira, que frecuentaba el lugar, sabía que
la dueña no lo reparaba desde hacía más de un año. Siempre
procuraba solicitar la habitación que daba al callejón, pero
ahora estaba ocupada. Como necesitaba descargar energías
tomó la que le ofrecieron, de todas formas, pero las luces de
neón del maldito anuncio lo enfurecieron aún más.
Quitó bruscamente los dedos de la vagina de la prostituta
y le pidió que se retirara. Antes de irse la mujer le echó una
mirada antipática, que supo porque la fuerte luz rosa violácea
que despedía el cartel iluminó el rostro de la joven. Encendió
un cigarrillo y permaneció tendido sobre la cama; no podía
quitarse a aquel sujeto de la cabeza, si es que efectivamente
se trataba de un hombre. Akira no estaba seguro, pues en
ninguno de los casos se había encontrado semen, y algunas
víctimas antes de ser asesinadas habían sido violadas con
algún objeto. El detective Akira Kamus, que bien conocía
sobre perversiones pues las practicaba, no había descartado
que la criminal fuese una mujer. Pensar en esa posibilidad lo

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excitaba; al fin y al cabo, no podía negar que los detectives de
crímenes violentos tenían la cabeza algo retorcida.
Apagó el cigarrillo y abandonó la habitación, realizó
la transferencia de pago en la destartalada máquina de la
entrada y se fue. Cruzó al bar de enfrente, donde un pequeño
dispositivo ovalado voló hasta la mesa y demandó su orden.
—Escucha, pequeña baratija, ¿sería mucho pedir que un
ser humano tome mi pedido esta noche? —dijo el detective
mientras encendía otro cigarrillo.
A pesar del bullicio y las luces brillantes Akira se sentía
solo, extrañaba la textura del dinero, incluso las tarjeas de
pago, y necesitaba desesperadamente a otros, pero cuando
permanecía con alguien, no sabía realmente qué hacer. El
sexo virtual estaba en boga y el detective no siempre actuaba
de la mejor forma cuando se encontraba en compañía real; en
la intimidad no siempre somos lo que la gente cree, y en más
de una oportunidad Akira se había sorprendido de sí mismo.
Una joven se acercó con una tableta, tomó el pedido y
deslizó de forma disimulada un papelito en la entrepierna del
detective: salgo a medianoche. Akira pensó que probablemente
no era el único que anhelaba contacto humano. La mujer no
era su tipo, pero de todas formas tendría sexo con ella, a esa
altura lo habría hecho con cualquiera.
Bajo las molestas luces del cartel el detective terminó la
grasienta hamburguesa; aún faltaban un par de horas para la
medianoche, así que fue a su lugar favorito.
Pronto llegó a un callejón lejos de aquellas luces y sintió
un profundo alivio. Golpeó tres veces una puerta roja y detrás
de esta apareció un viejo al que le faltaba una pierna, quien
le hizo un ademán para que pasara. El detective siempre se

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preguntaba por qué aquel desgraciado no había comprado
aun una pierna robótica —dinero no le faltaba.
—Has regresado demasiado rápido, creí que la última
cantidad de Atómico 10 te duraría un poco más —dijo el
viejo —Sabes que debes tomarla con precaución, esa mierda
puede matarte o algo peor, no quiero quedarme sin clientes.
Akira compró una dosis generosa, tomó un poco y fue
en busca de la joven del bar. Al llegar la mujer lo estaba
esperando afuera.
—Vamos en frente, tengo cuenta allí —dijo Akira
señalando el motel.
—Lo sé, te he visto ingresar seguido —respondió la joven.
Dentro de la habitación el detective se lamentó por el cartel
mientras su mirada se detenía en la mujer que lentamente se
quitaba el uniforme del trabajo. Había algo extraño en ella,
era demasiado escuálida para su gusto, pero de todas formas
Akira la tomó del cabello y posó la boca sobre su cuello. Olía
a papas fritas con tocino, y el sudor de sus pechos tenía el
mismo sabor que la carne que había devorado un rato atrás.
El detective sacó las drogas y le ofreció a la mujer, que solo
tomó dos, Akira estaba seguro de que si no las consumía
todas no lograría tener sexo de una maldita vez.
Al cabo de unas horas el detective abrió los ojos —se había
quedado dormido. Un calor húmedo lo invadió de repente.
Observó a su alrededor: todo estaba cubierto de sangre. Pegó
un salto y quedó estupefacto; rodeó la cama, y descubrió
que la mujer del bar estaba tirada en el suelo con las piernas
abiertas. Había sido desgarrada, la cabeza cercenada yacía a
un lado de su cuerpo ahora iluminado por las estrepitosas
luces del cartel de neón.

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ultimos resplandores
de una pantalla móvil
pablo rumel espinoza
Pablo Rumel Espinoza (Santiago de Chile, 1983) es periodista y
escritor. Ha publicado las novelas Secuencia Chobart (Emergencia
Narrativa, Santiago, 2011), El Secuestro de Robles Martínez (Aire Libro,
Santiago, 2012), Atentado Celestial (2016), y Hamellion (Contracorriente
Ediciones, Santiago, 2016). Ha participado en diversas antologías
de horror y misterio. “Últimos resplandores de una pantalla móvil”
encuentra aquí su primera publicación.
¿Qué pasaba por la cabeza de Sergio? ¿Cómo imaginar que lo
encontraría haciendo aquello? Aquello no era una perversión,
pero se alejaba de cualquier clase de acto —premeditado o
no—que haría una persona sana. ¿Qué digo? Hasta para un
loco, aquello estaba más allá de los límites de la razón. Pero me
estoy adelantando. Tengo que empezar desde más atrás para
que entiendan. Llegamos con mi mujer, mi hijo de seis meses
y su hermano Sergio, mi cuñado, a vivir al nuevo barrio que
nos auguraba un futuro donde la felicidad y la calma estarían
presentes. Nos mudamos desde La Cisterna hasta Puente
Alto en tiempo récord, ya que la casa que arrendábamos fue
vendida y, debido a que el nuevo dueño la reclamaba con
ahínco, el desalojo apresuraba. La casa nueva era vieja; su
fachada estaba pintada de verde y sus muros eran de concreto
firme, además eran llamativas las protecciones de hierro que
sellaban sus ventanas, parecían arañas con las patas abiertas.
El patio trasero era enorme, del tamaño de una cancha
de baloncesto, y una hilera de árboles secos y maleza que
sombreaban la visión, los cuales invitaban a un trabajo arduo
para convertirlo sino en un bello jardín, al menos en una zona
donde pudiésemos movernos sin temor a ser picados por
insectos o rasguñados por la espinosa vegetación.

165
Nos pusimos manos a la obra. Mi cuñado Sergio me ayudó
a pintar y a la tarea de arrancar la maleza, mientras mi mujer
se dedicaba de tiempo completo al pequeño. Encontramos
debajo de piedras colonias completas de cucarachas, una rata
muerta probablemente envenenada debajo de un montón de
ladrillos y dentro de un hueco, cavado en la tierra con mucha
pericia, una colmena, a la cual quemamos sin miramientos.
Sabíamos que no era un acto noble, pero no queríamos
exponer al pequeño, que sufría de alergia, a una picadura
mortal. Además, cerca de la puerta de la entrada figuraba una
pequeña pileta de piedra, no mayor a un metro, que estaba con
su pintura descascarada. La efigie representaba a un angelito
con una jarra en sus hombros. Con Sergio intentamos hacerla
funcionar, pero estaba averiada, por lo cual determinamos
echarla abajo, pero cuando ya teníamos la pala y la picota
alzadas para retirarla, mi mujer nos dijo que no, que al menos
la dejásemos pues le daba cierto encanto al patio. Me encogí
de hombros y seguimos con otras labores.
Sergio estuvo enrolado en el Ejército, y fue por un traslado
desde el norte hasta la periferia de la capital que llegó a vivir
con nosotros, pero al poco tiempo renunció a las armas y se
puso a estudiar para mecánico en un instituto privado. Lo
alojamos a condición de que nos ayudara con tareas básicas
y nos entregara un pago simbólico mensual para costear sus
comidas y el uso de los servicios básicos. Así acordamos, y
todo marchó bien, hasta que llegamos hasta el nuevo hogar
donde cambió su conducta. ¿Será que las casas traen consigo
energías que perturban a sus habitantes? No lo sé, no podría
saberlo; viví en siete casas diferentes, cada una con sus
singularidades, pero nunca experimenté cambios, físicos o
mentales, por la sola permanencia en una vivienda nueva. No

166
quisiera justificarlo, pero mi cuñado era impresionable como
todo joven, y quizás el molesto acto de contemplar a diario
nuestras rencillas, mi afición por el alcohol (en ese tiempo
me consideraba un hombre que tomaba mucho, pero no, no
tomaba mucho, en verdad era un consumado alcohólico), los
constantes llantos del bebé, las llamadas de atención que le
hacíamos por cosas nimias, jodiendo por cosas del estilo “no
te duches muy tarde”, “no dejes los platos sin lavar”, “apaga
esa luz”, “no metas ruido”, redundaba en que era obvio que
no quisiera pasar mucho tiempo cerca nuestro. Tratábamos
de integrarlo, es verdad, invitándolo de compras al mall, de
paseo en algún parque, alguna ida al cine o al teatro, pero
rara vez nos acompañaba… siempre se excusaba, que debía
estudiar, que estaba cansado, que no tenía dinero.
—¿Tu hermano era así de raro y esquivo cuando eran
chicos? —Le preguntaba a menudo a mi mujer, y ella se
encogía de hombros y con el bebé en brazos me cambiaba el
tema sin referirse al asunto.
Sergio era normal, le gustaba el fútbol, las peleas de la UFC,
salir a trotar. Leía cómics de superhéroes y se echaba partidas
de videojuegos desde su móvil. Al comienzo compartía con
nosotros la cena y la once, contaba alguna infidencia, se refería
a los estudios, hablaba de su familia nortina, pero a medida
que fueron pasando los meses, comenzó a replegarse sobre sí
mismo, como si fuera una oruga acorralada por el fuego, una
pesadilla evanescente que buscaba saltar a la realidad.
Mi mujer suele reírse de mi lirismo, no sólo por lo
exagerado, sino que también por considerarlo forzado.
Escribí arriba “pesadilla evanescente”, y comparé a Sergio
con una oruga acorralada por el fuego. Los poetas tenemos la
mala costumbre de andar haciendo comparaciones absurdas.

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Otra exageración eso de que realmente sea poeta. Apenas he
publicado un par de poemarios financiados por mi propio
bolsillo, pero más que poeta, en realidad soy un profesor de
enseñanza básica con ínfulas de versificador. ¿Pero acaso
importa lo que soy o lo que puedo llegar a ser? No lo sé. A
ustedes seguro que no.
Tengo la hipótesis de que, si vivimos alertas, con las
antenas bien prendidas, la realidad se complejiza volviéndose
extraña: captamos señales y símbolos de los que pasamos de
largo a diario. Al contrario, si vivimos de forma mecánica,
seguiremos dando tumbos dentro de la crisálida de
normalidad alienante, sin captar las mil sutilezas que nos
surcan y rodean. Sergio vivía una vida mecánica, tenía un
carácter reservado, un puñado de ideas generales sobre el
mundo, y unas cuantas opiniones sobre temas generales
y poco más. No en vano estudiaba mecánica: para él todo
era engranajes, poleas, tuercas, tornillos, tornos enlazados y
funciones dentro de un sistema. Si algo fallaba, iba al lugar
del desperfecto y reemplazaba la pieza. Para él la gente no era
única, sino que seriada y salida de fábrica. Nunca se mostró
enamorado de ninguna chica en particular; a veces tenía
una, salía con otra, luego terminaba y volvía el ciclo. Sólo
el amor puede distorsionar nuestra medida de la realidad y
volvernos al seno de ese mundo extraño que nos expulsó;
no experimentar ese sentimiento pudo ser el acabose para
Sergio, quien probablemente veía a sus prójimos como piezas
intercambiables.
Ahora que reflexiono sobre esto último, tampoco creo que
sea negativo tener una visión mecánica del mundo. ¿Cuántos
líos nos evitaríamos si dejásemos de creer —aún fuese por
un momento— que las personas son mágicas y únicas?

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Quizás todo esto que vemos, respiramos y olemos sea una
farsa erigida por un sistema, y adentro de la maquinaria de
ese sistema no seamos más que piezas reemplazables, piezas
que una vez rotas y desechas se olvidan rápidamente para
dar paso a las nuevas, más resistentes, mejoradas, con mayor
duración y adaptación para los nuevos fragores y fatigas. Y
las mentes, que vienen ya deterioradas, son borradas por el
golpe de un ángel o lo olvidamos todo tras beber las aguas
del Leteo. Me desvío del tema. A Sergio, ya dije, le gustaba
leer historietas de superhéroes, ver dibujos japoneses, y jugar
videojuegos. Nada que no haría cualquier muchacho de su
edad. Era una persona normal, con objetivos, con sueños, con
anhelos. ¡Cómo cualquier pendejo de su edad, carajo!
Que me perdone el lector, a veces pierdo el hilo de lo que
cuento y salto en exabruptos ilógicos. El alcohol lo dejé a los
pocos meses que nació mi hijo y, pese a que llevo casi tres años
desintoxicado, aún hay ciertas vibraciones que repercuten en
mi cabeza. Abstinencia se llama. Si pasas media vida tomando,
no esperarás que en un par de años se despeje tu mente. Eso
explica mis rotundos y cambiantes estados de ánimo. Puedo
pasar de la serenidad a la euforia en cosa de segundos. De
repente siento que una especie de cuchillo se me clava en la
cabeza, y luego del fuerte mareo, actúo como un auténtico hijo
de perra. La violencia que ejerzo suele ser conmigo mismo o
contra los objetos de la casa. Trato de no desquitarme con
nadie, menos con mi hijo, mi mujer, o Sergio. En la pared
trasera del patio hay roturas en varios tramos, mis nudillos
encallecidos y amoratados así lo atestiguan. A veces golpeo los
árboles frutales del patio, pero también me parece un abuso
descargarme contra un ser vivo, por muy vegetal que sea.
Una fascinación: mirarme los nudillos de mi puño derecho.

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Al verlos cruzados por cicatrices, llagas y quemaduras, siento
que la herida que llevo por dentro se desmaterializa, y así la
puedo exorcizar. Mi psiquiatra me dijo que la diferencia entre
un borracho consuetudinario y un alcohólico es profunda.
El alcohólico bebe, solo o socialmente, y cuando ya no
puede más y revienta, echa el freno y se estanca, porque su
cuerpo se revela a sacudidas contra la bebida. El borracho
consuetudinario no se transforma cuando bebe, sigue siendo
el mismo aunque con la cabeza mareada y la lengua traposa,
por lo que si bien es más audaz y atrevido, jamás haría algo
que no encajase con su personalidad. Pero esto último no es
cierto, el que bebe en demasía se transforma a tal grado en
que se hace irreconocible. El alcohólico rehabilitado, o el que
está en vías de terminar su romance con la bebida, guarda
en sí esquirlas, pedazos de vaciamientos de su etapa anterior,
por eso es natural que prosigan sus conductas erráticas y que
tras dejarlo vuelva a recaer. Como me pasó.
Lo último que atisbo en mi marea confusa de recuerdos
de borracho, es que Sergio estaba muy metido jugando un
juego en su móvil llamado Monstruonomicón. Tenía que
encajar piezas de diferentes medidas que caían al vacío en
un tablero de tres dimensiones. Pensé que seguía la misma
lógica del Tetris, el juego de toda la vida que consiste en
formar líneas horizontales. No, nada de eso; la cámara del
juego rotaba en trescientos sesenta grados, y en vez de formar
líneas horizontales, el jugador debía formar unas figuras de
muchas caras que para mí no eran más que cosas deformes
con muchos tentáculos o brazos, cosas que tenían forma de
octaedros o poliedros que se iban encajando una arriba de
otra, y que si el jugador lo hacía de la manera correcta (y
nunca entendí cómo era la manera correcta) salían cifras y

170
números y la pantalla resplandecía y el celular vibraba entero.
Al comienzo no le di importancia a que mi cuñado jugase
todo el santo día, no tenía muchas obligaciones y era un
juego más de los millones que debían existir. Pero mi mujer
empezó a preocuparse. Después de una jornada laboral en
el colegio —de tener que lidiar con los niñitos a los que les
hacía clases, a los cuales sea dicho de paso, debía reñir porque
pasaban más tiempo metidos en sus celulares mandándose
mensajitos o capturando pokemones, que prestando atención
a mi clase—, mi mujer me esperaba con la once servida y
el comentario diario era sobre Sergio, que cada vez pasaba
más horas encerrado en su pieza jugando a ese jueguito,
y que cuando salía de su encierro tenía los ojos vidriosos,
igual que un zombie, y parecía que no se estaba alimentando,
pues siempre encontraba su cena fría dentro del microondas
y las rebanadas diarias de su pan casi no bajaban. Yo no la
escuchaba con atención, sólo asentía y movía la cabeza y le
decía que sí, que hablaría con Sergio, que le preguntaría si no
se sentía demasiado solo, y luego le decía que no jodiese más
porque estaba cansado, y ella, con su mirada adusta y su cejo
fruncido miraba a la pared y se olvidaba de mí.
No sé si fue la noche previa a la nevazón que cayó en los
barrios viejos de Puente Alto, o fue al día siguiente, pero un
ruido sordo y un quejido me despertaron. Mi mujer dormía
en posición rígida junto a mi hijo, quien estaba encaramada
sobre ella y en posición fetal. Pensé que podía ser el aullido de
un perro y dándome media vuelta no le di importancia, pero
el ruido se repitió. Venía desde el exterior, sin duda. Tapé a mi
mujer y a mi hijo, me puse las pantuflas y la bata, y saliendo
de la habitación sin hacer el mínimo ruido, llegué hasta el
comedor y luego pasé el living, buscando la fuente del sonido.

171
Estaba oscurísimo y no quise encender la luz: pensé que sería
mejor así, pues de haber alguna presencia en algún rincón
externo o interno de la casa, lo mejor sería no delatarme.
Silencioso, entreabrí la puerta delantera, pero no vi nada, ni
una sombra. Estaba frío y la luz de la calle caía de forma lenta,
pero quizá la lentitud no era más que una percepción por el
silencio reinante, un silencio que no hacía pensar más que en
cementerios. El ruido inquietante no se volvió a oír en toda
la noche, y lo sé porque me fui a sentar al sofá del living y
ahí me quedé despierto, bebiendo y fumando, revisando mis
redes sociales en el celular y buscando alguna información
sobre el juego Monstruonomicón, pero sólo encontré vagas
reseñas y descargas en sitios ilegales.
Al día siguiente tuve que faltar al trabajo y acudir junto
a mi mujer y mi pequeño hijo colgando en sus brazos a
Carabineros. Nos atendió una funcionara con la cara muy
pintada, rellenamos un formulario y nos hizo las preguntas
de rigor, que cuándo fue la última vez que lo vimos, que qué
ropa vestía, números de contactos, alguna posible amenaza.
¿Afuera nevaba? No lo sé, en mis recuerdos hay tramos en que
veía las calles descongelándose y los árboles apoyados contra
las altas rejas de las casas como palitroques. Pero en otros
recuerdos no había nieve, sólo el aire estaba tibio y las nubes se
cerraban y los cielos giraban grises en sus inmensidades. Nos
despedimos de la oficial y esa misma tarde apareció Sergio,
más flaco de lo normal, con los ojos hundidos, la mirada
perdida y la boca medio entreabierta, como si hubiese estado
aspirando neoprén o consumiendo alguna sustancia ilícita.
Pobre cabro. Mi mujer lo reprendió en la cocina, diciéndole
que no podía no llegar a casa sin avisar (verdad), que nos
preocupábamos mucho por él (mentira, a mí me daba lo

172
mismo), y que de ocurrir un nuevo episodio acudiríamos
nuevamente a la policía (eso era verdad, iríamos, aunque de
mala gana). Esa noche estuve a punto de tomarme un vaso
de pisco, pero en vez de ello, me puse a revisar viejos libros en
mi biblioteca. Por un momento recordé el juego de Sergio, el
Monstruonomicón ¿cómo no lo vi antes? Sonreí con malicia,
pues no era más que una derivación del Necronomicón de
Lovecraft, el falso libro que el genio de Providence utilizaba
como mecanismo en sus ficciones, motivo que derivó en que
algunos impostores lo publicasen asegurando que el libro era
real. Escrito por el árabe loco Abdul Alhazred —que no era
otra cosa que un juego de palabras en inglés, all has read,
el que lo leyó todo—este libro apócrifo e infecto pasaba de
generación en generación más o menos velado según cada
época, libro peligroso y censurado por contener dentro de
sí las claves para liberar de sus prisiones a seres cósmicos
antediluvianos, identificados por los primitivos como Dioses,
que no era más que extraterrestres inmemoriales sedientos de
sangre y de poder que esperaban despertar para revivir sus
reinados de horror y muerte. Encontré dos antologías llenas
de polvo que tenía del genio de Providence, mal impresas y
mal diagramadas, pero con esa misma magia oscura que me
despertaron en mi adolescencia. Busqué mi cuento favorito,
Polaris, relato onírico de la primera etapa del estadounidense,
un cuento poético con un final impresionante, fuerza poética
que iría perdiendo en su etapa posterior, probablemente por
las trabas que las malditas revistas de pulps —que no podían
publicar arte— imponían a quienes escribiesen en ellas:
efectismo barato y resoluciones de pacotilla. ¡Bah!
Esa noche fui a dormir y soñé con mi barrio; sus calles
estaban blancas y nevadas, una nevazón eficaz y terminal

173
cubriéndolo todo, las casas tapadas hasta más de la mitad, y
luego la visión del colapso, primero el tendido eléctrico se venía
hacia abajo, luego las copas de los árboles resquebrajándose,
y finalmente la aparición de un agujero negro en el medio de
la multicancha vecinal. En el sueño caminaba flotando hacia
ese agujero, pero sin que lo sintiese extraño, pues los sueños
tienen esas violaciones a la lógica que el soñador rara vez
percibe, y cuando me acercaba y estaba a punto de mirar qué
había adentro, desperté del sueño por el llanto de mi pequeño,
quien estuvo toda la noche inconsolable y que luego de volver
a dormirse me dejó con una nubarrón de incertidumbres y
de pensamientos temerosos sobre lo que podía ser el fin, pero
no el fin propio o de mi familia o de Sergio, sino que el fin
de todo.
Pude comprobar en los días siguientes que Sergio sólo
conocía de oídas a Lovecraft. Le pregunté si me podía
compartir el Monstruonomicón para jugarlo en la pantalla de
mi móvil, pero me dijo que no se podía compartir ni menos
descargar desde la Google Play.
—¿Lo sacaste de un sitio chino? —Pregunté, pero Sergio
se encogió de hombros y me dijo que no, que sólo se llegaba
al juego por medio de una invitación privada por e-mail.
Mientras se llevaba a cabo este corto diálogo, Sergio tenía los
ojos pegados a la pantalla de su móvil, jugando precisamente
al Monstruonomicón. Cada vez que armaba esas horrorosas
formas que caían, la pantalla vibraba, y él se notaba cada
vez más nervioso y exhausto, dando la impresión de que
esa aplicación le estuviera robando algo. En vez de mostrar
una cara de placer o alegría por jugar se veía mortificado, sin
aliento. ¿Pero qué le podía decir si ya era un adulto? No podía
regañarlo como un niño y quitarle su móvil. Sólo atiné a

174
decirle que quizá sería mejor que jugase menos. Le pregunté
por sus estudios, por alguna chica, por las amistades, pero se
encogió de hombros y siguió jugando.
La última noche nevó, estoy totalmente seguro. Fue esa
noche en que las techumbres de las casas y los cobertizos
mal construidos se vinieron abajo, pues Puente Alto no
estaba preparado para recibir nevazones. Me levanté a las
siete de la madrugada y la visión fue apoteósica: todo el
horionte y las techumbres estaban espolvoreadas de blanco,
y lo más increíble fue que la acumulación de la nieve en
las construcciones provocó un desplome lento, una caída
en cámara lenta y sin ruidos, igual que Sergio, quien se iba
derrumbando poco a poco, y que si bien emitía señales de
alerta y socorro, estábamos demasiado ocupados en nuestros
asuntos junto a mi mujer y en la crianza del niño como para
intentar frenar esa avalancha lenta y decidida que bajaba a
mayor velocidad. La pérgola instalada en nuestro patio no se
salvó, sus pilares metálicos que enhiesta y orgullosamente se
alzaban antes de la nevazón, ahora estaban flácidos y tapados
por capas y capas de nieve, que hacían lucir la antigua
construcción como una cucaracha aplastada con sus patas
desparramadas. La fuente con el angelito quedó fracturada
en mil pedazos. Recogí con una pala la cabecita del ángel,
que fue lo único que quedo intacto; el resto era puro polvo
gris mezclado con hielo y tierra. Dando paladas y a duras
penas luchando contra los efectos de la naturaleza, me
encontró Sergio, quien enérgicamente me ayudó a levantar
los trozos de carpa y de fierros doblados para liberar de la
ruina a nuestro patio. A pesar de estar oscuro, unos rayos
pálidos me mostraron su rostro, estaba alegre, un poco
ojeroso, pero era el rostro de alguien que está bien, de alguien

175
que… en un momento sentí que Sergio me miró, con otra
mirada. Terminamos de sacar los escombros y nos fuimos a
la cocina donde le ofrecí un café caliente. Sentí que algo me
iba a decir, algo quería articular, pero no sé si fue el cansancio
o la misma velocidad que el tiempo imprime a las cosas, que
sólo mencionó un paseo, un paseo que daría por la tarde para
ver las calles nevadas y conocer otros lugares del barrio y
de la comuna que aún no visitaba, me dijo. Le di un par de
recomendaciones y luego me olvidé del asunto.
¿Me dijo eso o lo imaginé? Sergio no regresó. Después
de tres noches empezamos a rastrear las calles, primero
fuimos a los potreros de las casas que aún estaban por
edificar, caminamos por sitios eriazos cercanos a la papelera
industrial, los vecinos empezaron a pegar carteles en todos
los postes y espacios públicos, mi mujer tenía los ojos
desorbitados y los labios secos y marchitos como flores
mustias. Debido a que nuestro hijo estaba muy pequeño y
cada día estaba más helado que el anterior, era necesario
dejarlo al cuidado de sus abuelos. La PDI nos indicó que
estaban desplegando efectivos para la búsqueda de Sergio,
pero yo tenía la certeza de que estos inoperantes de mierda
mentían, porque nunca vi patrullas ni efectivos rastreando
callejones ni haciendo vigilancias en los puntos muertos, ahí
donde era fácil extraviarse en la sombra y ser víctima de la
delincuencia. Con todo, sólo pude ausentarme en una ocasión
a mi lugar de trabajo donde dictaba clases a los mocosos, al
colegio Alcántara, emplazado cerca del municipio, en Ciudad
del Sol, un pujante proyecto inmobiliario de microbarrios y
condominios cerrados que contrastaban con las poblaciones
callampas y las antiguas edificaciones de Puente Alto
saturadas por el lumpen y la droga. Existían áreas verdes,

176
el sistema de cableados era soterrado, la conectividad era
expedita y amplia, juegos para los niños en muchos parques
y plazas, tiendas y servicios por doquier. Fue a la salida del
colegio cuando vi a dos alumnos sentados en un parquecito
aledaño al colegio. De no ser porque tenían los ojos muy
abiertos y las bocas medio torcidas no les habría prestado
atención, incluso uno babeaba: corrí en dirección hacia ellos y
vi que sus deditos se deslizaban velozmente por las pantallas
de su móvil, cada uno con su celular jugando a eso que ya me
tenía podrido hasta la médula: el famoso Monstruonomicón.
—¿Cómo consiguieron ese juego? —Les pregunté
aireado, pero no me tomaron en cuenta. Tomasito, el de
lentes poto botella, terminó de formar una figura horrenda y
tomándose un tiempo me dijo sin mirarme:
—Todo está en todas partes, tío.
—No soy tu tío, dime profesor, o llámame por mi nombre.
¿Qué dijiste?
—Todo se fragmenta y se refleja, y este juego es un pedazo
de la realidad, profe, pero la realidad es un pedazo de este
juego a la vez —y siguió concentrado y moviendo sus dedos.
Pendejos de mierda, pensé, y poniéndome el casco y
subiéndome a la bicicleta me alejé, y a mis espaldas no oí risas
ni murmullos ni nada, era como si todo el mundo se hubiese
silenciado, o mejor dicho, como si algo o alguien hubiese
apretado mute. Yo pedaleaba y pedaleaba y ni siquiera oía el
ruido de la cadena ni de las ruedas deslizándose. Llegué a
nuestra vieja casa verde, y al abrir la puerta de hierro negro
sí pude oír su chirrido. De seguro que los nervios, una baja
de presión o quizá alguna enfermedad auricular estaba
sufriendo. Mi mujer aún no llegaba a casa; siempre se pasaba
del trabajo a la guardería infantil para recoger al pequeño. Me

177
fui hasta el despacho donde tenía mi biblioteca, y moviendo
unos pesados libros en un viejo anaquel saqué el poco pisco
que me quedaba. La botella estaba llena de polvo. Con un
vaso en la mano y el pucho en la otra me fui al patio. No
llevaba ni medio sorbo bebido, cuando escuché ese raro
aullido, entre perruno y humano, que me despertó en noches
pasadas. ¿Pero era un aullido? Parecía un zumbido producido
por cuerdas vocales metálicas pasadas por las aspas de un
ventilador; era algo entre orgánico y humano. Estuve dando
vueltas por el patio de la casa, un patio enorme como ya
dije, con árboles frutales medio resecos e incipiente maleza
creciendo desde los muros, muy cerca de los que descargaba
mi ira a puñetazos. El sonido no tenía una frecuencia, surgía
en leves espasmos de apenas unos segundos, y luego no se
oía por minutos, y seguirlo y ponerse a rastrearlo era como
ese jueguito del “frío, frío, tibio, tibio, caliente, caliente”. Me
terminé el cigarrillo, bebí la última gota de mi trago, y seguí
dando vueltas sin ninguna dirección buscando la fuente del
sonido. Ya casi oscurecía cuando lo encontré.

*
La borrachera, la drogadicción, la adicción a los
videojuegos, son apenas algunos mecanismos de placer
para intentar disociarse del mundo, entretenciones que nos
empujan a los márgenes de nosotros mismos pero también al
fondo de ese centro inasible que somos. Es difícil sustraerse
de estas actividades, porque la evasión es clave para soportar
los rigores de la rutina, del silencio, del no encontrar un
sentido plausible a lo que hacemos, aun cuando lo que
hagamos sea respetado o aplaudido o incluso premiado
y financiado. Cuando encontré a Sergio comprendí esa

178
verdad, entendí que las barreras infranqueables de la nada
eran el todo, que la revolución partía por comprender que el
verdadero sentido de la existencia era que carecía de sentido.
Por eso mismo, cuando lo encontré debajo del montón de
escombros de la carpa que se derrumbó y que el mismo me
ayudó apilar, cobijado en un agujero, con su celular a la altura
de sus ojos, aterido de frío, con la mirada perdida en la niebla
de las imágenes que se repetían sin césar, noté que pese a lo
chocante de la escena, esbozaba una sonrisa, y esa sonrisa era
de absoluta calma y tranquilidad.
Entonces abrió la boca y el ruido me absorbió.

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Esta página ha sido dejada en blanco intencionalmente
alumbra
maielis gonzález fernández
Maielis González Fernández (La Habana, 1989) ha publicado los
libros Los días de la histeria (Colección Sur, 2015), Sobre los nerds y otras
criaturas mitológicas (Guantanamera, 2016) y Espejuelos para ver por
dentro (Cerbero, 2019), además de haber aparecido en revistas como
Próxima y antologías como Alucinadas II (Lektu, 2016). Sus artículos y
ensayos sobre ciencia ficción y literatura fantástica se han publicado en
varias revistas y antologías en Estados Unidos, Suecia, Argentina, España
y Cuba.
I
Miras tu reloj de pulsera. Las nueve y cuarto. Tienes quince
minutos antes de que el corte de luz deje la calle totalmente a
oscuras. Caminas todo lo rápido que dan tus piernas de tobillos
hinchados. En el barrio en que vivías antes una negligencia
como esta te podía costar un buen susto. No la vida, eso es
verdad, porque todavía te encontrabas en la zona tres de la
colonia y la civilidad no se había perdido por completo. En tu
antiguo barrio no ocurría lo que en la zona cuatro y las villas
de la última periferia; esas historias de pandillas asaltando a
punta de pistola para robar un par de zapatos o una bolsa
con comida. En esos lugares la luz eléctrica era un cuento
de ciencia ficción narrado alrededor de una hoguera, en que
cocinaban los últimos gatos del vecindario. Pero tú ahora vives
en la zona dos y aquí, incluso, programan los cortes de luz y
piden disculpas si no se cumple con lo establecido. Parecería
que el país entero no está dando los últimos coletazos antes
del apocalipsis absoluto.
Pero a ti nada de eso te importó. En todo lo que podías
pensar era en esos chocolates que se te antojaron. Los
chocolates de tu infancia. Del tiempo en que las bodegas no
pedían tu tarjeta de racionamiento antes de despacharte lo

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más elemental. Aquí, en la zona dos, eso también es distinto.
Puedes ir a una tienda y pedir que te despachen los chocolates
de tu infancia sin tener que enseñar un papel que diga que
los mereces, que te tocan. Aun así, en el fondo piensas
que no estás en el derecho de comerte esos chocolates, de
desear siquiera hacerlo, si más de la mitad del país se muere
de hambre. Sin embargo, ahí estás sujetando la bolsa de tu
compra con más fuerza de la que se requeriría.
Ahora caminas con la preocupación de si alcanzarás la
puerta de entrada al edificio antes de se apaguen al unísono
todas las farolas de la avenida. La paranoia te ha carcomido
y sientes que alguien te vigila, que te siguen los pasos. Volteas
la cabeza a cada tanto. No ves a nadie, pero percibes una
presencia que te acosa. Solo te quedan unos metros. Respiras.
Sientes el cansancio y la pesadez de tu cuerpo tirar de ti.
Miras hacia atrás una última vez antes de buscar la llave y
abrir la pesada portezuela de picaporte dorado, que conduce
hacia un lugar que es más seguro, pero que tampoco es tuyo.
Excepto esos chocolates que llevas en la bolsa y algunos
ridículos ahorros en la cuenta de un banco que bien podría
quebrar mañana, en tu vida, en estos momentos, nada te
pertenece. Pero tú estás bien. Estás muchísimo mejor que la
mayoría. Y además, tienes a Silvia.

II
La televisión está encendida en uno de los canales privados.
Una presentadora pelirroja habla, haciendo demasiado
énfasis en la pronunciación de las erres, sobre el inesperado
éxito que durante las previas arrojó el partido de «los verdes»
entre las generaciones más jóvenes, lo que les ha permitido

184
alcanzar una mayoría aplastante. Silvia está sentada con las
piernas cruzadas en esa postura que parece de yoga y le está
prestando toda su atención a la tele. Tú, a su lado, haces lo
mismo. Pero estás fingiendo. Cada tanto te aventuras y, de
reojo, miras en dirección a tu amiga. El primer botón de su
pijama está sin abrochar y sus pechos asmáticos suben y
bajan al compás de la respiración. El contorno les brilla por el
Vaporub que hace poco se untó en cantidades industriales. Y
tú comienzas a imaginarte como sería volver a acariciar esos
pechos. Tu estado te tiene las hormonas revueltas y en las
últimas semanas solo atinas a masturbarte pensando en ella.
—Mañana la cosa va a arder en la oficina. —Oyes que
dice sin despegar los ojos de la pantalla—. ¿Estás segura
de que vas a poder ir a la reunión con Acela? —Silvia se da
vuelta y te mira a la cara, poniendo en la suya una expresión
preocupada.
—Sí, ya me siento mejor. Creo que me cayó mal algo
que comí en el almuerzo. Posiblemente el chocolate. Fue un
cólico común y corriente. No tiene nada que ver con el bebé.
Silvia se sonríe y te toca la panza hinchada. Luego apoya
su oreja sobre ella y espera. El corazón te da un vuelco e
instintivamente te aprietas con los muslos la entrepierna
húmeda.
—¿Y a ti se te alivió el asma? —dices para disimular tu
turbación.
—Sí, ya. Fue algo nervioso. Cuando me dijiste que te dolía
me asusté muchísimo. —Ahora hace círculos con sus dedos a
ambos costados de tu barriga cincomesina sin separar aún su
oído de ella. Te empiezas a poner nerviosa. —Si le pasara algo
al frijolito yo creo que me muero —te dice tu mejor amiga.

185
En eso oyes el cerrojo de la puerta traquetear. Héctor
llega cargado de bolsas con verdura. Silvia se separa de tu
barriga y salta a sus brazos.
—¡Mi amor! Cómo te demoraste. ¿Oíste las noticias?
¡Mayoría aplastante, muñeco! —Y le planta un beso sonoro
en los labios.
—Sí, lo escuché en la radio. Increíble. ¿Será que Acela va
a ganar, en serio, las elecciones?
—Qué triste es que tu propio esposo no confíe en ti…
¡Claro que va a ganar! ¿O no ves a quiénes tiene en su equipo
para la campaña? —se vanagloria Silvia señalándote a ti y
luego señalándose a sí misma de arriba a abajo. Tú haces
como que te sonrojas.
—Por favor, Silvia, yo soy allí una simple secretaria. Te
tiene a ti…
—Hola, Vicki, ¿cómo estás? —te saluda Héctor con la
cordialidad desconfiada de siempre, mientras pone las bolsas
sobre la meseta de la cocina.
—Bien, gracias. Ya estoy bien.
Héctor mira a Silvia confundido, como pidiéndole una
explicación.
—No fue nada —responde tu amiga haciendo un esfuerzo
para poner cara de despreocupación—. Que a Vicki le cayó
mal un chocolate que comió y le dio cólicos. Pero ya está.
La cara de Héctor va volviéndose una máscara de disgusto.
—¿Por qué no me avisaste? ¡Hubiéramos ido al hospital!
—Te digo que no fue nada —replica tu amiga.
—¿Y por qué la dejas comer esas porquerías? Me la paso
trayendo comida real a esta casa, dándote a leer artículos
sobre salud… ¿Y para qué, si después la dejas atragantarse
con cualquier basura?

186
—Héctor, la culpa es mía. Tuve un antojo y no me pude
resistir.
—Sí, Vicki, la culpa es tuya. Tú firmaste un contrato y es
tu obligación traer al mundo a ese niño sano y salvo. Si sabías
que no eras capaz de resistirte a un antojo, pues te hubieras
negado a tiempo, no después de recibir un tremendo salario
durante cinco meses…
—¡Héctor! ¡No le puedes hablar así! ¿Qué te crees?
Vicki no es una incubadora humana que alquilaste en el
mercado negro paquistaní, es mi mejor amiga y deberíamos
estar eternamente agradecidos de lo que está haciendo por
nosotros.
Silvia vuelve a agitarse. Da grandes bocanadas y tú te
preocupas. Vas rápido al cuarto a buscar su aparato para el
asma. Al regresar a la sala ves que Héctor la está abrazando.
Le entregas el inhalador y ella lo dispara dos veces dentro
de su boca.
—Pérdoname, Vicki —te dice Héctor—. No tenía ningún
derecho…
—No te preocupes. Entiendo que todos estemos
nerviosos. No hay nada que perdonar.
Ves que tu amiga vuelve a sonreír con gratitud y tú te
disculpas y te retiras a tu habitación a lo que sea, con tal
de no estar cerca de ellos dos. De todas maneras, dentro de
una hora tocará el próximo corte de luz. Prefieres que te
encuentre a solas, en la quietud de tu cama. Ruegas porque
esta vez Héctor haya regresado exhausto del trabajo y no
tenga las energías suficientes para mantener una erección
por esos cinco minutos que suele durar la cabalgata de Silvia
sobre su cuerpo, mientras jadea y finge que está teniendo un
orgasmo.

187
—Estoy muerto de cansancio. —Lo escuchas decir desde
la sala. Un bufido y los muelles del sofá crujiendo bajo su
peso. Respiras aliviada y pasas el cerrojo a la puerta de tu
habitación.
Apenas oyes el clic, que separa de manera tan frágil
tu mundo del de ellos, llega la oscuridad. El apagón se ha
adelantado varios minutos. Tanteas con tus manos torpes
sobre la mesita de noche hasta encontrar la pequeña linterna
de pilas de litio que te ha acompañado desde que los cortes
de luz se volvieron habituales, hace cinco años atrás. La
enciendes, te tranquiliza el sonido que produce el pequeño
botón cuando es pulsado por tu dedo pulgar. Siempre te dio
miedo la oscuridad. Por lo menos, en el barrio donde viven
Héctor y Silvia los cortes son más espaciados. Donde vivías
ocurrían todo el tiempo y, por supuesto, sin ningún tipo de
programación. Te acuestas de lado, con la linterna apretada
en tu puño. No tienes sueño aún. Te entretienes espiando
las sombras que proyectan los objetos del cuarto sobre las
paredes claras. Entonces escuchas que Silvia comienza a
jadear en la habitación contigua y vuelves a apretar el botón
de la linterna, deseando desaparecer tú también en la espesa
oscuridad.

III
Las oficinas del equipo de Acela son bastante modestas. Eso
ha sido parte de su estrategia. Un líder del pueblo y para
el pueblo. Que no gasta en propaganda. Cuya campaña se
difundió a través de activistas y youtubers, como una marea
de likes que inundó la Red Nacional durante los últimos
meses. Y Silvia ha sido la responsable de eso. La community

188
manager; la mente despierta detrás de cada hashtag y cada
retwit. Así que esta ronda de aplausos y achuchones que le
está dando el equipo entero, y Acela con más entusiasmo que
nadie, es totalmente merecida.
Ves cómo tu amiga se ruboriza y sonríe hasta que sus
ojos se convierten en dos líneas que desaparecen debajo
de las tupidas cejas. Es tan hermosa. Te gustaría acercarte
y abrazarla, darle un beso en los labios delante de todos,
pero sabes que algo así es imposible. Prefieres quedarte en
la periferia del jolgorio, sentada en la silla más cómoda, que
han acercado para ti. Miras al techo y ves girar las aspas de
los ventiladores. De todos modos hace un calor terrible en la
oficina. Una gota de sudor te baja por la sien.
La barriga empieza a ser cada día más pesada y tu columna
vertebral es un línea dolorosa que te recorre la espalda y te
divide el cuerpo al medio. Han sido muy duros estos meses.
Nunca imaginaste que tu cuerpo tendría que pasar por esto.
Desde muy jovencita decidiste que no tendrías hijos. ¿Para
qué? ¿Para qué traer niños a este mundo de mierda? ¿Para
qué perpetuar tus genes miopes y neuroastínicos? Pero
Silvia no pensaba igual. Silvia se creyó morir cuando las
pruebas concluyeron que nunca podría ser madre.Y tú harías
cualquier cosa por que tu mejor amiga fuera feliz.
Acela habla con su voz cadenciosa. Todos hacen silencio.
—No podemos dar por nuestra la victoria.Y si ganáramos,
estaríamos tan solo al inicio del camino. Tal y como están las
cosas, convertirse en el presidente de este país es casi una
maldición. Pero estoy convencido de que podremos sacar a
flote este barco que se hunde en el pantano de la corrupción
y la desidia. ¡Por el futuro verde y limpio que nos merecemos!

189
—¡Por el futuro verde y limpio que nos merecemos! —
repiten a coro.
Todos vuelven a aplaudir y Acela se dirige a la puerta
de salida. Camina en tu dirección. Cuando pasa por tu lado
te sonríe displicente. No debe conocer siquiera tu nombre.
Eres una voluntaria más. Ni te interesaba la política antes que
Silvia comenzara a trabajar en el partido y te comentara que
necesitaban toda la ayuda posible. Tú le devuelves la sonrisa
al que muy probablemente sea, dentro de pocos meses, el
presidente de la nación.
Una vez que sale el jefe de la oficina todo retorna a la
normalidad. Los ruidos habituales comienzan a inundar
el espacio. Sillas que son arrastradas, fotocopiadoras e
impresoras que chirrían, teléfonos de molestos timbres.
Intentas incorporarte y volver a tu escritorio. Una colega se
acerca a ayudarte.
—¡Uf, cómo estás, Victoria! ¿Tienes ya fecha? —Te toma
de la mano.
—Para abril. Finales, lo más probable.
—Vaya, un tauro. Si sale testarudo como la madre va a
hacer cosas grandes e importantes en la vida.
—Ya lo creo —respondes y no puedes evitar mirar a Silvia
con orgullo. Tu amiga continúa recibiendo felicitaciones y
palmadas en las espaldas.
—Es muy bonito esto que estás haciendo, Victoria. No
todo el mundo tiene un corazón tan bueno.
—No es ningún problema para mí.
—Ah, eres un ángel. Pero ahora tienes que cuidarte mucho…
—Sí, lo sé. Llevo un régimen muy estricto y…
—No estaba hablando de eso. Ya sabes… Ahora que es
evidente tu embarazo, no te conviene andar sola. Cada día

190
se ponen más temerarios los abortistas maniáticos estos. A
la prima segunda de una amiga se la llevaron el mes pasado.
Estaba en su sexto mes.Y se lo hicieron abortar a la pobrecita.
—Perdón, pero yo no me creo…
—Ya, también piensas que es propaganda político-
religiosa. Yo también lo creía al principio. Los medios no han
querido que se sepa. Pero es la pura verdad. Esos progresistas
aborteros están secuestrando mujeres y matando a sus bebés
para sabotear al Estado. La prima segunda de mi amiga
apareció tirada en la última periferia luego de una semana
desaparecida. Viva, pero loca. ¡Le abortaron a su bebé esos
demonios! Tienes que tener mucho cuidado.
—Muy bien. Lo tendré —respondes para quitártela de
encima. Pero ni siquiera logras deshacerte de su mano que
aún aprieta la tuya. La espalda te vuelve a doler. Quieres
largarte de la oficina. Recostarte un rato.
—Sé que no me crees —insiste tu compañera—. Pero
esta información la conocen los candidatos. Acela maneja
perfectamente las estadísticas de los secuestros y los abortos
obligatorios. Pregúntale a tu amiga. Ella debe saber.
En ese momento la oficina queda a oscuras. Las aspas
de los ventiladores de techo ralentizan su movimiento hasta
quedarse quietas. Tu compañera de trabajo te suelta al fin la
mano.
Tú le sonríes y te alejas. Sobre tu escritorio hay un bulto
de papeles del que te debes encargar.

IV
En la noche preparas la cena con Silvia. Héctor ha salido esa
misma tarde a un viaje de trabajo interprovincial. Sabes que
tu amiga está un poco decepcionada, pues esperaba celebrar

191
con él, en algún restaurante lujoso, la victoria en las previas.
Así que, para que se distrajera, le propusiste cocinar juntas
algo especial. Ella aceptó con un poco de desgana, pero en
cuanto empezó a recordar cómo era la receta del risotto de
champiñones que solían preparar cuando compartían piso
en la Universidad, para los casos en que hubiera algo que
festejar, se fue animando.
Ya el risotto está servido. El humo se levanta, blanco,
de los platos. Ambas esperan a que esté menos caliente y
se miran a la cara sin decirse nada. Entonces tú recuerdas
la conversación de la mañana y comentas, para romper el
silencio:
—¿Es cierto que Acela maneja estadísticas de los abortos
esos?
Silvia sopla el arroz con sus labios de niña pequeña.
—Todos los políticos manejan esas estadísticas. Es un
tema urgente que está en cada una de las agendas de los
candidatos. —Te mira con mala cara—. Sabes perfectamente
lo que piensa Acela del tema: educación para sensibilizar
a la gente y hacerla entender que están acabando con una
vida. ¿No sé a qué viene eso ahora? —Silvia parece estar a la
defensiva. Conoce perfectamente que no coincides con ella.
—No, Silvia. Los abortos que hacen los de la secta esa.
¿Son verdad? ¿No es un cuento de los de la Iglesia para
difamar a los progresistas?
Lamentas no haber sido más clara. No soportas cuando
Silvia se pone a hablar de esa manera. Repitiendo el guión. Tú
siempre estuviste de acuerdo con aprobar una ley de aborto y
es lo que más le reprochas a Acela y su supuesto progresismo.
Pero no tienes ganas de discutir ahora.

192
—¿Por qué quieres hablar de eso, Vicky? ¿Acaso te gusta
ponerme nerviosa? No quiero pensar en esas aberraciones.
—¿Aberraciones? ¡Entonces es verdad! Es cierto que hay
gente por ahí secuestrando mujeres embarazadas y…
—¡Basta, Vicky! —Silvia da un golpe en la mesa y se
levanta súbitamente de su silla. Te pega un buen susto. Se
dirige al baño y se encierra allí. El eco del portazo se prolonga
en tus oídos por demasiado tiempo.
Te asustas. Pocas veces has visto a Silvia tan furiosa.
Dudas sobre qué será lo mejor para hacer en esa situación. El
risotto se ha enfriado lo suficiente para dejarse comer, pero
ya no tienes hambre. Recoges los platos y almacenas el arroz
en unos botes plásticos que guardas en la nevera. Demoras
unos minutos, pues ahora te mueves con la lentitud de quien
camina bajo el agua. En ese tiempo no oyes un solo sonido
salir del baño.
Mientras friegas los platos, poco a poco, una rabia te
va carcomiendo. Sube del estómago calentando todo a su
paso, hasta llegar al pecho e instalarse allí. Estás cansada de
ser la que cede siempre. Te secas las manos con el paño de
cocina, dejas los platos a medio fregar y te diriges a tu cuarto.
También das un portazo. Silvia tiene que saber que tú, igual
que ella, sabes dar portazos y hacer salidas dramáticas.
Te recuestas en tu pequeña cama. Justo en ese momento
caes en la cuenta de cuán cansada estás. Las piernas hinchadas,
las sienes latiéndote. Cierras los ojos y te concentras en tu
respiración; en notar cómo tu hinchada barriga sube y baja
con ella. La rabia va pasando. Piensas en Silvia otra vez, pero
no en la Silvia que ha formado el show y se ha encerrado
en el baño. Recuerdas la Silvia de otro tiempo, la que se

193
desnudó ante ti la noche aquella en que realizaron el ritual de
fertilización.
Tu amiga, siempre tan New Age, había querido sellar su
acuerdo de aquella manera. Héctor entregaría su esperma
para que fecundara un óvulo anónimo y la simiente germinara
en ti. Pero eso dejaba a Silvia fuera de la ecuación. Ella
necesitaba formar parte, fusionarse contigo; así te lo explicó.
Y la mejor manera de llevar a cabo esa fusión sería haciendo
el amor aquella noche… a escondidas de Héctor —claro—,
quien no comprendería ni aprobaría ese comportamiento
entre dos mujeres. Tú sospechas que esa fue la mejor manera
que encontró ella para pagarte por lo que te comprometiste a
hacer. Silvia siempre lo ha sabido todo. Y en su desmesurada
bondad y complacencia determinó abrir sus piernas para que
tú le lamieras el clítoris una y otra y otra vez hasta que ella
alcanzara el orgasmo; para que tú metieras tus dedos dentro,
con desespero, como si intentaras hurgar en sus entrañas
hasta hallar esa parte averiada de su ser que no le permitía
amarte, cuando ella era todo lo que tú querías y deseabas en
la vida.
Tirada en la cama piensas en Silvia desnuda, con las
piernas abiertas, poniendo a tu disposición su vulva rosada y
nítida. Piensas en el sabor que tenía su sexo, en la humedad
que chorreó por tu barbilla y que mojó las sábanas. Ahora
vuelves a estar tan excitada como aquella noche y te tocas.
Tocas tu propio clítoris; el que ella se rehusó a lamer, alegando
asco. Te masturbas con alevosía, casi dolorosamente; y el
orgasmo llega acompañado de temblores, pero también de
un llanto amargo que ahogas contra tu antebrazo.
Te quedas quieta. No puedes calcular por cuánto tiempo.
Un sueño pesado comienza a asediarte cuando escuchas

194
la puerta del baño abrirse con un chirrido. Los pasos leves
de Silvia se dirigen a tu puerta y esperan allí un momento
demasiado largo. Luego, tu amiga toca. La manera dubitativa
en que lo hace te parece el prólogo de una disculpa.
Demoras un poco en reaccionar e incorporarte del colchón.
Ella insiste con sus nudillos. Ahora susurra tu nombre. Abres
la puerta con malhumor y te quedas mirándola en silencio.
Ella se acerca con lentitud a ti. Duda, pero termina por
abrazarte. Su abrazo es un gesto vacío, como el abrazo que
da un adulto al oso de peluche que lo acompañó durante la
infancia y al que ya no quieres igual.
—No sabes la de cosas horribles que he tenido que ver
en Internet —dice tu amiga con voz queda y tú la miras con
extrañeza—. Sí. Internet no es lo que conoces. Las redes
sociales, la noticias, los sitios de citas… Lo que nos dejan ver;
la Red Nacional. Esa es la punta del iceberg.
—Ya sé, Silvia, pero qué tiene que ver eso con lo que te
pregunté.
—Vivimos aquí, en nuestro paisito de mierda —Silvia
habla mirando al vacío, como si tú no existieras—, en nuestro
estado de sitio permanente y ni siquiera sospechamos cuáles
son los caminos por los que la ciencia ha seguido avanzando
en los países verdaderamente desarrollados. Nosotros vivimos
en un simulacro de «vías de desarrollo» y nos autoengañamos
pensando lo contrario. Esto está a punto de estallar y los que
más van a perder van a hacer cualquier cosa por evitar que
eso suceda. Siempre lo hemos sido y continuamos siendo las
tierras de pastoreo para los poderosos. Somos reses para ellos.
Y de las reses se aprovecha todo, Vicky. La carne, la sangre, la
piel, las vísceras…
—Silvia, me estás asustando…

195
Tu amiga pestañea como saliendo de un trance y sonríe
absurdamente. Es más una mueca que una sonrisa.
—No me hagas caso. Estoy agotada. Es eso simplemente.
Y que no quiero que te pase nada. Me angustio mucho de
pensar que algo malo te pudiera suceder. A ti, Vicky. —Y te
mira a los ojos de una manera ignota y penetrante.
Y tú te envalentonas. Te alejas un par de centímetros y te
acercas nuevamente para besarla en la boca. Silvia no se deja,
se separa de ti con un empujón y te pregunta si te volviste loca.
Le dices que no, le gritas que la quieres y la miras desafiante.
—Sí. Estás loca… —masculla y se va de la habitación con
una expresión de incredulidad.

V
Necesitabas que te diera un poco el aire. Este vecindario es
lo suficientemente seguro como para dar una caminata a las
diez de la noche. Aun así, te mantienes alerta. A cada rato
miras por encima de tu hombro.
El aire frío de la noche te refresca las mejillas. Ya no
estás llorando. Crees que te hartaste de llorar. De Silvia y
del universo que gravita a su alrededor. La calle está vacía a
pesar de ser una avenida bastante ancha y transitada en las
horas de la mañana. Ves que la luz de la farola más cercana a
ti parpadea. La miras preocupada, pero sabes que esa noche
no hay programado ningún corte de luz.
El tintineo de la farola te ha puesto nerviosa. No te gustaría
encontrarte en medio de la calle durante un apagón. Decides
dar media vuelta y regresar a la casa de Silvia. Debe estar
encerrada en su cuarto. No se verán hasta la mañana, en que
fingirán que nada pasó. Piensas que solo tienes que aguantar
cuatro meses más. Le entregarás a su hijo y desaparecerás

196
para siempre de su vida, como debiste hacer desde hacía
mucho tiempo.
La farola vuelve a tiritar y tú apresuras el paso.Tus zapatos
resuenan exageradamente contra el asfalto. El silencio es tal
que cualquier ruido se magnifica. De repente, escuchas otros
pasos acompañar el sonido de los tuyos. Miras por encima
del hombro. El corazón te ha dado un vuelco. Una figura
camina en la misma dirección que lo haces tú, a unos treinta
metros tras de ti. Maldices tu miopía. La vigilas. Te duele el
cuello de mantenerlo así doblado y caminar a esa velocidad.
Estás temblando y tropiezas. No trastabillas o resbalas, chocas
contra algo contundente. El cuerpo de una persona que no
entiendes cómo llegó ante ti sin que lo notaras. Es un hombre
muy alto y corpulento. Nunca habías estado frente a alguien
de tales proporciones. Viste totalmente de negro y poco más
alcanzas a ver antes de que ponga una funda en tu cabeza y
te levante en peso.
Gritas, el hombre te deja caer y entonces recibes un golpe.
En el estómago. Te hace doblarte del dolor.
—¡Qué haces, animal! A ver si vas a dañar el feto… —La
voz te llega de atrás. Debe ser de la persona que caminaba
hacia ti. Oyes el taconeo de sus zapatos acercarse en una leve
carrera. Tú estás en el suelo hecha un ovillo, aún con la funda
en la cabeza. Te frustra saberte tan cerca de la entrada al
edificio de Silvia. El dolor no te deja ni pedir ayuda. A través
de la gruesa fibra solo percibes sombras en movimiento. Te
sientes desfallecer—. Trae, que la voy a dormir.
El hombre corpulento te sujeta con fuerzas los brazos.
Sientes la punzada de una inyección en el cuello y pierdes
totalmente el sentido.

197
VI
Cuando abres los ojos la oscuridad predomina. Te sientes
adormecida y el cuerpo te pesa muchísimo, más de lo que ya
te has acostumbrado a que pese. Estás sobre una camilla en
una precaria bata de hospital. Te silban los oídos; te posee una
sensación de vértigo. Entonces lo percibes, un dolor agudo te
muerde las entrañas. Logras mover los brazos y llevártelos al
abdomen. Una fracción de segundo antes de que tus manos
entren en contacto con el bulto en tu barriga presientes que
este ya no estará en su lugar. Cuando tus dedos tocan el
abdomen, acrecienta el dolor. Gimes y de una vez corroboras
que tu embarazo ha desaparecido.
Tratas de incorporarte y sientes que tu cuerpo se rasga
en muchos pedazos. Apartas la tela desgastada de la bata y
ves la cicatriz. Una línea enrojecida que recorre tu barriga
todavía hinchada, pero definitivamente vacía. Lo pedazos
de tu carne que fueron abiertos para robar tu feto han sido
pegados de vuelta. Usaron alguna clase de biopegamento de
alta tecnología, en lugar de suturarlos. Palpas cuidadosamente
con tu dedo la cicatriz dura. Piensas que la marca que dejará
será prácticamente imperceptible; como si nunca hubieras
alumbrado, como si ese episodio en tu vida pudiera borrarse
para siempre.
La cabeza se te ha ido aclarando desde que volviste en ti.
Ahora te das cuenta de que lo primordial es escapar, como sea,
de ese lugar. Intentas ponerte de pie y tus piernas flaquean.
Te agarras de la camilla hasta que te logras estabilizar. Das
pasos tambaleantes hasta la puerta. La abres apenas y espías
por la rendija. Del otro lado hay un pasillo desolado y oscuro,

198
pero al final, se percibe lo que parece ser la luz de la luna.
Te decides. Caminas descalza por el suelo de granito. Tus
ojos se acostumbraron a la oscuridad y comienzas a percibir
los detalles del lugar. De las paredes del corredor cuelgan
cruces de madera y cuadros enormes con motivos religiosos.
Lo que está al final, descubres, es el umbral que da acceso a
una extraña capilla al aire libre, ubicada al centro de un patio
interior.
Pareces encontrarte en alguna clase de monasterio. Te
preguntas si estará abandonado y ya has dado unos pasos en
pos de los banquillos de madera de la capilla, cuando sientes
un estruendo y el sonido de muchos pasos que caminan
unánimemente, como si se tratara de una marcha militar. Se
te acelera el corazón. Te pegas a una columna para evitar que
te descubran y los ves pasar por el piso superior. Un grupo
de, al menos, veinte monjes, con sus hábitos oscuros, caminan
de dos en dos, con la cabeza gacha. Tienes que desaparecer
de allí. Te mueves lo más sigilosamente que puedes e ingresas
en una habitación que te conduce a otra y luego a un pasillo
oscuro. Finalmente llegas a una estancia mucho más amplia
que las anteriores y sin ningún tipo de muebles, excepto por
unos armatostes ubicados al final, a los que te acercas por
inercia, luego de cerrar la inmensa puerta de madera con
suavidad.
Todo el cuerpo te tiembla y el abdomen te da unos
retortijones que arrancan lamentos que te esfuerzas por
suprimir. Te sientas en el suelo, pegada a la pared entre
dos de los armatostes, que ahora te parecen tanques para
almacenar agua potable. Quisieras echarte a dormir allí
mismo; pero apenas puedes relajarte, pues escuchas el ruido

199
del picaporte de la puerta de la habitación siendo abierto.
Gateas hasta colocarte detrás de uno de los tanques. Es un
espacio estrecho e incómodo. Para tu suerte la habitación está
demasiado oscura.
Han entrado dos hombres. Uno de ellos grita en susurros
exasperados.
—¡Pedazo de imbécil, cómo que no sabes dónde está! —
Es la voz del que te persiguió y clavó el tranquilizante en tu
cuello.
—Le pido encarecidamente que modere sus palabras,
Marcelo. Usted me debe respeto. Esta es mi casa y la de
Dios…
—Basta ya, padre. Déjese de protocolos. Los negocios
son los negocios y ustedes han metido la pata hasta el fondo.
¿Cómo van a dejar que una de las proveedoras ande suelta
por el monasterio?
—No sabemos cómo pudo ocurrir. Le administramos las
dosis correctas de tranquilizantes. Al parecer despertó antes y
no había nadie cuidándola… Era la hora de la penitencia.Tiene
que entender que, si bien Dios nos encomendó esta tarea, la
llevamos a cabo con mucha misericordia y constreñimiento,
y la penitencia es sumamente necesaria para…
—¿De qué me está hablando, padre? —El tal Marcelo
da un puñetazo contra la pared. —¡Dios no tiene nada que
ver en esto! —Ya ha dejado de susurrar; ahora simplemente
grita—. Los magnates de ERE, esos son los verdaderos dioses
en esta historia, padre. Los que van a sacar de la inmundicia
a este país. Y ustedes solo tienen una tarea que hacer en todo
esto: velar porque las proveedoras donen su materia prima y
sacarlas de aquí ¡sin que anden deambulando por los pasillos

200
de la instalación! —Sus alaridos provocan un espantoso eco
que incrementa tus temblores.
—Yo sé que tú no eres muy devoto, Marcelo, pero yo…
—El padre sigue hablándole con ecuanimidad—.Yo tuve una
revelación antes de aceptar participar de esta… de esto. Dios
se me presentó en la forma de una colonia de hormigas y me
dijo que esta era la única manera de acabar con la depravación
y la miseria de este país. Que las almas de esos niños eran la
ofrenda que debíamos pagar. Y hemos de obedecer, tal como
lo hizo Abraham cuando el mismo Dios le pidió el sacrificio
de su hijo…
—Padre, usted cuéntese las historias que quiera para
justificar sus actos. Pero no le voy a permitir que ponga en
riesgo mi negocio…
Se escucha un forcejeo y el ruido de lo que parecen golpes.
—Dígale a sus hermanos que busquen a esa mujer antes
de que pase algo —ordena, otra vez en un murmullo.
El padre gime como contestación. Marcelo sale dando un
portazo.Tú afinas el oído y escuchas que el padre se ha puesto
a rezar. Estás entumecida, pero sabes que no puedes provocar
ni el mínimo ruido. Al rato sientes al padre moverse. Abre la
puerta y espera un momento. Una luz se escurre por ella y el
haz que dibuja atraviesa la habitación e ilumina el tanque a
tu lado. Tratas de encogerte lo más que puedes. Te da miedo
ser vista. Y es cuando lo notas. Los tanques entre los que te
has refugiado son de un vidrio verdoso y traslúcido y dentro
de ellos, en un líquido de consistencia espesa, flotan cientos
de fetos conectado a un motón de cables diminutos. Te llevas
las manos a la boca para no gritar. Sientes la arqueada y el
vómito subiendo por tu garganta. La puerta de la habitación

201
se cierra con un leve clic y el vómito sale de tu boca como un
proyectil que te salpica las piernas.
Jadeas. Los ojos se te empañan de lágrimas.Te levantas del
suelo y te alejas del charco de vómito y de los tanques. Ahora,
incluso en la oscuridad, ya te es posible percibir los pequeños
cuerpos deformados flotando en el líquido. Te armas de
valor y te acercas al vidrio. Hay letras estampadas en él.
Una frase. Primero en árabe, luego en inglés y finalmente en
español: «Empresa de Remplazo Energético. Biocombustible
Embrional».

VII
No sabes cuánto tiempo pasas mirando, con ojos
desorbitados, los tanques. Te diste cuenta de que a cada tanto
uno de los fetos mueve de manera espasmódica alguna de sus
extremidades. No eres consciente del todo, pero has estado
buscando al feto que llevaste en tu útero por cinco meses, al
hijo de Silvia y Héctor. Es una búsqueda inútil, pero también
inevitable. «Somos reses para ellos.Y de las reses se aprovecha
todo». Un ruido del otro lado de la puerta te devuelve a la
realidad y a la premura de salir de ahí. Oteas la habitación
en busca de alguna otra salida y descubres una especie de
trampilla en una de las esquinas. Te introduces por ella a gatas
y sin pensarlo mucho. Escuchas ruidos de gente moviéndose
de aquí para allá; seguramente buscándote.
La trampilla te ha llevado por un estrecho conducto
hacia otro patio. Este no tiene nada que ver con el patio
interior donde estaba la capilla. Está descuidado y lleno de
chatarra. Las hierbas silvestres se han ido apoderando del
suelo, emergiendo por las junturas de las lozas, y esa visión
te sobrecoge. El patio colinda con un muro de no mucha

202
altura. Sospechas que del otro lado del muro está la calle, tu
escapatoria. Te echas a correr. La adrenalina ha quemado el
dolor de tu cuerpo como combustible. En otras circunstancias
no te hubieras imaginado capaz de trepar ese muro; pero en
estas, lo sorteas con inusitada facilidad. Caes de pie, como los
gatos, y sigues corriendo hasta llegar a la esquina y perderte
por una callejuela que se ramifica en muchísimos caminitos
de tierra. La luna hace mejor su trabajo de iluminar el paisaje,
a falta de la competencia de otras fuentes de luz.
Cuando tienes que parar de correr, porque te ahogas
y porque el dolor ya regresó, ahora más intenso, miras
analíticamente a tu alrededor y confirmas tu sospecha: estás
en la última periferia. El paisaje polvoriento y descolorido
de casitas amontonadas, los basureros recién incendiados y
aún humeantes, la surreal desolación… no te permiten tener
dudas. Caminas apretándote el abdomen y te sientes perdida
y sola. Sin embargo, en algún recóndito lugar de tu mente
algo te está gritando que también —y quizás por primera vez
en tu vida— eres libre.

203
Esta página ha sido dejada en blanco intencionalmente
lactar
para defenderse
hank t. cohen
(a.k.a. camilo ortega)
Hank T. Cohen (a.k.a Camilo Ortega) (Bogotá, 1990) ha publicado
el libro de relatos El Pornógrafo (Ediciones Vestigio, Bogotá, 2019), y sus
cuentos han aparecido en las antologías Criaturas Artificiales, Cuentos de
terror para peluches, Cronómetros para el final de los tiempos y Quiero la
cabeza de Bram Stoker, además de las revistas Phoenix y Bacánika. Esta es
la primera publicación de “Lactar para defenderse”.
Oh right, so it’s weird to drink milk from someone you
know, but to drink milk from another species, some
cow you’ve never met, that’s fine, is it?

Jeremy Usborne

Me fui a vivir con mi tía Yolanda cuando Mamá se rindió


conmigo y se aburrió de tenerme desempleado después de
salir de la universidad. Su idea era que yo viajara a la ciudad
mientras mi tía me mantenía vivo y que yo luego le pagara
la estadía con mi primer salario; incluso esperaba que yo
encontrara una esposa. Mamá era bastante ambiciosa con mi
futuro, aunque a veces creía que yo no tendría uno bueno.
Al esposo de mi tía lo habían desaparecido antes de que
yo naciera, decían que había sido por un problema de faldas.
Le dejó la casa a ella, que no la vendió ni la arregló porque
se negaba a creer que su esposo estuviera muerto. Así que la
casa quedó suspendida en un martes eterno, el mismo en el
que él se fue, acumulando polvo y concentrando un fuerte
olor a guiso de pollo que parecía salir de las paredes. Mi tía
me mostró la casa, la cocina con ollas de barro; el cuarto de
ella daba a la calle, tenía unas cortinas pesadas y una cama
con una cobija cuatro tigres con olor a humedad que parecía
estar pegada a la madera; un baño pequeñito con la regadera
casi encima de la cisterna; una terraza con cuerdas cubiertas

207
de ropa interior que se extendían a lo largo de varias casas y
un cuartucho de ladrillo y tejas de zinc, donde yo iba a vivir.
Dentro del cuarto solo había una cama pequeña sobre
la que mi tía se apoyó para arreglar las sábanas. Ella tenía
un cuerpo regordete que se escapaba por una camiseta
demasiado pequeña, dejando ver las líneas blancas de las
estrías y el mal bronceado. Se había descuidado y hasta había
tenido un par de infartos antes de los cuarenta, lo que la
había dejado con una salud delicada. Cuando notó que yo
no dejaba de verla, se tapó el brazo derecho. Desde pequeño,
Mamá me había prohibido hablar de la quemadura que se
le extendía a mi tía por todo el brazo, un tejido que parecía
que se iba a romper en cualquier momento, pálido y lleno de
arrugas que parecían venas llenas de grasa. Un accidente. La
mirada siempre se me quedaba fija ahí.
Me acomodé en mi cuarto lo que mejor que pude y dejé la
ropa doblada a un lado de la cama, junto a dos revistas porno
con muchas páginas arrancadas que le había comprado a
un amigo hacía algunos años y un reloj de pared que me
había regalado mi papá. Esa colección de cosas resumía, más
o menos, toda mi vida hasta ese momento. En mi primera
noche en la casa el frío fue insoportable, el viento se filtraba
por las paredes de ladrillo y el techo de zinc, no me pude
aguantar las ganas de orinar. Tenía que cruzar la terraza, bajar
las escaleras a oscuras y buscar el baño. Bajé agarrándome de
la pared, oriné y, cuando salía del baño, vi dentro del cuarto a
mi tía. Se había quitado la camisa. Ahogué un grito. Su seno
derecho estaba cubierto de pezones desde la punta hacia la
base, debía haber más de treinta en desorden, como si fuera
una infección. Tuve una erección tan súbita que me hizo
inclinarme del dolor cuando el pene se me dobló un poco en

208
la ropa interior. Mi tía giró hacia la ventana que daba a la calle
y yo subí por las escaleras lo más rápido y callado que pude,
tropezándome con los escalones hasta casi tocar el suelo con
la cara. Llegué a mi cuarto y, como pude, bloqueé la puerta
de metal que no se ajustaba bien y me masturbé tendido en la
cama, intentando no pensar en nada, bloqueando cualquier
imagen que se intentara filtrar en mi cabeza.
Los días siguientes casi no vi a mi tía. Yo desayunaba
temprano lo que encontraba por ahí y me iba a buscar trabajo,
pasaba hojas de vida y me colaba en cuantas entrevistas
pudiera. Igual, no conseguía nada. Creo que yo hablaba bien,
respondía lo que me preguntaban, pero no era suficiente,
estaba pensando en mi tía. Más bien, en ese seno que me
ocupaba las ideas. En las empresas dejaron de hacerme las
entrevistas completas, las cortaban cuando me veían la cara
de imbécil que estaba pensando en otra cosa. Después de
dos semanas de no conseguir trabajo, dejé de buscarlo. Salía
temprano a caminar por el borde del caño que cruzaba varios
barrios, esquivando la basura de en medio del pasto; si tenía
algo de plata que le robaba a mi tía de lo del almuerzo, me
compraba una empanada que me iba comiendo durante la
tarde, haciéndola durar, hasta que en la noche sólo era una
masa amarilla cubierta de mi saliva. No me había masturbado
en ese tiempo, me aterraba qué podría pensar si lo hacía.
¿Es incesto si uno se enamora de una parte muy específica
y posiblemente malformada del cuerpo de una tía? Aunque
también estaba seguro de que me estaba aguantando por si
le volvía a ver el seno, tal vez con más tiempo, en más detalle.
Se me ocurrió un plan mientras babeaba una empanada
paseando por el barrio. Fui a la droguería, compré algunas
pastillas para dormir y las mezclé con jugo. No usé muchas

209
porque tenía miedo de provocar una sobredosis por accidente.
Le ofrecí el jugo a mi tía, quien me dijo que casi no me había
visto, que debía pasar más tiempo con ella. Le hablé casi
hasta media noche y la acompañé a acostarse, subí la escalera
y me quedé en la parte de arriba, a oscuras, esperando a que
ella se durmiera.
Después de un rato me lancé escaleras abajo, prendí la
luz del baño para que algo de la luz llegara a la habitación
de mi tía y me escabullí con cuidado hasta el lado de su
cama. Estaba profundamente dormida. Le levanté la camisa
de la pijama y el seno derecho salió de la ropa; se quedó
más firme que el izquierdo, tal vez porque ese sólo tenía un
pezón. El seno derecho no era muy grande y la piel era más
clara que la del resto del cuerpo. Los más de treinta pezones
estaban cuidadosamente formados, con areolas de diferentes
tamaños cubiertas de bulticos cafés y poros más marcados de
lo normal. Me acerqué temblando mientras que una erección
me estallaba en la ropa interior. Toqué con cuidado el pezón
del centro y me sentí como un idiota por haber escogido
primero el mismo que tenían casi todas las mujeres. Estaba
duro, tal vez como respuesta a mi toque o al frío. Pasé el
dedo con cuidado por las puntas de los pezones, formando
caminos. Mi tía respiraba suavemente y dejé de preocuparme
porque se despertara. A decir verdad, casi me había olvidado
de que ella estaba allí. Presioné los pezones con más fuerza
y todos al tiempo soltaron gotas de leche, como si lactaran
para defenderse. Hundí un poco más el dedo y más líquido se
derramó por los espacios entre los pezones. Quería meterme
esa granada humana en la boca, beber de ella. Acerqué la
cara al seno, pero la erección no me dejaba doblarme mucho
y me asustaba despertar a mi tía al mamar de ella. Fui hasta

210
la cocina, cogí un vaso y regresé al lado de mi tía. Puse el
vaso bajo el seno y presioné la piel; los chorros salieron de
todos los pezones, disparados en varias direcciones. Algunos
cayeron dentro del vaso y uno me dio en los ojos. Mi tía se
movía de vez en cuando, pero parecía dormida.
Regresé a mi cuarto y dejé el vaso al lado de las revistas
porno. El vaso estaba medio lleno de leche. No sabía qué
iba a hacer con ella, pero no podía pasar de esa noche, no
tenía ningún lugar para esconderla. Unté un dedo con leche
y luego me lo metí a la boca. Tenía un sabor algo amargo que
se quedaba en el fondo de la garganta, tal vez por las pastillas
para dormir. Me bebí el resto de un solo trago sin pensarlo
mucho.
Los días siguientes a mi primer vaso empecé a salir
con mi tía, la ayudaba cargando las compras y me quedaba
escuchando historias de cuando ella y Mamá eran jóvenes. A
veces, ella tosía mucho, pero no parecía grave. Me habló de
su esposo y de cómo lo habían desaparecido justo cuando
habían empezado a pensar en tener hijos. En las noches yo le
daba jugos con pastillas para dormir y, más tarde, la ordeñaba
sin falta mientras dormía. Quise buscar otra palabra mejor
que ordeñar, pero no lo hice. En mi cuarto bebí varios litros.
No sé si la leche es materna cuando la mujer que lacta no
ha tenido hijos; eso me dejó pensando un par de días. Volví
a masturbarme a diario después de juguetear con el seno, e
incluso me froté el pene con la mano empapada en la leche
de mi tía hasta que los fluidos se confundían. Parte de mí
imaginaba que ella sabía lo que pasaba, que me había tendido
una trampa desde el primer día, cuando me mostró el seno.
Empecé a desconfiar de mis escasas habilidades con las
pastillas para mantenerla dormida. Tal vez ella sabía cómo

211
quedarse quieta o yo estaba tan distraído con el seno que no
me daba cuenta de que ella estaba despierta. Pero ¿y qué si
era así? Los dos estábamos ganando, entonces.
Yo volví a buscar trabajo, aunque nada grande; conseguí
uno en la tienda del barrio cargando cajas y haciendo
domicilios. No era lo que Mamá hubiera querido, pero me
servía para ayudar a mi tía y comprarme algunas cosas.
Conseguí ropa interior más ajustada para poder moverme
mejor en la noche y un mueble que subí hasta mi cuarto. La
vida había mejorado para los dos. Mi tía limpió un poco la
casa, que se fue liberando del olor a guiso de pollo, aunque
apenas un poco. Había más luz con los vidrios limpios y ella
sonreía más, aunque eso no ayudaba: verla más claramente me
recordaba que era bastante fea y con un aspecto enfermizo.
Ella era algo que había sobrado al hacer a Mamá.
Casi dos meses después de vivir con mi tía, me desperté
ahogado. Era la mitad de la noche y yo no podía mover el
cuerpo, estaba vomitando leche espesa que me llenaba la nariz
y los pulmones con su olor agrio. Intenté gritar, pero apenas
me llené la cara de burbujas blancas que se me metieron
en los ojos como lentes. La leche me bajaba por la tráquea,
dándome arcadas. Sentía que la cabeza me iba a reventar.
La sangre se me acumuló en los ojos y el cuello. Sentí cómo
el corazón se me aceleraba, estallándome en el pecho. Perdí
el conocimiento y desperté hasta después de mediodía. Me
limpié la cara, que estaba cubierta por una capa gruesa y seca
de leche que se había derramado hasta mi vientre. Noté que
había algo en mi pecho: una mancha que intenté quitar con
las uñas y me dolió. Era un segundo pezón que había crecido
a pocos centímetros del original, hacia el centro del pecho. Lo
moví con los dedos hasta que se puso duro, estaba muy bien

212
definido, como los de mi tía. Froté más la punta hasta que
me dolió. Le apreté los lados como intentando reventar una
pústula hasta que un chorrito de leche salió disparado y se me
derramó en el pecho.
Me vestí sin bañarme y bajé al primer piso. Mi tía no
estaba. La llamé, gritando, pero nadie me contestó. Salí
a la calle y pregunté por ella, me dijeron que había salido
por la mañana, algunos la habían visto irse del barrio, como
decidida, pero sin rumbo. Salí corriendo a lo largo del caño y
miré el agua baja, pero no había nadie. Me pasé toda la tarde
recorriendo la calle hasta que me rendí. Decidí volver a la
casa, organizarme y llamar a Mamá. Ella sabría qué hacer.
Cuando volví a la casa, las luces estaban prendidas. Oí
un gemido y corrí hacia él. En el suelo, apoyada sobre su
cama, estaba mi tía, con un cuchillo en la mano y el pecho
descubierto. Me acerqué corriendo al seno: tenía muchos
pezones cortados casi de raíz, dejando agujeros de bordes
cafés que no sangraban. Eran pozos oscuros de los que venía
un zumbido continuo, como ruido blanco. Acerqué el oído
al seno, intentando en vano contener una erección. Cada
agujero botaba la voz de mi tía gritando, como si fueran
labios cubiertos de poros; tenían diferentes versiones de la
misma voz, algunos más joven, otros casi como un ronquido,
profundo y agónico. Sentí su mano en mi mejilla; no me
quitaba la mirada de encima.
En su seno, una parte de piel se puso oscura y firme como
una úlcera que tomó forma de pezón. Mi tía se tapó el pecho
con la sábana y pasó el dedo por mi camisa justo encima de
mi nuevo pezón, que lactó un poco por el contacto.

213
ÍNDICE

El pórtico
Gabriel Mainero
3

Celenterado
Tatiana Carsen
19

El bosque que crece por las noches


Pablo Dobrinin
23

Todo es nuevo en Rognar


Laura Ponce
83

El último sueño de Lázaro


Rosa J.G. Salas
121

Árboles en la noche
Ramiro Sanchiz
133
Atómico 10
Ximena Rodríguez Molinari
157

Últimos resplandores de una pantalla móvil


Pablo Rumel
163

Alumbra
Maielis González
181

Lactar para defenderse


Hank T. Cohen (a.k.a. Camilo Ortega)
205

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