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15 febrero de 2009
En los humanos, por ser humanos y no ángeles, todo cuanto nos acontece tiene un sustento
corporal; es decir, ocurre a través de nuestro cuerpo y mediante la percepción de nuestras
sensaciones, emociones y pensamientos tomamos consciencia de nosotros mismos y de
nuestra vida.
Aunque la memoria de nuestra vida reside en todas y cada una de las células de
nuestro organismo, es misión del cerebro coordinar todos estos procesos. El cerebro es
como una central que procesa impresiones (datos) y establece conexiones entre ellos, con
la particularidad de que el órgano en sí es ilimitadamente plástico en el desempeño de sus
funciones. Pero, obviamente, en el cerebro no reside el yo, sino que esa falacia a la que
llamamos YO es coordinada y se expresa a través de él, según las improntas que han
dejado marcadas la historia de nuestra vida.
Pero también pueden quedar rígidamente fijados en unos patrones que, quedando como
predeterminados, nos limitan en nuestras capacidades de percepción objetiva, ya que las
filtramos según dichos patrones. Es decir, nos percibimos y percibimos la vida según la
idea subjetiva que se ha fijado en cada uno de nosotros a partir de las experiencias vividas,
las cuales crean sus propios circuitos; lo que dista mucho de una percepción abierta y
objetiva, o sea, real.
Sin embargo, lejos de ser el cerebro el que determina nuestras reacciones y percepciones
emocionales e intelectuales, somos nosotros los que determinamos su funcionamiento, su
plasticidad. Por ello dichas redes neurofisiológicas pueden modificarse si somos capaces
de modificar nuestro carácter, no al contrario, mediante experiencias correctoras, bien sea
a través de una psicoterapia o de cualquier otro modo (sobre todo si va acompañada de la
práctica de meditación) siempre que se encamine a tener un conocimiento mas objetivo
de nuestra historia y de su acción sobre nuestro presente. Digo conocimiento (quizás
mejor re-conocimiento), pues no se trata sólo de limitarnos a saber más a cerca de
nosotros. Saber y conocer, prosa y emoción, deben estar equilibrados para que surja la
poesía de la vida.
Por ejemplo, si durante nuestra infancia se nos ha penalizado el placer y el disfrute a los
que naturalmente estamos abocados, el neocortex establecerá una conexión de inhibición
sobre el cerebro reptiliano, distorsionando su función natural, el amor por uno mismo y
la capacidad de entrega al placer individual. Si se nos ha penalizado el altruismo, la
camaradería, la importancia del otro, de cualquier otro, el neocortex establecerá
conexiones que distorsionaran la capacidad natural de amor generoso y entrega, propia
del cerebro medio o mamífero.
Siguiendo la enseñanza del Dr. Claudio Naranjo sobre los Tres Amores que los humanos
somos capaces de desarrollar, en el cerebro reptiliano se sustenta el amor infantil, el
“amor de hijo”, el amor necesitado del placer de las caricias, ternura y erotismo; el amor
de autocuidado tierno hacía el niño interior. En el cerebro medio, el cerebro mamífero, se
sustenta el “amor materno”, el amor compasión, el amor que da generosa e
incondicionalmente. El amor empático que tiene en cuenta que además de un yo, hay un
tú; el amor que nace de descubrir al otro como individuo con la misma dignidad que uno
mismo. Es la forma de amor que nos lleva a conocer el dolor y sufrimiento del otro como
mi propio dolor, mi propio sufrimiento.
Sin embargo, siendo las tres formas de amor igualmente importantes y necesarias para
una buena salud individual y colectiva, yo quiero poner el acento en el amor materno, en
el amor que reconoce al otro como sujeto y no como objeto de complacencia. Pienso que
si el homo sapiens ha dado el salto cualitativo que ha dado hacia la humanización es,
precisamente, gracias al desarrollo de esta forma de amor protectora, generosa y
desinteresada.
En la medida en que históricamente se ha ido dando esta seguridad en poder ser aceptados
y cuidados, en ir perdiendo el miedo a la precariedad de la supervivencia (pasando de
hordas a tribus, de tribus a poblados, de poblados a ciudades, a estados, etc.…), nos hemos
podido ir permitiendo no tener que dirigir gran parte de nuestra energía a la
autoprotección desde la desconfianza en el medio, sino que hemos podido dirigirla hacia
el disfrute de nuestra capacidad de amor placentero con nosotros mismos y con los demás.
Más aún, es lo que ha hecho posible el desarrollo del neocortex, y es lo que hará posible
que podamos desarrollar plenamente todas sus potenciales, es decir, el respeto, la
admiración, la creatividad y la espiritualidad; en definitiva, la capacidad de reconocer lo
divino en lo humano.
Así pues, pienso que es a través del cuidado y apoyo mutuo generoso y desinteresado
como la humanidad puede desarrollar su capacidad de evolucionar hacia lo divino. De lo
contrario seguiremos estancados en nuestra evolución natural; o como hasta ahora,
avanzando a un ritmo tan lento que, tal vez, inhabilitemos el Planeta para nuestro propio
sustento, y para algunas otras especies, antes de haber desarrollado todo nuestro potencial
como especie, antes de haber concluido el experimento para el que estamos en este
planeta; y, por tanto, podemos haber desperdiciado el sentido de nuestra vida como
individuos.
Pero para que nuestra especie pueda seguir la evolución natural que le es propia, es
condición básica que podamos reconocer al otro como un ser tan digno de amor y
consideración como uno mismo, y no sólo con la palabra; en teoría sabemos que todos
somos iguales, pero en la practica… Cuestión no fácil puesto que estamos habituados a
reconocerlo no como sujeto de igual a igual, sino como objeto para la satisfacción
personal y narcisista.
Al fin y al cabo tan solo se trata de aplicar la Regla de Oro de todas las tradiciones
espirituales: ama al otro como a ti mismo. Lo que ocurre es que amarse a sí mismo
armónica y equilibradamente desde los tres amores, es verdaderamente difícil,
simplemente por desconocimiento de nosotros mismos. Confundimos el propio amor con
el amor propio y nos metemos en el puro y duro narcisismo, y mientras no nos vaciemos
de narcisismo, mientras no podamos hacernos pequeños para que el otro y el mundo se
hagan grandes, el amor compasivo y generoso es difícil que tenga cabida en nosotros.
Se nos dice: “Ama a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”. Sin
embargo creo que es mucho más fácil amar a Dios que al prójimo, y también más fácil
amar al prójimo que a uno mismo. Por ello la alternativa sería: aprende a reconocerte
para poder amarte y cuidarte primeramente a ti mismo, luego desarrolla este amor hacia
tu prójimo y él te llevará a la divinidad.