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Extraido de historias de los 80s

Pues sí. Pincho fue fundador con su hermano Esteban Araque


de la pandilla que fue reconocida como los billis de Unicentro.
La que se la pasaba unida en la discoteca Unicornio los jueves,
viernes y sábados, y el resto de la semana en la entrada seis de
Unicentro. Luis Gonzalo Araque Ocampo, alias Pincho, es el
pandillero que yo conozco que a más ataques y atentados ha
sobrevivido. Vivió en estrato seis con sus papás en la calle
ochenta y dos con carrera séptima, en un piso de lujo, pero hoy
reside en una fría e inhóspita celda de la cárcel Picota, en un
estrato por ahí menos tres.

Me contó desde que era un inocente niño en Manizales, hasta


cuando llegó a vivir al norte de Bogotá; primero en El Chicó,
uno de los barrios más lujosos de la ciudad, y luego, cuando ya
sus exitosos padres no estaban tan bien económicamente, en
El Contador, un barrio de un estrato inferior al Chico, pero con
unas casas enormes e igual de preciosas que más de una de las
de los barrios estrato seis, siete, ocho. Solo que eran un poco
menos costosas por ser más al norte. Mucho narco hizo su
tremendo palacio en El Contador.

Fue en ese barrio en el que Pincho y su hermano Esteban, que


en paz descanse, se convirtieron en poco menos de dos años en
los líderes indiscutibles de la pandilla de niños “bien”, que era
como nos referíamos a la gente del norte que veíamos así por
encimita que nos daba la impresión de que pertenecía a la que
creíamos que era nuestra misma clase; la mejor, pues. Pero,
mentiras, los ricos eran los ricos y los de clase media éramos
nosotros.

La banda de Luis Gonzalo y Esteban se hizo enorme desde el


principio y comenzó a operar sus ardides y maldades en la
salida o entrada seis de Unicentro, casi desde principios hasta
finales de los años ochenta del siglo pasado. Duró diez años
exactamente la época más loca de la historia de la rumba en
Bogotá. Casi diez años en los que abusamos de todo, toda una
generación. No fue exactamente el mismo tiempo que duró la
pandilla de intrépidos rapacines, hijos de papi, parchados en
Unicentro. Pero fue casi el mismo. Todo lo que querían era la
unión de las pandillas del norte, para enfrentar a los ñeros del
resto de la ciudad.

Pero no. Esa fue la pandilla fue a la que despectivamente y con


desprecio se referían en todo el norte, el oriente, el sur y el
occidente y, mejor dicho en toda la ciudad, como los billis de
Unicentro.

Ahora voy a narrar de nuevo la historia, porque la que Pincho


me ayudó a escribir hace veinte años para mi tesis de grado se
la robaron del archivo de la Fundación Universidad Central.
Hoy creo que eso estuvo bien. Era una historia sobre muertos,
robos y delitos que se terminaron robando. Lo que por agua
vino, por agua se fue. Estaba contada de manera impersonal.
Egoísta. Eran los testimonios algo inconexos de mis amigos en
torno a lo que pasó con esa generación y la manera como el
combo se diluyó con el asesinato de Esteban. No más.

Estimado grupo

Permítanme escribir lo siguiente, por favor, antes de que


inicien la lectura de las dos entregas que hoy traigo para
ustedes, de la novela Cuando mataron a Esteban.

En la madrugada del siete de Abril de 1990, Esteban Araque


Ocampo fue acribillado en la zona rosa de Bogotá. Recibió
cuatro impactos de bala calibre nueve milímetros, escupidas
por la Mini Ingram de un man ahí todo misterioso que en
realidad nadie del combo de Unicentro conocía. A pesar de que
la escena del crimen está a menos de cincuenta metros de la
Clínica del Country, no pudieron salvarle la vida.

Esteban se encontraba junto a su hermano Luis Gonzalo, a


quien el mismo criminal también descargó otra ráfaga, una de
cuyas balas le rozó la garganta y lo sacó de este mundo por un
par de días. Iban cruzando el separador de la mitad de la calle
ochenta y cinco, a unos metros de la carrera quince. Venían de
los teléfonos de cabinas naranjadas que existieron por muchos
años frente a la licorera de la esquina noroccidental del cruce.
Trataban infructuosamente de comunicarle a la familia de
Álvaro Gerlein, que a Álvaro lo habían declarado muerto en la
clínica. Había sido asesinado el mismo criminal, hacía menos
de treinta minutos.

El 29 de ese mismo mes, Esteban cumpliría veintiún años. Le


faltaban apenas unos cuantos días para cumplirlos.

Narrar los hechos que algunos recuerdan acerca de estas


muertes, así como lo que se logró saber en torno a la del negro
Tadeo, quien también fue asesinado a bala en hechos confusos,
y la de Ricardo, El Pirata, quien fue apuñalado en la zona de El
Cartucho recién salido de un período de rehabilitación,
constituyen el objetivo central de la novela que pongo a
consideración de ustedes. Como está narrada por una persona,
se trata de ofrecer una perspectiva subjetiva y singular de la
época. La mía. Lo que yo viví.

Al reconstruir los hechos, no puedo despojar mi literatura de


mi propia experiencia. A pesar de que yo no fui tan cercano al
combo de Unicentro, nos conocíamos. Bueno… a ellos los
conocía todo el mundo por muchos motivos. Yo llegué a vivir
de cerca algunas experiencias de esa generación, pero a los
dieciocho años, nació mi hijo Andrés Felipe y mi visión del
mundo cambió. Estudié varios semestres de lingüística y
literatura en la Universidad Distrital y luego cursé periodismo
en la Central, sin dejar de vivir muy de cerca los estragos de la
rumba, que fue lo que más terminó uniéndonos. No viví como
si fueran míos aquellos crímenes, a decir verdad. No fueron
tan intensos y cercanos a mí como para conocer al dedillo la
historia en ese entonces, pero todos nos vimos de alguna
manera, afectados por esos asesinatos, y yo me di a la tarea de
indagar en torno a las historias de quienes sobrevivieron a esa
generación, con el fin de sustentar una tesis de grado de
periodista.

Esteban, Luisgo, Tadeo me conocían porque vivíamos en


barrios aledaños y así como jugábamos fútbol frente a la casa
de los Araque y fumábamos enormes baretos en jauría en el
parque que queda justo al lado, en la carrera dieciocho con
calle ciento treinta y nueve, también nos veíamos de vez en
cuando en la salida seis de Unicentro o en la ciclo vía
montados en nuestras chichis, o en la pista de cross de
ciclopedia. Sobre todo en el parque de la ciento cuatro. Sobra
decir que con quince, porque la quince de la cien a la ciento
veintisiete fue la primera ciclovía de Colombia, si es que no de
todo el mundo. Donde estaban ellos, muchas veces podía uno
encontrarse a todo el resto de la gallada. A Pirata sí lo conocí
desde que era un niñito, porque era el hermano menor de
Amanda, la mejor amiga de mi hermana.

Luego del asesinato de Esteban, Luisgo y yo entablamos una


amistad que con el tiempo se solidificó. Me ha confesado en
varias oportunidades los eventos más significativos de su vida,
y valiéndome de su memoria y de la mía, y de la de algunos
otros amigos y amigas, como Jimena, Angelita, Toya, el negro
Muñoz, el Ganso, Lucas, Josemaría, Hugo, y muchos otros más
que me han compartido sus percepciones de aquellos años
lejanos, trataré de reconstruir lo que casi todos vivimos y
sentimos cuando pasamos por aquella década, exprimiendo
nuestras vidas.

Entre dos combos


Mi familia y yo nos pasamos a vivir a una casita en Cedritos
desde mil novecientos setenta y ocho, más específicamente a
Capri, un pequeño barrio de no más de treinta manzanas al
final de Cedritos. Para llegar a nuestra casita, era inevitable el
barrizal tan desgraciado que tocaba atravesar desde la ciento
cuarenta hasta la ciento cuarenta y nueve, por la que parecía la
entrada a una vereda, llena de potreros, con vacas, cerdos y
gallinas, en mitad del campo. Una trocha de miedo y sin luz de
noche. Mis amigos me preguntaban aturdidos que si estaban
llegando a Chía, a Tunja o a Zipaquirá cuando iban por
primera vez a casa. Cedritos era una especie de hacienda
enlagunada.

Mi padre, que en paz descanse, en una demostración de ese


amor inconmensurable que tenía por nuestra querida madre y
por nosotros, se endeudó con el upac por esa casa, que para
entonces costaba un millón y medio de pesos. Con los años
terminaron pagando con mi viejita como diez casas, por culpa
de la ralea de hampones que han sido por siglos los dueños de
este país.

Veníamos del barrio Restrepo, al otro extremo de la ciudad, en


el sur, donde las costumbres son muy otras. En el norte de la
ciudad la gente hasta hablaba diferente. Se decía que los
estúpidos hijos de papi hablaban como si tuvieran una papa en
la boca. Lo curioso es que todos queríamos ser hijos de papi. O
al menos aparentábamos serlo. Hasta yo me contagié del virus
y terminé soñando con ser otro hijo de papi. De mi papi,
porque a mi papá de niño siempre le dije papi. Pero eso de
hablar como si tuviera una papa metida en la boca, lo hice
alguna vez solo para satirizar el esnobismo y el arribismo de la
gente de nuestra clase social, de nuestro estrato.

Resulta que en Cedritos, que es un estrato inferior al barrio El


Contador, aunque apenas los divide la calle ciento cuarenta,
vivían muchos de los seguidores de los billis de Unicentro. No
eran del parche precisamente, eso sí, pero soñaban con llegar a
serlo. Porque aunque no todos eran hijos de papi entre los del
combo de Unicentro, Jimena, Ángela, Esteban y Pincho sí lo
fueron de sardinos, por lo menos al principio de la rumba en
los ochenta, cuando todo comenzó, y no tenían por qué
aparentar serlo como nosotros.
Yo crecí en un barrio donde admirábamos las locuras que
hacían los billis de Unicentro. No todos quisimos ser parte de
los vándalos del combo, por los riesgos a los que a veces se
enfrentaban, pero sí hubiéramos querido vivir lo que ellos
vivieron en su grupo cerrado. Mucha camaradería. Todos los
días andaban juntos para arriba y para abajo. Siempre tenían
marihuana y algo bacano que hacer. Estábamos cerca de la
onda, pero no en el círculo íntimo. Ellos también eran reacios a
recibir en el seno del parche a otros, a menos que tuvieran
recursos no solo monetarios, sino influencias, conexiones,
ganas de hacer bísnes y montar videos raros.

Éramos amigos aunque no compinches. Jugábamos banquitas.


En nuestro equipo jugaban Jimmy Page, Caña, Charly, Lucho,
Pastel, Waldo, Gordo, hasta Pato y Hugo En el de ellos, los del
parche que en ese momento estuvieran ahí, porque siempre
había parche en la casa de Pincho. Siempre. Y salía un buen
equipo de la nada. Juano, Lucas, Pincho… no me cauerdo si
Minibilli jugaba. Pero Pincho alineaba, dirigía, capitaneaba y
hacía las veces de árbitro. Severa tiranía.

Los partidos se armaban frente a la casa de Esteban, en la


calle, y siempre tenían muy buenos balones, así como tenis de
las mejores marcas, nike, fila, puma, convers, adidas, reebok.
Daban pata, no les gustaba perder nunca y cuando iban
perdiendo por goleada, se ponían todos rabones, botaban el
balón, decían groserías y entraban duro.
Nuestro equipo era más bien de corte jipi, revolucionario, de
izquierda. No vamos a decir que éramos el equipo donde
alineaban los mamertos marxistas leninistas del pensamiento
Mao Tse Tung. Pues no. Pero era el equipo de los jipis, a pesar
de que todos teníamos el pelo largo, como ellos, como los billis.
Buscarnos pelea no era fácil. Preferíamos reírnos del juego.

Es sencillamente un juego. Nos enseñaron a tocarla, a hacer


taquitos, a cabecear, a hacer chilenas, bicicletas, escorpiones,
chalacas y hasta tunelitos, pero no nos educaron que el fútbol
es un juego y nadie tiene por qué morir que tenga que ver con
el resultado de un partido. Cada vez más hinchas mueren por
la intolerancia que desarrollamos a la derrota. No estamos
entrenados para aceptar una derrota. Aún no hemos sido
capaces de captar la sabiduría infinita que nos legó el
destacado filósofo del fútbol colombiano, el director técnico
Francisco Maturana, cuando sentenció: perder es ganar un
poco.

Digamos que yo era parte del grupo de ese barrio de estrato


superior, sin estar comprometido con ellos de manera alguna.
Toqué la guitarra en varias fogatas e hice una canción cuando
mataron a Esteban, en homenaje a los amigos que estaban
desapareciendo. Al parecer, para algunos de ellos, sobre todo
para Pincho, eso bastó para tenerme en consideración. Nadie
le había hecho una canción en homenaje a su hermano ni a los
demás que habían desaparecido y seguían desapareciendo.
De todos modos, ninguno de mis comportamientos diferentes
a cantar, pudo haberles hecho creer que de pronto yo, por
decir un ejemplo, podría en determinada circunstancia poner
el culo o el pellejo por algún video de ellos o por alguna cagada
que hicieran, o meterme a darme en la jeta si de pura
casualidad estuviera cerca en una pelea y tuvieran cierta
desventaja.

Pero en cambio yo sí guardaba la esperanza de que si tal vez yo


me llegara a meter en algún pleito remoto, porque yo no peleo
con nadie, en el que estuviera en problemas con alguna
pandilla o un pandillero o cualquier otro marico por ahí,
tendría el chance oportuno de que por el simple hecho de
mencionar sus nombres, mis adversarios no me dieran pata
por lo que les pudiera pasar después.

En mil novecientos ochenta y tres mis padres compraron una


cigarrería en Las Villas, que es un barrio de militares pegado al
Boulevard Niza. Allí ya había un combo pesadito desde antes
de que construyeran el centro comercial. Y que yo sepa, nunca
nadie de esa pandilla se entró a tomarse alguna entrada o
salida del centro comercial, a robar o a retacar, que es lo
mismo que pedir plata como pordiosero. Eran barrios muy
tranquilos, de gentes de clase media, más bien acomodada. Las
Villas era un barrio solo para militares. Ellos siempre se han
llevado una gran tajada de la torta del presupuesto nacional.
La guerra es una gallina de huevitos de oro que no se puede
dejar morir. Hay que alimentarla a diario.

Las Villas es otro barrio de arribistas del norte, que se creen


ricos. Es ordenado y unido, en razón de la milicia. Los cuchos
creían que tenían todo bajo control, pero mentiras. Donde nos
tocó irnos a vivir por la adquisición de la cigarrería, los jóvenes
tenían el control de todo. La plata del narcotráfico se notaba
mucho en los barrios de los militares. En los bolsillos de los
hijos de los militares. Ni siquiera en los suyos propios.

En ese barrio yo me envicié al basuco de manera frenética, la


droga de moda a principios de los ochenta. La olla de Hugo
Salavanda quedaba a ocho cuadras de mi casa. Era muy fácil
llegar. A pie, en bicicleta, en patineta, en carro, en taxi, hasta
en buseta podía llegar a la mismísima puerta de Zalabanda,
que quedaba en el barrio chino, o de estrato menor de esa
zona, que es citigarden. A módicos mil doscientos pesos cada
vicha, podía consumir una diaria, de la que salían por lo menos
diez pistolos.

Lo primero que hacía en esos días era abrir la cigarrería de mis


padres a las seis de la mañana y atender el boleo más
importante del día. A las ocho y media, nueve, le entregaba el
negocio a mi mamá o a mi abuelita. Tomaba media botella de
brandy domecq del estante, un paquete de marlboro rojo y
cogía de una para la olla.
Compraba una papeleta y me subía al monte de sotileza a
soplar solo, alucinando asustado que la policía me perseguía,
que ya me tenían, que iba directo para la cárcel, que me iban a
pegar, que me mataron. Aterrorizado como un animalito
extraviado en el universo. Y aún no sé por qué me atrae el
miedo y la adrenalina que me produce esa porquería. Tuve
tantos miedos en la infancia, había que enfrentar tantos retos y
desafíos, que me familiaricé con el ritual del pánico.

De todas maneras fui aceptado cuando me presentaron ante el


parche. Me pareció muy bacano, pero no comprendía por qué
se querían dar con tantas ganas en la jeta contra los de
Unicentro. Ni siquiera me atreví a preguntar. Menos a decir
esta boca es mía cuando me enteré de que ese tropel ya lo
tenían casado. Iba a ser una batalla campal en el parqueadero
de Unicentro. Me hubieran reventado la jeta donde diga de
dónde venía yo. Cómo iba a meterme en esa pelea ajena, si yo
era parte de todas maneras de los dos bandos. De los dos
combos. O por lo menos me sentía solidario con la gente donde
crecí. Menos adinerados.

El parche de Las Villas era también grande, pero no pasaba de


sesenta, setenta miembros. Los billis de Unicentro eran más o
menos lo mismo, pero cuando se unían los pantalleros de río,
con los de unicornio, con los de topsy, los de la fuente azul y
los de cabaret, el combo podía llegar fácilmente a agrupar
hasta trescientos miembros, e incluso un poco más, contando
nenas, maricas y sardinos; porque sardinos era lo que había en
esas vueltas.

Eso pasó, por ejemplo, una tarde en el parque de la quince con


noventa y ocho, la vez que hubo una escaramuza por un
desafío que le habían aceptado a unos manes más bien
malandros de por allá del centro. Era una tarde normal de
disco party, pero no había nadie en Río ni en Amnesia, las
discotecas del sector. Esa tarde era la grabación de un capítulo
de Baila de rumba en Río, que dirigía Alfonso Lizarazo y
pasaban los jueves a las seis de la tarde por televisión.

Ese día se definirían los finalistas del concurso de baile y se


premiarían a parejas y solistas. Nada más. Porque el concurso
que reunía a los grupos de tres o más bailarines y que además
aceptaba la incursión de otros géneros bailables que estaban
surgiendo, como el break dance, había sido programado para
el mes siguiente.

El programa era un hito de la televisión. Todos querían ganar


para aparecer en la pantalla chica. Otra de esas obsesiones de
las que todavía se alimentan las masas. Ser famosos así sea un
cuarto de hora. O un minuto, que era el tiempo que les daban a
los concursantes para que presentaran su número. Un reality
de los de hoy, pero más soyado.
Lizarazo se preguntaba por qué no entraban todos los más de
trescientos jóvenes que estaban parados allí frente a Río y
Amnesia, en el parque. En el ambiente se respiraba un aire
denso cargado de seguridad, pero de nerviosismo y expectativa
a la vez. Lo que no vio don Alfonso, porque entró por el garaje
al edificio, es que todos sus seguidores estaban armados con
bates, cadenas y manoplas, esperando a los manes del centro
que venían dizque a revirar por un par de hijueputas que la
semana anterior a esa habían robado a toda una discoteca,
unas sesenta personas, con dos navajas. Esas sí son güevas
bien puestas.

Los manes del centro nunca llegaron. Pero la vacuna sí sirvió


para que el combo se diera cuenta que podía convocar todo un
batallón de más de trescientos vagos, dispuestos a hacerse
matar por el honor de ser parte del parche más grande, fuerte y
notorio de la ciudad. Los del sur y los del centro, por muy
malandros y matones que fueran, no eran más ni mejores.

Otros eran los logros de la pandilla de vagos de Las Villas, Niza


y Campania, quienes vivían prácticamente acuartelados en el
parque privado del condominio de Campania. Un área de
medio campo de fútbol, encerrado por enormes casas de tres
pisos, hechas de ladrillos naranjados y entre altos árboles
frondosos, sembrados en un prado verdísimo. En la mitad de
ese Edén, estaba el monumento más adecuado que yo haya
visto jamás erigirse al culto a la personalidad: la barra. Esa
barra es legendaria. Todavía está ahí incólume, de lo bien que
la pusieron. Lo difícil era treparse. Estaba hecha para manes
de uno noventa.

En la barra de Campania yo conocí mis límites deportivos con


sangre en las raspaduras. Con ampollas, al principio, en la
planta de las manos y con callos después. Esas manos eran un
solo callo. También los límites de mis capacidades acrobáticas
con adrenalina pura. Vi crecer la musculatura de mi cuerpo
cada día. Me hice un día miembro del parche a fuerza de comer
hierro tardes enteras, y gracias al coraje que nos inspira la
necesidad de ser aceptados.

Nos pasábamos todas las tardes soleadas haciendo barras y


fumando marihuana. Mayo y Cleto, que son hermanos, Jirafo y
su mellizo, cuyo nombre no me acuerdo; estaban Ritalino, el
Ñato, Gaetano, Arturito, los Arzayús, Ike, éramos docenas.
Édgar Calderón, Camilo Mejía, Juancho Villegas y Juancho
Echeverry, llenas de pepas algunas de esas cabezas. Como la
mía. Parecíamos maracas.

El Abuelo y Juancho Villegas jugaban con un freesby. De resto,


el que no hacía barras, no era tenido en cuenta. Unos hacían
series de flexiones, en tanto otros, a su turno, hacían figuras
dificilísimas. La alemana, que era un giro abdominal y una
patada hacia el cielo que elevaba el cuerpo. Elegante. La
entrada de codos, indispensable para llegar a la alemana sin
patada. Que se hacía quietico. Era impresionante verla hacer y
saber la dificultad que representaba. La continental, en la que
se veía a la pinta prácticamente volando de lado a lado de esa
barra. El tornillo, que era un giro complicadísimo que se hacía
metiendo el cuerpo por entre las manos cruzadas. El paso del
león, que era una entrada de codos pero haciendo un giro por
la espalda y descargando el peso del cuerpo en la otro brazo
flexionado y así seguirla todo un pasamanos. La entrada de
pecho, que era imprescindible para llegar a medio intentar la
alemana. La doble de pecho, dando vueltas hacia atrás, con la
barra a la altura de la cintura. La entrada de espaldas, doble de
espaldas, hasta girasoles pude ver que una vez hizo Michín.
Era un gimnasio al aire libre.

El basuco se desplazó solito para por las noches del fin de


semana. Ya no era tanto el miedo diario que desarrollamos a
los tombos. Era una fobia enfermiza cuando pasaba la panel y
estábamos embalados. Pero nunca paraba. Iba de afán.

Que yo me acuerde, solamente una vez llegaron los tombos a


Campania. Eran dos cuchos campesinos más bien mierdas, en
dos bicicletas de panadería. Todos pudimos haberles salido al
trote cagados de la risa, pero ese día nos quedamos. Ese día
estaba Genaro, el jíbaro.
- Contra la pared, marihuaneros desconsiderados. Una
requisita y papeles en la mano-, nos dijo el cabo. Su uniforme
traía una chapa de tela que decía Valcárcel.

Genaro había encaletado en un huequito de un andén, una


bomba con tres cremalleras de mandrax, unas treinta y seis
pepas, un cuarto de libra de marihuana y unas papeletas de
perico. El mono Andrés Villegas, que vivía pepo, no dejaba de
mirar con los ojos desorbitados mientras se bamboleaba de
lado a lado, como un niño babeando frente a una vitrina de
bizcochos, la bomba de drogas caleta del jíbaro.

Mientras tanto, los tombos nos raqueteaban uno por uno. El


otro tombo, Salamanca, bajito, rayador y de pelo grasoso, se
detuvo en el mono Villegas. Se pilló la pepera y el visaje del
man con el video del huequito en el andén. La bomba. Fue
hasta el huequito, la encontró y la sacó:

- ¿De quién es esto?-, preguntó el tombo entre contento y


preocupado. Como nadie respondía, volvió a preguntar. No
hubo respuesta. Entonces se le fue al mono y le preguntó de
cerca.
-
- ¿De quién es esto? Si no me dice ahora mismo, me lo llevo a
usted no más.
El mono le contestó con toda la honestidad de un borracho,
arrastrando las palabras por el asfalto, sin babas, con la jeta
toda reseca y los ojos entre el culo:

- Yo de usted me echaba esa bomba de güevas, me hago el


marica y me quedo callado.

Como todos soltamos la carcajada, nos cargaron a todos para


la horrible estación de policía de citigarden y allá nos tuvieron
veinticuatro horas. No se me olvidarán. Dentro de la estación
estaba Tarsicio, otro jíbaro, y seguimos trabándonos delante
de los tombos. Como treinta burros en un patio.

Nuestros días en el parque de Campania pasaban lentos pero


alegres. Vivíamos preparándonos físicamente por las tardes,
como si fuéramos espartanos, para enfrentar algún día a los
billis de Unicentro. Claro que yo ya sabía quiénes eran los
rivales que tanto tenían en mente los ñatos, pero lo que no
sabía era el momento en que tuviéramos que enfrentarlos y ahí
sí quién sabe qué iba a hacer yo. Eran mis amigos del otro
barrio en el que yo vivía.

Alguna vez que coincidieron, porque ya no se aguantaban las


ganas de darse en la jeta, pude presenciar en platea cómo el
negro Javier, que era un quiñador de los de Unicentro, amigo
de todos los del parche y parcero de la rumba, aunque el man
era de un barrio de menor estrato, de Villa Luz, al occidente de
la ciudad, levantó a cuatro manes del parche de las Villas.

La masacre del Helvetia

Había una tremenda fiesta en el colegio Helvetia, de las que


organizaban cada año y a la que asistían cientos de sardinos y
sardinas de todo el sector. La razón para ir era que siempre se
armaba pelea y eran muchas las niñas lindas que llegaban a
mirar las peleas uno a uno. No había batallas campales por
esos parches.

Yo estaba soplando con el Cala Martínez esa noche. El Cala,


que en paz descanse, era mi mejor amigo del basuco. Salíamos
a soplar juntos más juiciosos que un par de evangélicos. Lo
mató un tal Ferney en la olla de la pepe sierra con diecinueve.
Un jíbaro teso que estaba borracho y enfierrado cuando Cala
llegó a la olla. No tenía ni veinte años. Solo porque le debía tres
vichas y llegó a fiarle otras más.

Cala era zurdo. Le gustaba el fútbol. Era un goleador neto, de


aquellos. Soñaba con ser el narrador de los partidos del
santafecito lindo y estudiaba comunicación social en la Tadeo.
Tenía fotos con Gareca, con Cabañas, con Funes, con
Willington Ortiz, con los mejores. Hasta con Alfonso Cañón.
La noche de la pelea estábamos en todo el costado occidental
del Helvetia, donde empezaba la montaña de sotileza pero que
hoy es un cerro de apartamentos exquisitos y por donde ahora
pasa la avenida Boyacá. Estábamos sentados, frescos en la
impunidad que nos otorgaba la penumbra del monte, los dos
fumándonos una vicha de Tarsicio, cuando oímos unos gritos.

Nos asustamos un toque y terminamos carioco el pistolo que


nos quedaba. Nos tomamos varios tragos. Fuimos a ver. Nos
comimos unos chicles fresh’n up, para el tufo y nos fumamos
un marlboro sentados en la puerta de la entrada a la rumba,
porque ni siquiera queríamos entrar todavía. O ni siquiera
podíamos entrar, mejor dicho, porque estábamos pálidos y
tiesos del embale. Disecados.

En esas, de un momento a otro, desde adentro del Helvetia,


salen unos manes dándose trompadas en la jeta. Y resulta que
eran Arturito, que no medía más de uno setenta, pero era
verracamente agarrado de musculatura, contra el negro Javier.
Como yo en ese entonces vivía en Las Villas, parchaba con la
gente de la zona donde yo vivía, como ya conté, y aunque hacía
barras y era cuajado, no me metía en videos de peleas de
pandillas, porque de seguro me daban en la jeta.

Pero, como ya mencioné antes también, el problema era que


era amigo de los de la pandilla de Unicentro, pues eran mis
amigos de barrio antes de que mis padres decidieran
trastearnos para Las Villas. El negro Javier no me conocía. Yo
solo conocí a los del parche cerrado, Esteban, Pincho, Juano,
Lucas, Minibilli, Tadeo, Ballena, Chiqui, Ike, Nené, etc.

El negro Javier le conectó tres muecos secos en la cara y lo


patrasió de una. Arturito trastabilló y se fue de culo. El man
gritó algo así como:

- Malparido, me las va a pagar.

Escupió sangre y se quitó la chaqueta. Se cuadró de nuevo. Fue


a mandarle al negro, pero el man lo esquivó y le conectó de
nuevo un solo mueco que casi lo tumba. Arturito se volvió a
cuadrar, pero ya no se le veían tantas ganas de pelear. Siguió
Ike, vivía en Córdoba, pasando la ciento veintisiete, campeón
mundial en comer bocadillos veleños. Todo pepo de mandrax y
rorer, las pepas de moda, saltó como un resorte oxidado a
revirar por Arturito. Ciento diez kilos de carne. Ascendientes
europeos o gringos. Buena papa. No alcanzó a abalanzarse
sobre el negro Javier, que no era tan grande ni tan pesado,
cuando el negro lo recibió de un solo bailao. Frederick, como
se llama Ike, siguió derechito pal piso. Ya no se pudo levantar
en toda la noche. Entonces fue cuando Juancho Arzayús se
quitó la chaqueta y se le paró en la raya al negro.
- Venga a ver conmigo-, le dijo al negro, que alcanzó a tomar
un aire y a secarse el sudor de la frente. Era un asunto
medieval. Duelo de caballeros.

El negro Javier no era tan alto. Más o menos uno con ochenta
y pico. Pero es que los manes de las Villas eran manes de uno
noventa la mayoría. Pocos éramos los que medíamos menos de
uno con ochenta. Javier era más bien moreno, no negro. Más
bien como zambo. Hasta pinta.

Tenía puesta una chaqueta de cuero, abotonada hasta el cuello


que en ningún momento se quitó. A Juancho Arzayús también
le dio, pero Juancho sí se le paró sobrio, tan sobrio como
estaba el negro. Se cuadró bien y empezaron a boxear. Jab que
viene, recto que va. Uper cut a la quijada de Arzayús y el negro
trastabilló. Esos dos manes empezaron fue a boxear como dos
pambelés. Y sonaban los bailaos como cachetadas. Duro. Y los
manes apretaban las caras con cada trompada. La multitud
crecía mientras ellos seguían fajándose.

- Quiubo Juancho, dele, llave. Con toda.

De pronto, desde adentro se oyó que pararon la música y todo


el mundo de la rumba se vino para la puerta a mirar la pelea.
En ese momento el negro Javier se sintió vulnerable. Los
únicos manes del parche de Unicentro que estaban ahí con él,
que no pasaban de diez, entre los que estaba Tadeo y el negro
Muñoz, se fueron alejando despacio, aprovechando el
desorden y el barullo de la muchedumbre de Las Villas, Niza,
Campania y hasta de Covadonga, que se acercaban en tropel a
la puerta del Helvetia.

El negro, como un varón, se quedó parado dándose en la jeta


con Juancho Arzayús. Podía ver por el rabillo del ojo derecho
cómo esos manes que lo estaban abandonando en el fragor del
combate, porque esa pelea, aunque iba ganada, estaba perdida.
Con el ojo izquierdo, veía dónde ponía los puñetazos y las
patadas.

Entonces, ya mamado, como queriendo acabar con el show


barato, sacó de la nada un patadón seco, limpio, en toda la
quijada de Juancho, que lo tiró al pavimento de cara. Era tan
bravo el Juancho Arzayús, que se paró con esfuerzo y trató de
seguir peleando. Se trató de doblar, porque es alto, pero no
pudo seguir.

Esas patadas eran legendarias del negro Javier. Las sacaba en


un pestañeo del sombrero, como un mago. Le ponía toda la
planta del pie en la cara o en el pecho al contrincante, y lo
lanzaba a unos cuatro o cinco metros de distancia de la fuerza
y la potencia con que impactaba la patada. Lo hacía siempre,
no solo cuando ya se sentía que estaba contra las cuerdas. Ese
día lo hizo. La patada le llegó a la quijada a Juancho.
Por una patada de esas, que le metió al asesino de Esteban y de
Álvaro, fue que este encendió a bala al negro Javier en uno de
los pasillos de Unicentro a principios de mil novecientos
noventa. Le metió como siete tiros. Ese fue uno de los
detonantes que contribuyó a que el man terminara
encendiendo también a Esteban a bala, pero en la ochenta y
cinco. Pocos días después de esa tentativa de homicidio al
negro Javier en Unicentro, Esteban descansaba en paz en el
cementerio.

Pero, bueno, volvamos seis años atrás, donde estamos. En la


rumba anual del Helvetia, a días de la navidad de mil
novecientos ochenta y cuatro. La pelea no estaba todavía por
acabarse. Lo que hizo fue calentarse. Apenas Juancho quedó
fuera de combate, sin chistar, como un deber familiar, salió al
tinglado el hermano mayor de los Arzayús, Jose, que era más
bacán pero igual de deportista. Y aunque era mayor y más
impulsivo, era menos preciso a la hora de conectar. Su
reacción fue violenta y el negro Javier lo recibió de dos
trompadas que lo dejaron grogui. Entonces alguien gritó
angustiado desde adentro:

- Que llamen a Gaetano, que llamen a Gaetano.

Gaetano Sarracino era hijo de un italiano como de noventa


kilos y uno noventa de estatura, que parecía un boxeador de
peso pesado. Grande, musculoso y malacaroso, su presencia
era imponente. Era alguien misterioso. Gaetano era igual de
fenomenal físicamente. Había desarrollado una musculatura
impresionante con la misma técnica de Charles Atlas y series
de flexiones de todo tipo.

Gaetano fue el amigo que me enseñó a trabajar los músculos y


a potenciarlos con la tensión dinámica. Era muy importante
para todos nosotros desarrollar al menos unos bíceps, unos
pectorales desafiantes. Desde muy joven se dedicó de lleno al
fisicoculturismo. Tenía los ojos claros y era medio mono, y a
pesar de ese cascarón de rudo que tenía, en su interior era un
buen tipo, dulce, romántico y bondadoso. No concordaba su
cuerpo con su alma. Por esa razón era víctima del Cala, quien
se burlaba de él y le decía Gayeto.

El negro Javier estaba acorralado por la multitud, pero en esa


época si algo se respetaba, era precisamente el honor, y si un
clan se agarraba contra otro, el que saltaba a darse en la jeta
con otro, era una pelea de dos. Nadie se metía, así un solo man
fuera el que levantara a toda la gallada, pero uno por uno,
como justo estaba sucediendo esa noche en la rumba anual del
Helvetia.

Total que cuando apareció Gaetano, con solo verlo, el negro


Javier se azaró inmediatamente. Era como parársele a Tyson.
Se abrió al trotecito, suave. Los villanos, o ñatos, entre los que
podía estar contándome yo sin ser precisamente del combito
de los que salían a darse en la jeta contra los de Unicentro, lo
vimos alejarse con respeto, con miedo, con la certidumbre de
haber presenciado una de las peleas más honorables jamás
vistas en Niza, porque el Helvetia es en Niza, o Calatrava. A la
cuadra ya el negro Javier iba caminando fresco, sin siquiera
mirar atrás.

Gaetano se reía porque le ganó una pelea a un quiñador de los


de Unicentro, nada menos que al negro Javier, solo con
mirarlo, apenas con aparecer en la escena. Pero la verdad es
que el Gaetano que yo conocí no hubiera aguantado un solo
round boxeando con el negro Javier. Aunque a pelea callejera
quién sabe.

Gaetano fue al man que le pusieron un botellazo en la cara, el


día de los quince de Polilla. La fiesta más estruendosa del
barrio Las Villas. Había whisky como en ninguna otra fiesta
que yo haya estado. Su papá era un influyente capitán de la
aduana. Su hermana, Dula, ya me había hecho ojitos antes y
por eso era que yo estaba en esa fiesta. Me pidió que la
acompañara a la parte de atrás de la cocina, pero solo fue para
darme un beso y arrimarnos un poquito.

Fue ahí que se armó el escándalo. Había un chino marico todo


borracho y cansón, que estaba jodiendo con una botella vacía
de Chivas Regal. Yo le llegué por detrás desde la puerta de la
cocina y como yo ya estaba grande y fuerte a punta de barra y
pesas, pues me la pasaba coma y coma hierro todos los días, lo
cargué en vilo desde la sala hasta el garaje. En esas enormes
casas de dos salas, seis cuartos, cinco baños, cuatro garajes,
eran treinta metros de distancia lo que cargué al baboso. Lo
inmovilicé, rodeándolo con mis brazos, y lo lancé con fuerza
apenas me abrieron la puerta. Afuera había por lo menos cien
personas que querían entrar, pero que no cabían.

Lo doloroso fue que cuando cerré la puerta para que nadie más
se colara en la fiesta, el man levantó el brazo y mandó el
botellazo, con tan mala suerte que le abrió la cara a Gaetano de
la frente al mentón, de un solo tajo, que lo dejó como a Al
Pacino en Scareface. Éramos tan perniciosos, que llevaron a
Gaetano a la clínica, creo que Byron, Octavio y John, para que
lo cosieran; pero como le dijeron que no podía tomar trago si
lo cosían, prefirió que lo curetiaran y devolverse para la fiesta
de Polilla. Es que esa fiesta no se la quería perder nadie…

Los marcianos de Unicentro


El que fue conocido como el combo de los billis de Unicentro,
se fue tomando de manera inadvertida la salida seis de ese
centro comercial. Esa inmensa puerta queda por detrás del
establecimiento, en el segundo piso. La procesión de jóvenes
por ese sector empezó hacia finales de los setenta y principios
de los ochenta, cuando el resto de enanos éramos todavía unos
culicagados sanos que acabábamos de pasar la etapa de la vida
en la que esperábamos plaza sésamo a las cuatro de la tarde,
frente al televisor. La programación entre semana acababa
después de las telenovelas mexicanas de la mañana y el
noticiero de Arturo Abella, al mediodía.

Por esa puerta, que es tan ancha como la del frente, se accede
al inmenso parqueadero de autos. El combo se fue tomando,
casi que de manera inconsciente, esa esquinita del centro
comercial, las amplias escaleras exteriores y parte del
parqueadero también. Porque a pesar de ser gigantesco, fue en
la parte que queda al ladito de la salida seis donde se armaron
muchas peleas. Cuando de pronto y sin previo aviso se
escuchaba:

- ¡Tropel, tropel!

Todo el mundo en Uniplay, los que estaban ahí afuerita, hasta


los trabajadores de los locales y los clientes también, salía a ver
usualmente una pelea a trompadas entre dos manes, y en muy
raras ocasiones entre dos nenas. Con el tiempo también
terminaron armándose batallas campales. Una vez entró el
primer chuzo a Unicentro, mucho tiempo después, también
llegaron los bates, las manoplas, las cadenas, las patecabras,
los chacos. Más de uno se vino a Unicentro de muchos barrios
de todos los sectores de la ciudad, a probar que era malo y
estaba dispuesto a lo que fuera para hacerse conocer. Ser malo
daba réditos. La maldad del narcotráfico, habilitado por la
política y todos los estamentos de la sociedad, untados como el
deporte y la iglesia hasta el cogote, daba cuenta de esa realidad
rampante.

En la esquina siguiente, porque Unicentro es una especie de


hexágono, estaba la salida tres, donde funcionaba la taberna
Aki. Otro lugar para parchar. Todavía no me explico bien cómo
es que docenas de veces, menor de edad, pude bogarme allí
jarradas enormes de cerveza, como a mil pesos cada una y
nunca nadie me dijo nada. En la Taberna Bávara, que quedaba
al lado de las escaleras eléctricas, también en el primer piso,
era la misma película. Salía uno jíncho y nadie decía nada. No
pasaba nada. Una vez salí embotado de tanta pola, vomité unas
cuantas en el parqueadero y volví a entrar a seguirla y lo más
de todo bien.

Uniplay es un local donde tampoco puedo comprender del


todo cómo es que podíamos apretujarnos hasta doscientos
chinos, y algunas chinas, que jugábamos solos o por parejas,
unos contra otros, todos contra todos, nadie contra nadie…
porque vivíamos hipnotizados por la tecnología, que nos tenía
descrestados. Además nos estaba prestando una ayuda
insustituible para disuadirnos de la realidad. Se nos hizo
necesario fugarnos de nosotros mismos, por la mamera de
tener que aguantarnos a la persona vana y aburrida que
llevamos dentro cuando estamos solos y en silencio. Éramos
un grupo de niños ausentes de nosotros mismos.

Obteníamos por una monedita de cobre con tres canalitos, que


nos daban en la caja a cambio de veinticinco pesos oro, la
ilusión de estar masacrando invasores del espacio. Nunca nos
enseñaron que estar con nosotros mismos era más divertido y
ameno que estar enfrentados con los tales marcianos de la
pantalla chica. Éramos ludópatas en potencia. Nadie nos
reveló que estar en conexión con nuestra propio yo, no era tan
aburrido. Pero nos fuimos creyendo eso con tanto invento
nuevo, con tantos juguetes divertidos. Ya qué parqués ni qué
monopolio ni qué ajedrez. El computador es la nueva cajita de
Pandora. Tiene todos los juegos que podamos imaginar.

No obstante, ahora siento que no fue un juego tonto haber


jugado desde aquel entonces contra el computador. Aunque
nos ganó, fue un entrenamiento necesario para enfrentar la
realidad de este momento en la historia. Nuestros padres ni se
daban por enterados que teníamos cazada una batalla
interplanetaria; pero el juego de la vida, de nuestras vidas, hoy
se juega en una pantalla. El que no está en el juego de dominar
todo lo que ahora es esmart, comandar su propia táblet, su
áipod, su áifon, su pecé, su yo qué sé, seguro que puede
desaparecer. El que no figura en féisbuc, yimeil, mésenyer o jot
meil, ya se puede estar dando por desaparecido. En ese orden
de ideas, yo no existía hasta hace apenas unos días. Mi
hermano me echó al agua de las redes sociales y yo todavía no
sé nadar ni navegar muy bien en estas aguas. Hasta ahora han
sido agüitas termales. Pero les tengo miedo a las aguas
aparentemente mansas.

Aquellas mañanas resplandecientes de sol y energía, sobre


todo en vacaciones, nos bañábamos en bombas, nos
arreglábamos de afán, desayunábamos en pura y de una
cogíamos las chichis y pa’ la calle. Ya estando afuera, no
alcanzábamos a dar dos tres vuelticas, cuando es que:

- Entoes qué, para dónde es que es?


- Pues pa’ Unicentro.

Era una respuesta unánime. Entre mis amiguitos de Capri,


Arturo Niño sacaba tres mil pesos, Gustavo Bohórquez ponía
diez lucas, yo ponía siete gambas, Ricardo Rosero también
ponía. El gordo Carlos Humberto también venía. Y, quiubo, pa’
Unicentro. Era un sitio mágico. Magnífico. Dejábamos las
bicicletas de cross en la entrada vehicular, donde había un
especio especial para dejarlas.

Mi papá me había regalado una Monarcross, que tenía doble


tenedor y unos cauchos que simulaban tener suspensión.
Como una moto. Pero esa no era la mejor cicla de cross. La
mejor era la Mongoose. Esa era la marca de bicicletas que
usaban los hijos de papi. Rin y José María eran unos de esos
campeones que tenía el ciclocrosismo como una pasión
irreductible y podíamos verlos en Ciclopedya o en la ciclovía.
Eran unos verdaderos titanes de ese deporte. Hacían caleños
de un metro y volaban por encima de más de veinte chinos
acostados. Las Mongoose eran carísimas y yo no pude tener
una nueva. Pero con el tiempo me conseguí una de segunda.
También fui muy bueno. Pero no tanto.

Después de entrar en Unicentro, dábamos una vuelta,


comprábamos un cono y de una para Uniplay. Pagábamos por
las moneditas e inmediatamente buscábamos una mesa vacía.
Nos inclinábamos con reverencia sobre el grueso vidrio negro
de la mesa, en el que había incrustada una pequeña pantalla de
televisión, y era prácticamente un vicio lo que teníamos
encima. Una adicción de esas de pedir ayuda con urgencia.
Primero obsesión y al ratico compulsión. Eso era pida y pida
plata al papá o a la mamá o a la tía o a la abuela o al que fuera
para jugar todos los días la misma locura, y gastarse lo de las
onces sin recibir una experiencia diferente a la inevitable
paliza diaria de los marcianos.

Eso de pedir plata se convirtió para algunos, antes que robar,


en el plan preferido para ir a hacer en Unicentro. Yo vi a más
de un conocido parado al final de las escaleras eléctricas,
frente a Jeno’s pizza, mendigando sin rubor. Lo hacían hasta
con dignidad. Nada de vergüenza. Apenas se iban a bajar de las
escaleras los visitantes, les caían dos, tres vagos o vagas, sobre
todo chinas, de lo más vistosos. Porque si algo era vistoso en
nuestros días mozos, era la manera como nos vestíamos y nos
peinábamos.

Las sardinas llevaban un peinado estrafalario, heredado de un


genuino y auténtico marciano de la televisión gringa, que era
severo delincuente. Parecía un perro, hablaba bien, manoteaba
en forma y comía gatos. El alienígena en realidad era de
Melmac, un planeta muy lejano. Se llamaba Alf. Ese animalito
tenía un mechón muy característico e inconfundible, que le
salía de un lado de la cabeza, describía un arco alto, como una
ola de seis metros, y llegaba al otro lado de la cabeza. Lo
llamaban el copete Alf y no hubo muchacha por aquellos años
que no tuviera siempre laca en el bolso y una peinillita, con las
que perfeccionaba la comba de su copete, cada vez que medio
se le descuadraba. Llevaban esa ola sobre la cabeza y era una
ola tiesa. Cuando uno las iba a besar, prácticamente se
estrellaba contra el copete, podía estar sacándose un ojo con
facilidad.

Remataban el atuendo unos botines Reebok que traían una


tirita para apuntar con velcro, en la parte superior del zapato.
Venían rojos, blancos y negros. Un bluyín bota tubo, tubo,
tubo. Una camiseta estampada de Ocean Pacific y una pañoleta
roja amarrada a cualquier parte del cuerpo. Un brazo, una
pierna, la cabeza. Donde fuera. Remataban una chaqueta de
Jeans and Jackets, o un saco rojo Marlboro. Y en los ojos,
bastante maquillaje. En los párpados, en el borde del ojo y en
las pestañas. Con ese aspecto de estrellas de rock, salían a
pedir:

- Señora me regala por favor una monedita o lo que más pueda


ojalá un billete de mil pesos que es que lo que pasó que fue que
como que se me perdió la plata para devolverme para la casa
porque no la encuentro y eso fue que la boté por eso es que
necesito que si usted me pudiera colaborar por favor para la
buseta ya que no tengo ni un peso para devolverme más tarde
cuando me vaya a ir para la casa en el alma le agradecería y
Dios se lo pague…

Con esos argumentos tan convincentes cogían por su cuenta a


los inocentes visitantes de Unicentro, y estos, para quitárselos
de encima, soltaban lo que tuvieran en la mano. Así fuera un
cono, si era preciso, y les daban hasta para el taxi. Y así
reunían en menos de media hora las lucas suficientes para
seguir gastando. Dentro de un centro comercial como ese, la
gente se siente como en una pequeña ciudad segura, dentro de
la gran ciudad, que es insegura. Donde se puede gastar. Gastar
es diferente a comprar. Analice y verá. Unicentro era una
ciudadela segura en la que no se ven los ladrones ni las putas
ni los chirretes ni los desechables ni los vendedores
ambulantes ni los fleteros ni nada de eso. Pero, ¿limosneros?
¿Y tan bonitos?
El negocio estaba tan boyante, que a más de uno se le pegó la
maña de pordiosero y de un día para otro se convirtió en una
industria. Los vigilantes no dijeron nada al principio, porque
como veían bien vestidos a los jovencitos que se paraban allí a
pedir la colaboración de las gentes de bien que estaban de
compras o de visita, creían que lo hacían de verdad por
necesidad. Pero cuando vieron que con los días ese punto se
convirtió en una especie de peaje permanente que montaron
allí sin permiso de nadie, tuvieron que pedirles de manera
cortés que no siguieran sacándoles la plata así de esa forma tan
descarada a los clientes del centro comercial.

Pero estaba tan genial la vuelta de la maquinaria capitalista de


la mendicidad adentro, que montaron dos, tres, cuatro, cien
vietnams y Unicentro se llenó de peajes de gente que nada que
ver con el combo. Éramos tan astutos en lo que hacíamos, que
no llamábamos a la actividad mendigar. Le decíamos retacar.
A mí me tocó retacar más de una vez, pero fue para
devolverme de verdad para la casa, porque me tiré toda la
plata peleando con los marcianos y seguro tenía la chichis
pinchada.

Y toda esa cantidad incalculable de monedas que retacaba esa


gallada de sardinos todo el día, a que no adivinan a dónde iba a
parar. Pues a la caja gris de uniplay. ¿Dónde más? Esos
marcianos sí que nos hicieron hacer locuras y gastar plata. Lo
complicado es que a la hora del té los tales marcianos eran
unos muñequitos bobos, cabezones e inofensivos, de casi todos
los colores, que no se sabe bien si era que bailaban o
marchaban de lado a lado de la pantalla, primero hacia la
derecha, el cha cha chá, y luego hacia la izquier, dos tres
cuatro.

No se sabía bien qué hacían, pero iban bajando y matando y


cantaban píu, píu, píu, como si fueran los pollitos dicen pío,
pío, pío, pero entre tanto, no tenían frío sino que lo dejaban a
uno frío cuando se venían en gavilla disparando. Al fin
llegaban hasta abajo, casi al borde inferior de la pantalla y me
acorralaban. Eran segundos lo que faltaba para que me
mataran. Llegaba el momento que acertaban los tiros que
rociaban al tanque de guerra desde donde yo también les
disparaba, pero tiro a tiro. Moría. Cada tarde moría hasta diez
veces y quince veces.

Uno siempre perdía. Los marcianitos siempre ganaron. Será


que si algún día llegan y nos invaden los marcianos, ¿perderán
la batalla contra los seres humanos? Lo que sé es que siempre
en uniplay ganaron los marcianos. Y que mientras el dueño del
local se hizo más rico a cada minuto de cada día de esa década,
enfrentar los soldados marcianos de todos los colores se fue
consumiendo mis tardes, mi vida y mis moneditas.

También podíamos permitir que se comieran todo lo que se


nos comía el vicio, el señor pacman, que era una bolita con
boca, que iba a toda mierda por entre un laberinto tratando de
comerse a otras bolitas. Cualquier parecido con la competencia
voraz de bolas de nuestra sociedad, es pura coincidencia. O la
batalla de los mosquitos, o las carreras de carros, y cuanta
máquina tragamonedas salió para esos años y los años que
siguieron a los principios y finales de los ochenta, porque ese
local nunca dejó de actualizarse.

Por ahí me contaron, porque no volví a Unicentro, que treinta


y pico de años después de que abriera, esta es la hora que
Uniplay todavía sigue ofreciéndoles a sus clientes lo último en
guaracha en cuanto a tecnología y juguetería tragamonedas se
refiere. Tendría que ir para verificar. Pero me da guayabo esa
escena.

Me atrevo a afirmar que esta historia se parece un poco a la de


La Tropa Brava, la de Andrés Caicedo, la pandilla que se tomó
en Cali todo el frente de Sears, que era uno de los centenares
de almacenes de una gigantesca cadena universal. El Sears de
aquí de Bogotá, que ahora se llama Galerías, queda en la calle
cincuenta y tres, llegando casi a la carrera treinta.
Seguramente tuvo su combo por aquel entonces. Sin embargo
no sé si se dieron alguna vez en la jeta con el combo de los
billis de Unicentro. Eso sí, no había líder de gallada que no
contemplara la idea de darse en la jeta sobre todo con Esteban,
porque si ganaba seguramente cogería cartel, que es lo mismo
que hacerse conocido y respetado por malandrín. Pero paila.
No se atrevían.

Sin montar una película tan violenta y desquiciada como la que


montó La Tropa Brava, recomiendo el texto, los billis se
tomaron la parte posterior del centro comercial sin tanto
melodrama. Desde mediados de los ochenta, cuando ya había
crecido suficiente el parchecito y pasó de ser un combito a ser
un recombo, operó una suerte de oficina multipropósito donde
se podía hablar de hacer goles posibles y de goles pendientes;
era una olla ambulante y temporal. Otros se encargaban de
cobrar deudas o del sencillo matoneo, que nunca pierde
vigencia. Ni siquiera en las redes sociales. A mí ya me
matonearon por este camino. Funcionaba también una suerte
de subgerencia de bísnes y asuntos varios y a la vez era el
centro de operaciones de la rumba. Porque la rumba siempre
la conseguía alguien, todo se hacía por y para la rumba y la
rumba era una especie de diosa. Todo eso funcionaba en un
solo parche. Al frente de uniplay.

Eso fue por varios años y por períodos. Que se recuerde, se la


montaron hasta a la administración del centro comercial y la
administradora, que era una señora de la high-life, nunca
ejerció el poder que tenía para que los guachimanes
reaccionaran de manera violenta contra los jóvenes. La señora
conocía a más de una de las mamás de los muchachos, y era de
esa manera que estaba tan bien enterada que varios de esos
muchachitos problemáticos, eran hijos de papi, pero no de
cualquier papi. Lo que pasaba era que papi usualmente era, o
un político destacado e influyente o un periodista distinguido y
poderoso o un despiadado capo del narcotráfico o el dueño de
medio barrio. O sencillamente papi. Pero al fin y al cabo papi.

Para la administradora, la manera de combatir el problema de


los robos, el matoneo, las amenazas, los tropeles campales en
el parqueadero y hasta las pequeñas extorsiones, no era con
más violencia. Era con tolerancia. De avanzada, la cucha. Pero
tanto los clientes del centro comercial, como la gente común y
corriente, no iban a estar para tolerancias for ever.

Dentro de Unicentro, Pincho llegó a hacer locuras. Una vez en


Uniplay, mientras un gordo gigante enfrentaba marcianitos, el
Pincho le rapó un lazo de oro como de treinta gramos que tenía
en el cuello. El man, como de dos metros y doscientos kilos,
salió de una al trote detrás de Pincho, y Lucas se le agarró del
cuello para tratar de retenerlo, pero quedó colgando y parecía
más una bufanda, o una bandera mejor, ondeando de lado a
lado por todos los pasillos por donde fue la persecución, y el
gordo al trote mar detrás de Pincho como si nada.

Pincho apenas miraba para atrás y el gordo casi lo alcanzaba


porque tenía un físico el verraco, y entonces Lucas se tuvo que
soltar y cayó al piso. Pincho se la pilló y lo que hizo fue tirarle
el lazo a Lucas cuando el gordo ya le estaba cayendo encima y
el lazo rodó por el piso y todo el mundo mirando la escena y
eran como las ocho de la noche de un viernes y el centro
comercial estaba tetiado, pero ahí estaba la rumba en ese lazo y
el puto lazó rodó y rodó hasta que llegó a los pies de una
familia toda linda que iba pasando. No se podía perder ese gol,
por más que pasara lo que pasara.

El gordo cayó encima de Pincho y casi lo destripa. Lucas se


paró de una y se lanzó a recoger el lazo del piso. Salió al trote
otra vez para Uniplay, a la salida seis, buscando que hubiera
más gente del combo para enfrentar a ese gordo que era agrio,
que se puso de pie y salió detrás de Lucas; pero Pincho se paró
de una también y como pudo se le colgó del cuello como había
hecho Lucas, pero otra vez ese gordo llevaba a Pincho como
llevaba a Lucas, como una bufanda por todos los pasillos del
segundo piso y se puso a gritar ese gordo marica:

- ¡Me robaron la cadena! ¡me robaron la cadena!

Pero nadie como que le creía, porque era normal ver correr a
dos, tres manes por los pasillos de Unicentro, sobre todo por
los de ese sector, en aquel entonces, y la gente creyó que
estaban jugando a golpearse, porque ese también ha sido una
juego frecuente entre cualquier parche. Como juegan los
cachorros del tigre o del león. A veces se es presa y a veces
depredador. Igual a la vida.
Entre los pocos que estaban ahí afuera de uniplay, estaba
Esteban, pero como al hombre no le gustaba que Pincho
hiciera ese tipo de cagadas, les hizo una carita a los dos cuando
pasaron al trote con la que mejor dicho les hizo saber que los
iba era a encender donde se detuvieran por refuerzos o le
lanzaran la cadena a él o hicieran algún visaje raro. Tuvieron
que seguir de chorro. A Lucas le tocó seguir al trote de largo
hacia fuera del centro del comercial, mamado como estaba.
Pincho seguía colgado del cuello del gordo y el gordo seguía al
trote como si nada. Lucas se quedó sin aire y cuando ya el
gordo lo estaba alcanzando, y se le iba a tirar encima, hizo la
misma que hizo Pincho: le tiró el lazo por el piso y esperó a que
el gordo le cayera encima.

Pincho descansó un toquecito colgado del cuello del gordo y


eso le ayudó para cuando se soltó. El gordo cayó encima de
Lucas y casi lo mata. Lo apachurró totalmente. Pincho se paró
de un brinco, recogió el lazo y salió al trote de una hacia el
caño de la ciento veintisiete. Saltó la tapia del parqueadero y se
metió debajo del puente. El gordo, como un güevón, en vez de
cazar a Lucas se fue detrás de Pincho, pero ya en el caño las
cosas son de otro color a esa hora. Al gordo le dio culillo
meterse en el caño y perdió el año con ese par de joyitas. No
pasaban de quince o dieciséis años. Después se encontraron
más abajo.
Así eran las cosas en Uniplay, y en el resto de Unicentro. Se
habían tomado todo el centro comercial. Nadie se metía en una
vuelta de esas, ni en ninguna otra. Ni siquiera los
guachimanes. A la gente que se quejó cuando los robaron, no
les hicieron caso ni tampoco cuando los coscorronearon o les
montaron la de matoneo; porque es que se trataba de
enfrentarse a las más de cuarenta caspas alevosas que
estuvieran allí.

Los que se ofendieron demasiado, ya tuvieron que tomar la


justicia por sus propias manos. Fue el caso de Offo, un man de
niza nueve que no comía ni de billis ni de nada. A ese man
Johncito le había robado un saco Lacoste. El saco en realidad
se lo puso un día Pelusa, el hermano menor de Offo. Le
quedaba grandísimo, era amarillo y estaba nuevecito. El
parche de niza nueve se la pasaba donde la tía, que era la jíbara
más destacada del sector. Una hembra medio sexy, a la que el
boxeador panameño mano de piedra Durán le había dado un
apartamento en ese conjunto, en el que se podían meter a
tomar, a soplar, a trabarse, a colar pepas, de todo. Mano de
piedra Durán y la Tía eran pareja, pero el man iba muy de vez
en cuando.

Johncito le pidió a Pelusa con confianza el saco donde la Tía,


dizque para medírselo. El sardinito, que no era malicioso, se lo
entregó. Una vez se puso el saco, ya Johncito no se lo quería
quitar. Y no se lo quitó, sino hasta más tarde, cuando fue y se
lo ferió al Primo, que era un jíbaro de basuco todo cacorro,
quien daba fuego en la bolera de Unicentro. El saco estaba
recién comprado. A pesar de que a Pelusa le quedaba regrande,
así se lo puso. De esa manera también se usaban los sacos
Lacoste, que le quedaran a uno un poco grandes. Las mangas
eran anchas, como bolsas, y en el puño traían tela de más que
se doblaba hacia arriba.

Cuando Offo se enteró de la vuelta, a los tres días, le cascó a


Pelusa por ponerse su ropa nueva, y se fue a buscar a Johncito
hasta Unicentro. Como Offo sí era bien malo, y tenía amigos
aún más malos, se enfletó entre los treinta o cuarenta billis que
había ese día ahí en la salida seis, y cogió a Johncito del cuello
y lo volteó como a un muñeco. Luego lo tomó de los tobillos y
lo sostuvo en el aire desde el segundo piso y le dijo:

- Me devuelve el saco o lo dejo caer desde aquí, chino pirobo.

Johncito se cagó y todos los que estaban ahí con él, porque
Offo apareció con el Carnicero y el Conde, dos manes del sur
que eran respetados por trabajar con la policía. El Conde era
un criminal reconocido que llevaba un gabán de cuero hasta
los tacones de las botas, debajo del que siempre cargaba una
guacharaca recortada de ocho tiros, cuyo doble cañón se
asomaba sin temores. El Carnicero era un man que tenía una
carnicería y era de verdad un simple carnicero. Pero con eso
bastaba para destajar a cualquiera. Andaba con un par de
mataganados de mango blanco, empuñados debajo del fiyak.
Offo llevaba una veintidós Smith and Wesson debajo de la
chamarra negra.

Sin embargo, eso no afinó a Johncito. Devolvió el saco, lógico,


pero siguió timando y mintiendo, creyendo que nunca le iba a
caer la mala. Fue por culpa de un torcido de Johncito que de
hecho se originó el problema que derivó en la muerte de
Esteban. Johncito se le torció al man que mató a Esteban y el
hombre también fue y lo buscó en Unicentro, con tan mala
suerte que estaban apenas Johncito y el negro Javier en la
salida seis. Los crímenes como que siguen impunes. Para que
vean. Por el negro Javier meterse a defender a Johncito, fue
que lo baleó el mismo man que mató a Esteban y a Álvaro. El
que se metía de redentor no salía crucificado; acababa
tiroteado. Ese episodio más adelante se los cuento.

Pero les adelanto que los últimos disparos que hizo el criminal
cuando mató a Esteban, en la calle ochenta y cinco, varios años
después del video del gordo, los hizo justo en el momento en
que Pincho salió corriendo detrás del man, tratando de
impedir que cerrara la puerta del Toyota azul en que se
fugaron de la escena del crimen, junto con los otros tres o
cuatro sicarios que lo acompañaban.

A Pincho le quitaron el hermano mayor. A la familia un sostén.


A la gallada, el líder, el ídolo, el man más alto y para algunas de
los más pinta; se fue uno de los más probones y de los mejores
quiñadores. Muchos querían darse en la jeta con Esteban nada
más, solo por parársele a uno de los manes más legendarios
del combo. Aunque los cascara. Porque era bien parecido y
alto. Y grueso y acuerpado.

El parche se dispersó, se esfumó después de eso. A Pincho lo


único que le quedará grabado hasta la muerte, es el recuerdo
amargo de su hermano tirado sobre el asfalto, con una bala en
la cabeza y tres en el tórax. Le queda también la cicatriz que le
atraviesa todo el cuello de arriba abajo, en diagonal. Como si lo
hubieran cortado con un bisturí o como si le hubieran pasado
un encendedor por la garganta. Fue el balazo.

Boris tiene una cicatriz casi igualita. Le quedó de un corte que


le hizo el Pato, ese sí con un bisturí, una noche en Capri
express en que discutían por la cosa más insignificante del
mundo. Una chicharrita. Es que el Pato no se había trabado y
Boris estaba todo borracho y terapeuta.

En la memoria parecen a veces difuminarse o desvanecerse las


imágenes auténticas de la realidad. Después, cuando han
pasados los años y se rememoran las historias entre los viejos
amigos, como que se recrean y se mezclan aleatoriamente los
hechos que realmente sucedieron con aquellos escenarios
subconscientes que elaboramos en nuestras mentes de lo que
quisiéramos que hubiese acontecido.
La historia de ese parche muere con esos pocos homicidios y
otros cuantos decesos más, predecibles aunque prematuros.
Fueron varias muertes trágicas en situaciones que cada vez nos
parecen más absurdas. Quisiera narrarles lo que sé de las más
simbólicas y espectaculares de esas muertes, porque así como
todo en esa época tenía que ser espectacular, que no pasara
desapercibido, por aquello de la virulenta magia del
narcotráfico, por encima de todos los demás fenómenos
sociales, las muertes por accidente o por homicidio de los
muchachos que yo conocí, tampoco dejaron de serlo.
Espectaculares. Todo un show. Fue doloroso y amargo, pero no
por eso podemos quedarnos sufriendo para siempre. Sufrir
nunca ha sido la mejor opción para enfrentar el dolor.

RADIOLA MATA TEVE.


Esa tarde soleada de agosto de mil novecientos ochenta y uno,
el imprescindible brillo del Tres en uno hacía resplandecer la
textura de la tapa de la radiola de nuestra casa. Repito: La
radiola de nuestra casa. Era severa. Parecía una especie de
archivador de madera, de setenta centímetros de alto, por dos
de largo, por setenta de fondo. Hagan de cuenta el cubículo
perfecto para esas biblias de negocio que llaman A Zetas. Lo
mismo. Diríase que era un féretro, el ataúd de un músico o
alguien así, de no ser porque sonaba como un picó de
corraleja.

Ese fue el electrodoméstico más relevante de la transición de


mi niñez a mi adolescencia. Que aún sigo adoleciendo. El
aparato que mejor me sirvió para satisfacer la necesidad que
sentía de distanciarme de ese pseudo mundo insufrible que me
ofertó el destino. Además ya estaba mamado de la ineludible
programación de televisión locombiana. Mamado, parceritos.
Ese coroto llegó a estar muy por encima del teve blanco y
negro dizque de diecisiete pulgadas, marca gato, que reposaba
sobre una mesita del cuarto de mis cuchos, en todo el frente,
con su respectiva carpetica. Al principio había un solo
televisor. Cuando pudo al fin nuestro cuchito comprar uno a
color, gato too, con betamax y toda la vaina, el descontinuado
teve de cascarón gris fue trasteado al hall, y allí quedó como un
adorno de museo, porque nadie quiso volver a ver el fabuloso
mundo de la televisión en tonos grises.

Gracias a esa caja de plástico negro, que tenía bulbos de cristal


con bombillitos por dentro y a veces olía a quemado, escapaba
de mi realidad de estudiante aplicado en el colegio Cafam, al
mundo secreto de los detectives privados gringos. Si no eran
unos propios para darse en la jeta con los rufianes, tenían
puntería de gamín para encender a bala a los rufianes.
Pululaban. Los detectives y los rufianes. Era un mundo de
espionaje y persecuciones. Iba a decir que sobra decir que
siempre ganaron adivinen quiénes… pero menos mal no dije
nada.

Estar atento a los casos que tenía que resolver el calvo Kojac,
que se la pasaba con una gabardina pálida chupando bom bom
bum todos los capítulos, me mantenía ahí pegadito. Presente,
profesor. Camellaba bonito otro detective, italiano el man, de
apellido Petroccelli; me caía bien. Otro que volteaba elegante,
era un cuchito que ya estaba de hogar geriátrico, pero como
que la productora era del man y entonces él era el protagonista
o ni mierda y se llamaba Barnaby Jones. Tony Bareta era un
raya como burrito, que se disfrazaba de abuelita para atrapar
raponeros. Tenía de pareja una guacamaya blanca, que
parchaba en su hombro, como si fuera un pirata urbano; Otro
aficionado a los animales, era un camionero que tenía de
pareja a un chimpancé, pero se me olvida el nombre… Yo no he
dicho zoofilia en ningún momento, pero no veo por qué no
pudo un hipotético detective privado colombiano tener de
pareja una burrita. Hubiera sido sensacional esa parejita en
Beverly Hills.

Bueno, Steve Mc Garret la montaba en Hawai; Mánimal se


convertía en cualquier animal, desde una lombriz gástrica,
hasta un brontosaurio. Steve Austin era un casanova que
echaba gafa todo el día con su ojo biónico y saltaba como un
sapo; además salía al trote a tirarse todo, cuando pillaba algún
torcido a lo lejos. Los Magníficos eran cuatro paracos que se la
pasaban matoniando por toda la yiunait, en una chimba de van
negra, de la que leí por ahí en una revisteta criolla, que fue
exportada desde Medallo, directo y sin papeles para
Hollywood. Entre el Auto fantástico iba un man todo pintica
que no hacía nada, porque el fantástico era el chéchere y
siempre resolvía el caso; hasta sacaba de problemas al
mancito. Magnum andaba en un Ferrari rojo chicaneando por
la playa, mientras no estuviera por ahí el marido, que era el
dueño del Ferrari y mejor dicho el dueño de la plata; Jammie
Summers, la mujer biónica, cuyas cirugías salieron por un ojo
de la cara, se la pasaba parando oreja y cuando oía algún
torcido, toda chismosa, como Steve Austin, salía al trote a
dañar la vuelta; en fin, toda esa prole me privó de muchas
otras experiencias.

Enlatados importados de Estados Unidos era casi lo único que


nos programaban. No nos quedaba otra opción que consumir
series enlatadas. Con apenas dos canaletos, el siete y el nueve,
no había otro hobbie menos productivo que ver a David
Banner agigantarse por encima de los chiros, que hacía añicos
el desagradecido, y experimentar una especie de metamorfosis,
o fotosíntesis mejor, porque todo rabón, ese científico vago e
hiper susceptible, se ponía verde de la ira cuando medio se
emputaba. Y entonces tocaba aguantársele las pataletas, o
volvía todo una mierda. Era increíble cuando le sacaban la
piedra.
Atornillado me la pasé a mi sillita, para poder ver muchas
otras ofertas. Me gustaban las aventuras de Mork del planeta
Ork, y Mindy del planeta Tierra. Le rompí todos los carros a mi
papá, y a otros pacientes, porque desde niño todo lo que
soñaba era ser el duke mono de los Hazard y meterme en
bombas por la ventana, para arrancar en pura hijueputa,
huyendo del alguacil. No tenía que huir de nadie, pero los
pichirilos de mi cucho siempre quedaron pérdida total.

Ya me acordé del camionero del mico. Se llamaba B.J. Mc Key.


Soportábamos hasta con agrado, en medio de la resignación,
las vicisitudes de La familia Engals. Los interminables hasta
mañanas de los Walton. La peleadera por las lucas de la
familia Carrington, en Dinastía. Las estupideces de Gilligan, en
la Isla del Tesoro. Los dramas adoctrinados de Mash. La
Barbie en cucos, con sus hermanitos negros recogidos en el
Bronx, todos hijos de míster Benson. La exótica relación
sentimental de míster Rourke con Tatoo, el enano, en La isla
de la fantasía. Un buque lleno de hembras y perico, en El
crucero del amor. El viaje de ácidos en Tierra de Gigantes. La
lucineta de Perdidos en el espacio… y en fin. Aunque sí fue un
Viaje a las estrellas el que experimenté, por tirármelas de
Llanero solitario, ahora siento que estamos Perdidos en el
espacio, en una Dimensión desconocida.
Y así. Luego de devorarme los inmejorables frijoles caseritos
que nuestra madre religiosamente se fajaba, me sentaba a
esperar que terminara la agobiante sarta de comerciales y
poder ponchar a mi ídolo, mi parcero, el astronauta Steve
Austin, quien fuera de que tenía las quimbas biónicas, también
tenía un brazo y un ojo nucleares, con los que enfocaba todo lo
que Óscar Goldman, su jefe, le decía que enfocara. Siempre se
trataba de un enemigo tenaz para su país. El mismo país que
hizo la serie, con el didáctico fin de vendérsela al colombiano
que nos la puso en el cuarto de nuestros cuchos, los sábados a
las dos de la tarde. El man era un astronauta que salió
costando la módica suma de seis millones de dólares, debido a
la sencilla razón de que no supo pilotear tremenda nave y se
desculó a match tres. Yo sentía cierta solidaridad con el man
porque al man también se le volvían mierda las naves, como a
mi papá. Lo que nos salió muy caro a todos los contribuyentes
fue la reparación de Steve, que quedó parapléjico. “Pero lo
reconstruiremos –decían al principio de cada capítulo-.
Poseemos la tecnología para convertirlo en un ser
superdotado”. Superdotado Asprilla. Y lo peor para el tercer
mundo, es que, como salió todo propio de cirugía, montando la
suya, le dieron licencia para cascar, moler, matar, patear y
quiñar a todo aquel o aquello que representara una amenaza
para su país.
En fin…

A pesar de que de todos modos me la sodaba viendo cómo se


iba desenvolviendo la madeja de las tramas en aquel mundo
misterioso de los detectives privados gringos, y todo ese parche
de monos mentirosos, porque actuar es mentir, cuando me
empecé a mamar de toda esa parafernalia mi electrodoméstico
preferido comenzó a ser la radiola. Reconozco que más de una
oreja debió quedar ciega. Más de un ojo jamás había
escuchado esa palabreja. Radiola. Oigan para que vean. Marca
Motorola. Severa. High Fidelity. High Quality.

Todas las mañanas nuestra madrecita se levantaba a brillar


todo aquello que fuera medianamente susceptible de ser
pulimentado. Antes de irse a trabajar, esa señora, que es una
santa, ya le había pasado con denuedo el trapo del polvo a
todas las mesitas, estantes, repisas, pantallas, cuadros,
adornos, muebles, y ya había también sacudido las carpetas
sobre las que posaban sus inmaculadas porcelanas Capo di
Monti, con bordecitos de oro golfi, que no se podían tocar. Era
mejor ni mirarlas.

Las baldosas del piso permanecían inmaculadas a punta del tal


carnauba que el comercial de la costosa cera mansión
garantizaba en un treinta y tres por ciento potencializado, y el
precio rebajado a la mitad. No solo podíamos sacarnos los
barros y las espinillas cogiendo de espejo ese piso, si
hubiéramos querido, sino que hasta de plato nos hubiera
servido en caso de que hubiéramos tenido la necesidad. La
asepsia de esa casa era un ejemplo de otra de esas ideas
obtusas que nos sembraron en la mente, que nos hace creer
que entre más limpio más puro. Yo sé que la higiene y el aseo
nos acercan a Dios. Claro. Pero conozco un bellaco que huele a
Antonio Banderas, aunque es una bandera y me llamo
Antonio.

Por donde iba pisando, tras de mí, traía siempre activado el


trapo del piso, que no era otra cosa que una escoba común y
corriente, con un saco de lana viejo bien amarrado a la base.
Tenía un nombre esa herramienta. Mami lo llamaba trapo del
piso. Y pues nosotros también. Una especie de mopa casera. Yo
no tenía permiso de dejar el impresentable rastro de mi
existencia, en las huellas que mis sudorosos pies iban
imprimiendo, en complicidad de mis medias pecuequientas.
Era preferible pecar en otro lado.
Gustavo Mancera me había regalado los cuatro elepés de
acetato de los álbumes rojo y azul de los Beatles, y al fin
empecé a escuchar algo diferente. Algo lejano y bueno. Para mi
compañero de clases yo merecía ese gesto de aprecio, pues
acababa de demostrarle ser un buen bitólmano, al haberle
hecho pagar a mi cucho la recientemente lanzada versión de
Twenty love songs, que esos mechudos publicaron y llegó
desde Abbey Road, en Londres, a través de Venezuela, a
nuestra exótico altiplano.

Mancera me obsequió sus álbumes solo si le prestaba el que


papá me regaló. Para mí esa compra no era nada del otro
mundo. Pero ese disco, por el que papá pagó setenta y seis
pesos, transformó mi mundo. Empecé a habitar este universo
que vivo hoy y ahora. Por culpa de esos peludos con carita de
niños bien, comencé a cambiar de hábitos. Mi pensamiento
adictivo me botó a un sendero en mi cerebro, por donde cogí
ciegamente detrás de mí. Y aún me sigo buscando, but I still
haven’t found, what I’m looking for.

Fue en Cafam de La Floresta, que a principios de aquel agosto


estábamos haciendo el mercado en familia, cuando de pronto
vi aquél ele pe. Sencillito. Lindo. Tenía en la portada un cuadro
dibujado por un niño, o más bien una pintura en la que
aparecían los Beatles como si fueran niños. No sé. Se veían
niños. O tal vez pintados por niños. En fin. Me gustó lo que vi.
El ele pe de acetato estaba de primeras en el mostrador de
discos. Detuve el carrito de los víveres para mirar qué
canciones tenía. Estaban Yesterday, Love me do, Strawberry
fields for ever, And I love her… Sabía más de marcianos que de
rock. Lo único que me habían advertido de niño, es que a los
que les gusta el rock, fuman marihuana. Eso era una ley
universal. De resto, nada más. Yo me pregunté: ¿Y esos
bacancitos que parecen niños, con caritas de yonofuí, fumarán
marihuana?

—Papi, cómprame este disco…

Papá se emocionó porque en vez de que yo le pidiera alguna


camiseta o unos tenis o cualquier otra maricada innecesaria, le
pedí que me comprara ese pedazo de plástico redondo negro,
no reciclable, como si se tratara de una de las necesidades
básicas de nuestra canasta familiar. A papá le gustaba que
consumiéramos cultura. Mucha cultura. Pero no creo que
esperara que solo de la cultura pop anglosajona derivara
nuestro único sustento. O que gracias a los Beatles, y de ahí
para acá toda la psicodelia que me obsequió en libros,
películas, casetes, afiches, discos, parlas, farras, ajá, yo
terminara volviéndome marihuanero. Nadie vio venir ese tren.

No olvido que nunca esperaba tanto reconocimiento de nadie.


Menos de Mancera. Serio. En realidad mi criterio musical
había estado entrando en una especie de decadencia, bastante
fluctuante por cierto, debido a que no sabía con exactitud si en
realidad todavía me gustaba como Elio Roca cantaba Noelia,
Noelia, Noelia, Noelia, Noelia, a, a. O si aún me emocionaba,
como se emocionaba mi primo Cuqui, cuando escuchábamos a
Armando Manzanero arrastrar Esta tarde vi llover, vi gente
correr, y no estabas tú, entre sus dientes presos de su lengua
tímida, y su piano aletargado pero leal.

Entonces empecé a pasarme las tardes infinitas ante la radiola,


escuchando esa música en la que hasta ahora me estaba
iniciando. Me estaba zafando del tetero del vallenato, el bolero,
el chucu chucu, el tango, el pasodoble, el vals, y todos esos
aires con los que nos amamantaron nuestros padres. Con el
tiempo esos acordes evolucionaron en otra musiquilla un
poquito más cursi, que quién sabe a qué tipo de atrevida se le
antojó denominar dizque música para planchar ropa. Pero
personalmente, lo acepto, me gusta planchar mi ropa. Mi
camisa. Mi pantalón. Hoy planché lo que llevo puesto. Sentí un
contacto extraño con Flor, nuestra primera empleada
doméstica. Planchaba toda nuestra ropa. Hoy creí que el
comando de la plancha hirviendo, empuñada por mi mano
derecha, lo llevaba ella. Pero lo mejor de planchar lo que visto,
es que me gusta hacerlo con esa musiquita que ahora es vieja,
esa que es la única música que me gustaba de niño, y que
aquella atrevida bien clasificó. Estoy viejo.

En Radio Tequendama, la emisora joven que mi hermana


sintonizaba todo el día, programaban una gama infinita de
canciones almibaradas, que empezaron a construir un entorno
inaprensible en mi mente, con respecto a lo que yo estaba
entrenado para creer que era amar. Nos hicieron creer que eso
que cantaban estos mancitos, y algunas nenas por ahí, era
exactamente lo que significaba amar. Que para saber amar, era
inconcebible desdeñar los afortunados contenidos de las
tragicomedias, o culebrones venezolanos y mexicanos, que
pasaban por nuestra televisión, antes de importar la
infraestructura suficiente para crear nuestros propios
culebrones y poder presentar nuestra propia idea de eso que
llaman amar. Lo que los adultos ya habían convenido en
determinar lo que es eso del amor. Estar enamorado es
descubrir lo bella que es la vida… cantaba Raphael. Pero nada.
Para algunos es al revés, la vida es un desastre cuando no están
enamorados locamente. Y sufren porque sí y también porque
no.

Esa emisora tenía un programa que se llamaba El Patico


discotequero, en el que pasaban música disco, un nuevo
género para mí, que venía de las discotecas de Nueva York. Fue
gracias a esa emisora que yo fui conociendo el mundo gaseoso
de la farándula. El mundo de furor que traían esos grupos y
cantantes gringos al transistor de mi hermana. Pero ese rumor
de rumba del patico discotequero salía del cuarto de mi
hermana por las noches nada más, cuando lo transmitían.
Mis tardes eran reglamentarias en la sala de la casa. Me
apoderaba de la radiola, del sofá y de los audífonos. Estaba a
menos de una semana de cumplir quince años. Ya había
escuchado a Alfredo Krauss y seguía Nikita Acosta. Era una
extensa y aburrida paleta musical la que acompañaba mis
tardes melancólicas. Hasta Richard Clayderman me
atormentaba de vez en cuando. Todo en mi mente estaba en
desorden, y en mi corazón peor. Trataba de descubrir qué me
quería decir John con eso de I’m not half the man I used to be.
Ni siquiera estaba tratando de sacarle la letra. Solo quería vivir
una nueva vida auditiva, dentro de un Yellow submarine, tal
vez, con un papelito de Lucy in the Sky with Diamonds, en un
Magical Mistery Tour, Across the universe.

De repente entró mi hermana en la sala. Traía a un tal Chipolo


de la mano. Detrás venían Toya y Amanda. Después fue que
supe que Chipolo era, como Mario Cruz, una leyenda del baile
en las discotecas de moda del norte de Tabogo. Era famoso en
el minimundo de esa farrándula. Lo vi alto. Delgado. Bien
parecido y más bien estilizado. Traía un pantalón cremoso con
prenses desde la cintura hasta la rodilla, que hacían creer que
la tela caía como una bolsa hasta la canilla. Con comodidad. La
línea parecía demasiado amplia, pero era elegante y perfecta.
Terminaba en una bota angosta. Llamábamos baggies a esos
pantalones. Por su aspecto de bolsa recibieron ese nombre.
Como la bolsa del pan. La de papel. Los usaban más que todo
las mujeres.
La moda siempre ha sido importada y por esa razón a ese tipo
de diseño le correspondió ese nombre. Baggie. ¿Qué tal? Me
imagino la gente adicta a la moda diciéndole bolsa a un jean.
“No te queda muy bien esa bolsa, Pili”. Qué oso, diría Patty. En
cambio Baggie… Baggie era distinto. Baggie era perfecto.
Resultó ser un término muy fácil de aprender y de adoptar.
Como todo lo gringo en esa época. Todo lo que fuera en inglés
siempre sonaba mejor. Más práctico. ¿O.K?

De dónde son tus zapatos, preguntaban unas chinas a otra en


un comercial de teve. Los traje de Miami, respondía. Pero ahí
mismo aclaraba: Mentiras, mentiras. Son Jazz. Esos tales Jazz
a la fija eran unos chagualos todos ordinarios y de mala
calidad, que fabricaban aquí en Colombia. Industria nacional.
Todo lo gringo era mejor, más bueno. Era hermoso. Como los
gringos. Todos lindos y bellos. Algo que todos soñábamos, ya
que por más que nos esforzamos no logramos llegar a ser
gringos, era tener juguetes, cosas, sobre todo corotos y ropa
traídos del país del águila. O del viejo continente. Con
cocodrilitos en el pecho, o el logo de la marca del cigarrillo de
mayor venta en el mundo, o un jugador de polo al que nunca
he podido saber si es que ya le dio o es que hasta ahora le va a
dar al tejo, porque ese tejo jamás lo he visto por ahí.

El pantalón de Chipolo para mí era hecho a su medida aquí en


el altiplano cundiboyacense. Por alguna razón no se veía del
todo femenino. Algo lo hacía ver viril. Tal vez el corte tajante
de los bolsillos. Era un pantalón ancho de la bota para arriba y
le quedaba bien puesto. No lo lucía. Él se exhibía en ese
pantalón. Un pantalón exagerado.

Traía anudado al cuello un suéter Shetland de lana azul, que


hacía resaltar el original corte de pelo que tenía. Durante
muchos años, quienes fuimos esnobistas en los ochentas,
llevaríamos a pesar de los bruscos cambios de la moda
impredecible, semejante peinado. Por ahí ha sobrevivido el
estilito. Se lo he visto a más de un convencido de la estética
exuberante y definitiva de ese prototipo. Tengo en mis
recuerdos la vaga imagen de que ese corte fue un modelo
importado, porque, si no estoy mal, a ese peinado como tan
elaborado lo llamaban el corte paisa. Bien bajito a los lados,
para que quede en el recuerdo, y geométricamente podado
hasta la altura de la sien. A veces rasurado.
Remataba look tan rimbombante, una pelota encima de
nuestras testas. Los que nacimos de pelo crespo, chuto, medio
chuto o quieto, que a decir verdad la gran mayoría, parecía
más que llevábamos puesta todo el tiempo una especie de
corona engreída, confeccionada de esponjillas bom bril, que
nos hacía ver gadafalarios. ¿Me copian? Una suerte de cresta
agresiva se proyectaba desde el frontal hasta el occipital, en el
origen de la nuca, y finalizaba en una larga colita atrás, a veces
cursi, a veces re que te cursi, a veces en el centro o a la
izquierda o a la derecha, que muchas veces vi teñidas de
diversas y coloridas tinturas mixtas.

Me atrevería a afirmar que ni siquiera fue importada de


Medellín esa moda. Peinado tan exitoso solo pudo ser
producto de la suma de dos vertientes extranjeras de la moda.
Por un lado, se me antoja que la propuesta amenazante de
cresta que lucíamos, fue heredada del último mohicano de
Norteamérica, o de los anárquicos punk británicos; y por el
otro lado, estoy seguro de que el pelo largo atrás es resultado
de la nostalgia de los ideales hippies asociados al peace and
love. Un tocado ideal para la paz y para la guerra.

Pero yo no miraba a Chipolo a la cabeza. Ni a los ojos. Ni a la


camiseta azul que traía puesta. Tampoco estaba concentrado
en la chimba de pantalón. Eran sus zapatos los que mis ojos
codiciaban. Blancos y cotizados, parecían auténticas baletas de
bailarina, pero con cordones. La suela ni se veía. Brillaban. Yo
no podía parar de mirarle esos pisos. Tenían un tacón
pequeño. El brillo que emitían no era por betún alguno
aplicado, sino por la textura sintética del material.
Cuando me saludó, me miró como si hubiera visto un moco
verdoso en su baggie color caqui. Yo estaba recostado en el
sofá. Oh I believe, in Yesterday, cantábamos Paul, John y yo.
Trataba de entenderle la letra al que para muchos es un
villancico celta, cuando irrumpió mi hermana en la sala con el
tal Chipolo.

— Le presento a Chipolo—, me dijo bruscamente, con ese aire


imperioso y autoritario con el que nació llorando.
Estaba nerviosa por mí. Yo no era ese tipo de sardino del
mundo al que ella pertenecía. Un universo en el que la mayoría
vivía imbuida en el planeta de la moda. Yo vivía en otra
atmósfera que tendía hacia la izquierda más que a la derecha.
Tenía puestos mis bluyines Caribú, un par de botas Grulla y
una camisetica de Coltejer. Todo producto de la pujante
industria paisa. Mi hermana, a tan temprana edad, ya conocía
todas las marcas de las cosas finas y costosas y todas las cosas
finas y costosas de marca venían de Europa o de Estados
Unidos.

—Hola, mucho gusto. Felipe—, le dije al tal Chipolo.


Mi hermana levantó el brazo del tocadiscos, paró la música de
los escarabajos ingleses, en un mal momento para mí, y me
dijo que Chipolo tenía algo que decirme. El man se desanudó
el saco del cuello, miró alrededor escudriñando cada uno de los
detalles sin polvo de la casa. Todo parsimonioso. Me pidió que
me pusiera de pie. Lanzó el saco al sofá. Me midió con la
mirada y le dijo a mi hermana casi gritando que yo era más
enano de lo bajito que ella le había dicho que yo era. A Patty se
le desencajó la mandíbula. Yo no entendía qué querían. No me
habían dicho ni mu. Cuando mi hermana subió por allá al
cuarto de ella, el man me preguntó:
—¿Sabe bailar?—
Cada vez que íbamos entrando en confianza, lo sentía menos
petulante de lo que me pareció con la primera impresión que
tuve. Me resultaba insolente más su aspecto de dandy criollo, a
mi manera de sentir, que su auténtica naturaleza de artista.
Pero tenía la fiel estampa de Fred Astaire. Su voz me hizo
sentir que era más amigable y comprensivo de lo que ni él
mismo creería que podría llegar a ser.
— Pues el bunde tolimense, el sanjuanero del Huila, la
contradanza del Pacífico, la cumbia del Caribe, el Kazachok
ruso…

Ya iba yo a seguir mencionándole todos los aires colombianos


y hasta extranjeros a los que mi hermana me sometió como
pareja suya desde que éramos niños, pero Chipolo se quedó
mudo un segundo, como si lo hubieran insultado en mandarín,
y luego soltó la carcajada. Yo también me reí, pero no supe de
qué y me puse rojo como un tomate.
— No me refiero a esos bailes, chino. No sea tan pelle. Disco,
disco… ¿Sabe bailar disco? —
La pregunta quedó flotando en el ambiente porque de disco no
sabía ni jota. Mi hermana apareció en ese instante sórdido con
el elepé de Kool and the Gang. Unos negritos que tocaban una
musiquita como cool. Ella había empezado a asistir a unas
rumbas por las tardes, a las que acudía sin falta después de
salir del colegio. Se llamaban disco partys y guardaban cierta
semejanza con las que hoy se conocen como chiquitecas. En un
ambiente inadecuado, yo alcancé a reunirme, no más de diez
veces, tal vez, a compartir con hordas de menores de edad una
música y un baile que trastornaron por unas semanas mi
apacible existencia. El disco.

Ya me había dado cuenta que mi hermana tampoco fallaba


frente al televisor los jueves a las seis de la tarde, para ver si se
ponchaba a sí misma en Baila de rumba, el programa de
concurso presentado por Alfonso Lizarazo, que se grababa en
Río. Una de las discotecas a las que ella acudía
fervorosamente. Los mejores exponentes de los bailes de moda
de la época pasaron por ese programa. A mí empezó a
gustarme la competencia del baile porque me proyecté en esa
situación tan gloriosa. La de ganar el concurso de los billis.
Uno bailando y todo el mundo mirándolo a uno.

Mi hermana ya soñaba con ser una de las supernotas del Show


de Jimmy Salcedo. Unas bailarinas que para entonces nos
parecía que salían con muy poca ropa en el musical de
televisión que más éxito tenía en aquella época. Ya había
pasado por el elenco de Fanny Mickey en La gata caliente, con
apenas quince años, y ese logro era la envidia de sus amiguitas
del barrio. Empezó bailando en la Casa del gordo, que era un
restaurante show del gordo Benjumea, grande y de muebles
rústicos. Allí inició su carrera como a los trece, para cuando me
la quité de encima con el video ese de estar preparándonos a
todo tiro que para un concurso, que para el otro, que el bazar
de nosedónde, que las empanadas bailables del colegio de
sisemás… Cuando pensé que ya me había descaspado a mi
hermana con su interminable video ese del baile, apareció la
bendita música disco, justo en la radiola de mi casa y espantó a
mis escarabajitos por un par de semanas.
Ella estudiaba el bachillerato en el colegio IDAP, que era el
colegio de la Universidad Nacional. Donde yo estudiaba había
danzas, pero yo me había inclinado más por la música
instrumental que por otra educación estética. Con mi
hermanita ya tenía suficientes danzas. Y ahora quería montarla
de disco.
— Vea, chino, lo que pasa es que el próximo mes viene el
concurso de grupos de baile en la discoteca Río y pues graban
para Baila de rumba a los finalistas y queremos salir los cuatro
con una coreografía que yo me sé, y pues si quiere, podemos
meterlo en el baile-, me soltó al fin Chipolo la papa caliente.
Como al son que me toquen bailo, ellos sabían que conmigo
contaban. Aprenderse todos los pasos de una rutina, hacerlos
bien, con compás y gracia, es algo que no hace cualquiera. Por
eso la turba se reunía en las discotecas a mirar a los que sí
sabían hacerlo. A Mario, a Chipolo, a la Paisa, al negro Javier.
El baile es algo inexplicable. Viene de adentro. Sale del alma.
Desde lo más profundo del espíritu. Y bailar es para mí ese
trance incomparable en el que entramos a liberar ese animal
que llevamos dentro. Nos movemos mágicamente,
transportados a nuestros orígenes ancestrales, justo como
homínidos anónimos en la fogata de la eternidad, al son del
tambor, del cuero, de la cañita. Cada una de nuestras células
tiene derecho al movimiento que la música nos inspira. Párate
y danza que la vida se te acaba… Ay, hombeee, ¡güepa jé!

Último gol
Pincho vive en La Picota. Una penitenciaría que queda al sur
de Bogotá. Hoy vine a visitarlo. Aquí está desde el veintiuno de
Mayo de dos mil nueve, cuando lo atraparon en el Boulevard
Niza sustrayendo de una oficina un celular de los últimos de
ese entonces, un V3 Motorola blanco, y un bolso de cuero
rosado con poco más de trescientos mil pesos.
Había salido a trabajar común y corriente ese día. Estaba en el
tercer piso del centro comercial, paseando por la zona de la
administración, que es una zona pulpa para la actividad a la
que él se dedica, cuando de pronto frente a sus narices vio
cómo una señora bajita salía brava de una pequeña oficina,
blandiendo en la mano una rama de papeles y murmurando
vulgaridades. De la furia que llevaba, casi deja giratoria la
puerta.

¿Sin seguro?; ¿habrá alguien adentro?; ¿tendrá sensor de


movimiento?; ¿habrá algo que valga la pena? Ese es el tipo de
preguntas que en una micra de segundo se formulan en la
mente de Pincho automáticamente. Se dispara una suerte de
switch instintivo, del que depende su subsistencia. Las que son
malas noticias para ti, pueden ser buenas noticias para mí, le
dijo a su dueño un ave cautiva en una jaula de oro, muy lejos
de su nido. Su agudo olfato de sabueso con pedigrí, más
incisivo que el de cualquier gozque callejero, le indicó que se
devolviera. Le metió rever y, cómo no, ahí estaba el botín.

Procedió al hurto. Diez segundos. Tomó el celular de la mesa,


el bolso de la silla y cuando ya creía que estaba coronando, lo
poncha un sujeto alto de camisa blanca como nervioso, flaco y
ligero que iba pasando desprevenidamente en ese preciso
instante por delante de la oficina. Venía detrás de él. No lo
advirtió. Acabaría de salir de una oficina ahí pegadita a la del
gol.
Se ha quedado mirando el bolso rosado el tipo flaco mientras
va pasando frente, como si lo reconociera, y en el momento en
que Pincho se lo está mandando a la axila, por dentro de la
chaqueta, flaco y Pincho se miran a la cara y justo termina el
flaco de pasar por delante de la vitrina. Se da cuenta de una de
lo que está pasando y ahí mismo empieza a acelerar el paso.
Pincho se le va detrás de una, como diciéndole con la
adrenalina:

- Quiubo, sapo, ¿dónde y con quién es que se va a ir de sapo?

Entonces el hombrecito se mete de afán en otra oficina que


quedaba ahí adelante, pálido y temblando. Pincho, que sabe
meter miedo, se detiene con parsimonia en todo el frente de la
oficina donde se metió el flaco y se queda mirándolo por unos
segundos fijamente a través del vidrio. No se atreve el flaco a
levantar la cabeza y mirarlo a los ojos. A pesar de que había
más gente ahí, ni se mosqueaba. Cuando se atrevió, ya Pincho
se había esfumado.

Pincho es tan de buenas en sus vueltas, que en una primera


retención que le hicieron los vigilantes, con requisa y toda la
vaina, estando ya en el primer piso, porque el sapo se fue de
sapo, no lo pillaron. Se había alcanzado a descargar del bolso
rosado en el baño y como tiene aspecto de ser un man bien,
que siempre está bien vestido, no le vieron nada de raro que
tuviera esa suma de dinero y ese celular encima. Se
comunicaron a través de sus radios todos los guachimanes,
montando show en el operativo, pero ahí mismo lo soltaron a
treinta metros del baño.

Sin embargo, cuando ya estaba alcanzando la salida que queda


al oriente, por la carrera cincuenta y cuatro con ciento
veintiocho, justo en la entrada principal de Campania, fijo
pensando en una hamburguesa del corral, una coca cola fría,
una botella de whisky más tardecito, unas vichas de basuco y
una bolsa de dog chow para Luna, lo sujeta con fuerza del
brazo un guachimán que no se sabe de dónde salió, y:

- Venga para acá, caballero.


Lo tenían pillado, detectado, ponchado, radiado y televisado.
Encontraron el bolso tirado en el baño de hombres entre una
caneca llena de papel tualé. Lo detuvieron justo unos pasos
antes de que pisara la salida del centro comercial.

Ya estando dentro de las bodegas donde meten a los pillos que


atrapan bajándose algo, con el fin de cascarlos mientras llega
la policía, se enganchó con uno de los guachimanes del centro
comercial y cuando el man le metió el primer bailao, Pincho le
puso los dientes, porque no tenía qué otra cosa más ponerle.
No le iba a poner el ojo, o la mejilla cristianamente.

Lo tenían agarrado de los brazos con llaves de judo entre dos


guardias y pensaron que lo iban a quiñar breve. Se lo pusieron
papaya al más cuajado, y cuando ese guachimán manda con
todo el hombro una trompada, Pincho ya la tenía medida y la
estaba esperando. El hombre aprendió a recibir los golpes con
el swing del puñetazo en el filo de los dientes. Con eso le digo
todo. ¿Será que ha tenido que pelear algunas veces el joven?

Apenas se escuchó un grito sordo y un ¡ay, jueputa! Le abrió


todos los nudillos de la mano izquierda con esos dientazos. Era
zurdo el pobre guachimán. En el centro comercial todo el
mundo creyó que eran los gritos de Pincho. Pero no pudieron
intervenir para averiguarlo. A veces la gente sin saber nada se
mete a defenderlo, presa del teatro que sabe ejecutar muy bien
el señor actor, mi amigo Pincho. Esta vez no fue así.
Hay algo curioso en el teatro de los victimarios que se tornan
víctimas. Paradójico, mejor. Cada vez que en Bogotá atrapan a
algún guache que acaba de robarse algo en la calle, pasan dos
cosas: Primero, cuando el ladrón para su desgracia no lleva ni
navaja ni pistola ni cuchillo ni machete y la víctima en medio
del desconcierto se decide a gritar mientras la están robando, o
apenas sale disparado el ladrón:

- ¡Me robaron, me robaron!-, salen instintivamente dos, tres,


cuatro, cinco, diez voluntarios de lo más valientes y fogosos a
revirar por quien gritó. La ecuación determina que entre más
voluntarios, menos valientes. Apenas lo pescan en carrera de
cien metros, como galgos detrás del falso conejo de palo, lo
encienden entre todos a pata en el piso con auténticas ganas de
lincharlo y cobrarle de paso todos los robos de los que han sido
víctimas hasta sus parientes en quinto grado, y en los que
lógicamente no capturaron al conejo. Fácilmente pueden
cobrarse cien deudas entre diez pingüinos a un solo moroso en
medio minuto; que, valga decir, no necesariamente tiene por
qué representar a todo el gremio de bribones como para
molerlo a pata por una cadenita o un celular.

En ese momento viene la otra reacción: se asoma una cucha


altruista por un ventanal de un tercer piso, con una mascarilla
de pepinos espantosa, en bata, empiyamada y con rulos en la
cabeza, y comienza a gritar más duro que la misma víctima del
robo, que los valientes que se encarnizan, y que el mismo
ladrón, que empieza a llorar a grito herido y a moco tendido
pidiendo auxilio:

- Me están matando, me están matando.

Y la cucha:

- No le peguen, no le peguen más. Por favor. Llamen a la


policía y si quieren y encarcélenlo, métanlo preso, pero no le
peguen. Por favor. Vean que él roba es por pura necesidad.
¿cierto, mijo?

Pincho alcanzó a actuarse una corta escena de su cosecha de


acción, terror y suspenso antes de que lo metieran en la
bodega. Eso fue en el mismo medio minuto que dura esa
vuelta. Parece inherente a todos nosotros los seres humanos
tratar de aparecer inocentes cuando nos atrapan en alguna
maldad, en un engaño, porque todos hemos engañado, y, como
lo haría cualquier cachorrito que se ha comido el zapato nuevo,
nos presentamos como víctimas. Descaradamente. Sin
embargo, lo metieron sin compasión al área restringida y pasó
lo de la mano del guachimán.

“Al rato llegaron los tombos –me empieza a contar Pincho en


la celda, con cierto desgano-, y nos llevaron primero a
Medicina Legal, porque los dos estábamos cascados. El
guachimán y yo. Yo le había metido su cabezazo cuando me
dijo que a él nunca le habían tocado la cara. De todos modos
allá lo convenzo de que no me ponga el denuncio, porque el
tombo había pelado una patecabra y le había dicho que me
pusiera el denuncio de que yo le había abierto la mano con esa
navaja y no como había sido, con los dientes en el momento
del puñetazo. Ellos eran los que me estaban agrediendo de
primeras. Cuando llegamos a Toberín, el guachimán me dice:
Uy, allá está mi supervisor, qué pena, si me dice que lo embale,
paila. Me toca embalarlo. Yo tengo hijos y yo con la comida de
mis hijos no peleo. Hágale, le dije yo. Si puede hacerme el
favor, pues le recomiendo.

“Al otro día me sacan a la indagatoria y me dicen que si yo


acepto los cargos. Yo me decido por decir que aceptaba los
cargos con la esperanza de que el guachimán no me hubiera
puesto el denuncio. La fiscal me dijo: si me acepta cargos, yo lo
dejo ir. Entonces yo le dije sí, yo le acepto los cargos. Yo sé que
soy responsable de mis actos, de mis hechos. Entonces
démosle inicio a la indagatoria, dijo la juez. ¿Usted sabe por
qué viene?, me preguntó. Y yo, sí. Yo sé por qué estoy aquí. ¿O
sea que me acepta los cargos? Y yo, sí. Le acepto los cargos.
Cuando empiezan a leerme los cargos por los que yo iba, casi
me muero. Por hurto agravado y calificado, con lesiones
agravadas. Llamado de doce a dieciocho años de condena. Esa
no es una condena excarcelable. Entonces yo le hacía ojos a la
juez diciéndole con la mirada que por favor se apiadara de mí.
La fiscal le dijo que me concediera el principio de oportunidad.
Me pude librar ese día. Me dejaron ir”.
La entrada a esta cárcel miserable fue más por el incidente del
vigilante que en razón del robo; porque la tipa dueña del bolso
rosado y el celular, por no perder las cosas, no puso la
demanda. ¿Cuál mujer, me pregunto, no se rehúsa a perder un
bolso de cuero rosado? En este país es mejor no demandar el
robo para no perder en el proceso los objetos que muchas
veces recupera la policía. Más se pierde en la demanda. Por eso
es que nadie demanda los robos callejeros, los raponazos, el vil
atraco, el escapeo, el cosquilleo; y, claro, las estadísticas
peregrinas de la policía hablan de diez robos cada media hora,
cuando fueron al menos cien, señor agente.
Fue por eso que Pincho cayó a esta cana. La Picota. Patio uno,
pasillo dos, celda treinta y seis. Dos años después de gozar de
libertad del incidente del bolso y el celular, Pincho es atrapado
de una manera casi infantil. Por paniquiarse. Tenía que
presentarse ante las autoridades penitenciarias y pagar una
indemnización por los hechos y quedaría listo. Pero no lo hizo.

Pincho decía siempre otro nombre cuando lo paraba la policía.


Un nombre y un número de cédula falsos. O no falsos,
sencillamente de otra persona. Esos datos que dio ese día,
pertenecen a un rata re sapo que odia y del que tenía que
vengarse de alguna manera, porque lo traicionó. Un tal Javier.
Pero el mundo es tan pequeño, que el rata es liso como un
jabón y se rodó hasta aquí por robo. Hoy vive en el patio de al
lado y ya limaron asperezas. Ha sido un largo e intenso dolor
de güevas.

Pero el día que entra en la cárcel, La Fiscalía determina en las


oficinas de la Afis su auténtica identidad, es decir la de Luis
Gonzalo Araque. Es a la hora de tocar el piano, que es como se
refieren aquí al proceso de la prueba dactiloscópica, en la que
imprimen con tinta negra la huella dactilar de cada dedo en un
papel. Ahí le cayó el proceso por lo de la mano del guachimán,
y después un proceso que tenía pendiente por haberse bajado
varios años atrás una caja fuerte en la casa de los ardillas. Ya
identificado, es que determinan tomarle la foto con el
escapulario. Me refiero a la reseña carcelaria que la Fiscalía
General de la Nación les realiza a todos los que cometen un
delito y tienen que pagar una condena. Aquí la denominan el
escapulario. Se trata de esa tabla negra con el nombre y la
cédula en letras blancas que ponen a cargar a la altura del
pecho o les cuelgan del cuello a los reseñados, para que les
tomen la foto que los identifica como criminales que viven
dentro de un penal. Me imagino que lo hacen para alimentar el
banco de datos, o el eminente archivo de delincuentes de la
Nación, que tiene que ser extenso, interminable y últimamente
cada vez más abultado de personajes distinguidos.

Ya en las cárceles no quieren reseñar más gente porque es que


no hay dónde meterla. En el pasillo que tengo al frente, que es
inhóspito como la u pe jota, duermen unos cincuenta. Los
cuatro que duermen en esta celda son unos privilegiados. Una
ley muy reciente permite la salida de nueve mil internos, con el
fin de descongestionar las cárceles del país. Pero es para poder
meter a los veinte mil que están delinquiendo sin freno,
cuando los atrapen. Si es que los atrapan. Y Pincho nada que
sale. Ya me habían dicho que iba a salir, que en navidad, que
pronto, que ya casi, pero nada… Esa cárcel es una sola
torcedura con el video de las salidas. Todo lo que quieren es
plata. Es por lo único que funcionan. No hay peores
colombianos en las cárceles de este país, que los que las
dirigen.
A veces esas fotos de delincuentes con el escapulario al cuello
aparecen en la prensa. Las publican los dueños de los
periódicos para burlarse de los malvados importantes que se
dejan atrapar. O para mitificarlos sin querer. Una de las fotos
que le sacaron a Pablo Emilio Escobar Gaviria con su
escapulario, apareció en El Espectador. En ella el capo paisa
tiene una mirada torcida y una sonrisa tan ladina, que de
seguro expresa lo que pensaba de una cárcel en Colombia. “Si
todo lo tengo aquí, y me quieren guardar, qué o quién me
impide tener mi propia cárcel”. Y la hizo. Y la habitó. Y le hizo
su propio túnel de escape. Y como si fuera una película de
mafiosos filmada por él mismo, se fugó por el túnel de la cárcel
de su propiedad. Mientras a unos los atrapan, otros se
escapan. Es la ley de la vida.
“A mí me cogen dos años después del video del Boulevard Niza
–sigue su relato Pincho-. Yo ya estaba viviendo en la diecisiete
abajito de la Caracas, en toda la olla. La perrita empezó a joder
porque quería salir a orinar y yo me estaba fumando mis tales.
A pesar del pánico en que yo andaba, la saqué. En esa vuelta a
la manzana, ya había pasado por un negocio en el que como
quince días antes me había metido porque estaba muy matado.
Me alcé un bolso con tres millones de pesos de ese local, en
donde venden solo refrigeradores. Yo sentía eso que uno siente
cuando lleva unos ojos mirándolo en la nuca. Cuando llego a la
esquina, me volteo y veo dos mujeres y un man en la otra
esquina y pillo que el man me está señalando. Entonces yo me
devuelvo a mirarlo feo de puro conchudo. Debí haber seguido
mi camino para mi pieza con mi perrita. Pero no. Me les
devuelvo. Cuando me estoy devolviendo, veo que a una cuadra
arranca una moto y es de los tombos. Era imposible que los
hubieran llamado. Venían de casualidad. Yo dije, uy, me los
van a echar para mandarme a la u pe jota. Eso pensé yo todo
paniquiado y salí a correr. Cuando ya me iba a internar al
sector, que se llama La Favorita, me cogen y me llevan y pasó
lo que pasó. Entré en esta cana”.

Pincho cayó a esta celda un jueves. Aquí casi no hay luz. El


bombillo debe ser de cuarenta bujías. Me falta aire. Por poner
los dientes a un mueco de un guachimán, Pincho se tuvo que
quedar aquí los casi cinco años que lleva hasta hoy. Y también
gracias a un amigo burro que se fue de sapo y ahora no es tan
amigo que digamos.

He conocido muchos amigos y personas que son los animales


de un zoológico extraño. No digo que sean unos animales, a
pesar de que todos lo somos, sino que tienen algún rasgo
particular en su fisonomía parecido al de algún animal, y les
cae la chapa. Pero también pueden calarle los alias por su
manera de andar, o de hablar, o de mirar, o por la forma de su
boca, de sus ojos, de su nariz, de su quijada, de sus dientes, o
yo no sé, a veces por una cualidad o un defecto, o una cicatriz,
o una característica de su forma de ser, su estatura, su
obesidad o sus flaquezas… Esa particularidad puede estar
hasta en la forma de las cejas. Entonces las personas
adquirimos el apodo que llevamos, gracias a ese rasgo que nos
han identificado y que ahora nos hace inconfundibles.

En la medida que con los años nos vamos conociendo, vamos


encontrando qué apodo le queda a cada cual. Con la fauna
social encontramos cierta parentela siempre. Por eso conocí al
Ganso viejo hace muchos años, y al Ganso joven, con quien
subíamos al monte. Conocí a Jirafo haciendo barras en
Campania. Varias veces vi a Ballena con Esteban. Pollo jugaba
pool en la bolera de Unicentro. Las Ardillas, Becerro,
Carecabra y Carechivo fueron durante años mis vecinitos de
Capri. Perro parchaba en Cedritos. Sé de un amigo de todos a
quien le dicen Gato, aunque no lo conozco. Sapín vivía en las
Margaritas, era primo o sobrino de los gemelos de Alquimia y
que Dios lo tenga en su gloria. Al Búho, a su primo el Cuervo,
aves nocturnas de buen agüero, y a mí, Ave María, nos cogió la
noche más de una vez. Chulo le decía Diomedes Díaz al negro
Muñoz, pero nosotros le decíamos así a Oswaldo.

Lo singular de un bosque como en el que crecimos, es que a


Burro no le gustaba que le dijeran Burro, ni a Carechivo que le
dijeran Carechivo, ni a Becerro que le dijeran Becerro, ni a
Sapín que le dijeran Sapín, ni a Carecabra que le dijeran
Carecabra. Entre más le indigestara al paciente la chapa, más
efectiva era. Lo que no sabían era que Burro podía convertirse
en sapo de un día para otro, y que de sapo a príncipe hay un
beso, aunque de Burro a sapo haya un paso. Pato es una abeja
y Perro nunca dejará de ser perro. Becerro fue fiel parcerito,
mientras Carechivo triunfa en Brasil. La ciudad es una jungla
de la que nadie se salva. Un río revuelto infestado de pirañas,
en el que el más grande se come al más chico, mi pez.

Gracias a la luz tenue del foco perezoso de la celda, Pincho


halla un lápiz, un tajalápiz, un borrador y unas cuantas hojas
blancas que me extiende para anotar ciertos datos. Necesito
descripciones, perfiles e historias. La gente de fésibuc es
exigente e impaciente. Como no he podido entrar la grabadora,
todo el rollo ha sido grabado en esta ajada memoria de mi
cabeza. Aquí a esta cana no se puede entrar nada más que el
pollo farsante de quince lucas que venden a la entrada. Y diez
luquitas de güevas. Todo lo demás es un problema. Una
mosquita toda sonsa quiere parchar en mi frente. Entró desde
la libertad de la calle sin ser requisada. Yo la dejo fresca. Se me
parcha. Me huele. Se refriega las paticas, prende el motor y se
marcha. Van a ser las doce. Llega la hora del wimpy, como le
dicen al almuerzo de la cárcel. Esa mosca tiene hambre.

El parche del Pirata


Cómo es que un rasgo nos distingue y a partir de eso tan
sencillo a alguien se le ocurre un día acuñarnos una chapa con
chispa y ahí mismo nos cae el apodo y paila. Queda para
siempre. No se lo quitan nunca al que le cayó. Hay dos apodos
muy característicos entre el combo. Precisamente el de Pincho,
nuestro testigo, y el de Pirata, que en paz descanse. Ambos
responden a una mecánica de la que no hemos podido
desvincularnos del todo los que fuimos jóvenes en aquella
generación. La mecánica de la violencia.

Uno de los más recordados miembros del combo de Unicentro


fue Ricardo. Le decían Pirata desde antes de llegar a ser un
pequeño billi. Tenía una cicatriz en el ojo derecho, que lo hacía
inconfundible. Lo que hace especiales a estos dos alias, es
porque se originaron en algo que siempre fue una constante
para los miembros de esa cofradía. Los atentados. La violencia
de nuestro país da para tanto, que hasta para poner apodos
alcanza. Los dos devienen de dos tragedias.

Empecemos por Pirata. Su vida fue una paradoja triste. Como


la historia de su apodo agresivo. Entre las actividades de los
piratas del Caribe y las de los billis no había mucha diferencia.
Pirata era un apodo especial. Su alias era icónico. Ser billi era
ser una especie de pirata. Casi no hay fotos de él. A él en
especial no le gustaba salir en las fotos. En féisbuc nadie ha
compartido ni una. En las que sale el combo que se la pasaba
en la casa de Esteban, tomadas en su mayoría por Pincho, no
aparece por ahí. Es porque si ese era un combo del que no
muchos quieren ser recordados, Pirata era uno de esos
miembros que menos se quería la gente acordar. Del que pocos
del grupo cerrado recuerdan todo, además. Se fue aislando. Él
mismo se desplazó. Cometió varios errores que lo lanzaron
directamente a vivir en la calle y luego en las ollas.

De Pirata no quiere hablar casi nadie. Fue un man que desde


muy temprana edad padeció una serie de abusos y quedó
estigmatizado. Su hermana mayor, Amelia, era amiga íntima
de Patty, mi hermana mayor, y de Toya también. Amelia era
trozudita y de ojos cafés. Simpática. Tienen otra hermana.
Menor que él. Se llama Angelita, como la hermana menor de
Pincho. Como consecuencia de un accidente se origina el
apodo que llevaría Ricardo hasta su muerte. Y más allá de la
muerte, como le digo. Porque nadie recuerda hoy como
Ricardo al Pirata. Lo recordamos como El Pirata. Y ahora lo
recordaremos más, porque es precisamente con ese fin que
estamos contando esto. Para que no se nos olvide lo que
fuimos, lo que hicimos y lo que podemos hacer para cambiar.

“Ellos vivían dos cuadras abajo de la carrilera, que en ese


entonces ni siquiera era la avenida novena –empieza Pincho a
recordar con buena letra y buena ortografía-. En una casa
esquinera, amarilla y grande. Como todas las casas de Santa
Bárbara. Senda casota. Costosa. El papá era un mágico, como
todos sabían. Y no tenía solamente esa casa, sino severa finca
en Fusa. En la tierra del jardinerito”.
Pincho le mete un mordisco al pollo y me mira. Piensa
mientras mastica lo que me va decir y yo tengo empuñado el
lápiz, expectante del video. Entonces en ese silencio, me siento
un tonto y pues también le mando mano a una presa y quiubo:
chomp, chomp, chomp. “Por la misma cuadra de la Fundación
Santafé, que hasta ahora la estaban terminando de construir,
quedaba esa casa. Vivían muy cómodamente. En la ciento
dieciocho o ciento diecisiete. Esa fue la época en que yo vine a
conocer al Pirata. Fuimos muy buenos amigos. Parchábamos
juntos y no había secretos entre los dos. Siempre armábamos
paseo. Un día nos fuimos para Melgar. Arrancamos de una y
sin pensarlo. Íbamos con Luis Fer, el piloto de Avianca que se
mató en su moto gsx 750, azul con blanco, bajando en pura por
la Pepe Sierra. Era un chino al principio. Yo conocí a Luisfer
ese día que nos fuimos para Melgar. Iba un parche de Las
Margaritas. Iba Ramón, los dos hermanitos Cuervo. Por esos
días nenas no llevábamos a los paseos porque éramos muy
sardinos y a esa edad y en esa época era muy difícil que las
dejaran salir. A veces nos las encontrábamos allá en Melgar,
porque muchas veces allá fue la rumba”.

Ahora Pincho toma un sorbo de jugo. Se para y saca una


carpeta, de la que escoge algunas hojas blancas más. “Vea. Por
si necesita más –me dice mientras yo extiendo la mano para
recibirlas-. Íbamos con poquita plata y el paseo no duró nada.
Entonces cuando nos estábamos devolviendo para Bogotá en la
flota, El Pirata nos dijo, bajémonos acá que mi papá tiene una
finca aquí en Fusa. Nosotros no le creímos el cuento”. Pincho
toma el jugo del wimpy y me ofrece en otro vasito. Termina de
masticar otro bocado y continúa:

“Pirata nos dijo bajémonos aquí. Pero nosotros no le creímos.


No le comimos. El man sí se bajó. Que caminen, nos repetía.
No les estoy hablando mierda. Vamos. Caminen. Y nosotros
nada. Entonces cuando el chofer de la flota arrancó todo rabón
por la mamadera de gallo nuestra, y como Pirata dio muestras
de que se quedaba, entonces ahí sí, pare, pare, pare… entonces
nos bajamos de una”.
Deja el vaso de jugo sobre el único estante que hay en la celda,
se ríe y me mira. “Desde que llegué, porque yo les caí a Melgar,
Luisfer empezó como a montármela. Esos manes ya estaban
borrachos. Yo tenía los cordones de los zapatos desamarrados
y el hombre no sabía que yo era el hermano de Esteban, que
aunque en esa época no había cogido mucho cartel, pues ya se
sabía que era Araque y no se dejaba. En una en que me le
mamé del saboteo, le lance una patada de amague, no a
cascarle, sino para advertirle que si seguía jodiendo íbamos a
terminar dándonos en la jeta; pero no conté con los cordones y
lo que hice fue ponerle dos latigazos en la mejilla y esos
cordones le quedaron marcados. El chino se puso pálido y
afinó de una. Le dijeron póngase mosca que este man es el
hermano de fulano. Eso quédense sanos, les dije de una, que
yo no gano de apellido. A pesar de que yo era resardinito, tenía
once años, ya peleaba bien y también así ya solucionábamos
los problemas entre nosotros. Es que por esos años todo el
mundo era a montársela a todo el mundo. Y si usted se la
dejaba montar una vez, se la montaban para siempre”.

Pincho coge otra presa y yo también. Nos las devoramos y


tomamos más jugo. No nos importa hablar con la boca llena.
Hemos compartido muchas cosas juntos como para ponernos
con las buenas maneras de la ochenta y dos en la Picota. “En
ese paseo tuvimos una pelea grande –continúa-. Ese fue un
tropel contra todo el pueblo. Íbamos bajando frescos hacia la
finca cuando es que severo rancho. Pero severo rancho. Cómo
no. Pero no había nadie. El chino nos había dicho que allá
había mayordomo, que capataz y que eso mejor dicho era a
todo timbal la vuelta, y lo que hicimos antes de llegar fue
comprar con lo que nos quedaba de billete el chorro. Pero la
cagamos porque nos pusimos a comprar un petaco de cerveza
y ahí se nos fue toda la plata. De todos modos en ese momento
empezamos a creerle al Pirata porque le prestaron la canasta y
los envases de cerveza”.

Acaba de pasar un preso por el frente de la celda ofreciendo


más jugo, y yo le copio. Me tomo el poquito que me queda y el
man me llena el vaso. “Cuando nos pasó la pea –continuó
Pincho-, con esa sed y ese filo tan agrios, vamos a ver… y ni un
animal en esa finca. Ni siquiera un huevo. No había nada qué
comerse. Lo único que había era guayaba. Pero guayaba a la
lata. Palos de guayaba por aquí, por allá, más allá. Mejor dicho
eso era un guayabal. Cómo sería que hacían jalea de guayaba y
bocadillos de manera artesanal. El papá de Pirata tenía un
socito, pero la finca era del papá de Pirata. Era severa esa
finca. La piscina tenía trampolín. Tenían el visaje de la
guayaba como para montar el video de que no se lavaba plata.
Esa era la pantalla de la actividad de la finca. Y coma guayaba.
Y olía a guayaba. Todo olía a guayaba. Pero cuando el hambre
se puso seria, pues ya la guayaba le iba dando churrias por ahí
a más de uno, entonces cada uno salió por su lado a capturar lo
que fuera. Lo que encontrara. Entonces hemos salido a buscar
en la finca de Pirata por todos lados y como no había nada,
tocó meternos en las fincas vecinas a ver qué había. Gracias a
Dios tuvimos suerte y volvimos con tres gallinas. Nos hicimos
un sancocho horrendamente suculento. Eso fue breve con la
ayuda de una sirvienta. Ya nos habíamos comido el sancocho
de gallina y todo bien. Estábamos reposando la siesta cuando
es que se nos armó un problema el doble hijueputa con todos
los vecinos. Eso nos llegó medio pueblo con ganas de
lincharnos y cobrarse todo lo que nos habíamos encontrado.
Porque no fueron solo las gallinas lo único que nos
encontramos por ahí”.

Pincho toma otra presa y yo también. Con papita salada. Yo


también. Tengo la mano izquierda grasosa y con la derecha
todavía empuño el lápiz pero nada que escribo algo. “Menos
mal llegó el socito del papá del Pirata, que era tremendo
mágico también y nos ligó. Ese cucho tenía mucha plata. Nos
hizo la segunda. Pagó las gallinas y fuimos a Fusa a hacer un
mercado que nos alcanzó como para ocho días. Salimos de los
Cuervito porque cuando tocó ir a evolucionar, no llegaron con
nada. Al menos Luisfer llegó con un racimo poderoso de
plátanos verdes. Así quedamos menos pero más relajados. Por
todo nos calentamos en esa villa. Pero el cucho pagó todo lo
que nos cobraron los vecinos. Después fue que nos tocó qué
brinco tan agrio con el papá de Pirata. Por ese entonces ya el
papá no le pegaba al chino, porque ya Pirata se había vuelto
una gonorrea. Su historia es desgarradora porque de niño
sufrió muchos abusos del papá. Le cascaba en forma. Yo creo
que fue por eso que Pirata era tan aguerrido y tropelero.
Guardaba cierto resentimiento que no se le pudo curar. A ese
man sí le gustaba el pleito. Se encendía con cualquiera por
muy grande que fuera y por nadita. Cualquier maricadita. Era
un fosforito. Ese chiquitico se le prendía al enemigo del cuello
si podía, y empezaba a boliar puño y pata que daba miedo. No
comía de nada. Era agresivo y frentero. El cucho lo dañó con el
trato que le daba. Ese chino peleaba mucho. Mandaba severas
ráfagas de puñetazos y tenía una fuerza de loco impresionante.
A pesar de que no medía ni uno cincuenta y cinco. Pero eso sí,
lo que mejor tenía, es que era severo amiguito. Buen amigo.
Era leal y sincero”.

Aquí Pincho toma otra vez juguito y mira con nostalgia a través
de los barrotes del corredor. “Nuestras relaciones empezaron a
dañarse porque una sardinita de Las Margaritas, muy linda
ella, Sandrita Serna, jugó con los tres. Con Pirata, conmigo y
con Patacón. Era una diablita. Ella era la novia del Pirata en un
principio pero nos enloqueció a los tres”.

Yo miro a Pincho con asombro. Él ya reposa el almuerzo sobre


su cama, con la mirada extraviada en un punto en el pasado.
Se acordó de un amor del pasado que no quería volver a
recordar. Ella fue una de las razones por las que la relación de
amor entre esa pareja y la de amistad entre ellos tres empezara
a deteriorarse poco a poco hasta casi extinguirse. Como Pirata
quería abrir una sucursal del parche, luego de que el combo
recibiera mal su adicción irrefrenable al basuco, pegó para
Cedritos y empezó a reclutar miembros para su propia
bandolita. Digo bandolita porque uno de los que le copió fue
Juan José y otros chaparritos, como él. Juanjo era un morenito
de Capri, donde yo viví desde los doce, quien se convirtió en un
pícaro bastante malo, y que tampoco medía más de uno con
cincuenta y cinco. Lamentablemente acabó su vida muy
parecido a como terminó la de Pirata, a quien lo atravesaron
de una puñalada en la ele, al frente del cartucho, la calle más
desprestigiada del país. Yo conocí a Juanjo desde que era un
niño. Tocaba piano y jugaba fútbol de maravilla. Siempre
estaba alegre y era muy jocoso.

“Como Pirata era muy bajito –sigue Pincho-, más de uno no le


comía de nada. Por eso fue que Pirata tuvo el problema con
Javier Sicard, que como que no le comió en una rumba o algo
así. Yo a usted no le como de nada, le dijo”. Yo conocí a Javier
Sicard. Fue mi amiguito también. Vivió toda su infancia y su
adolescencia en el barrio. Cuando llegué a Cedritos, como de
doce años, ellos ya vivían en el barrio. Yo quería cuadrarme
con su hermana Adriana, que me llevaba media década de vida
y por lo menos una cabeza de estatura. Vivían sobre la
veinticinco con ciento cuarenta y cuatro.

“Lo habían menospreciado en una rumba en Cedritos –sigue


Pincho-. Porque Piratica solo, pues era nadie. Con nosotros era
que se hacía grande. Se crecía ese chiquitín. Y tenía el poder de
prendernos empujados con facilidad. Nos salió a decir esa vez
que lo habían espantado como ochenta y pico, y que cuando lo
sacaron al trote le habían dicho que fulano y zutano eran unas
gono doble triple hijos de la gran triple doble y yo no sé
cuántas cosas más, y que cómo era eso; cómo es que nos
íbamos a dejar de decir eso de estos pirobos que la montan en
ese barrio de ñeritos, porque todo el que está un estrato por
debajo del de uno, es un ñerito, y mejor dicho caminen y los
encendemos que yo quedé de frentiarlos hoy mismo… Ya
mejor dicho había cuadrado la pelea la ñuflita esa”.

Pincho me mira y revive el evento con emoción. Me hace reír la


escena y no puedo contener la risa. Pincho tiene su labia y su
capacidad para enredar con la lengua. En la medida que me
cuenta, yo me sumerjo en ese mundo loco que me está
pintando, que yo también viví, pues sabía que eso pasaba, que
algo así se podía presentar hasta en la misma puerta del
vecino, o en la de uno.

“Entonces empezamos a organizarnos en Uniplay para llegar a


Cedritos –continúa contándome con esa gracia particular que
lo ha hecho uno de nuestros amigos más respetados, debido
entre otras virtudes a su extraordinaria memoria-. Como
éramos sesenta o setenta, tocaba coger varias busetas. Lo malo
era que la ruta Unicentro Cedritos, que era la única que nos
llevaba hasta allá, pasaba cada media hora. Qué raye. Primero
se van tales y tales por si hay algún visaje y toca frentiar. En la
otra buseta se van tales y pascuales, para apoyar. En la tercera
buseta ya se trepan sutanejo y perencejo y el resto del parche
llegamos así sea colgando. Y así fue. Llegamos en esas busetas
hasta la ciento cuarenta con veinticinco, racimos y racimos de
tropleros colgando de esas buseticas, que parecían tarritos de
galletas saltinas. ¡Qué recocha!”

Al fin llegó toda la pandilla, después como de dos horas que


duró toda esa operación. La cita fue en Panetone, la panadería
que quedaba en toda la ciento cuarenta con veinticinco, al lado
de Yorpollo. Era un punto muy importante en esa época. Ahí
también se dieron cita muchas veces los bailadores de break
dance, que hacían unas acrobacias increíbles. Se paraban
literalmente de cabeza a bailar, haciendo girar su cuerpo, como
trompos imparables. Entre los bailadores se podían ver
precisamente a Javier, al Chamo, al mono Henry y muchos
otros más. El Chamo es un man que tiene polio, pero eso
nunca le impidió estar en mitad de la escena de la rumba.
Fuera de que bailaba break dance en muletas como un
monstruo, boliaba muleta que daba pánico hasta ser del
mismo parche del man en las peleas, no fuera que en esas le
quitara una oreja o la nariz a uno de un solo muletazo.

“Cuando llegamos éramos todo el parche –continúa el relato


Pincho-, pero ya se había corrido la voz por ese barrio de que
mucho combo de Unicentro se estaba reuniendo como muy
sospechosamente ahí en Panetone. La pandilla de la
veinticinco, como se hacían llamar los de Cedritos, entre los
que estaba Perro y otros manes que para algunos eran otros
vagos más, se reunía en la esquina de la ciento cuarenta y
cinco, diagonal a la casa de Sicard. A muchos del combo les
tocó coger buseta por la diecinueve, porque las que pasaron
por Cedritos, iban tetiadas de nosotros. Tuvieron que subirse
caminando hasta la veinticinco.

“Claro, cuando decidimos enfletarnos hacia la casa de Sicard,


que era un monito con una cicatriz en la mejilla, cerca de la
boca, tapamos toda la calle del combo tan áspero que éramos.
La veinticinco quedó taponada hasta que se acabó el video y
nos devolvimos. Qué poco de gente. Iban Tadeo, el Chamo, iba
mi hermano, el negro Javier, íbamos todos. Todos. Sicard
estudiaba con nosotros en el Gimnasio del Norte y nos caía
mal. No le enamoramos al chino. Es que ese Pirata era muy
volador. Nos embaló en una peleíta personal que tenía
pendiente, pero la volvió pelea de todo el combo. Como era tan
Pelión, a veces le daban y salía a buscar el respaldo de
nosotros. Ese día donde Sicard salieron los hermanos a parar
el brinco y nosotros tampoco le cogimos a piedra la casa a esa
familia, que era una casa grande y bonita. Parecía más de
Contador que de Cedritos. Nos tocó devolvernos todos
aburridos porque no hubo nada. Así era el Pirata. Qué bulla y
nada. Casi todos nos devolvimos caminando y haciendo
pilatunas en el camino. No teníamos necesidad de robar. No
fumábamos basuco, por ende no robábamos. Pero hacíamos
cagadas mal de niños bien. No quiero ni mencionarlas en este
momento. Más adelante, Fepo”.

Yo asiento con la cabeza. Luego de terminar de comer,


botamos los recipientes de icopor y salimos a dar una vueltica
al patio. En el centro del patio hay una carpa que protege un
televisor de plasma gigante, en el que no más de diez presos
ven el noticiero del mediodía. A continuación van a transmitir
un partido de fútbol. Hay por lo menos trescientas personas en
un espacio un poco más grande que una cancha de baloncesto.
No nos podemos mover con mucha libertad, sin estar rozando
a otros presidiarios. El hombre continúa con el rollo:

“En otra oportunidad, nos hizo enfrentarnos contra los de Villa


del Prado. Uno de los manes de ese barrio, Bencho, fue culebra
de mi hermano durante un buen rato. Y el mejor amigo de
Bencho, que no me acuerdo su nombre, era mi liebre. Donde
nos viéramos nos íbamos encendiendo sin mediar palabra. El
man fue novio de Mónica, la que fue mi mujer. Otra vez el
Pirata salió con un video igual al de Sicard. Que lo
menospreciaron y que le mandaron decir con él que ese
combito de Unicentro era una galladita de maricos que tal por
cual. Por ese incidente ya nos cogimos bronca contra los de
Villa del Prado, y los manes no nos habían hecho
absolutamente nada. Nunca nos habíamos dado en la jeta ni la
primera vez.

“La reunión era en el tercer puente. Como pasó cuando la pelea


contra los de Cedritos, decidimos que en el puente nos veíamos
para caerles en gallada después al parque, donde ellos se
parchaban. Lo que no estaba en nuestros planes es que empezó
a caer un aguacero el hijueputa y eso hizo que arrancáramos
como locos a correr por las callecitas de ese barrio, que son
como angosticas. Imagínese a setenta sardinos corriendo y
gritando todos al tiempo Aaaaggggg. Uno se asusta. Al otro día
salió en la prensa el titular: Vándalos se toman Villa del Prado.
Fueron como cinco cuadras montando esa musa de terror al
trote, y cuando llegamos al parque, todos emparamados como
quedamos, no había nadie. El aguacero pasó de una. Si nos
hubiéramos quedado quieticos debajo del puente, no nos
hubiéramos emparamado y de todos modos hubiéramos
llegado puntuales al tropel. No pasa nada. Y estamos así todos
ensayados de bronca y aburridos, buscando así sea alguna
pintica de Villa del Prado pagando por ahí para encenderlo a
pata, cuando es que salen de tres carros particulares que
estaban ahí estacionados la de tombos. Pero la de tombos. Nos
estaba esperando hasta el capitán de la estación de la ciento
setenta. Estaban con esos manes dizque de la pandilla de Villa
del Prado con los que Pirata había cuadrado la pelea. Qué
pirobos.

“En esa redada cayeron casi todos. Un resto. Como iban de


primeras, el Pirata, el Tadeo, mi hermano y todos los más
probones, fueron los que primero cayeron. Se los llevaron en
fila india hasta allá abajo donde queda esa estación. Por
carabineros. Ese día yo sí me escapé. Apenas pillé la trampa,
desparché de una. Calaron al menos cincuenta. Yo me salvé.
De resto, marcaron calavera. Llegamos incompletos a
Unicentro de vuelta. Daba tristeza. Por esa cagada tan fea
empezamos a llevar en la mala al Pirata. Esteban se rayó para
siempre. Cómo nos hace esa maricada. Nos prende empujados,
nos lleva a lavarnos y luego a esos manes les hace pagar un
canazo de veinticuatro horas. Noooooo. Qué visaje. La cascada
que le teníamos planeada a los manes de Villa del Prado, que
les teníamos unas ganas… quedó pendiente”.

Comenzamos a caminar por el patio sin dirección ni sentido.


Aquí se le dice patinar. Entonces estamos Patinando por el
patio uno de la Picota. Pincho me mira siempre por encima del
hombro cuando camino a su lado. Es porque Pincho es alto.
“En otro video con esos manes –continúa con una sonrisa en
los labios-, estábamos en una fiesta de esas que armaban en el
Club de Empleados Oficiales. Esteban apenas los ve, me dice:
si ve quién está allá, ¿no? Ese es Bencho. Vaya y prenda el
tropel. Entonces yo me lo voy con Lucas a la mesa donde
estaba el tal Bencho y los otros manes de su combo, y les digo:
¿me regalan un trago? Y los manes: no. Entonces agarro la
botella y le digo: ¿va a pelear entonces por él? Nosotros éramos
cuatro manes con nuestras nenas, en nuestra mesa. Cuando
nos damos cuenta empiezan a pararse los de ese combo y eran
como cuarenta. Nosotros éramos más, pero estábamos
dispersados por todo el salón, que era grandísimo. Ese día
perdimos esa pelea a pesar de que éramos más. Nos dimos
durísimo. Qué pelea tan ruda. Mejor dicho ganamos. Pero digo
perdimos en el sentido que le dieron a Esteban. Le dieron muy
duro. Le pusieron con toda la fuerza por lo menos tres
asientazos en la espalda, con esas sillas plegables de metal que
había antes en las piscinas de tierra caliente. Lo derribaron. No
podía ni caminar. Tocó alzarlo y llevarlo cargado. Ahí se
encachorró con ese tal Bencho. Fue una batalla campal de
botellas volando por el aire. De lado a lado. Sesenta contra
cuarenta. Hubo sangre al cien. Pero en ese entonces para que
llegara una ambulancia tenía que haber muerto. Y se
demoraba unas tres horitas en llegar. Siempre que había
herido, coja taxi y para la clínica más cercana”.
Mientras estamos patinando, un man que visita a otro preso
resulta ser conocido de Pincho. Se saludan con efusividad. Se
miran y se asombran de los cambios que nos depara la vida
con los años. Se despiden al minutico. “A nosotros –sigue
Pincho-, no se nos arrugaba para nada. Con quien fuera. Hasta
con los del sur y los del centro. Así nos dieran, íbamos para
delante. La siguiente se gana siempre. Un día salieron mi
hermano, Pirata, Patacón y creo que Lucas, a una rumba en
Santa Coloma. Estaban todo bien, cuando es que: nos vamos,
dijeron Pirata y Patacón. Esteban dijo pues yo también me voy,
qué me voy a quedar haciendo aquí. Entonces salieron y
cuando ya estaban afuera, le muestran un anillo que se habían
tumbado en la rumba. Esteban se les puso rabón porque a
Esteban el robo no le gustaba para nada. Ni que robaran y
mucho menos que lo involucraran a él, porque después qué se
va a saber, pues que fue Esteban, y Esteban no se robaba
nunca nada.

“Cuando ya iban hacia Glub glub, la eterna cigarrería de la


ciento treinta y cinco con diecinueve, les llegaron dos carros.
Que rateros, que ladrones, que devuelvan el anillo. Y se
bajaron como ocho manes. Y ya les iban a devolver el anillo,
pero por groseros esos manes, Esteban dijo pues ya ni mierda,
no lo vamos a devolver y pa’ las que sea. Entonces se
empezaron a dar. Botellas, palos y rocas, porque esos manes
eran más. No se pudo a puño limpio. Los manes a tirar gavilla,
entonces los nuestros, como le digo, botellas, palos y rocas.
“El Patacón se montó de un palo y está repartiendo palo a
diestra y siniestra cuando es que se pilla que un man se le
viene con una botella a ponérsela en la cabeza. Entonces
Patacón salió a correr porque le comió al man. De lo contrario
hubiera quedado como un patacón pisao. Esteban ve ese visaje
y sale a correr detrás del man de la botella. Cuando Patacón ve
que el man ya lo va a alcanzar, tira el palo para atrás con toda
la fuerza, a la cabeza del man, fu, pero el man se agacha y
Patacón no ve para dónde coge el palo y ese palo sigue
derechito para la boca de mi hermano. Pum. Se ganó el palazo.
Tra. Le tumbó la persiana. Y ese man con lo pinta y con lo
vanidoso que era, se podrá imaginar. Quería matar al Patacón.
Le bajó todos los cuatro dientes del frente. Cada vez que mi
hermano se emputaba, a ese Patacón le tocaba salir volando
como pepa de guama, porque la cogía contra el man. Nunca lo
encendió porque era un amiguito y no era alto ni muy
pelionero. Le sobraban las ganas de cobrarse sus dientes, que
eran perfectos. Quién iba a creer que mi hermano era mueco.
Pero lo peor es que como cada ratico había pelea, pues cada
nada le rompían el puente. A Esteban pudieron haberle puesto
un apodo por eso. ¿Pilla? ¿Pero quién se atrevía a ponerle
apodos a Esteban? Nadie.

“La chapa de Pirata viene de su propio papá, que lo dejó como


un pirata. Ellos eran de Florencia, Caquetá. Eran muy
humildes. Venían de abajo. Me imagino que el papá empezaría
de raspachín de coca hasta que le dio para venirse a la ciudad.
A un buen sector de Bogotá. Donde vivían, por allá en medio
de la selva, me imagino, cocinaban con gasolina. Amelia no
estaba el día que a Ricardo le tocó cocinar y sin culpa le echó la
gasolina hirviendo a su hermanita menor en las piernas y se las
quemó. Le quedaron terribles. Por eso la niña siempre usaba
pantalón o medias de lana. Cuando llegó el papá por la noche,
le puso una plancha caliente en el ojo y le dejó la cicatriz. A
pesar de que le pagó resto de cirugías para reconstruirle la cara
cuando ya era un duro, al hombre le quedó su manchita”.

Yo me quedo perplejo con la narración de Pincho, para quien


contarlo no resulta tan dramático como para mí escucharlo.
Ahora creo que todos tenemos esa manchita en el alma, que
nos revela ese pirata que cada uno de nosotros lleva por
dentro.

Te hablo desde la prisión


La Picota queda en la periferia del sur de Bogotá, llegando al
paisaje triste de las lomas, donde viven muchos de los
colombianos más pobres que habitan esta ciudad. Los que se
apretujan en las canteras no tienen en realidad la culpa de que
haya muy pocas oportunidades para ellos de salir de allí. A sus
montañas los ricos las llamaban los cerros orientales. Con
orgullo. Poco a poco los fueron tapando con la pared de vidrios
y ladrillos que nos construyeron en frente, por toda la séptima,
para que no podamos detectar en el derroche de sus
magníficas mansiones, la incalculable riqueza que están
amasando y hacen crecer cada día. Ahora lo llaman el muro
oriental porque ya qué cerros ni qué cerros. Al oriente solo se
ven edificios naranjados y el reflejo brillante de los vidrios
blindados de sus ventanas.

Los pobres les dicen lomas a sus peladeros sin asco. Cerros
reverdecidos y exclusivos para los ricos. Lomas sin nombre, sin
oriente y sin orden para los pobres. Polvorientas, descuidadas
y peligrosas; al oriente, al occidente, al sur, al norte, engordan
sus callecitas empinadas y caóticas con las docenas de familias
desnutridas de desplazados que huyen por la violencia y otros
monstruos que crecen en todas las regiones del país. Arriban a
Bogotá todos los días. Qué olla.

Si las miramos bien, esas lomas están hechas como de retazos,


hagamos de cuenta una colcha de esas de retazos, que no sé
por qué asocio con la pobreza. De las que tienen todos los
colores habidos y por haber, y han sido confeccionadas por
años con todo tipo de telas. Pero de proporciones nacionales,
porque esas lomas han sido colonizadas sin permiso, invadidas
desde hace décadas con lágrimas y sangre por las pobres
gentecitas humildes que han llegado de los más recónditos
lugares de la geografía nacional de nuestro país, por un pedazo
de tierra donde construir su pequeña choza de latas y cartón,
de donde nadie los saque ni les cobre nunca nada. Ni arriendo
ni valorización ni administración ni luz ni agua ni gas ni
televisión digital ni teléfono ni internet ni uai fai, ni nada de
eso. Sin direcciones donde no lleguen recibos.

Arribaron por hordas de tierras calientes. Sin ropas adecuadas


para el frío insoportable de la nevera. Porque los sacaron a
punta de fuego de sus viviendas de madera o de bahareque,
cuando ya sus tierras estaban vendidas o negociadas. Para que
se marcharan, los malditos enviados por los honorables
arrasaron con todos sus cultivos, animales y sus parcelas
fértiles. Guerrilleros, paramilitares, bacrim… Qué importancia
tiene ahora quiénes fueron responsables. Los tres tienen la
culpa. Los cuatro, los cinco, los cien, los mil… Hasta los
gobernantes y todos nosotros. Todos tenemos la culpa de todo
lo que nos pasa. Todos de todo. ¿Cómo pudieron los homicidas
de Mapiripán pasar sin ser advertidos? De noche se puede ver
gratis la hermosa montaña iluminada de los pobres. Parece el
pesebre de Dios.

¿Y de qué van a vivir todas esas familias que llegan a la gran


ciudad y no tiene qué comer? Pues adivinen… ¿Pistas? Esta es
la segunda vez que Pincho ingresa a esta misma cárcel por el
mismo delito: robar. Robar, porque en condiciones precarias,
justas o no, no encuentras más qué hacer. Robar o morir. En
las calles de Bogotá ya el video no es: pienso, luego existo. El
video para muchos es robo, luego existo; me puteo, luego
existo; Jibareo, luego existo; hasta ser vendedor ambulante se
puede convertir en delito, dependiendo por donde elija el
vendedor deambular ofreciendo chicles, mani, caramelo… En
medio del mar de hambre en que se ahoga medio Tabogo, se
hacen injustas tanta miseria y tanta riqueza juntas. No es más
obsceno un gamín rogando para que lo dejen limpiar el
parabrisas de un be eme blindado con escoltas en un semáforo,
que el honorable senador de la república que va dentro de ese
be eme, untado hasta el pelo, como Don King, de pura
mermelada…

La mayoría de los presos que están pagando condena en esta


cárcel, es por hurto. Desde el más cascarero, que robó un pollo
asado para darles de comer a sus hijos, hasta el ex alcalde
Sammy, quien está aquí con su distinguido hermano Ivancho,
nietos de presidente y toda la vaina, porque están diciendo que
con sus socitos se alzaron con unas migajas que dejaron los
hijos del senador costeño, los que tenían jet para ir a charlar
con el ex alcalde en Miami, sobre el carrusel de los jugosos
contratos del distrito capital. No más.

Aquí vive Pincho en un estado mental imperturbable.

“¿Que por qué me pusieron el apodo de Pincho? –me mira


serio el hombre y me da la impresión que en principio tampoco
le gustaba que le dijeran así-. Eso de las fechas a mí se me pone
difícil recordar a veces, porque por culpa de las drogas a uno le
va quedando una sola neurona, de la que solo sirve media
apenas. A ver si recuerdo…”

Seguimos patinando por el patio unas tres vuelticas, y después


vamos hacia las escaleras, para subir hasta el tercer piso. Por
todas partes vemos presos. Nos vamos cruzando con ellos por
una serie de pasillos oscuros. Ellos también van patinando.
Nos miramos las mismas caras desoladas. Se congregan todos
los murmullos sordos y suenan ecos.

“A ver, a ver… Eso fue para…” El hombre se ríe por que no se


acuerda. Las paredes están descascaradas y sucias. Hay
escaleras que no conducen a ninguna parte. Mueren en un
muro. Sin función alguna. Veo siete escalones que llevan a una
puerta clausurada. Parece que La Picota estuviera en obra
negra. O que fuera el juguete costoso de una mente perversa,
desquiciada y caprichosa que quiere desorientar y enloquecer a
los presos. Con escasos conocimientos de arquitectura. Y de
dirección de penales también, entre otras ignorancias.

“Los Enanitos verdes venían para noviembre del ochenta y


siete o el ochenta y ocho –me cuenta con la voz ronca-. Ya
habían cerrado Unicornio, Topsy, Cabaret y muchas discotecas
–aclara la voz-, por las leyes que pusieron para los sardinos.
Estábamos en la zona rosa, porque para esa época, mil
novecientos ochenta y ocho, la zona rosa ya estaba de moda, ya
se había establecido allá el parche. No volvimos a Unicentro.
Ese día estuvimos en el primer bar que abrió en esa zona. Se
llamaba Grafiti. Allá uno iba y podía escribir y rayar lo que
quisiera en las paredes del bar, lo que quisiera, porque el
grafiti se entendía en ese entonces como dejar mensajes de
amistad y de enamorados o despechados o chistes y juegos de
palabras en las paredes. Nosotros escribíamos maricadas; el
grafiti no lo que es hoy en día, que contiene tremendos
dibujos, caricaturas y conceptos de arte. Más tardecito nos
echamos unos whiskis en Sello Negro, otro bar ahí cerquita.
Estábamos Ike, Ballena y yo. Yo tenía un billete de cien dólares
pleno, firme. De los buenos. Pero como uno siempre arrastra la
fama… Yo a ustedes no les cambio ese billete, dijo el man que
atendía la caja del bar. Yo qué les voy a creer. Ese billete es
ñeco. En esa época Cachito tenía Music Factory y el man sí me
cambiaba el billete. Entonces cogimos para allá y en toda la
esquina se estaba armando un tropel. Cuando yo volteo a
mirar así, veo que le están cascando a mi hermano entre tres,
cuatro de Ciudad Jardín”.

Ciudad Jardín es un barrio al sur de la Bogotá, donde había un


grupo de torciditos. En este momento pasa delante de nosotros
un preso pequeñito con un afro tupido y descuidado diciendo:
“a dos lucas gordas; dos lucas gordas; dos lucas gordas…”
Pincho me dice que está ofreciendo papeletas de basuco a dos
mil pesos. Cualquier interno puede estar endeudándose con
todas las vichas que pueda fumarse. Hay como seis jíbaros
dentro del Patio Uno. Pero si no paga el fin de semana que
llega la visita, o sencillamente no llega la visita, vaya a
averiguar cuántas costillas sanas le quedan después de la
intervención.

“Entonces cuando yo salí para donde Cachito a cambiar el


billete, veo que mi hermano se está encendiendo como con tres
manes. Salimos corriendo los tres a respaldarlo, pero los tres
que eran ellos, se convirtieron en más de cinco en un segundo
y nos prendimos contra todos esos manes. Estábamos ya para
cascarnos, cuando nos sacaron unos cuchillos. Alex el paisa
sacó una patecabra y uno de esos manes se la hace tragar.
Préstemela, préstemela, le dije yo. Y el paisa, no, no, no, que
vea cómo me rompieron el pantalón. Entonces volteo a mirar
así pa’ un lado y lo que veo es que había un arrume como de
siete envases de medias de aguardiente tiradas ahí en el piso,
seguro de algún desecho de los que las recogía y pasaba
gritando boteeeella, papeeeel, para venderlas y entonces miro
y no está el dueño y me monto de todas y me las voy metiendo
de afán en el pantalón, entre la pretina.

Como esos manes sacaron cuchillos, nosotros nos defendimos


a botellazos. Siempre que nos sacaban cuchillos, nosotros pues
mirábamos a ver cómo era con palos, botellas y piedras.
Entonces empiezo a boliar botella y un mancito que salió al
trote parecía que tuviera un imán de botellas en la cabeza.
Bum, bum, bum. Todas las que le tiré, todas le pegaron en la
cabeza. Salimos corriendo a perseguirlos, porque esos manes
la picaron en pura. Los sacamos a correr. Como avanzamos
como cincuenta metros, uno de ellos se alcanzó a meter en el
Hotel Los Urapanes. Entonces me puse a forcejear con el
celador en la puerta de la entrada de ese hotel. Mientras tanto,
mi hermano tenía a un man en el piso y le dio qué palazo y
Microbilli después le metió un ladrillazo. El man quedó
inconsciente ahí tirado y empezó a brotarle un hilito de sangre
por el oído. Mi hermano se azaró y me gritó vámonos,
vámonos ya. Las nenas empezaron a llorar y a gritar todas
histéricas. Apenas yo le doy la espalda, no alcanzo a dar un
paso cuando es que abren la puerta y me metieron una
puñalada en la espalda, a la altura del hígado. No supe quién
fue. Una puñalada trapera por la espalda. Esa puñalada me
coge hígado, diafragma y pulmón. Estuve ocho días en la
clínica. Me hicieron una laparatomía, que es una operación en
la que lo abren a uno desde la ingle hasta el esternón. Me
metieron un tubo a la altura de la axila. Me hicieron una
especie de crucecita y por ahí me mandaron una manguera
hasta el pulmón para poder respirar.

“Nosotros nos habíamos hecho amigos de los del Quiroga, de


los de Santa Isabel. Miller era de Santa Isabel. Mi hermano
llevaba varios días azarándome porque me habían cogido de
pincho. Como yo soy flaco y estaba más flaco todavía porque
era un peladito, el Miller saca y dice:
-Le dicen Pincho porque es apenas el palito y la papa ensartada
en la punta, sí o qué.

“Todos se cagaron de la risa y así me quedé. Pero son poquitos


los que me dicen Pincho y a mí no me importa. Llevo el alias
con orgullo porque para mí es como hacerle un homenaje a mi
hermano. Eran escasos los que podían decir esa palabrita. Los
que me conocen saben que yo peleo es con patadas a la altura
de la cabeza. A pata. Así noquié a más de una docena. Una
cuarenta y cinco es una patada con la huella de la talla de mi
zapato en la cara. El que me decía Pincho se llevaba una
cuarenta y cinco en esa cara”.

Robo, luego existo

Robar es de lejos la mejor alternativa que tienen millares de


persones para sobrevivir en este mundo. Desde los más altos
gerentes de las compañías más grandes del mundo, en Wall
Street, como la Enron, o la gente de Interbolsa, aquí no más en
la zona rosa, hasta el desechable más chirrete y cascarero de la
calle del Bronx. Viven de robar. Unos roban mucho y viven
bien y otros roban poco y no viven tan bien.

Me acabo de sentir aturdido por un momento. Me pasó por la


mente la idea de que se desplegara un motín en este patio. Eso
puede pasar. ¿Podría terminar aquí mi vida? Me imaginé
tirando piedra en la Nacional. Unos manes estaban gritando.
- No están peleando. Hoy vienen unos pastores a rezar y están
contentos. Están rezando. Por eso gritan. Porque cantan a
Dios-, se ríe Pincho de mis ocurrencias y me tranquiliza.

Contando el tiempo que ha vivido en esta, y el que ha pagado


en otras cárceles donde ya ha pasado algunas temporadas por
los mismos motivos, resulta que Pincho ha permanecido casi la
sexta parte de los cuarenta y tres de años de su vida tras las
rejas. Como seis o siete años. Esta vez que lo visito me dice con
un gesto adusto que lleva apenas cuatro semanas allí.

- ¿Cómo así?-, le pregunto incrédulo, porque sé que han sido


cuatro largos años y pasa por mi mente en menos de una
fracción de segundo la idea loca de que aquí encerrado ya por
desgracia mi amigo está perdiendo la razón. Pero aunque la
mayoría del tiempo está serio, se le dibuja sin que hubiera
querido aquel gesto malicioso que lo caracteriza, justo en el
extremo izquierdo de la boca, y me dice como si estuviera
recordándome algo importante que ya me hubiera advertido
antes:

- En la cana, Fepo…, el tiempo se cuenta por semanas.


- ¿De qué está hablando, parce?-, le digo buscando algo de
lógica en su mirada esquiva. ¿No era por meses?-, entonces me
asegura:
- No, por semanas… Llevo cuatro semanas…
- ¿Cuatro semanas?
- Claro… cuatro semanas… pero cuatro semanas santas-, y
soltamos las carcajadas.

Dentro de unas semanas cumple cinco años prisionero y ya


vivir en uno de las cárceles más congestionadas y cuestionadas
de este país me da la impresión de que no le ocasionara mayor
molestia o resentimiento. Lo toma con calma y con un buen
sentido del humor. De lo contrario enloquecería de verdad. Se
ha adaptado, como siempre lo ha hecho, a las condiciones que
él mismo se ha encargado de otorgarle a su propia vida. Como
pasa con todos y cada uno de los vagabundos que aún
sobrevivimos de aquella camada del demonio.

Pincho ha aprendido a las malas a mantenerse equilibrado en


unas circunstancias muy difíciles, que han hecho de él una
especie de derviche, un asceta de un mundo perdido. Viste un
halo invisible que lo hace inmune a esta costra inmunda que se
nos ha ido pegando con las décadas, de estar habitando
siempre la ciudad oscura, la ciudad de la furia, de las sombras,
la de las calles en tinieblas y peligrosas del centro, que es en
donde más oferta hay de locura, donde mejor se pueden buscar
y consumir basuco; que de hecho solo se consigue allí, entre la
evidente suciedad del lumpen de las calles. Muchas de las
calles del centro de la ciudad albergan la maldad plácidamente.
Sin los escrúpulos de la vida normal que se respira en las calles
decentes.
Pincho aún conserva cierto aire de distinción y dignidad. Es
porque es alto y siempre ha sido bien parecido a pesar de toda
la marihuana y todo el basuco que se ha fumado en los últimos
treinta años. Contando todo el que me convidó a mí y a todos
los compinches del largo período que compartimos juntos,
fueron kilos de basuco, ríos de trago, montañas de comida. De
todas maneras lo veo algo encogido y no tan alto como antes.
No entiendo qué pasa. Le pregunto si es que sigue midiendo
los mismos uno noventa de siempre.

Me mira y retira la mirada como arrastrando los ojos hacia un


objetivo impreciso. Se ríe ronco con una risa lejana o distante
que va llegando poco a poco desde sus pulmones, pasa por la
tráquea, hasta que llega hasta su boca y de pronto se apaga
lentamente entre los dientes. Sentí la celda vacía y fría por un
segundo.

“La cárcel encoge a los hombres, Fepo; mírelos… Sus almas,


sus espíritus, parece que hubieran esfumado dentro de ellos
mismos. Parecen recogidos, entorchados desde dentro. El rigor
de un corazón loco y afligido, bombiando sangre sin parar
hacia el cerebro, es lo que los tiene secos. Aquí se piensa
mucho y se vive poco. Afuera se vive mucho y se piensa poco.
Hay días que me lleno de ganas de salir para empezar de nuevo
a hacer otras cosas nuevas. Tiene que haber una oportunidad
diferente para mí allá afuera. Todos los días trituro esa idea.
Resucitar la pizzería del centro que teníamos con mi amigo el
calvo Santo, por ejemplo-, se queda mirando a través de los
barrotes del corredor un instante con esos ojos tristes y
apagados.

“Pero otros días razono con mayor claridad –me afirma. Me


mira y de repente le brillan de nuevo los ojos-. Me doy cuenta
que cuando salga lo que tengo que hacer es seguir haciendo lo
que he venido haciendo toda la vida, y eso es robar.

Pone otra actitud en medio segundo y me habla en un susurro


decidido. “No sé hacer otra cosa mejor. Pero esta vez lo voy a
hacer bien, a lo bien. Voy a ahorrar, me queda breve reunir
para comprarle una casa a mi mamá. Si me lo propongo, yo en
dos, tres meses, por mucho, trabajando duro y ahorrando todo,
me compro una casa severa para mi familia. Si me pongo
juicioso, yo soy capaz de hacer un millón antes del mediodía, y
otro millón antes de medianoche.

“Solo que cuando salga estoy seguro de que todo se me olvida y


siempre salgo a hacer las mismas cagadas, a cometer los
mismos errores. Sí, hermano. Corono y de rumba, corono y de
rumba, corono y de rumba y así todos los días. La celda nos
achica, nos hace pensar locuras, creernos ideas geniales y
crearnos videos en esa mente creici que nunca se sabe si se
realizarán. Tal vez no se realizarán. No, mentiras, sí se nos
realizarán. Quiero cambiar. Ya cambié. No voy a salir a hacer
lo mismo esta vez. Lo tengo claro, pero a veces dudo aquí
adentro. Nos transforma mucho a diario el Patio Uno. Aquí
uno se siente grande aunque sabe que es un simple enano.
Estando afuera uno empieza a sentirse insignificante aunque
sepa que es un gigante”.

Pincho ha cambiado relativamente poco. No ha cambiado su


manera de mirar… o su manera de hablar. Pero su actitud me
parece que es un poco más aplomada. Ahora habla con mayor
sabiduría en torno a las lecciones que nos da la vida. Tampoco
es que dé la impresión de que la espada de la culpa y el
remordimiento lo alcanzaran. Pero sí siente culpa y ganas de
ser perdonado, aunque su expresión dura y ruda no trasluce
emoción alguna. No es angustia por su mala suerte. Pero sí
tiene cierto arrepentimiento por las vidas de quienes tuvieron
que perder sus cosas para que él pudiera seguir el camino
eterno de la rumba.

Esa rumba también fue mía. O, mejor, yo fui de esa rumba.


Pertenecí a ella y a ella en gran parte se debe la carga tan
grande que he tenido que soportar. El impulso que tomó el
vagoncito en el que me monté, aún no frena. Yo confieso que
comí, tomé, olí y fumé del oro que patrocinó esas rumbas. Oro
que se volvió plata en efectivo, que luego se transformó en
humo y después en mierda, vómito y sudor.

Ese oro salió en la mayoría de ocasiones de manera diestra e


imprevista del cuello de alguna víctima de ocasión, a la que le
decía: “quieto, chino, no vaya a gritar. Esto es un atraco”, y le
pelaba la patecabra; o simplemente lo hacía suyo, es decir,
nuestro, de un sencillísimo y ágil raponazo, acompañado de un
claro: “ábrase de una, gordo, o le abro la panza”, que le decía al
gordo en toda la oreja para que oyera solo él.

Después, cuando nos encontrábamos de nuevo en un parche


que teníamos para eso, que era Cali vea, para no dar tanto
detalle, nos lanzaba sobre la mesa del restaurante los
tremendos lazos con los
dijes para que sopesáramos en nuestras manos los quilates que
tenían sus güevas. Después de comer, a soplar. Pincho es un
sujeto que ha experimentado tantos percances y privilegios en
su vida en tan variados y diferentes escenarios que
prácticamente no existe un medio que no conozca y en el que
no pueda mimetizarse. Tampoco deja de desenvolverse con
facilidad, con fortuna, en la actividad que siempre se ha
desempeñado y que para él es una especie de don: el hurto.

Su capacidad de adaptación a los suburbios, submundos y


bajos fondos como a las altas esferas ya es legendaria, y su
vocación por el robo es prácticamente mítica. Ha cometido
innumerables robos, de inimaginables maneras, con un sinfín
de estrategias y en muy raras y diversas situaciones y lugares.
Ya veremos que lo que para muchos allá afuera, y también aquí
adentro, es una manera de sobrevivir en un mundo no futuro,
sin oportunidades, sin afecto, sin nada, para él robar es otra
cosa. No es lo mismo que robar para un ladrón cualquiera.
Para Pincho robar es como recuperar algo perdido. Fuera de
que es una ciencia en sí misma, todo un arte, él asume el hurto
como una actitud ante la vida. “Todo me pertenece. Por eso lo
tomo. Así sea suyo, hermano lobo”. Punto.

El hombre ha tenido realmente roce con nuestra sociedad.


Convivió, por ejemplo, desde con drogadictos y alcohólicos en
recuperación, en todos los centros de rehabilitación que pudo
internarse, que vienen en diferentes presentaciones, castas y
pelambres, hasta con guerrilleros, paracos, traquetos, capos, y
homicidas en la cárcel La Modelo, cuando lo procesaron por
terrorismo por allá en el ochenta y nueve. Imagínense no más,
por terrorismo. No alcanzaba a tener veinte años. Fue por salir
a probar una canana con Hugo gagas y los ponchó el policía
que cuidaba la Embajada de Guatemala, que quedaba justo al
lado de la casa de Esteban. En la era del terror, eso era
terrorismo. Disparar una canana de un tiro. Qué cagada. Ahí sí
de Guatemala pa’ Guatepior.

En la intimidad de la celda
Pincho siempre ha sido el líder. Esta condena ha tenido que
compartir la celda con tres criminales. Como ostenta el rango
más alto de su pequeña familia, no solo por ser el más antiguo
sino por ser el más fuerte, alto, mañoso y malo, se arroga el
derecho de dormir en el único camastro que hay. El único
lecho cómodo y ancho. Está empotrado en la pared, casi a un
metro de altura. Debe tener como tres colchones. A pesar de
que es quien manda en este recinto, trata a sus tres
compañeros con gran deferencia, como si se tratara de tres
hermanos y él fuera el papá. Es el mayor de los cuatro. Los
Araque siempre asumieron una actitud paternalista ante todos
los que estuvieran a su lado. Si era amigo de mi amigo, era mi
amigo. Una actitud que terminó llevando a la tumba a Esteban
y más de una vez metió a Pincho en problemas. “¿Dónde están
mis panas?”

Sin embargo, a pesar de ese comportamiento tan


condescendiente con los demás, ni Esteban dejó hijos ni
Pincho los tiene en mente. De todos modos sé de dos jóvenes
que se llaman Esteban, el hijo de Miller de Santa Chaba y el del
negro Muñoz, quienes llevan ese nombre en homenaje al
hombre. La única hija de Pincho es Luna, la negrita barbuda a
la que no se le ven los ojos de lo peludas que tiene las cejas.
Jime la cuida. Era de Mónica, pero ella la abandonó. Ya tiene
doce años. Una de sus hijas es Fiona, la del calvo Santi. A veces
Jime la lleva a casa y yo le doy unos caladitos que le encantan.

Los otros presos que comparten la celda, duermen en


condiciones precarias: uno tiene encima de Pincho una especie
de cama, casi pegada al techo, donde duerme en lo que
pretende ser un camarote, pero que más parece el estante alto
de un guardarropa. Otro duerme debajo, en un lecho
improvisado en el duro piso de cemento, casi imperceptible,
insospechado; y el otro duerme al lado de la puerta, cuando la
cierran, claro está; en un espacio absolutamente imposible e
inadvertido.

Habitan la celda número treinta y seis del patio uno, que es


uno de los patios más deprimentes que hay en toda la Picota.
Donde vienen a pagar sus condenas muchos de los
delincuentes más peligrosos del bajo mundo. Los tienen aquí
porque entre ellos se respetan y tienden a no hacerse daño. En
otros patios los presos indefensos pagan millones por estar
más seguros y un poco más cómodos. Pincho no necesita pagar
por seguridad ni por comodidad. No tiene ese gasto. Aquí se
meten a veces los perros, pero hasta los perros les tienen
miedo a los del patio uno. Aquí el respeto se gana porque se
pelea. Cada centímetro tiene un precio para quienes la
sociedad ha convenido en denominar indigentes, cascareros,
chirretes; lo más bajo de la suciedad; aquellos que no tienen
amigos ni parientes ni nadie. Se fueron fumando poco a poco
la familia, las amistades, los socios. Con los años se los
desaparecieron otros más malos por deudas de robos o de
vicio, o porque a ellos mismos fue a quienes de uno en uno se
les fueron desapareciendo por ser tan pichurrias.
Aquí en este patio están reunidos los pillos a los que nadie
visita, porque usualmente se la pasaron traicionando a todos
los que conocían, y timaron, trampearon y estafaron a todo el
mundo. A todos los que conocieron o les presentaron. Hasta a
sus propias madres, como hicimos casi todos los bárbaros de
nuestra degeneración en algún momento de nuestras vidas.
Nadie los quiere y, para quienes los conocen, resulta un alivio
que se encuentren aquí en donde están. Pero es porque no han
entrado aquí para ver con sus propios ojos cómo es esto. No es
tan grave. Pero es que es la cana.

Por fortuna Pincho no es de ese conjunto. A pesar de los cargos


falsos por los que paga la condena, una de las razones
principales por las que se encuentra en este patio, al hombre sí
lo queremos y lo visitamos de vez en cuando su señora madre,
sus hermanas y varios de los amigos que le quedamos en este
mundo. Sus hermanas y su viejita nunca le fallaron. Muchos de
esos supuestos amigos del pasado, que se sirvieron de la
amistad, la generosidad y la solidaridad de Esteban y Pincho,
hoy están supremamente bien, en la cúspide de la pirámide
social, pero no pondrían un pie en la Picota ni por el putas. Son
un recuerdo. No envían un centavo ni por equivocación.
“Todos en la cama o todos en el suelo”.

Es muy cruel quien considere que alguien pueda merecerse


estar aquí en el patio uno, donde Pincho no vamos a decir que
se esté pudriendo, pero sí es testigo de cómo se pudren a diario
los trescientos malandrines con los que comparte el patio. Esta
celda en la que me encuentro de visita hoy, que no mide más
de dos por dos, concentra una energía depresiva, pero como yo
soy todo depresivo, no me raya. No se sabe cuántas angustias
encierran sus paredes. Creo que era un convento o un
monasterio en el pasado. Casi lo mismo. Hoy hay hombres
guardados para que no sigan siendo malos; en el pasado los
guardaban para que no se volvieran malos. Afuera la maldad es
clara ¿Qué será eso de la maldad? No la tengo tan clara. ¿Por
qué será que quienes determinan lo que es malo y lo que es
bueno, usualmente son sujetos a quienes luego se les
comprueba que eran la peor escoria de la sociedad? Lo más
cochino que ha parido este mundo. Produce asco saberlo. Qué
porquería…

Pincho mantiene la celda ordenada y limpia. Impecable. Sin


pecado. Obliga a los tres tránsfugas que viven y duermen con
él a mantenerla como una tacita de té. La condición de la
pared, del piso, del techo, de la puerta y de todo el ambiente
como de manicomio que aquí se respira no es el más adecuado,
pero a pesar de todo me siento bien. Huele a limpio. Hace poco
leí en un periódico que el hacinamiento en la Picota, la más
paila, es del orden del cuatrocientos por ciento. En la celda de
mi pana se evidencia ese dato en este instante. Una celda
donde escasamente cabe una persona, meten hasta cuatro
prisioneros. Menos mal los manes se tienen que salir cuando
llega la visita, o sea yo el día de hoy. Decía el artículo que en un
estudio de mediados de dos mil once, había doscientos ochenta
y nueve casos de sida y ciento treinta y tres de tuberculosis en
las horrorosas cárceles de Colombia. Eso sin contar los brotes
constantes de varicela, paperas y meningitis. Ahoritica no más
a la entrada me tocó comprar un tapabocas. Otros mil pesos
ahí perdidos. No me dijeron por qué lo tenía que usar. Yo me
lo quité apenas entré a la celda, porque qué mamera una visita
con tapabocas. Además cómo me comía el pollo farsante con
las papas saladas.

Eso no es nada. Ahora que miro a un sujeto todo despeinado y


profundamente abstraído pasar lentamente frente a la celda
balbuceando algunas tristezas, pienso en el aumento de las
enfermedades psicóticas. Esa es una de las razones por las que
tanto admiro a Pincho. Le resbala todo lo malo que le puede
pasar, como al teflón. Nada lo enferma, nada lo acaba, nada lo
achica. Lo que no lo destruye lo hace más fuerte. Ni lo feo de la
miseria lo asusta, ni lo lindo de la riqueza lo deslumbra.

Esta pesadilla controlada que se vive aquí, que no es un sueño,


en realidad, se vive en las horas del día. No puedo imaginar las
horas eternas y aciagas de las noches con esta puerta de hierro
cerrada y tres maleantes respirando el mismo aire del
parcerito. Qué sentirá Pincho, me pregunto, cuando se acuesta
a tratar de dormir y todo ha cambiado. Ha llegado a otro
planeta. Qué pensará al recordar cuando era un muchacho de
los que se dicen que son bien y vivía en uno de los mejores
barrios de Bogotá y todo lo tenía. Nada le hacía falta. Y qué
pensará de hoy, ahora que sigue siendo una de las leyendas
vivas de la pandilla más grande y famosa de niños bien de los
años ochenta en el norte de la capital. Parece que a nadie le
importara. Todos hablan del mito y el mito en silencio.

Pues sí. Pincho fue fundador con su hermano Esteban Araque


de la pandilla que fue reconocida como los billis de Unicentro.
En un principio ya existían los verdaderos billis de por allá del
reino unido, los billis de Unicentro también, y además los
manes, nenas y sardinos de otras pandillas. Pero cuando ellos
llegaron al combo de rumberitos y tropeleros de Unicentro,
comenzaron a hacerse respetar y también querer de todo el
parche. Además su casa fue la sede oficial de la gallada por
años. Para entonces eran todavía unos niños que no pasaban
de once y doce años. Pero con el tiempo, los dos hermanos
Araque crecieron hasta los uno noventa de estatura y
ejercieron mucha influencia entre los demás miembros, sobre
todo cuando había que tomar decisiones, debido en gran
medida no sólo a que desde pequeños eran frenteros y a la
hora del tropel, que era la hora decisiva de esta existencia, la
hora de la verdad, salían a darse en la jeta con toda, sino
porque era en su casa que se daban cita los miembros del
grupo cerrado casi todos los días, sólo para parchar y planear
todos los videos.
Eso de poder parchar en la casa de alguien en esa época, era
algo que se podía hacer solo en casos en que los papás se
habían separado y nadie estaba al frente de la casa, o porque
los dos trabajaban y llegaban tarde a casa. A pesar de que en
mi casa, por ejemplo, mis cuchitos trabajaban los dos hasta
tarde, yo no me atrevía a entrar a nadie. Primero porque mi
mamá no nos daba permiso, y segundo porque con solo mirar
las baldosas, mi vieja se pillaba de una si habíamos invitado a
alguien, apenas iba entrando en la casa por la noche. Y eso era
cantaleta fija.

Pincho y Esteban se la pasaban cada uno con su parchecito


propio, en la casa donde vivían en Contador. Sus padres se
habían separado y mientras la mamá tuvo que partir, el padre
tenía otro amor y casi ni iba, aunque se hacía cargo de todos
los gastos. Para cualquier joven eso es un sueño. Fueron libres
de hacer las reuniones que quisieron por un buen período de
tiempo. Entonces todo el parche cerrado prácticamente vivía
en esa casa. Los amigos de Pincho eran Juano, Pirata, Lucas,
Minibilli y Patacón. Mientras que los de Esteban eran Ballena,
Ike, Nené y Aquaman. En pasadas entregas había escrito un
par de esos apodos con una milésima de trampa. Pero como
esos manes hasta ahora no me han dicho que de pronto estén
en desacuerdo por féisbuc, prefiero decir la verdad.

La pandilla se la pasaba montándola unida en la discoteca


Unicornio los jueves, viernes y sábados, y el resto de la semana
en la entrada seis de Unicentro. Los domingos eran de ciclovía
y se tomaban la ciento seis con quince. Parqueaba José María
Urdaneta su Dodge polara amarilla, con la calcomanía de Mr.
Tottas, en todo el frente de American Cheese Cake y no
dejaban pasar a nadie por ahí. De norte a sur y de sur a norte,
la ciclovía se bloqueaba en ese punto. Jose siempre ha tenido
severos equipos de sonido y en ese sector de la ciclovía la
rumba a todo volumen estaba asegurada. En esa ciclovía
empezaron los robos de bicicletas cuando se iniciaron en el
basuco algunos de los miembros del combo. Pocos, es verdad.
Pero empezaron en la ciclovía los robos de chichis. Sin
embargo, no podemos desviarnos en este momento del lugar
en dónde estamos, de con quién estamos y por qué estamos
aquí.

Luis Gonzalo Araque, alias Pincho, es el pandillero que yo


conozco que a más ataques y atentados ha sobrevivido. Vivió
en estrato seis con sus papás en la calle ochenta y dos con
carrera séptima, en un piso de lujo, pero hoy reside en una fría
e inhóspita celda de la cárcel Picota, en un estrato por ahí
menos tres. Qué sentirá Pincho, me pregunto de nuevo,
cuando se acuesta a dormir en esta celda, de lo lejos que han
quedado esos recuerdos en la memoria. ¿Quién estará
interesado hoy en el relato de su historia? ¿En la historia
desconocida del día del homicidio de su hermano Esteban?
Esa madrugada maldita en que Henry, al que nadie en realidad
había ofendido tanto como para que hiciera eso, que ni
siquiera conocían bien o habían visto antes, asesinó a Esteban
Araque sin previo aviso y a quemarropa.

El mismo man mató esa madrugada a Álvaro Gerlein también.


Un par de balas cegaron su vida. Y a Pincho casi se lo lleva de
ñapa. Una de las balas de la ráfaga que le alcanzó a disparar
Henry, pasó rozándole la garganta y lo tocó. Lo hirió. Casi lo
mata. Por poco le extirpa la manzana de Adán. Que esta noche
él tenga que dormir apeñuscado con tres pícaros en este
recinto descascarado y húmedo que es más pequeño que mi
baño, me arruga el alma. Pero así sentenció la justicia de este
país de cafres. En su excelentísima sabiduría señaló el camino
que tenía que recorrer Pincho a partir del día que lo atraparon
en su último robo en el Boulevard, hasta cuando le den la
libertad. Si quiero verlo y hablar y recordar los buenos, los
malos o sencillamente los momentos de nuestras vidas
convergentes, tengo que conseguir los quince mil pesos para
almorzar el pollo farsante, dos mil para guardar la billetera, el
cinturón y el celular a la entrada, porque no dejan entrar nada.
Fuera de eso otros cinco mil para el transporte y unos diez mil
para dejarle a Pincho para que tenga para alguna cosita que se
le ofrezca. De resto, es poder madrugar a recorrer la ciudad el
sábado de norte a sur y después de sur a norte, en un
articulado de esos rojos en los que tiene uno que meterse a las
buenas o a las malas, porque ya no existe otra alternativa.
Arriesgar el celular y la retrovirginidad… Ahhh… y mil pesos
más para el tapabocas, que no sirve para nada.
Luego de caminar como dos kilómetros, desde donde lo deja a
uno el bus articulado, se llega a una fila larga de visitantes, en
la que desde ya lo están analizando a uno por medio de las
cámaras que hay pegadas al techo por todas partes. Ahí venden
el llopo. Luego de que se pasa una puerta alta y ancha, en la
que se muestra la cédula y una foto grande, llega uno a una
especie de taquillas donde toca otra vez hacer una cola
bastante larga y mostrar la cédula y otra vez la foto. Allí un
guardia más desconfiado de lo normal, lo mira a uno fijamente
a los ojos. Parece que se está colando mucho impostor
últimamente a las cárceles. El hombre compara la foto del
documento y la foto grande con la cara de la persona que tiene
al frente. Esa foto me costó cinco mil la primera vez que vine a
visitarlo. Repasa, repasa y repasa el guardia. Y siga.

Después toca hacer fila de nuevo y entrar en una especie de


portal al más allá, en el que me tomaron unos rayos equis. A
esta altura yo creía que me iban a pillar la platica extra que le
llevo a Pincho caleta en las güevas. ¿Será que me dejan aquí
guardado hoy si me encuentran los diez mil pesitos que llevo
entre los calzoncillos? Luego toca caminar como tres cuadras
más dentro del mismo penal. Al fin llego donde hay como diez
guardias. Uno de ellos me puso dos sellos en uno de los
antebrazos. Enseguida me hicieron pasar rápido a un recinto
sombrío y congelado donde hay una silla gigantesca que parece
una silla eléctrica, lúgubre y tenebrosa. Si uno lleva algo de
metal, pita. Hace tiempo ya, un sábado gris y frío que vine a
visitarlo. Mis zapatos, que eran deportivos, de cuero y caucho,
tenían una pieza de metal. ¿Pueden creerlo? Un cambrión o
algo así en mis tenis. Algo inexplicable. No me dejaron entrar.
Cuando pitó la silla, todos los que estaban cerca de mí
voltearon a mirarme como si yo llevara un AK 47 entre el
zapato. Lo que sucede con ese cambrión de metal, es que
cualquiera aquí adentro es capaz de fabricarse una daga china,
con la que pueden llegar a matarse por ahí hasta veinte entre
sí.

Después me hicieron pasar a un patio amplio y soleado en el


que lo hacen sentar a uno en unas sillas de plástico con la base
perforada de huequitos. Luego pasan dos guardias con un par
de perros labradores todos lindos que van husmeando con la
nariz hasta tu culo, para saber si de pronto llevas algún tipo de
droga por allá debajo. Por último, me hicieron pasar a un
pequeño recinto en el que un guardia me hizo quitar los
zapatos y las medias. A otros manes los hicieron empelotar del
todo. Todo depende del aspecto del paciente y de la manera
como está vestido.

Hoy en día mi aspecto no evidencia de manera tan dramática


que digamos, las tres décadas de adicción al trago, la
marihuana, el perico, las pepas y el basuco que me sumieron
en un sueño. Estoy despertando y me veo vestido con una
ropita que me han regalado que me hace ver como si fuera una
persona de una familia bien. Pero eso es solo por hoy. Hoy
estoy aquí y ahora, y trato de no escaparme mentalmente de
esta celda mientras permanezca mi cuerpo flaco aquí, tratando
de escuchar todo lo que Pincho tiene que decirme, y yo a él lo
que esté dispuesto a escucharme.

El Gol de la derrota

El gol donde los ardillas, fanáticos del fútbol, fue estruendoso.


Los ardillas son tres hermanos bajitos, muy simpáticos ellos,
con dientes grandes y blancos como los de los Araque. Son
muy parecidos los ardillas, parecen trillizos. Los tres juegan
fútbol muy bien y estudiaron carreras afines a la ingeniería.
Sin duda son brillantes y divertidos. Los ardillas son entre los
mejores amigos del barrio de los más queridos de verdad,
porque, bacanes los hermanos, buscando aceptación, como
buscamos todos, hacían rumbas tenaces cada nada, más de
diez años atrás. Los apodaron así de bien por las ardillas de
caricatura que salen en una película de cine de aquella época.
La misma cara, la misma energía. No sé si todavía seguirán
haciendo tantas rumbas rudas como las de hace años, pero
desde el día que Pincho los vacunó, creo que dejaron de
hacerlas tan seguido.

La noche del gol, los padres de las ardillas, sanitos, andaban


por Europa visitando el viejo mundo; mientras tanto, Pincho,
amigo del queso por aquellos días, envenenado, les daba por la
cabeza aquí en el nuevo mundo. Apagaban las luces y cada
quien montaba la que quería. Nenas de todos los colores,
aromas y sabores, eso sí a granel en esas rumbas. La música
plana del díyei se tomaba sin permiso toda la manzana y el olor
a kriptonita, la marihuana que hasta al viejosupermán debilita,
por esos días en boga, cosecha y bonanza, bajaba sin permiso
hasta el parque y borraba el aroma paradisíaco de los jazmines
del jardín infantil que queda ahí al ladito.

La música electrónica era la onda de moda. La guarida de las


ardillas era el roto in. Linda casa. Full nevera. Varias camas.
En la frecuencia del éxtasis se colaban pepas equis en
cantidades industriales y el consumo de whisky o vodka era
apenas para algunos pocos. Perico how ever escama de
pescado a la orden del día, para otros cuantos. Y, eso sí, todos
con su botellita personal de agua en la mano, mascando chicle,
y chis pum, chis pum, chis pum, chis pum, chis pum… toda la
noche y el día siguiente además. Estaba comenzado un
milenio. Nueva era. Nueva rumba. ¿Nueva rumba? Qué va… La
rumba es la misma, aquí o en Cafarnaún. O Ibiza.

A veces aburre en esas rumbas que resulta que ahora todos son
músicos porque son díyeis, y ni siquiera saben diferenciar un
re de un do. Entonces al viejo Pincho del aburrimiento se le
metió en la mente el virus del basuco, que se manifiesta en
imágenes de cigarrillos negros que expiden un humo grasoso,
intangible, oscuro y fugaz, pero denso y concentrado, y algo le
dijo al Burro. El man no le oyó. Mucho volumen en las rumbas
de los ardillas.

El virus se fue tomando el cerebro entero de Pincho antes de


que le alcanzara a repetir al Burro lo que le había dicho. Y es
bombardeado enseguida con los recuerdos nítidos del humo
ascendiendo lentamente por la nariz y entrando por los ojos.
Es un asunto visual. El basuco es un asunto visual. Al segundo
llega el fuego de ese químico tóxico inflamando los pulmones,
encendiendo la sangre, quemando el cerebro, incinerando el
alma. Así es que el virus de ese vicio le empieza a ganar la
guerra de las imágenes a nuestra mente. Basta con darle
permiso a la primera imagen para que se haga caldo de cultivo
nuestro cerebro frito, y enseguida se desata una cadena de
recuerdos y emociones, que se presentan como secuencias de
cine mudo, todo más rápido. De afán. Esa película reduce
nuestras voluntades a la deidad del mal. No importa donde
estemos o lo que estemos haciendo. Si ese humo gris oscuro,
como una tarde lluviosa, ese fugaz magarro ennegrecido,
imaginario hasta este momento, se aloja en nuestra mente,
estamos perdidos.

La memoria se le sofoca a Pincho con el tropel de sensaciones


que llegan al mismo tiempo, y que van irrigando su cuerpo de
una sangre ya envenenada. Eso aumenta su ritmo cardiaco. La
combustión del polvillo mágico mezclado con el tabaco llega al
torrente sanguíneo y se va tomando también todo el cuerpo.
Cada célula. Cada uno de los poros. Ahora empieza a sudar
copiosamente desde antes de haberse metido el primer pistolo.
Apenas con imaginarlo. Luego le dan ganas de cagar. Pero se
tiene que aguantar. Ahí es cuando se ha decidido a hacerlo. El
gol. Y también soplar. Se eriza. Luego ese sudor frío es el que le
mete decisión. Llega una sensación de querer es poder, y poder
es hacer lo que sea. Pero también llega ese miedo sólido y esa
soledad fría, esa impotencia macabra ante la sustancia. Es
necesario robar. Porque entonces ¿de dónde?

Mientras se encamina hacia el tucho en su mente prodigiosa de


imágenes, camina por las otras ollas del centro, las de la loma,
o por la pepe sierra, o debajo del puente de la ciento treinta y
cuatro o cualquier otra olla. Sopesa la hora, la distancia, los
riesgos, el precio de las vichas, el transporte, hasta la calidad
de la mercancía. Hay docenas de ollas en cada barrio de
Bogotá, su mente vuela. En cuál olla será. Todavía no se sabe.
La obsesión por la sustancia de su predilección lo enceguece.
Lo puede hacer llegar a la compulsión, incluso antes de haber
hecho el gol. Pero no, si analizamos bien, no lo enceguece, lo
ilumina, lo enciende, lo hace clarividente y puede ver con
nitidez de dónde va a salir el cash para arrancar como un carro
loco a conseguir donde sea la caspa del diablo. El basuco. Lo
que nos gusta. Lo que fumamos por décadas. Pero no puede
ver nada más que eso: el humo atravesado como un muerto en
su corteza cerebral.
La película se le va masterizando en esa torre con imágenes de
una noche fría, con neblina, sola la ciudad, caminando por las
mismas calles y avenidas, lavaditas por el aguacero que cayó
por la tarde. Solo. Todos los andenes ya recorridos mil veces en
las mismas circunstancias. Mirando hacia los lados, mirando
para atrás. Asustado. Si vuelve a llover, se busca un alerito por
ahí desolado, ojalá una casa gigante abandonada y es perfecto
si se desata el aguacero. Los tombos no salen a mojarse. Pero
con el ruido del motor de cada moto que se escucha, que se
siente que se acerca, aunque sea la moto de los pedidos, toca
ponerse ¡pilas!, ¡pilas!, pueden ser los tombos. Y paila. La u pe
jota es una gono…

No hay un norte, o un destino. Desorientado. Indeciso de las


rutas. Sin nada más que vicio en los bolsillos, vicio en los
pulmones, vicio en el corazón. Toda la película ya se la imaginó
y ya sabe en qué termina y todo. En el mismo desastre.
Amurado, solo, sin un peso, triste, arrepentido, con sed,
congelado, acongojado, enloquecido. Todos siempre
terminamos así después de un embale. De todas formas:

- Burro, cántemelas que voy para el segundo piso a ver qué


encuentro por ahí pagando, lo feriamos donde sea, puede ser
en el paradero de buses, y cogemos un taxi de una para la olla
de la pepe sierra a soplarnos unas vichas.
El Burro, bien soplón que ha sido, en los dos sentidos de la
palabra, y quien a pesar de ser una abeja tiene aspecto de ser
más bien lenteja, con sus ojillos achinados y ese corte de pelo
aindiado, que como que es la mamá la que se lo corta con una
totuma, le dijo:

- Hágale de una, que yo las canto.

Pincho subió en bombas y encontró que la puerta de un cuarto


estaba cerrada con seguro. Él ya conoce la conducta humana
en torno a la seguridad y en un chis pum, chis pum del díyei
allá abajo, ¡trá!, abrió la puerta de un solo patadón en toda la
chapa, acá arriba. Dentro del cuarto, que era el principal, es
decir el de mamá y papá ardillas, las puertas de los clósets
también estaban cerradas con seguro. Adivinen qué. En otro
chis pum, chis pum del díyei, ¡trá! Las abrió de una patada
ninja. Y ahí estaba el botín. Una de esas cajas grises portátiles
que usan en los negocios como cajas fuertes. Grande. Pesada.
Potente Gol.

Pincho bajó primero sin el botín, pero con el inconfundible


brillo del éxito de la cacería animal en los ojos. Dejó, como el
leopardo, la presa recién degollada en una rama del árbol, y un
ratico que requiere para respirar, tabular a las hienas y
calmarse, es suficiente para devolverse por ella. Se dio un
borondito por la rumba, un traguito aquí, un ploncito allá, un
pasecito acullá. Todos en la rumba estaban frescos, como si
nada pasara, saltando y gritando eufóricos al mismo tiempo.
Parecen unos autómatas salidos del video de zombies de
Michael Jackson. A mí me perturba de algún modo esa rumba.
No la entiendo. Hacen los mismos movimientos que haría un
clan de primates barriga llena corazón contentos. Sudan como
caballos con las pepitas equis. Esa noche había mitsubishis y
foryous.

En mi época se trataba de entablar una conversación con una


nena que uno sacara a bailar, sobre todo chucu chucu. Si la
nena estaba buena y se dejaba apretar un poquito, era porque
se estaba cocinando algo sabroso en esa pista de baile. En ese
caso no había nada mejor que pusieran esos elepés del cuarteto
imperial que duraban cuarenta y cinco minutos por cada lado
del disco, con los que se quedaba uno aferrado a esa nena con
sabor y sudor, cachete con cachete, y de vez en cuando, claro,
unas vuelticas con giros y trenzando los brazos y haciendo
pasos raros como para que no se marearan ni ella ni el
hermano ni la mamá ni el papá ni el novio y ¡mesa que más
aplauda!

Si a uno le gustaba y a ella también, porque el chucu chucu es


un aire que nunca pasó de moda, se podría generar una
relación así fuera de una sola noche. Pero siempre era una
aventura interesante. En estas rumbas de ahora no se viene a
socializar sino a sexualizar. Esas pepitas te ponen todo sensible
al tacto y al sexo. Y como que las palabras sobran. Esa música y
su baile, que se escucha y se baila hoy, me dan la impresión
que impiden nuestra aventura. No contempla en ningún paso
la posibilidad de comunicarse verbalmente con la pareja. Es
que ni siquiera concibe el concepto de pareja porque cada
quien baila consigo mismo. Y el concepto de paso también es
difuso para esa música. Cada quien se mueve como quiere o
como puede y punto. Cuando uno bailaba con una nena chucu
chucu, lo más importante era cuadrar el paso. Que ella le
siguiera el paso a uno. Fuera de eso el volumen en la rumba
tecno como que tiene que ser a todo timbal o si no, no hay
caso. Así, quién habla con quién. Ni consigo mismo se podría.

¿Será que las nuevas generaciones de rumberos, si así se les


puede llamar, no necesitan comunicarse verbalmente? ¿Será
que se comunican de alguna manera? ¿Habrá evolucionado
tanto el homo sapiens como especie en estas vertiginosas
décadas de rumba que retornó a sus orígenes, cuando las
señas, los gestos, los sonidos guturales y otros mecanismos
primitivos eran las únicas herramientas que necesitaba para
manifestar lo que sentía o pensaba? Sin féisbuc.

El Burro estaba ahí donde Pincho le ordenó que se quedara,


muy juicioso, en toda la entrada de la sala, más serio que un
tramposo, cantándoselas mientras remedaba el baile del tal
género musical, monótono, soso y ególatra, pero pegajoso y
dinámico, que en realidad daba señales claras de no dominar
del todo. Es harto. Cada quien baila feliz consigo mismo en esa
rumba. Lo único bacano de esa onda es que el chis pum te
eleva un resto, las pepitas excitan y todo el mundo está feliz.

Burro bailaba ahora justo frente a los amigos, pero solo con el
fin de hacerle pantalla a Pincho para la fuga. Pincho volvió a su
punto al lado de la escalera, se quedó mirando a todos con los
brazos cruzados, en la posición que se ponía siempre que
estaba analizando cómo son vueltas; se dio cuenta que todo
estaba bien, que nadie había escuchado los tramacazos allá
arriba, volumen al cien, y se devolvió por el botín. Sacó la caja
gris cubierta con una chaqueta. Salió caminando de la casa de
las ardillas muy tieso y muy majo, como rin rin renacuajo.
Rápido pero sin prisa. Como si nada.

Pincho camina como los camellos. Da largas zancadas por su


naturaleza, y pues llega rápido para donde se dirige; más
cuando iba por vichas. Lo dejaba a uno regado en el camino a
la olla y también después, soplando por toda la ciudad. El
dueño de la tienda El Fonce, en el edificio que queda diagonal
a la casa de las ardillas, don Lucho, alcanzó a ver algo raro.
Pero no más. Y sabiendo de la actividad laboral informal a la
que se dedica Pincho, las musas que hizo, la hora que era, no
se imaginó que llevaba tanto dolor encima y todo ese tiempo
perdido bajo el brazo.

Se encontró con el Burro enfrente de la que era la casa de


German Monster, a los diez minutos de hecha la vuelta. En ese
potrero, que todavía no han vendido, donde hay una caseta de
celacho que ya no huele a caseta de celacho, Pincho arrojó con
fuerza varias veces la caja fuerte gris contra el pavimento de la
carretera, lanzándola de manera que se estrellaran contra el
piso las esquinas, pero nada. Nada que se rompía. Hasta que
por fin se reventó. Salieron a volar billetes, papeles y joyas por
todas partes. Como era de noche, aunque no demasiado tarde,
y no es que sea muy poca la iluminación de esa cuadra, no se
veía un culo. Sin embargo recogieron todo lo que pudieron.
Había…

Qué había en la caja fuerte…


Pues bien, había esmeraldas, joyas en oro y plata, papeles de
propiedades o algo así y billetes quién sabe de qué país, porque
Pincho en medio de la borrachera en que estaba, aunque no se
le notara tanto, no encontraba la forma de averiguarlo.
Parecían Sucres, Soles, Bolívares, vaya usted a saber en medio
de la noche y esa pea química. Pensaba que si no eran dólares
o euros eso no valía nada. En las ollas ya ni dólares reciben,
por temor a que se los metan falsos. Esos billetes no servían
pa’ un culo a esa hora. Lo gracioso es que justo cuando
reventaron la caja, Pincho levanta la cabeza y ya habían
aparecido en ese momento dos pintas más. Salieron de la nada.
También estaban en la rumba.
El uno era Terry Wilder, que es un morenito muy pacífico y
amistoso, quien yo creo que es el man con más apodos en este
mundo. Al hombrecito le hemos puesto chapas como arroz. Me
acuerdo de Mocoface, porque a pesar de tener éxito con las
nenas, a sus amigos el hombre nos parecía que no era tan
agraciado; pero vea, para las mujeres sí tiene gracia. Otro era
Margarito, porque ese man sí que era buena papa. Recibía un
apodo al día y se reía con una sonrisa tan serena, que uno
pensaría que se trataba de un estoico. Qué lecciones de amor
nos dio el Terry. También le decíamos Wildest, o Wilder,
porque para ser tan inofensivo hay que ser el más salvaje. Y
Terry, porque es terrible el parcerito, aunque no parece. Fue el
primero que se tiró de una al piso y coronó unas esmeraldas.
El burro ganó de fardo y se quería ir abriendo de una. También
recogió aretes o algo así.

El otro que se apareció como por arte de magia fue Elvis


Presley. Un amigo que es igualito a Elvis y por eso le pusimos
esa chapa, pero no canta ni los pollitos. El man hubiera sabido
que en la yunait pagan por parecerse a Elvis, ya se hubiera ido
para allá. Pero no. El man no sabía. Y pasó algo bacano en el
cuento, porque Elvis es un man impredecible en situaciones de
riesgo. Con todo el carácter que se gasta, que le impide medir
las palabras, le fue diciendo sin temor alguno:
- Eso no se hace Burro malparido. ¿A usted le gustaría que
Ardilla le hiciera eso a su mamá? ¿Robarle los anillitos
mientras usted lo está invitando una rumba en su casa?

Y el Burro, que aprendió a ser ganancioso y a dar lora porque


vendía tenis chiviados en San Andresito, no se quedó callado.
Burro fue quien me enseñó que a mí me hicieron la Quincy.
Una trampa que nos hacen a los incautos por caprichosos. Así
que pilas. No se dejen engañar del destino. Traten de no ser
incautos ni caprichosos. Hace muchos años, una vez en San
Andresito, me enamoré de unos Puma cafés con la línea verde,
pero eran cuarenta y dos y me quedaban bailando. El man me
dijo que no había más. Pero yo le insistí. Me dijo ya vuelvo, voy
a conseguirle los cuarenta en el local de un amigo que queda
allí a la vuelta. Al ratico llegó con un par idéntico, pero ese me
pareció que me quedaba mejor. Me enredó y me despachó.
¿Saben qué hizo? Le había metido una plantilla y papel
periódico en la punta el desgraciado. Yo los veía raros pero me
quedaban bien. Los sentía bien. Al otro día parecía un payaso.
Me tocó vendérselos a un amigo que era patón. Esa jugada se
llama la Quincy. Pilas. Entonces el Burro le fue respondiendo a
Elvis y ya se iban a dar en la jeta:

- Entoes qué, ¿va a revirar por lo que no es suyo? No sea tan


sapo-, que tal y que tal. Pero Elvis le dijo a Terry:
- Vámonos, hermano, vámonos ya que eso no demoran los
tombos en salir a buscarnos.

Estaban ahí para reclamar su parte del ponqué por el silencio.


Pero a Elvis no le gustó el video cuando lo vio. Pincho pagó la
condena por ese delito en esta última entrada a la Picota,
cuando lo cometieron entre al menos tres. La demanda se la
pusieron a él y el proceso le salió mientras estaba encanado.
Vaya uno a saber si Terry invitó a Elvis una rumbita con lo de
las esmeraldas. A pesar de que le fue medio bien al Burro en la
vuelta, el chino se desmayó cuando se le pasó la borrachera y,
claro, todo el mundo encima, entonces confesó todo de una
sola rebuznada a la mamá, y de ahí para abajo, a Dios y al resto
del universo del Burro. Se cagó. Mató el tigre y se asustó con el
cuero, cuando es para el tigre que el rebuzno de un burro
resulta toda una pieza musical. No lo descubrieron en el
momento que empezó a sacar billetes en medio de la locura
donde los ardillas. Fue al otro día que se dieron cuenta cuando
encontraron el desastre. Se devolvió a la rumba para
entregarse.

En medio del llanto del arrepentimiento, guió con señas a la


familia ardilla, luego que llegó de Europa precipitada por las
malas nuevas, hasta el potrero donde habían tirado todo lo que
no eran joyas o dinero. Contaba uno de los ardillas después,
que había muchos más valores en algunos de esos documentos,
emparamados como estaban, sobre el pasto húmedo, que lo
que se llevaron del botín; aunque de todas formas la familia
ardilla como que era la única que sabía la manera de hacerse
cargo de ese capital. El escándalo llegó a los estrados judiciales
y todo el barrio se enteró de la osadía, porque que nunca
Pincho se había sacado una cajita fuerte de la casa de un
amigo.

En este tipo de casos todo el mundo juzga. Nadie se pone los


mocasines de Pincho. Además son realmente pocos los que
comprenden que lo que padecemos nosotros los adictos a las
drogas y al alcohol es una enfermedad de la que no somos
responsables. Sí, así como lo están leyendo. Los drogos no
somos responsables. Aunque no lo crean. Responsable la
sociedad. Parece mentira que un sinvergüenza como yo, con
toda esa carga a la espalda, acuda a un argumento tan bonito
para desconocer la responsabilidad que me atañe por la rumba
que me di. Pero no es así. Si estoy relatando el rollo es porque
me cabe responsabilidad. La enfermedad del alma que
arrastramos con nosotros a todas partes contempla entre otras
disciplinas la cleptomanía. Eso es todo. Somos más enfermos
por la obsesión de querer tener las mismas cosas de los demás,
que unos vagos que no vemos otra alternativa diferente a
robar. Somos buenos en lo que sea y muchas veces los mejores.
Podemos trabajar, pero la droga nos cercena hasta la
autoestima para conseguir o mantenernos en un trabajo. Es el
carrito en el que se monta uno para robar.
La drogadicción es el síntoma de una extraña enfermedad que
llevamos sembrada muy adentro. Somos alérgicos a las drogas
y al alcohol. Pero es la idea en nuestra mente, lo que se
convierte en una obsesión. Una sola copa, una gota, el olor a
trago, un ploncito de humo, de cualquier humo, un pasecito de
perico, una grajea, y ahí quedamos anclados. Empezamos a
morir lentamente, porque ya no podemos parar de meter y la
compulsión nos lleva a la muerte. Nos rascamos con el trago y
las drogas la llaga que nunca hemos sabido por qué tenemos.
Esa herida abierta que nos da tanta piquiña. Siento que tengo
un algo muy podrido bajo la piel de la cara que está que la
revienta. Un dolor. La tragedia que se esconde detrás de la
máscara de mi rostro.

La farmacodependencia y el alcoholismo fueron reconocidas


como enfermedades por la Organización Mundial de la Salud
hace años. Tenemos enfermo el músculo gris que llevamos
dentro de la cabeza. La adicción a lo que sea, que es como los
drogos hacemos flexiones de cerebro, así como hacíamos
flexiones de pecho, la adquirimos por la necesidad de un
voltaje ficticio, innecesario en realidad, que nos electrocuta el
espíritu y también la mente. Ahora resulta que fuera de drogos
somos co dependientes porque vivimos demasiado apegados a
nuestros seres queridos. Nuestros parientes o aquellos a
quienes amamos son nuestras sustancias adictivas, nuestro
vicio. He empezado a temerle a todo. Hasta el computador me
parece un vicio. Y no quería engancharme a toda esa oferta de
información que hay en la red. La situación ya se ha convertido
en patética y patológica. Ahora parece que se está
demostrando que es contagiosa.

Que todos los días queramos salir a buscar sustancias que se


vuelven tóxicas en nuestras manos, que usamos para escapar
de la realidad momentáneamente, es el resultado de algo que
tenemos descompuesto en nuestro generador-receptor de
emociones, pero no entendemos en qué consiste el daño. Es
como un vacío. Encontramos en eso que nos lanza fuera de
nosotros mismos, la solución para llenar ese hueco. Nos
olvidamos del hueco por un rato. Pero el hueco está allí, y eso
no llena el hueco en realidad. Metemos drogas o licor pero no
para llenarlo. Es más bien para no sentir el vacío del hueco.
Del hoyo, del agujero negro. Que duele. Como cuando uno
tiene hambre. Le falta algo. Comida, diría yo. Pero, ¿qué clase
de comida? Alimentos para el alma. ¿Y dónde los venden?
¿Todo se compra? ¿Tienen precio todo? ¿Hasta las palabras?
Porque no hay una sola inyección, que yo sepa, de alguna
penicilina o alguna ampicilina o algún mejoral o algo así como
un tratamiento homeopático o con electroschocks o con
hipnosis o alguna medicina legal que erradique la drogadicción
como si se tratara de una bacteria o de una infección. Nadie
nos obligó a probar las drogas, es cierto, y nadie nos somete a
buscarlas. Claro que no. Pero nadie tampoco sabe de qué se
trata la locura hasta que se entera, si es que se entera, de que
locura es cometer el mismo error esperando resultados
diferentes.

Entramos en locura de la manera más inocente. Buscando


aceptación, por ejemplo. Como yo. Esa fue la ilógica razón que
tuve para entrar en la locura de hacer barras todos los días y
ganar un poco de musculatura y cierto reconocimiento entre
los grandes de Campania y Las Villas. Ser grande para no
dejarse matonear. Buscando aprobación también, estudié para
aprender a escribir y poder venir a tratar de convencer a
alguien de alguna cosa, de cualquier cosa; utilizando nada más
que palabras virtuales. Aparentemente ordenadas al azar.
Salen sin mi permiso hacia sus cerebros, que interpretan lo
que quieren y se hacen sus propios videos con lo que les
cuento. Y se la sodan. He ahí la locura. Buscando aceptación
también, me siento a moldear una historia para poder traerles,
con cierto temor de ser rechazado, estas entregas semanales.
Buscando reconocimiento aprendí además a tocar guitarra con
el sueño lejano de ser una estrella del rock criollo. Pero paila.
Hasta ahora estoy vislumbrando el grado de locura que me
impulsó a ser quien soy. Y tengo miedo, porque todavía
necesito un poco de aceptación para seguir adelante. Eso es
locura.

De todos modos ahora sé que de lo que sí podemos hacernos


responsables los drogos, es de nuestra propia recuperación;
pero pareciera que ya casi nadie quiere hacerse responsable de
alguna cosa. Mucho menos de recuperar una causa que
considera perdida, como lo es dejar las adicciones. Si Dios me
concede la gracia, hoy quiero estar en el grupo de narcóticos o
alcohólicos anónimos. Nos damos cuenta al fin que es con la
ayuda de otros que se va superando el problema.

Gol de pistola
Pincho había hecho goles por el barrio que todo el mundo
conocía. Cada vez se volvían más osados y peligrosos. Entraba
en el área de penalti y en la cara del portero, gol. Una vez por
ejemplo, en complicidad de Carechivo, le tumbó a Johnny
Lázaro una pistola Browning de nueve milímetros que no
estaba muy nueva. Estaba como achacada, me contó.
Cajeteada fue la palabreja que utilizó para decirme que se
habían dado garra con ese guayo dando plomo ventiado. Pero,
eso sí, servía perfectamente para lo que había sido fabricada:
para dar bala. Johnny era nada más y nada menos que el
abogado consentido de la reina de la coca. Oigan bien, el
abogado consentido. Pero también era un viejo amigo que vivía
en Capri, de una generosidad incomparable. Johnny Cash le
decía yo, porque siempre andaba con billete. Era enorme,
como de cien o ciento diez kilos de peso y más de uno ochenta
de estatura. Tenía una casa preciosa, hecha a su exigente gusto
con sauna, gimnasio, jacuzzi, baño turco, teatro, sistema
cerrado de televisión y en fin… Tres pisos, altillo, tres frentes,
todos con puertas, ventanales y balcones que daban a los
hermosos parques de Capri, plenos de vegetación, y a unos
cuarenta metros de la casa de los ardillas. Por eso me acordé
de ese gol. Le pregunto a Pincho aquí en la celda treinta y seis:

- ¿Cómo fue el gol de la pistola de Johnny?

“Ese día Carechivo me dijo que lo acompañara donde un


traqueto del barrio que estaba reganado y andaba gastando en
dólares lo que quisiera al que quisiera –me cuenta Pincho
recostado de nuevo desde el camastro-. Camine, me dijo, y me
fue llevando. Usted se acuerda cómo era de entrador ese
chino”.

Carechivo era un sardino muy vivaz y astuto que jugaba bien


fútbol, quería tocar guitarra y tener un grupo de rock, pero lo
que más quería era ser rico. Creo que lo está consiguiendo hoy
en día. Tiene los ojos azules, grandes y expresivos. Era medio
mono y muy singular. Tenía tantas cejas que se ganó esa chapa
porque cuando lo miraba a uno, parecía de verdad que lo
estuviera mirando a uno un chivito. Pincho me había contado
en otra oportunidad la vez que se aparecieron juntos en
Unicentro Carechivo y Carecabra. ¿Se imaginan la trepada?

“Ese cucho fijo nos patrocina los chorros y hasta unos pases de
perico, si quiere, me dijo Carechivo. Así me fue llevando. Era
justo detrás de la casa de los papás del chino. Cuando menos
me di cuenta, ya estaba en la entrada y el man nos pilló las
caras a través de la cámara de seguridad de la puerta y nos
abrió desde de la sala con un control remoto. Hace como
veinte años, eso era un lujo. Era repinchada esa casa en ese
entonces”.

La casa de Carechivo era, como la de Johnny, una de las más


bonitas del barrio. También tenía tres frentes y dos de ellos
daban a los parques. Solo eran tres casas iguales a esa. Con
una arquitectura muy original, creo que fue el papá del Chivo,
que es arquitecto, quien las había diseñado y construido. En
una de ellas vivió por décadas el Camello Soto, un defensa de
la Selección Colombia de Willington Ortiz, que jugaba para el
Santafé y que era altísimo y muy buena gente. Qué tipo tan
relajado y calidoso. Todo el barrio lo quería. La de Johnny era
diferente a esas dos, pero más severa.

“Entonces entramos y ya estábamos dándonos los pases y


tomando una botella de Medellín transparente –continúa
Pincho-, cuando es que el Carechivo se subió para el segundo
piso en un descuido del cucho y bajó de una. No se demoró ni
mierda. Me salió cuando pudo con que: Uyyy, arriba hay un
maletín lleno de dólares. Apenas me dio la papaya Johnny,
subí en bombas y cogí ese maletín y le metí una raqueteada
áspera, pero nada. Yo no vi ni un dólar por ninguna parte.
Como que no abrí el bolsillo que era. Siempre que uno hace un
gol, por mínimo o grande que sea, siente nervios. Todo pasa
muy rápido y hay que hacer las cosas de afán y bien hechas.
Robarle a un traqueto usted sabe que no es cualquier
güevonada. Entonces abro un cajón de un armario todo
cotizado que estaba ahí, y ¡tan! Una nueve milímetros.
Cajeteada y sin proveedor, pero había algo. El Johnny quedó
jincho al cabo de tres botellas y nosotros nos fuimos con el
fierro”.

Johnny me buscó como a los tres días del robo para ver si yo
era capaz de acompañarlo con el fin de ir a buscar a Pincho y a
Carechivo. Yo le dije que los dos eran amigos míos y que sí, que
yo ya sabía y todo el barrio también que habían sido ellos los
que se robaron la pistola, pero yo no tenía que ver nada en el
asunto, y tampoco iba a permitir que el man fuera a joderlos
con mi ayuda. Ese sería el único brinco en el que yo no quería
ni tenía por qué meterme. Porque yo sabía quién era Johnny, y
con el último que quisiera meterme en un güiro en este mundo
ese era mi amigo Johnny Lázaro, el abogado de la reina de la
coca. Casi nada. Aunque dolía un toquecito, porque si bien
Johnny siempre se había portado como lo que era: un
verdadero príncipe, la solución definitivamente no era
joderlos. No sé si asustarlos podría ser para Johnny una
alternativa. Solo que a Pincho lo único que lo asustaba en esta
vida era fumar basuco.
- Entonces, ¿cuál es la mejor solución según usted?-, me
preguntó Johnny medio rabón conmigo porque yo no quería
hacerle la segunda ni decirle dónde vivían esos dos. Tampoco
podía creer que ni siquiera supiera dónde vivía Carechivo, que
era a menos de treinta metros de su propio jardín. Me quedé
pensando un minutico. Íbamos en el be eme dobleú último
modelo del hombre. Tenía un fierro nuevo en la guantera.
Dábamos vueltas y vueltas por los recovecos del laberinto que
es Capri. Yo estaba cagado, como siempre. Afortunadamente
estaba lloviendo y no había ni un alma por ahí. Al rato de dar
como seis vueltas al barrio, se me ocurrió decirle:

“Vamos para El Gentleman. Si lo abrimos un rato y nos


tomamos un trago, de pronto aparecen y nos dicen dónde lo
empeñaron. De pronto la pistola la tiene doña Mirta. Yo la
conozco. Ella le pudo haber soltado billete y unas vichas por
ese tipo de coroto a Pincho, porque a Carechivo no le gusta el
contu”.

El Gentleman era un bar recotizado de Johnny Lázaro, con una


barra de categoría, tragos finísimos de todas las marcas, sillas
del carajo y dos pisos de elegancia que el hombre solamente
mandaba abrir en fechas muy especiales, como por ejemplo
cuando cumplía años mi hermano Pochis, los veintisiete de
diciembre. Lo tenía nada más para invitarnos a toda la gallada
de Capri, los patos gotereros de siempre, a todo lo que se nos
diera la gana en fechas especiales. Hasta picadas con maíz pira,
chicharrones y pataconcitos salían de una pequeña cocineta
que el bar tenía atrás. Y ponqués de cumpleaños también. Un
día comimos hasta fríjoles con garra y un domingo nos invitó
cocido boyacense.

Johnny había comprado los dos mejores locales del centro


comercial Capri express para adecuar el bar. Cuando se lo
dejaron listo, que satisfizo al fin sus innumerables exigencias
estéticas, lo cerró. Permanecía cerrado. Era para abrirlo en
muy pocas ocasiones. No más. Jamás se vendió un trago. Las
veces que Johnny se aparecía por Capri express, en menos de
veinte minutos ya estaban llamando a lista los por lo menos
treinta gotereros que se reunían a cacarear sedientos de la sed
etílica que genera un patrocinador de la rumba y la alegría de
la talla de Johnny Lázaro. Lo que no sabíamos es que somos
impotentes ante el alcohol. Con ver la botella basta para sentir
el líquido en el garguero. Con el olor ya podemos estar
entrando en locura y no nos damos cuenta.

Aparecía el be eme azul de Johnny por la callecita del express,


y en un santiamén aparecía el viejo Cacho, un barman
morochito lo más de bacán. Limpiaba el polvo de rapidez,
bajaba las sillas, cuadraba las mesas, prendía la rockola y ahí sí
abría, y a beber y a gozar sin límites. Ya prendidos los dos,
pues esa tarde no se apareció nadie por el bar, seguramente
por la lluvia, yo lo convencí al fin de que no iba a ganar nada
en absoluto jodiendo a alguien y que mejor fuéramos de una
donde doña Mirta:

“Por el contrario, Johnny. Se puede llegar a meter en un lío el


verraco porque todo el mundo ya sabe el video del robo del
fierro. Si los quiebra o los enciende, todo este mismo pequeño
mundo de este pequeño barrio se va a enterar de que, ¿quién
fue?, pues usted, viejo Johnny. Eso no le conviene a usted ni a
su linda familia, en su prestigiosa condición de abogado de
usted sabe muy bien quién”.

Además era probable que a Pincho y otros manes como el


Carechivo les tiraran a dañar la vida, porque últimamente
habían hecho unas cagadas de antología por ahí, y se estaban
metiendo en muchos problemas. Carechivo no tanto, pero
Pincho sí. La debía por allí y por allá. Johnny es muy poderoso
y todo el barrio lo sabía. Era tal vez el señor más poderoso del
barrio, de los que se dejaba ver de vez en cuando a la hora de
compartir el éxito y la riqueza. Espléndido el abogado. Fuera
de esa gravidez social y ese prestigio de capo, también es
grande y voluminoso. Bastante pesado, ancho y fuerte. Además
pude comprobar, para mi asombro, que era supremamente
ágil y peligroso. Un día se le cayó la pistola en El Fonce, una
tienda al frente de su casa, y la cogió en el aire antes que tocara
el piso. Siempre andaba enfierrado. Pero ejercía un poder muy
extraño. Era amistoso y generaba mucha confianza entre todas
aquellas personas a quienes nos demostraba su aprecio. Es
boyaco el hombre, a mucho honor. Sabiendo yo cómo eran las
vueltas de la época, yo prefería huir de ese tipo de líos.

Le insistí a Johnny que yo podía llevarlo, si aceptaba, hasta


donde doña Mirta, la mejor jíbara de la ciudad. La jíbara oficial
de la farrándula de esta fría capital. Quedarse un buen rato en
su tienda-olla, en todo el corazón de Teusaquillo, uno de los
antiguos barrios aristocráticos más hermosos que tiene
Bogotá, era la mejor oportunidad que hay para apreciar el
deslumbrante desfile de estrellas de la televisión colombiana,
que a cualquier hora del día o de la noche pasaban por allá
porque necesitaban para actuar del diesel que doña Mirta les
vendía a precio de gasolina extra. Carísimo. Al parecer,
muchos de ellos creen que los hace funcionar bien ante las
cámaras el perico o el basuco.

- “Si Pincho dejó el fierro allá, viejo Johnny, doña Mirta me lo


devuelve porque me lo devuelve, eso sí, a cambio del billete por
el que el man lo haya dejado. Ella sabe cómo son las vueltas.
Usted le da la plata y ella se lo retorna. Sabiendo que es suyo,
que usted es mi amigo, que lo sacó de su propia casa y todo lo
que pasó, que además usted es abogado de quien es el
abogado, le aseguro que la cucha lo devuelve. Si quiere camine
de una, nos tomamos un traguito en el camino y de paso, si ella
acepta, lo presento. Vende un perico finísimo. Caro pero
severo”.
Yo lo hacía con el único fin de sacarle unas vichas de basuco al
abogado cuando ya estuviéramos allá. Porque Pincho no iba a
coger para el centro con un fierro robado. Eso yo lo sé. Esa
cucha no tenía el fierro. Esa pistola no podía estar muy lejos de
Capri. Bueno… Johnny siempre tenía perico encima, imaginen
por qué. Fuera de eso en cantidades alarmantes. Pero esta vez
no tenía de milagro, y apenas le mencioné eso de que la
farrándula se la pasaba por allá y que doña Mirta vende caribe
un perico finísimo, el man se descompuso. Se transformó. El
semblante un poco pálido, los ojos llegando desde la otra
dimensión, me miró fijo a los ojos, se cagó de la risa y me dijo:

- Espéreme aquí. Maneja usted. Ya salgo.

Me puse al volante de una. Me mojé un toque en ese cambio de


pupitre. Un be eme es un ovni, pero nuevo… los viejos se
destartalan si no se cuidan. Huelen bien. Suenan como un
trueno. Andan como un relámpago. Me dio miedo recordar
que ya le había vuelto mierda un be eme a un man, azul como
el de Johnny, pero por lo menos doce o trece años atrás. Nos
volqueteamos en la quince con cien, donde quedaba aquel
monumento a los héroes de Corea, y ahí quedó pérdida total.
El dueño era un cucho todo cucarrón y ricacho que vivía
enamorado de un amigo que era oficial militar. Le prestaba el
be eme a mi amigo, y no sé ni me importa por qué mi amigo el
oficial del ejército de Colombia tenía un amigo cucarrón que le
daba las llaves de su be eme dobleú último modelo. Él no se
atrevía a someter al alemán a lo máximo que diera su motor.
Como si fuera un nazi a mis pies, yo sí lo cogí por mi cuenta
como hacía con el Volkswagen escarabajo rojo de mi padre,
alemán también. Lo llevé paso a paso hasta el límite de sus
posibilidades. Como estábamos jinchos, salimos volando por
encima del monumento. El cucarrón se cagó de la risa cuando
llegó a la escena del siniestro. Eso era precisamente lo que
necesitaba para que le cambiaran su nave por el modelo que ni
siquiera había salido al mercado. A Pericles, un amigo que le
gusta hacer barras y dejó el alcohol hace como un año, le pasó
lo mismo. Se estampó todo borracho en el be eme del papá y
casi se mata con el Danielito, que en paz descanse. Eso fue en
la ciento treinta y cuatro con autopista. Dani tenía que morir
en un accidente vehicular. Se mató un par de años después,
cuando tropezó bajándose de una buseta y se pegó en la cabeza
contra el andén. Dios lo guarde.

Muchos nos accidentamos durísimo. Yo creo que casi todos.


Tarde o temprano terminamos destrozando el carro de la
mamá o del papá o del amigo. El Guajiro volvió mierda el
mazda de la mamá del Pato. El negro Muñoz desbarató un
trooper del papá. El Enano casi se mata como con otros tres en
un sentra recién comprado. Twiky se mató en su propia moto y
Yandra, su novia, se había matado en un accidente que tuvo
con él, también en moto. Luisfer en su sietecincuenta, llegando
a la diecinueve con pepe sierra, se estampó a todo mierda
contra un árbol. A Aldo, un man de Niza, un camión lo borró
con todo y su simca morado en la ciento veintisiete. Son
muchos casos. Luego volveremos sobre eso.

El tablero blanco del be eme decía que la máxima velocidad


que alcanzaba era de doscientos cuarenta kilómetros por hora.
Pero eso es pura paja. No nos pasó absolutamente nada de
puro milagro. Ni siquiera un rasguño en un meñique. Como
era oficial del ejército mi amigo, todo se solucionó breve. Son
seguros los be emes. Para hacer una buena tortilla de huevos,
hay que romper una buena cantidad de huevos. Eso escuché en
una película de ciencia ficción. Yo hice una buena tortilla con
todos los carros que me prestaron, sobre todo con los de mi
viejo.

Cuando salió del palacete que no se cansaba de embellecer,


Johnny estaba decidido a ir por ese fierro hasta Teusaquillo y
ya tenía un semblante relajado. Traía una botella de old parr
dieciocho años en una mano y un paraguas negro en la otra.
Sonreía de oreja a oreja. Ya se había echado una fulca. Estaba
fresco. Al man no le gustaba del todo que yo manejara su be
eme porque yo sí hacía rugir esa máquina. Llevaba la agujita
de las revoluciones hasta el rojo. Pero me dejaba y se reía del
miedo. Se agarraba duro, se ponía el cinturón y así yo le
ayudaba a matar las lombrices. En ese be eme levanté un poco
más de doscientos una noche, yendo también para donde doña
Mirta, pero solo. Es falso, como les digo, que los be emes de
esa época, más o menos noventa y tres, noventa y cuatro,
alcanzaban los doscientos cuarenta. Yo lo llevé a poco más de
doscientos. Casi le saco la lengua. Echaban humo las llantas y
los rines cuando llegué a la olla. De vuelta hacia la rumba, en el
gentleman, que ardía de locura esa noche, me vine despacito,
por ahí a ciento cincuenta.

Al llegar donde Mirta aquella tarde de invierno con Johnny,


que estábamos buscando la browning que se bajó Pincho, el
aguacero estaba peor en el centro. La cucha, que se mantiene
vigente en ese bísnes porque es súper rayada y pila, me hizo
caras de que solamente hablaría conmigo porque no conocía a
ese señor.

- Siga, Felipe-, dijo. No le gustó el aspecto de Johnny Lázaro.


Expele mucho poder así no más por encimita.

Me contó que no tenía ninguna pistola, y que si de pura arepa


llegábamos a encontrarnos a Pincho o al German Monster
pagando, o mejor dicho dando papaya por ahí en la calle, que
le dijera a ese man que le metiera de a dos pepazos a cada uno
en esas patas a nombre de ella, porque hacía ya una semana se
le habían robado una bomba entera con noventa y seis vichas
de diez mil pesos cada una. Casi un millón de pesos en
mercancía tipo exportación. Con razón yo no les vi ni la
sombra a ese par de vampiros en esa semana. Pasaron
disecados de viernes a viernes. Quién sabe en dónde. En el
monte, a lo mejor. Así siguen siendo las rumbas de algunos.
Empiezan el viernes y terminan el viernes, cuando ya otros se
están preparando para empezar el mismo viaje. La rumba ha
sido el motor loco de esta aventura sin nombre, desde los
ochenta para acá. Han sido tan astutos los que se mantienen
en la rumba, que ahora se mantienen de la rumba.

Compré dos de perico para Johnny y una de basuco para mí. El


único rostro conocido que entró en ese momento a la tienda de
doña Mirta fue el del que hacía de mariquita en sábados
felices. De vuelta me estaba derritiendo del desespero por
fumarme un pistolo en ese trancón, bajo ese aguacero con
granizo. La compulsión absoluta. Pero dentro del be eme
dobleú no se podía soplar ni medio basuco, por obvias razones.
No ven que era el be eme del abogado de la reina de la coca y
ese veneno huele mucho. Demasiado. Además de dejar el carro
impregnado por días, deja un olor desagradable, penetrante y
dulzón. Aberrante.

Fuera de eso, para desesperarme otro toque, a Johnny le dio


por poner unas rancheras de Chente a todo timbal, que para
entonces no me gustaban ni poquito porque no las
comprendía, y hable y hable y hable mierda y huela perico. Y
huela, huela y huela, y hable mierda. Son dos cosas diferentes.
Como dos horas en el trancón. Casi se acaba el perico. Severa
nariz. Ya cuando la noche cayó y el agua paró su sonsonete,
nos enlagunamos de nuevo todo el club de borrachos en El
Gentleman, los treinta gotereros de siempre, y ese par de joyas
nunca apareció. La pistola sí que menos. Pero lo que pasó
después, nadie me lo va creer…

El camino de Esa chica


Cuando nuestros padres deciden cambiar de barrio, por allá en
el ochenta y dos, Las Villas era un barrio de muchachos como
yo, con muchas inquietudes insolubles y demasiadas
necesidades implantadas, sembradas, copiadas, adoptadas…
Ajenas. A mis hermanos y a mí nos tocó enfrentar algo similar
a lo que experimentamos cuando nos trasladamos del
insufrible Restrepo, en el sur de la ciudad, a Cedritos, en el
confortable norte. Subimos un peldaño en la escala social y
luego otro. Ya mis viejos habían remontado el primero con
mucho esfuerzo. Y a pesar de que el último peldaño que
escalamos fue porque nuestros padres adquirieron una
cigarrería, esa no era razón suficiente como para que la
mayoría de la gente de ese vecindario nos hiciera sentir de tú a
tú. A pesar de todo llegamos a tener una buena amistad con
quienes vinimos a entablar cierto contacto. De todos modos no
dejaban de mirarlo a uno como el tenderito de la familia de la
tienda.

Pero en realidad mi viejo era tan o más profesional que los de


ellos, como profesor de literatura de la Universidad Nacional y
de la Distrital, y mi viejita tenía una licencia de maternidad en
la Caja de Previsión, donde se desempañaba como auxiliar de
odontología. Sin embargo, esa señora nunca ha podido
quedarse quieta. Siempre tiene algo que hacer, sobre todo por
los demás. En el embarazo de su cuarto hijo venía en camino
mi hermanito Juancho y ella tenía que tener un negocio en el
que quería involucrarnos. Para el futuro, o sea hoy. Pero no
entendimos bien lo que quería. El hombrecito llegó poniendo
problemas y se asfixiaba de vez en cuando, pero porque era el
último hermano y mi madrecita ya no estaba de veinte. Mi tía
Yoli lo ponía boca abajo, le metía un dedo en la boca y el
hombrecito volvía a la vida. Hoy agradezco todo lo que viví,
con miedos y todo. En otras ocasiones mi hermano me volvió a
asustar. Pero todo a su tiempo.

En ese experimento del ascenso, en lo que sea, hay que


demostrar en ocasiones que existen suficientes razones para
sustentar que mientras unos ascienden, otros descienden. Es
decir que hay que exigirse para estar allí. Nuestros padres nos
pusieron en ese barrio y en esa época y cada paso que dimos
fue determinante para nuestra formación como personas. Ellos
no solamente querían que ascendiéramos en la escala social
desde el punto de vista de la educación y la cultura, sino que
veían también la manera de llevarnos cada vez más arriba en
todos los aspectos de la vida.
Porque da la coincidencia de que donde fueran llegando
nuestros padres, íbamos llegando detrás nosotros como
cuando a la gallina los pollitos dicen pío, pío, pío: nos da la
comida y nos presta abrigo. Llegamos a un barrio mejor.
Donde las casas eran más grandes y más hermosas. Lo que
tenían por dentro era siempre una inquietud enorme. Una de
las cosas que uno más quería hacer de sardino era entrar en las
casas de todos los amigos que conocía y brujearla toda. Y no
solo de los amigos. A todas las casa lindas que veía. Pero que al
menos lo invitaran a uno los amigos, las amigas. Que le
abrieran la puerta y le dijeran: siga, bienvenido, y uno entrara
y le mostraran la sala, el patio, el invernadero, la cocina, el
comedor, el estudio, el baño de emergencia, que a veces era lo
único que uno alcanzaba a conocer cuando los papás de la
personita eran ogros y uno estaba que se meaba o se cagaba. A
veces no lo dejaban entrar a uno porque de pronto la casa no
era muy bonita por dentro o estaba desarreglada. O a veces
pasaba que los parientes de un amigo o una amiga
conservaban una nostalgia toda enfermiza por alguna
calamidad familiar. Alguien se había muerto. O estaba muy
enfermo. Y moría. Mucha gente muere a diario y la vida sigue
como si nada.

A veces pasaba que el papá y la mamá se habían separado.


Entonces podían suceder dos cosas. O paila o todo bien. Paila
si era el cucho el que se iba y la cucha la que se quedaba.
Chimba era cuando el cucho trabajaba todo el día y la mamá
era la que se había ido. Era ahí cuando nos destrabábamos la
casa. Hacíamos rumbas, parchábamos todo el día. Luego
hablamos de ese tema. Por ahora aterricemos en Las Villas de
nuevo.

También sucedía que había amigos que vivían con parientes


drogadictos o alcohólicos. Guardaba espesura ese ambiente y
cierto atractivo para mi mente loca. A veces yo quería entrar en
esas atmósferas densas y melancólicas donde se respiraba
rumor de cumbia y olor a aguardiente, o donde a veces se
escuchaban guitarras que interpretaban tangos, boleros o
música de planchar. Entonces hasta ahí. A veces medio abrían
la puerta, en caso de que uno ya se viera obligado a timbrar, y
había una cadenita dorada que impedía que se abriera toda la
puerta. Le llamaban el perro a esa cadenita. La usaban por
seguridad. Pero casi siempre las casas eran lindas y lo
invitaban a uno a entrar así fuera apenas una sola vez en la
vida. Y aquí está el cuarto de la muchacha, el patio, la casita del
perro; arriba, mi cuarto, los baños, el zarzo y el cuarto de los
papás, donde estaba el televisor más grande de la casa y el
betamax. De acuerdo al modelo que tenían, a la dimensión del
teve, uno podía hacerse a la idea de la cantidad de dinero que
ganaban los papás al mes. Eso era importante determinarlo.
Así sabía uno si estaba por encima, igual o por debajo del nivel
económico del amigo. Y para entonces eso condicionaba
inconscientemente nuestros comportamientos. De todas
maneras lo que era más importante de determinar era si los
cuchos eran tolerantes. Había que saber si los papás permitían
parchar en el cuarto del amigo y si se podía recochar, oír
música, joder la vida. Saber cómo era ese cuarto, si lo
compartía, cómo lo tenía decorado… Era imprescindible saber
qué tipo de personas eran sus hermanos, si tenía hermanas
lindas o diablitas, y qué tan tolerantes eran los viejos.

En ese barrio había muchas casas preciosas. Era mucho mayor


que en Cedritos la influencia del dinero y la necesidad de
ostentar ese modelo de vida que nos estaba ya implantando no
solo Hollywood con the american way oy life, sino la cultura
del narcotráfico. Donde la gente ganaba más, tenía más y
aspiraba a tener más. Ese era el motor de sus vidas. La
ansiedad de tener más para ostentar más y parecer que cada
día se estaba mejor. Económica y socialmente. Buscando la
cúspide de la escala social, de la pirámide de las apariencias.
Tener dinero era sinónimo de estar bien. No más con el acto de
aparentar tenerlo, yo vi cómo más de una figura empezaba a
sentirse mejor en medio del estrés. Un asunto terapéutico ese
de aparentar.

Había una competencia feroz por ser el mejor en muchas


cosas. Entre ellas la más salvaje era la de tener dinero. O al
menos fingir que se tenía. Esa lucha por aparentar, mantenía
esclavizado a más de uno, atrapado en un mundo gaseoso. Se
la pasaban endeudados por comprar ropa, zapatos, cadenitas,
relojes, bicicletas, motos, chucherías, carros… maricadas
innecesarias. Papá alguna vez pronunció algo así como que si
compras o te endeudas con cosas que no necesitas, luego vas a
tener que empeñar o vender las que sí necesitas.

A mí el dinero nunca terminó de deslumbrarme del todo.


Siempre se ha escapado como agua en mis manos en forma de
todo tipo de golosinas, y de la manera más insensata en dulces
venenos que para desgracia de algunos y destrabe de otros,
nunca terminaron del todo por matarme intoxicado. Nunca me
di cuenta bien del video en el que me monté. Pero aquí estoy
desenrollándolo. Y me divierto por primera vez en mi vida
contando estas historias, como nunca lo había hecho.

Les decía que llegar a otro barrio es empezar a probar otro tipo
de cosas. Toca probar que se juega bien fútbol. Algo para que
los de Las Villas eran unos genios. Cala era un zurdo muy buen
goleador y Gaetano conocía todas las figuras y las hacía muy
bien. Haciendo barras, ni hablar. Era tremenda competencia. Y
otra competencia, era la intelectual. Siempre se estaba
pontificando hasta de política. Sobre todo de manera
apasionada. O se era de derecha o de izquierda. El centro no
existía. Ahora todos son de centro. Hasta ya le salió un partido
de derecha al centro y lo bautizaron democrático. Una de esas
ramas de las competencias intelectuales, era la de la música.
Donde yo quería surgir. Para entonces soñaba los aplausos que
le daban a Robert Plant cuando terminaba de gritar sus
aulliditos todos sospechosos, al final de stairway to heaven.
Me hice conocer con mi guitarra al hombro, entre los parches
que por aquella época quedaban cerca de mi casa. Sobre todo
Niza, Campania, Córdoba, Las Villas, La Alhambra, Cedritos,
Margaritas y pare de contar. La única vez que canté para el
parchecito de Pincho, antes de que Esteban muriera, fue un día
que nos encontramos en la olla de la ochenta y estaban Pincho,
Pirata, Patacón, Minibilli, Juano y Lucas. Eso fue al principio
de todo, como en el ochenta y cuatro. No tenían más de trece o
catorce años. Nos fuimos a trabar después de haber comprado
severas bombas, en el parque de las flores, entre ochenta y seis
y ochenta y ocho, y entre la quince y la autopista; que era un
parque re pleno antes de que existiera el cai. Pero antes,
cuando entramos a comprar en una droguería del Polo unos
peches para pegarlo, Lucas metió literalmente medio cuerpo
entre el pequeño refrigerador de la droguería, buscando
supuestamente la paleta de su sabor preferido, pero cuando
salimos del local, empezó ese monito a sacar paletas y platillos
y conos de todos los sabores y colores de las mangas de la
chaqueta. Lo que hizo superior ese momento, fue algo que me
pareció una muestra clara de esa relación tan cercana y
solidaria que tenían entre sí los billis y que siempre trataban
de compartir. Lucas había sacado las paletas completas y tenía
una para mí. Era de agua y de limón. La más barata. Pero era
para mí. Si estabas ahí con ellos, siempre había algo para ti.

Cuando yo ya me estoy tratando de hacer conocer con la


guitarra, me reencontré con mi amigo Fernando Zanders, que
en paz descanse. Se pasó de calidad en las rumbas del tecno
comiendo equis y se le fraguó un cáncer en el colon que lo puso
a cagar babas y a llorar del dolor. Murió el primero de enero
del dos mil. Se fue con el milenio y me dejó una historia tenaz
que ya tengo escrita en otra novela. Yo creo que esta entrega
puede ser la última de esta novela, pero la primera de la otra.
Esperemos a ver qué pasa en el transcurso de estos minutos
por el motor de nuestras expectativas. No puedo terminar de
contarles todas las historias más relevantes de esta novela sin
antes saber que podemos publicar un libro. Sigo siendo un
habitante del milenio pasado.

Pero antes de coger para el futuro, hagamos la u hacia mil


novecientos ochenta y cuatro. Todo lo que yo quería en la vida
era hacer música rock con una banda. Las Villas de entonces
no eran solo parches que se la pasaban haciendo barras y todo
lo que querían era darse en la jeta. Al cabo de un mes de estar
viviendo en Las Villas, ya tocábamos con Omar en la batería,
cuya hermana Alma era mi novia; Memo, que tenía toda la
pinta del mundo, era el novio de Polilla y el dueño de todos los
instrumentos, menos la batería; tocaba el bajo. Su hermano
Michín, el que hacía girasoles en la barra y siempre manejaba
el nissan, tocaba los teclados, y yo cantaba y tocaba la guitarra
epiphone que Memo le había comprado al mayor de los
Maderito. Nos llamábamos La traba sonora. Tocamos en un
par de murgas de las que organizaba el Saint George School.
Algunas de Pink Floyd y otras de Led Zeppelin eran todo
nuestro repertorio. Pero con eso bastaba para seguir soñando
que algún día podríamos llegar a ser famosos y tener mucho
dinero y nenas y chécheres y rumba y todo lo que tenía un
traqueto, pero sin arriesgarse tanto. Solo que no nos fue muy
bien. Nos sabotearon y quedamos como mal. Ahí terminó el
video.

Como yo soñaba en realidad con crecer en la música, en ese


camino largo y sinuoso, conocí a los hermanos Madero, que
me parecieron fantásticos. Gabriel y José. Tocaban mucho.
Bajo y batería. Yo en la guitarra y mis canciones. Severo ego.
Eran perfectos para mi sueño. Pero Gabriel quería tocar dizque
La chica de Ipanema y un reper todo señoritero ahí para
vender dizque en bazares y en centros comerciales. José sí
quería lo bueno. Rock, blues, jazz. Pero Gabriel era el líder
porque tocaba más y mejor. Sabía leer pentagrama y aunque
José también, era menor y menos obsesivo con el control y el
mano. Gabo era de esos manes que todo lo quería a su gusto o
si no, no jugaba. Ni prestaba el balón. Nos tocó montar La
chica de Ipanema y otras bellezas. Yo después me aburrí y me
quedé con las ganas de que los Maderito me ayudaran a
montar unas canciones con las que yo creía que podríamos
triunfar. Entre esas estaba Esa chica da el panema. Yo le puse
ese título solo para mortificar a Gabriel. Pero era muy vulgar y
se quedó con el título de Esa chica. Yo la compuse para
mujeres fatales, como una chica de la que ya no demoro en
hablar.
La última vez que vi a José estaba tocando. Fue en la casa de la
mamá de Vanessa, la señora que fundó Cañabrava, el grupo de
salsa de solo mujeres que tuvo mucho éxito. Tenía una casa
grande por allá detrás de la plaza de toros, casi llegando a la
Universidad Distrital, en la Macarena. José estaba tocando jazz
con uno de los Arnedo. Creo que con el papá. La última vez que
vi a Gabriel, fue en la Universidad Nacional vestido de paño.
Vendía carros en la autopista con ciento veintisiete. También
lo vi después en unas fotos que aparecieron mucho antes en un
acetato que grabó con otros dos músicos. Al menos grabó en la
época del acetato.

Yo quería rock. Rock duro. Con ellos toqué mejor de lo que


llegué a tocar con Mauricio Baquero y el supuesto amigo que le
robó la fénder negra que el papá le había traído de Estados
Unidos. Severo nivel para mí. Bueno… para mis limitaciones y
mis fantasías. El man ese, dizque amigo de Mauricio, tocaba
mucho, pero era amigo de lo ajeno. El que daba papaya, perdía
en aquel mundo inclemente. Así se tratara de tres parceritos en
un universo de paz y amor, como era el que teníamos montado
en un huequito, no dejaban de acercarse acechando los eventos
feos. Quién sabe por qué se dejó llevar el man. Casi todos los
que nos dejábamos llevar por el basuco, hacíamos ese tipo de
cagadas.

El asunto es que entre más me acercaba a ese mundo del rock,


que era el de mis ilusiones de adolescente, más cosas me
pasaban para que yo me alejara. Más obstáculos me salían.
Uno de esos inconvenientes que yo quería salvar para poder
concentrarme en mis ilusiones, sin mencionarles que ya estaba
casado y con un hijo recién nacido a los dieciocho años, era la
aparición diaria de mi amigo Fercho Sanders, que en paz
descanse. Aparecía sonriendo con su dentadura perfecta y
oliendo a Van Cleef o a Cartier y el bolsillo lleno de billetes, y
ya a las ocho de la mañana llegaba a mi universo a decirme:

- ¿Para dónde va, marica? ¿Qué va a hacer? ¿Tocar? ¿Usted es


que es güevón? La música no le va a dar para comer ni para
vivir. Lo que usted tiene que hacer en esta vida, y es ya mismo,
es ponerse a hacer billetes, para poder llegar a ese “jardín de
rosas, hermosas, son todas para mí”, que espera allá afuera, y
tener para poder invitarlas a pasear, a salir, a rumbear, a
tomar y después comérselas borrachas, trabadas o embaladas.

Siempre quiso ser narcotraficante y esmeraldero, como alguno


de sus parientes. Y lo logró. Se hizo tremendo capo. Tal vez el
mejor de Bogotá. Tenía un Toyota célica y un erre cuatro
envenenado con motor de doce y toda la vuelta. Y eso que en
esa época lejana no había pico y placa. Me llegaba de primeras
a la casa. Mi mamá lo odiaba porque a Sanders se le salía la
maldad por los poros, por los ojos, por el pelo, por los bolsillos.

- Qué quiere hacer, Fepo?


Yo me levantaba con ganas, lo juro por el cielo azul de esos
días, de hacer sonar el ampeto de tubos fénder que el Memo se
había comprado en la ochenta y cinco con quince. Trabarme en
el parque primero. Hacer una serie de barritas después. Hablar
mierda sobre la historia de la música rock, tema en el que eran
expertos los hermanos Arzayús, Ike, Juancho Echeverry,
Camilo Mejía y otros. Yo no sé de dónde sacaban tanto dato,
pero en las barras de Campania fue donde me vine a enterar
que Eric Burdon, el blanquito de los Animals, que cantaba
como un negro Tobacco Road, fue el man que dejó morir al
viejo Jimmy Hendrix por no llamar a tiempo una ambulancia
que lo salvara de la sobredosis de heroína que se metió.
Bordon lo dejó morir de pura envidia. Porque el negro sí era
negro y él no. Según la película que estaba a punto de terminar
de ser rodada, antes de que el man falleciera, se decía que
Hendrix venía de las estrellas y que era un regalo de Dios. Para
cualquier pepo que escuche a Hendrix, eso es cierto. Todos
queríamos aportar algo. Como yo no sabía dónde indagar del
tema, veía las películas que programaban en el Olimpia y en el
Embajador: La Ópera de Tommy, de The Who, con Roger
Daltrey y hasta Elton John; The song remains the same, de Led
Zepellin, con Jean Paul Jones y Jimmy Page el original;
Pompeya y The Wall, con Roger Waters y David Gilmour, de
Pink Floyd; AC DC en concierto. Kiss, Deep Purple. Queen.
Eran bastantes, pero me falla la memoria y no me acuerdo el
nombre de otros que vi. Yo trataba de sacar las canciones y eso
ayudaba en la tertulia. Así pasábamos bacano.
Me encantaba tomarme una coca cola para la seca tan horrible
que daba un buen bareto. Me gustaba comerme un roscón, una
paleta. Más tarde fumarme un marlboro. Y cuando llegara a la
casona del Memo, pasar por la nevera antes de subir al cuarto
que adecuaron para la banda, tomar algo frío y poner a gritar
esa guitarra electroacústica que el mismo Memo me había
comprado para que la tocara yo. Ese era el escenario apropiado
para que se dieran nuestros sueños. Pero no. Así no iba a ser
porque como una exhalación irónica del demonio, aparecía
Sanders. Papá holandés, mamá paisa. Tremendas facciones.
Un moreno de ojos penetrantes, agudos y con un brillo que
parecían de ónix. Las cejas describían un ángulo casi de
noventa grados en todo el centro, que caracteriza a las
personas incisivas, mordaces e interesadas. Podía levantarse a
la que quisiera. La que fuera. Pero era malhablado y él quería
hablar bien. Vivía bobo por Toya. Es que Toya era tremenda
mujer. Alta y con fabuloso cuerpazo, fue la reina del combo por
un tiempo. Tenía piernas largas y era muy atractiva. La única
vez que hicieron un reinado de belleza en Cedritos adivinen
quién se lo ganó. Toya.

Sanders no podía estar más congestionado esa tarde. Me hizo


perseguir la carroza real, que era una zorra tirada por un
caballo viejo con un antifaz. Íbamos en el erre cuatro, que era
descapotable. Para entonces Sanders no sabía manejar. Yo le
enseñé en las callecitas de la universidad nacional. Sudaba de
la emoción. Como cualquier traqueto en un reinado de belleza,
gritaba como un loco: ¡Toya! ¡Toya! ¡Toya! Lo que era más
raro, es que Toya no tenía competidoras. Era la única. A las
otras reinas se les arrugó frenear a Toya en sus carrozas. De
reales hubieran pasado a fúnebres donde alguna le hubieran
ganado. No solo por ella, sino por Sanders. Siempre re a meter
miedo, violencia o billete por sus causas. Tenía que ganar su
reina o se armaba la hijuepu…

Toya era la mejor amiga de mi hermana, desde que vivíamos


en Cedritos, bailaban juntas en Río y donde llegaban se paraba
la música. Todos volteaban a mirarlas. Mi hermana también
era despampanante. Toya fue novia de muchos por ser tan
linda. Casi todos hicieron cola para ser así fuera amigo de
Toya. No alcanzo a contar todos los novios que tuvo con los
dedos de las manos. Ni siquiera con la ayuda de los de los pies.
Como yo tenía tanta cercanía con Toya, la había visto en mi
casa desde que teníamos doce años, Sanders no me dejaba en
paz todos los días:

- Fepo, camine me acompaña a llevarle un aderezo a La Toya a


ver si acepta salir este fin de semana, o el otro, aunque sea.
Vamos los tres a comer y a rumbiar, a lo que quieran, a la zona
rosa, si quieren. Que invite una amiga para usted.

Como yo conocía a Toya más o menos bien, ya sabía que ella


era la que escogía con quién quería estar. Se le declaraban de a
tres por semana. Y volvían y lo intentaban. Casi siempre el que
quería estar con ella, tenía que esperar o aguantarse todos sus
caprichos. Pero en general, era ella la que escogía. Como Toya
mide como uno setenta y muchas veces usaba tacones, se veía
por ahí de uno ochenta de estatura. Sanders y yo nos veíamos
como un par de mocos al lado de ella. Pero eso era lo que le
gustaba a Sanders. Él tenía que tener a la mujer más alta,
hermosa y llamativa de la rumba. Más o menos lo mismo
pensaba Toya. Ella no iba a estar con un man que no estuviera
a su altura, a su medida.

Sacaba ese loco diez aderezos, que son conjuntos de joyas


súper lindos y costosos. Todos con el mismo motivo, con las
mismas piedras, el mismo metal. La cadena para colgarse del
cuello; una pulserita con el mismo tejido, pero más angosta.
Un anillo y los aretes. Costaban un ojo de la cara. Pero a él le
valía güevo.

- Cuál le llevamos -, entonces iba y sacaba una bolsa de


terciopelo negra, en donde tenía me mostraba todo tipo de
joyas. Me miraba a los ojos cuando me ponía en la cara el de
rubíes, que me encantaba; el de esmeraldas, el de diamantes,
el de ónix, el de perlas. Tenía aderezos de todas las piedras,
oros y platas.

- Cualquiera, güevón, ella ni se los va a poner-. Me daba piedra


que estuviera tan enamorado de una amiga que sabíamos que
no le iba a dar ni la hora. Ella no quería recibirle nada.
Pasearon la carroza real por todo el barrio, y nosotros como
unos güevones ahí detrás en el trancón que se armó, pitando y
echando maicena. Por el techo corredizo de la nave Sanders
tenía medio cuerpo por fuera y eche maicena y grite
vulgaridades. Solo le faltó echar plomo. Y tome aguardiente.
Los tombos lo veían pasar a uno y no decían nada. Era una
chimba. Y Sanders no cabía de la felicidad.

Ya le iba a regalar un aderezo de esmeraldas por ser la reina


del barrio y para que aceptara dejar al novio y se cuadrara con
él, pero Toya no le quiso recibir nada. Le dijo de una que no se
hiciera ilusiones, con esa soberbia tan rejalada que ella
manejaba. Pero a él eso no le importaba. No aceptaba un no.
Volvía y lo intentaba. Esperaba conquistarla algún día.

- Cómo que no se los va a poner. Tan marica-, me dijo todo


rabón. Se quedó mirando el aderezo de oro y esmeraldas y se
decidió por otro anillo de oro y esmeralda. El aderezo mejor
no. Se lo daría en otra ocasión.

Fueron muchas las aventuras que vivimos con Sanders. Se


conseguía pistolas y revólveres a cambio de drogas, con unas
amistades que tenía de Villa Luz nada recomendables. Lo que
pretendía era que nos tomáramos el comercio de marihuana y
perico en Unicentro. Pero había un man que se la pasaba en la
bolera y en los billares que no era el cucarrón pederasta del
Primo, sino el señor de la rumba. Pero de él hablaremos en
otra oportunidad. Por ahora volvamos donde estamos.

Varios querían hasta la mano de Toya, porque a pesar de ser


tan guapa, ella en el fondo era sencilla. Era muy linda y
representaba exactamente el modelo de la época. Basta mirar
las fotos para darse cuenta que parecía sacada de un grupo de
música pop del momento. Mostraba esa apariencia de ruda
porque era grande y sabía pelear. Aprendió muy bien a dar
trompadas y a noquear, pero muy adentro era muy solidaria y
humanitaria. Se preocupaba por los demás, exactamente igual
que Esteban, y compraba todas las peleas de las amigas o
amigos que la conocieran. Reviraba hasta por los manes.

Toya conoció a la princesa de la coca. La que después fue reina.


Con su hija estudiaban en el mismo colegio. Una vez Toya se
enteró de quién era su compañerita de pupitre y le dijo que le
presentara a la mamá. La mamá era una mujer supremamente
aguerrida y dura que se hizo en la calle. Salió de la nada y
construyó un imperio. Empezó vendiendo dulces en el Luxury,
un teatro en el centro de la ciudad donde se exhibían películas
triple equis y se hacían bajo cuerda muchas otras cositas más.
Un día dio el salto al jibareo de basuco y se inició la senda de
su gran fortuna. Puedo estar metiéndome en problemas
porque esta historia es única. Se conoce. Pero sigamos.
La señora era bajita, seria, maciza, pesada y con carita de
campesina: trenzas, cachetes colorados, sonrisita pendejona y
pequitas en las mejillas. Era generosa como las hijas, pero solo
con los más allegados. Con Toya fueron unas madres. Para los
demás no tenían ni mierda más que malas palabras. A pesar de
que compraron tremendo apartamento en la pepe con trece,
horrendo mercedes negro con vidrios polarizados y todo tipo
de trajes, perfumes, joyas, chucherías, no podían dejar de ser
malhabladas.

Cierta vez que ya había entrado en confianza, Toya conoció a la


hermana mayor de su compañera de clases. Vamos a llamarla
Cindy para evitar más brincos de liebre. Cindy se dedicaba
llevar cápsulas de diez gramos de perico en su aparato
digestivo. Le cabían alrededor de cien. Exactamente un kilo.
En varias oportunidades, cuando llegaba con los catorce mil
dólares que le daban por la vuelta, Toya iba a esperarla en un
taxi cuando arribaba a Eldorado y esa nena llegaba con
maletas repletas de dulces, regalos, ropa y todo tipo de notas.
Pero lo más impactante para Toya, fue ver los fardos de billetes
que no solamente eran de ella, sino los que tenía que traerle a
la mamá.

Durante esas semanas que rodaba todo ese billete, se la


pasaban de rumba, comiendo, gastando aquí, despilfarrando
allá. Estrenaban tenis, bluyines, camisetas… Era vivir el sueño
americano aquí en tabogo. Una noche en La Calera, en medio
de una rumba, Cindy le dijo a Toya: Por qué no se carga
conmigo, nos vamos y usted se devuelve con sus catorce mil
dólares sana y yo me quedo allá voltiando. Toya no lo pensó
mucho. Con un plante como ese podía montar cualquier
negocito y no tendría que depender de pretendientes como el
Sanders, que todo lo que querían era hacerse cargo de una
reina como ella para toda la vida, como si fuera la muñequita
que baila en las puntas de los pies, dentro de su cajita de joyas
musical.

La llevó primero por allá a la Avenida Venecia, la que cada


invierno se inunda como la ciudad italiana. Una señora
empezó a tratarla con frutas y comida ligera para que el cuerpo
se fuera adaptando a la aventura a la que se enfrentaba:
tragarse cien cápsulas, haga de cuenta esas génovas que
venden en las cigarrerías que no se sabe de qué tipo de carne
de gato son, y una por una ir bajándolas con agua. Y luego
espere. Y trague, tome agua y espere. Y así por horas hasta que
la mula está lista y se ha tragado todas las cápsulas, que eran
hechas con los dedos de los guantes de cirugía. Muchas veces
olimos perico salidos de esos dedos. Diez gramos exactos.

Toya ya estaba lista para montarse en el avión. El vuelo salía


un domingo. Era viernes y a Toya se le ocurrió ir a visitar a la
mamá en la casa de Cedritos. Ya llevaba varias semanas por
fuera y quería despedirse por si pasaba algo. Una de sus tías
más queridas estaba ese día de visita y le dijo que la veía muy
flaca, ojerosa, cansada y sin ilusiones. De modo que la obligó a
hacerse unos exámenes médicos, que a la hora del té
terminaron determinando el destino de Toya. Para su
sorpresa, estaba embarazada de Percy, su primer hijo. Toya era
la novia oficial de Rin Frankie Short y en nombre de la criatura
que acababan de engendrar, tuvieron que casarse. Como
muchos de nuestra generación.

Se casaron y Sanders se metió tremenda borrachera para


olvidar a Toya. Se vomitó y todo con la noticia de que su reina
ya era de otro. De rin, quien fue uno de los fundadores del
combo de Unicentro. Uno de los que estuvo desde el principio
en el video. En las rumbas, en uniplay, en las discotecas, en la
zona rosa, en las ollas, en los disco parties, en la ciclo vía, en
todas partes. Si hay miembro emérito de ese parche, ese es
Rin. Nunca se bajó de su chichis y siempre anduvo con su
perra dóberman Fua o Boni, como quisiéramos llamarla.

Cindy cayó cargada en ese envío. Si Toya hubiera ido, se


hubieran caído las dos. Adicta al crack, Cindy murió meses
después en esa cárcel donde cayó. Hoy la recordamos como a
todos los que cayeron en esta aventura, pero también
exaltamos la fuerza del destino, que a veces guarda dentro de
algunas, angelitos que salvan sus propias vidas…

Hoy dedico esta entrega a Toya, quien me ha acompañado en


las buenas y en las malas en los últimos diecisiete años. Esa
chica era ella. Ahora vivimos juntos. En estos momentos me
espera. Chao…

A las siete les publicamos fotos y la canción. Por favor, estén


atentos que hubo una falla técnica que se salió de nuestras
manos. Muchas gracias por su atención.

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