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Estimado grupo
El negro Javier no era tan alto. Más o menos uno con ochenta
y pico. Pero es que los manes de las Villas eran manes de uno
noventa la mayoría. Pocos éramos los que medíamos menos de
uno con ochenta. Javier era más bien moreno, no negro. Más
bien como zambo. Hasta pinta.
Lo doloroso fue que cuando cerré la puerta para que nadie más
se colara en la fiesta, el man levantó el brazo y mandó el
botellazo, con tan mala suerte que le abrió la cara a Gaetano de
la frente al mentón, de un solo tajo, que lo dejó como a Al
Pacino en Scareface. Éramos tan perniciosos, que llevaron a
Gaetano a la clínica, creo que Byron, Octavio y John, para que
lo cosieran; pero como le dijeron que no podía tomar trago si
lo cosían, prefirió que lo curetiaran y devolverse para la fiesta
de Polilla. Es que esa fiesta no se la quería perder nadie…
Por esa puerta, que es tan ancha como la del frente, se accede
al inmenso parqueadero de autos. El combo se fue tomando,
casi que de manera inconsciente, esa esquinita del centro
comercial, las amplias escaleras exteriores y parte del
parqueadero también. Porque a pesar de ser gigantesco, fue en
la parte que queda al ladito de la salida seis donde se armaron
muchas peleas. Cuando de pronto y sin previo aviso se
escuchaba:
- ¡Tropel, tropel!
Pero nadie como que le creía, porque era normal ver correr a
dos, tres manes por los pasillos de Unicentro, sobre todo por
los de ese sector, en aquel entonces, y la gente creyó que
estaban jugando a golpearse, porque ese también ha sido una
juego frecuente entre cualquier parche. Como juegan los
cachorros del tigre o del león. A veces se es presa y a veces
depredador. Igual a la vida.
Entre los pocos que estaban ahí afuera de uniplay, estaba
Esteban, pero como al hombre no le gustaba que Pincho
hiciera ese tipo de cagadas, les hizo una carita a los dos cuando
pasaron al trote con la que mejor dicho les hizo saber que los
iba era a encender donde se detuvieran por refuerzos o le
lanzaran la cadena a él o hicieran algún visaje raro. Tuvieron
que seguir de chorro. A Lucas le tocó seguir al trote de largo
hacia fuera del centro del comercial, mamado como estaba.
Pincho seguía colgado del cuello del gordo y el gordo seguía al
trote como si nada. Lucas se quedó sin aire y cuando ya el
gordo lo estaba alcanzando, y se le iba a tirar encima, hizo la
misma que hizo Pincho: le tiró el lazo por el piso y esperó a que
el gordo le cayera encima.
Johncito se cagó y todos los que estaban ahí con él, porque
Offo apareció con el Carnicero y el Conde, dos manes del sur
que eran respetados por trabajar con la policía. El Conde era
un criminal reconocido que llevaba un gabán de cuero hasta
los tacones de las botas, debajo del que siempre cargaba una
guacharaca recortada de ocho tiros, cuyo doble cañón se
asomaba sin temores. El Carnicero era un man que tenía una
carnicería y era de verdad un simple carnicero. Pero con eso
bastaba para destajar a cualquiera. Andaba con un par de
mataganados de mango blanco, empuñados debajo del fiyak.
Offo llevaba una veintidós Smith and Wesson debajo de la
chamarra negra.
Pero les adelanto que los últimos disparos que hizo el criminal
cuando mató a Esteban, en la calle ochenta y cinco, varios años
después del video del gordo, los hizo justo en el momento en
que Pincho salió corriendo detrás del man, tratando de
impedir que cerrara la puerta del Toyota azul en que se
fugaron de la escena del crimen, junto con los otros tres o
cuatro sicarios que lo acompañaban.
Estar atento a los casos que tenía que resolver el calvo Kojac,
que se la pasaba con una gabardina pálida chupando bom bom
bum todos los capítulos, me mantenía ahí pegadito. Presente,
profesor. Camellaba bonito otro detective, italiano el man, de
apellido Petroccelli; me caía bien. Otro que volteaba elegante,
era un cuchito que ya estaba de hogar geriátrico, pero como
que la productora era del man y entonces él era el protagonista
o ni mierda y se llamaba Barnaby Jones. Tony Bareta era un
raya como burrito, que se disfrazaba de abuelita para atrapar
raponeros. Tenía de pareja una guacamaya blanca, que
parchaba en su hombro, como si fuera un pirata urbano; Otro
aficionado a los animales, era un camionero que tenía de
pareja a un chimpancé, pero se me olvida el nombre… Yo no he
dicho zoofilia en ningún momento, pero no veo por qué no
pudo un hipotético detective privado colombiano tener de
pareja una burrita. Hubiera sido sensacional esa parejita en
Beverly Hills.
Último gol
Pincho vive en La Picota. Una penitenciaría que queda al sur
de Bogotá. Hoy vine a visitarlo. Aquí está desde el veintiuno de
Mayo de dos mil nueve, cuando lo atraparon en el Boulevard
Niza sustrayendo de una oficina un celular de los últimos de
ese entonces, un V3 Motorola blanco, y un bolso de cuero
rosado con poco más de trescientos mil pesos.
Había salido a trabajar común y corriente ese día. Estaba en el
tercer piso del centro comercial, paseando por la zona de la
administración, que es una zona pulpa para la actividad a la
que él se dedica, cuando de pronto frente a sus narices vio
cómo una señora bajita salía brava de una pequeña oficina,
blandiendo en la mano una rama de papeles y murmurando
vulgaridades. De la furia que llevaba, casi deja giratoria la
puerta.
Y la cucha:
Aquí Pincho toma otra vez juguito y mira con nostalgia a través
de los barrotes del corredor. “Nuestras relaciones empezaron a
dañarse porque una sardinita de Las Margaritas, muy linda
ella, Sandrita Serna, jugó con los tres. Con Pirata, conmigo y
con Patacón. Era una diablita. Ella era la novia del Pirata en un
principio pero nos enloqueció a los tres”.
Los pobres les dicen lomas a sus peladeros sin asco. Cerros
reverdecidos y exclusivos para los ricos. Lomas sin nombre, sin
oriente y sin orden para los pobres. Polvorientas, descuidadas
y peligrosas; al oriente, al occidente, al sur, al norte, engordan
sus callecitas empinadas y caóticas con las docenas de familias
desnutridas de desplazados que huyen por la violencia y otros
monstruos que crecen en todas las regiones del país. Arriban a
Bogotá todos los días. Qué olla.
En la intimidad de la celda
Pincho siempre ha sido el líder. Esta condena ha tenido que
compartir la celda con tres criminales. Como ostenta el rango
más alto de su pequeña familia, no solo por ser el más antiguo
sino por ser el más fuerte, alto, mañoso y malo, se arroga el
derecho de dormir en el único camastro que hay. El único
lecho cómodo y ancho. Está empotrado en la pared, casi a un
metro de altura. Debe tener como tres colchones. A pesar de
que es quien manda en este recinto, trata a sus tres
compañeros con gran deferencia, como si se tratara de tres
hermanos y él fuera el papá. Es el mayor de los cuatro. Los
Araque siempre asumieron una actitud paternalista ante todos
los que estuvieran a su lado. Si era amigo de mi amigo, era mi
amigo. Una actitud que terminó llevando a la tumba a Esteban
y más de una vez metió a Pincho en problemas. “¿Dónde están
mis panas?”
El Gol de la derrota
A veces aburre en esas rumbas que resulta que ahora todos son
músicos porque son díyeis, y ni siquiera saben diferenciar un
re de un do. Entonces al viejo Pincho del aburrimiento se le
metió en la mente el virus del basuco, que se manifiesta en
imágenes de cigarrillos negros que expiden un humo grasoso,
intangible, oscuro y fugaz, pero denso y concentrado, y algo le
dijo al Burro. El man no le oyó. Mucho volumen en las rumbas
de los ardillas.
Burro bailaba ahora justo frente a los amigos, pero solo con el
fin de hacerle pantalla a Pincho para la fuga. Pincho volvió a su
punto al lado de la escalera, se quedó mirando a todos con los
brazos cruzados, en la posición que se ponía siempre que
estaba analizando cómo son vueltas; se dio cuenta que todo
estaba bien, que nadie había escuchado los tramacazos allá
arriba, volumen al cien, y se devolvió por el botín. Sacó la caja
gris cubierta con una chaqueta. Salió caminando de la casa de
las ardillas muy tieso y muy majo, como rin rin renacuajo.
Rápido pero sin prisa. Como si nada.
Gol de pistola
Pincho había hecho goles por el barrio que todo el mundo
conocía. Cada vez se volvían más osados y peligrosos. Entraba
en el área de penalti y en la cara del portero, gol. Una vez por
ejemplo, en complicidad de Carechivo, le tumbó a Johnny
Lázaro una pistola Browning de nueve milímetros que no
estaba muy nueva. Estaba como achacada, me contó.
Cajeteada fue la palabreja que utilizó para decirme que se
habían dado garra con ese guayo dando plomo ventiado. Pero,
eso sí, servía perfectamente para lo que había sido fabricada:
para dar bala. Johnny era nada más y nada menos que el
abogado consentido de la reina de la coca. Oigan bien, el
abogado consentido. Pero también era un viejo amigo que vivía
en Capri, de una generosidad incomparable. Johnny Cash le
decía yo, porque siempre andaba con billete. Era enorme,
como de cien o ciento diez kilos de peso y más de uno ochenta
de estatura. Tenía una casa preciosa, hecha a su exigente gusto
con sauna, gimnasio, jacuzzi, baño turco, teatro, sistema
cerrado de televisión y en fin… Tres pisos, altillo, tres frentes,
todos con puertas, ventanales y balcones que daban a los
hermosos parques de Capri, plenos de vegetación, y a unos
cuarenta metros de la casa de los ardillas. Por eso me acordé
de ese gol. Le pregunto a Pincho aquí en la celda treinta y seis:
“Ese cucho fijo nos patrocina los chorros y hasta unos pases de
perico, si quiere, me dijo Carechivo. Así me fue llevando. Era
justo detrás de la casa de los papás del chino. Cuando menos
me di cuenta, ya estaba en la entrada y el man nos pilló las
caras a través de la cámara de seguridad de la puerta y nos
abrió desde de la sala con un control remoto. Hace como
veinte años, eso era un lujo. Era repinchada esa casa en ese
entonces”.
Johnny me buscó como a los tres días del robo para ver si yo
era capaz de acompañarlo con el fin de ir a buscar a Pincho y a
Carechivo. Yo le dije que los dos eran amigos míos y que sí, que
yo ya sabía y todo el barrio también que habían sido ellos los
que se robaron la pistola, pero yo no tenía que ver nada en el
asunto, y tampoco iba a permitir que el man fuera a joderlos
con mi ayuda. Ese sería el único brinco en el que yo no quería
ni tenía por qué meterme. Porque yo sabía quién era Johnny, y
con el último que quisiera meterme en un güiro en este mundo
ese era mi amigo Johnny Lázaro, el abogado de la reina de la
coca. Casi nada. Aunque dolía un toquecito, porque si bien
Johnny siempre se había portado como lo que era: un
verdadero príncipe, la solución definitivamente no era
joderlos. No sé si asustarlos podría ser para Johnny una
alternativa. Solo que a Pincho lo único que lo asustaba en esta
vida era fumar basuco.
- Entonces, ¿cuál es la mejor solución según usted?-, me
preguntó Johnny medio rabón conmigo porque yo no quería
hacerle la segunda ni decirle dónde vivían esos dos. Tampoco
podía creer que ni siquiera supiera dónde vivía Carechivo, que
era a menos de treinta metros de su propio jardín. Me quedé
pensando un minutico. Íbamos en el be eme dobleú último
modelo del hombre. Tenía un fierro nuevo en la guantera.
Dábamos vueltas y vueltas por los recovecos del laberinto que
es Capri. Yo estaba cagado, como siempre. Afortunadamente
estaba lloviendo y no había ni un alma por ahí. Al rato de dar
como seis vueltas al barrio, se me ocurrió decirle:
Les decía que llegar a otro barrio es empezar a probar otro tipo
de cosas. Toca probar que se juega bien fútbol. Algo para que
los de Las Villas eran unos genios. Cala era un zurdo muy buen
goleador y Gaetano conocía todas las figuras y las hacía muy
bien. Haciendo barras, ni hablar. Era tremenda competencia. Y
otra competencia, era la intelectual. Siempre se estaba
pontificando hasta de política. Sobre todo de manera
apasionada. O se era de derecha o de izquierda. El centro no
existía. Ahora todos son de centro. Hasta ya le salió un partido
de derecha al centro y lo bautizaron democrático. Una de esas
ramas de las competencias intelectuales, era la de la música.
Donde yo quería surgir. Para entonces soñaba los aplausos que
le daban a Robert Plant cuando terminaba de gritar sus
aulliditos todos sospechosos, al final de stairway to heaven.
Me hice conocer con mi guitarra al hombro, entre los parches
que por aquella época quedaban cerca de mi casa. Sobre todo
Niza, Campania, Córdoba, Las Villas, La Alhambra, Cedritos,
Margaritas y pare de contar. La única vez que canté para el
parchecito de Pincho, antes de que Esteban muriera, fue un día
que nos encontramos en la olla de la ochenta y estaban Pincho,
Pirata, Patacón, Minibilli, Juano y Lucas. Eso fue al principio
de todo, como en el ochenta y cuatro. No tenían más de trece o
catorce años. Nos fuimos a trabar después de haber comprado
severas bombas, en el parque de las flores, entre ochenta y seis
y ochenta y ocho, y entre la quince y la autopista; que era un
parque re pleno antes de que existiera el cai. Pero antes,
cuando entramos a comprar en una droguería del Polo unos
peches para pegarlo, Lucas metió literalmente medio cuerpo
entre el pequeño refrigerador de la droguería, buscando
supuestamente la paleta de su sabor preferido, pero cuando
salimos del local, empezó ese monito a sacar paletas y platillos
y conos de todos los sabores y colores de las mangas de la
chaqueta. Lo que hizo superior ese momento, fue algo que me
pareció una muestra clara de esa relación tan cercana y
solidaria que tenían entre sí los billis y que siempre trataban
de compartir. Lucas había sacado las paletas completas y tenía
una para mí. Era de agua y de limón. La más barata. Pero era
para mí. Si estabas ahí con ellos, siempre había algo para ti.