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Análisis de Casos Tercera Infancia
Análisis de Casos Tercera Infancia
Se ha dicho que el cineasta japonés Akira Kurosawa (1910-1998), quien escribió y dirigió películas
clásicas como Rashomon (1951), ganadora del Premio de la Academia, y Los siete Samurai (1954),
era un genio cinematográfico. A mediados de su segunda década de vida, como aprendiz del gran
director cinematográfico, Kajiro Yamamoto, absorbía los conocimientos como esponja. Asignado a
escribir secuencias cinematográficas, el talentoso novato presentaba una idea tras otra. “Es
completamente creativo”, dijo de él Yamamoto (Richie, 1984, p. 12). Sin embargo, como niño,
durante sus primeros dos años en una escuela occidental en Tokio, Kurosawa era de lento
aprendizaje. Debido a que se le dificultaba seguir las lecciones, sencillamente se quedaba sentado
en silencio, tratando de entretenerse a sí mismo. Con el tiempo, su maestro movió el pupitre de
Kurosawa lejos del de sus compañeros y a menudo provocaba las risas de éstos con comentarios
como: “Es probable que Akira no entienda esto, pero…” (Kurosawa, 1983, p. 8).
Dicha experiencia escolar inicial dejó una marca imborrable en Kurosawa. Se sentía aislado y
miserable. Después, hacia el final de su segundo año de escuela, su familia se mudó a otra parte
de la ciudad y se le transfirió a una escuela japonesa tradicional. Sus nuevos compañeros de clase,
con sus cabezas rapadas, pantalones de manta de algodón y suecos de madera, se burlaban del
pelo largo y ropa europea de Akira. Akira, el hijo menor de siete niños, que había sido un llorón,
ahora se había convertido en el blanco de burlas.
Fue en el tercer grado que emergió de su neblina intelectual y emocional. El catalizador más
poderoso para este cambio fue su maestro, el señor Tachikawa. En la clase de arte, en lugar de
hacer que sus estudiantes copiaran alguna imagen para darle la máxima calificación a la
reproducción más exacta, como era la costumbre, dejaba que los niños dibujaran lo que quisieran.
Akira se dejó llevar a tal grado que presionó sus lápices de colores hasta romperlos, para después
lamer la punta de sus dedos y embarrar los colores por todo el papel. Cuando el señor Tachikawa
levantó en alto el dibujo de Akira, la clase irrumpió en risas estrepitosas. Pero el maestro lo llenó
de elogios y le dio la calificación más alta.
“Desde ese momento”, escribió Kurosawa más tarde, “…de alguna manera me encontraba
corriendo a la escuela con anticipación los días que teníamos la clase de arte… Me volví excelente
en el dibujo. Al mismo tiempo, mis calificaciones en las demás materias empezaron a mejorar.
Para cuando se fue el señor Tachikawa… yo era presidente de mi clase y usaba un pequeño distin-
tivo dorado con un listón púrpura sobre el pecho” (1983, p. 13).
En sentido académico, su desempeño era desigual: era el mejor de su clase en las materias que le
gustaban y apenas tenía calificaciones aprobatorias en ciencias y matemáticas. Aun así, al
graduarse se le eligió para dar el discurso de despedida. Según un compañero de clases anterior,
Uekusa Keinosuke, quien se volvió colega escritor de guiones, dijo: “Ciertamente no era el tipo
geniecito que simplemente se dedica a obtener buenas calificaciones”, sino una figura
“imponente” que se volvió popular sin esfuerzo aparente (Richie, 1984, p. 10).
GABRIELA JIMENEZ NAVARRETE
Fue el señor Tachikawa quien introdujo a Akira a las bellas artes y al cine. El padre de Akira y su
hermano mayor Heigo discutían las grandes obras de la literatura con él y lo llevaban al vodevil y a
ver películas del viejo Oeste.
Aún después de que el señor Tachikawa dejó la escuela, Akira y su amigo Uekusa iban a la casa del
maestro y se pasaban horas hablando con él. Tan fuerte era el espíritu de Akira para ese
momento, que cuando el sucesor conservador del señor Tachikawa arremetió contra una de sus
pinturas, el muchacho sencillamente se decidió a “trabajar tan asiduamente que este maestro
nunca podría volver a criticarme” (Kurosawa, 1983, p. 25).
Detrás de su “notable viaje desde un cuarto rentado en el sur de Filadelfia”, se encuentra una
notable historia (McKay, 1992, p. xxx). Es una historia de relaciones familiares propicias: vínculos
de apoyo, cuidado y preocupación mutuos que se extendieron de generación en generación.
Marian Anderson fue la mayor de las tres hijas de John y Annie Anderson. Dos años después de su
nacimiento, la familia dejó su departamento de una habitación para mudarse con los padres de su
padre y después a una pequeña casa rentada en las cercanías.
A los seis años de edad, Marian ingresó al coro infantil de la iglesia. Allí se hizo de una amiga, Viola
Johnson, quien vivía enfrente de la casa de los Anderson. Luego de uno o dos años, cantaban a
dueto, la primera presentación pública de Anderson. Cuando Marian estaba en octavo grado, su
amado padre murió y la familia se mudó de nuevo con los abuelos paternos, la hermana de su
padre y las dos hijas de ésta. El abuelo de Ma-rian tenía un trabajo fijo. Su abuela cuidaba de todos
los niños, su tía llevaba el manejo de la casa y su madre contribuía cocinando las cenas, trabajando
como sirvienta y lavando ropa ajena, a lo cual ayudaban Marian y su hermana Alyce.
La influencia más importante en la vida de Marian Anderson fue el consejo, ejemplo y guía
espiritual de su madre, quien era una mujer trabajadora y siempre comprensiva. Annie Anderson
daba gran importancia a la instrucción escolar de sus hijas y se ocupaba de que cumplieran con sus
GABRIELA JIMENEZ NAVARRETE
tareas. Incluso mientras trabajaba tiempo completo, cocinaba la cena todas las noches y en-
señaba a Marian a coser su propia ropa. “No recuerdo una sola vez… que haya oído a mi madre
levantarnos la voz con enojo…”, escribió Marian. “Podía ser firme y aprendimos a respetar sus
deseos” (Anderson, 1992, p. 92).
Cuando Marian Anderson se volvió una renombrada artista, a menudo regresaba a su viejo barrio
en Filadelfia. Su madre y su hermana Alyce compartían una modesta casa y su otra hermana,
Ethel, vivía al lado con su hijo, James.
“Lo más agradable del mundo es entrar en esa casa y sentir la felicidad que allí existe…”, escribió la
cantante. “Están cómodos y se quieren y protegen unos a otros... Sé que llena a mi madre de
afecto estar cerca de su nieto y verlo crecer, de la misma manera que creo que cuando se con-
vierta en un hombre y tenga su propia vida, tendrá recuerdos agradables de su hogar y su familia”
(1992, p. 93). Anderson se casó, pero no tuvo hijos. En 1992, ya viuda y frágil a la edad de 95 años,
fue a vivir con su sobrino, James DePriest, quien entonces era director musical de la Sinfónica de
Oregón. Marian Anderson murió al año siguiente de una embolia mientras estaba en su casa.
discurso de despedida.
“Ciertamente no era el tipo
geniecito que simplemente se
dedica a obtener buenas
calificaciones”, sino una figura
“imponente” que se volvió popular
sin esfuerzo aparente