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La creación del cielo, fragmento de un mosaico bizantino de la basílica de San Marcos, en Venecia.
El hombre se pregunta por el origen de las cosas: de cada cosa y de todas las cosas en su
conjunto, es decir, del mundo. La segunda pregunta, aunque parece responder a una
misma lógica que la primera, resulta específicamente distinta. Cada cosa, cada eslabón
de una cadena, puede explicarse por la anterior; pero, ¿cómo explicar el primer eslabón
de toda la cadena?
La necesidad de buscar una explicación a tales cuestiones llevó a los hombres, en una
primera etapa tipificada por un tipo de reflexión más imaginativa y emocional -de
expresión simbólica-, a elaborar unos mitos. En una segunda etapa, de carácter racional,
se formularon conceptos y planteamientos estrictamente filosóficos. En este ámbito, las
respuestas pueden reducirse de forma esquemática a las siguientes: la autosuficiencia de
la materia eterna, la emanación a partir de la sustancia divina o la creación.
Mitos cosmogónicos
Los mitos son las respuestas imaginativas que los pueblos elaboran acerca de los
profundos problemas emocionales y cognoscitivos que les plantean su existencia, su
historia o los fenómenos de la naturaleza. La profundidad antropológica, humana, de los
problemas consigue que tales explicaciones, aunque puedan parecer ingenuas,
encuentren resonancia en hombres de muy diversas culturas. La confluencia del
misterio, del compromiso emocional y de la impotencia humana desplaza el mito hacia
el campo de lo sagrado.
Uno de los problemas fundamentales del hombre, al tratar de orientarse en el mundo del
que forma parte, es el del origen de ese mundo -cosmogonía- que puede determinar su
servidumbre respecto a seres superiores o a fuerzas ciegas y que quizá permita
modificaciones mediante súplicas o conjuros. Cabe afirmar que no hay pueblo o cultura
que no haya elaborado -o adaptado- sus propios relatos míticos sobre el origen del
mundo.
Algunos mitos sobre el origen del mundo. Antes de proceder a establecer una tipología
de los mitos cosmogónicos resulta conveniente citar algunos relatos míticos sobre el
origen del mundo, que permitirán después una mejor comprensión de los factores
imbricados en este tipo de concepciones.
La Biblia. Aun cuando la Biblia constituye el texto religioso de judíos y cristianos -en
sus diferentes cánones-, hoy se acepta que sus textos deben ser interpretados a menudo
como alegorías, que varían según los autores que los escribieron.
La creación de Eva, de Jacopo Della Quercia, detalle de la iglesia de San Petronio, Bolonia, Italia.
El Génesis, primer libro del Antiguo Testamento, describe el origen del mundo y el
hombre con unas imágenes y un lenguaje afines a los de los relatos mesopotámicos. Así,
su primer capítulo dice: "Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba
desierta y vacía. Había tinieblas sobre la faz del abismo y el espíritu de Dios aleteaba
sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: haya luz; y hubo luz. Y vio Dios que la luz
era buena... Y hubo tarde y mañana: día primero... Dijo Dios: bullan las aguas en un
hervidero de seres vivientes... Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios
los creó; varón y hembra los creó." El segundo capítulo del mismo libro del Génesis
recoge un relato más antiguo de la creación: "Entonces Yahvé-Dios formó al hombre
del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida y fue el hombre ser
viviente."
Creación por un ser supremo. Los estudiosos del siglo XIX pensaron que el tema de
la creación por un ser supremo pertenecía a un estadio cultural avanzado. Sin embargo,
investigaciones posteriores observaron esta creencia entre pueblos primitivos de África,
islas del norte del Japón, América, Australia central y otras muchas partes del mundo.
En las concepciones míticas acerca de la creación por un ser supremo, sin embargo, no
cabe hablar de creación "de la nada" en el sentido filosófico y religioso de la expresión,
sino que suponen una materia -generalmente el océano o las aguas primordiales,
consideradas como caos- a partir de la cual se realiza la creación.
Creación por división de una materia primordial. A la otra tipología de los mitos
cosmogónicos responden aquellos que, si bien presentan ciertas concomitancias con los
anteriores, ya que puede aparecer un dios o ser supremo, ponen el énfasis en la propia
energía interna de la materia, bajo formas como un caos amorfo, un huevo primordial o
una primera pareja.
Un mito de los dogon, pueblo del África occidental, relata que la divinidad creó
originariamente un huevo en el que había dos pares de mellizos que debían madurar
dentro. Uno de los mellizos escapó con parte de la sustancia para producir y dominar lo
creado que, por lo mismo, resultó imperfecto. En estos mitos el huevo representa la
androginia -macho y hembra- que constituye la totalidad perfecta que se deshace al
separarse los mellizos. Los maoríes de las islas de Oceanía pensaban que el cielo y la
tierra estaban en un principio estrechamente abrazados, sus hijos, oprimidos en la
oscuridad, cortaron los tendones que unen el cielo y la tierra e hicieron alejarse al cielo,
con lo que penetró la luz.
Una variación de estos mitos podría ser la creación por desmembración de un gigante
que simbolizaría la materia. A este modelo respondería el sacrificio de Purusha que
cuenta el Rig Veda hindú: de su cabeza salió el sol, de sus pies la tierra, de su
conciencia la luna, de su respiración el viento, y así aparecieron también las diversas
castas.
Emanatismo. Las doctrinas emanatistas -de las que sería un ejemplo clásico el
neoplatonismo- establecen la necesidad de un ser supremo, infinito, como principio o
causa del mundo. Éste se desprendería de Dios mediante una emanación -deliberada o
accidental- de su propia sustancia. Para explicarlo, estas doctrinas acuden a los símbolos
de la luz que se desprende del Sol, o recurren a la imagen del feto que se desarrolla en el
seno materno. El emanatismo se convierte con frecuencia en panteísmo, es decir, en la
identificación del mundo con Dios.
En lo que respecta a la relación de Dios con su creación, existen dos posturas básicas: el
teísmo -común a las religiones monoteístas- considera que Dios continúa interviniendo
en el curso del mundo; el deísmo -desarrollado sobre todo por los pensadores ilustrados
del siglo XVIII- afirma que, una vez consumado el acto de la creación Dios se
desentiende del mundo, que continúa su propia evolución.
Los filósofos y los teólogos se han visto obligados a explicar otros problemas, tales
como la libertad de Dios en el acto de la creación, su continua acción preservadora sin
invalidar la acción causal humana y la finalidad de Dios al crear. Puede decirse, en
suma, que el concepto de creación, en cuanto que una de las posibles explicaciones
sobre el origen del mundo, constituye un punto central de referencia en la historia del
pensamiento.
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