Está en la página 1de 13

SÓCRATES

ÉPOCA DE PERICLES
Por Sergio López-José

Templo de Delfos. Sentada en una trípode, envuelta en los capotes estupefacientes que
brotan de una hendidura del suelo y llenan el alto templo abovedado, está la Sibila. A través de
estos vapores le llegaban las sabias palabras de Apolo. Sonidos primitivos, ruidos animales, roncos
murmullos, tartamudeos, gruñidos, gritos estridentes salen de su garganta, al entrar en trance. Se
levanta de su asiento de tres pies; figura enjuta, completamente cubierta por hábitos blancos que
sólo dejan ver su boca roja, contraída y fantasmal. Al peregrino que estaba arrodillado ante ella le
pareció que su estatura crecía. De pronto, se hizo pequeña, muy pequeña.
La Sibila, exhausta, se había desmayado. Acudieron los sacerdotes y la llevaron a su celda.
Allí dormitaría hasta que el dios la llamara otra vez para el servicio al que estaba consagrada,
hundiéndose cada vez más en las tinieblas de la locura.
El peregrino quedó solo en el templo. Había hecho una pregunta al dios: “¿Quién es el más
sabio de los hombres?”
Los sacerdotes regresaron con la tablilla encerada en la que estaba escrita la respuesta,
deducida de las palabras incoherentes de la pitonisa por cuya boca hablaba Apolo.
Claro, todo esto era un truco de los sacerdotes. Ni la Sibila, sumida en el trance hipnótico,
sabía lo que decía, ni los sacerdotes tampoco. Pero ahí estaba, precisamente, su poder, porque a
través de sus interpretaciones, ajustadas a sus intereses, mantenían su posición predominante.
Era una época de turbulencias. Para los sacerdotes, los hombres a quienes seguían las masas
eran unos descreídos, innovadores, unos revolucionarios del espíritu. Pero, en el otro extremo
estaban los reaccionarios, aliados naturales de los túnicas rojas de Esparta. La religión no podía
apoyar a unos ni a otros. Hacía falta un líder que orientara a la gran masa vacilante. Los sacerdotes
se habían fijado en un hombre de 35 años que ciertamente no era guerrero del dios, pero combatía
a los ateos. Insistía en que se diera a los dioses lo que les era debido. Sí, éste es el que convenía
apoyar: el hijo de Sofronisco, el escultor del barrio de Alopeke. El hijo de Fenarete, la partera,
oficio tan respetado en Atenas.
Un sacerdote escribió el nombre en la tablilla y llamó al peregrino: “¡Querefonte, aquí está
tu respuesta!”
Era precisamente el nombre que Querefonte más admiraba. Absorto lo leía y releía:
SÓCRATES. Entusiasmado, emprendió el largo regreso a Atenas.
Los sacerdotes de Delfos se habían embarcado en un audaz experimento. Y un experimento
puede salir bien, o puede salir mal. Y a pesar del aliento sagrado de Apolo, el experimento salió
mal. Por toda Atenas se oyó una inmensa carcajada que, partiendo del Ágora ascendió por la colina
sagrada de la Acrópolis, atravesó los Propíleos y levantó retumbante eco en el Partenón, mientras,
por otra parte descendía hasta los mugrosos muelles de El Pireo. ¡Sócrates! Pero, hombre, que
bromista se había vuelto el dios.
En la calle principal de Atenas, el Cerámico, donde estaba el mercado de los alfareros,
repleto de bazares, tenduchos y fondas, todo el mundo se acordaba del viejo Sofronisco. Muchos
habían bebido con él unos vasos de vino y algunos le habían encargado las estatuillas de sus dioses
domésticos. Se recordaba que Fenarete, al enviudar, tuvo que casarse otra vez y continuar
ejerciendo su oficio, cerca de la puerta de Dipilón. La madre del hombre más sabio del mundo,
nunca se hubiese visto en tal necesidad si su hijo hubiese cumplido con su deber de sostenerla.

1
Un hombre que andaba sin túnica y sin calzado, ¿era el más sabio? ¡Vaya un sabio, a quien
nunca se le veía en una taberna de postín, con gente de calidad, bebiendo un vaso de vino de Creta!
¡Maldita sabiduría, si su poseedor tenía que llevar vida de perro! Y, además, un hombre tan feo.
Muchos dudaban que fuera el hombre más sabio; nadie dudaba que fuese el más feo; calvo, chato,
barrigón, bizco y patizambo. Y, para colmo, se envanecía de serlo. No le había dicho al hermoso
Cristóbolo: “Mis ojos son más bellos que los tuyos, porque son más útiles. Tú sólo puedes mirar
hacia delante, pero yo tengo la vista del cangrejo; puedo mirar a todas partes. Las ventanas de mi
nariz son tan anchas que puedo percibir los olores de todos los cuadrantes. Mi boca enorme puede
comer trozos mayores que la tuya. Y, tal vez, mis gruesos labios sepan besar mejor que los tuyos”.
¡Sócrates, el más sabio! ¿Porque había dicho: “¿Conócete a ti mismo?” ¡Vaya mérito! ¡No había
sido el primero! ¿Y no había confesado el mismo: “Yo (..) sólo sé que no sé nada”.
Los sacerdotes de los templos menores, decían: “Cierto, es una prueba”, pero lo decían con
retintín de ironía. En público no podían rebelarse contra la autoridad del oráculo, pero en el fondo
estaban contentos al ver cómo sus arrogantes colegas de Delfos habían hecho el ridículo.
Entre risas, los pescaderos, los verduleros y los fruteros decían que era absurdo. Sócrates
no eran un buen cliente, y todo aquel que no fuera buen cliente no les merecía el menor respeto.
Pero entre los curtidores y zapateros, las cosas iban más lejos. Había la intención política.
También es cierto que tenían los mejores dirigentes: el rico curtidor Anito y el zapatero Cleón, el
famoso demagogo. Claro, mucho mejor Anito, el gran amigo de Sócrates y su acérrimo enemigo,
después. No era un tosco mercader; conservaba el idealismo de sus años mozos. Amaba a Sócrates,
pero no podía ir contra los intereses de su gremio. Hoy eran los zapateros, mañana podía ser la
industria textil. ¿Qué iba a ser de Atenas?
Sócrates no hizo caso ni de los consejos de sus amigos ni de las invectivas de sus enemigos.
Un llamamiento había llegado hasta él. Pero, ¿era en realidad un llamamiento divino? ¿Qué
problema, la tablilla de cera y el testimonio de Querefonte? No; si Apolo quería algo de él, que le
hablara directamente. Y, en su casa, Sócrates invocó al dios. Pero Apolo no dejó oír su voz.
Y mientras Sócrates suplicaba a Apolo, en casa de Pericles se bailaba al son de cítaras y
flautas. El presidente bailaba con la esposa de Menipo, mano sobre mano. La esposa de Pericles,
Aspasia, la milesia, la mujer cuya belleza ningún escultor había podido reproducir, los observaba.
No estaba celosa. No le tenía miedo a la esposa de Menipo. A lo sumo, una aventura más para
Pericles. ¡Lo conocía tan bien!
Pero no lo conocía. Pericles no buscaba aventuras de media noche. Ni siquiera miraba el
rostro pintado que se agitaba delante de él. Su mirada buscaba a un hombre; al hombre que, una
vez, se había atrevido a discutir con él y a discrepar de su política: Sócrates. No le había hecho
caso entonces, pero ahora (...).
Ahora la camarilla reaccionaria que gobernaba en Samos había atacado a la ciudad de
Mileto, la patria de Aspasia, la ciudad democrática, la más progresista de la Hélade, la afiliada
natural de Atenas. La flota ateniense era poderosa; vencer a Samos era un juego de niños. Pero
(...).
Pero Samos no estaba sola. Había firmado un tratado con los túnicas rojas de Esparta. Un
ataque a Samos podía desencadenar la lucha a muerte entre la democracia y la dictadura, la guerra
siempre latente. Y, además, Pericles conocía a los atenienses. Le acusarían de hacer una guerra
privada por Aspasia. Otra guerra de Troya por “otra bella Helena”.
Pericles se decide. Había dejado a su pareja y estaba conversando con tres invitados, tres
hombres ilustres: un maestro, el viejo filósofo Anaxágoras de Clazomene, el médico Hipócrates
de Cos, y Fidias, el que había esculpido a la inmortal Friné. Y, de pronto, les dice:

2
“Por cierto, ¿os dije ya que esta hermosa noche será seguida de días muy duros? He
decidido castigar a la rebelde Samos. Yo mismo iré al frente de la flota. Jantipo, mi hijo, tiene ya
edad para acompañarme. Él llevará mi escudo”.
¡Guerra! Se deshace el baile, la gente sale a difundir la noticia. El presidente permanece de
pie, a solas: “Ahora te he obedecido feo Sócrates, voy a alzar a los hombres de Atenas en defensa
de la libertad ¡Ya estarás satisfecho!”
Claro, Pericles por sí solo no podía declarar la guerra. Atenas era una democracia. Pero ahí
estaba su jefe de propaganda, el hábil Carino. Los campesinos, los artesanos fueron convencidos
y el pueblo votó por una guerra que Pericles ya había decidido.
Los hoplitas, los ciudadanos soldados acudieron desde los diez distritos de Atenas.
Subieron a los trirremes y los esclavos, puestos al remo, impulsaron las naves. Al frente de ella iba
la “Salamina”, la venerable nave del Estado; en la proa, de pie, rígido, iba Pericles. Hacia la
victoria.
A su regreso, el entusiasmo no tuvo límites. Pero pronto volvió a gruñir la desconfianza
popular. Sí, Pericles, había hecho grande a Atenas, pero Pericles se estaba haciendo demasiado
grande. El fantasma de la dictadura les quitaba el sueño. Pero necesitaban a su héroe nacional,
mientras subsistiera la rivalidad con Esparta. Pero si no podían atacar a Pericles, sí podían atacar
a sus amigos. Pericles no hizo nada por defenderlos. No podía enfrentarse al pueblo. No podía
permitirse el lujo de un conflicto interno, por la misma razón que el pueblo no podía prescindir de
su persona. El primero en caer fue Carino. Éste se enfureció y juró por el perro sin rabo y por Zeus
tonante que le sacaría los trapitos al sol a Pericles. Pero la amenaza del asesinato político lo hizo
callar. Huyó sin dejar rastro alguno. Después fue Menipo, el marido complaciente. Luego, el
millonario Pirilampes fue asesinado; en las salas de mármol de su palacio, abandonado quedó su
hijastro, al que la historia universal inmortalizó su apodo: Platón. Hasta el jefe militar Metico tuvo
que huir. Pericles no defendió a ninguno.
Y el ataque arreciaba. Cada vez era más peligroso ser amigo de Pericles. El rayo iba a caer
ahora sobre un filósofo. La ley Dioipeites proporcionaba un arma muy efectiva contra los odiados
metecos, inmigrantes de Oriente. La multitud empezó a pasearse agresiva bajo las ventanas del
venerable Anaxágoras: ¡Muéstrate, ateo! le gritaban.
“Muy bien – dijo Anaxágoras – obedezco a las leyes de la naturaleza”. Púsose su manto
escarlata de filósofo y salió de la casa con paso lento y cansado, pero tranquilo. Ni una mano se
alzó. Entonces dijo Anaxágoras: “Si no queréis matarme, ¿por qué me molestáis? Soy viejo y no
tengo tiempo sobrado para descubrir los misterios del sistema solar”.
Al día siguiente, el sumo sacerdote Diopites presentó una acusación ante el arconte basileo.
Pidió que se juzgara a Anaxágoras de Clazomene por blasfemo. Como todo el mundo había oído,
había hablado de un sistema solar. Y no existía tal sistema, sino el dios sol. Pedía la pena de muerte.
Y el acusador citaba como testigo principal al discípulo del filósofo, al propio presidente, a
Pericles.
Ya Pericles no podía abandonar también a éste, a su viejo maestro al que le debía su
formación intelectual. ¿Qué hacer? ¿A quién consultar? ¿A quién, sino a aquel que el oráculo había
designado como el hombre más sabio del mundo?
La respuesta de Sócrates fue sorprendente: “No debes luchar por tu maestro. La amistad
está por encima de la política, pero la verdad está por encima de la amistad. No tienes, por esto,
que entregar a Anaxágoras; pero debes sacrificarlo ante la verdad porque su doctrina es falsa. Sus
acusadores son despreciables; merece que se le defienda contra ellos. Pero la verdad impide que
le protejas”.

3
Pericles lo entendió. La propia guardia presidencial acompañó a Anaxágoras hasta la
frontera, y en la pequeña ciudad de Lampsaco le esperaba una casa, regalo de Pericles. A
Anaxágoras no le importó. El sol de Lampsaco era el mismo que el de Atenas. Y el mundo, tan
ruin en una parte como en otra parte.
Un ataque apuntó, entonces, hasta la propia casa de Pericles. Hermipo, el autor de
comedias, que quería hacerse popular satirizando al presidente, presentó la acusación que decía
textualmente: “La extranjera Aspasia peca contra la moral y la decencia, al atraer a su casa a
mujeres libres de nacimiento para fines vergonzosos. Además, es culpable de ateísmo. El acusador
pide para ella la pena de muerte”.
Pericles estaba rabioso. Ahora no podía ceder. No necesitaba pedirle consejo a Sócrates, ni
a nadie. Se trataba de su propia esposa. Catorce años juntos. Había sido su compañera en las horas
dulces y en las amargas. Sin Aspasia, no había nada. Quiso huir con ella a otra tierra menos ingrata.
Aspasia se negó. Ella no huiría. Ataviada como en las fiestas de Dioniso, compareció ante el
tribunal. Y a la acusación respondió: “El acusador sostiene que yo atraigo a esas mujeres libres de
nacimiento a mi casa. Bien; por lo visto, Hermipo conoce muy bien lo que pasa allí. Muchas veces
me ha honrado con su visita. Siempre ha sido bien recibido (...)”. Las risas sacudieron al jurado.
¡Ah, el pícaro Hermipo! ¡Qué callado se lo tenía!
Y, entonces, lo inaudito. Dos jóvenes pálidos suben al estrado del acusador. Son los dos
hijos del primer matrimonio de Pericles. Y ante el pueblo acusan a la madrastra de haber hechizado
al padre. Sí, el presidente de Atenas estaba loco. Y ellos se avergonzaban de su padre. Y otra
acusación, monstruosa: “¡Mi padre ha estado persiguiendo a su propia nuera, a mi mujer!” grita
Jantipo, el mayor.
Ya no aguantó más Pericles. “No hice más que impedirte que maltrataras a tu esposa. No
hice más que proteger a esa pobre infeliz ¿y te atreves a decir que la perseguía?”
Los trapos sucios de la familia estaban, al fin, expuestos al sol. El pueblo se conmovió ante
el dolor de Pericles por la perfidia de sus hijos. Esperaban que continuara hablando. Unas palabras
más y salvaba a Aspasia. Pero Pericles no continuó hablando. No podía pronunciar palabra; tan
apretados tenía los labios. Erguida la cabeza, los puños crispados, miraba hacia lo alto, miraba al
sol, al sol de su maestro. Y el pueblo atónito, asombrado, vio cómo de los ojos de aquel hombre,
acusado por sus propios hijos y que luchaba por la vida de su amada, brotaban las lágrimas. ¡El
presidente lloraba! Sin duda, llorar es fácil para una mujer. Pero muy difícil para un hombre y un
hombre como Pericles. La ciudad se avergonzó. Aspasia fue absuelta. Y Pericles volvió a conducir
las tropas de Atenas. La expedición de Potidea.
El ejército avanzaba por el camino. Reinaba el buen humor. Los esclavos llevaban las
pesadas armas de los soldados. Únicamente en el cuarto regimiento, mandado por Calias reclutado
en Alopeke, Sócrates soportaba el peso de todo el equipo, aproximadamente 35 kilos. Su aspecto
era cómico. Las dos planchas de su armadura apenas cubrían su ancho tórax. El vientre prominente
estaba protegido por faldetas de cuero que danzaban al compás de su paso. En vez del alto casco
de bronce, usaba un casco bajo, pero de hierro y con protectores para la nariz y las mejillas. Muy
feo, pero muy práctico. Los pies, como siempre, descalzos. Con su mano izquierda blandía como
una pluma el pesado escudo. Su mano derecha empuñaba una lanza de roble con punta de hierro
que cruzaba su pecho (de todo esto), sujetaba a su espalda el arco y el carcaj lleno de flechas. Y, a
pesar de todo esto, caminaba con manifiesta holgura. Sócrates era popular en el ejército; una
popularidad mezcla de afecto y burla. De noche, los soldados se acercaban y le pedían que les
hablara.

4
Pero aquella noche, una de las últimas del otoño del año 432 a. C. todo el mundo estaba
silencioso. El regimiento se había cruzado con un muerto, el primero que veían en aquella
campaña. Nadie lamentaba la muerte de aquel hombre; era solamente un arquero de Creta, un
mercenario extranjero. Pero, de todas maneras, habían visto el rostro de la muerte. Y entonces
llegó el escuadrón de caballería. Estaba al mando del bello Alcibíades. Bajó del caballo. “Vamos
a contemplarte un poco, cadáver”, dijo.
¿No era esto ir demasiado lejos? ¿No iba a provocar la cólera de los dioses? Pero Alcibíades
hizo más; tomó el cadáver por las axilas y lo levantó. Exclamó: “Ven, hermano, vamos a bailar.
La muerte es maravillosa. Los muertos no sufren”, y comenzó a girar abrazado al cadáver. Y al
girar, vio a Sócrates, que le infundía un raro respeto, el hombre de quien era discípulo, el hombre
a quien defendía de todas las burlas. Creyó que iba reñirlo. Pero Sócrates nunca reñía. Solo
preguntaba siempre: ¿Cómo sabes que es algo maravilloso el más allá?
“No lo sé (...)”, reconoció Alcibíades, pero me gustaría que lo fuera. Espero que no se sufra
después de muerto”. Y de pronto, el magnífico oficial añadió: “Tengo miedo”.
“¿Por qué tienes miedo?” repuso Sócrates. “¿Sabes lo que te espera en el más allá? ¿O la
nada o la supervivencia? ¿Cabe otra posibilidad?”
Las palabras de Sócrates irradiaban una tranquilidad profunda. Díjole Alcibíades:
“¿Y tú sabes cómo será el más allá?”
“No, pero te confieso que trato ansiosamente de averiguarlo. Ya sabes cuál es mi vicio: la
curiosidad”.
No era vicio. Era frenesí, la verdadera sustancia de su vida. Sin descanso, perseguía un
objetivo: el descubrimiento del hombre. Pero no había voz humana que lo encaminara. Solo un
dios podía. Apolo tenía que hablarle directamente. Entonces se lanzaría a predicar la justicia, la
verdad y la sabiduría. Pero precisaba que la voz del dios le diera la señal de partida.
Y el dios, al fin, le habló. Fue en la noche anterior al asalto a Todies. La ciudad estaba
fortificada, reforzada con tropas llegadas de Corinto al mando del temible Aristeo. Y Calias, el
general alfarero del cuarto regimiento, había caído en una trampa. Al avanzar no se dio cuenta que
a su retaguardia dejaba la fortaleza enemiga de Olinto, y se había adentrado en la península de
Paleno. Enemigos delante y detrás y las olas tempestuosas del mar de otoño por ambos lados. Los
soldados tenían miedo. Estaban apretujados en el interior de sus tiendas de campaña, como para
animarse unos a otros. En las guerras anteriores habían demostrado que sabían morir. Pero no les
gustaba morir.
Aparte los centinelas. Sólo Sócrates está solo, sus pies descalzos hundidos en la nieve. A
su alrededor la calma era absoluta. Y una voz como un murmullo, o un susurro, o un suspiro. Era
el “daimon”, el buen demonio, el demonio personal de Sócrates. Lo que nosotros llamamos
inspiración, el éxtasis místico. “Junto a cada hombre va, después que nace, un ‘daimon’, un buen
guía para él en el misterio de esta vida” (Menandro).
Inmóvil pasó toda la noche. Un sol rojo apareció en el horizonte. Sonaron los cuernos de
guerra. Empezó la batalla.
Los atenienses evitaron la tenaza enemiga y lograron aislar a Aristeo. Éste huyó por la
playa. Entonces Alcibíades lanzó su caballo en su persecución. Su escudo, el magnífico escudo en
el que estaba pintado el dios del mar, Eros, lanzando sus flechas, se veía ya muy lejos. Sócrates,
que todo el día había luchado en primera fila, dijo: “¿Dejaremos que nuestro amigo emprenda solo
la gran jornada?”
Aristeo, el corintio, vio que solo un jinete lo perseguía. No era cobarde. Lo esperó a pie
firme. De un salto esquivó su acometida y con una gran piedra derribó al caballo. De un fuerte

5
tirón arrebató el escudo del caído. Alzó el mandoble y descargó el tajo. El golpe fue detenido por
un escudo que se interpuso. Un escudo en el que no había nada pintado. Un escudo de plebeyo,
hecho con diez corbachos amarrados. El escudo de Sócrates. Aristeo al ver el aspecto feroz y
grotesco de su nuevo enemigo huyó.
“Tu escudo está salvado – dijo Sócrates a Alcibíades – y tu casco también”. Quería decirle
que su honor estaba a salvo, pues para un guerrero griego no existía mayor deshonra que perder
las armas.
Y Alcibíades pasó a la historia como el héroe de Potidea.
Ya no era posible evitar el choque decisivo. Esparta pidió la convocatoria inmediata de la
Liga Griega. Empezaron las sesiones. El bloque de Esparta estaba constituido por todas las
pequeñas oligarquías y dictaduras del Peloponeso: Corinto, Locria, Beocia, Foces, Ambracio,
Leucadia, Anactoria, Sicyonia. Con Atenas estaba el bloque democrático: Chios, Lesbos, Platea,
Mesenia, Concira, Acarnania, Creta, Las Cícladas, y las Zacinto. Un incidente adelantó el estallido.
Como el caso de Troya intervino una mujer: Simaeta de Megara.
Era una hetaira. Alcibíades, atraído por su fama, pasó de noche la frontera, la raptó y se la
llevó a Atenas. Los jóvenes de Megara se alborotaron. A su vez, pasaron la frontera, penetraron
clandestinamente en Atenas y raptaron a dos criadas de la casa de Pericles y se las llevaron a
Megara. Quedaban a mano. Pericles quiso arreglar el asunto – baladí – por medios diplomáticos.
Era un incidente que no valía la pena. Mandó a Antemócrito. Los de Megara asesinaron al
parlamentario por animosidad. Los atenienses votaron el bloqueo a Megara. Esparta puso el grito
en el cielo.
La indignación contra Megara – dijeron los espartanos – es un pretexto. Lo que busca
Pericles son los ajos y los higos de Megara y convertirla en una zona de influencia comercial
ateniense. Toda esa habladuría sobre moral internacional, era puro negocio. ¡Vamos, Pericles, no
te hagas! ¿Desde cuándo tan puntilloso por dos rameras? Y debemos confesar que los espartanos
tenían razón.
Tengo que abreviar. Ya conocen ustedes el desenlace de la guerra del Peloponeso. Atenas
perdió y quedó arruinada. A los desastrosos efectos de la guerra, se añadieron los de la terrible
peste del año, la primera peste en la historia de la cual nos han llegado datos exactos. Muere
Pericles. Se inicia la vertiginosa caída de Atenas. El partido oligárquico consideró que había
llegado la hora de derribar el régimen democrático. Lo que consiguió por medios legales, pues el
pueblo estaba aterrorizado. Sólo la marina se negó a aceptar el cambio, pero la derrota naval de
Egospótamos provocó el total derrumbe de la democracia. Se formó un gobierno provisional
compuesto de 30 ciudadanos - los Treinta Tiranos – con el encargo de redactar una constitución
oligárquica. Esparta apoyó ese movimiento. Gana la reacción, hasta que Trasíbulo reinstaura la
democracia.
Todos estos hechos produjeron un enorme malestar. Reinaba el terror. Como siempre
sucede en el caso de catástrofes nacionales, se buscaban responsables, inocentes o no. Los
sicofantes delatores se multiplicaron. Cada denuncia se pagaba a tres talentos. Las desgracias
nacionales se atribuyeron, en parte, a las enseñanzas disolventes de los sofistas, de los retóricos
que habían corrompido – decían – a la juventud y apartado al pueblo de la fe religiosa y las
tradiciones de la época gloriosa de Atenas. La tormenta se cernía sobre Sócrates. Por donde fuera,
tropezaba con el odio. Los sacerdotes se volvieron sus enemigos. Su “daimon” no encajaba dentro
de la religión del Estado. Los reaccionarios se le enfrentaron: su moderno intelectualismo – tenía
que ser extirpado de raíz. Los demócratas se pusieron en contra suya. ¿No habían sido discípulos
muchos de los jóvenes nobles que integraron los cuadros de la dictadura oligárquica? ¿No había

6
traicionado la causa de la democracia y permanecido en la ciudad, cuando los demócratas se
desterraron voluntariamente? La clase media lo consideraba un hombre nefasto. Por fin el hacha
cayó.
Ha sido registrada y jurada la siguiente acusación de Méleto, hijo de Méleto, contra
Sócrates, hijo de Sofronisco de Alopeke.
Sócrates comete un crimen al no adorar a las divinidades que la ciudad adora y al introducir
novedades en materias divinas. También ha cometido un crimen al corromper a la juventud. Se
pide para él la pena de muerte.
El pergamino, de comienzos del 399 a. C. se conserva como uno de los documentos más
emotivos de la historia.
Dos días después, a la hora del crepúsculo, tocaron a la puerta de la casa de Sócrates. Era
un sicofante. Al entrar, se deshizo de su manto y quedó desnudo. Así lo exigía la ley. Sócrates fue
notificado.
Méleto sólo era un instrumento de Anito. El hijo de éste había sido discípulo de Sócrates.
Anito quería que su hijo ejerciera su mismo oficio, el de curtidor. Sócrates se opuso: le dijo que su
hijo poseía brillantes cualidades y que era un error contrariarle su vocación. Sin embargo, Anito
se empeñó y el hijo se entregó entonces a la bebida. Murió. Y Anito culpó a Sócrates de la muerte
de su hijo. Sin embargo, Anito no quería la muerte de Sócrates. En el fondo de su corazón lo
admiraba y recordaba los años de íntima amistad. Sólo quería su destierro. El dinero había corrido
abundantemente entre los jurados que iban a juzgar a Sócrates.
Los juicios se celebraban en la sala. Había tres estrados en la sala, pletórica de espectadores.
En el del centro había el sitial para el arconte-basileo, que presidía; a la izquierda, la “bema”, la
plataforma para el acusador. Allí estaba Méleto, asistido por Licón, y por Anito; a la derecha se
situaba la “antibema”, la plataforma para el acusado. El público tomaba parte activa en los juicios.
Si manifestaba antipatía para un acusado, estaba perdido.
Subió Sócrates a la antibema. En los bancos de piedra en los que se apiñaba la multitud, se
habían agrupado sus amigos: Critón, el viejo vecino, el atlético Platón y su hermano Adimanto; el
millonario Hermógenes; el meteco Antístenes y otros, dispuestos a realizar todos los esfuerzos
necesarios para salvar a Sócrates.
Entraron los jueces: 500 ciudadanos elegidos a la suerte, todos con la preocupación de
terminar cuanto antes con aquel desagradable asunto. Como signo de su dignidad llevaban una
gruesa vara de roble en su mano derecha; en la izquierda, la tablilla de cera en la que tenían que
señalar su veredicto. Cobraban tres óbolos por juicio.
Gritos de los heraldos. Ofrendas de fuego. Oraciones. Y empezó el juicio. Un reloj de agua
señalaba el tiempo. Se leyó la acusación.
Después habló Méleto: “Odio a Sócrates. Mi padre le odió. Mis hijos le odiarán. Sócrates
corrompe a la juventud, corrompe a la ciudad. Falsea la religión. No cree en los dioses. En su lugar,
coloca a su “daimon”. No, yo digo que ese “daimon” no es un dios. Soy un poeta por profesión:
Es mi oficio conocer el mundo de los dioses. Pero nunca oí nada de tal “daimon” hasta que Sócrates
lo anunció en la plaza del mercado. Todos los poetas odian a Sócrates. Se burla de nosotros, lo
mismo que de vosotros. Pero se burla también de los dioses. Y este es un pecado que no tiene
perdón. ¡Mirad cómo se ríe ahora ante vuestros mismos ojos, hombres de Atenas! ¡La muerte para
el enemigo de Palas Atenea!”
Se produjo un forcejeo provocado por Platón. Se repartieron algunos golpes. Se restableció
el orden. Habló Anito:
“Sócrates no debió presentarse. Pero ya que ha venido, debe ser condenado”.

7
El público lo acogió con simpatía. Todo el mundo conocía la tragedia de su hijo. Todo el
mundo sabía también que Anito había sacrificado su vida y su fortuna a la República. Continuó:
“Sócrates debió escaparse. ¿Qué nos importa su cuerpo decrépito? Es su espíritu que debe
ser eliminado.
Sócrates asintió con la cabeza. Sí, tenía razón Anito. Era el espíritu lo que estaba en juego,
no unas cuantas medidas de carne. Lo que se juzgaba era el conflicto entre el individuo y la
sociedad.
Siguió Anito:
“Sócrates o Atenas. Hay aquí algo más que un sacrilegio. El oráculo interior del acusado
hace innecesarias las viejas formas de adivinación. En consecuencia, el pueblo ya no necesita ir a
los templos. En especial, los jóvenes. Se les dice que saben más que sus padres. La juventud queda
corrompida. Los muchachos desprecian la vida de los negocios y se acostumbran a la holganza.
Se burlan de los cargos otorgados por la suerte y, por tanto, de las más altas instituciones del
Estado. ¿Nos reiremos de Atenas, o salvaremos a Atenas? Ya hemos tenido que salvar nuestra
querida ciudad más de una vez. Hagamos este último sacrificio”. Y señalando a Sócrates, gritó:
“¡Acabemos con él!”.
A una indicación del arconte-basileo, un heraldo señaló con su báculo, pintado de rojo, a
Sócrates. Con ello, se le concedía la palabra. Cuando el báculo tocara su cabeza, Sócrates sería un
condenado.
El acusado se adelantó en la plataforma. En su feísimo rostro barbado se dibujó una sonrisa.
Esto es lo que exasperaba a los atenienses: su maldita ironía, su constante burla. Habló:
“¡Hombres de Atenas! No sé qué impresión habréis obtenido de mis acusadores. Han
hablado con tal convicción que me hubiera costado reconocerme. Desgraciadamente, no han dicho
una sola palabra de verdad. Yo hablo muy mal. No sólo porque no es adecuado que a mi edad me
presente ante vosotros como un muchacho que se precia de sus dotes oratorias, sino porque, a pesar
de mis 70 años, hoy comparezco en juicio por primera vez. Debéis perdonar mi ignorancia”.
¡Otra vez la ironía! Sé que no sé nada; lo mismo de siempre. Los jurados hubieran absuelto
a cualquier bribón que implorase a su soberanía. Pero no aguantaban la ironía socrática. Se produjo
barullo.
“¿Por qué alborotáis tanto, hombres de Atenas?” – preguntó Sócrates – “Lo que debéis
hacer es solamente decidir si lo que digo es cierto o no. Tal es el deber del juez”.
Ahora los regañaba. ¡Era el colmo!
Continuó Sócrates:
“¿Quiénes son mis acusadores? ¿Anito y sus secuaces? Sin duda, son muy peligrosos. Sin
embargo, mis verdaderos adversarios son las sombras del pasado. Durante 25 años os han estado
diciendo que había un tal Sócrates, un sofista, que trataba de asuntos del cielo y del infierno, y que
convertía en buenas las malas causas. Esas gentes ¡oh atenienses!, las que han extendido esos
rumores, son mis verdaderos acusadores. En consecuencia, en el poco tiempo que tengo para
hablar, he de procurar destruir la falsa imagen que de mí habéis formado en el curso de 25 años.
Todos vosotros habéis visto una comedia de Aristófanes en la que un tal Sócrates aparece
jactándose de poder volar y diciendo otras muchas insensateces. No quiere esto decir que yo
desprecie la ciencia de la naturaleza. Pero yo no me he dedicado a ella. ¿Hay alguno entre vosotros
que me haya oído hablar o tratar tales temas? No es menor mentira que yo me dedique a la
educación de los jóvenes y haga dinero de ello. Claro está que alguno preguntará ¿cuál es entonces
tu oficio?”

8
Se levantó un clamoreo: “¡Esto es lo que queremos saber! ¿Qué haces en todo el día?” le
gritaron. Sócrates acababa de hacer la pregunta que todos se hacían desde tantos años.
“Os lo diré. He ganado la reputación que tengo cierta clase de sabiduría. Pero una sabiduría
sencilla y humana”.
Un jurado interrumpió: “¡El hombre no vive de sabiduría!” Era la voz de los artesanos y de
los comerciantes.
“¡No alborotéis tanto, hombres de Atenas! Hablaré con mayor claridad. ¿Os acordáis de
Querefonte? Fue un buen demócrata. Cayó luchando contra la tiranía. Querefonte fue amigo mío
desde la infancia. Ya recordáis cuán impetuoso era en todo. Entre otras cosas, tuvo el tesón de ir
en peregrinación a Delfos para preguntar a la pitonisa si sabía de alguien más sabio que yo. Y la
pitonisa dijo que no había nadie más sabio que yo. ¿Estoy mintiendo? Entonces, preguntad al
hermano de Querefonte, preguntad a Querécrates. Se sienta entre vosotros”.
“¡Dices la verdad, Sócrates!” – gritó Querécrates. Las cosas comenzaban a ir por el buen
camino. Parecía que Sócrates iba a salvarse.
“¿Qué quería decir la divinidad con aquella manifestación? ¿Quería simplemente ponerme
a prueba? Entonces, fui a ver a un estadista considerado muy sabio”.
Se produjo un silencio de muerte. La alusión a Pericles era clara.
También él se consideraba muy sabio. Pero no lo era. Se lo probé. Ello no me ganó sus
simpatías, ni las de sus amigos. Pero pensé que, de todos modos, yo era más sabio que él. Porque
ninguno de los dos sabíamos nada. Pero, por lo menos, yo me daba cuenta de ello. Por esta
pequeñez yo era superior a él. Por esto, yo era superior a los poetas, dramaturgos y a todos los
demás. Y era superior a los artesanos porque éstos, cierto, entienden de su oficio, pero creían que,
por ello, entendían también de política y de gobernar la ciudad.
Era un ataque frontal a la democracia. Hasta el más lerdo de los jurados se dio cuenta del
ataque a la República. Todos lo vieron claramente. Continuó Sócrates:
“Entonces comprendí al Apolo de Delfos. Quería decir que la sabiduría humana carecía de
valor. Por ejemplo, me toma a mí y usa mi nombre para decir: ‘Entre vosotros, ¡oh, hombres! es
el más sabio aquél que, como Sócrates, se da cuenta de que no sabe nada. Por analizar esto de
acuerdo con las directrices divinas, por tratar de sondearlo, ayudo al dios. Mi oficio es servirle y,
a causa de este oficio, no he tenido nunca tiempo de dedicarme a los asuntos de la ciudad o a mis
deberes domésticos. A causa de este servicio divino he vivido siempre en la mayor pobreza. Mis
amigos me han seguido. Han continuado mi estudio del hombre y, como es natural, han levantado
resentimientos. Mis enemigos dicen: Sócrates investiga las cosas del cielo y del infierno. Hace
verdad de la mentira. No cree en los dioses. Corrompe a la juventud. Del círculo de mis enemigos
viene Méleto, Licón y Anito. ¡Contéstame, Méleto!: ¿Te interesa el florecimiento de la juventud
más que cualquier otra cosa, verdad? De otro modo no me habrías acusado de corromperla”.
“Cierto” – respondió Méleto.
¿Y has descubierto en mí al seductor, verdad?
“Sí” – gritó Méleto.
“Y quién educa a los jóvenes en las mejores cosas? Responde; al fin y al cabo, eres un
experto en asunto de educación.
“La ley” – dijo Méleto.
“No es esto lo que te preguntó (...) Quiero decir ¿qué gentes?” Méleto no sabía qué
contestar. Se le ocurrió una salida airosa:
“Los jueces aquí presentes hacen a la juventud mejor”.
“¿Todos ellos o unos cuantos?” replicó Sócrates.

9
“¡Todos!” Méleto sentía que se hundía.
“¿También los consejeros? ¿Y los miembros de la asamblea? ¿Todos son maestros de la
juventud? ¿Únicamente yo soy el seductor?”
“¡Cierto!” dijo, rabioso, Méleto.
Sócrates se echó a reír.
“¡Feliz Atenas! ¡Feliz humanidad a la que todos pueden educar! Resulta más difícil educar
caballos que a hombres. Sólo un experto puede educar caballos. Pero educar a hombres parece una
cosa mucho más sencilla. Una pregunta más, querido Méleto. ¿Qué vale más: Vivir entre hombres
buenos o entre hombres malos?”
“Entre hombres buenos, sin duda”.
“¿Y hoy, he hecho, conscientemente, de los jóvenes que me rodeaban hombres malos, de
modo que más tarde tuviera que sufrir su ingratitud? Si no es así, no los he corrompido o los he
corrompido sin intención. Pero, en este último supuesto, debiste advertírmelo, cosa que no hiciste,
en lugar de traerme ante el jurado. ¿Reconoces que nunca te preocupaste de lo que ahora sostienes
aquí?”
Rugió Méleto: “¡Tú no crees en los dioses en ninguna forma! ¡Por Zeus, oh jueces! ¡Este
hombre asegura que el sol es una piedra y la luna una masa de tierra!”
“¡Tú me confundes con Anaxágoras de Clazomene! Rebatió Sócrates. Estalló una
carcajada. Se acordaban de Anaxágoras, el expulsado, y continuó Sócrates:
“No podemos creer en cualidades demoníacas sin creer en los demonios. Y todos nosotros
creemos que los demonios son dioses o hijos de los dioses. Si yo hablo de mi demonio ¿cómo
puedo dejar de creer en los dioses? La divinidad me señaló mi puesto. Cuando mis superiores me
señalaron puestos en Potidea, Delio y Anfípolis no los abandoné. ¿Voy, ahora, a huir como un
cobarde cuando la divinidad me ordena resistir?”
Entre los jurados había muchos camaradas de armas de Sócrates. Sabían que había sido un
valiente soldado. Nadie podía negarlo. “¿Creéis que debo desobedecer al oráculo y temer a la
muerte?”
“Quien teme a la muerte se imagina conocer algo que no conoce. ¿Por qué temerla como
si fuese el mayor de los males?”
“Sé que preferiríais absolverme a condición de que callara. Pero no puedo aceptar esta
condición. Tal vez el dios me ha puesto sobre la ciudad como a un tábano sobre un gran caballo
inclinado a la pereza. Si tal es mi misión, no puedo abandonarla. Yo os despierto de vuestro sueño.
Desde luego, un hombre arrancado de su sueño golpea resentido a quien lo despertó y, por ello, es
muy probable que sigáis a Anito y me condenéis a muerte. Me hubierais dado muerte hace ya
mucho tiempo, si me hubiese ocupado de los asuntos de la ciudad. Después del juicio de las
Arginusas os hubiese agradado matarme y, durante la dictadura, estuve cerca de la muerte. Tal fue
mi experiencia de la política. ¿Decíais que he apartado de la política a los jóvenes? Los acusadores
dicen que he corrompido a la juventud. ¿Por qué no se levanta a pedirme cuentas el padre de alguno
de mis jóvenes amigos? ¡Tú, Critón, padre de Cristóbolo; tú, Lisanias, padre de Esquines; tú,
Antifón, padre de Epúgenes (...). ¡Levantaos y acusadme, si es que tenéis queja de mí!”
Aquí estaba la apelación directa. Aquí estaba el aspecto sencillo y humano de un discurso
que, por lo demás, resultaba pesado; aquí había una apelación directa al corazón de los jurados. Y
precisamente en ese momento, cuando todo se inclinaba a su favor, Sócrates lo echó todo a rodar:
“En casos mucho más fáciles que el presente, los acusados han llorado e implorado para
ablandar a los jurados. Han traído a los estrados a la mujer, a los amigos y parientes. Se han
rebajado y os han rebajado. Yo no lo haré. Y sé que voy a herir la vanidad de muchos de vosotros

10
y que, algunos, por resentimiento, pronunciarán sentencia en mi contra. Habéis jurado hacer
justicia de acuerdo con las leyes; no dispensar favores. Si os suplicare, trataría de haceros faltar a
vuestro juramento y, en tal caso, os estaría enseñando a no respetar a los dioses”.
Ningún acusado luchando por su vida había hablado así a un jurado ateniense. Esto
determinó la decisión.
280 votos por la condena contra 220 votos por la absolución, anunció el arconte-basileo,
después de hacer el cómputo.
Una mayoría tan escasa en una decisión de culpabilidad, nunca traía aparejada una
sentencia de muerte. Podía ser el destierro o una simple multa. El acusado tenía derecho a hablar
sobre la extensión de la pena. Todos esperaban que ahora Sócrates suplicara. Si lo hacía, se salvaba.
Pero su individualismo lo perdió:
“El acusador pide la pena de muerte. ¿Qué propuesta haré yo?” Desde luego, la del castigo
que a mi entender merezco. ¿Qué merezco por no haber vivido cómodamente, por no haberme
ocupado del bienestar ni de las riquezas, por no haber ambicionado cargo ni honores, por no haber
tenido otra preocupación que la de haceros mejores y más responsables? ¿Qué pena puede ser
adecuada para un hombre a la vez pobre y bienhechor? ¡Comer diariamente en el Pritaneo! ¡Qué
la ciudad me mantenga! Tal es mi propuesta”.
¡Por Zeus y por todos los dioses del Olimpo! El alboroto fue infernal. Entre el público
menudearon los garrotazos y puñetazos. El joven Platón fue arrojado escalinata abajo. Los jurados
se levantaron pálidos de ira. ¿Iban a dejarse burlar por un criminal? El heraldo se acercó a Sócrates
con el báculo en alto. Los alguaciles de la prisión llamados “los once” se preparaban a llevarse al
acusado. Pero Sócrates se hizo oír entre el tumulto.
“Probablemente pensáis que hablo así por engreimiento. Nada de eso. Se trata
sencillamente de que no quiero ser injusto conmigo, cuando he tratado siempre de no serlo con
nadie. Y hubiera sido injusto conmigo si hubiese hablado como si mereciese un castigo. No sé si
la muerte es un bien o es un mal. Pero, ¿voy a proponer la prisión sin otro motivo que el de
prolongar un poco mi vida? Esto no sería justo. ¿Emigrar a mis 70 años y andar de ciudad en
ciudad, siempre en movimiento? De todos modos, me sería imposible permanecer callado. Mi
servicio ha terminado (...)”. ¿Qué pasó en este momento en el corazón de Sócrates? No se sabe,
pero quiso llegar a una transacción.
“Si poseyese fortuna, propondría el pago de una fuerte multa. Pero no soy rico. Tal vez
pudiera pagar una Mina. Es esto lo que propongo como castigo”.
“¡Las que quieras, Sócrates!” – le gritaron sus amigos. Reunirían entre ellos todo el dinero
necesario.
“Entonces, propongo una multa de 30 minas, y estos hombres que aquí veis serán mi
garantía”.
Demasiado tarde. Los sarcasmos de Sócrates aún resonaban en los oídos de los jurados.
¿Quería que lo mantuvieran? ¿Quería que le sirvieran la comida en el Pritaneo? ¿Quería beber vino
de Creta todos los días? Bien, que bebiera la cicuta, pues.
Los jurados entregaron sus tablillas de cera. Una raya larga: absolución. Una raya corta:
muerte. Se recogieron las 360 rayas cortas. 80 jurados que antes habían votado absolución, votaron
ahora la muerte.
El heraldo bajó el báculo hasta tocar la cabeza del acusado. Condenado a muerte. Sócrates
habló una vez más, cuando ya no tenía objeto hacerlo:
“Sólo por ganar muy poco tiempo ¡oh, atenienses! habréis conseguido una triste celebridad.
Si hubieseis esperado un poco vuestros deseos se hubieran cumplido por sí mismos. Os dejo como

11
convictos de pena de muerte. Pero mis acusadores son reos de esa verdad. Tal vez tenía que ser así
y está bien que así sea”.
Los once avanzaron hacia Sócrates. ¿Acabaría de hablar? “¡Sagrados dioses”, continuaba
diciendo!
“Esperaba lo que hoy me ha sucedido. Mi “daimon” no me lo previno. Esto significa que
lo que me sucede no puede ser malo. Tengo motivos para suponer que la muerte es un bien. Digo
esto especialmente a aquellos que votaron a mi favor. No deben entristecerse. La muerte es un
eterno y profundo sueño sin sueños. Para el hombre de bien no hay mal posible ni en la vida, ni en
la muerte”.
Se volvió hacia “los once”:
“Ya sé que es hora de marchar. Yo, a la muerte. Vosotros – y su mirada contempló por
última vez la ciudad de Atenas – a seguir viviendo. A quien corresponda el mejor destino, es cosa
que nadie sabe”.

MUERTE

Cada año, la nave del Estado, la “Salamina”, hacía un viaje a Delos. Ningún condenado
podía ser ejecutado hasta su regreso. Cuando Sócrates fue condenado, faltaban 30 días. En la
prisión, Sócrates puso en verso las fábulas de Esopo. Lo único que escribió en su vida. Y parece
que eran versos muy malos, pues Platón, el discípulo predilecto que consiguió por escrito las
palabras del maestro, no quiso transmitirlos a la posteridad.
“Transcurrieron los días. Faltaban 8. Anito, el acusador, quería salvar a Sócrates. No quería
su muerte. Por su parte, los amigos de Sócrates habían sobornado a los vigilantes. Sócrates podía
irse cuando quisiera; las puertas de su cárcel permanecían abiertas. Critón hizo una última
tentativa:
“Tengo noticias que darte, Sócrates. Malas noticias. La nave ha sido avistada en el cabo
Sinium. Mañana llegará a El Pireo y pasado mañana (...)”. No pudo continuar. Se exalto.
¡Sálvate, Sócrates! Todavía estás a tiempo. Sálvanos de la vergüenza, si tú no quieres
salvar tu vida. Toda Atenas nos despreciará si no conseguimos salvarte”.
“Y, ¿tanto os importa la opinión de gente poco razonable? ¿Es esa opinión la que te ha
traído aquí? La multitud es poderosa. Y, tal vez, no sea tan poco razonable como tú crees”.
Mientras las palabras de Critón se atropellaban, Sócrates se volvió al otro lado de su
miserable lecho. No escuchaba. Su respiración se hizo lenta y profunda. Se había dormido. Critón
se levantó. Un sentimiento de veneración le hizo salir del calabozo en silencio
Y la Salamina llegó a puerto. Los amigos de Sócrates estaban con él. Critón, Fedón,
Equécrates, Platón (...).
Entró el verdugo:
“Supongo que no te quejarás de mí, Sócrates, si cumplo con las órdenes de las autoridades.
No me maldecirás, porque sabes quienes son los culpables. Te enojarás con ellos, no conmigo”.
Sócrates sonrió: “Obedezcamos”, dijo.
“¿Cómo? Grito – Critón – el sol está aún por encima de los montes. Aún no es hora”.
Intervino Sócrates:
“¿He de ser tan tacaño con mi vida, ahora que no queda nada por salvar?” Y dirigiéndose
al verdugo le preguntó:
“¿Qué debo hacer?”

12
“No es difícil” – le contestó. “No tienes más que beber rápidamente y luego pasearte hasta
que sientas cansancio en los muslos. Después todo irá bien”.
Y le presentó la copa de cicuta.
La mano de Sócrates no tembló. Todos se asombraron de la firmeza con que sostuvo la
copa.
“¿Puedo derramar una libación?” fue su última pregunta.
“No – contestó el verdugo -, ponemos la cantidad de veneno estrictamente necesaria”.
“Pero puedo rogar porque el viaje sea feliz. Y así lo hago”. Se llevó la copa a los labios y
bebió.
Sus amigos lloraban. Sócrates les increpó:
“Habéis perdido la vergüenza, extrañas criaturas? ¿Están llorando? Siempre he oído que
debe haber (...) se tendió en el lecho; le costaba ya mucho trabajo andar – (...) un reverente silencio
cuando alguien se está muriendo”.
Todos contuvieron sus lágrimas. El verdugo se acercó. Presionó los callosos pies de
Sócrates:
“¿Sientes estos?”
“No”, respondió serenamente el moribundo.
“¿Y esto?” le preguntó a continuación, presionando los helados muslos.
“Tampoco”.
Con un enorme y doloroso esfuerzo Sócrates se cubrió el rostro. De pronto, apartó la cobija.
Todavía quería decir algo (...). “No os olvidéis ... de que debemos ... un gallo ... a Esculapio”.
“¡Sócrates, Sócrates, Sócrates!” - sollozó el viejo Critón – “¡Tal vez tienes algo más que
decirnos!”
No hubo respuesta. El tosco cuerpo se arqueó. Después, cayó de espaldas. El viejo
bohemio, el mordaz irónico, el soldado de Potidea había muerto. Muerto el hombre que no había
sabido comprender a su ciudad. Pero era el hombre que había descubierto al hombre. El hombre
que descubrió la bondad.
Critón se inclinó sobre su cadáver. Cerró sus ojos, y tuvo, además, que cerrar su boca.
Parecía que iba a continuar hablando.
Y admirado y combatido y equivocado, pasó como un ejemplo de honestidad intelectual a
la inmortalidad. (fin).

13

También podría gustarte