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y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva
de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Título: Delfos. En busca del Elemento


© Joaquín Pérez Ruiz-Adame, “Quino”
http://www.quinoruiz-adame.com

Edición publicada el 4 de enero 2017

Diseño de portada y contraportada: Alexia Jorques


Maquetación: Alexia Jorques
“Nadie se baña en el río dos veces,
porque todo cambia en el río y en el que se baña”
Heráclito de Éfeso
Filósofo griego
540 a.C. 470 a.C.

Escrito por un adulto


con muchos pájaros en la cabeza
Temas profundos y oscuros pero expuestos
en un lenguaje sencillo y entendible por todos,
para hablar en tabernas, parques, colegios…
El total de los royalties de los libros de Quino
en Amazon, de los talleres y otras actividades
van destinado al proyecto
Inventos y Adaptaciones Caseras
http://inventosyadaptacionescaseras.blogspot.com.es/
Para personas con movilidad y destreza reducida
¡Gracias, lectores!

Por un mundo más justo y sabio.

Agradezco de todo corazón que hayáis adquirido este libro. Para mí es


todo un honor.

Colaboración
En una última lectura para su corrección
Factoría de escritores.
www.factoriadeautores.es

Esta obra fue pensada como un regalo íntimo y personal para mis seres
queridos y para todos los que tengan interés en reflexionar sobre la vida; lo
que nos acontece y nos concierne.

Hay acciones y actividades que las damos por sabidas, propias y


escogidas por nosotros pero que NUNCA fueron reflexionadas y mucho
menos votadas; por lo que se hace necesario y urgente hacer una parada en el
camino…

Este libro pertenece a un proyecto (una colección) mayor que se llama Ética
para Samuel.
Si nos visita en:
http://www.quinoruiz-adame.com/
podrás encontrar numerosas herramientas para reflexionar sobre la vida
Desde Sevilla (España) parte esta idea para expandirse hasta donde ella
quiera. Bajo ese título pretendo englobar y llevar a cabo varias iniciativas
muy originales relacionadas fundamentalmente con investigar el modo de
ser más eficaces, libres y felices.
El DESARROLLO PERSONAL empieza sabiendo:

• ¿Quién somos?
• ¿Dónde vamos?
• ¿Dónde estoy?
Y en eso estamos…

De la colección y proyecto “Ética Para Samuel”


http://www.quinoruiz-adame.com/

Esta obra está dedicada a todos los niños con discapacidad. Que hacen que
la vida sea más intensa.
Το έργο αυτό είναι αφιερωμένο σε ειδικές παιδιά . Που κάνουν τη ζωή πιο
έντονη.
Para que ellos sean conscientes de que con sus limitaciones pueden llegar a
ver cosas para las cuales el resto estamos imposibilitados. Ya que su mirada
es más certera, por lo que podemos aprender mucho de ellos.

Solo me queda decirte que al final del libro he escrito una


carta: Carta del autor al lector.
Me gustaría mucho que la leyeras, incluso podría ser
interesante que la examinaras antes de empezar a leer el
primer capítulo. No lo sé. Cómo tú veas. La he puesto al
final para que tú decidas esa opción, sin forzarte a ello
teniéndola al comienzo de la obra.
Índice
1. Primer día en el Ágora
2. La Gran Solución
3. Planificando la jornada
4. Pericles
5. Fidias
6. Sófocles
7. Sofía
8. Heródoto
9. El juego de Dionisio
10. Sócrates
11. Anaxágoras y Minos
12. Aspasia
13. La despedida
14. El primer día en el desierto
15. El segundo día en el desierto
16. El tercer día en el desierto
17. El cuarto día en el desierto
18. El Despertar
19. La sorpresa de Manute
Carta del autor al lector
Biografía de Quino
Despedida
1. Primer día en el Ágora

Septiembre del año 435 a.C.

—¡Hola! Buenos días. Me llamo Samuel…


Tengo casi quince años y vivo en Atenas, muy cerca del puerto del Pireo,
el puerto marítimo más importante de toda Grecia y posiblemente de todo el
mundo. Mi nombre tan poco heleno se lo debo a mi madre Faina, que por lo
visto hace muchos años tuvo un sueño muy anómalo donde aparecía yo, ¡Tal
y como soy ahora! Allí, en su alucinación, todos me llamaban Samuel ¡todo
eso cuando yo todavía no había nacido! Y tengo que confesar que me cuesta
mucho creer en esas cosas místicas, juzgo apoyado firmemente en la lógica.
Y eso que cuenta mi madre a los cuatro vientos, me parece un poco absurdo,
pero nadie la va a convencer de otra cosa. Hay que tener en cuenta que
cuando mi madre se empeña en algo no hay quien la frene en su obstinación.
A mi padre Filolao no le hacía ninguna gracia este apodo, por lo menos al
principio de mi nacimiento, ya que tampoco le agradaba escuchar la historia
de que su hijo a través de un sueño le señaló a su madre el nombre que
tendría antes de venir al mundo. Pero bueno, lo importante que con el paso
del tiempo a mi padre se le fue olvidando y empezó a reconocer que Samuel
era un calificativo perfecto para mí. De todos modos, Faina (mi madre) es la
que manda en la familia y en la casa, en el oikos, y le gustase o no el nombre
a mi padre, me llamaría igualmente como ella había decidido: Samuel.
Tengo una discapacidad física por culpa de una enfermedad muy rara, la
cual me acompaña desde siempre. Me limita dejándome con poca fuerza, y
movilidad reducida en las manos y en los pies, aunque yo me busco las
mañas para hacer cualquier actividad. No le temo a nada ni a nadie, por lo
que me considero un chico más que normal. Por este motivo tengo que usar
unas molduras de madera que me fabrica mi padre. Él las llama férulas, para
que no se me doblen los pies a la hora de caminar.
Mi padre es un matemático e inventor muy conocido en Atenas, aunque
está bastante loco. También es muy cansino, ya que me quiere dar lecciones
de todo tipo y a cualquier hora del día: matemáticas, filosofía, historia,
música, teatro, arquitectura, astronomía… pero yo, a pesar de todo, le quiero
mucho, es muy especial y genuino, igual que mi madre, que es matrona y
ayuda a traer niños al mundo. De todos modos, independientemente de mi
enfermedad, yo soy muy feliz, ya que poseo un don, la inteligencia, y ese es
el poder más grande que puede tener un ser humano como Odiseo (Ulises). Él
supo saber qué hacer exactamente en cada momento, a la hora de enfrentarse
a cualquier criatura extraordinaria, usando su razón, su bien más preciado. Si
por algo fue grande Odiseo, es precisamente por eso; su astucia y su
prudencia.
Hoy lunes (día de la Luna), 2 de septiembre, 341 años después de la
primera olimpiada en Olimpia, empiezo el colegio. Es el primer día después
de las vacaciones de verano. Emprendo un nuevo grado, el último que daré,
sexto curso de educación básica del Ágora ateniense; con las asignaturas de
matemáticas, astronomía, ética con introducción a la retórica y política. La
verdad que tengo muchas ganas de ir, hay compañeros que no veo desde que
terminamos el pasado 5.º curso. Me gustaría saber de ellos, ¿qué me
contaran? ¿qué habrán hecho en verano? Seguro que no se han metido en
tantos líos como yo…

—¡¡¡Samuel, vamos!!! —vociferó Faina desde lejos— ¡vas a llegar tarde


al colegio! Levántate de una vez de la cama ¡No seas holgazán!
—Ya voy mamá.
—¿Ya estás hablando otra vez solo? Date prisa que ya tienes el desayuno
en la mesa. Vístete y ponte la ropa, el himatión del colegio lo tienes en la silla
del patio.
—¿Qué hay para desayunar? —preguntó Samuel desperezándose.
—Lo de siempre; pan de higos con aceitunas. No entiendo porqué me
preguntas todos los días lo mismo, si sabes la respuesta.
—¿Es necesario desayunar aceitunas? ¡Qué repugnancia!
—Es nuestra tradición, ¿o ya no te acuerdas? Todos los niños griegos
desayunan con aceitunas, es bueno, te dará mucha fuerza para todo el día y te
recuerdo que hoy tendrás una jornada muy larga e intensa. No seas pesado,
comételo ya de una vez que pronto estarán las bestias de tus amigos rondando
por la casa para recogerte y todavía estas sin vestir.
—Qué tontería de tradición —farfullaba Samuel.
—Venga vamos. Vístete… que no te lo digo más.
Yo tengo dos grandes amigos que son como mis hermanos. Tienen más o
menos mi edad. Los conozco desde que tengo uso de razón: uno se llama
Alcibíades, hijo de Clinias y Dinómaca, quien pertenece a su vez al poderoso
y controvertido genos (clan familiar) de los Alcmeónidas. Pericles (nuestro
alcalde) y su hermano Arifrón eran primos de Dinómaca, que nació el mismo
día que mi padre, 27 de marzo, casualidades de la vida. El otro amigo es
Admes. También nacido en Atenas, por lo que ningunos de los tres somos
metecos, tenemos todos los derechos de los ciudadanos atenienses, ya que
nacimos aquí. Bueno, hay que señalar que Admes tiene casi dos años más que
nosotros, en enero cumple dieciséis años, y eso se nota, por lo menos en el
cuerpo. Nos saca dos cabezas. Es una mole que impone. Su padre es un
tirano, un hombre malvado que dentro de poco será el rey de la rica ciudad de
Siracusa.
Los dos están estudiando conmigo en el Ágora desde el primer curso,
con el mentor Demócrito. Un profesor muy exigente y digo exigente por no
decir ningún agravio como maniático, severo o inflexible. Él está empeñado
en enseñarnos su teoría de los átomos, esos trozos de materia que ya no se
pueden dividir más. Por lo visto todo lo que hay en el universo está
compuesto de átomos. Los ladrillos con lo que se construye todo lo que
vemos. Demócrito lo llama «materia indivisible», ¿de dónde sacará esas
extrañas doctrinas? Pero hay que reconocer que aprendemos muchas cosas
interesantes, no solo científicas, aunque él es principalmente un físico (un
científico griego que estudia la physis, la naturaleza). También nos enseña a
ser libres, a pensar, a reflexionar y a elegir lo que más nos conviene en cada
circunstancia y momento de la vida. No todo el mundo puede asistir a sus
clases, ya que es un hombre muy sabio y sobre todo un educador muy
solicitado. Ni siquiera los Sofistas le hacen competencia. Los ricos
comerciantes quieren a toda costa que sus hijos estén preparados para la
política, para que puedan desarrollar una exitosa carrera en el Senado, y sin
duda uno de los más grandes maestros vivos es el mío, Demócrito. A mí me
aceptó por la gran amistad que lo une con mi padre y porque dice que soy un
niño muy especial. No sé a qué se refiere con esa palabra. Especial es un
término muy ambiguo. En el curso pasado me indicó a solas que cuando
termine este último curso en el Ágora me debería plantear ir a la Magna
Grecia, las colonias que hay al sur de los etruscos para estudiar matemáticas
en la escuela Pitagórica. Dónde estudio mi padre Filolao. Por lo visto, según
mi maestro, soy muy bueno para el cálculo, pero a mí no me gusta esa idea.
Las matemáticas no simpatizan conmigo, aunque tampoco tengo claro qué es
lo que me gustaría hacer de mayor.
—¡¡¡Samuel!!! ¡¡¡Samuel!!! Venga baja, que vamos a llegar tarde —
gritaba ahora Alcibíades desde la puerta de su casa.
—¡¡¡Lo ves!!! Ya están aquí los salvajes de tus amigos —dijo Faina
desesperada— ¡mira que te lo dije! Seguro que estás hablando otra vez
solo… venga, sal corriendo, que llegas tarde el primer día. ¡Qué manía tiene
este niño con hablar consigo mismo!
—¡Te quiero mamá! Eres la mejor —el muchacho se abrazó a Faina y le
dio varios besos en la mejilla, calurosamente.
—No seas tan embaucador y vete rápido, que tu amigo Admes es capaz
de tirar la puerta con tantos golpes. ¡Qué barbaridad, qué niño tan enérgico!
Admes era como el héroe de Troya, Áyax; grande, ruidoso y fuerte como
un toro, pero muy noble. También un poco papanatas. No me puedo explicar
cómo es hijo de un hombre tan malvado: el Príncipe, futuro Rey de Siracusa.
Y Alcibíades es todo lo contrario; pequeño, rápido y silencioso; todo un
bribón. Los dos son mis mejores amigos. Estoy totalmente seguro de que si
fuera preciso algún día darían la vida por mí y yo por ellos. Formamos una
pandilla muy completa, ya que cada uno tiene cualidades muy distintas, por
lo que nuestras carencias individuales desaparecían cuando estábamos juntos.

—¡Buenos días niños! Espero que no hayáis vagabundeado


excesivamente este verano —decía Demócrito, ya en clase.
—Noooooo… hemos sido muy buenos —indicaban los chavales al
unísono, con tono socarrón.
—¿Habéis estudiado algo? —hubo un silencio. Nadie respondió—.
Bueno, espero que por lo menos algunos hayáis aprovechado el tiempo.
Venga, sacad las pizarras que vamos a apuntar algunas cositas para ir
calentando un poco esas cabecitas llenas de pájaros.
—¿Ya vamos a empezar? Yo creía que en el primer día no se hacía nada,
solo hablar de lo que hemos hecho en verano.
—Tú siempre igual, Admes, No hay manera de que cambies de talante.
Bueno, vamos a escribir las constelaciones que se ven en el cielo en este mes
de septiembre en los primeros instantes de la noche. ¿Alguien sabe alguna?
—todo el mundo en clase se giró para ver que decía Samuel.
—Andrómeda, Pegaso, Casiopea, Perseo, Acuario, Auriga, Osa Mayor,
Osa Menor, ¿sigo?
—Muy bien, se ve que has estudiado este verano. Venga, a copiar rápido
las constelaciones que ha dicho Samu.
—No me gusta que me digan Samu.
—Discúlpame. Samuel. Se me ha olvidado.
—Mi padre me lleva todas las noches al patio de nuestra casa —decía
Samuel mirando hacia abajo—, lo único que lo frena son los días nublados.
Él me hace repetir todas las constelaciones que se pueden ver cada jornada,
antes de cenar. Para él es una tradición sagrada que se repite desde que tengo
uso de razón, dice que es muy importante conocerlas, ya que en ellas está
nuestra historia. Además, por lo visto, así aprendo a orientarme para no
perderme por el mundo. O por lo menos eso es lo que él me explica.
—¡Tu padre está sonado! —dijo algún niño y todos rieron.
—¡Callad granujas! Conozco muy bien al padre de Samuel y sé
perfectamente lo raro que puede llegar a ser, pero hazle caso Samu, perdón,
Samuel. Él es un hombre muy culto y sabio, aunque un poco extraño.
—Ni lo dudes —dijo Samuel en voz baja algo avergonzado.
—Os tengo que dar una sorpresa: mañana no habrá colegio.
—¡¡¡Bieeeeennnn!!! —gritaron todos sin pudor.
—¡Callad! O me arrepiento y os castigo, como ya sabéis.
Todos callaron aterrados por la amenaza del maestro. Conocían a la
perfección los refinados castigos de Demócrito.
—Además, hoy, como es el primer día del curso, no os quiero exigir
demasiado, por lo que ya vamos a terminar la clase. Sé perfectamente que
habéis perdido la costumbre de estar tanto tiempo en el Ágora estudiando y
ahora tenemos otra vez que recuperarla, pero poco a poco, yo también estoy
desentrenado para sobrellevar esta jauría de lobos.
Se rieron todos los alumnos, imitando los aullidos de los lobos.
—Auuu, auuu… auuu, auuu…
—¡¡¡Callad!!! —Demócrito dio un fuerte manotazo en su mesa. Y todos
los alumnos se callaron al instante—. Pero si os voy a pedir un favor —dijo
ahora con tono suave y firme.
—Nooo. ¿Ya vamos a tener deberes? —dijeron los alumnos al unísono.
—Un trabajo para el próximo día que nos veamos. Hay que volver a
coger el hábito de hacer actividades.
—¿Para mañana? —dijeron todos asqueados.
—¡Callad! No lo digo más. Vuestra primera obligación en este curso será
para pasado mañana, el miércoles. El primer compromiso con el
conocimiento. Mañana no habrá clase; ya lo he dicho. Tendréis tiempo
suficiente para acabarlo sin agobios, así que no quiero escuchar más
lamentos.
—¡¡¡Nooooo!!! ¿Por qué? —exclamaron los alumnos—. Si no hemos
hecho nada malo.
—¡Qué exagerados sois! Tenéis un día entero sin clases para realizarlo y
encima os quejáis. Estáis tentando a la suerte y ya me estoy cansando de
niños tan flojos, sobre todo de ti, Admes.
—Yo ahora no he dicho nada profe —decía Admes sentado en su pupitre
en el que casi ni cabía. Tenía un tamaño descompensado comparado con
todos los demás.
—Tal y como iba diciendo, este trabajito especial aparentemente es fácil,
pero una vez que empecéis a recapacitar sobre ello os daréis cuenta de que es
algo profundo, nada cómodo de realizar, sobre todo para las mentes libres,
abiertas, críticas y flexibles que no se dejan guiar por la manada.
Otra vez se giraron todas las cabezas para observar a Samuel.
—¡Me queréis dejar en paz! —respondió Samuel que no le gustaba que
lo miraran tanto.
—¿Qué manada? —preguntó el más bobalicón de la clase.
—Calla Menón, que pareces tonto —rieron todos.
—La manada es la so-cie-dad —dijo Samuel, interrumpiendo la
algarabía— que mueve a los individuos de un lado para otro. Dirigiendo sus
vidas con obligaciones y tradiciones que no necesitamos y que en ocasiones
son absurdas y limitantes.
—Bueno, parece que nuestro amigo Samuel ya está despertando de su
letargo.
—Siga, siga, que me parece muy interesante esto que usted está
proponiendo —dijo Samuel.
—¡Pelota! —gritó alguien desde el fondo anónimamente.
—¡Callad! Como iba diciendo. Este encargo que os pido consiste en
pensar de un modo serio, detenidamente, sin prisas, sin presiones de la
familia ni de nadie, la profesión que os gustaría ejercer de mayor para
ganaros vuestro sustento económico y el de vuestro futuro clan. Intentad
recapacitar sobre algo que sea diferente a la profesión de vuestros padres. Yo
lo llamo el Elemento. Aunque casi seguro que acabaréis todos ejerciendo lo
que vuestros progenitores son (carpinteros, escultores, soldados…), como
marca nuestra dichosa e impertinente tradición, como muy bien ha dicho
nuestro compañero Samuel, pero aun así quiero que lo penséis bien,
reflexionéis sobre ello, ya que a lo mejor algunos de vosotros estáis hechos
para otros propósitos. Sería una lástima desperdiciar talento en cosas que no
os hacen felices y eficaces. Solo es un trabajo, unos deberes que os mando
ahora que vamos a comenzar en el último curso del Ágora. No os obliga a
nada, solo a responder y a reflexionar con libertad. No quiero cualquier cosa.
Y en buena medida, ahí radicará vuestra libertad, en saber qué os conviene en
cada momento. Quiero que lo dejéis bien reflejado en un trabajo de un papiro
de tres pous de largo como mínimo, explicando vuestras razones —no
paraban los alumnos de chismorrear y quejarse del primer día de clase.
—¡Callad perezosos! No os lamentéis tanto —Demócrito miró a Samuel
el cual estaba callado y pensando—. Os podéis ir ya… es el primer día y me
tenéis atolondrado de tanto griterío.
—¡Bieeeeeen! —vociferaron todos con todas sus fuerzas.
—Por hoy hemos terminado la clase. Venga, iros de una vez, fuera de mi
vista, que yo tampoco estoy preparado para estar mucho tiempo con vosotros
—Samuel seguía enajenado reflexionando—. Y recordad no venir mañana al
Ágora, no habrá clases, lo tenéis libre para que podáis hacer un excelente
escrito y no valen excusas. Nos veremos el miércoles con vuestros trabajos ya
realizados. No me falléis. El que no lo traiga completo que mejor no se
presente a clase ya que será su último día como alumno de Demócrito.

Cuando se dio cuenta, Samuel se había quedado solo en la clase. Recogió


sus cosas y salió corriendo avergonzado. No era la primera vez que le pasaba,
ni la última. Una vez fuera del Ágora, en plena calle, empezaron los corros de
amigos sin parar de hablar de cómo realizar dicho encargo.
—¡Vaya trabajito para ser el primer día! Demócrito siempre igual —
decía Alcibíades muy fastidiado—, menos mal que mañana no hay colegio.
—Bueno, no os preocupéis, nos vemos por la tarde en el puerto, ya se
nos ocurrirá algo para tenerlo terminado para el martes por la noche. Lo
entregaremos el miércoles sin retraso. Incluso nos sobrará tiempo para alargar
un día más las vacaciones de verano —decía Samuel.
—Sí tú lo dices —decía Alcibíades no muy convencido.
—Relajaos, que os ahogáis en un vaso de agua.
—Tú siempre lo ves todo fácil —decía Admes— y eso que casi no
puedes escribir con tus manos de trapo. La verdad que no te entiendo.
—¡Como tiene que ser! Si me ahogo antes de meterme en el mar, pocas
posibilidades tendré de sobrevivir. Por cierto, yo ahora me tengo que marchar
a la colina de Heracles, tengo que ayudar a mi padre. Me pidió que si por
casualidad salía temprano de clases le ayudase a medir la altura de un
peñasco que hay allí. Además, me quiere enseñar a realizar esa medición sin
subirme a ella. Creo que es midiendo su sombra. Una nueva técnica que ha
descubierto. Se llama proporcionalidad o algo parecido. Es un encargo que le
ha hecho nuestro alcalde Pericles.
—Samuel, tu padre Filolao siempre con sus inventos y cosas raras,
¿cómo va a hacer eso? ¿sin subirse a la roca? ¿y para qué? —dijo Alcibíades
— ¡Qué cosas más extravagantes tiene tu viejo! Es raro y extraño como
nadie. Lo tienes que reconocer.
—¡Yo qué sé! No tengo ni la menor idea de cómo lo quiere realizar, pero
por lo visto es para calcular la cantidad de tierra y piedra que se podrá extraer
de ese peñasco tan enorme que hay en la colina de Heracles.
—Sí, ya sé cuál es —decía Alcibíades— le llaman el ojo de Polifemo.
Dice la leyenda que es el ojo del gigante cíclope que luchó contra Ulises, que
lo trajeron rodando hasta Atenas hace muchos años, y con el tiempo, por
culpa de una maldición o algo parecido, se convirtió en una monumental
piedra: el Peñasco del Ojo de Polifemo.
—¡¡¡Madre mía!!! ¡Pues ya era grande el cíclope! Porque el peñón es
gigantesco. Y si ese peñasco era su ojo… —decía Admes— Por qué…
¿Estamos hablando del ojo que pinchó Ulises con su lanza dentro de la
cueva?
—Sí, cabeza dura, ese mismo —dijo Samuel—. Qué cosas tiene nuestra
historia. Bueno, no lo digo más. Yo me voy. ¡Hasta luego! Nos vemos por la
tarde en el puerto del Pireo.
—¿Podemos ir contigo para ver cómo tu padre piensa hacer semejante
hazaña? —dijeron los dos amigos, muy curiosos, sin saber a dónde ir el resto
de la mañana.
—No sé, a él no le gustan las visitas inesperadas y espontáneas. Como ya
sabéis es una persona muy solitaria y selecta —Samuel silenció un momento
y pensó que hacer—. Venid de todos modos, no creo que pase nada por
intentarlo, pero antes dejadme preguntárselo, por si se molesta y os arroja
alguna piedra a la cabeza… no es la primera vez que pasa ¿O no te acuerdas
Alcibíades de la última vez que fuimos con él al templo de Ares? ¿Te
acuerdas de lo que pasó?
—¡Es verdad! Todavía me duele el casco cuando me peino por las
mañanas. Me dio un bastonazo en la cabeza que casi me abre el cráneo, ¡qué
dolor! ¡Por Zeus no me recuerdes eso, que me tiemblan las rodillas y me
entra fatiga! Y todo por una inocente pregunta que le hice. Tu padre es un
desequilibrado. Ya se me estaba olvidando aquel suceso y me has recordado
aquel día… cállate por favor.
—Venga, vamos, que seguro que se alegra al vernos.
—¡Lo dudo Samuel! Eres muy inteligente para algunas cosas, pero para
otras como la sabiduría de entender el comportamiento de las personas, tus
semejantes, tu padre, tienes mucho que aprender. Creer que Filolao se
alegrará al vernos es algo irracional.
—Yo de todos modos no me acerco hasta que no se lo preguntes
personalmente —dijo Alcibíades temeroso.
—Vale, no os preocupéis. Todo está controlado. Primero yo se lo
pregunto y luego os aviso para que os acerquéis sin peligro.
—Yo no le tengo miedo a tu padre —dijo Admes con cara infantil y
cuerpo de gigante—, se lo tengo a su bastón.
—Algunas veces pareces tonto —resopló Alcibíades.
—No me insultes.
—Tranquilo que se lo preguntaré antes de que lleguéis, para que no pase
ninguna desgracia.
—Vale —dijeron los dos amigos.
—Pero antes podríamos desayunar, que tengo mucha hambre —dijo
Admes tocándose la barriga.
—Tú siempre igual —rieron todos—. Eres un cíclope glotón, como
Polifemo.
—¡Venga! Compremos un poco de pan de cebada y algo de queso de
cabra en la tienda del Tangado y nos vamos enseguida que tengo prisa —dijo
Samuel.
—Buena idea, vamos…

“Nada existe excepto átomos y espacio vacío;


todo lo demás son opiniones.”

Demócrito
Filósofo griego y físico que estudió la Physis
(La Naturaleza)
460 a. C. - 370 a. C.
2. La Gran Solución

—¡Hola, papá! —dijo Samuel a su padre, el cual estaba de espalda


estudiando un plano en medio de la explanada.
—¡Ya estás aquí! Al final has podido salir pronto del Ágora. Me alegro
mucho. Quiero enseñarte una cosa, ven.
—Espera… un momento por favor… ¿No te incomodará si traigo a mis
amigos… a esto que vamos a hacer ahora? Es que ellos están muy interesados
en ver cómo vas a medir la altura de una roca tan grande y sin tener que
subirte a ella. Y la verdad sea dicha yo también estoy muy intrigado.
—Dudo que tus amigos tengan interés en ver cómo trabajo, ¡solo piensan
en vagabundear! Seguramente se habrán quedado sin saber a dónde ir. Y nada
más.
—No seas así, papá. Sabes que eso no es verdad.
—Bueno… vale, dile a esos cabroncetes que salgan de sus escondites,
seguro que ya andarán cerca, huelo desde aquí a excremento ¿o me equivoco?
—No te equivocas, padre. Están detrás de esos arbustos de allí. ¿Los
ves? Detrás del olivo… —Samuel señaló con la mano— pero por favor, no
les digas cabroncetes. No me gusta cuando hablas así de ellos. ¡Son mis
amigos!
—Ya los distingo. A tu amigo Admes se le ve la molleja, es muy difícil
que se pueda esconder, con ese cuerpo tan descomunal. Menos mal que la
naturaleza es sabia y le ha dado poca inteligencia —Filolao reía con fuertes
carcajadas, y Samuel resoplaba por los comentarios ofensivos de su padre
hacía sus compañeros—. ¡Pero que estén calladitos! A la más mínima
impertinencia, se van por dónde han venido y con dos bollos en la cabeza
cada uno.
—No te preocupes padre, que se portarán muy muy muy bien —decía
Samuel teatralmente con los ojos cerrados—.
—Hijo, no te burles de mí, que soy tu padre. Un respeto.
—¡Relájate por favor! Que se te va la cabeza con mucha facilidad. Sé
más fino y delicado con ellos. Te tienen mucho miedo y respeto, sobre todo
desde aquel día que casi le revientas la cabeza a Alcibíades ¿O es que ya no
te acuerdas?
—Pobrecito, es verdad. Ese día no supe contenerme. Pero bueno —dijo
Filolao de Crotona con media sonrisa.
—Tú nunca has sabido contenerte padre.
—Seguro que aquel mamporro le habrá venido bien. Indudablemente,
ahora es más cauto gracias a mí. Me tendría que haber dado las gracias —reía
el matemático—. Espero que algún día lo haga.
—¡¡¡Cállate, por favor!!! —dijo Samuel muy alterado—. No digas tantas
atrocidades. Menos mal que sus padres no te denunciaron al consejo de
Atenas por violencia infantil. Si lo hubiesen hecho, hoy día estarías
desterrado fuera de la ciudad. Y muy posiblemente estaríamos malviviendo
quién sabe dónde. Seguramente en algún oscuro rincón de alguna pequeña
isla del Egeo pasando miserias.

Filolao, después de escuchar las sinceras y directas palabras de su hijo


abandonó la conversación secamente. Con la cara acartonada empezó a
preparar sus útiles mientras Alcibíades y Admes se acercaron lentamente tras
la señal que les hizo Samuel desde lejos.
El científico iba sacando cuerdas y listones. A continuación, clavo en la
tierra un palo de madera verticalmente. Como si él estuviera solo, se
concentró en sus asuntos sin prestar atención en nada más. Se colocó de pie
en la llanura mirando fijamente al sol, se quedó pensativo bastante tiempo.
Enérgicamente empezó a correr a su modo destartalado hacía la sombra del
peñasco, el Ojo de Polifemo. La verdad que aparentaba estar loco de remate,
incluso algo peligroso. Filolao es un hombre con una estatura
desproporcionada, muy alto, de extremidades delgadas, barriga puntiaguda y
con un ímpetu extremo en todo lo que decía y hacía. Sinceramente, imponía
verle mover los brazos con esas manotas, derramando tanta energía para
realizar cualquier actividad por simple que fuera. Con esos pelos tan largos y
alborotados y esa mirada tan penetrante, con los ojos fuera de sí… todo
ayudaba a tener aspecto de hombre delirante. Además, siempre llevaba puesto
su viejo himatión. Una típica túnica masculina ateniense para salir a la calle;
pero no una normal, la suya tenía más de veinte bolsillos y cada saquito
siempre con algo en su interior, ninguno estaba vacío, útiles raros y extraños
como su personalidad: tizas, cuerdas, compás, lápices, reloj de arena, mapas,
amuletos, astrolabios, raíces, polvos rojos, naranjas, amarillos… Una toga
repleta de bolsillos y agujeros por todos lados. En más de una ocasión por
alguno de esos boquetes se le veían sus vergüenzas; incluso llegando a
enseñar su pajarito, como un jilguero asomado en su nido.
—Samuel, ¡qué horror! Mira tu padre ¿Qué está haciendo?
—No sé, pero me da mucha vergüenza. Qué espanto me da cuando se
comporta de este modo tan chocante, esto a mi madre la pone muy nerviosa y
triste. A ella no le gusta que se burlen de él, pero con estos comportamientos
se presta a ello.
—Y que lo digas. Está como una cabra. Mira, mira, cómo corre. Qué
desconfianza me da. Y cuando se agacha se le ve la raja del culo —se reían
los muchachos—. Podría tirar esa túnica de una vez para siempre, que está
viejísima. ¡Tu padre es un tacaño!
—Tú díselo, verás lo que te responde. Nosotros no somos ricos, pero
tampoco pobres. Pero él es muy difícil de llevar. Y esas extravagancias están
fuera de lugar en mi familia. En fin, ya lo sé, él es lo que se dice un chiflado
en toda regla. Con esas barbas tan largas, si no fuera por lo listo que es,
seguramente lo hubieran echado de Atenas hace mucho tiempo. Pero él es el
matemático y el astrónomo de Pericles. Es intocable. No lo olvidéis. ¡¡¡Y
dejad de insultarle, no me gusta, es mi padre!!!
—Bueno, no te enfades. Solo estábamos bromeando.
—Sí yo sé que es raro, pero es que es mi padre. Y a pesar de todo lo
quiero mucho. Mi madre siempre dice que es increíble que yo sea hijo suyo,
ya que somos la noche y el día. Con lo vergonzoso que yo soy; y mi padre
todo lo contrario. Pero tenemos perfectamente claro cuál es nuestro lugar
como padre e hijo, y eso es muy importante.
—Tráete las cuerdas, Samuel —gritó Filolao interrumpiendo la
conversación de los muchachos.
—¡¡¡Ya voy papá!!!
—Bueno, ¿sabéis algo de trigonometría?
—¿Eso qué es, señor Filolao? —preguntó Admes.
—La trigonometría es una rama de la matemática que se fundamenta en
la medición de los triángulos. En términos generales, la trigonometría es el
estudio de las razones trigonométricas. Posee numerosas aplicaciones, entre
las que se encuentran las técnicas de triangulación.
—¿Y eso para qué sirve? —volvió a preguntar Admes.
—¿Sabéis que es la regla de tres?
—La que dice que hay que comer tres veces al día —volvió a interrumpir
Admes sin pensar en las consecuencias.
—¡Te voy a dar un bastonazo, niñato, que te vas a enterar!
—¡¡¡Nooo!!! ¡¡¡Tranquilo!!! —sonó un golpe seco como si hubieran
partido un melón— ¡Que era broma! ¡Ay! Que duele mucho —gritaba
Admes.
—¡Qué brutalidad, papá! —dijo Samuel viendo a su amigo tirado en el
suelo con la mano en la cabeza, manchada con un poco de sangre.
—Eso no ha sido nada para lo que te mereces —Filolao le pasó un trapo
para que se lo pusiera en la cabeza— ¡Que sea la última vez que me
interrumpís para decir una bobada de esa magnitud!
—¡Padre, te has pasado dos pueblos! No tenías que haberle dado esos
calabazazos a mi amigo Admes. Algunas veces me das miedo. Y yo que tú
tendría más cuidado, por lo menos con él, el día que se enfade pasarás un mal
rato, no te puedes ni imaginar la tremenda fuerza que tienen sus manos. Estás
tentando a tu suerte, padre.
—Cállate, Samuel. Déjalo todo como está—dijo Admes tirado a todo lo
largo que era en el suelo—. No digas eso.
—Perdóname, chaval. Es que hoy estoy un poco nervioso. Esta medición
me la ha encargado el alcalde de Atenas. Pericles. Y hay que ser muy
meticuloso.
—No pasa nada —dijo Admes, intentando quitar hierro a lo que había
ocurrido.
—Qué raro, papá. Pericles también se va a reunir mañana con Demócrito
para preparar un proyecto de una construcción. Por lo que me dijo
Demócrito, es una muralla o algo parecido lo que quieren levantar. A lo
mejor piensa sacar las piedras y la arena de este peñasco.
—Puede ser. No sé. Eso no me interesa. Lo que sí me preocupa, y
mucho, es hacer bien lo que me ha encargado. Calcular su altura, para luego
calcular su volumen. Así que, sigamos. Y perdóname, muchacho —Filolao le
tendió la mano a Admes para ayudarle a incorporarse—. Pero dejadme hablar
sin interrupciones. Ya no sois unos críos.
—Venga, padre, siga con la explicación.
—Bueno, como iba diciendo, la regla de tres o regla de tres simple es
una forma de resolver problemas de proporcionalidad.
—¡Cómo me duele la cabeza! —decía Admes tocándose la mollera.
—Calla, que se va a liar otra vez… —dijo Alcibíades.
—¿Y todo eso para qué sirve, papá?
—Vamos a ver. Hagámoslo y lo entenderéis mucho mejor. Primero
vamos a medir la altura de este palo que he clavado en el suelo, luego,
medimos su sombra y, por último, medimos la sombra del peñasco con esta
cuerda. Ya veréis cómo medir la sombra es mucho más fácil y preciso que
tener que subir a una montaña, o a un árbol, o a un monumento… ¿No creéis?
—Sí, eso lo entendemos… ¿Pero… qué hacemos con esos datos, señor
Filolao? —dijo ahora Alcibíades temeroso.
—¡La regla de tres simple! —los chavales se quedaron callado sin saber
qué decir—. En este caso el palo mide dos pous de longitud, y su sombra
mide un pou y medio. Solo hay que compararlo con los de la sombra de la
montaña.
—No entiendo nada, don Filolao —decía Alcibíades dando un paso
hacia atrás por si acaso.
—Vamos a ver. La sombra de esta montaña mide 150 pous, pues
multiplicamos 150 por dos y lo dividimos por uno y medio; y nos saldrá lo
que mide la montaña de alta, en este caso 200 pous. Y con estos datos puedo
calcular su volumen. Sabiendo su perímetro, sabremos su volumen. Vamos a
ver lo voy a escribir todo aquí. Para que lo tengáis claro:

150 pous sombra de montaña > ¿Altura de la roca?


1.5 pou sombra del palo > 2 pous altura del palo
(2x150)/1.5=200 pous =A la altura del Ojo de Polifemo.

—¡Qué chulo! Con este método podemos medir la altura de cualquier


cosa, incluso las pirámides de Egipto. Y sin subirnos a ellas —decía Samuel,
comprendiendo que era algo útil.
—Claro. Lo que queráis medir. Un árbol, un monumento o lo que sea.
Incluso podéis averiguar la distancia a la que se encuentra un objeto lejano en
la otra orilla de un río. Pero eso, otro día. Ahora no hay tiempo de más
explicaciones.
—¿Pero no será peligroso utilizar el ojo de Polifemo para construir
cualquier cosa? ¿No? —dijo Alcibíades.
—¿Y por qué tiene que ser peligroso? No entiendo. ¿Qué estupidez estás
hablando, niño?
—Polifemo es uno de los hijos de Poseidón, dios del mar. A ver si se va
a enfadar —replicó Alcibíades temblándole las rodillas.
—¿Enfadarse? ¿Quién? ¿Zeus? ¿Polifemo? ¿Poseidón? ¿Quién? Los
dioses no saben que existimos. Eso que has dicho es una soberana tontería —
dijo Filolao irritado.
—Si usted lo dice… pero no se enoje, que no es para tanto.
—Los dioses no se enfurecen con estas simplezas. Para ellos no somos
nadie. Además, por lo que tengo entendido, Poseidón no se puede acerca a
nuestra ciudad. Creo que lo tiene prohibido. Él sabe perfectamente que
nuestra patrona es la diosa Atenea, la que le ganó en una pelea por la
propiedad de nuestra ciudad. Poseidón tiene la entrada prohibida a nuestra
capital. Así que se terminó la clase de religión. Que son temas para personas
bobas.
—Pues dejémoslo ya, usted perdone por el comentario.
Alcibíades no quería seguir importunando con este tema a un hombre
exageradamente agnóstico, que además, le sacaba un cuerpo de estatura y que
en cualquier momento le podía dar un tremendo porrazo.
—Lo que no entiendo es para qué querrán construir una muralla, señor
Filolao —preguntó Admes con el trapo salpicado de manchas rojas
presionándolo sobre la herida.
—¿Tú no serás tonto de remate?
—Papá, ya está bien de insultar.
—¿Qué os turnáis para decir necedades? Ya lo he dicho. No lo sé. Medir
el ojo de Polifemo es un encargo de Pericles, es lo único que sé y lo único
que me interesa.
—Yo creo que Pericles le ha hecho este encargo a mi padre porque se
aproxima una guerra muy larga —interrumpió Samuel de espaldas a ellos,
intentando disimular lo que ya sabía perfectamente—. Y por eso creo que
nuestro alcalde quiere hacer un muro muy grande, para rodear Atenas hasta el
puerto y protegernos. Necesitan sacar muchas piedras y tierra de este
peñasco, que es perfecto para ello. Está cerca de la ciudad y se ve que es
duro.
—¿Pero de quién nos tenemos que proteger? —preguntó Filolao
sorprendido por el comentario de su hijo.
—Para proteger a la metrópolis desde el puerto con unos muros
megalíticos, —dijo Samuel.
—¿Pero de quién, listillo? ¿De quién hay que protegerse?
—Seguramente, de Esparta —se hizo un silencio alrededor de Samuel—.
Las relaciones con ellos cada vez están peores. O es que no escucháis los
rumores que se hablan en todas partes.
—Yo no he escuchado nada, hijo mío —dijo Filolao.
—Papá, pero es que tú nunca sales a la calle, no hablas con nadie.
¿Cómo te vas a enterar de algo?
—No me gusta la gente, hay muchos incultos que hablan y opinan de
cosas que no deberían… ¿algún problema?
—Ninguno. Cada uno elige su forma de vida, o debería. Pero bueno, no
hablemos de eso, que ya se irá viendo qué pasará con los espartanos, que no
hay que dramatizar tanto.
—Por cierto… ¿Cómo os ha ido en el Ágora en el primer día de colegio
con mi buen amigo Demócrito?
—La verdad, papá, que ha sido como siempre. Una clase inesperada. Nos
ha mandado un trabajo muy extraño que no sabemos cómo comenzar y, lo
que es mucho peor, tampoco cómo terminar.
—Bueno, explicadme de qué se trata eso tan difícil que os ha pedido.
Verás que no es para tanto.
—Hay que hacer un trabajo en un papiro de tres pous como mínimo de
largo, explicando detalladamente lo que nos gustaría ser de adulto, nuestro
futuro oficio. El trabajo o actividad que desearíamos realizar para vivir.
Nuestro sustento y el de nuestra futura familia. Y exponerlo dilatadamente.
Demócrito lo llama el Elemento.
—Y encima —interrumpió Alcibíades fastidiado—, no vale poner la
profesión de nuestros padres.
—Tú sabes, Samuel —hizo una pausa Filolao—, o deberías, que yo
nunca te presionaría para forzarte a que sigas mi oficio matemático. Como
suelen hacer los improductivos de los demás patriarcas —Filolao apoyó sus
manos en los hombros de los amigos de Samuel—. Aunque tienes que
reconocer que sería un oficio cómodo para ti. No requiere de destrezas
manuales y encima eres muy bueno para el cálculo.
—Lo sé, padre, pero yo soy libre, me habéis educado así, por eso es más
complicado para mí, no como han hecho con los demás niños en Atenas. Y
eso trae unas responsabilidades que ellos no tienen. Seguir la tradición es lo
más fácil. Lo difícil es partir esas cadenas que nos atan.
—Vaya con estos dos pájaros. Tal para cual —dijo Alcibíades
susurrándole en la oreja a Admes—. Ya sé de dónde ha sacado esa boquita
nuestro Samuel.
—Ser libre en ocasiones es muy duro —decía Filolao—, aunque
indudablemente es muchísimo más divertido. Equivocarse es una bendición,
no lo olvides, hijo.
—Padre, lo que no se me olvida ningún día de mi vida es que tengo una
discapacidad física, que me limita a la hora de elegir la forma idónea para
ganarme la vida en el futuro. Que me restringe en mi día a día. Complicado
veo encontrar mi Elemento; algo que me guste, que sea rentable
económicamente y que a la vez sea posible de realizar por mis manos, sin
fuerza. No sé. No creo que lo encuentre.
—¿Yo no te he enseñado que puedes hacer de todo? Jamás digas esas
palabras tan deprimentes. No eres un discapacitado. Tú no estás impedido
para realizar algunas actividades, sino que tiene que realizarlas por otros
medios distintos a los habituales. Solo es eso.
—Vale, perdón, ¡pero es que no sé de qué puedo vivir cuando sea
adulto!, ya que las manos no son mis mejores aliadas para trabajar en oficios
manuales. No sé por dónde empezar. Además, quiero ser feliz en algo que me
agrade. Independiente a mis capacidades físicas.
—No todos los oficios tienen que ser estrictamente manuales. Y tu don
precisamente no está en las manos.
—Señor Filolao, perdone que interrumpa vuestra interesante
conversación padre e hijo —dijo Admes—, pero si le sirve de consuelo,
nosotros tampoco tenemos ni la menor idea de lo que queremos ser de
mayores, de adultos, y tenemos las manos bien. ¿Cómo hacer este encargo?
¿Por dónde empezar?
—No seáis mentirosos y falsos. Tú, Admes, serás Rey de Siracusa, y tú,
Alcibíades —Filolao giró la cabeza para mirar al otro chaval— médico.
Como tu padre. Un medicucho, que ahora aspira a la política. No creo que
tengáis valor para contradecir la tradición y mucho menos a vuestros
progenitores.
—No seas tan negativo, papá. Eso solo lo dirá el futuro. No tú. ¡Vaya
cómo estás hoy!
—Tenéis que reflexionar —dijo Filolao, interrumpiendo a Samuel—.
Tenéis que recapacitar sobre qué podéis aportar a la sociedad. Qué tenéis
dentro de vosotros que os hace únicos. Y qué actividades os hacen felices y
plenos cuando la estáis desempeñando independientemente de vuestras
capacidades.
—Mañana no habrá colegio, tendremos todo el día para realizarlo —dijo
Alcibíades mirando al suelo.
—Más fácil lo tenéis todavía. Más tiempo. Así que, basta de quejas. Hay
que buscar soluciones y no lamentarse tanto.
—Podemos quedar en mi casa si queréis —dijo Admes—. Allí hay
mucho espacio, mi casa es muy grande y nadie nos molestará.
—Yo os recomiendo, especialmente a ti Samuel, querido hijo, que
mañana martes lo dediquéis por entero a preguntar a toda la gente gloriosa de
Atenas por su profesión, intentando encontrar en sus profesiones la vuestra, la
que vosotros podáis ejercer y la que os viene bien por vuestras cualidades
como seres humanos. Preguntar por qué son lo que son, y en qué consisten
sus oficios. Y de camino le podéis sonsacar si son felices con ellas… Hay
muchos oficios, más de los que os imagináis. Investigad, os llevaréis una
sorpresa.
—¡¡¡Muy buena idea, papá!!! Eso haremos. Esta tarde me la pasaré
organizando las personas que visitaré mañana.
—Al mismo tiempo, hijo, te aconsejo que tú vayas solo, sin tus amigos,
ya que ellos tienen otras razones que valorar, y te pueden confundir. Y por la
tarde, si queréis, os encontráis en algún lugar para terminar, comparar y
escribirlo juntos si os apetece. Pero en principio, cada uno por su lado.
—A mí me parece buena idea ¿Qué pensáis? Y decidlo sin miedo, que
mi padre no se enfadará, ¿a que no papá?
—No, de verdad. Os lo prometo. Tenéis una idea muy distorsionada de
mí.
—Yo creo que es buena idea —dijo Alcibíades.
—Yo pienso igual, Filolao —dijo Admes relajadamente.
—Cuidadito con las confianzas. Se dice “señor Filolao”.
—Después dice que tenemos una idea distorsionada de usted. ¡Madre
mía, qué hombre tan fanático!
—Bueno, ya está todo dicho —saltó Samuel con una repentina prisa—.
Nos veremos mañana, pero vámonos ya de una vez a casa —resopló Samuel
— que tengo muchísima hambre. Me está rugiendo el estómago. Luego, a la
tarde, me quiero ocupar de mi lista de personajes célebres de Atenas a los que
visitaré mañana. Me parece que hoy no voy a poder salir. Como ya he dicho,
hoy quiero preparar el equipaje, ya que tendré un día largo e intenso.
—¡Vale, Samuel! No te preocupes, nosotros lo entendemos
perfectamente. También saldremos por separado, y haremos lo mismo que tú:
preguntar a las personas ilustres de nuestra ciudad, para buscar nuestro oficio
ideal, aunque nosotros, como ya ha señalado tu padre, lo tenemos claro. Yo
posiblemente seré médico, hijo de otro gran médico, Clinias —Filolao miraba
con asco al muchacho—. No sé. Me parece también seductor ser un político
—dijo ahora dudoso.
—¡Qué niño tan pedante! —soltó el científico.
—Y yo, Admes —saltó enérgico— seré el próximo rey de Siracusa. Pero
nunca seré un tirano, como mi padre.
—Eso ya se verá —dijo Filolao—. De esas cosas se encargará el destino.
—A este hombre no hay quién lo entienda, ahora nos da la razón —dijo
bajito Alcibíades.
—Ya nos veremos mañana por la tarde en el puerto del Pireo, que seguro
que habrás puesto muy nerviosa a mucha gente a lo largo del día con tantas
interrogaciones. Con lo que te gusta preguntar, Samuel —dijo Admes.
—No seáis tan exagerados con mis interrogatorios —dijo Samuel—, que
no es para tanto.
—Bueno, adiós. Nos vemos mañana, donde siempre, cuando el faro del
puerto se encienda —dijo Alcibíades.
—Nos veremos mañana —dijo Filolao produciendo un silencio—. ¿Pasa
algo? A lo mejor os veo, quién sabe…
Se fueron cada uno por su lado. Samuel con su padre hacía su Oikos
(casa), que se encontraba en la zona este del extrarradio de la ciudad. Cerca
del Pireo. Y los dos amigos por otro lado, ya que querían quedarse un rato
más zanganeando por las calles de Atenas.

“Los hombres mueren porque no


son capaces de juntar el principio con el fin.”

Filolao de Crotona
Matemático, astrónomo y en secreto, otros oficios...
470 a. C. – 380 a. C.
3. Planificando la jornada

Samuel se llevó toda la tarde y parte de la noche preparando un plan para


seguir al día siguiente. Ideando a quién visitaría y las preguntas que les haría
a esos personajes gloriosos de su ciudad. Atenas, el ombligo del mundo,
estaba repleto de personas y oficios interesantes por descubrir. El muchacho
se encontraba muy emocionado, ya que por primera vez en su vida se
enfrentaba a su futuro; y eso nunca lo había hecho, o por lo menos jamás se
lo había planteado de este modo tan serio y formal.
—Yo no le temo a nada ni a nadie —reflexionaba Samuel en su cuarto
en un monólogo continuo—. Me considero muy listo, astuto, me adapto a
cualquier circunstancia… aunque esté feo decirlo, pero es que es la verdad.
Sin embargo, hay que reconocer que sería bastante torpe por mi parte intentar
trabajar en oficios que me costarán muchísimo esfuerzo realizar; oficios
manuales (alfarero, picapedrero, hoplita, carpintero)...
Samuel (como todos los niños) tenía algo que lo hacía especial, diferente
y único; solo había que descubrirlo. Pero él no era un niño normal. Por un
lado, estaba su discapacidad, que lo convertía en alguien diferente, y luego,
su inaudita educación. Eso lo convertía en un ser irrepetible, mucho más que
cualquier chaval de Atenas. Buscaba ser útil a la sociedad. Aquello para lo
que había nacido y cómo no, sentirse completo. El sentido de su vida.
Encontrar su Elemento. Y por supuesto él no quería conformarse con
cualquier oficio solo porque fuera viable para sus manos.
—Qué astuto mi maestro. Ya estamos en sexto curso, el último, y ya nos
está preparando el mejor camino a seguir.

Todos los niños por tradición, comodidad, vergüenza, o no sé qué, tienen


claro a qué dedicarse de adultos, ¡la profesión de sus padres! Y con eso se
termina el problema. Casi siempre suele ser así. Pero a mí no me vale eso, de
ese modo tan simple; me encantaría ser como ellos, todo sería mucho más
fácil, pero yo no soy de ese modo, me cuesta aceptar las cosas sin haberlas
reflexionado, sin yo haberlas elegido, sin haberlas madurado antes. No sé.
Además, a mí no me cautivaba a lo que se dedica mi papá; las matemáticas,
¡sin embargo, la astronomía sí me gusta! Pero creo que con un Filolao en el
mundo es suficiente. No pongamos en peligro a la humanidad con dos.
Reflexionaba sobre su futuro… Hasta que, sin llamar a la puerta de su
habitación, entró su madre de sopetón…
—¡Hola, cariño! ¿Qué haces todavía en el cuarto? ¿Es que no piensas
bajar a cenar?
—Estoy preparando el equipaje para mañana. Para pasar el día fuera. Ya
me queda poco.
—¡Vaya con el extraño trabajito del profe para comenzar el curso! Pero
estoy segura de que te vendrá bien reflexionar sobre tu futuro, ya que es una
pregunta que tendrás que responder tarde o temprano. Y creo que ya es hora
de afrontarla. Vas a terminar este año en el Ágora y te tienes que decidir por
algo, hay muchas posibilidades.
—Ya lo sé mamá. Precisamente eso estaba pensando ahora mismo. Me
han venido muy bien estos deberes de Demócrito. Que ya tocaba pensar en
ello. Mi futuro para cuando vosotros ya no estéis.
—Bueno, tranquilo, que nos queda mucha cuerda todavía. No me quites
de en medio, que es pronto.
—Ya lo sé, mamá. No te molestes.
—Que es broma —rieron los dos, en un manso abrazo.
—Los demás niños pueden demorarse en no reflexionar sobre su futuro,
estos asuntos no le corren prisas, pero tú tienes que ir ya pensando en estas
cuestiones prematuramente —le decía Faina acariciando el largo cabello
negro que tenía su hijo—. Hay que preparar la forma de ganarte la vida con
prudencia y sabiduría. Nosotros no somos ricos, no te podemos dejar el
sustento resuelto. Asimismo, todos los niños especiales, con discapacidad
física, maduran antes de lo normal, antes que sus compañeros, ya que la
discapacidad y ciertas circunstancias vitales siempre traen maduración
anticipada. Tu futuro no es fácil, y hay que ir preparándolo meticulosamente.
¿Por qué no me cuentas a quién vas a visitar mañana, y cómo lo piensas
hacer?
—Primero iré a ver a Pericles, nuestro Estratega. A primera hora será
más factible, ya que es un hombre muy ocupado. El alcalde de Atenas tiene
siempre a mucha gente que atender, pero a primera hora será mucho mejor,
estará más despejada la entrada a la alcaldía. A esa hora será viable una
entrevista con él, por lo que me tendré que levantar muy temprano.
—Muy bien pensado cariño. Pericles es una buena elección para
comenzar. Es la figura más importante de toda Atenas y efectivamente es un
hombre muy ocupado. Tendrás que ir muy temprano. Sigue.
—Luego iré a ver a Fidias, el gran escultor y pintor de toda Grecia, el
responsable de la construcción más gloriosa del pueblo heleno, el Partenón de
Atenea.
—Ten cuidado con ese hombre, es malo y rencoroso. Me tienes que
prometer que no le dirás a Fidias que eres hijo de Filolao y de Faina. Es una
vieja historia con el anciano escultor que por un motivo u otro nunca te
hemos contado. Mañana por la noche, cuando vuelvas, si quieres te la narraré
con todos los detalles. Ahora no es momento, no hay tiempo para ello, tienes
que cenar y acostarte pronto —Faina enmudeció y reflexiono un momento—.
¿Por qué no borras a este hombre de tu lista? Yo te podría aconsejar varios
mejor que ese rancio y agrio personaje.
—¡Mamá! Es el mejor escultor, arquitecto y pintor de nuestra historia.
No me lo puedo saltar. Es primordial visitarlo para conocer sus oficios y sus
propiedades.
—Yo ya te lo he advertido. Es mala persona. Tú verás.
—Bueno, intentaré acordarme y pensar en ello. Luego, más tarde iré a
ver a Sófocles, el dramaturgo de nuestro teatro griego. El creador de la
Tragedia.
—¡No le digas a Fidias que eres nuestro hijo!
—Ya te he dicho que vale. No insistas, ya lo he entendido.
—Con Sófocles también tienes que tener mucho cuidado. Por lo visto,
cuenta todo el mundo que es un depravado.
—¿Un depravado? ¿Qué es eso?
—Que es un sátiro. Le gustan los muchachos jóvenes y bellos. Y te
recuerdo que tú eres joven y muy hermoso.
—¿Un sátiro no es lo que va a las fiestas dionisiacas? No te entiendo,
mamá. ¿Qué importa eso?
—Mucho. Siempre está metido en fiestas con sátiros y bacantes.
Simposios con mucho exceso y descontrol. Hay muchas cosas que todavía no
conoces de nuestra cultura. Y algunos personajes ilustres confunden la
educación con su destrucción.
—¡Caramba! Como está el patio, hay más corrupción de lo que me
imaginaba. No sé si seguir contándote. Cada vez que te comento algo de
alguien lo pones tibio.
—Solo pretendo protegerte —dijo Faina achuchando a su hijo con
arrumacos.
—Bueno, si tú lo dices… más tarde iré a ver a Heródoto, el historiador,
el hombre más culto de la tierra. Luego a Hipócrates, el mejor médico. Luego
a Cimón, el gran militar; y por último a Sócrates. Este último dice la gente
que es un nuevo sabio que vagabundea por la polis, interrogando a todos
sobre cuestiones sin respuestas.
—Me parece muy bien. Una excelente lista. Sobre todo, Pericles y los
últimos personajes. Además, no es ni muy larga ni muy corta. Podrías haber
añadido algunos más que se me están ocurriendo ahora mismo, pero todo eso
lo tienes que hacer en un solo día, y meter a más protagonistas en ese
inventario te complicaría mucho conseguir que te dé tiempo a verlos a todos.
Está muy bien, estoy muy orgullosa de ti, amor mío —Faina le dio un beso
en su mejilla—, ¡te estás haciendo todo un hombrecito!
—¡Quita, quita! No me des tantos besos, que ya no soy un niño pequeño.
Mamá, ¡tengo casi quince años! Ya me afeito a navaja.
—¡No seas grosero! Que lo que tienes en la cara son cuatro pelos mal
contados. Eres mi niño y siempre lo serás; no lo olvides. Bueno, te prepararé
la comida para llevar, ya que pasarás todo el día fuera.
—Gracias, mamá, eres la mejor madre. Pero creo que me llevaré dos
óbolos de mi hucha, para comer en la calle, me compraré un pan de cebada
con algo de queso de cabra en la tienda de Sofía. Aunque no creo que acepte
mi dinero, ella siempre me invita.
—¿Con qué vas a ver a Sofía? Hmmmm.
—¿Pasa algo? ¿Por qué pones esa sonrisa tan sarcástica?
—No, por nada. ¿Últimamente, la ves mucho?
—Mamá, que te veo venir… No pienses cosas que no son.
—¿No seréis novios?
—¡Mamáááááá! No digas tonterías. Es mi amiga de toda la vida. Es
como mi hermana. Se crio en casa, conmigo. Y te informo de que no la veo
tanto como tú dices.
—Ella no es tu hermana. Solo estuvo viviendo algunos años con nosotros
—dijo Faina.
—¡Cállate! Por favor, mamá.
—Bueno, dale muchos besos de nuestra parte a Sofía. Dile que nos
acordamos mucho de ella. ¿Te acuerdas de cuando vivía en casa con
nosotros? Qué época tan bonita… Algunas veces me gustaría que el tiempo
se detuviera para tenerte siempre como un niño —dijo Faina emocionada
abrazando otra vez fuertemente a su hijo.
—Claro que me acuerdo de aquella época. Cuando Sofía y yo nos
metíamos en vuestra cama por la noche y papá contaba historias de terror —
rieron los dos—. Por lo visto, Sofía me quiere enseñar un juego que le han
regalado hace poco tiempo.
—¿Un regalo? —dijo Faina extrañada.
—Sí, una muchacha extranjera que pasó por la tienda se lo entregó el
otro día.
—Qué raro. La gente no regala las cosas así porque sí.
—Mamá, te estás volviendo muy desconfiada, y preguntas mucho. ¿Te
pasa algo?
—Yo pregunto lo que me da la gana. ¡Para eso soy tu madre!
—Por lo visto fue una niña de una tribu nómada que pasaba por Atenas.
Entró en la tienda y preguntó por ella, y sin muchas explicaciones se lo
regaló.
—Qué raro es todo esto que me cuentas.
—Según Sofía, ese juego cambiará nuestras vidas.
—Qué cosa dice Sofía —sonreía la madre con sorna—. Creo que ella
está enamorada de ti. Y se inventa cualquier excusa para poder verte.
—¡Ya está bien! ¿Cuándo vas a parar de decir tonterías?
—Bueno, me callo. Perdóname. Solo soy una madre algo aburrida, que
está muy feliz charlando con su hijo, que se está haciendo mayor. Me gustaría
que tuvieras una buena mujer que te ayudara a tus cosas, tú ya sabes. Y Sofía
es…
—Me da mucha vergüenza que me atosigues así con este tema. Mi pareja
aparecerá cuando tenga que ser, ¡no antes!
—Disculpa. Ya no me meto más en tus cosas. Ya eres todo un hombre,
lo siento; no es fácil aceptar ver cómo creces.
—No sé qué será eso que tiene entre manos. Se llama, o al menos ella lo
llama, el juego de Dionisio.
—¿El qué?
—No te enteras de nada. El juego.
—Disculpa. Sí, sí, es verdad, el juego.
—Después de almorzar con Sofía subiré a la Acrópolis y desde allí, con
la mejor vista de nuestra ciudad, recapacitaré sobre lo que me hayan
respondido los ilustres personajes de Atenas. En los escalones del Partenón,
que he escuchado que está a punto de terminarse su construcción.
—Ya han colocado a la diosa Atenea —dijo Faina—, solo falta instalarle
los brazaletes de oro y los adornos en marfil. ¡A lo mejor puedes entrar a
verla! Aunque creo que hay hoplitas vigilando la puerta de día y de noche,
prohibiendo la entrada.
—Lo intentaré. Aunque tendré poco tiempo para visitas turísticas.
—Pero, por favor, no tardes mucho en llegar a casa. No me gusta que
andes tan tarde y menos solo como vas.
—No, tranquila. Allí mismo escribiré el trabajo del colegio antes de
reunirme con mis amigos en el Pireo. Por lo que te pido que no me hagas
ninguna comida para llevar. No hace falta. Gracia mamá.
—No hace falta que me des las gracias, para mí es un placer. Solo hago
lo que tengo que hacer, hijo, cuidarte. Por cierto, dale también muchos
recuerdos a los padres de Sofía. Y dile a su padre, Onassis, que deje de comer
tanto, que está muy gordo. El otro día por lo visto se cayó al suelo tropezando
en plena calle y rodó calle abajo. Me han contado que fue un espectáculo
grotesco. Le echó la culpa a una loseta que estaba levantada en plena calle.
Dice que va a pedir una reclamación en el Ágora. Qué protestón es. Ese
hombre cualquier día tendrá un serio problema de salud. Siempre está
comiendo porquerías.
—Eso mejor no se lo digo… no vaya a molestarse conmigo.
—Cariño ¿y a qué hora piensas llegar a casa?
—No sé, pero para cenar seguro que estoy sentado en la mesa, ¿te parece
bien mamá? —dijo Samuel echándose en la cama torpemente.
—Sabes que te dejamos libre como los pájaros. Pero no le comentes a
papá que iras a ver a Fidias. Mañana te contamos detalladamente una historia
muy larga. Solo queremos que te espabiles lo antes posible. Antes que los
demás niños. Para que dejes de depender de nosotros y de cualquiera. Tu
discapacidad tiene que ser para ti una ventaja, algo que te potencie como
persona, no lo contrario. Tú verás y sentirás cosas que tus amigos nunca
percibirán, que nunca se plantearán. Tú serás adulto antes que ellos, ya casi lo
eres. Por eso tienes más libertad que los demás muchachos.
—Ya lo sé mamá, gracias por ser como eres. Tengo a unos padres
extraordinarios. Papá también es muy bueno, también lo quiero mucho.
Aunque algunas veces es como un león, y nunca se sabe cuándo va a pegar
un rugido, un bocado o un beso. Hoy le ha pegado a mi amigo Admes.
—¡Este hombre! No se le puede dejar solo. He escuchado la puerta de
casa abrirse, tiene que ser él, seguro que querrá hablar contigo. ¡Recuerda, no
le digas lo de Fidias! Tu padre te quiere muchísimo. Está muy preocupado
por tu futuro, aunque como tú muy bien has dicho, en ocasiones es un león.
Sé cariñoso con él. Tú padre te necesita más de lo que tú te imaginas. En el
fondo él es como un niño pequeño.
—Yo me doy cuenta de esas cosas, no hace falta que me las expliques, lo
sé mamá. Papá es bueno, aunque…

—¡Hola, Samuel! —dijo Filolao desde el quicio de la puerta de su


habitación— ¡Qué bien acompañado te veo! Con mamá en la cama hablando
de vuestras cosas. Mañana es un gran día. ¿Estás preparado?
—Claro, lo tengo casi todo dispuesto. Y recuerda, me tienes que apuntar
la dirección donde encontrar a algunos sabios atenienses. No sé dónde viven.
—Muy bien, luego te las señalo, no te preocupes. Hoy tienes que dormir
temprano, mañana tendrás que madrugar, y será un día largo. He hablado con
Demócrito, y le he contado lo que vas a hacer. Se ha puesto muy contento.
—¿No me vas a leer alguna de las historias de Odiseo (Ulises) como
todas las noches? —dijo Samuel.
—Ya eres un poco mayor para estas cosas, vamos a tener que dejar de
contar cuentos por la noche. Hoy será la última vez que hacemos esto. Te leo
un capítulo después de cenar y a dormir. ¡Hay que ver lo liante que eres!

Cenaron los tres y Samuel se fue a su habitación. Luego subió su padre


para leerle, como le había prometido, un capítulo de los ciclos troyanos…

“… Odiseo estaba pensando mucho, reflexionaba concienzudamente


cómo podrían hacer para que la guerra de Troya terminase de una vez para
siempre, y observando cómo jugaba un niño con un caballito de juguete, un
objeto insignificante de madera, se le vino una idea a la cabeza: la
construcción de un caballo gigante…”

Enseguida, Samuel se quedó cuajado, roncando como un oso bocarriba.


Filolao, con mucho cariño y cuidado, le bajó los párpados de los ojos con su
mano, ya que por su extraña enfermedad el muchacho se quedaba dormido
con los ojos abiertos. Y si nadie se los bajaba, se le secaban, y al día siguiente
le dolían.
Después, apagó el candil del cuarto, y en medio de una suave oscuridad,
ya que había luna llena, le dio un largo beso en su mejilla redonda y
sonrojada. Su padre se quedó un tiempo indeterminado mirando a su hijo,
embobado, recordando cuando nació en aquella extraña noche que tanto
llovía, con su larga caballera negra que a todos sorprendió.

Samuel ya se encontraba en ese lugar donde todo era posible; en el


mundo de los sueños. Seguramente ya estaba visitando a Pericles, Fidias,
Sócrates y demás. O, ¿quién sabe? A lo mejor se hallaba con Ulises, su
héroe…
4. Pericles

Samuel se despertó con escalofríos precipitadamente, mucho antes de lo


previsto. Ya que hacía fresco y la ventana de su habitación había cedido,
entraba una suave brisa que hacía bailar dulcemente las cortinas. Olía a sal y
a mar. Todavía era temprano; los gallos aún estaban meditando en el corral.
Y el silencio de la noche permitía escuchar las olas del mar chocando con las
embarcaciones del puerto. Un sonido ronco y roto se colaba por el tragaluz
del pasillo de la vivienda, como queriéndole decir un secreto que él no
llegaba a comprender. Era un momento entre dos mundos, la noche y el día.
Las tinieblas empezaban a despedirse… agotando sus últimos instantes, se
encontraba en una espera mágica donde todo estaba permitido. Samuel quiso
alargar un poco más el momento tiritando y con los ojos abiertos como
platillos, esperando descubrir su futuro. Era consciente de que vivía en el
mejor lugar donde un niño podía crecer. Atenas: con el mar, las montañas,
sus templos, con su arte perfecto, con sus héroes, sus dioses, la libertad
reflexiva. Y en cada esquina un sabio. Todos juntos en el mismo territorio y
en el mismo tiempo, conviviendo en una democracia extrema. Aunque él
conocía una dura realidad, paralela y desconocida por muchas personas a ese
maravilloso mundo ateniense; «el universo de Samuel». Nadie se puede
imaginar lo que implica ser dependiente, lo que es no tener fuerza en las
manos para escribir, para cuidar autónomamente la higiene personal, para
vestirse, para cocinar, para abrir una simple puerta… todo le costaba
esfuerzos exagerados, aunque fuesen quehaceres cotidianos. Hasta que no se
sufre esa situación en tus propias carnes, no se comprende lo que quiere decir
la palabra «discapacidad», todo su contexto real, antes es solo doxa (opinión).
De todos modos, el chico tenía la autoestima muy alta. Se había criado
con unos padres motivadores, que le daban alas para pensar libremente, para
solucionar cualquier situación que se le planteara en la vida. Constantemente
le ponían a prueba, lo estaban preparando e impulsando para crear un futuro
esperanzador.
Al mismo tiempo, la situación en Grecia estaba cambiando. En cualquier
momento se esperaba que empezara una terrible guerra civil contra Esparta,
la rencorosa rival de Atenas. La mayoría de los conocidos de Samuel no
sospechaban nada (o no eran plenamente conscientes de ese hecho) de cómo
les cambiaría la vida a todos los helenos si esta guerra civil se hacía efectiva.
¿Cómo podría evitarse?, se preguntaba Samuel una y otra vez, pero el
muchacho no encontraba respuesta. Tenía muy claro que, en un
enfrentamiento de este calibre, las dos ciudades más importantes del
firmamento griego padecerían incontables desgracias.
Los espartanos ven la vida de un modo muy distinto a los atenienses; en
la política, en la educación, la diversión, la guerra, el servicio militar, el
amor, la sexualidad, la familia… todo en Esparta es lejano, extraño e
inhumano. En Atenas quieren seguir siendo seres libres y emancipados
intelectualmente. Y a los habitantes de Lacedemonia, esa manera de pensar,
esa democracia, les ofende en lo más profundo de su ser, ya que su sociedad
sin clases no comprende esa lujuriosa forma de vivir. Esparta se perdía esa
cualidad que tiene el hombre de ser libre y único. Los espartanos eran en
muchos sentidos como los egipcios, los persas, los hititas… civilizaciones
conducidas de la misma forma. Como los burros con los ojos tapados, sin
poder mirar hacia los lados, sin poder opinar sobre sus leyes, futuro y
circunstancias. Y los atenienses defienden a muerte su individualidad como
sujetos que razonan. A diferencia de un gorrión, un león o un espartano, el
ciudadano de Atenas puede elegir ser lo que quiera, una bestia o un sabio.
Está a mitad de camino entre lo divino y lo brutal. Lucha por no dejarse llevar
por la masa, la sociedad que todo lo arrastra esclavizando a cualquier
individuo a su paso, como tanto le gustaba decir a Samuel. Aunque eso no
siempre lo conseguían, ya que los sofistas, los demagogos o su mitología,
siempre estaban al acecho de las personas sin carácter y con poca
preparación, para confundirlos y manipularlos.
Pero, aun así, independientemente de la guerra que se avecinaba y de su
discapacidad física, Samuel era un niño muy agradecido con la vida,
especialmente esa mañana. Tenía muy claro que solo era un chaval de casi
quince años, pero ya se consideraba un hombre adulto. Con todo lo que
conllevaba ser adulto en Atenas.
Se levantó corriendo de la cama, antes que nadie, y eso era algo muy
extraño y difícil, ya que su papá siempre madrugaba excesivamente. No había
nadie en la ciudad que madrugara más que el señor Filolao. Su padre decía
que era la mejor hora para leer tranquilo, sin ruidos y sin interrupciones. Al
patriarca le costaba mucho concentrarse, por lo que estaba obsesionado con el
silencio y la soledad, para reflexionar. Samuel nunca supo el motivo de la
poca concentración que tenía, ¡con todo lo que sabía! ¿Le atormentaría algo
del pasado? Quién sabe. El pasado de la vida de Filolao era un enigma
incluso para su propia familia.
El muchacho se vistió lo más deprisa que pudo; cogió sus cosas dejando
una nota en la mesa del comedor:

Σ 'αγαπώ τόσο πολύ τη μαμά, τον μπαμπά; το βράδυ για να βλέπετε, θα έρθω
για δείπνο.
(Os quiero mucho mamá y papá; a la noche nos vemos, llegaré a tiempo para
cenar).

Luego, cerró la puerta y sin hacer apenas ruido salió caminando a su


manera, alejándose del Oikos, su nido, el que le había acogido desde que vino
al mundo. Un lugar que estaba adaptado perfectamente a todas sus
necesidades. Filolao le había construido muchísimos inventos y artilugios
para facilitarle la existencia.
—Tengo que ser el primero en visitar a Pericles —pensaba Samuel
mientras marchaba lo más rápido que podía por las solitarias calles—. ¿Me
recibirá el alcalde? —especulaba el muchacho moviendo los labios. Era una
manía que tenía desde muy pequeño, que le hacía parecer que hablaba solo
por la calle—. Tengo que llegar antes de que empiece a entrar la
muchedumbre. Ya que a Pericles lo agasajan desde todos los lugares de la
tierra conocida. Vienen desde Babilonia, desde Egipto, desde Persia, incluso
desde la India, ¿cómo sería ese país? La India —se había preguntado Samuel
muchas veces. Había escuchado tantas historias increíbles, cuantas verdades
y mentiras juntas. La India era un país que sin saber porqué le atraía y le
apasionaba de una manera muy especial.
Todo el mundo venia para proponerle al estratega negocios, pactos. Para
hacerle regalos, incluso para presentarle la guerra. Hay que tener en cuenta
que Atenas es el centro del universo, pero como son libres y democráticos,
todo había que hablarlo en la Boulé. Luego votaban los ciudadanos con pleno
derecho en última estancia, para decidir lo que se hacía. Pero ahí estaba
Pericles, como un filtro entre ellos y el mundo que los observaba con envidia.
—Todos los atenienses tenemos derechos y obligaciones. Y este era uno
de ellos —decía Samuel hablando solo—. Pericles tiene la obligación de
atenderme a mí y a cualquiera que quisiera hablar con él, es un deber que
tienen todos los políticos, ya que son personajes públicos. No creo que haya
problemas para que me reciba.

Nada más llegar a la puerta del consejo de Juntas de la capital, Samuel se


dirigió a los dos hoplitas que estaban plantados en la entrada, custodiándola.
—¡Vengo para hablar con el regidor Pericles! Soy el hijo de Filolao, el
matemático, y de Faina, la matrona.
—Tendrás que esperar aquí, muchacho. Pericles está desayunando,
seguro que no tarda mucho en venir.
—¿Dónde está desayunando? —quiso saber Samuel—, ¿en la calle?
Pero… ¿dónde? No puedo esperar.
—Sí, en el Mesón de la Vieja Ana.
—¿Y eso cómo puede ser? —dijo Samuel sorprendido.
—Sí. En la plaza de abastos, como todos los días desde hace un mes. A
él le gusta que lo vean cercano, humilde y preocupado por sus vecinos, ¡cosas
de políticos! Como se aproximan las nuevas elecciones, ahora tocan estas
rarezas.
—No sabía que tenía esa costumbre nuestro dirigente. Me sorprende que
un personaje tan importante como él, ¡el gran Pericles! De tanto renombre y
tanta fama haga esos gestos de cercanía hacia el pueblo, aunque lleguen las
elecciones. Desayunando en un simple mesón, el de La Vieja Ana. Expuesto
ante cualquier loco que pase por allí y le suelte cualquier barbaridad, o
incluso le agreda.
—Bueno, primero, el mesón de la Vieja Ana no es cualquier lugar, es la
mejor posada de Atenas. Y segundo, lo que se dice expuesto… precisamente,
no está. Se encuentra con su escolta privada, ni más ni menos que treinta y
cinco hombres forzudos, armados hasta los dientes. Los mejores guerreros
del ejército ateniense. Hay que estar muy desequilibrado para intentar
semejante chifladura.
—Bueno, si usted lo dice, así será. No soy quién para contradecirle —
decía Samuel mordiéndose la lengua.
—A estos funcionarios les gusta vivir bien, las comidas de calidad y que
se lo pongan todo por delante —dijo el soldado con desprecio—. Por cierto,
chaval ¿tú no has ido nunca a desayunar a la Vieja Ana?
—La verdad es que no. Prefiero en mi casa. Comer en esos lugares es
cosa de viejos aburridos sin muchas cosas que hacer a lo largo del día. Yo
nunca seré de esa clase de personas que pierden su tiempo —apuntilló
Samuel.
—Niño, ¡un respeto! —dijo uno de los centinelas algo molesto por el
comentario del muchacho.
—Disculpe mis palabras. Las he dicho sin pensar.
—Eres muy bravucón. Tienes que aprender a contener tus palabras o te
meterás en muchos líos.
—Disculpe. Es verdad —decía Samuel un poco avergonzado.
—No pasa nada. No te preocupes muchacho, ¿cómo decías que te
llamabas?
—Samuel… Pues yo me voy a acercar de todos modos al mesón, para
ver si me puede atender allí mismo. Tengo prisa, ya que hoy tengo que visitar
a mucha gente y esperarlo me rompería mis planes establecidos. Yo no me he
levantado tan temprano para esperarle aquí sin hacer nada. Además, estoy
seguro de que al final vendrá todo el mundo, personas más importantes que
yo, reyes, generales, políticos… y no me atenderá, como si lo estuviera
viendo.
—Ya te lo he dicho, no creo que quiera hablar contigo hasta que no
vuelva a la sala de juntas, donde recibe a todos los interesados en
entrevistarse con él. Cuando está desayunando no le gusta que le molesten,
por lo que no recibe a nadie, no seas tan cansino. Allí está con su escolta
privada. Mejor espera aquí si no quieres que se enfade, y al final no te verá ni
allí ni aquí.
—De todos modos, lo intentaré, ¡es su obligación! —dijo Samuel
alzando la voz— ¡es un funcionario!
—¡Por Zeus! Qué niño más cabezón.
—No hay que vilipendiar, porque yo no he insultado a nadie, ¡que yo
sepa! —dijo Samuel mirando fijamente a los ojos del soldado— ¡me acercaré
al mesón de la Vieja Ana, probaré ese famoso desayuno y esperaré
entrevistarme con Pericles! ¿Lo tengo que repetir? No tengo más ganas de
seguir hablando con ustedes aquí, perdiendo mi tiempo.
—Allá tú. Pero no digas luego que no te avisamos.
—Qué chico más irrespetuoso —afirmaba el otro hoplita— ¿De dónde
habrá salido semejante criatura?
Se escuchaban los platos, los vasos, los cubiertos… de metal, de madera,
de barro… cientos de cacharros chocando en las mesas. Habría más de
ochenta personas, comiendo sentados en veladores en la plaza de abastos, en
plena calle, desayunando como si fuera el último día de sus vidas. Con qué
ganas devoraban sus desayunos aquellos vecinos. A Samuel le daba
desconfianza esos rostros con ojos saltones. El chico se embobaba al ver esas
bocas masticando con tanta habilidad y rapidez esos alimentos, que en su
mayoría desconocía. El olor era fuerte, a cabrito asado y a pan de higos. El
mesón estaba a tope. Ya no cabía ni un alma más…
—Me está entrando hambre, ¡qué olor tan rico! —pero algo detuvo al
muchacho. Al fondo de la llanura estaba Pericles. Cabezón, enorme y
musculoso—. Ya entiendo por qué le dicen el Olímpico. Cuando era un
muchacho y competía en las olimpiadas tendría que ser imponente. ¡Qué
grande es! Aunque ya se ve mayor —se acercó sin miedo, como si lo
conociera de toda la vida. Abriéndose paso a codazos entre su guardia
personal.
—¡Buenos días, gran Pericles! —dijo Samuel sin pestañear.
—Hola, chaval —respondió con voz grave y potente—, ¿qué quieres de
mí? ¿a quién tengo el gusto de saludar? No te conozco —dijo teatralmente
ante su público.
—Soy Samuel, hijo de Filolao, el matemático, y de Faina, la matrona.
—¡Cuánto has crecido! Ahora sí te reconozco. Tu padre trabaja para mí,
es mi matemático y astrónomo, y tu madre es una bella y sabia mujer, ¡que
por cierto sabe leer! Te he tenido en brazos muchas veces cuando solo eras
un mocoso. Demócrito me ha hablado mucho de ti. ¿Sabes que eres su
alumno predilecto? Me ha informado que eres un niño muy perspicaz, y que
además tienes una enfermedad muy rara, que te hace tener las manos de
trapo.
—Mi maestro es muy exagerado. No le crea todo lo que cuenta de mí.
—Demócrito nunca ha sido exagerado, te lo aseguro, muchacho.
Además, también dice que, a pesar de tu enfermedad, llegarás muy lejos
¿Qué quieres de mí? No dudes mucho tiempo que estoy desayunando en la
calle, en la Vieja Ana —el alcalde se metió un puñado de aceitunas en la boca
—, y la gente podría creer que te concedo privilegios.
—Pericles, eres el primero de los personajes ilustres que visitaré hoy a lo
largo del día. Quiero saber sobre tu oficio. Para buscar en el tuyo el mío. Mi
futuro trabajo, mi justa manera de ganarme la vida cuando sea adulto, mi
elemento, ya que no lo tengo claro todavía. Como ya sabes tengo una
discapacidad en mis manos, por lo que no puedo o no debo practicar algunas
profesiones manuales ¿o sí? No lo sé.
—¿Y qué quieres saber de la política? Porque a eso me dedico yo.
Dirigir la ciudad, hacer que se cumplan las leyes, organizar la distribución de
la riqueza en los distintos gremios, y como no, a la guerra, el deporte favorito
de todos los griegos.
—¿Qué es la política, Pericles?
La política —empezó el alcalde a acariciarse y a juguetear con los
cabellos de su blanca barba— es el arte y la ciencia de gobernar de una
manera justa. Para conseguir unos objetivos en una sociedad. Intentando
siempre que se pueda beneficiar el máximo de personas posibles. Y no solo
pensando en la actualidad, además hay que preocuparse en cómo repercutirán
dichas decisiones en un futuro lejano. Hay que tener un proyecto a largo
plazo. Mi trabajo tiene mucha responsabilidad, ya que de mí depende el
esplendor de Atenas de hoy y de mañana. Defenderla y expandirla. Por lo que
mucha gente me odiará, y otros me halagarán. La política es muy
desagradecida, porque nadie la comprende en su contenido y todos hablan y
opinan sin saber (doxa) de los políticos, de sus decisiones, criticándolos
injustamente, y pocos la comprenden, la conocen (episteme). Asimismo, la
política es muy peligrosa, ya que te puede corromper, te puedes volver un ser
despiadado; mezquino, egocéntrico y opresor. Incluso te pueden asesinar, o
algo mucho peor ¡imponerte el ostracismo! El pueblo vota para desterrarte.
Eso puede pasar en Atenas. Si el político de turno da muestras de estar
acumulando demasiado poder, lo destierran diez años fuera de la metrópoli,
¡ni más ni menos! ¡¡¡qué horror!!! Yo me moriría viviendo fuera de esta
maravillosa ciudad durante tanto tiempo.
—¿Tu padre Jantipo fue condenado al ostracismo? —soltó de sopetón el
muchacho sin pensar en las consecuencias.
—¿Quién te ha contado eso, niño mal nacido?
—Yo que lo he leído en un texto de Heródoto. Se llamaba Personajes
Peligrosos de Grecia. En él, además de nombrar a su padre, se exponía la
gran idea de que todas las personas que hayan sido condenadas al ostracismo
deberían de vivir en un país, en un lugar o una isla. Todos juntos y sin salir
de ese sitio. Condenados para siempre sin salir de allí.
—¡¡¡Qué barbaridad!!! Cuando vea a Heródoto se va a enterar. ¡Maldito
historiador! Me tiene muy harto con sus libros revolucionarios. Y encima es
un meteco, no ha nacido en Grecia, es extranjero. ¿Quién es él para hablar de
ostracismo? Lo que sí que debería de hacer es parar un poco su lujuria con la
comida. Que cualquier día va a reventar el muy cabrito —Pericles tragó vino
de una gran jarra de barro.
—Yo lo veré luego. Espero que me atienda —dijo Samuel.
—¿A quién?
—A Heródoto. ¿Le digo algo?
—No le digas nada. Ya cogeré personalmente a esa bola de sebo —
resoplaba el alcalde enojado volviendo a tragar vino y limpiándose la boca
con el brazo.
—¿Eres consciente de que por tu política imperialista vamos a entrar en
una sangrienta guerra contra Esparta?
—¿Qué has dicho? —dijo Pericles perplejo.
—¿No estás acumulando mucho poder? ¿Por qué nunca te han hecho
ostracismo con lo poderoso que te has vuelto? ¡Hay que reconocer que llevas
muchos años de alcalde!
—¡¡¡Qué atrocidad está diciendo, malintencionado niño!!! ¿De qué me
estás acusando, chiquillo poseído? ¡Calla que te van a oír! —decía el
gobernador tapándole la boca a Samuel—. Yo solo le estoy dando a Atenas
su espacio vital, el que se merece. Si paro el crecimiento de nuestro imperio
desapareceremos. Estamos condenados a crecer, si no, nos aniquilarán. Yo sé
que es difícil de entender, pero es así de simple. Nuestra única manera de no
colapsar es creciendo. Imponiendo nuestra hegemonía.
—¡Eso es imperialismo! —apuntilló Samuel.
—¡No digas estupideces! El imperialismo es otro asunto.
—Hablas de las decisiones que tienes que tomar con perspectivas de
futuro, de un proyecto grande y a largo plazo. Y estás mintiendo, y lo sabes.
—¡¡¡Yo no miento nunca!!!
—Estás volviendo a los atenienses vagos y perezosos. Ya la mayoría ni
trabajan. Todos vagabundean por el ágora, sin oficio, buscando un sueldo
fácil en las votaciones, como jueces —Samuel se acercó al oído del estratega
y le dijo sin que nadie más se enterara—. Solo piensas en tu momento actual,
solo te mueve la grandeza de Pericles, tu gloria, para que recuerden tu
nombre dentro de 3000 años o más, pero no estás pensando en el futuro de
nuestra ciudad. Atenas será destruida en un abrir y cerrar de ojos. No tenemos
defensas, ni tropas de tierra contra Esparta. Desde que ganamos a los persas
en las guerras Médicas, Atenas no ha parado de crecer y de oprimir a otras
colonias y aliados. Todos esos territorios se unirán a Esparta y se vengarán de
nosotros. ¿O es que no lo ves?
—Tenemos la mejor flota de barcos militares del mundo. Nuestros
trirremes son famosos por su velocidad, su embiste y su efectividad —
Pericles cada vez estaba más alterado y molesto—, ¿de qué hablas, niño
descarado?
—Pero Esparta no vendrá en barco. Esparta vendrá por tierra, y por tierra
no le podemos hacer frente. Es el ejército terrestre más feroz del mundo.
Están entrenados para matar, desde que cumplen los siete años y empiezan su
rígida y cruel milicia.
—Por eso vamos a preparar un muro ciclópeo que rodee a toda Atenas,
llegando hasta el Pireo. Eso nos evitará luchar por tierra. Un pasillo
inexpugnable que nos dé salida al mar. Que, por cierto, espero que tu padre
me haya calculado lo que yo le pedí.
—Sí, ya lo ha calculado. Yo estuve ayer con él y midió el tamaño del
peñón: El Ojo de Polifemo… Pero… ¿Eres feliz, Pericles, realizando tu
trabajo?
—No entiendo la pregunta. ¡Qué lengua tienes! Ahora me preguntas eso.
Me estás quitando las ganas de desayunar. Si no fueras hijo de quien eres te
colgaba ahora mismo de una cuerda al cuello, y te dejaría secar al sol como
un reptil.
—Solo estoy buscando la verdad —dijo Samuel.
—Pareces que tienes ochenta años y te da igual morir ¿A qué te refieres
con ser feliz? ¡Y no me cambies de tema! Que lo de imperialista me ha
fastidiado mucho más de lo que te imaginas —Pericles se puso de pie y sin
querer tumbo la mesa con el altere, todo el mundo en el mesón silenció
mirando perplejo la escena—. Te voy a dar una reprimenda que te vas a
enterar —Pericles, con la vena del cuello hinchada, cogió al muchacho por la
ropa y lo levantó por encima de los veladores. Lo zarandeaba como un
muñeco de trapo. Empezó a apretarle el cuello con fuerza y Samuel se puso
muy morado.
—Tran-qui-lí-za-te-Pe-ri-cles —decía el muchacho con un hilillo de voz
entre cortado.
—No pasa nada, seguid con vuestros asuntos —decía Pericles para que
la gente dejara de estar pendiente de ellos. El alcalde soltó a Samuel en la
silla con cuidado, le ajustó el himatión, lo tenía sacado de su sitio. La guardia
se relajó, también se había puesto de pie—. Venga, sentaos, no pasa nada —
les dijo Pericles a sus soldados que estaban en tensión.
—¡No se ponga así! —Samuel estaba con la cara blanca—, yo solo he
venido para hablar con usted.
—¡Pues cuida tus palabras! Te has librado porque estamos en plena
calle. Y un espectáculo así me perjudicaría profundamente en las próximas
elecciones —le dijo el alcalde en el oído al muchacho.
—La verdad suele doler, porque es como un cubo de agua helada. Que te
despierta de un sueño para ver la dura realidad. Como el día que me explicó
mi padre que yo nunca me podría limpiar el culo solo, ya que mis manos no
tienen fuerza. Que siempre me lo tendría que limpiar alguien. ¿Usted sabe lo
que quiere decir eso? Ese día me hice adulto de golpe, con ocho años, ¡no me
da miedo morir! Y mucho menos sus irritaciones.
—Hablas con mucho rencor, chico —le hablaba el gobernador,
sorprendido por quien tenía delante—. Eres demasiado sabio para tu edad.
—Yo he venido por otro asunto. Pero no sé qué ha pasado.
—Pero yo no tengo culpa de nada. Para que vengas aquí con ese
resentimiento contra mí. Eso que me has dicho no se lo hubiera permitido a
nadie. Ya lo hubiera matado con mis manos. Me gustaría ayudarte, pero no sé
cómo.
—Solo te estoy preguntando si eres feliz. Si ejerciendo tu oficio te
encuentras satisfecho, ¿cumples como padre, esposo, con tus hijos, con tus
amigos…? ¿Se puede ser político y ser feliz a la vez? ¡Nada más que eso!
Respóndame por favor —repetía Samuel una y otra vez.
Hubo un largo e incómodo silencio. Pericles pensó la respuesta
detenidamente. No quería quedar mal delante de una visita tan excepcional, la
cual le estaba removiendo sus sentimientos más profundos como nunca lo
había hecho nadie en el pasado.
—No sabría qué responderte. Ni por dónde comenzar. Te puedo confesar
que sí, que soy feliz, pero me estaría engañando a mí mismo y a ti. La política
me absorbe tanto que me deja sin aliento y sin tiempo para mi familia. Ya
apenas veo a mi mujer Aspasia. Ya no veo a mis hijos, Paralus, Xanthippus y
Pericles el Joven, como le dicen. No veo a mis amigos, no tengo tiempo de
dedicarme a mis aficiones; escribir, leer, pintar… como antes hacía. Jamás lo
había pensado. Pero estoy pagando un precio muy alto por ser un buen
político. Y el tiempo y la vida pasan.
—¿Entonces no me recomiendas que yo sea político?
—A la política se puede dedicar hasta un ciego. Para dictar solo hay que
ser un buen gobernador. No hace falta ser fuerte físicamente, ni tener
destrezas manuales especiales con la espada o con la lanza, por lo menos en
Atenas. He conocido generales pequeños e insignificantes que mandaban con
infinita sabiduría. Y también a generales gigantescos, con la fuerza de veinte
hombres, y no valían para organizar un puñado de hoplitas. Solo hay que ser
inteligente y tener prudencia. Y yo, indudablemente, no he cumplido —decía
ahora el alcalde cabizbajo.
—No era mi intención fastidiar. Te aprecio mucho, Pericles, eres un gran
arconte, el mejor estratega y estadista de todos los tiempos, y te pido
disculpas.
—Cualquiera lo diría, chico. Por qué me has puesto que no veas. Ten
mucho cuidado, Samuel, con esa lengua que tienes. No se le puede decir a
todo el mundo las verdades como tú me las estás soltando a mí. Soy amigo de
tus padres desde hace más de treinta años. A tu padre Filolao lo rescate de
Crotona cuando estudiaba allí y se le pusieron las cosas complicadas y tuvo
que huir, te he tenido en brazos cuando tan solo eras una criatura, tu madre es
la partera de mis hijos, y tu mentor Demócrito es mi mano derecha… por
todo ello te perdono, pero si sigues así te ganarás mi antipatía. Ten cuidado.
Enfadado soy de otra manera muy distinta a como me estás viendo aquí ahora
mismo. No sigas provocándome.
—No sé qué me ha pasado. Pero algunas veces me posee una voz que me
hace decir estas cosas. Yo en el fondo soy muy tranquilo, no me gustan los
enfrentamientos, no sabía que tenía tanto rencor.
—Pues te aseguro que lo tienes. Mucho odio hay escondido detrás de ese
flacucho pecho —Pericles le señalaba golpeándole con el dedo en su corazón
—. No se llega así a los sitios. Aunque tengas razón. Te has librado por
muchas razones.
—Lo siento, alcalde. No me he comportado bien. Y las preguntas no las
he expresado de una manera adecuada. Estaba nervioso y no he estado a la
altura de las circunstancias. Te pido disculpas una vez más. Para mí esta
entrevista es muy importante, a lo mejor la presión del momento me ha
confundido.
—No pasa nada. Ya se van tranquilizando las aguas. Pero tu visita me ha
hecho recapacitar sobre mi vida, y eso hace mucho tiempo que no lo hacía.
Reconozco que el poder me puede corromper.
—¿A ti te ha corrompido?
—¡Ya estamos otra vez a la carga! —dijo Pericles esta vez riéndose.
—¡Perdón! ¡Perdón! —dijo Samuel retrocediendo.
—De todos modos, te contestaré —hubo un silencio, en el cual Pericles
se sentó muy cerca de Samuel, volviéndose a masajear la barba—. No lo sé.
Creo que no. Vivo de un modo humilde, pero ahora después de hablar
contigo dudo de todo. Creo que tienes razón. Busco la fama inmortal a toda
costa. Hoy voy a suspender todas mis reuniones. Voy a recoger a mi bella
mujer, Aspasia, que la tengo desatendida, y por fin vamos a preparar un viaje
que ella me lleva pidiendo desde hace mucho tiempo, para visitar a sus
padres en Mileto. Ellos están malos, se están muriendo. ¿Sabías que no
tuvimos viaje de novios cuando nos unimos para formar familia?
—No lo sabía —dijo Samuel.
—Pues así es la política. Más sacrificada de lo que la gente se imagina.
—Pues ahora es el momento de visitar a tus suegros y de hacer ese viaje
que tienes pendiente con Aspasia.
—Sí. Haremos el viaje. Están mayores y cualquier día de estos se
mueren, y si eso pasa sin que ella se pueda despedir, jamás me lo perdonará.
Ella hace muchos años, antes de ser mi mujer, fue prostituta. Y sus padres la
sacaron con muchos esfuerzos de esa fea profesión, haciéndola sacerdotisa en
Delfos. Les debo mucho. Desde hace años nunca tengo tiempo para
dedicarle, y eso desde hoy va a cambiar. Hoy mismo preparamos el equipaje.
Ya no veré a nadie más en la Junta —Pericles le puso una mano en el hombro
a Samuel—. Has movido en mí cosas que tenía ocultas, que me estaban
haciendo mucho daño desde hace bastante tiempo, y yo, aun sabiendo que
algo no iba bien miraba para otro lado. Gracias, de todo corazón, Samuel.
—Bueno, por lo menos algo sí que he hecho bien.
—Además, creo que estoy corrompido por el poder. Sí, soy un corrupto.
Y no me refiero al poder económico o militar, me refiero al poder de la fama.
Quiero embellecer Atenas con monumentos extraordinarios, maravillosos…
todo para dejar huella con mi nombre en la historia. Y ahora hay que
concentrarse en algo mucho más importante; en protegerla de Esparta.
—Yo no pretendía molestar, ni hacerte daño. Solo pretendo buscar mi
profesión, mi elemento en un futuro no muy lejano, para cuando sea adulto.
La idea fue de mi maestro Demócrito. Que nos ha mandado este extraño
trabajo en el Ágora como los primeros deberes de este último curso que
hemos empezado.
—Lo hace todos los años. En el último curso les pide a sus alumnos que
hagan este ejercicio de reflexión. Para que preparen su futuro sabiamente.
Mira Samuel, lo importante no es lo que tú creas que puedes ser, si no lo que
tú quieres llegar a ser. No lo olvides pequeño. Hay adultos más fuertes y
diestros que tú que son más discapacitados de lo que tú nunca serás. Yo me
perdí en el camino de la política, y hoy he sido rescatado abruptamente por
un muchacho que dice las cosas a la cara. Aunque un último consejo: En esa
búsqueda de hacer realidad tu sueño, tus objetivos, proyectos, tu trabajo… no
te olvides nunca de ir bien acompañado, no todo vale para conseguir tus
propósitos, ya que, si llegas al pico de la montaña y estás solo, no tendrás con
quien celebrar tu éxito. Será un precio muy alto el que habrás pagado. Como
a mí me ha pasado. Que me he quedado solo. Cuida a tu pareja, familia y
amigos diariamente mientras persigues tu sueño por el camino al triunfo; la
obsesión es mala compañera… lo sé por experiencia propia, tú me lo has
mostrado.
—Gracias Pericles, por tus palabras.
—Gracias a ti, Samuel. Ahora me voy a ir a mi casa, que tengo que
reflexionar qué hacer con lo que me queda de vida.
—¡Pero Atenas ahora te necesita más que nunca!
—¡Y mi mujer e hijos también! Me tomaré unas vacaciones, y luego ya
veremos.
—Adiós, Pericles.
—Adiós, Samuel.
Se despidió el muchacho del musculoso alcalde, que ahora más que un
gobernador parecía un pequeño y desconsolado niño. Samuel se fue alejando
pesadamente de la fonda, sin haber tenido la oportunidad de probar el famoso
desayunado del mesón. Impresionado por la conversación que había tenido
con el regidor de su ciudad, sacó su pizarra de cera y empezó a investigar
dónde le tocaba ir ahora. Según sus planes era el turno del viejo escultor:
Fidias. Pero Samuel no olvidaba las palabras de su madre advirtiéndole sobre
esta visita.
—¿Por qué habrá dicho la jefa esas duras palabras hacía este gran
artista? —pensaba Samuel mientras abandonaba el lugar…

"El que sabe pensar,


pero no sabe cómo expresar lo que piensa,
está en el mismo nivel del que no sabe pensar"

Pericles
Alcalde de Atenas en su siglo de oro
495 a. C. - 429 a. C.
5. Fidias

El muchacho ahora se dirigía hacia el Partenón. El templo de la diosa


Atenea. Al encuentro del viejo escultor. Marchaba a buen ritmo y cavilando
sin descanso, como solía hacer cuando caminaba por la calle. Parecía que
hablara solo, ya que iba moviendo sus labios como de costumbre,
concentrado en sus cosas… Transitaba por una calzada empedrada, con una
pendiente desmedida que le estaba agotando, la cual llevaba hacía la zona
más alta de Atenas. La Acrópolis.
—Se me ha quedado un mal sabor de boca… Después de haber tenido
esta insólita entrevista con Pericles. Nunca me había imaginado que yo fuera
capaz de darle tantas quejas a nuestro alcalde, y mucho menos en plena calle,
cara a cara y sin ningún temor, ¡qué vergüenza! ¿qué pensara ahora de mí?
Siempre me ha parecido un gran gobernador. Un regente-filósofo. Un político
muy ilustrado, al estilo de los siete sabios arcaicos; Cleóbulo, Solón, Quilón,
Bías, Tales, Pítaco y Periandro. No lo comprendo. Una vez empecé a hablar,
salió mi discurso, atropellándolo sin descanso, ¿qué me habrá pasado? ¿me
habrá poseído un demonio de esos que van danzando en las fiestas bacanales?
Por lo visto se apoderan de la voluntad de las personas para que hagan
locuras. Pero no, yo no creo en la magia ni en ritos demoníacos. La lógica es
lo único que gobierna el mundo. Pero bueno, sea lo que sea que me haya
pasado, creo que le he ayudado a ser feliz. A despertar de un mal sueño. Por
lo que opino que no tengo motivos para sentirme mal, tengo que tener la
conciencia tranquila, ¡¡¡caramba!!! ¡no he hecho nada malo! Todo lo
contrario, le he dado la oportunidad de replantearse la vida para que
reflexione sobre su futuro. Para que sepa aprovechar el tiempo que le queda,
que espero que sea mucho. Y todo eso lo ha conseguido un chaval de casi
quince años, no está nada mal. ¡Le he dado consejos al gran Pericles, el mejor
estratega de la historia!
El muchacho cerró la boca apretando los labios. Se le iluminó el rostro,
sacó pecho y aceleró el paso. Ahora tenía claro que la política era peligrosa.
Pero también era plenamente consciente de que él, sin ninguna dificultad, la
podría ejercer. Sus manos poco ágiles no serían ningún obstáculo para ser un
buen jefe de estado. Incluso esa dura circunstancia suya tan particular le hacía
ser un candidato perfecto para dirigir la polis. Se daba cuenta de que su
situación personal le beneficiaba dotándole de más sensibilidad a la hora de
ver con una mirada más profunda y clara que el resto de ciudadanos algunas
desigualdades y problemas dentro de la metrópolis. La mayoría de atenienses
son ciegos sobre ciertos temas sociales, especialmente aquellos relacionados
con la discapacidad.
—¡Y discapacitados somos todos alguna vez a lo largo de la vida! Como
mínimo cuando somos ancianos —reflexionaba Samuel moviendo los brazos
—. Ahora me toca encontrar al viejo Fidias. Entrevistarme con él es mi
próximo destino, mi objetivo más inmediato. El escultor, arquitecto y pintor
más importante de toda Grecia. Aunque reconozco que me está empezando a
preocupar todo lo que me ha contado mi madre sobre él, pero si quiero
conocer perfectamente el significado de la palabra “escultor” y “pintor” es
absurdo que me lo salte y no lo interrogue. Él es el más indicado para
explicármelo. Fidias es el más famoso y sabio en su oficio. Además, nunca
me ha dado miedo ese tipo de hombres, así que no veo motivos para no
buscarlo y hacerle unas cuantas preguntas, ¡si se pone antipático ya lo
despacharé yo a mi manera! —Samuel se reía caminando solo por la calle.
Seguía ensimismado en sus pensamientos. Algunos conocidos se
cruzaron con él saludándolo a su paso, pero el muchacho como si nada. Iba
concentrado en lo suyo sin ver a nadie y moviendo los labios como siempre
hacía en sus conversaciones internas.
—Fidias está al mando como máximo responsable de la construcción del
Partenón, el edificio más emblemático de toda la acrópolis. Ningún edificio o
monumento representa mejor que este el mandato de Pericles, el Olímpico.
Un monumento formidable y perfecto en sus medidas. Un regalo para la
vista. Dentro de dos o tres mil años, alguna civilización del futuro se
preguntará cómo pudieron hacer esta obra tan hermosa y perfecta. No lo
entenderán. Y yo puedo decir “hoy estoy aquí”, a poca distancia de él, siendo
testigo de la historia. Un chaval muy curioso, muy privilegiado y algo raro; lo
reconozco. Sí, soy anómalo, y algo pedante, pero estoy muy agradecido de
ser de esa manera, ya que si no fuera tan extravagante no estaría hoy aquí
dándole la vara a todos los sabios que me encuentre en mi camino.
La pendiente se empinó aún más de lo que ya estaba, con arena y gravilla
sueltas, el suelo estaba en muy mal estado y era peligroso. Al final de la
cuesta se suponía que se encontraba la Acrópolis, la cúspide de la ciudad,
donde están la mayor parte de los grandes monumentos de Atenas.
—El Partenón ha sido una obra muy criticada —volvió a reflexionar
Samuel—. Y lo comprendo perfectamente. Ya que está costando muchísimo
más capital del que se tenía previsto en su comienzo. Y en vísperas de una
posible guerra habría que ser más cauto con el derroche, guardando algo de
riqueza para épocas de escasez, que seguro que vendrán.
Samuel bufaba sin aliento. La pendiente le estaba dejando agotado y sin
respiración. Además, el sol empezaba a picar. Aunque él seguía con su
runrún mental incansable y perpetuo.
—Creo que será fácil encontrar al viejo Fidias. Seguramente estará en
plena obra, ¿dónde sino? Mi madre me dijo que no le comentara a mi padre
que iba a ver al anciano escultor. Por lo que no le pude preguntar por su
dirección. Así que no sé dónde otro lugar poderlo encontrar. Pero estoy
seguro de que estará allí. La verdad que todo este asunto es demasiado raro.
Me estoy empezando a preocupar —Samuel se detuvo un momento para
quitarse el sudor de la frente remangándose el himatión—. Por lo visto el
Partenón ya está terminado desde hace un mes; dicen que solo queda por
poner los adornos de oro y marfil a la figura de Atenea Parthenos, la
gigantesca estatua de mármol que se encuentra en el interior del templo. Yo
no la he visto todavía. Ya que se ha realizado en riguroso secreto. Representa
a la diosa patrona de nuestra metrópolis.
Samuel no conocía a Fidias personalmente, ni siquiera lo había visto
nunca, contaban que era un hombre obsesionado con su trabajo, siempre
estaba ocupado en su taller. Escondido en su guarida. En la casa de Samuel
nunca lo habían nombrado. El muchacho ahora se daba cuenta de que como
mínimo todo era sorprendente, no entendía lo que pasaba con este personaje,
se suponía que era un genio, el mejor escultor y arquitecto de la historia. Y en
Atenas se conocían prácticamente todos. Al mismo tiempo, sus padres no
eran ricos, pero se codeaban con todas las personas ilustres de la ciudad.
Bueno, menos con Fidias. Su madre Faina era una matrona muy conocida, y
su padre un matemático y astrónomo muy popular.
—¿Qué será eso que nunca me han contado de él? Y mira que en Atenas
nos conocemos todos, sabemos hasta el más insignificante detalle de la vida
de nuestros vecinos. Con lo cotillas que son para chismorrear unos de otros.
Pero del escultor se sabía muy poco, o por lo menos yo no sé nada de él. Y se
supone que es el mejor escultor de la historia.
Se apoyó en la rama de un árbol, a la sombra. El muchacho estaba muy
cansado. La pendiente en su tramo final era muy dificultosa. Tomó aire,
luego bebió agua de una bota de cuero que llevaba colgada del cuello.
Durante un rato hubo silencio en su cabeza, estaba débil y desde el lugar
elevado donde él se encontraba observó su majestuosa ciudad. Desde allí
pudo ver su casa, a su madre tendiendo en el patio. Se emocionó viendo a su
mamá con tanta vitalidad. También pudo observar a los barcos llegando al
puerto, y a las mujeres llevando la ropa para lavarla. Súbitamente, sopló un
aire que le refrescó la cara y le alivió las axilas y la espalda que las llevaba
encharcadas de sudor. Cerró los ojos, se sentía pletórico. Recobró energías.
Después de descansar siguió cuesta arriba…
—¿Valdré yo para ser arquitecto? —Samuel se miraba sus manos sin
vida—. Algunos días me siento tan valioso y otros tan insignificante.
Al poco tiempo Samuel ya no podía seguir caminando. Tenía que parar,
y esta vez no tan solo un momento. El andar por esa pendiente en tal mal
estado y con sus pies mal trechos le estaba matando. Se detuvo en un banco
de piedra que había en un lado del camino casi al final de la rampa, y se echó
sobre él bocarriba. Observó el cielo azul con la boca abierta exhalando aire
moviendo el pecho arriba y abajo con fuerza. Cuando se relajó un poco
recobrando el aliento, se sentó y se giró. Entre dos calles se divisaba a lo lejos
el templo.
—Allí está majestuoso: ¡el Partenón! —dijo Samuel muy entusiasmado.
En ese momento se levantó con mucha potencia para proseguir el poco
camino que le quedaba. Pero las piernas le fallaron, se le doblaron y se
desplomó. Cayó de boca en la calzada. Puso las manos para amortiguar el
golpe. Pero sus manos no tenían fuerzas desde que él nació. El dolor era
intenso. El muchacho lo primero que hizo, nada más tomar tierra, fue mirar a
los lados para ver si alguien lo había visto caer. Le daba mucha vergüenza
que le vieran despeñarse de esa manera tan poco elegante cada dos por tres.
Su enfermedad le hacía tener muchos traspiés. Pero tuvo suerte en esta
ocasión, nadie lo vio caer tan aparatosamente. Se puso de pie, se sacudió el
polvo del himatión, maldiciendo sus piernas. Se dio cuenta de que se había
partido un diente. Escupió la sangre, hizo gárgaras con agua de la bota y
siguió andando, pero ahora despacio y sin prisas, el trecho que le quedaba.
—¡Hay mucha gente alrededor del Panteón! ¿Qué sucederá? ¡Habrá
cincuenta quioscos ambulantes como mínimo! Se han instalado alrededor del
santuario. Qué de ruido, la última vez que pase por aquí no había tantos
bazares. Los comerciantes aprovechan cualquier lugar famoso para vender
sus artículos; son unos caraduras, pero bueno, quién soy yo para criticarlos.
¡Tendrán que vivir de algo! Digo yo.
El olor era muy fuerte a sudor y orina.
El muchacho avanzaba entre la muchedumbre embobado, observando la
variedad de productos que se vendían en todos ellos.
—Hace mucho tiempo que no pasaba por este lugar. Seguro que el
templo ha cambiado considerablemente por dentro. Qué grande se ve. Nunca
se acostumbran los ojos a ver semejante monumento. Qué lujoso está ahora
con estas hermosas metopas y frisos adornando todo el lateral. Voy a entrar
por el frontón principal, que los escalones parecen más pequeños. Estoy muy
cansado, está pendiente me ha reventado las ampollas de los pies —Samuel
seguía escupiendo sangre.

Nada más entrar en el interior del templo el bullicio cesó, como si ahora
estuviera muy lejos de allí. Trasladado a otro lugar otra época… Se respiraba
paz y tranquilidad. Sin darse cuenta se quedó con la boca abierta y la cara de
un inocente palurdo que llega por primera vez a una gran ciudad. No entendía
cómo toda aquella belleza estaba detrás de esas columnas, era como estar en
el Olimpo, en la casa de los dioses. Durante un buen rato permaneció en
silencio, viendo y analizando la dimensión de todo el habitáculo del
santuario, que era enorme. Se sintió muy pequeño e insignificante,
privilegiado por ser ateniense. Le costó su tiempo volver a reaccionar y
empezar con su ruido mental otra vez. Aunque una punzada de dolor en la
encía superior, donde recibió el tremendo golpe, lo despertó de aquella
enajenación. La sangre le había dejado un desagradable sabor a hierro. Seguía
escupiendo cuajarones en un pañuelo que daba pena verlo.
—¿Por qué siempre hace fresco en el interior de los templos? Cuanto
más altos son, más fríos en su interior. Hay columnas por todas partes —
pensaba Samuel—, y son inmensas. Harían falta cuatro hombres para poder
abrazarlas ¿Cómo habrán puesto estas pilastras de pie? Tienen que pesar
miles de talentos, ¡es increíble!
Se escuchaba a lo lejos unas voces cantando en coro. Repiqueteaban con
eco y creaban un ambiente espiritual y religioso; acogedor. Todo en el
interior del Templo era agradable.
—¿Están rezando? —dijo Samuel en voz alta— Creo que están
preparando una ceremonia religiosa… ¡al final, me voy a meter en un lío!
En ese momento empezaron a encender las antorchas que estaban
colocadas oblicuamente a las paredes. Ahora, con más luz, se podía observar
con más detalle la grandeza del interior del Partenón. Los bajorrelieves, las
estatuas, sus intensos colores, sus frisos y metopas. Samuel, maravillado
mientras avanzaba perezosamente admirado por el interior del santuario,
escuchaba el eco de sus pisadas. Creyó ver a lo lejos algo que le llamo la
atención.
—¡Sí! Ahí esta. Ella nos protegerá de Esparta. Qué guapa es. ¡Atenea!
Se la ve muy seria. Está vestida con su traje de guerrera, ¿estará enfadada? A
lo mejor, no me extrañaría, con el derroche que se está haciendo en su
nombre. Es la diosa de la guerra, pero sin ser violenta. Qué poco creíble
suena decir eso, pero me da igual, ya que también es la diosa de la sabiduría y
del arte. Es la hija favorita de Zeus. Nació de su frente, de un dolor de cabeza.
Dicen que cuando vino al mundo ya era adulta. ¡Qué cosas! ¡Nacer adulta!
Los griegos tenemos historias para explicar cualquier acontecimiento. Pero
creo que las cosas están cambiando, menos mal que ya tenemos a sabios
como mi maestro, Demócrito, o mi padre, que intentan explicar el universo
sin cuentos y mitos. Utilizando la ciencia.
El muchacho, aunque estaba educado en la desconfianza hacia lo
religioso, el ateísmo, se puso delante de la estatua y sin comprender por qué
se arrodilló en un cojín que estaba allí colocado sospechosamente para hablar
o adorar a la diosa. Junto las manos en la típica postura de rezar y habló.
—¡Hola, Atenea! Estoy impresionado por tu belleza y por tu
grandiosidad —hablaba Samuel en voz alta mirándole el rostro a la
gigantesca estatua—. ¿Sabes quién soy? ¿No me reconoces? —el muchacho
esperó un rato—. Soy Samuel. Hijo de Filolao, el matemático —se escuchó
de repente una tos seca al pronunciar la palabra Filolao—, e hijo de Faina, la
matrona —se volvió a escuchar otra tos fuerte y seca—. Tengo una
discapacidad en mis manos y en los pies, y estoy buscando asistencia para
elegir con buena sabiduría mi elemento. ¿Me puedes ayudar…?
La verdad que no sabría decir cuánto tiempo estuvo concentrado,
mirando la imagen de la diosa, hasta que se cansó y se levantó. Apartó la
mirada desilusionado, ya que la gigantesca imagen no le respondía. Pero allí
estaba, observándolo. Un viejo muy estropeado, feo y grotesco, con un
enorme grano repleto de pelos en su nariz. Todo ello formaba un conjunto
sumamente desagradable a la vista, y no solo por su fealdad, que
indudablemente lo era. Además, se veía que era un ser avinagrado, triste y
rencoroso. Con un solo ojo enterrado en más de mil arrugas profundas, y con
el otro tapado por un parche, sin dientes y sin pelos en la cabeza.
—¿Qué haces, niño, hablando con la estatua? —le preguntó con
arrogancia el anciano a Samuel— ¡no se puede estar aquí dentro! Es delito. El
Templo está cerrado para el público. ¿No ves que estamos en los oficios
religiosos?
—¿Es Atenea? Qué elegante es, ¡es nuestra protectora!
—Sí, efectivamente, es Atenea. Yo le di forma a lo largo de cinco años
con mis manos, a golpe de martillo y cincel. Me costó muchísimo tiempo.
Por su culpa perdí un ojo. Se me clavó una lasca de mármol y me lo tuve que
vaciar —dijo el anciano como algo sencillo de realizar—. Pero es solo una
estatua, que representa una entre tantas diosas. Nada más que eso. Una piedra
tallada. Así que vete de una vez, niño mal criado. Hoy las Camareras vestirán
a la diosa. Le pondrán los adornos de marfil y oro. ¡Por lo que vete ya de una
maldita vez!
—¡Calla viejo gruñón! Yo no soy religioso, pero creo que te van a
castigar por blasfemar. Además, hueles muy mal, seguramente no te habrás
lavado en mucho tiempo…
—¿Qué estás hablando? Muchacho desvergonzado. Huelo mal porque
estoy trabajando muy duro, ¡¡¡sudando como un animal!!!
Se quedaron los dos callados, mirándose y estudiándose el uno al otro,
sin ningún pudor.
—Esta estatua es mía, la hice yo ¿o qué te crees? Ella representa a la
diosa que luchó contra Poseidón para quedarse custodiando nuestra ciudad.
Pero es solo eso, una estatua muy grande y hermosa, pero nada más que una
imagen de mármol. Por lo que nunca te va a poder contestar, y menos a un
mocoso y maleducado como tú.
—¡La estatua no es tuya, es de los atenienses! Además, ya tengo catorce
años. Casi quince. Y deje de insultarme. Como me haga enfadar no respondo
de mis actos —dijo Samuel encarado al viejo, demostrándole que no le daban
miedo sus amenazas—, ¡tienes la cara que parece una pasa, por Apolo que
das asco!
—Catorce años no son nada. Yo tengo ochenta y tres años.
—Un viejo en toda regla —respondió Samuel riéndose.
—¡Eres un osado engreído! Además, ya te he dicho que no puedes estar
aquí dentro. Han robado varias veces dentro del templo, y te pueden acusar.
Yo si fuera tú saldría ahora mismo de entre estas paredes. ¡Niño… estás
corriendo mucho peligro!
—¿Tú eres Fidias? No me extrañaría que lo fueras. Por cómo hablas.
Dicen que es un viejo cascarrabias y con muy mala leche. Y tú sin duda la
tienes. Eres el más antipático de Atenas. Lo que no me habían contado es lo
feísimo que eres. Eres más feo que abandonar a un hijo —Fidias pegó un
respingo al escuchar el comentario—, como hacen los espartanos con los
niños que nacen con defectos. Matarlos, arrojándolos desde el Monte Taigeto.
Así eres de malvado, como los espartanos.
—A ti te hubieran matado… —dijo con desprecio Fidias— si hubieses
nacido en Esparta… porque eres defectuoso.
—¡Relájate, viejo lechón! —Samuel en un movimiento rápido se
balanceó de atrás hacia adelante para coger impulso y arrojarle un escupitajo
en la cara, el cual le dio de lleno en el único ojo que tenía.
—¡¡¡Yo soy el gran Fidias!!! —el viejo intentó darle una bofetada al
muchacho, pero él la esquivó, el escultor no veía nada— ¡Un respeto! No
vuelvas a hacer eso si no quieres perder la vida —Fidias se limpiaba la cara
con un trapo que llevaba colgado en la cintura.
—Tú has empezado —dijo Samuel.
—¿Qué quieres de mí, niño? Tengo mucho trabajo, y no puedo perder el
tiempo con críos poco considerados con sus mayores, ¿no te han dado
educación tus padres?
—Yo soy muy considerado con mis mayores, pero si me faltan al respeto
no me callo.
—Bueno, bueno, ¿qué es lo que quieres, de una vez? Lo confieso, yo soy
Fidias. Si yo fuera más joven te ibas a enterar granuja, dime de una puñetera
vez por todas qué necesitas de mí y vete ya.
—Tengo una enfermedad muy rara en las manos y en los pies, por lo que
tengo muy poca fuerza, todo lo que aparentemente es sencillo para un niño
normal se me hace difícil si se trata de algo manual.
—Ya lo dije antes, eres defectuoso —dijo Fidias. Y Samuel cogió
impulso para escupirle otra vez a la cara—, ¡no hagas eso! —el anciano dio
unos pasos hacia atrás.
—Pues no digas más que soy defectuoso.
—A mí por qué me cuentas todo eso, ¿yo qué tengo que ver contigo y
con tus problemas?
—Venia para entrevistarme con Fidias, el gran escultor. Estoy buscando
respuestas. Pero no sé si seguir. Creo que me vas a decir que no. Intentarás
ridiculizarme. Ya que es verdad todo lo que hablan de ti. Eres un ser
despreciable y no escuchas a nadie —Samuel se dio la vuelta y empezó a
alejarse.
—Tú tampoco ha sido muy amable conmigo —voceaba Fidias—, ¡¡¡me
has escupido en la cara!!! ¡Venga, dime qué quieres de mí! O vete de una
vez… Aunque no comprendo qué tengo que ver con tus problemas.
—Demócrito, mi maestro, nos ha mandado una tarea muy especial —
Samuel le explicó el encargo—. Tengo la intención de ir visitando a los
personajes más ilustres de Atenas, para indagar en sus oficios, uno de los
cuales podría ser el mío. Y tras Pericles te tocaba a ti. Solo era eso, ¿qué
opinas?
—¡Qué honor! —dijo irónicamente el anciano—. Pues mi oficio es
escultor, y creo que te va a ser muy complicado dedicarte a semejante
actividad. Hace falta fuerza, resistencia y destrezas manuales, cualidades que
no creo tú poseas —Sonrió torciendo la boca—. De todos modos, niño, te
voy a hacer una pregunta.
—¿Puedes dejar de llamarme niño? Me llamo Samuel.
—Vale. Como tú quieras, Samuel. Contéstame por favor; ¿por qué no
sigues la profesión de tu padre? Porque tú eres hijo de Filolao, el matemático,
¿me equivoco?
—¿Cómo lo sabes? —dijo sorprendido Samuel.
—En Atenas nos conocemos todos —dijo el escultor.
—Pues yo no sé nada de ti —dijo Samuel.
—Nadie sabe nada de mi vida. Yo no salgo nunca a la calle, no hablo
con nadie ya que no me agrada nadie —Samuel se acordó de su padre. El
anciano dijo las mismas palabras que él solía decir de la gente.
—¿Podemos empezar de nuevo? —dijo Samuel intentando arreglar la
entrevista, que cada vez estaba más torcida.
—Me estás empezando a fastidiar, niño.
—Venga, intentémoslo de nuevo —dijo Fidias—. No le suelo dar
segundas oportunidades a nadie, pero hoy va a ser un día muy singular.
—¡Hola! ¡Buenos días! —dijo Samuel con el rostro de niño bueno,
poniendo su mejor cara teatralmente.
—Tampoco es necesario estas tonterías. Venga, sigamos por dónde
íbamos. Tienes que reconocer que la profesión de tu padre es muy digna,
¡matemático! y solo te hace falta usar la cabeza, y creo, por lo que estoy
viendo, que eres muy astuto. Aunque cansino como nadie.
—Mis padres nunca me han hablado de usted.
—Normal. Ellos me odian.
—Lo comprendo perfectamente. Eres desagradable hasta durmiendo—
dijo Samuel.
—Creo que no lo has entendido —Fidias miró muy serio a la estatua y
suspiró—. Hoy es el día de que alguien te cuente una verdad, una historia que
seguramente no te habrán contado nunca. Ya que si no… no estarías aquí —
el anciano volvió a mirar a Samuel— y sospecho que no te va a gustar lo que
vas a escuchar.
—¿Y de qué conoces a mi padre?
—Tú padre es mi hijo, y tú eres mi nieto.
Samuel no dijo nada. Se calló un buen rato. Y sin apartar la vista del
anciano habló:
—¡Mi abuelo es Anaxágoras! Y mi otro abuelo murió hace muchos años.
No te permito que digas esas mentiras.
Samuel se acercó a la cara del escultor y casi rozándolo le dijo despacio,
casi deletreando las letras:
—Me da igual quién sea usted, de lo poderoso e influyente que haya
conseguido ser, pero se arrepentirá de sus palabras. Usted no se puede ni
imaginar lo maléfico que yo puedo llegar a ser con personas como usted.
—El sabio Anaxágoras adoptó desde bebé a tu padre —dijo Fidias—,
¿nunca te lo han contado?
Samuel se volvió a quedar en silencio. Había mucha tensión. Y en
cualquier momento podría explotar. Quería pensar bien lo que tenía que decir
para luego no tener que arrepentirse de nada.
—Hace muchos años yo era maestro en el Ágora, como lo es ahora
Demócrito. Enseñaba a esculpir mármol de las canteras de Megara, las que
producen el mejor mármol de toda Grecia. También daba matemáticas,
pintura y arquitectura. Tu abuelo Anaxágoras daba política, retórica y ética.
En aquella época podían asistir a las clases en el Ágora las mujeres. Que, por
cierto, me criticaron mucho por dar ese privilegio al sexo fuerte. Allí se
conocieron tus padres.
—¿El sexo fuerte? —preguntó Samuel sin entender ese término.
—Sí, las mujeres son el sexo fuerte. Mucho más inteligente que el
masculino. No lo dudes nunca. Lo que ocurre es que, en toda Grecia,
especialmente en nuestra ciudad, Atenas, cuna de la democracia y de la
sabiduría, es una ciudad injusta con ellas. Somos la polis más machista de
toda Hélade. Incluso en Esparta las mujeres están mejor consideradas.
—¿Te quieres centrar en lo importante y contarme de una vez lo de mi
padre? —dijo Samuel cortando su charlatanería.
—Yo tendría treinta y cuatro años más o menos —dijo Fidias cogiendo
aire y haciendo una pausa.
Samuel cada vez estaba más disgustado, no entendía lo que le decía el
viejo que tenía delante. Al cual, por momentos, le veía más parecido con su
padre. Empezaba a reconocer en su rostro ciertas semejanzas en su manera de
expresarse, de hablar, de mover las cejas, la manera de agitar las manos, de
menear la cabeza…
—Hace muchos años… yo tuve una relación con una mujer de Crotona,
Adara. La criatura más bella que jamás ha existido —prosiguió melancólico
el viejo escultor—, ella era tu abuela. La conocí en uno de mis viajes a la
Magna Grecia. Yo iba y venía de Atenas a Crotona, ampliando mis estudios
de matemáticas, y cada vez nos veíamos más. Un día le pedí que se viniera a
vivir conmigo a Atenas. Le expliqué que yo era maestro en el Ágora. Pero
ella no quiso dejar su ciudad. Al final, después de pensármelo mucho, yo
decidí no volver a verla. Ella, quince meses después de la última vez que nos
vimos en Crotona, vino a Atenas, me trajo un bebé a la puerta de mi casa; era
tu padre, Filolao. Pero ella había cambiado mucho, ya no era la misma.
Estaba muy enferma y demacrada. Incluso escupía sangre cuando tosía. Me
dijo que se estaba muriendo. De hecho, así fue. Un mes después de estar
viviendo en mi casa —el anciano hiso una pausa, cerró los ojos y tragó saliva
— ella murió en mi cama —le brillaban los ojos al arquitecto—. De repente,
me vi al cuidado de un niño que amenazaba interrumpiendo repentinamente
toda mi carrera profesional, que estaba empezando a estabilizarse justo en ese
momento. Yo, por aquel entonces, no tenía dinero suficiente para pagar a una
hetera, o comprar un esclavo para que se hiciera cargo de mi hijo, y tuve que
tomar una decisión. Conocía muy bien a Anaxágoras. Y sabía que deseaba
haber tenido un niño. Y su mujer no se lo podía dar. Sin pensarlo un
momento, puse en la puerta de tu abuelo, el sabio Anaxágoras, a tu padre
Filolao. En una cesta con una carta anónima. Él se hizo cargo, y dejó de
enseñar en el Ágora. Se dedicó por completo a criarlo, a educarlo… Se
convirtió en un padre perfecto. El que yo nuca hubiese podido ser.
—¡Abandonar a tu hijo en la puerta de otra persona! Pudiste haber
pedido un préstamo al senado, haber hablado con alguien, ¡¡¡eras maestro en
el Ágora!!! Eres un ser despreciable. Ya me lo había dicho mi madre, ¡me das
asco! Le tuve que haber hecho caso y no visitarte —Samuel estaba
decepcionado con sus padres por haber estado al margen de toda esta historia.
—¿Pero nunca te han contado nada? —decía Fidias extrañado—, yo no
cobraba ningún sueldo —prosiguió disculpándose por su acto—. Lo tienes
que entender. Los maestros en aquella época no tenían derecho a esos
privilegios. Vivíamos de las subvenciones del Senado, que te aseguro que
eran ridículas.
—No —dijo Samuel con lágrimas en los ojos moviendo la cabeza de un
lado para otro—. Mi abuelo siempre será Anaxágoras. Además, dudo que
esto que me cuentas sea verdad. Cuando llegue a mi casa hablaré con ellos,
que me den una explicación.
—Eso es lo que tienes que hacer, Samuel. No lo dudes... Que te lo
cuenten todo. Pero le dices de mi parte que todo, es todo. No solo lo que me
pasó con tu padre, también que te cuenten lo que dice de ti una vieja profecía.
—¿Y por qué no os habláis? —dijo Samuel sin haber escuchado lo
último que dijo el viejo—, si esto que me cuentas es cierto se pudo haber
arreglado hace muchos años.
—Hay cosas que ya no tienen arreglo. Y Atenas es una ciudad muy
pequeña.
—¡Bueno!, pequeña precisamente no creo que sea —dijo Samuel fuera
de sí—. Sé perfectamente que Atenas no es tan grande como algunos creen,
pero te recuerdo que en Atenas hay doscientos cincuenta mil habitantes, no
creo que sea una pequeña ciudad —Samuel seguía subiendo el volumen de la
voz y la indignación—. ¡¡¡Se dice que es la tercera ciudad más poblada del
mundo, solo nos supera Babilonia con cuatrocientos mil y Seleucia con
seiscientos mil!!!
—Baja la voz, por favor —dijo Fidias, apurado.
—Estas dos ciudades están en Mesopotamia, la civilización más antigua
de la tierra. Junto a los ríos Tigris y Éufrates. He viajado mucho con mis
padres, ¿qué crees que soy? ¿un niño ignorante? Además, Atenas es la ciudad
más compleja de la tierra. Tenemos un sistema democrático radical. Con unos
seis mil jueces que se votan rotando anualmente por sorteo. —Samuel
empezó a derramar lágrimas a borbotones—. Todo está pensado para que
nadie atesore demasiado poder y volvamos a formas de gobiernos arcaicas,
como cuando existían los Tiranos. Seguramente nunca más se repetirá esta
forma que tenemos de gobernar; esto es un experimento caprichoso de
muchos acontecimientos que han ocurrido en el pasado. Todo ello hace que
tengamos un gobierno democrático libre, limpio y participativo. Todo el
mundo puede opinar, votar y delegar leyes. ¡¡¡Todo esto ha sido gracias el
esfuerzo de mucha gente desde Solón!!! Pero tiene los días contados.
Samuel se dio la vuelta y empezó a alejarse. Tenía la cara churreteada.
—No te vayas, por favor, Samuel. Terminemos esto que hemos
empezado…
El muchacho se volvió a girar despacio y acudió, una vez más, al
encuentro con el anciano. Le temblaban las manos.
—Muy bien —dijo Fidias—. Sí señor, estás formado en historia, política
y actualidad. Me gustan los niños cultos. Tranquilo, no te enfades, que no es
para eso. La vida, las circunstancias, han hecho que hoy coincidiéramos tú y
yo, aquí y ahora. Y eso será por algo.
—Y si quieres soy más preciso. Tenemos ciento cuarenta mil esclavos,
setenta mil metecos extranjeros y cuarenta mil ciudadanos en pleno derecho.
Un total de doscientos cincuenta mil de población ateniense, ¿quieres saber
algo más? —gritó Samuel parando los ritos espirituales que había en el
interior del templo.
—¡Seguid, por favor, no pasa nada! —dijo Fidias a los sacerdotes que
miraban la escena sorprendidos.
—No lo entiendo. Nunca me han contado nada. ¿Por qué me han
ocultado esta historia?
—Es una vieja historia que es mejor no remover. El paso del tiempo y
los recuerdos han ido agriando mi corazón. Y tú ahora, con tu presencia aquí,
estás dándome una segunda oportunidad de poder arreglarlo todo.
—Yo no estoy removiendo nada. Eres tú el que está agitando la mierda.
Te podrías haber callado y dejar esta porquería guardada en tu cabeza
enferma. ¡Por cierto! ¿Por qué ya no das clases en el Ágora? ¿Te echaron por
ladrón? Dicen que te gusta robar cosas del templo.
—De eso se encargó tu abuelo Anaxágoras, que intervino para que yo
fuera expulsado del Ágora, y dejara de dar clase. Por lo visto no era digno,
después de que un día le confesara en secreto que Filolao era mi hijo.
—¿Te parece poco tu mala conducta? Viejo sin corazón. Que
abandonaste a tu hijo.
—Es verdad, no he sido bueno. Lo admito. Pero gracias a eso me he
convertido en el mejor escultor de la historia. Después de quedarme viudo, de
dejar a Filolao con Anaxágoras y abandonar el Ágora como maestro, pude
desarrollar mi oficio a todo rendimiento, ya que desde ese día me dediqué en
cuerpo y alma a mi trabajo, a mi elemento. Cada instante lo consagro a mi
arte, ¿no lo entiendes? Gracias a eso tu padre tiene todos los derechos de un
ciudadano ateniense, ya que está inscrito en el censo como hijo de
Anaxágoras. Es un nacido en Atenas.
—¡Pero si mi abuelo no ha nacido en Atenas! Él es meteco. Nació en
Clazómenas. Él no tiene todos los derechos de un ciudadano ateniense.
¿Cómo mi padre habiendo nacido en Crotona no es meteco?
—Anaxágoras en aquella época era muy influyente. Más de lo que te
puedas imaginar. Hoy día es un pobre diablo, pero en aquella época era muy
poderoso. Manipuló la verdad. Inscribió a tu padre como nacido en Atenas.
—No, no lo entiendo —dijo Samuel agitando la cabeza de un lado a otro.
—Pero si te vale de consuelo jamás encontré la felicidad. Aunque
trabajara en mi pasión, noche y día. Daría lo que fuera por poder volver atrás.
Te aseguro que entonces las cosas serían muy diferentes.
Samuel miraba al viejo con asco y desazón.
—Todo en la vida no es encontrar el elemento. No es fácil de explicar,
Samuel. No sé por qué, pero Demócrito os ha mandado un trabajo absurdo.
La vida no es solo encontrar tu actividad favorita. Te estás confundiendo. Eso
no es tan importante. Te lo aseguro. Eso es lo que yo creía. Y tu maestro lo
debería saber. No sé qué motivo lo ha movido a ello. Porque te aseguro que a
mí se me escapa.
—¿Mi padre sabe que tú eres su progenitor? ¿Conoce su origen? —dijo
Samuel intrigado.
—Sí. Yo se lo quise contar hace muchos años. Cuando él tendría tu edad
más o menos —dijo el anciano— le confesé que yo era su padre, y que él en
realidad era de Crotona.
—¿Y qué paso cuando se lo dijiste? —preguntó Samuel.
—Me pegó un puñetazo en la cara —el muchacho empezó a reírse—.
Bueno, por lo menos te he hecho sonreír. Desde ese día no tengo paletas —el
anciano le enseñó la boca sin dientes delanteros.
—Me imagino la escena. Conozco perfectamente el carácter de mi padre
—ahora Samuel se sentó en un poyete del templo. El viejo hizo igual. Se
colocó junto a él.
—De todos modos, ya se lo había contado todo Anaxágoras.
—¿Y mi padre… por qué está tan serio siempre? Con tanta tensión…
Parece amargado. Él ha encontrado su elemento. ¿Qué le pasa? Estoy seguro
de que algo sabes…
—Tu padre es matemático y astrónomo. Estudió de joven, cuando salió
del Ágora ateniense, en la Magna Grecia, en la escuela Pitagórica que está en
la ciudad de Crotona, de donde es su madre. Quiso conocer sus raíces. Por
eso le llaman Filolao de Crotona. Aunque, como ya te he contado, está
inscrito como nacido en Atenas, con todos los derechos —el viejo se colocó
de espaldas a Samuel—. Te aseguro que allí aprendió muchas cosas, no solo
ciencia.
—No entiendo. Anciano, explícate mejor. ¿Qué tiene que ver eso con lo
que te he preguntado?
—Pitágoras fundó una secta de iniciados a la magia y las ciencias
ocultas. Para aprender a manejar los cuatro elementos: el agua, el fuego, la
tierra y el aire. Cuando Pitágoras murió, siguió trasmitiéndose a escondidas
ese conocimiento en su academia. Pero solo a unos pocos. A los iniciados. Tu
padre es uno de esos pocos. Tu padre vive reprimido por no usar lo que él
conoce. Eso lo angustia. En Crotona pasaron muchas cosas que solo él sabe,
cosas terribles, por lo que tengo entendido tuvo que huir de allí. Pericles le
echó una mano y lo contrató como el matemático de nuestra ciudad.
—Mi padre será muchas cosas. Pero te aseguro que él es un científico y
ateo radical. Eso te lo puedo asegurar. Usted no lo ha escuchado a la hora de
almorzar en la mesa.
—Te equivocas. Además, cuando tú naciste pasaron muchas cosas. Te
las deberían contar. Hay muchos acontecimientos que desconoces de tu
pasado. Es una historia abominable. Llevó a tu padre a dejar ese oscuro
conocimiento. Eso es lo que le entristece. No ejercer.
—¡¡¡Qué me estás diciendo!!! ¿Oscuros conocimientos? —el muchacho
se tapo los oidos con las manos— ¡mi abuelo Anaxágoras es el único abuelo
que me queda vivo! Y si eso que me cuentas es verdad, seguro que hay unos
motivos muy importantes para que no me lo hayan confesado todavía —le
dijo Samuel con la cara colorada—. Esto no va a quedar así, viejo rastrero.
¡¡¡Mi padre es un gran cientifico!!!
—Otro motivo de la infelicidad de tu padre eres tú. Tu enfermedad. Te
aconsejo que sigas buscando tu oficio perfecto. El elemento. Lo veo
razonable, pero no te obsesiones, míranos a tu padre o a mí. Nosotros lo
hemos encontrado y en parte no somos felices. No sabemos vivir. Por el
camino a la perfección nos hemos perdido muchas cosas más importantes.
—¿Por qué me cuentas todo esto ahora? Me estás haciendo mucho daño,
viejo maligno.
—Me queda poco de vida. Y me gustaría arreglar todo el daño que hice
en el pasado, pero sobre todo que mi nieto sea fuerte y feliz. Que no le pase
como a su padre y a su abuelo Fidias.
—Hoy mejor no hubiera salido de casa. Qué día tan confuso —dijo
Samuel, estresado.
—¡Te equivocas, Samuel! Hoy es un día perfecto para empezar de
nuevo. Y te insisto: Serías un gran matemático.
—Pero las matemáticas necesitan una ciencia —dijo Samuel—, algo
externo a ellas. Ya que siempre calcula un propósito, y ese propósito me
interesa más que ese cálculo. Y es lo que yo estoy buscando. Mi proyecto. El
elemento.
—Pero los hombres pertenecen a la naturaleza. Además, tu propósito en
la vida es vivir. Y déjate de monsergas.
—Creo que te equivocas, Fidias. Los hombres están en un rango mayor.
Son la razón. La Naturaleza, el Universo, el Cosmos, se estudian a través de
nuestra mirada. Como un niño pequeño que se da cuenta de que existe
cuando se ve reflejado en la sonrisa de su madre al reír por alguna morisqueta
que realiza él mismo. Eso es lo que hace el universo con nosotros,
contemplarse a sí mismo. Nosotros somos la criatura —comenzaron a sonar
unos instrumentos de percusión en el interior del templo.
—Solo te he dicho la verdad —dijo Fidias—, yo no he sido quien te ha
mentido… —una camarera pasó deprisa en ese momento junto a ellos—.
Bueno, cambiemos de tema… ¿Sabes qué es el arte?
—No. Según tú… ¿qué es? —dijo Samuel.
—El arte es la actividad en la que el hombre recrea, con una finalidad
estética, un aspecto de la realidad o un sentimiento en formas bellas,
valiéndose de la materia, la imagen o el sonido. No todos los tipos de artes
requieren fuerza o destreza física. Está la pintura, la escritura, la música… y
podemos acomodar los pinceles, la flauta doble, el lapicero… a tus manos,
con adaptaciones caseras. Tu padre te puede ayudar en eso, es un gran
inventor por lo que tengo entendido.
—¿Ahora me estás animando a ser escultor? Cómo cambias de opinión.
Viejo maniático. Cuando empezamos esta conversación me decías que yo
nunca podría ser escultor, ¿ya no te acuerdas?
—Ahora estoy conociéndote. Y estoy empezando a cambiar de parecer.
Es de sabio saber rectificar.
—¡Qué raro eres! —dijo Samuel.
—¿Y a quien visitarás ahora después de mí?
—Visitaré a Sófocles, el dramaturgo, el mejor poeta escritor que ha
tenido el Hélade después de Hesíodo y Homero.
—Me parece bien, con él aprenderás muchas cosas. Él tiene un modo de
ver la vida muy particular. Y contigo seguro que no se aburre. Pero ten
cuidado con Sófocles. Es un vicioso. Le gustan los niños guapos y jóvenes
como tú.
—¿Qué significa vicioso? Me comentó algo mi madre y no la entendí.
—Atenas es una ciudad libre, democrática y reflexiva; como tú muy bien
has dicho, pero también en la sexualidad somos independientes. Todo vale. Y
muchos sobrepasan los límites, sobre todo los intelectuales, que tienen una
ética muy retorcida y complicada de entender.
—La verdad es que sigo sin entender —dijo Samuel rascándose la
cabeza.
—Yo solo te aconsejo que, si te propone algún trato, mejor dices que no.
Ya que te intentará engañar.
—Bueno. Gracias por el consejo.
—Perdóname por haberte hecho daño o molestarte, no era mi intención
—dijo ahora el escultor con cara tierna.
—Menos mal que no era tu intención. Cuando llegue a mi casa hablaré
con mis padres. Tendrás noticias mías muy pronto.
—Tú tampoco te has quedado callado. Pero debes de entenderme. Estoy
muy estresado. Ha desaparecido mucho oro del templo, los adornos de
Atenea, marfil y casi todo el mundo me está echando la culpa de su
desaparición. Yo no soy ningún ladrón. Después de toda la vida dedicada a
embellecer nuestra ciudad y me lo pagan con esto. Estoy completamente solo.
Sin familia, sin amigos, sin prestigio. Y cuando te he visto… no sé lo que me
ha pasado. Te pido disculpas, Samuel.
—Bueno, me tengo que ir, no lo digo más. No puedo decir que me haya
encantado de conocerte, Fidias. Pero bueno… No te haré perder más tu
valioso tiempo —dijo Samuel con retintín—. La verdad que eres mucho peor
de lo que había escuchado —Samuel constriñó el gesto con desdén— y
además, no he sacado nada de valor referente a mi destino. Mi elemento.
—Ten cuidado con lo que dices, que todavía me quedan fuerzas para
darte un garrotazo y abrirte la cabeza.
—Parece que estoy hablando con mi padre —pensó en voz alta Samuel
—. No lo digo más, adiós.
—Adiós, niño, perdón… Samuel —se le escapó una leve sonrisa al
rancio escultor—, no lo olvides, la fama y el tener talento muchas veces se
pagan muy caro. Yo lo he pagado con creces.
—No lo olvidaré —dijo Samuel.
—Y dale muchos recuerdos a tus padres. Coméntales que has hablado
conmigo. Y que te lo expliquen todo. Y todo, es todo —insistía el viejo
escultor—. Tienes que saber algunas cosas de tu pasado. Anuncian un futuro
prestigioso.
—No lo dudes de que lo haré. Me tendrán que dar explicaciones.
—Me gustaría mucho que volviéramos a vernos antes de que yo me
marche al inframundo, al Hades. Antes de cruzar el río Aqueronte montado
en la barca de Caronte, para no volver nunca más. Me queda poco de vida y
no me gustaría irme sin arreglar algunas cosas que hice mal en el pasado.
—Se lo diré a mis padres, queda tranquilo. Adiós, Fidias.
—Adiós, Samuel —murmuró Fidias en voz baja—. Adiós, querido
nieto… por fin te conozco.
“El arte es el concepto que engloba todas las creaciones realizadas por
el ser humano para expresar una visión sensible acerca del mundo, ya sea
real o imaginario. Mediante recursos plásticos, lingüísticos o sonoros, el arte
permite expresar ideas, emociones, percepciones y sensaciones.”

Fidias
El más famoso de los escultores de la Antigua Grecia.
Vivió en la época de Pericles, que fue su principal protector y le encargó
la dirección de su gran proyecto de la reconstrucción de la Acrópolis de
Atenas.
No se sabe con exactitud la fecha del nacimiento, pero fue en Atenas.
Posiblemente en el 510 a.C.
Murió en 430 a. C., en Olimpia. En el año 432 a. C. se le hizo un juicio y
fue desterrado de Atenas, acusado de robar oro y marfil del Partenón.
6. Sófocles

Cansado y confuso, se sentó en los escalones exteriores del Partenón.


Con el rostro serio y la mirada perdida se dispuso a observar a los cientos de
comerciantes que estaban estacionados en los alrededores del templo.
Contemplaba admirado la algarabía que había en la plaza; era un jaleo sin
igual. Los mercaderes estaban ocupados en sus quehaceres diarios. No
paraban de vociferar, pregonando sus mercancías, trapicheando
descaradamente con objetos de dudoso valor, pero, en definitiva… se
dedicaban a ser lo que ellos eran. “Comerciantes”. Samuel empezó a sentir
envidia, envidia sana, pero en definitiva era envidia; ellos tenían claro a qué
dedicar su tiempo y su vida. Sabían perfectamente cuál era su elemento.
Asunto que él todavía desconocía.
—Tengo que cambiar mis preguntas, o el modo de hacerlas. Mis
interrogaciones no están dando los resultados esperados. Creo que por el
camino que estoy yendo no conseguiré saber cuál puede ser mi oficio, mi
elemento para ganarme la vida. No sé, espero que hoy encuentre la respuesta
a esta incógnita. Pero lo veo cada vez más complicado. Esta tarea no es tan
fácil como aparentaba ser en un comienzo.
Samuel, con el rostro afligido, se dispuso a revisar su pizarra para
estudiar su plan. Ahora tocaba ver a Sófocles. El dramaturgo.
De repente, el muchacho escuchó a un vendedor que no paraba de gritar.
—¡Venga! ¡venga! ¡venga! que se acaban las oportunidades, hoy es el
día perfecto para conseguir eso que ansias y buscas. ¡Venga! ¡venga! ¡venga!
que se terminan las oportunidades…
Samuel levantó la mirada cuando escuchó aquellas palabras. El
semblante comenzó a cambiarle, volvió a sonreír. Entendió que esas palabras
eran una señal divina. Todavía quedaba mucho por hacer y era pronto para
rendirse.
El muchacho se puso de pie, aspiró aire y sacando pecho se dispuso a
caminar entre la muchedumbre, en dirección a la siguiente entrevista. Por lo
que le había indicado su padre, Sófocles vivía cerca del Partenón, en una
pequeña pero elegante bocacalle que daba al final de la pendiente. Allí tenía
su palacio paralelo a la Vía Penatenaica, calle principal de la ciudad. Iba
desde la puerta Dípilon hasta la Acrópolis, atravesando el Ágora en diagonal,
de noroeste a sureste, comunicando la Acrópolis con el centro de Atenas; la
zona más cara y exclusiva de la ciudad. Casi toda Atenas estaba en pendiente.
Desde la Acrópolis en lo alto (con sus templos y monumentos), pasando por
el casco antiguo (la zona del Ágora) más abajo, donde vivían los ricos, hasta
llegar al puerto del Pireo. Cuanto más alejadas del centro, más humildes eran
las viviendas. Y como solía hacer Samuel cuando caminaba por la calle,
empezó su monologo moviendo los labios y los brazos.
Se alejaba de la Acrópolis bajando ahora la cuesta en forma de caracol,
cómodamente. Había descansado y no es lo mismo subir que bajar.
Sófocles es el alquimista de las palabras. El más exquisito, sensible y
creativo dramaturgo de su época. Aunque algo afeminado y alocado, él era el
indiscutible genio creador de las grandiosas tragedias griegas; Antígona,
Áyax, Las Traquinias... y otras muchas obras de teatro de gran éxito.
—Sófocles es unos de los más grandes escritores de toda la historia. Casi
al mismo nivel de Hesíodo y Homero —pensaba Samuel—. Creo que es un
personaje digno de visitar; infatigable y con una imaginación sin límites. He
escuchado que en ocasiones se exige trabajar sin descanso y sin dormir
durante varios días. Pero encima empalmando un simposio con otro, de fiesta
en fiesta. Por lo visto no se pierde ningún festín, incluso llegando a participar
en orgías, ritos con animales y sátiros... no entiendo cómo puede hacer
conjuntamente un manantial de obras literarias de tan alto nivel y a la vez
tener esta vida de desenfreno. Este hombre se ve que le importa poco su
salud. No se cuida lo más mínimo. Cualquier día caerá enfermo, ¿cómo hará
para estirar tanto los días? ¿Habrá hecho algún pacto dionisíaco para parar el
tiempo? Veremos lo que me encuentro ahora con este genio de las letras…
Me temo que también será una entrevista poco corriente.
Samuel seguía caminando hacía la dirección que le había dejado anotado
su padre en la pizarra. Ahora la pendiente se terminaba. Entraba en una
bocacalle muy decorada, con estatuas de mármol sobre la calzada; dioses. El
muchacho miraba las esculturas asombrado por el lujo del lugar.
—Espero estar a la altura de las circunstancias —pensaba Samuel—.
Quiero visitar a este gran literato, ya que la profesión de escritor me cautiva
extrañamente. Sin horarios, libre, reflexiva, solitaria y profundizando en las
luces y sombras de los hombres. Perfecta para mis inquietudes. ¿Será este mi
elemento? ¡Qué trabajo más magnifico! Escribir, vomitar ideas, fantasía,
historias, cavilaciones… nunca había pensado en ello detenidamente, pero
hoy es mi oportunidad. De hecho, creo que todos somos escritores, pero la
mayoría frustrados y acomplejados. Todos tenemos historias, experiencias y
preocupaciones que narrar. Lo único que pasa es que no todos hemos hecho
el esfuerzo de desarrollarlas con la palabra escrita, no hemos plasmado
nuestra leyenda personal. Aunque tampoco hay que olvidar que no todos
valemos para expresar lo que tenemos en nuestro interior, por lo menos de un
modo coherente y con una mínima calidad literaria. Una cosa es querer y,
otra muy distinta, poder —Samuel se paró en plena calle para contemplar la
escultura de Perseo, recordando el mito de Medusa, en el que Perseo cumplió
su misión. El héroe mató a Medusa acercándose a ella sin mirarla
directamente, sino observando el reflejo de la Gorgona en el escudo para
evitar quedar petrificado. Su mano iba siendo guiada por Atenea y así cortó
su cabeza—. ¿Valdré yo para este divino oficio? Mis manos no son ágiles ni
fuertes para estar escribiendo durante mucho tiempo, se cansan con facilidad,
¡maldita enfermedad! —decía Samuel mientras reanudaba la marcha—,
seguro que existe alguna solución para que yo también pueda escribir muchas
obras. A mi padre se le ocurrirá algún invento para que yo pueda ser escritor
sin muchos problemas, ¡seguro!, mi papá siempre dice que la historia la
cambian los libros, no las guerras, ya que los tratados empiezan mucho antes
que los conflictos. Desde los pensamientos de algunos hombres cambia la
tradición, se trasmiten nuevas ideologías en textos agitadores, y terminan
causando rebeliones intelectuales. Creo que tengo muchas cosas interesantes
que contar, sería una lástima que se perdieran sin ser divulgadas ¿a lo mejor
ayudo a alguien con mis relatos, mi filosofía, con mis ganas de vivir, con mi
fuerza de superación? No sé… ¿Y si después de todo no valgo para este
oficio? ¿Quién no me dice que dentro de algún tiempo pueda aprender? ¿Me
podré formar para ser escritor? ¿O hay que nacer forzosamente para ello? Yo
creo que sí, que se puede aprender. Pero bueno, todas estas dudas espero que
Sófocles me las aclare personalmente. Aunque me da un poco de respeto lo
que me pueda encontrar en su casa. Mi madre y el viejo Fidias me advirtieron
de que seguramente intentará engañarme, ¿será verdad que es tan
degenerado? ¿Cómo puede ser una persona tan culta y a la vez tan vicioso de
ese modo? Ya me estoy empezando a preocupar, hay que reconocer que las
visitas a Pericles y a Fidias no han sido precisamente agradables.
Una vez que Samuel llegó a la mansión del poeta, se paró en la entrada
para examinar la fachada.
—¡Qué vivienda tan lujosa! ¡Caramba con el escritor! Ya le tienen que ir
bien las cosas para vivir aquí. Nunca había visto una residencia tan grande y
señorial. Incluso es más magnífica que la vivienda de nuestro gran alcalde
Pericles. Con esta enorme puerta de madera negra, tallada con relatos
egipcios ¿será de ébano? Seguro, ¡qué bonita!, con pómulos dorados,
¡parecen de oro! ¡¡¡Madre mía!!!, qué bribón. Nunca había visto una entrada
así. Incluso tiene columnas de mármol rosado a cada lado, como en el templo
del Partenón. Es un gran palacio. Me da hasta vergüenza llamar al portón. ¿Y
qué pone aquí? ¿Un mensaje tallado en un friso? ¡Qué curioso! A ver…

“Visita no concertada, no es deseada.


No llames a la puerta, rufián”

—¡Será engreído! Ya estamos otra vez con las extravagancias de los


sabios griegos. Ahora es cuando ya no llamo, ¡me voy! ¡anda y que le den!,
mira que tenía ganas de conocer personalmente a Sófocles. Pero seguro que
se opone a entrevistarse conmigo, incluso se burlará de mí. Con todas las
cosas raras que hablan de este tipo, ¿por qué habrá escrito semejante
estupidez en este bajorrelieve? —decía Samuel caminando en círculos
resoplando—. Indudablemente para ahuyentar a la gente. Qué majadero.
Súbitamente, la puerta se movió, abriéndose un poco. Un golpe de aire
que venia del interior de la vivienda hizo que se moviera dejando entreabierta
la lujosa entrada.
—¿Qué es esto? ¡Si la puerta está abierta! ¿Qué hago? ¿Entro? ¿Es que
aquí no cierran los portones? Claro, en un barrio tan céntrico y tan selecto
como este no me extraña que nadie robe, otro gallo cantaría en mi calle, en
mi humilde distrito del extrarradio, que te roban hasta con la puerta cerrada y
estando dentro. Bueno, voy a llamar a ver qué pasa… —Samuel daba golpes
en la puerta. Pero nadie contestaba. Volvió a llamar, está vez más fuerte —
¿Qué hago? No contesta nadie. ¿Paso? No tengo nada que perder. Lo peor
que me puede pasar es que me echen, y eso ya lo tengo ganado de antemano.
Samuel, sin pensárselo dos veces, abrió empujando con su cuerpo la
pesada y maciza puerta. A continuación, entró en el interior de la mansión. La
ostentosa vivienda estaba en un silencio absoluto.
—Se ve que el personal del servicio doméstico —pensaba Samuel—,
esclavos, heteras y la guardia personal de arqueros; Escitas, no han llegado
todavía ¿o estarán dormidos?
Pero Samuel seguía caminando hacia dentro sin ningún pudor. Cada vez
estaba más decidido, estaba muy animado por conversar con el escritor,
aunque el cartel en el friso de la entrada y las advertencias de su madre le
tenían preocupado.
El muchacho estaba asombrado por el lujo que había en su interior.
Hermosos jarrones de fino barro etrusco pintados con pan de oro, estatuas de
mármol, espejos de bronce… pero, sobre todo, lo que más le llamaba la
atención era la cantidad y variedad de obras, tratados, manuales, pergaminos
y mapas que tenía Sófocles por todas partes. Poseía una gigantesca biblioteca
que empezaba en la entrada de la casa y seguía por todas las habitaciones.
Había baldas blancas de escayola en todas las paredes de la vivienda, con
miles de obras. En casa de Samuel también había muchos libros, ya que
Filolao era un devorador de obras científicas, pero lo que Samuel estaba
viendo ahora era muchísimo mayor y grandioso que a lo que él estaba
acostumbrado. Era impresionante ver tantos tomos. Todos organizados por
temáticas: Ética, Matemáticas, Teogonía, Astronomía, Música, Historia…
Pero sobre todo había obras de teatro.
Inesperadamente, a lo lejos, Samuel vio algo extraño, un bulto. Se fijó
bien y eran unos pies descalzos en el suelo. Como si un hombre estuviera
acostado, tirado a todo lo largo. Pero solo se veían los pies inmóviles desde
donde él se encontraba. Salían de una habitación contigua, atravesando el
pasillo.
—¿Quién será? —decía Samuel— ¿Será Sófocles caído en el suelo? ¿Le
habrá pasado algo? —caminaba despacio y tenso.
Momentáneamente Samuel calló su ruido mental durante unos instantes.
Impresionado por ese cuerpo que parecía un cadáver. El corazón le latía con
fuerza, le sudaban las manos. Pensó en darse la vuelta y huir de allí, pero la
curiosidad se lo impedía. Entonces el muchacho pegó un respingo cuando al
cruzar el marco de la puerta vio a Sófocles desnudo y tirado a todo lo largo
sobre el frío mármol del salón. Lo reconoció enseguida. Un hombre de
aproximadamente cincuenta años, barba cuidada, con la cara maquillada
como una mujer.
El escritor estaba sin ropa, rodeado de tres mujeres también desnudas
abrazadas a él. Todos estaban dormidos.
—Se ve que han pasado una noche muy movidita —dijo Samuel al ver
semejante escena— y que han disfrutado de lo lindo, qué golfo tiene que ser
el puñetero. Madre mía con el literato, qué fiestas se mete por el cuerpo. Mira
que es feo. Y qué bien acompañado se le ve al tiparraco, porque la verdad que
son hermosas estas mujeres, ¡madre mía! ¡qué bellas!
De repente los ojos de Sófocles se abrieron al escuchar a Samuel pensar
en voz alta…
—¡Hola, muchacho! No te recuerdo de anoche —dijo Sófocles con voz
rota mientras se incorporaba pesadamente, quitándose los brazos de las
mujeres que lo tenían atrapado.
—Yo no estuve anoche aquí. Es la primera vez que entro en este palacio
—dijo Samuel.
—Pues es una lástima, porque eres hermosísimo. Aunque algo delgadito
para mí gusto —ahora Sófocles estaba sentado en una silla mirando de arriba
abajo, analizando al muchacho.
—¿Y estás mujeres? —preguntó el chico.
—Esta de aquí —dijo Sófocles señalando con el pie—, la pelirroja, es mi
concubina. Y las otras dos son Heteras, mujeres de compañía cultas que he
contratado para animar el Simposio de ayer. Tocan música con el aulos que
ni el mismo sátiro Marsias las puede igualar, ¡qué lástima que no estuviste!
Te hubiera enseñado muchas cosas —decía Sófocles pasándose la lengua por
la comisura de los labios.
—Por favor… ¿Se puede vestir para hablar conmigo? La verdad que me
es muy violento tener que dialogar con usted viéndole sin ropa y
observándome de arriba abajo, ¡no estoy acostumbrado! No sé si lo entiende.
—¿Nunca has visto a un adulto desnudo en privado?
—Bueno… a mi padre.
—Tu padre no cuenta. Los adultos tenemos el deber de enseñar a los más
jóvenes los secretos del amor, del erotismo. No te tienes que sentir incómodo.
En Atenas tenemos libertad de pensamiento y, sobre todo, en la sexualidad.
No hay nada más hermoso y noble que el amor entre dos hombres. Como
Aquiles y Patroclo. No hay un ejército más poderoso en la tierra que el de los
hombres con sus amantes varones luchando en la batalla. Como los
trescientos hombres que lucharon en las Termópilas. Ciento cincuenta parejas
de varones unidos por el amor, luchando juntos en el cuerpo a cuerpo. Lo
mismo que un adulto con su erómeno bajo su protección, enseñándole las
artes de seducción, iniciándole en la vida y convirtiéndolo en un hombre
adulto de la mejor forma, guiado por otro que ya lo es. Alguien culto y
equilibrado, preparado para ello y así luego introducirlo en la política y en la
alta sociedad. Llevando a su pupilo de la mano para que llegue lejos en el
gobierno o en cargos importantes en el senado.
—¿Qué me estás contando? ¿Que para llegar a cargos políticos en
Atenas tengo que dejarme manosear por ti?
—¡Por Zeus! Muchacho, yo no he dicho eso. Es mucho más complejo
que esa simpleza que acabas de decir.
—Déjate de cuentos, que me miras como un lobo a una oveja indefensa.
Además, tienes el pene tieso como una caña de bambú, ¡por favor, vístete! He
venido para preguntarte sobre el oficio de escritor, no para que me... yo no
soy de esos.
—¿Seguro que no te quieres sentar aquí? —decía Sófocles tocándose su
muslo derecho.
—No lo digo más. Si no te vistes ahora mismo me voy —dijo Samuel
muy nervioso.
—No te andas con chiquitas. Eso me gusta… y en parte me excita.
—Qué guarro eres. Entenderás que si aflojo un poco me pones mirando
contra la pared, y a eso no he venido. Soy un chico muy varón, muy
masculino. Te estás equivocando conmigo. Yo no soy, ni nunca seré, tu
erómeno. ¡¡¡Ni el de nadie!!!
—Tranquilo, machote, ya me lo has dejado bien claro. Lo he entendido
perfectamente. Me visto ahora mismo… espera un momento que me voy a
lavar y a acicalar. Será tan solo un instante —pero antes de desaparecer el
escritor se dio media vuelta y le advirtió—, no remuevas mis cosas, que
después no encuentro mis trabajos donde deberían estar.
Pero Samuel ya no escuchaba, se encontraba curioseando absorto en los
documentos que veía por todas partes. Había textos tirados por el suelo,
apoyado en las ventanas, en las estanterías, en una silla… y para que no se los
llevara el viento tenían objetos para sujetarlos como pisa papeles: una copa de
vino a medio beber, una moneda de oro, una sortija de plata, un frasco de
lubricante, una vasija... el muchacho, después de investigar en ese caos de
incontables trabajos, encontró un texto que le llamó la atención. Lo cogió y
comenzó a leerlo.
—Qué interesante todo lo que escribe este sabio —pensaba Samuel
mientras se acomodaba en una silla enorme junto al escritorio principal.
—¿Te gusta lo que estás examinando? —preguntó el escritor, que ya
estaba otra vez de vuelta en el espacioso salón vestido elegantemente. Ahora
parecía otra persona. Como si hubiera hecho magia. En un instante ya estaba
lavado, peinado, vestido y maquillado de otra manera.
—¡Qué poco tiempo has tardado! —comentó Samuel sorprendido.
—Sí quieres me doy la vuelta y te doy más tiempo para que husmees en
mis cosas —se peinaba la barba con un peine dorado y diminuto—, y no me
has contestado —insistió el escritor.
—¿El qué? No sé de qué me hablas —dijo Samuel, que seguía leyendo
atentamente el pergamino que tenía delante.
—Te he preguntado si te gusta eso que estás leyendo.
—Sí. Mucho. Tiene muy buena pinta, ¿cómo se llama?
—Edipo Rey. Pero no está terminado todavía, estoy en ello.
—Pero de qué trata exactamente. No termino de entenderlo.
—Edipo, rey de Tebas, hijo de Layo y Yocasta, rey y reina de Tebas
respectivamente. Hombre valiente, consecuente con lo que dice y lo que hace,
amante de la justicia y la verdad, severo con sus súbditos, posee una
seguridad que muchas veces lo hacen parecer prepotente y obstinado,
incrédulo en algunas situaciones. Es un personaje trágico y dispuesto a
asumir las consecuencias de sus acciones. Es una historia que habla sobre las
decisiones erróneas. Es teatro. Una tragedia griega. Pero como ya te he
comentado, no está terminado.
—¿Qué hay que tener para ser escritor, Sófocles?
—Eres directo, y eso me agrada, pero también eres descarado. Si no
fueras porque eres tan bello ya te hubiera echado de mi casa hace un buen
rato. Tienes que entender que las puertas de mi hogar están siempre abiertas,
pero solo a los que tienen algo que aportar en mi vida. Sin embargo, no sé por
qué creo que tienes cosas interesantes que decir. Pero presentémonos. Llegas
a mi humilde morada —se giraba artificialmente, con los brazos abiertos en
cruz—, entras sin permiso, y me quieres interrogar sobre el oficio de
escritor. ¿Cómo te llamas muchacho? Empecemos por ahí. Un poquito de
educación.
—Me llamo Samuel. Hijo de Filolao, el matemático y de Faina, la
matrona.
—¿Y qué quieres de mí? ¿Por qué tienes este interés por el oficio?
Samuel le explicó desde el principio el trabajo de Demócrito, la
entrevista con Pericles y con Fidias, lo de su discapacidad y la búsqueda de
su elemento. Mientras tanto, el dramaturgo escuchaba atentamente, callado.
El chico había dejado fascinado al genio del teatro.
—A ver cómo te lo puedo explicar para que lo entiendas. Ya que esto
que te tengo que decir no es tan fácil —decía Sófocles con una copa de vino
en la mano—. Exponer tanta información en el poco tiempo que dispongo…
No sé, no sé…
Sófocles se subió aparatosamente a una silla y empezó a enumerar los
puntos para llegar a ser escritor:
«Primero: No se nace escritor, eso es mentira. Uno se hace escritor por
necesidad. Ya que el acto de escribir quita nudos y aclara la mente. Si quieres
saber sobre algo, escribe sobre ello. No hay nada más eficaz para aprender
sobre aquello que buscamos».

Sófocles hizo una parada en su discurso para hacer una cómica


reverencia.
«Segundo: Ser escritor es el trabajo más duro que existe. Ya que expones
ante todos tus vísceras, tus miserias, y por muy bien que lo hagas, siempre
habrá algún tonto pedante que diga necedades muy dolorosas sobre tu
trabajo. Y todo porque un inepto no lo ha entendido».

El escritor volvió a realizar otra reverencia jocosamente. Como si


estuviera hablando ante cientos de personas. Subido en un podio.
«Tercero: Conjuntamente, hay que dedicarle mucho tiempo, más del que
te imaginas. Escribir es sumamente complicado.
Cuarto: Antes de escribir hay que tener algo que contar. Hay que haber
vivido, sufrido, amado, llorado… ya que, si no, no podrás expresar nada,
porque no conoces nada».

Hizo una parada para tragar vino de su copa y brindo en el aire.


«Quinto: De tu discapacidad no te preocupes, eso tiene solución. Puedes
buscar un esclavo ilustrado y que escriba lo que tú le dictes. Yo lo hago en
ocasiones cuando tengo resaca, ya que mis fiestas en ocasiones se alargan
más de lo esperado. Porque yo vivo, para luego poder escribir. Primero hay
que vivir, y después hay que escribir. No lo olvides… Al revés, nunca».

Hizo otra reverencia. Esta vez más larga que las otras. A Sófocles se le
veía pálido y ojeroso. Sí no fuera porque estaba maquillado parecería un
cadáver, pensó Samuel.
«Sexto: Hay que leer muchísimo. Cuanto más mejor, pero no cualquier
cosa, obras de calidad: Parménides, Pitágoras, Heráclito, Esquilo, Quérilo…»
—¿Y Homero? —interrumpió Samuel un poco molesto por no haber
nombrado a su escritor favorito.
—Sí, claro, a Homero también. Se me ha pasado. Disculpa. Ten en
cuenta que todo lo que leemos pasa a integrarse en nuestro plano consciente.
La mayor parte de lo que se escribe se funda en las observaciones personales
de un sujeto. Eso nos permite recoger, en el intervalo de una tarde o de varios
días, el fruto de unos trabajos, ideas o pensamientos que a lo mejor habrán
requerido toda una vida de observaciones, de atención, de estudio, de
sufrimiento y de experiencias para poderlos escribir. Y tú, en un corto
periodo de tiempo, absorbes todo ese conocimiento, aquello por lo que
merece la pena intentar buscar tus libros, para tener mejores herramientas a la
hora de enfrentarnos a los retos de la vida —el escritor tragó el vino que le
quedaba en la copa y la lanzó hacía atrás.
«Séptimo: Se es escritor en cada instante del día. No un rato y sigo con
otra cosa. No sabes dónde te metes muchacho… Hay que escribir o pensar en
lo que vas a escribir, en cada momento. Es muy difícil y duro para quien no
tiene esa necesidad.
Octavo: Y la mejor manera de aprender las técnicas de escritura es
escribiendo. Y sobre todo tutelado por un gran maestro».

—Yo te puedo tutelar si quieres.


—Mejor no. No me fío de usted. Hace un rato quiso abusar de mí —dijo
Samuel levantándose de la enorme silla donde estaba sentado.
—Sí, pero antes no sabía qué intenciones tenías. Y ahora es diferente.
Ahora sé que tienes talento —dijo el escritor bajándose de su pedestal para
acercarse al muchacho— podrías ser mi alumno —insistió con una sonrisa
falsa.
—No sé. Me lo tengo que pensar —dijo Samuel desconfiado, dando un
paso hacia atrás.
—Una última cosa, para que sepas dónde te metes. Cuando hay una
guerra, una tragedia, un desastre natural o alguna desgracia, la mayoría de
personas huyen del lugar. Pero los escritores entran, todo lo contrario de lo
que hace el resto de los mortales —Sófocles empezó a jugar con los cabellos
de Samuel, enredando sus dedos—. El escritor va a contracorriente. Busca
información, se alimenta de experiencias. Por lo que es un trabajo peligroso
que normalmente está mal interpretado por personas incultas. ¡Tienes un pelo
muy suave! —dijo afeminadamente—, estas muy equivocado con el concepto
de erómeno. Que te crees que tu padre no tiene uno. Todos tenemos uno.
Preguntale y ya verás.
—La verdad no creo.
—Sí tú lo dices.
—¿Le puedo traer otro día un trabajo que yo tengo escrito sobre ética?
—dijo Samuel apartándole la mano al dramaturgo, que seguía jugando con
los cabellos del muchacho—. Me gustaría mucho que me diera su opinión.
Mi maestro, Demócrito, es un científico, y no creo que sea el más adecuado
para valorar dicha obra. La he llamado Ética para Samuel —el muchacho
volvió a dar otro paso hacia atrás. Y Sófocles se acercó más al joven. Los dos
estaban muy cerca.
—Qué nombre tan curioso. Ética para Samuel. Los ensayos no son mi
especialidad. Yo escribo teatro, pero bueno, me lo tendrías que traer antes de
diez días. Me voy de viaje a Esparta.
—¿A Esparta? —dijo Samuel sorprendido.
—Sí, ya te dije antes que el escritor es hombre de acción. Y no hay un
lugar más peligroso en el mundo ahora mismo para un ateniense que Esparta.
Quiero escribir una obra de teatro sobre la guerra que se aproxima. La
llamaré «La guerra del Peloponeso», porque tú sabes que vamos a entrar en
guerra, ¿no?
—Sí, lo sé. Es obvio. Nos hubiese ido mejor si nos hubiéramos dejado
ganar en las Guerras Médicas contra los persas, con Jerjes, el rey del imperio
aqueménida.
—No digas eso, no te pega decir semejante estupidez. Se ve que eres un
chico decidido y muy inteligente. Y eso que has dicho es una arrogancia muy
grande. Sí no hubiéramos ganado a los persas en dicha guerra, no existiría el
libre pensamiento, ni la democracia, ni la Acrópolis, ni estatuas, ni mis obras,
ni el Partenón, y muchas otras cosas que conoces hoy en Atenas que la hacen
tan especial y diferente de cualquier lugar. Tú podrás ejercer cualquier
actividad que desees. El único obstáculo es que tendrás que aprender cómo
adaptarla.
—Y eso es lo que estoy intentando en este momento, buscar mi elemento
—Samuel ya tenía la espalda pegada a la pared, con el dramaturgo
susurrándole al oído.
—No me puedo detener más tiempo contigo, Samuel —dijo el escritor
con cara apenada—. Me tengo que ir al teatro. Estoy preparando una obra
dramática —Sófocles bajó la mano por el interior del himatión del muchacho,
buscando tocar sus intimidades—. Esta noche tengo estreno, ¿por qué no vas?
Si quieres, vienes conmigo al palco presidencial. Mis amigos me envidiarían
por llevar a un chico tan bello como tú.
—No, no puedo. Soy menor de edad, no puedo ir al teatro —dijo Samuel
secamente.
—Bueno, como tú veas. Si quieres te quedas un rato con mis mujeres, te
harán disfrutar como no te imaginas. Son expertas en dar placer.
—¡No!, gracias —dijo Samuel ruborizado cuando notó su mano tocarle
sus genitales—. Otro día.
—Bueno, como prefieras.
—¡Quita la mano de donde está ahora mismo! O te prometo que no
volverás a escribir en tu vida —dijo Samuel. Y Sófocles sacó la mano del
himatión nervioso.
—No te enfades. Que no es para eso.
—Ya le he dicho que yo no soy erómeno. Me gusta una chica que pienso
visitar hoy, ¡no me toque más!
—Me parece muy bien… Gracias por la visita. Me da mucha pena tener
que irme, me encanta tu compañía —el escritor acarició el rostro de Samuel
con su mano fina y delicada—. Y al salir no cierres la puerta, siempre está
abierta para mis amigos y para los que vienen para aportar algo de luz a mi
vida.
—Vale, pues entonces me voy, Sófocles —Samuel lo apartó de un
empujón, lo tenía encima y casi se cae al suelo.
—Adiós, chaval, y que tengas suerte con tu amiga. Y acuérdate de
traerme tu obra. Le echaré un vistazo. Curioso nombre: ¡Ética para Samuel!
—Adiós, Sófocles…
—¿Cómo se llama tu amiga especial? —voceaba Sófocles desde lejos
mientras Samuel ya salía por la puerta.
—¡Sofía! —dijo Samuel sin darse la vuelta.

“Al hombre perverso se le conoce en un solo día;


para conocer al hombre justo hace falta más tiempo”.
Sófocles
Poeta trágico griego
495 a.C. – 406 a.C.
7. Sofía

—¡Vaya con el día de hoy! Jamás me hubiera imaginado que este


experimento iba a salir de este modo tan extraño. Parece como si todo el
mundo se hubiera vuelto loco de repente —despotricaba Samuel fuera de la
mansión—, con lo que yo valoro a estos ilustres personajes que representan a
mi asombrosa ciudad, Atenas. Crisol de culturas, cúspide y florecimiento del
saber en el despertar de la humanidad. Y de sopetón, me encuentro con esta
pandilla de chiflados; a un alcalde desmoralizado, un viejo arquitecto
vengativo que me confiesa que es mi verdadero abuelo y ahora a un escritor
inmoral, que si me descuido no sé lo que me hubiera hecho… ¡Qué
barbaridad!
Un hombre delgado y con ojos saltones, vestido elegantemente con un
himatión de seda amarilla pasó junto al muchacho. Observaba asombrado el
jaleo que tenía formado. Aceleró el paso con indignación, girándose varias
veces. Samuel no se percató de su presencia. Estaba discutiendo en voz alta
consigo mismo
—¡Valiente degenerado! Cada vez que lo pienso me tiemblan las piernas.
Con esas uñas tan pintadas, tan largas, y con esos dedos tan finos. Parecía un
gato, bueno, mejor dicho, una gata. Y loca —Samuel se partía de risa
recordando a Sófocles tirado en el suelo desnudo—. Qué costumbre tan fea
tienen estos intelectuales, personas cultas y de poder. La de abusar de los
chavales con la excusa de formarlos y de catapultarlos a una exitosa carrera
política. ¡Caramba! ¿Pero a qué precio? Después los mocetes quedarán
tocados de la cabeza para toda la vida. Con todas las vejaciones que sufrirán.
¡Pobres erómenos!

Una vez fuera de la bocacalle de las estatuas, Samuel sacó su pizarra


para investigar cuál era el siguiente personaje que le tocaba visitar. Se dio
cuenta de que ya era tarde, el momento de almorzar. El sol estaba en pleno
cénit, indicando el mediodía. Por lo que decidió hacer cambios en su
itinerario.
—Ya que estoy por aquí me acercaré ahora a ver a Sofía. Tenemos cosas
que aclarar y de camino me olvido un poco de todo lo ocurrido —
reflexionaba Samuel caminando otra vez cuesta abajo por la vía Panatenaica
en dirección al Ágora—. Su tienda de comestibles está tan solo dos calles
más abajo. Seguro que se llevará una sorpresa cuando me vea aparecer —en
ese momento pasaba Samuel junto al Templo de Atenea Nike; la diosa de la
Victoria, pero no se dio ni cuenta—. A esta hora seguramente estará
trabajando en la panadería. Preparando los pedidos. Allí comeré algo, y de
camino que me explique qué es ese juego que tanto la tiene enredada.
Últimamente no habla de otra cosa. Dice que por lo visto cambiará nuestras
vidas. Esta Sofía, cada día es más misteriosa.

Cuando Samuel llegó al establecimiento de su amiga, ella estaba de


espaldas, preparando los encargos: solo para clientes especiales y residentes
dentro del casco antiguo de la ciudad. Pan para llevar a domicilio. Todo el
mundo en el centro de Atenas idolatraba los molletes de grano de cebada que
ella con tanto cariño hacía a fuego lento. Eran famosos en toda la zona del
Casco antiguo.
Desde lejos, en la otra acera de la calle, el muchacho observaba a
escondidas y en silencio a su amiga, que llevaba un chitón muy ceñido:
—Sofía no es una niña —pensaba Samuel agazapado detrás de un carro
—, ya es toda una mujer. Llama la atención con sus curvas. Tiene los pechos
y los muslos que suelen tener las señoras ya desarrolladas. Aunque, su cara
de niña revela que todavía no piensa en cosas serias, tiene aún demasiados
pájaros en la cabeza. Y eso me encanta, ¡Cómo me gustaría que nunca
cambiara!, que se quedara siempre así, inocente y con su infinita
imaginación. Sofía no tiene nada que envidiarle a ninguna dama. ¡Qué guapa
y hermosa se está poniendo! Dentro de poco cumplirá dieciséis años, aunque
físicamente aparenta ser mayor. Si no fuera porque es como mi hermana,
seguramente me hubiese enamorado de ella. ¿Quién sabe si ya no lo estoy?
—se ruborizó el muchacho con la conclusión a la que había llegado.
Samuel, excitado, seguía examinando a Sofía desde la distancia. Sin
poderlo evitar empezó a recordar cuando los dos eran pequeños, jugando en
su casa al escondite.
—¡Qué tiempos tan felices! —pensaba el muchacho recordándola en
pijama dentro de su habitación, o cuando los dos se escondían en el ropero de
su madre—. Parece que hubieran pasado más de cien años desde todo
aquello. Y ahora, qué atractiva se está poniendo —Samuel notó como algo le
empezó a crecer debajo del himatión— ¿Por qué tengo este calor cuando
pienso en ella? No lo entiendo, ¿será malo tener estos pensamientos?
Samuel no entendía esos sentimientos hacía su amiga. No comprendía lo
que estaba sucediendo. Tener sueños eróticos con ella era como tenerlos con
su prima, era algo feo y sucio, o por lo menos así lo entendía el muchacho. El
padre de ella, el señor Onassis era y es comerciante, viaja por todo el mar
Egeo llevando mercancías de una isla a otra. Y hace muchos años, cuando
ellos eran unos críos, para que la madre de Sofía pudiera trabajar con plena
libertad en la panadería, Sofía pasó largas temporadas en casa de Samuel,
viviendo en su hogar, con sus padres, con Samuel. Las familias tenían un lazo
de unión muy fuerte. De niños incluso se bañaban juntos. La mayoría de los
días dormían en la misma cama. Eran más que amigos. Y ahora Samuel y
Sofía se miraban con vergüenza y sin comprender lo que sentían el uno por el
otro.
Se acercó él por detrás sigilosamente y le colocó las manos sobre los
ojos, tapándoselos, dejándola ciega por un momento. Intentando que ella no
pudiera adivinar quién la estaba sorprendiendo.
—¿A quién quieres engañar Samuel? Sé perfectamente que eres tú. Tus
manos frías de trapo te delatan —dijo Sofía con cariño.
—Cualquiera te da a ti un susto —rio Samuel extasiado, pero
disimulando con sumo cuidado su libido hacia ella.
—Cualquiera, menos tú. Pero… por favor, no lo vuelvas a hacer nunca
más, no me gusta que me hagas esas bromas —decía Sofía girándose muy
femenina, para ver el rostro de Samuel—, recientemente están empezando a
robar por esta zona. No se saben quiénes son con seguridad, pero se sospecha
que podrían ser bandas organizadas de fuera de la ciudad. Posiblemente de
Corintio.
—¿En el centro de la ciudad? ¿La zona más pija de Atenas… donde más
vigilancia hay?
—Sí, ya roban por todos lados. Algunas casas se están quedando sin
dueños. Muchos ricos se marchan fuera de la metrópolis. Abandonando su
hogar durante un tiempo. Y eso está atrayendo a los saqueadores.
Aprovechan esta dramática situación… Es lo que comentan algunos clientes,
ya que pronto habrá una guerra. ¿Tú sabes algo, Samuel?
—Me alegro de que estés bien informada. Seguramente entraremos
pronto en guerra contra Esparta.
—Qué miedo. Espero que solo sean rumores y que al final no pase nada.
Las guerras solo traen desgracias para todos.
—Pues sí, te doy toda la razón. Las guerras sacan lo peor de nosotros.
Bueno, y algunas veces lo mejor. Por cierto, cuando puedas me tienes que
preparar un pan de cebada, de esos que haces tan sabrosos. Y me lo pones
con queso de cabra derretido. Hoy voy a almorzar contigo ¿No te molesto si
me quedo aquí un rato? Tengo que descansar, estoy reventado. Ya sabes,
cuando camino un poco más de lo habitual me canso enseguida, ¡estas
dichosas piernas!
—¿No serás tonto? Sabes perfectamente que me encanta que vengas a
verme —Sofía le quitó a Samuel un bicho de la nariz bruscamente.
—¡Ay! Me ha dolido. ¿Qué haces?
—Tenías un bicho. Y como tú no te lo puedes quitar.
—No vuelvas a hacer eso nunca más. Cuando yo necesite ayuda, yo te la
pediré —dijo molesto Samuel—. ¿Qué decías?
—Que últimamente no vienes a visitarme tanto como antes. ¡Qué alegría
me das que hayas venido hoy! Te echo mucho de menos.
Sofía lo abrazó con fuerza contra su pecho de mujer, dándole un beso en
la mejilla. Samuel sintió el calor de su cuerpo apretado contra él. Y le agradó.
El muchacho terminó manchado de harina. Se miraron y se rieron durante un
buen rato, se transportaron a otra época. En ese momento entró la madre de
Sofía por la puerta de cortinas que unía la panadería con la casa…
—¡Hombre, Samuel! ¿Qué haces aquí? —se separaron al instante al
escuchar a la madre de Sofía—. Tan lejos de tu casa.
—Querida… señora… Aretina —tartamudeaba Samuel al darse cuenta
de que ella, posiblemente, lo había visto abrazado a su hija—, en Atenas no
hay nada lejos. Casi todo está cerca —Aretina es una mujer bajita, muy fuerte
de brazos y con piernas anchas, una mujer curtida en el trabajo físico, aunque
conservaba un rostro juvenil y delicado.
—¡Es verdad! Nuestra ciudad se está quedando muy pequeña —decía
Aretina mientras le daba un estrujón muy caluroso a Samuel, zarandeándolo
como un monigote de trapo—. A ver, deja que te vea, ¡Qué alto estás! Mi hija
hoy estará muy contenta, se lleva todo el día hablando de ti. Que si Samuel
para aquí, que si Samuel para allá, que si no bajamos a visitarlo, que si
contigo hacía tal cosa... en definitiva: que solo está contenta cuando está
contigo… Muchas veces pienso que sois novios desde la cuna.
—¡¡¡Mamá!!! Cállate y vete para adentro. Que siempre estás igual. ¡Qué
vergüenza me das!
—¿Te quedarás para almorzar? —dijo la madre de Sofía poniéndole su
brazo por encima de los hombros a Samuel.
—Sí, claro. Eso mismo le estaba comentando a Sofía. Pero no me puedo
parar mucho tiempo. Hoy tengo muchas cosas que hacer. Es una historia muy
larga de contar.
—Tú siempre tienes muchas cosas que hacer —decía Sofía molesta—.
Siempre llevas un pergamino o una pizarra con las cosas que tienes que hacer
a lo largo del día. Siempre igual. Cada vez te pareces más a tu extravagante
padre con sus listas de deberes diarios, semanales y mensuales… Estáis
obsesionados con organizar el tiempo.
—¡Pero es que es verdad! Son los deberes del colegio.
—Entonces… ¿No has venido a verme? ¡Simplemente que te cogía de
paso! —dijo Sofía con los brazos en jarra mirando por la claraboya de la
tienda.
—Iba a venir muy pronto. Posiblemente antes de terminar la semana.
Pero tienes que entenderlo. Tengo clases en el Ágora. ¿Qué te crees que no
me gusta venir a verte? Me acuerdo de ti a todas horas —Samuel acarició con
suma delicadeza el rostro de Sofía con su mano fija—. Pero hoy he venido
por otros motivos. No te enfades conmigo por favor. Que estás más guapa
que nunca —Sofía, de espaldas a Samuel, sonreía coqueta por el comentario
de su amigo.
Aretina, que todavía no se había ido, observaba la escena muerta de risa.
—Parecéis un viejo matrimonio discutiendo.
—¡Mamá, ya está bien! ¡Cállate de una vez!
—¿Cómo tienes las manos, Samuel? —preguntó Aretina sin pensar,
produciendo un silencio incómodo en la tienda.
—Como siempre... Mis manos no tienen cura. Son como dos piedras
frías e inertes, pero eso me da igual. Siempre han sido así. Y creo que
perpetuamente será de ese modo. Es lo que conozco desde que nací. No se
preocupe. Estoy bien.
—Mamá, no preguntes más sobre ese tema, te lo he explicado muchas
veces y nunca te enteras. Lo de Samuel no tiene cura —decía Sofía irritada,
observando a Samuel.
—¿Sabíais que cuando erais pequeños jugabais a que estabais casados?
—reía Aretina con risa forzada, intentando cambiar de tema.
—Mamá, vete ya, por favor. Que tenemos cosas que hacer. Parece que
estás borracha. No digas más tonterías. Mira que preguntarle eso a Samuel...
La madre de Sofía empezó a recoger algunas bolsas compulsivamente,
como si tuviera prisa.
—Me voy, os dejo solos, dentro de un ratito vendré —dijo Aretina con
mucha energía.
—¿Dónde vas con tanta prisa, mamá? Yo me refería que te fueras de la
tienda, que nos dejaras solos un rato. Tampoco es para eso. Mamá… no te
habrás incomodado, ¿no?
—No, cariño. Sé que soy una vieja imprudente. Pero no me voy por eso.
Me tengo que ir a ver a una amiga que está pasando muchos apuros
económicos. Se acaba de quedar viuda. Y ya sabéis que una mujer sin su
hombre no es nadie, por lo menos en Atenas. Le llevo pan y leche. Cuando
quieras, cierra la panadería —dijo la mujer mirando a su hija—, yo entraré en
la casa por la puerta de atrás. Para no molestar.
—Vale. Pero tú no molestas —Sofía miraba ahora a la madre con
congoja, algo exagerada—. Hoy comeré con Samu en la tienda —el
muchacho la miró con cara solemne, ya que sabía perfectamente que Sofía
había dicho Samu queriendo, para chinchar—. Le quiero enseñar una cosa.
—¿El dichoso juego ese que te han regalado?
—Venga, vete, y no molestes —le decía Sofía a su madre, empujándola
suavemente fuera del establecimiento.
—Adiós, Samuel. Luego nos vemos. Y discúlpame por el comentario.
Soy una vieja inconsciente.
—No se preocupe, señora Aretina. No pasa nada —dijo Samuel con
confianza.
—Venga, mamá, vete. Que vas a llegar tarde.
Una vez que se quedaron los dos solos…
—¿No seguirás enfadada conmigo? Ya te he dicho que tenía que visitarte
tarde o temprano. Hace tiempo que no te veía, y te puedo jurar que tenía
muchas ganas de verte. Pero hoy es por otro motivo. Estoy investigando mi
futuro. En busca de mi Elemento, lo que me dará energía y felicidad sin
límites. Y por cierto, no me digas más Samu, los has hecho a propósito.
Sabes perfectamente que no me gusta que me digan Samu.
Sofía se pitorreaba del muchacho haciendo caras divertidas…
—¿Tu Elemento? Sabes que tienes muchas bobadas ¿Qué estupidez es
eso del elemento?
—Nuestra actividad favorita. La que te da energía y felicidad sin límites
—decía Samuel muy serio.
—Entonces tu elemento es hablar estupideces. En eso eres experto, nadie
te gana en decir tantas tonterías. Ese sí que es tu elemento —rieron los dos
con risa escandalosa.
—Es en serio ¿Por qué no me crees? Es un trabajo que nos ha mandado
mi maestro Demócrito. No entiendo tu pitorreo.
—¡Cómo me gustaría poder ir al colegio contigo! Y no tener que estar
todos los días trabajando en la panadería.
—Sabes que eso no puede ser. Las niñas no van al Ágora. Eso es cosa de
chicos. Pero estoy seguro de que la educación en Atenas cambiará dentro de
poco. Ya que es algo muy injusto… Tú eres muy inteligente. Te lo mereces.
Y los tiempos están cambiando, Sofía.
Por cierto… ¿sabías que mi madre fue al Ágora a estudiar? Por lo visto
antes se podía.
—Sí, algo había escuchado. Pero… ¿Por qué nadie habla de eso? De
cuando las mujeres tenían esos derechos.
—Para que no vuelva a pasar. Pero estoy totalmente convencido de que
al final las mujeres volverán a las escuelas. Aunque los conservadores se
opongan —dijo Samuel, decidido— pero hay que esperar. No nos queda otra.
—¡Qué de misterios tenéis en tu familia! Tu madre en el Ágora. No me
la imagino, la verdad.
—Pues sí. La verdad que mis padres tienen demasiado secretos y
misterios, por no decir otra cosa —se acordaba Samuel de todo lo que le
había contado Fidias. Creyó que sería mejor no decirle nada de momento a
Sofía, hasta no hablar antes con sus padres.
—¡Claro! Por eso tu madre junto con Aspasia (la mujer del alcalde)
saben leer. Son las únicas mujeres, o por lo menos que yo sepa, que alcanzan
a tener acceso a los textos. Bueno… —Sofía hizo una pausa para levantar los
brazos como una campeona olímpica al recoger un premio— te recuerdo que
yo también sé escribir y leer.
—Seguramente habrá más mujeres que sepan leer y escribir, pero ya
sabes, ocultas —dijo Samuel muy serio—. Pero acuérdate, tienes que
mantenerlo escondido. Prometiste que no se lo dirías a nadie. Es por tu bien.
Tienes que entenderlo, Sofía. Por eso mi madre no se lo recuerda a ningún
hombre, es peligroso en nuestra sociedad. Algunos varones, los aristócratas
se sienten amenazados por mujeres cultas e inteligentes como tú.
—Tranquilo que no lo sabe nadie. Solo mis padres y un viejo amigo
historiador que es como una tumba. Es uno de mis clientes favoritos, a ver si
te lo presento, vive cerca de aquí.
—¿Te acuerdas cuando nos instruyó en la gramática mi abuelo
Anaxágoras, en mi casa, cuando éramos pequeños?
—Sí, aunque yo siempre he leído mejor que tú —dijo Sofía con cara de
superioridad.
—Qué época tan hermosa. Cuando vivíamos juntos. Y mi abuelo nos
enseñaba matemáticas, filosofía, astronomía… ¿Te acuerdas? —a ella le
brillaban los ojos.
—¡Claro! Todos los días me acuerdo.
Ella se empezó a lavar las manos en un barreño que tenía con agua tibia.
Se quitó el delantal y le indicó a Samuel que debería hacer lo mismo, que
tenía las uñas negras de suciedad.
—Quiero aprender muchas cosas. Y aquí, en la tienda, no se aprende
nada. Estoy harta —decía Sofía—. Para mí todos los días son iguales. Sin
embargo, para ti cada día es una aventura, aprendiendo cosas maravillosas,
cosas interesantes, haces cosas importantes.
—Bueno, no seas tan exagerada. Que mi vida no es como la de Heracles
o la de Ulises. Yo solo soy un chaval que va al Ágora. Nada más que eso. A
ver si te vas a creer que soy uno de los héroes de la Guerra de Troya.
—¡Y te parece poco! Hay cientos de niños que intentan ser tutelados por
Demócrito, tu maestro. Y él los rechaza a casi todos, no te creas que es algo
tan fácil, de hecho, es muy difícil. No sé cómo él te escogió. Sabes bien que
nosotros no somos ricos para esos lujos.
—Ya sabes que Demócrito es muy amigo de mi padre —dijo Samuel—.
Ya te lo he dicho. No te agobies. Cualquier día de estos abrirán una nueva
escuela en Atenas, a donde las mujeres podrán asistir. Lo llamarán el Jardín u
otro nombre parecido. Y las mujeres estarán de igual a igual que los hombres,
incluso con esclavos, todo el mundo disfrutará de los mismos derechos. Esa
será tu oportunidad para demostrar todo lo que vales.
—¡Qué bonito suena eso! Espero que así sea ¡El Jardín! Pienso ir. No lo
dudes. Seré la primera mujer filósofa —Sofía se quedó tocándose la barbilla,
pensativa, con aires de grandeza— ¿de dónde has sacado ese nombre?
—No sé. Me ha surgido de repente. Me gusta. El Jardín.
Por cierto, que no se te olvide. También me tienes que enseñar el dichoso
juego que te tiene trastornada, ¿Cómo se llamaba?
—El juego de Dionisio. Me lo ha regalado una chica india. No me
acuerdo ahora de su nombre. Pero estuvo hace un mes rondando por la tienda.
Tendría mi edad más o menos. Estuvimos un buen rato hablando de su país,
la India, incluso hablamos de ti, sí, es verdad, de ti Samuel. No sé por qué,
pero acabamos hablando de ti, y ella puso mucho interés en todo lo que yo le
contaba de tu vida. Te tengo que confesar que me puse un poco celosa. No
paraba de preguntarme cosas íntimas sobre ti. La verdad, ahora que lo pienso,
todo fue muy extraño.
—Bueno, ¿y cómo se juega?
—En verdad no es un juego. Es para adivinar el futuro y saber sobre el
pasado. Puede ser peligroso. Ya que si sabes cosas sobre el futuro puedes
cambiarlo, y al final transforma lo que tenía que venir por la ley natural,
creando huecos en el tiempo.
—¡¡¡Caramba!!! Sofía, luego yo soy el rarito, ¡madre mía! ¿Qué me estás
contando? Tú sabes perfectamente que yo no creo en esas cosas… y tú
tampoco deberías. ¿Huecos en el tiempo?
—Me fastidiabas mucho con interminables charlas cuando éramos niños
—decía Sofía—, con la filosofía y la lógica de tu abuelo Anaxágoras. Sé
perfectamente que no crees en nada relacionado con la mística. Pero cuando
te enseñe este juego cambiarás de opinión. ¡La magia y los milagros existen!
Pronto me pedirás perdón por la de años que te has pasado burlándote de mí.
—No lo creo, pero si tú lo dices —dijo él no muy convencido.
—Voy a entrar en la casa para coger el juego, que lo tengo en mi
habitación. Ahora vengo —dijo Sofía muy coqueta, moviendo su largo pelo,
el cual lo tenía recogido en una larga coleta dorada.
—Venga, yo te espero aquí. No tardes.
—Y si viene alguien ¿tú lo atiendes?
—Vale. No te preocupes. Yo me encargo de todo. No es la primera vez
que me hago cargo de la tienda —dijo Samuel.
—Los precios de los productos de la tienda los tengo en esta lista que
está aquí debajo del mostrador. La tengo escondida para que nadie vea que yo
sé leer. Es muy sencillo. Hoy me has dado una gran alegría —Sofía saltarina
le dio otro abrazo a su amigo.
—Vete tranquila, que no pasará nada. Sabré atender a quien venga. Y no
te olvides del pan de cebada con queso de cabra, sabes que me encanta.
—El pan ya está en esa panera. Y si hay algún problema me avisas y
vengo enseguida —decía Sofía, desapareciendo detrás de la puerta de
cortinas.
—¡Qué pesada se pone, siempre igual! —resopló Samuel— Seguro que
no se fía de mí. Como si atender en una panadería fuera algo extraordinario
—decía ya Samuel a solas.
Sofía detrás de la puerta se paró; indecisa, deseosa y nerviosa, reflexionó
allí, sin hacer ruido. Enseguida se dio la vuelta. Volvió a entrar en la
panadería. Se acercó a Samuel de un modo sensual, pero muy decidida;
parecía una felina a punto de cazar un ratón de campo. Se acercaba con una
mirada que el muchacho nunca había visto en ella. Samuel se puso muy
tenso. No comprendía lo que su amiga se proponía.
—¿Qué quieres ahora, Sofía? Estás muy rara. ¿Se te ha olvidado algo?
Entonces ella le cogió las manos y le pidió a Samuel que cerrara los ojos.
Que confiara en ella, que tenía que comprobar una cosa. Él, inocentemente
los cerró, sin esperar nada especial. Aunque a Samuel no le gustaban las
sorpresas, y menos de su amiga, que siempre que podía le hacía bromas muy
pesadas.
Ella lo observó detenidamente… Tenía a su fantasía delante puesta en
bandeja de plata; le pareció más bello que en otras ocasiones. Con su pelo
negro caído hasta los hombros y su piel blanca. Se acercó lentamente y sin
decir nada, juntó sus labios con los suyos, dándole un largo e inocente beso
en la boca. Los cuerpos se estremecieron. Los dos mantuvieron los ojos
cerrados, por timidez o por no saber. Pero de un modo u otro pasó lo que
sabían que en cualquier momento podía pasar. Lo que tanta vergüenza les
daba imaginar. Las bocas se abrieron y las lenguas húmedas y castas se
tocaron torpemente, jugueteando en el interior de la cavidad de Samuel, ya
que él no pudo sacarla fuera. Sin experiencia alguna, probaron un sabor
cálido y desconocido para ellos que les hizo sentir miedo y felicidad.
Cuando todo terminó los dos se quedaron mudos, sin saber qué decir.
Samuel jadeaba sin aliento, algo mareado. Se miraron fijamente. No hizo
falta palabras para comprender lo que había pasado y sus consecuencias.
Entonces Sofía se volvió a acercar a Samuel para repetir otro beso. Pero el
muchacho se apartó.
—¿Qué ha pasado? —dijo él con cara alelada.
—Creo que estoy enamorada de ti. ¿Y tú no sientes lo mismo? —dijo
ella con cara sumisa.
—Sí. Pero nos hemos criado como hermanos —dijo Samuel.
—¡Pero no lo somos!
—Tengo dudas y contradicciones en mis sentimientos.
—Bueno, me voy. Ahora vengo —dijo Sofía dándose la vuelta juguetona
—. Dale al coco, que es lo que mejor sabes hacer. He intenta sacar
conclusiones de lo que ha pasado. Utiliza tu apreciada lógica. La razón. Pero
que sepas una cosa, hay sucesos, circunstancias, vivencias, amores… que no
se piensan, solo se viven. Y cuando se empiezan a pensar dejan de vivirse. La
vida pasa y solo tenemos una. Cada instante nuestro es irrepetible por eso los
dioses del Olimpo nos tienen envidia, porque vivimos con una intensidad que
ellos no tienen ni tendrán nunca. No lo olvides querido Samuel. No somos
hermanos…
Sofía desapareció nuevamente detrás de las cortinas. Sin girarse y sin
decir nada más…
Samuel se quedó en silencio. Solo. Pensando y recordando el sabor del
beso que le había dado su amiga de toda la vida. Y reflexionó sobre lo que
ella había pronunciado: Los dioses del Olimpo nos tienen envidia, porque
vivimos con una intensidad que ellos no tienen ni tendrán nunca.
Esas palabras se repetían con eco en su cabeza.

La atracción entre ellos era muy fuerte, pero extraña, confusa e


indefinida. Los dos se sentían como familia aunque ya se cortejaban sin
control. Conocían todas las intimidades el uno del otro. Y eso más les
excitaba.

“Aprendemos a amar no cuando encontramos a la persona perfecta, sino cuando


llegamos a ver de manera perfecta a una persona imperfecta”.
8. Heródoto

—Hola, muchacho… —dijo una voz profunda— chico, responde, hay


que tener un poco de educación —pero Samuel no contestaba, era un sonido
lejano, como si no fuera con él—. ¿Qué te pasa que estás ahí pasmado,
turulato, mirando la pared de esa manera? —el chaval seguía enajenado,
degustando el saborcillo agradable que todavía tenía en su boca, ella seguía
allí removiendo con su lengua su interior— ¿¡Hoy no está Sofía!? —vociferó
el cliente subiendo ahora el volumen de su voz, dando a la vez un enérgico
golpe en el mostrador de la tienda.
—¿Cómo? Sí… ¿Qué ha pasado? Discúlpeme no me he enterado de que
había entrado alguien. ¿Qué me había dicho? —decía Samuel desorientado.
—Chico, ¿te pasa algo? Vamos a ver, ¿está o no está Sofía?
—Sí, claro que está. Ahora viene. Se encuentra dentro de la casa. Ha ido
a por algunas cosas —dijo Samuel aturullándose—. Yo le puedo atender
perfectamente en lo que usted necesite. Y si no está conforme, puede esperar
a que ella venga, como usted prefiera.
—No es necesario, está bien. Si Sofía te ha dejado al mando será por
algo. Yo solo quería recoger el pan que tengo encargado. Y aligera, pimpollo,
que tengo mucha prisa.
—¿Pero usted cómo se llama? ¿A nombre de quién está la talega? Me
tendrá que decir un apodo, un mote o algo para poder buscar su pedido.
—Es verdad. Disculpad mi descortesía. Me presento. ¡Soy Heródoto! —
dijo el hombre haciendo un saludo inusual, girando la mano derecha dos
veces en un movimiento armónico y afeminado. A continuación, estiró el
mismo brazo y a la vez, con inexplicable agilidad para lo grueso que estaba,
se inclinó en un ejercicio aeróbico haciendo una rápida reverencia. Luego,
incorporándose, dio un paso al frente terminado con un beso en la mejilla del
chico—. ¡Soy el Historiador!

«Qué cursilada», pensó el chaval. «Espero que ahora este hombre no me


salga por petenera, porque vaya con el día que llevo».
—Es la proskynesis, el saludo Persa —el chico no dijo nada—. Y vengo
a por lo que me llevo todos los días a la misma hora: mis dos piezas de pan
de grano de cebada, calentitas y recién hechas. Que seguro que la niña ya
habrá terminado de hacer la última tanda. Le tengo cogido el momento justo
cuando salen del horno. Además, como vivo cerca de aquí, las olfateo desde
mi despacho. Cuando Sofía abre la puerta de la chimenea y el pan ya está
listo, me llega un olorcillo que me deja desconcentrado, aturdido, sin poder
hacer nada más. Entonces ya no puedo seguir trabajando —Samuel recordó
lo que le dijo Sofía sobre un amigo suyo que era historiador, pensó que
seguramente sería este hombre—. La carne es débil y más la mía. Entonces es
cuando tengo que bajar a la panadería para comprarlas recién hechas —
Heródoto se tocaba la barriga con cara de lujuria, imaginándose que pronto
estaría comiéndoselas compulsivamente.
Samuel, después de rebuscarlas por todos lados…
—¿Me indicó Heródoto? ¿No? es… que… ¡no las veo! —el enorme y
rechoncho hombre, grande como una montaña y repleto de redondeces,
empezó a reírse de una manera muy fea. Abría su boca dejando ver su roja
campanilla. Daba la sensación de que se estaba asfixiando con tanto toser.
—Mira en la panera, en una vieja bolsa de tela roja. Ella me suele meter
ahí los molletes. Cada reserva tiene una alforja diferente, las hay de muchos
tipos. Yo no sé cómo hace esta niña para recordar donde está el pan de cada
cliente. Con las incalculables talegas que debe haber ahí enterradas. Bueno,
por lo menos de esa manera no se mezcla el pan apartado —Samuel comenzó
a buscar por donde le había indicado el historiador—. En la panera estarán —
Le señalaba con su dedo índice. El cual tenía un anillo de oro que casi ni se
veía, lo tenía clavado en la carne estrangulándolo.
—Lo siento mucho —dijo Samuel avergonzado, mientras seguía
buscando.
—No tienes por qué excusarte. Tú no conocías ese dato. Sofía nos tiene
puestos apodos a todos sus clientes. Y según el mote tenemos un tipo
particular de talega. Está niña tiene mucha guasa.
—¿Y cuál es su mote? —dijo Samuel, sin pensar.
—Crono —volvió a reírse sin control otra vez tosiendo más fuerte—,
Sofía dice que sería capaz de tragarme a mis hijos si fuera preciso, como
hacía Crono, comiéndose a sus vástagos. Esta niña tiene mucha guasa.
—¡Aquí está! —dijo Samuel orgulloso, levantando la enorme bolsa roja,
que pesaba como si estuviera llena de piedras—. Tenga usted, Crono.
¡Perdón! Se me ha escapado.
—No pasa nada, chaval. Venga, dámela, que tengo prisa.
—Lo que no entiendo que tiene que ver el color rojo con el dios Crono
—preguntaba el muchacho.
—Eso se lo tienes que preguntar a Sofía. Me imagino que será por la
sangre, que es roja. Y como Crono era tan sanguinario... —el historiador
volvió a tener otro golpe de tos. Su cuerpo se agitaba con violencia echando
salivajos.
—Por cierto, don Heródoto, yo… hoy… quería hablar con usted… —
decía Samuel indeciso— tenía pensado visitarle en su casa. Mi padre me ha
dado su dirección, pero ya que está usted aquí, no sé… ¿podría aprovechar
para hacerle algunas preguntillas? ¿Le parece bien? De todos modos, iba a ir
a buscarle más tarde… solo será un momento…
El historiador estaba deseando llegar a su casa, ponerse las babuchas y
empezar a almorzar, no le hizo mucha gracia esa propuesta. Que lo retuvieran
a estas horas, que para él eso era abandono a sí mismo. Para no cumplir su
sagrado ritual gastronómico, mojar pan de cebada en la salsa de estofado de
carne de cabrito. El estómago no paraba de hacerle imponentes ruidos al
enorme hombre. Heródoto, de todos modos, accedió, de muy malas ganas,
pero lo consintió.
—¿Y qué querías de mí, pequeño pimpollo? Tengo muchas cosas
urgentes por hacer —decía abriendo la gran bolsa roja, aspirando el olor y el
calor que surgía de ella.
—Antes de empezar me voy a presentar. Me llamo Samuel y soy hijo
de…
—¡¡¡Hombre!!! ¡Por fin conozco al famoso Samuel! Sofía no para de
hablar de ti. Dice que eres muy perspicaz y apuesto. A mí me da la impresión
de que ella está prendada por ti —reía fuertemente.
—¡¡¡Calle por favor, que le va a oír!!!
—Cuando Sofía habla de su amigo Samuel le brillan los ojos de una
manera muy especial —se carcajeaba otra vez—. Sofía es una chica muy
lista. Mucho más de lo que la gente se imagina. Porque… —dijo Heródoto en
voz baja— ¿Tú sabes que ella puede leer y escribir?
—¡Claro! Aprendimos los dos juntos en mi casa cuando éramos
pequeños. Pero, por favor no se lo diga a nadie. La gente es muy envidiosa.
—Ya lo sé. Es un secreto. Te lo he comentado por ser quien eres. No te
preocupes. Lo que no es un secreto es que ella te adora. Y tranquilo,
muchacho, que no es para tanto. Que tampoco he dicho nada malo… Todo lo
contrario.
—Que sepa usted que ella es muy exagerada y fantasiosa. No le eche
cuenta. Solo tengo catorce años. Casi quince. Nos conocemos desde muy
pequeños.
—Solo es mi opinión. Pero ten muy claro que tu amiga ya no te ve como
a un hermano, para que lo vayas teniendo en cuenta. Lo sé por lo que ella me
cuenta, que por supuesto quedará en secreto entre ella y yo hasta que me
muera. Se lo prometí. Y mis promesas son sagradas.
—Bueno… reconozco que yo tampoco la miro ahora como a una
hermana. Y estoy hecho un lío, no sé, ¿qué me aconseja?
—¿Pero un lío? ¿Por qué? El amor es lo más importante que existe. El
mundo se mueve por amor.
—Sí, pero… —el muchacho no supo qué decir.
—Eso que sentís los dos no es malo. Es la vida y sus circunstancias —
dijo el historiador—. Algunas cosas las elegimos nosotros, pero otras no.
Podemos intentar cambiar algunas situaciones, pero… tú lo sabes mejor que
yo… Solo nos queda aceptarlas, por lo menos si queremos ser felices.
Samuel, tienes que aceptar que Sofía no es tu hermana. Y ella es una mujer y
con necesidades ¿me entiendes? —reía el historiador sin ninguna vergüenza
—. Además, tienes que reconocer que has tenido mucha suerte. Sofía es una
chica extraordinaria; guapísima, inteligente, trabajadora… y encima prendada
por ti. Sin embargo, mi mujer es un cacho de carne con ojos. Pobrecita, no
debería haber dicho eso.
—Si usted lo dice —dijo Samuel mirando hacia arriba al descomunal
hombre que tenía delante.
—Bueno, a todo esto ¿qué quieres de mí? ¿Para qué querías verme?
Venga, que me voy a desmayar.
—Estoy investigando a los atenienses más ilustres. Para que me
expliquen sus oficios. De qué tratan sus trabajos. Si son felices realizándolos.
Cómo aparecieron en sus vidas. Ya que no tengo claro cuál será mi oficio en
un futuro cercano. Mi Elemento. Y en esa indagación, espero hallar el que
más me convenga a mí.
—¿Y yo… Heródoto… soy uno de esos atenienses ilustres?
—Pues sí. Para mí usted es una de las personas más cultas de toda
Grecia. El que está recogiendo en grandiosos textos nuestra Historia. El que
más sabe de todas las civilizaciones.
—¡Qué distinción! —volvió a tener un ataque de tos acompañado por
una risa potente, provocando que nuevamente su rollizo cuerpo se agitara
grotescamente. Esta vez incluso se cayó un jarrón de barro que había en una
estantería— Pues no te preocupes, puedes ser muchas cosas. Hay infinitas
posibilidades en la vida. Y más en nuestra moderna Atenas.
—No es tan fácil este asunto. Tengo una enfermedad muy rara desde que
nací, que me hace tener manos sin fuerzas. Y los pies se me doblan al
caminar, por eso llevo estas férulas —Samuel se remangó el himatión para
mostrarle las piezas de madera que llevaba instalada en los pies—, por lo que
los oficios manuales se me hacen cuesta arriba.
—Ese problema tuyo de las manos y los pies ya me lo había contado
Sofía. Pero olvídate de eso. Trabajar en lo que desees no es ningún problema,
aunque tengas esa enfermedad, eso siempre tiene solución. Y lo sabes. Solo
tienes que decidir el elemento, tu oficio: pero con el corazón, no con la
cabeza, desde el amor y sin miedo. Así tendrás que tomar todas las decisiones
de tú vida —en la calle se levantó un fuerte viento dando un portazo la puerta
del establecimiento— ¡Sí señor! Un chaval que no es como un borrego. Que
decide su destino, su futuro. Sin pensar en las tradiciones ni en sus
limitaciones físicas. ¡Eres un fenómeno! Un muchacho con las manos de tela
y con un espíritu libre. Sofía se ha quedado sumamente corta describiéndote
—volvió a reírse escandalosamente.
—¡Por favor, deje de descuajaringarse de risa de esa manera! ¡Que va a
destruir la tienda!
—Cualquier oficio relacionado con el intelecto no te será difícil. Eres un
chaval muy espabilado, no tengas la menor duda. Serás en el futuro un gran
sabio. Se ve que tus padres te han educado muy bien.
—Yo creo que sí —dijo Samuel, orgulloso.
—¿Y qué quieres saber de mi profesión? Yo soy historiador. Escribo y
relato nuestra historia. Para que no se pierda nuestra cultura. Además,
investigo otras civilizaciones más antiguas que la nuestra.
—¡Eso es lo que yo quiero saber de usted! ¿Qué es ser un historiador, y
cómo empezó a ejercer ese oficio?
—¡Ufff! Buena pregunta. Sí señor. Yo escribo sobre la CUL-TU-RA,
qué tema tan delicioso… —Heródoto se frotaba el bigote—. No sabría por
dónde empezar, pero te haré un resumen. Que con lo listo que eres, seguro
que lo entiendes a la primera —Samuel se sentó a su lado, con los ojos
abiertos como los de un ave nocturna observando y admirando al hombre más
gordo que jamás había conocido.
—Siga, por favor, no se pare —dijo el muchacho.
—El término cultura hace referencia al cultivo del espíritu humano y a
las facultades intelectuales del hombre a lo largo de los años. Su
investigación es fundamental para conocer quiénes somos y por qué. Hay que
saber y entender los hechos históricos y aprender de ellos. La cultura ha sido
asociada a la civilización y al progreso. Homero y Hesíodo ya contaban
historias hace cuatrocientos años, pero a diferencia de ellos yo no me invento
nada. Yo relato hechos históricos y demostrados, nada de falacias.
—Por favor, un respeto, no se meta con Homero. Es el mejor escritor de
la humanidad —dijo Samuel poniéndose de pie.
—No lo dudo. Es el mejor en su género, la epopeya, pero no en Historia.
Sus relatos están basados en los poemas del ciclo Troyano. Para nosotros, los
griegos, los libros de Homero son sagrados. Pero en realidad son solo
historias de héroes no demostradas que se cuentan los Aqueos de boca en
boca desde años inmemorables. Y eso no es ciencia. Eso es mitología.
Samuel se sentó otra vez a su lado, absorto, escuchando lo que le decía el
erudito historiador.
—A mí me pasó igual, Samuel. Cuando me enteré de esta realidad, me
dolió mucho, pero Aquiles nunca existió. Lo siento, muchacho —Samuel se
quedó callado, serio y sin saber qué decir. No quería molestar a la primera
persona intelectual y formal que se había encontrado hoy—. Bueno, sigo —
dijo Heródoto interrumpiendo el incómodo silencio—. En general, la cultura
y la historia son una especie de tejido social que abarca las distintas formas y
expresiones de una sociedad determinada. Por lo tanto, las costumbres, las
prácticas, las maneras de ser, los rituales, los tipos de vestimenta y las normas
de comportamiento son aspectos incluidos en la cultura. La cultura es el
conjunto de informaciones y habilidades que posee un individuo. Por
consiguiente, es nuestra historia.
La historia permite al ser humano conocer su actualidad en su contexto
real y completo. Ayuda a la capacidad de reflexión sobre sí mismo y su
entorno: a través de ella, el hombre discierne valores y busca nuevas
significaciones. Por lo que la cultura nos hace libres. Y, por último, cabe
destacar que en las sociedades capitalistas modernas, como la nuestra, la
ateniense, existe una industria cultural, con un mercado donde se ofrecen
bienes culturales sujetos a las leyes de la oferta y la demanda de la economía.
—¡Bravo! —Samuel empezó a aplaudir a su particular manera, ya que la
mano izquierda la llevaba siempre colgando y sin fuerzas—. Así se habla…
—muy emocionado por el discurso—. Por fin he encontrado a un ilustre de
Atenas que no está desequilibrado, porque no se puede usted ni imaginar
cómo han sido las anteriores entrevistas.
—Me lo imagino. En nuestra ciudad hay muchos locos disfrazados de
sabios gloriosos. Pero recuerda también que esas locuras en ocasiones
encienden sus reflexiones, aquellas a las que no pueden llegar ningún otro
hombre cuerdo.
—Por cierto, yo sé perfectamente que todo lo que relata Homero no es
cierto. Sé que hay una buena parte de literatura, sin ninguna verdad científica.
Pero en ellas podemos investigar nuestro pasado, hay muchas partes en los
Ciclos Troyanos que muestran cómo éramos. Nuestro glorioso pasado sirve
para conocer por qué somos como somos en la actualidad.
—Samuel, no te equivoques, yo también adoro a Ulises, Ayax, Aquiles,
Héctor, Agamenón, Paris, Patroclo… yo me crie como tú, escuchando sus
relatos. Jamás le reprocharía nada al gran Homero, que por cierto ¿sabías que
era ciego? Un discapacitado. Y mira a dónde llego.
—Sí, claro que sé que Homero era ciego. ¿Quién no sabe eso?
—Mucha gente desconoce que era ciego.
—De todo lo que usted ha dicho, señor Heródoto, lo que más me ha
gustado ha sido lo referente a que la cultura nos da libertad. Estoy totalmente
de acuerdo. Eso me parece muy importante. Mucho más que las dichosas
matemáticas.
—Por supuesto, Samuel. Las matemáticas y las ciencias son saberes
secundarios. No aportan nada serio para el desarrollo humano. El progreso
ético va por un camino, y por otro muy distinto va el desarrollo técnico y
científico. Que nada tiene que ver uno con el otro. Tampoco hay que
menospreciar la técnica científica, solo hay que darle su lugar. Ni más ni
menos.
—¿Y qué hay que hacer para ser historiador?
—Si decides ser historiador, ya te lo explicaré poco a poco. Te enseñaré
a investigar. Pero no solo en el pasado, también en el futuro. El historiador
tiene que sacar conclusiones del pasado, de nuestro presente y conjeturar a
dónde vamos. Las personas que solo saben fechas y datos de la historia no
saben de nada. Hay que comprender por qué pasaron las cosas. No cuándo. El
cuándo es insignificante.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Samuel moviendo la cabeza.
—Cualquier profesión que decidas realizar, que espero que nunca sean
las matemáticas, tiene que ser profundizando en su areté, realizando
cualquier actividad de una manera excelente. Si decides ser algo, tienes que
saber por qué, preguntándote sobre tu oficio las cuestiones que no se plantea
nadie.
—¿Es usted feliz ejerciendo su profesión? —dijo Samuel.
—Sí, y mucho. ¡Mira quién está aquí! —dijo Heródoto interrumpiendo
su discurso— ¡La señorita Sofía! —ella estaba en la puerta de cortinas. Ahora
con el pelo suelto hasta la cintura y con otra túnica impoluta, mucho más
elegante que su ropa de faena.
—¡Hola, Heródoto! Aquí traigo el juego de Dionisio. Se lo voy a enseñar
a Samuel. Para que aprenda a ver el futuro.
—Tened mucho cuidado. Que esos juegos indios son muy peligrosos. No
tuviste que haber cogido ese regalito de aquella extraña niña.
—No te preocupes. Yo sigo las normas del juego a rajatabla. Tal y como
me enseñaste.
—Bueno, yo solo te informo. He estado en la India en diversas ocasiones
y es un país místico con personas bastante extrañas. Y esos juegos tan
poderosos han destrozado en más de una ocasión alguna que otra civilización
que llevaba sobre la tierra miles de años.
—¡Qué exagerado! —dijo Sofía—. No se preocupe. Que sé
perfectamente lo que hago. ¡Está todo controlado!
—Bueno, me voy. Que me he puesto a hablar con tu amigo Samuel y se
me ha hecho tarde. Por fin lo conozco, ha sido todo un placer. Pero tengo una
cita con una cuchara, dos molletes de pan de cebada y mi plato de cabrito
asado. Tenéis que entender que me está entrando flojera de piernas.
—¡Qué desmedido es usted con la comida! —dijo Sofía.
—La verdad que me llevaría todo el día hablando con tu amigo. Qué
interesantes son las preguntas que me está realizando este muchachito. Es tal
y como tú me contabas. Pero ya no puedo seguir más aquí, lo siento. Me
tengo que marchar, parejita —el historiador hizo un intento para volver a
hacer el saludo de proskynesis, pero Samuel corrió hacia el fondo de la
tienda. Sofía y Heródoto se partían de risa.
—Bueno, nosotros vamos a cerrar la tienda —dijo Sofía para acelerar la
despedida que se estaba alargando más de lo necesario.
—Pues muy bien, yo ahora sí que me voy. Ya no lo digo más. Que
tendréis muchas cositas íntimas de las que hablar —guiñó un ojo Heródoto a
Sofía.
—Déjese de cachondeo —dijo ella.
—Bueno, me voy que llego tarde.
—Adiós, Heródoto.
—Adiós, Sofía. Adiós, Samuel. Encantado de conocerte —le extendió la
mano y Samuel se la puso encima de la de él, simulando el gesto de apretarse
las manos.
Enseguida, se quedaron a solas…
—Perdona que haya tardado tanto tiempo en venir. Es que me he
arreglado un poco. Estaba muy sucia.
—¿Y para qué? —dijo Samuel sin comprender que se hubiera puesto tan
elegante.
—No te enteras de nada —dijo ella molesta.
—¿Heródoto conoce el juego? —preguntó Samuel sorprendido.
—No solo lo conoce, me dio consejos sobre cómo utilizarlo. Unas
normas que hay que seguir rigurosamente. Él es el que ya te comenté. Mi
cliente favorito. No solo porque es el que más consume en la tienda, sino
porque además es mi amigo. Él sabe que yo sé leer. Es de fiar. Es muy buena
persona.
—¡Qué tarde es! —dijo Samuel.
—Ahora cierro la otra hoja de la puerta de la panadería para que nadie
nos interrumpa. La gente es muy cotilla. Tenemos que hacer una cosa muy
importante antes de almorzar. No te quedes ahí embobado. ¡Venga, vamos!
Ayúdame. A ver si va a venir otro cliente y nos va a interrumpir en lo que te
quiero enseñar.
—¡Qué buena pinta tiene ese pan relleno! —dijo Samuel con los ojos
saltones y con la boca que se le hacía agua.
—Te he dicho muchas veces que esta clase de pan no está relleno de
nada, es la masa, que es así…
—Trae un trozo y calla ya —Sofía le golpeó en el dorso de la mano—
¡Antes de comer tenemos que hacer otra cosa! No seas impaciente.

“De todas las miserias del hombre, la más amarga es: saber tanto y no tener dominio
de nada.”

Heródoto
Historiador griego
484 a. C. – 425 a. C.
9. El juego de Dionisio

Sofía, con mucha prisa y misterio, cerró la puerta del establecimiento. A


continuación, la ventana, y sin mediar palabras, echó la gruesa cortina que
había detrás de la claraboya. La panadería se quedó en una espesa oscuridad.
Costaba distinguir el contorno de los muebles. Parecía mentira que hubiera
tanta penumbra al medio día. Luego, la chica, a tientas, sacó un candil de un
tosco cajón. A duras penas, lo consiguió encender con una vieja chusca que
parecía que ya estuviera allí preparada para esta ocasión. Samuel, mientras
tanto, estuvo todo el tiempo en silencio, observando atentamente el trajín de
su amiga, que con la tenue y temblorosa luz de la lamparilla de aceite estaba
radiante; parecía un ser sobrenatural. Con sus ojos verdes como el mar y con
su pelo rubio fijado por una diadema azul turquesa que coronaba su rostro
aniñado en un cuerpo voluptuoso dotado de toda la hermosura de una mujer.
Poseía la apariencia de una joven diosa del Olimpo. Indudablemente no
existía en Atenas ninguna muchacha tan agraciada como ella.
A Samuel no se le había olvidado el beso tan apasionado que le había
dado Sofía hace tan solo un rato. Aún estaba asimilando todo aquello; en
parte no se lo quería creer. Estaba contento por la suerte que tenía, pero a la
vez algo triste. No comprendía lo que estaba pasando. Sabía que deseaba a su
amiga, pero no tenía claro ni cuánto ni cómo.
—¿Por qué pones el cuarto tan oscuro? Me estás empezando a dar miedo
—preguntó Samuel.
—Ya lo verás. Tú calla y estate calladito. Que hoy te vas a arrepentir de
las incontables veces que te has burlado de mí por creer en lo que tú no logras
entender. Hay muchas cosas que existen y no conocemos. Ya lo verás…
Samuel permaneció callado, contemplando cómo su amiga proseguía con
su ritual. Ella empezó a sacar algo de una caja de madera labrada que
posiblemente seria de una época muy anterior. Una rueda con una flecha,
unas monedas, un alfabeto, formas geométricas recortadas, un cartel de Sí y
otro de No, una figurita, dos torres... No paraba de sacar cosas. Samuel cada
vez estaba más intrigando con el tenderete que ella estaba montando. Sofía se
movía de un lado para otro con demasiada soltura. Rápida, silenciosa y
sensual. Estaba disfrutando de su espectáculo. Parecía que todo este teatro lo
hubiera ensayado durante años. Cada movimiento era perfecto y calculado.
Ella estaba gozando como nunca lo había hecho antes. Ya que sentía que por
fin Samuel respetaría sus creencias.
—Bueno, colócate aquí. A mi lado. Y haz todo lo que yo te diga —decía
Sofía sentada en el suelo, dando golpes con su mano en el suelo.
—¿Hoy no comemos? —preguntó Samuel.
—Luego comerás todo lo que quieras. ¡Ahora, silencio! Y pon el dedo
encima de la cabeza de esta figurita.
—Es Dionisio, ¿no?
—Sí. El mismo. El que nació dos veces. Pon el dedo y cállate ya.
Sofía, con mucha farándula, cerró los ojos y empezó a hablar en una
lengua que Samuel desconocía.
¿Dionisio A jeni atje? कौन मेर◌े यार होग◌ा जब मै◌ं बड़◌ा ँ
Hubo un silencio largo. Se miraron en la temblorosa penumbra... Sofía
insistió.
¿Dionisio A jeni atje? कौन मेर◌े यार होग◌ा जब मै◌ं बड़◌ा ँ
Después de un tiempo esperando una respuesta, Samuel empezaba a
impacientarse y a molestar a Sofía con caras de mofas.
¡Pero, de repente, la figurita de madera, la que representaba al dios
Dionisio comenzó a temblar! Samuel se incorporó hacía adelante, asombrado,
sin saber qué decir y mucho menos qué hacer.
—¡No retires el dedo, que se puede enfadar! —dijo Sofía secamente.
—Vale, no te preocupes. Pero traduce lo que dices que no entiendo
nada... ¿Qué idioma es?
—Es Kuru. Sánscrito. Un idioma muy antiguo de la India. He tenido que
aprender algunas frases dichas. Heródoto me ha ayudado. De todos modos
tengo esta hoja para traducir cualquier pregunta —le mostraba Sofía los
apuntes de cómo pronunciar y formar las oraciones en aquel extraño idioma
—. Ahora, cállate, le voy a preguntar lo mismo del otro día. Para que
entiendas algunas cosas que han pasado hoy.

¿Kush do te jete partneri im per jeten?


El amuleto empezó a deslizarse por el suelo. Ellos seguían con el dedo
apoyado suavemente sobre la cabeza de la figura de Dionisio. Hasta que se
paró justo en la letra ese. Después, siguió el recorrido de varias letras, hasta
completar la palabra: S-a-m-u-e-l
—¿Por qué ha dicho mi nombre? ¿Qué le has preguntado?
—Me tienes que prometer que no te enfadarás.
—Te lo prometo —dijo Samuel con la mano en el pecho— ¿Pero, qué le
has preguntado? ¿me lo vas a decir de una vez? ¿Por qué ha dicho Samuel?
—¿De verdad que no te enfadas? —decía Sofía colorada.
—¡Te he dicho que me lo digas! Qué no me enfado...
—Me lo has prometido, ¿vale?
—Me lo vas a decir de una vez. Ya te lo he dicho. Que no me enfado —
decía Samuel impaciente.
—Pues... ¿Quién será mi amor cuando sea mayor? Mi pareja... —dijo
Sofía muy avergonzada, dándose cuenta de lo ridícula que era la pregunta.
—¿Tu amor? —dijo Samuel desconcertado.
—¡Sí, mi amor, mi pareja, mi marido, mi compañero! ¡Mi collera! Como
le quieras llamar, ¿pasa algo? Todas mis amigas ya tienen novio y yo todavía
no. Me voy a quedar para vestir dioses en los Templos de la Acrópolis. Y
creo que soy muy bella para seguir soltera.
—¡Qué tontería de pregunta! Tú eres muy inteligente para andar con esas
bobadas. Tú nunca has sido así, ¿qué te pasa? ¿tienes el pavo?
—¡El pavo lo tendrás tú que eres capullo! Todavía estoy sin nadie.
Alguien que me coja de la mano, que me dé un beso, y... nunca te das cuenta
de que siempre estoy hablando de ti ¡algunas veces eres muy insensible!
—¿Por eso me has dado el beso? —dijo Samuel con sorna.
—Desde hace mucho tiempo me gustas. Me atraes. Y no precisamente
como un hermanito. ¡Idiota! ¿por qué crees que me arreglo tanto cuando
quedamos? Nadie se viste como yo lo hago para ver a un familiar. No te
enteras de nada, pareces tonto... —Sofía le dio un empujón y se levantó.
—Ya hablaremos luego. Pero que sepas que no me gustas que preguntes
esas cosas a un Dios. Nuestro futuro lo dirá la vida, el destino. Para otra vez
que quieras saber algo sobre nosotros, me lo preguntas a mí. No a Dionisio o
lo que sea este muñeco cabezón —el chico le dio un manotazo a la figura,
tumbándola con desprecio.
—¡Me dijiste que no te enfadarías!
—No estoy enfadado.
—Pues menos mal —dijo Sofía sentándose otra vez a su lado pero esta
vez mostrandole la espalda.
—Pero tú ya sabías que estas cosas no me agradan. Y lo sabes muy bien.
Además, ¿quién no me dice que tú no estés empujando y moviendo
disimuladamente la figurita con la punta de tu dedo?
—¡Yo no estoy haciendo trampa! Yo nunca miento.
—No te pases, Sofía. Que tú eres muy embustera y siempre te ha gustado
cachondearte de mí. Te podría recordar más de una ocasión donde me la has
jugado con bromas muy pesadas.
—Bueno, es verdad, pero ahora no... te lo prometo.
—¿No puede deslizarse la figurita sin que nosotros la toquemos? —
preguntó Samuel incrédulo.
—Es que esa es una de las normas del juego. Heródoto siempre me ha
dicho que hay que seguirlas a rajatabla.
—¿Heródoto cree en estas cosas? Me parece increíble que alguien como
él se tome en serio todo esto.
—Ya te lo he dicho ¿Quién crees que me ha enseñado a manejar este
juego y a entender el kuru?
—Vaya jueguecito más retorcido.
—Bueno... más que un juego, es una manera para hablar con Dionisio.
Para saber sobre el futuro.
—Qué cosas dices, Sofía. Cómo hablas. Pareces una perturbada. Con lo
sagaz que tú eres —Samuel le acariciaba su mejilla—, derrites el hielo a tu
paso, pero hay que reconocer que estás loca de remate.
—Eres un ignorante —dijo Sofía sin apenas mover un músculo de la
cara.
—Esto tiene que ser peligroso. ¿Por qué no guardas todo en la caja y lo
quemamos? —ella se quedó un rato pensativa, hasta que dijo...
—¡Tengo una idea! —dijo Sofía con mucha tranquilidad— Se lo voy a
preguntar para saber si podemos retirar los dedos...
—¡Buena idea, venga, díselo! —ella sacó un papel, los apuntes de
Heródoto, para intentar traducir lo que tenía que decir a continuación.
Sofía se puso de pie una vez más y muy solemne pronunció algo
aparentemente sin sentido...
—¿A mund te hiqni forme gisht?
—Qué idioma tan raro... ¿No te lo estarás inventando?
—¡¡¡Calla de una vez!!! —dijo Sofía, desesperada por tantas
interrupciones—, al final se va a enfadar por tu culpa.
Hubo un silencio que se hizo interminable. Hasta que Samuel rompió ese
momento embarazoso con brusquedad.
—Venga, dejemos esta pantomima o lo que sea esto de una vez para
siempre. No pasa nada. Yo no me voy a enfadar. Creo que te has inventado
todo esto para darme un beso —dijo Samuel, vanidoso—. Confiesa que el
muñeco lo movías tú empujándolo con el dedo. Y almorcemos, que tengo un
hambre que no veas.
—Yo sí que me voy a enojar ahora —dijo Sofía con las venas de la
frente señaladas— ¿Por qué no me crees, niñato? ¡Yo no estoy moviendo la
figura de Dionisio! Además, te recuerdo que yo podría tener baboseando
detrás mía a quien yo quisiera. Pero soy tan estúpida que me he enamorado
del más engreído. ¡Mira que creer que he montado todo esto solo por tener
una excusa para besarte!
—Es que sin los dedos apoyado en su cabecita la estatuilla no anda. Y
eso me da la impresión de que tú la mueves. Lo siento, Sofía. No me fio de ti,
siempre has sido muy fullera. Y esto se sale de toda lógica.
—¡Yo no estoy haciendo trampa!
Sofía se dio la vuelta indignada, y justo cuando se marchaba por la
puerta de cortinas que unía la tienda con la casa, la panadería empezó a
padecer un pequeño temblor, parecía un terremoto. Los objetos que estaban
en el suelo comenzaron a vibrar. A continuación, la figura del dios inició un
movimiento oscilando levemente de un lado para otro, pero sin moverse del
sitio. Samuel se quedó atónito, sin decir ninguna palabra, hasta que
súbitamente la figura empezó a desplazarse lentamente de un lado para otro,
sola y sin tocarla.
Samuel que siempre tenía una explicación razonada para todo lo que
ocurría se quedó con la boca abierta. No sabía qué decir.
—¡Sofía! ¡Sofía! ¡Sofía! No te vayas. ¡Ven, por favor! Mira lo que está
pasando. Es increíble. Madre mía, si esto lo viera mi padre le daba un patatús.
—¿Ahora qué? ¿No crees que me deberías de pedir disculpas? —ella lo
miraba enojada, de pie y con los brazos en jarra— Te lo dije —le arreó un
coscorrón.
—La verdad que no entiendo lo que está ocurriendo ¿me lo puedes
explicar? —el temblor en la tienda desapareció, pero la figura seguía
moviéndose.
—Hay cosas que no tienen explicación —dijo Sofía—, que están fuera
del entendimiento humano. Y esta es una de ellas. Además, tú hoy estabas
buscando respuestas a tu futuro, tu elemento. Pues dime lo que quieras saber
y se lo pregunto.
—¡Buena idea! —dijo Samuel agitado.
—Pero antes pídeme perdón...
—Disculpa. Lo siento. Es que yo creía... —Samuel estaba fascinado
viendo la figurita de aquí para allá, desplazándose sola, de una torre a otra —
¡Mira, mira, cómo se mueve!
—Ya lo veo. Tranquilízate, que te va a dar algo.
—Pregúntale, por favor, cual será mi oficio de adulto. Mi actividad para
ganarme la vida, mi elemento para mantener a mi familia.
—Para mantenerme a mí también, ¿no? —dijo Sofía con cara tierna y
cándida.
—Sí, lo que tú digas. Para mantenerte a ti y a tu madre si quieres, pero
pregúntaselo ya —Samuel ahora estaba muy excitado.
Sofía volvió a sacar el papel para consultar y calcular lo que tenía que
decir... después de un rato, ella volvió a poner la cara de poseída y empezó
nuevamente su espectáculo.
—¿Cfare do te jete puna e Samuel Adult? —nada más decir estas raras
palabras comenzó de nuevo el terremoto, que aunque no era muy grande,
impresionaba al ver todos los objetos de la tienda vibrando a la vez.
La figurita empezó a moverse señalando una letra detrás de otra. Ellos
iban leyendo y anotando lo que aparecía en ese rosario de términos sin
sentido, hasta que por fin se detuvo. Entonces la chica juntó todas las
palabras y leyeron el mensaje:
E-s-a p-r-e-g-u-n-t-a n-o t-i-e-n-e r-e-s-p-u-e-s-t-a a-h-o-r-a.
—No entiendo ¿Por qué no me lo quiere decir?
—¿No se habrá enfadado Dionisio? —dijo Sofía.
—¡Mira! ¡mira! Ya se está moviendo otra vez.
Comenzó a moverse la estatuilla de madera. Esta vez más rápido que
antes. Y aumentaron la potencia de los temblores. Samuel estaba alucinado.
—Escribe... escribe lo que va señalando —dijo Samuel muy alterado.
Sofía iba traduciendo esa extraña lengua del sánscrito al griego, lo iba
escribiendo en una tablilla de cera.
Después de un tiempo componiendo el mensaje, Sofía levantó la cabeza
y miró muy seria a su amigo.
—Esto me parece increíble —dijo ella.
—¿Qué ha dicho Sofía?
Ella con la pizarra en la mano se dispuso a leer, deletreando el mensaje.
T-E-N-D-R-Á-S Q-U-E H-A-C-E-R U-N V-I-A-J-E. C-R-U-Z-A-R
E-L D-E-S-I-E-R-T-O. S-I Q-U-I-E-R-E-S E-N-C-O-N-T-R-A-R R-E-
S-P-U-E-S-T-A A E-S-A P-R-E-G-U-N-T-A.
—Pero un viaje... ¿Y a dónde? ¿Cuándo? —dijo Samuel— ¿Un desierto?
La figurita no se volvió a mover más y los temblores en la tienda
desaparecieron para siempre. Los dos se quedaron esperando en vano un
tiempo impreciso, hasta que un rugido en el buche de Samuel les despertó del
trance.
—Vamos a comer —dijo Sofía—. Tu estómago, como siempre, haciendo
ruidos extraños. Pronto tendré que abrir otra vez la tienda. Se ha hecho muy
tarde.
—¿Qué habrá querido decir con un viaje? —el muchacho estaba muy
pensativo e impresionado— ¿Y qué desierto es el que tengo que cruzar?
—No te preocupes, ya lo sabrás. Por cierto, ¿me crees ahora?
—Sí, te creo. No tengo ninguna respuesta a lo que han visto mis ojos
ahora mismo. Te creo. Te pido disculpas. Pero para otra vez, si quieres saber
algo de mí, me lo preguntas directamente. No metas nunca más a este juego o
lo que sea esto en nuestras vidas.
Samuel se quedó mirando fijamente a Sofía, que estaba con el rostro
apagado. Se arrimó a ella y le preguntó con mucho cariño limpiándole una
gruesa lágrima que le caía por su mejilla
—¿Qué te pasa Sofía?
—No sé... Creo... que me he equivocado... —respondió ella, que se
sentía no correspondida con el amor que le había confesado a su amigo de
toda la vida.
—¿En qué? —dijo él— No lo entiendo.
—¿Tú no entiendes nunca nada? —dijo Sofía— ¿Tú no sientes lo mismo
que yo?
Él se acercó muy despacio a su amiga, apoyo sus manos inmóviles y
frías sobre las de ella, y sin hacer una pausa junto con energía su boca con la
de ella para intentar darle un beso. En ese momento chocaron los dientes
violentamente. Los dos se separaron al instante dando un grito de dolor. Una
risa tonta relajó el momento, que dolía pero agradaba a la vez. Era la segunda
vez que los dos se daban un beso en la boca, tenían mucho que aprender
todavía.
—¡Qué mal besas! Te tengo que enseñar. Casi me partes los dientes.
¡Qué bruto! —decía Sofía riendo ahora feliz.
—Caramba, Sofía. ¡Que es el primer beso que doy! Soy mocito...
—Por favor, no digas jamás la palabra mocito. Por lo menos delante mía.
Qué antiguo eres, tienes cosas de viejo —rieron los dos, sin fuerzas.
—Entonces, ¿somos novio o no? —dijo Sofía insistente.
—Sí. Creo que, como tu madre dice, siempre lo hemos sido. Perdóname
por favor, por burlarme de tus creencias y por no darme cuenta de nada, ya
sabes cómo soy —decía Samuel, abrazándola—. Me parece mentira que una
chica como tú se fije en alguien como yo. Soy un mindundi. Alguien
insignificante. Y tú eres tan...
—No digas eso. Tú vales mucho. Eres el más listo de los alumnos de
Demócrito. Creo que me he quedado con el mejor.
—Pero el que tiene menos fuerzas —dijo Samuel mirando al suelo.
—La fuerza no solo se tiene en las manos, también se tiene en la cabeza
y en el corazón. Y en eso no te gana nadie.
—Gracias —dijo tímidamente el muchacho.
—Venga, comamos algo. Que te tendrás que ir ya mismo. Además. Sí mi
madre llega por casualidad y ve que todavía la panadería está cerrada, me la
voy a ganar.
Se pusieron a comer con mucho apetito, sin decir nada de lo que había
pasado... En un momento todo había cambiado entre ellos. Ahora ya no
podían hablar de las mismas cosas. La vergüenza se apoderó de sus
pensamientos. Samuel dijo dentro de su cabeza dialogando con él mismo:
“Te llevas toda la vida con alguien y crees conocerlo, pero, de repente, pasa
algo que te demuestra que no sabías nada sobre ese ser que tenías tan cerca”.
—¿No estarás hablando solo? —dijo Sofía. Pero Samuel no se enteró —.
Deja de mover los labios cuando piensas. Joder, que me acojonas.
—¿Qué dices? —dijo Samuel despistado.
—Nada. Déjalo —le acarició ella la cara a él—. Eres muy guapo.
—Me tengo que ir. Hay que seguir con mis interrogatorios. Tal y como
tenía previsto. Que por cierto, ya voy tarde. Me he retrasado mucho aquí
contigo, aunque he disfrutado como nunca lo había hecho antes. Jamás se me
olvidará este gran día. —Samuel sonrió sin disimular lo contento que estaba.
—¿Y cuando nos veremos otra vez? —dijo Sofía.
—Muy pronto, cariño. Muy pronto. Esta vez las cosas serán diferentes
—dijo Samuel como si estuviera tramando algo.
—Venga, vete. Abre la puerta de la tienda y sal de una vez. Que vas a
llegar tarde —Sofía le dio un beso corto y suave en sus labios.
—Así se hace, despacito y con mucho mimo. ¡Adiós, mocito!
—No te burles, por favor...
10. Sócrates

Con mucha dificultad, quitó la tranca de la puerta. No permitió en ningún


momento que Sofía le ayudara. Luego, de un empujón que dio impulsado con
todo su cuerpo abrió el viejo portón de la panadería, que con lo deformado
que estaba se había quedado atrancado. De un brinco, salió a la calle, y
súbitamente, se quedó cegado. La luz que había en el exterior le pareció
insoportable. Iba deambulando con las manos fijas intentando cubrir sus ojos
llenos de lágrimas. Había estado demasiado tiempo en el interior de la tienda
en penumbra. Ahora su vista se tenía que acostumbrar a la intensa claridad de
la tarde ateniense. Su corazón latía con fuerza…
—No entiendo para qué hacía falta poner el establecimiento en
semejante oscuridad —protestó Samuel mientras se ubicaba—. ¡Qué le gusta
a Sofía exhibirse y sobre todo montar un espectáculo! —sonrió al recordarla
tan guapa hablando en aquella primitiva lengua.
Cogió su pizarra cuando ya pudo ver y se dispuso a investigar la lista de
personajes ilustres que le quedaban por visitar, se dio cuenta enseguida de
que ya era imposible entrevistarse con todos los que tenía previsto. Se había
entretenido demasiado en la panadería, aunque no se arrepentía de nada.
Llegó a la conclusión de que el resto de la tarde la dedicaría a interrogar a tan
solo uno. Tenía que buscar el más preparado de los que quedaban, según su
criterio, el que estuviera en mejor disposición para decirle, informarle e
instruirle en lo que él estaba buscando, su elemento.
Samuel, desde que nació, ya tenía manifestada su rara enfermedad. Él
nunca había conocido sus manos con destreza y con las fuerzas normales que
suelen tener otros niños en sus miembros. Su vida siempre la había
comprendido desde esa perspectiva. Él decía que por lo menos no tuvo que
padecer ningún cambio, ninguna transformación, ningún duelo, ya que
siempre había sido de ese modo y la familia aceptó desde el primer momento
de una manera natural su condición, por lo que se ahorraron muchos viajes
inútiles a curanderos, chamanes y pitonisas. El chico de apariencia frágil lo
compensaba todo con su poder de razonamiento y su fuerte carácter. Estaba
claro que era un flacucho diferente a los demás niños. Su vida estaba
adaptada hasta en el último detalle a sus necesidades… desde que llegó al
mundo siempre estuvo rodeado de inventos y adaptaciones caseras que le
fabricaba su padre compulsivamente para facilitarle la existencia.
Pero Samuel ahora solo quería tener un trabajo como los demás
muchachos que se hacen adultos. Pero era consciente de que no podría
realizar oficios que fueran manuales, ¿Pero a qué dedicarse que a la vez le
hiciera feliz? ¿Para qué era útil? ¿Cuál era el sentido de su vida?
Después de barajar varias posibilidades eligió a Sócrates. Creyó que este
nuevo sabio ateniense era perfecto para ayudarle. Decían de Sócrates que era
descarado, sin pudor, práctico y que también, como Samuel, no tenía ningún
interés en las ciencias naturales, a diferencia de los antiguos sabios de la
Grecia Arcaica como Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito… que
estaban obsesionados con la cosmología y el arché, conocer el origen del
universo. Pero Samuel buscaba a alguien que tuviera interés en las preguntas
importantes de la vida (la ética) y sobre todo que no fuera académico. Un
pensador independiente, que se lo cuestionara todo. Formado
intelectualmente en las calles. Por lo que Sócrates era perfecto para su
propósito.
El muchacho una vez más entró en ese lugar donde nadie le podía
molestar, donde en ocasiones se ocultaba para estar íntimamente con él y sus
pensamientos… Sin un rumbo marcado, Samuel empezó su runrún,
aparentando ser un tarado, pero de tarado lo único que tenía era su obsesión
por aprender y conocer.
—Qué peculiar tiene que ser este hombre. Dicen de él que anda por toda
la ciudad interrogando a todos los que se encuentra a su paso. Como yo… —
carcajeó al compararse a Sócrates—. ¡Es verdad! Soy como el filósofo, un
impertinente moscón molesto y pesado. Espero que este erudito me dé alguna
solución a lo que busco. Pero… ¿dónde estará Sócrates a esta hora? —su
padre no supo decirle dónde estaría el moralista, ya que este andaba de aquí
para allá sin un orden establecido—. ¿Qué aspecto tendrá? No he coincidido
con él en ningún momento. Últimamente Atenas está metida en varios
enfrentamientos y él es un soldado hoplita. Aunque dicen que es un hombre
feo, de estatura baja, barrigón y muy resistente en la batalla, demostrando
mucho valor, pero sobre todo que especula sobre las cosas que nadie
recapacita. Poniendo en vergüenza a todos los que se creen sabios. Pero…
¿dónde buscarlo? ¿Y por qué se hace tantas preguntas? ¿Estará trastornado?
No me extrañaría, con la de majaderos que andan sueltos. Me intriga este
pensador. Un militar ilustrado, ¡qué raro! Espero que sea una entrevista al
estilo de Heródoto, nada de guarradas, depresiones o rencores del pasado. Es
la última entrevista y luego me quiero ir tranquilamente a mi casa, con un
buen sabor de boca de todo lo ocurrido en está increíble jornada. Bueno,
antes me pasaré por el Pireo, allí he quedado con mis amigos. No se me
puede pasar. Lo voy a apuntar ahora mismo, así no se me olvidará…
Mientras Samuel actualizaba su agenda del día en su pizarra de cera, una
mujer de avanzada edad venia dificultosamente subiendo la vía Panatenaica.
La anciana nervuda cargaba una pesada caja llena de verduras.
—Buenas tardes señora —dijo Samuel cuando ella pasó por su lado—,
¿conoce usted a Sócrates?
—Sí, claro —respondió la anciana sin apenas aliento—. Chiquillo…
espera a que coja aire… que me estoy asfixiando… Maldita pendiente —la
mujer depositó la caja en el suelo—, ¿Por qué habrá tantas cuestas en
Atenas?
—Señora, Grecia es mayoritariamente montañosa. La extensa cadena del
Pindo separa Epiro de Tesalia. Pero los picos más altos están en la cadena del
Olimpo. Tenemos suerte de no vivir en aquella región. Allí sí que hay
pendientes difíciles de subir —respondió Samuel muy natural.
—¡Qué muchacho más listo! ¿Qué me habías preguntado chico? Que
tengo la memoria fatal.
—Si usted conoce a Sócrates. ¿Por dónde lo puedo encontrar?
—Sí, claro. Sócrates el Hoplita. Hijo de Fainarate, la matrona, e hijo de
Sofronisco, el picapedrero. Un hombre muy fastidioso. Cualquier día se
meterá en un buen lío —dijo la anciana muy convencida de sus palabras.
—¿Sócrates es hijo de matrona? —preguntó Samuel, sorprendido por
encontrar otra semejanza con él.
—Sí, de Fainarate. ¿Algún problema? En Atenas hay muchas matronas.
Pero las mejores son Faina y Fainarate.
—¡¡¡Esa es mi madre!!!
—¿Quién, Faina?
—Sí. Yo soy hijo de Faina y de Filolao.
—Pues me alegro mucho de conocerte, muchacho. Tu madre es
extraordinaria, tanto como matrona como por lo tolerante, comprensiva y
flexible que es, porque aguantar a tu padre es un arte muy delicado —la
mujer hizo una pausa para beber agua de una pieza de cerámica alargada—.
Lo que no me gusta de ella es que sepa leer, eso no son cualidades de mujeres
sensatas y prudentes —Samuel miró a la anciana con cara de repugnancia—.
Hace tiempo que no la veo, ¿cómo le va?
—Estamos bien. Mi madre tiene siempre mucho trabajo. Cada vez nacen
más niños en Atenas.
—Es verdad. Yo ya soy abuela de doce nietos; van a acabar conmigo.
Son unos monstruitos —dijo la anciana que miraba descaradamente las
férulas de Samuel.
—Bueno, señora, me voy, que tengo prisa —Samuel se desesperaba por
momentos con una conversación que le parecía de lo más insípida y aburrida.
—¡Disculpa, criatura! —la anciana de repente recordó lo que le había
preguntado el chico—. Si quieres encontrar a Sócrates a estas horas tendrás
que buscarlo en el Pireo. Todas las tardes se pasea por allí esperando a los
comerciantes, que llegan en barcos cargados de mercancías. Allí mismo
acribilla a los pobres mercantes que vienen enervados, deseosos de ver a sus
familias… de unos viajes largos y fatigosos. Los somete a interrogatorios
absurdos, ¡Qué testarudo es! Siempre preguntando. Que si sabes qué es la
verdad, la justicia, el amor, lo bueno… Ten mucho cuidado con él, si no
quieres terminar enredado en sus ovillos mentales.
—¿En el Pireo me ha dicho?
—Sí, claro… ¿Cuál va a ser? —dijo la vieja— El único que tiene Atenas
—se le escapó a Samuel un largo soplido de alivio. Pensó que allí de camino
a casa se podría encontrar con sus amigos. Los pies le dolían cada vez más.
—¡Qué bien porque estoy reventado de tanto andar! Bueno… me voy
corriendo. Que quiero hablar urgentemente con Sócrates.
—Pues date prisa, que seguro que ya estará allí fastidiando a todos con
sus disparatadas preguntas. ¡Y por cierto…! —la anciana dudó antes de
seguir, pero su naturaleza hizo que no se pudiera callar— ¡chiquillo…! ¿Qué
te pasa en las manos que no las mueves? Y… ¿Qué es eso que tienes
colocado en los pies? —La vieja sin ningún reparo le levantó todo lo que
pudo el himatión a Samuel para poder cotillear el mecanismo que tenía sus
piernas.
—¡Quita… déjame! No me toques ¡Un respeto, arpía!
—Tranquilo que no te estoy haciendo nada —dijo ella poniéndole la ropa
en su sitio— ¡Vaya con el niño, qué lengua tiene!
—No tengo fuerzas en las manos por culpa de una enfermedad muy rara.
Y en los pies llevo unas férulas. Para que no se me doblen los pies al
caminar. Me las hizo mi padre.
—¿Unas férulas? ¿Eso qué es? ¿Y el loco de Filolao te las ha hecho? —
la señora no paraba de preguntar cosas fuera de su incumbencia. Y Samuel
comenzó a sentir un intenso calor que le recorría el cuello, sentía cómo los
latidos de su corazón se agolpaban en las sienes, produciéndole una punzada
en la nuca.
—Ya le he dicho que son para que no se me doblen los pies. Le pido
respeto, por favor. No me gusta que hablen así de mi padre.
—Niño… ¿desde cuándo tienes esa enfermedad? —siguió preguntando
en el mismo tono de superioridad.
—Es de nacimiento, no se preocupe anciana. Estoy bien. Adiós, que me
tengo que ir —Samuel se dio la vuelta.
—¡Pobrecito! —dijo la vieja con cara de falsa piedad.
—¡Pobrecito… no! Eso no se lo permito. No tenga pena de mí, ¡vieja
nauseabunda! —bufó Samuel de sopetón, mostrándole la espalda y elevando
considerablemente la voz— ¡Estoy seguro de que hay muchísimas cosas que
yo hago que usted nunca ha hecho y que nunca podrá hacer! Me fastidia la
gente como usted. Vieja malvada e inculta. Jamás he conocido a una anciana
tan molesta. ¡Madre mía!
Samuel la miró con desprecio, cargó su boca de saliva y estuvo a punto
de escupirle en su rostro repleto de surcos, como hizo con Fidias, pero sopesó
las consecuencias. Tenía prisa y no se quería entretener.
—¡Caracoles, con el niño! No te enfades, mierdecilla. Qué muchacho tan
maleducado —la señora se puso toda colorada. No estaba acostumbrada a
que un adolescente le llevara la contraria y mucho menos que le faltara al
respeto—. ¡Sí tuviera treinta años menos te ibas a enterar!
Pero Samuel ya desfilaba a toda velocidad. Sin escuchar ni una sola
palabra más de la indiscreta mujer. Se alejaba deprisa, lo más que le permitía
sus escuálidas extremidades. Quería llegar a tiempo para ver al filósofo. Se
encontraba muy cansado, ya que por culpa de su enfermedad se agotaba
enseguida. Su caminar era destartalado y llamaba mucho la atención. En la
Ciudad Estado casi todo el mundo conocía al muchacho y estaban
acostumbrados a su manera de marchar. Levantaba exageradamente las
rodillas, dando pasos muy largos, balanceándose excesivamente de un lado a
otro. Nadie se giraba para observarlo, todos los atenienses estaban
habituados, a no ser que fuera un nuevo extranjero en la capital, el cual
normalmente se quedaba mirándolo descaradamente y pobrecito de él si
Samuel se daba cuenta.
Los insultos de la vieja chismosa todavía se oían desde muy lejos. El
chico, mientras, caminaba en un gesto lujurioso, se mordió el labio inferior
con las paletas de arriba, sintió placer y regusto al escucharla blasfemar de
aquella manera tan colérica. Parecía que a la anciana le fuera a dar un patatús.
Samuel se la imaginaba colorada como una granada con las venas del cuello a
punto de estallarle, y sintió placer. Años después recordaría esta escena con
arrepentimiento. Pero ahora el muchacho estaba harto y empachado de que la
gente le preguntara por sus manos, o por las piezas que llevaba en los pies. Y
sobre todo que le dijeran “pobrecito”. La palabra pobrecito la odiaba con
todas sus fuerzas. Los padres de Samuel se habían preocupado para educarlo
como un chico normal. Para que él sin ayuda de nadie se solucionara la vida.
Por lo que el muchacho no comprendía esa actitud en los demás. Sentía que
no valoraran todo lo que él valía. Todo lo que él podía aportar a la metrópoli.
Se sentía poco apreciado, especialmente por los mayores, los viejos, que con
sus mentes cuadriculadas eran los que menos comprendían su situación. Por
todo ello se sintió colmado por el berrinche de la vieja mujer.

Nada más entrar en el puerto se quedó boquiabierto. Había muchísima


más gente de lo que normalmente solía haber a esas horas de la tarde. Era
impresionante ver tanta algarabía.
—¿Qué habrá pasado hoy? No se puede ni dar dos pasos sin chocar con
alguien —decía Samuel cuando vio la muchedumbre.
A Samuel y a sus amigos el Pireo siempre les había parecido un lugar
mágico donde había muchas posibilidades de conocer nuevas cosas, nuevas
personas, nuevas aventuras; les apasionaba escuchar relatos de tierras lejanas,
hablando con los comerciantes, que viajaban por todo el mundo tratando con
tantas civilizaciones diferentes.
Pero el Pireo no era cualquier puerto fluvial. Era el Puerto de Atenas. La
esclusa más grande e importante del mundo conocido. Y esa tarde estaba tan
animado como un enjambre de avispas después de una pedrada. Había mucho
barullo. Los pasajeros, en cuanto descendían de los barcos, se alineaban en
interminables filas. Había quiosco ambulante por todos lados. Se percibía
mucho caos y ruido. Y los olores eran intensos. En el puerto siempre se podía
encontrar cualquier producto, por muy exclusivo que fuera; desde incienso
arábico, hasta perfumes exóticos y especies de la India, sedas de China y
linos de Egipto. Había una variedad ilimitada.
—Creo que va a ser imposible encontrar a Sócrates —decía muy
agobiado por la bulla—. Hay demasiada gente.
El muchacho estaba cada vez más fatigado, viendo que la tarde se estaba
consumiendo, se estresaba pensando que no podría terminar lo que había
venido a hacer. Entre empujones se subió a una gran tina de barro, donde se
magulló la rodilla por el esfuerzo tan grande que tuvo que realizar para trepar
por ella. Desde lo alto se puso a examinar el barullo. Buscando a alguien con
las características de Sócrates. Allí se llevó mucho tiempo y de vez en cuando
daba voces sin conseguir nada. Terminó discutiendo con el comerciante
dueño de la vasija, que se quejaba para que se bajara de ahí. Hasta que a lo
lejos vio una pelea. Dos hombres adultos, uno de treinta y cinco años más o
menos y otro algo más joven, insultándose en medio del puerto. Un altercado
que aparentaba ser un intercambio de palabras de reproches entre dos adultos.
Era un buen alboroto en medio del muelle.
—¿Qué está pasando allí? —Decía Samuel muy exaltado— Creo que
uno de ellos, el mayor puede ser Sócrates, por lo menos su físico es tal y
como me han indicado mi padre: bajito, barba espesa, con una calva
asomando en la coronilla, barrigón, fuerte de brazos y gran cabeza.
Desde la distancia a la que estaban no se podía entender las palabras que
intercambiaban, pero lo que sí que se notaba claramente y sin ninguna duda
con las gesticulaciones que hacían, es que se estaban insultando sin ningún
pudor del público que los rodeaba en un coro animoso. Samuel bajó
rápidamente para acercarse a la reyerta. Antes, le dio algo de dinero al dueño
de la tinaja de barro por los posibles desperfectos causados al ánfora. Al
avaro comerciante se le cambio la cara cuando Samuel le entregó los tres
óbolos que tenía en el zurrón.
Mientras tanto:
—Tú sí que eres una avispa, o mejor dicho una tarántula, la tarántula
Tucídides —decía uno de ellos con ojos saltones, más feo que un sapo.
—Eres muy pesado, cansino, soberbio y arrogante. Te llevas todo el día
preguntándole a todo el mundo estupideces. La verdad, Sócrates, que te
mereces que te metan una buena bofetada. Deberías de dedicarte a tu bella y
joven novia Jantipa, pronto te casarás con esa niña tan atractiva. Espero que
esa chiquilla te transforme. Dicen que tiene un carácter endemoniado, deseo
con todas mis fuerzas que te sepa dominar.
El rostro de Samuel se iluminó. Estaba muy cansado y ya no podía
caminar más. Pero aun así sacó fuerza para esta última entrevista… que
prometía ser interesante.
—¿Y quién me va a dar esa bofetada… tú? No creo. Te recuerdo que te
he salvado la vida en más de una ocasión en el campo de batalla. ¿No te
acuerdas de lo que pasó en la ofensiva de Samos? Cuando llorabas muerto de
miedo. Eres solo un niño de papá que me debe mucho —dijo Sócrates con
una espada en la mano señalándole el rostro.
—Eso es lo que te libra —respondió Tucídides, muy quemado por las
cuestiones que Sócrates le obligaba a responder constantemente—. Si no
fuera por eso que hiciste por mí hace mucho tiempo, ya te hubiese dejado de
hablar.
—¿Qué es lo que yo hago que no te agrada? ¿Qué es lo que de verdad te
molesta? ¿Mis preguntas? ¿O el no poderlas responder? ¿No será que hay
cosas que crees saber y de las que en realidad no tienes ni la menor idea? —
reía Sócrates ordinariamente, burlándose del joven historiador— Tú maestro
Heródoto te está llevando por el camino equivocado.
—¡Que me dejes en paz, paticorto!
—Pero… ¿Qué es una pregunta? Si no una herramienta para conocer
nuestro mundo, la realidad que nos envuelve. Si no hacemos interrogaciones
diferentes siempre conoceremos las mismas cosas. La cuestión… no es tanto
ver lo que nadie ha visto todavía, sino pensar lo que aún nadie ha pensado
acerca de lo que todo el mundo ve.
Samuel se quedó muy impresionado por esa respuesta tan sublime.
—La mayéutica es mi método. Que significa “dar a luz”. El saber es dar
a luz un nuevo conocimiento, como hacen las matronas, lo aprendí de mi
madre… —seguía Sócrates relatando su discurso y castigando a su rival sin
descanso.
La gente gritaba frenética —¡menos hablar y más usar la manos para
pelear!—, pero después de un buen rato de injurias y agravios, Tucídides
decide correr como alma que lleva el diablo… Literalmente, salió circulando
a toda velocidad.
—¡Qué fatalidad el momento que decidiste salvarme la vida en la batalla
de Samos! Me debías haber dejado allí herido —dijo Tucídides ya desde lejos
agitando los brazos—. Hoy día no te tendría que aguantar, ¡por Zeus, qué
cansino!
Sentado en una gran piedra que eran restos de una antigua columna de
mármol, la cual se usaba como noray, para amarrar embarcaciones, Sócrates
se quedó solo. El coro que los rodeaba se fue disipando poco a poco. Allí el
sabio empezó a dibujar con una ramita de olivo algo en la tierra.
Samuel aprovechó la oportunidad y se acercó tímidamente, intentando
molestar lo menos posible. Después de haberlo escuchado tenía claro que ese
era el hombre con las cualidades que estaba buscando para socorrerlo. No
quería desperdiciar esta gran oportunidad.
—¡Hola, Sócrates! Porque usted, ¿es Sócrates?
—Solo sé que no sé nada. Y eso me hace mucho más sabio que algunos
que se creen que saben de todo, y no tienen ni la menor idea de dónde están
de pie.
—Creo que eres la persona idónea para ayudarme en mi desafío —
respondió Samuel nervioso—. Creo que usted siempre está buscando la mejor
manera de vivir. Y esa es mi encrucijada —dijo Samuel torpemente.
—Los pensadores antiguos, los físicos, se preocupaban exclusivamente
de estudiar y comprender la naturaleza, el cosmos. No les preocupaba la
sociedad, ni lo humano. Pero los tiempos han cambiado. La política ahora no
es perfecta como lo era antes, ahora es corrupta, gracias a los Sofistas, que
son unos hijos de putas… demagógos, engañando a la masa inculta. En
nuestro tiempo nos toca averiguar las esencias que influyen en la mejor forma
de vivir. Tenemos que dejar de ser individuos ignorantes. Formar personas
libres. Esa es la mejor ciencia y la que nos corresponde buscar en estos
tiempos de putrefacción.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted. Por eso no quiero seguir el
oficio de mi padre: Matemático —dijo esta vez Samuel muy resuelto—,
bueno, y también es astrónomo.
—Chico, recuerda que en muchas ocasiones una pequeña decisión, un
pequeño cambio, puede transformar radicalmente nuestras circunstancias.
Ten mucho cuidado con lo que estás buscando y con lo que deseas… porque
con mucha facilidad, más de la que te imaginas, se puede hacer realidad. Si
crees que la vida es una mierda, eso es lo que será, pero si crees que es
maravillosa y digna de explorar, eso es lo que obtendrás.
—Me gustaría ser su alumno —dijo Samuel haciendo una reverencia con
sumo respeto— ¿puedo venir por las tardes para aprender de tus sabias
palabras? No te molestaré. Seré muy obediente. Por las mañanas estudio en el
Ágora, pero por la tarde podría venir al puerto para aprender de sus discursos.
—¿Mi erómeno? No. Yo no soy maestro de nadie —se tocaba Sócrates
la barriga frunciendo la cara por molestias estomacales—. Pero te voy a hacer
una pregunta, ¿sabes qué es la libertad?
—El poder que tiene el hombre de elegir a diferencia de cualquier otro
ser de la tierra, de elegir lo mejor para su vida.
—Muy bien, una explicación un poco pobre pero muy bien dicho,
muchacho. Pero… ¿cómo sabes qué es lo bueno para ti? Porque ten en cuenta
que ese es el sentido de la vida, ¡vivir!, pero vivir bien —el sabio volvió a
tener otro pinchazo en el estómago, donde la bilis gástrica le subió a la boca,
obligándole a cerrar los ojos en una mueca de tortura— ¿Y cómo sabes que
lo que eliges lo escoges libremente y no te lo ha impuesto la vida? Recuerda
que la libertad sin preparación no existe —dijo apretando los dientes.
—¿No todos somos libres? —preguntó Samuel desconcertado.
—Muy pocos. Solo los que se han preocupado de serlo. Como tú estás
empezando a hacer hoy —de repente el sabio volvió a arrugar la cara
mostrando un intenso dolor. Se pegó un fuerte golpe con el puño en el pecho
y expulsó bruscamente un ruidoso y apestoso eructo que llamo la atención de
la gente que estaba pasando por allí—. Disculpa muchacho, he comido
demasiado venado. Me arde el estómago —volvió a soltar otro eructo, pero
más pequeño, aunque más repugnante— ¿Por dónde iba? —dijo el filósofo
como si nada.
—Me iba a explicar qué era ser libre —Samuel se quedó atónito al asistir
ante semejante grosería.
—Ser libre es elegir sin ataduras, autónomamente sobre algo para
nosotros. Y cuando digo sin ataduras me refiero sin nuestra historia personal
influyendo en nuestras decisiones presentes —prosiguió Sócrates—. Nunca
hay que optar por un oficio, un trabajo solo por seguridad, para que no te falte
el sustento, es absurdo, ya que la seguridad no existe, ¡Y menos mal! El
entenderlo nos hace libres. Hay que escoger un oficio que nos apasione, eso
será lo más parecido a una seguridad y estabilidad; de ese modo darás todo
por tu proyecto. La suerte a secas no existe… la buena suerte se fabrica —
Sócrates le puso una mano sobre su hombro al muchacho—. Todo el mundo
debería de hacer lo que tú estás haciendo hoy, pero por conformismo,
comodidad, miedo… se quedan en sus casas aceptando sus insulsas vidas. Si
no fuera por personas como nosotros seguiríamos viviendo en las cavernas.
Nunca habríamos salido de la cueva a descubrir el mundo.
—Pero eso nunca pasa —dijo Samuel decidido. Se estaba animando—.
La gente se queja todo el día de todo, pero no hacen nada por mejorar sus
vidas, por ser felices; y la vida es corta.
—Con la reflexión ética y moral conoceremos lo mejor para nosotros.
Para alcanzar la mejor elección y ser verdaderamente libres. O por lo menos
acercarnos. Aunque te advierto que la felicidad no tiene nada que ver con la
libertad. Bueno, y a todo esto… ¿tú quién eres? Que llegas a mí,
preguntándome y proponiéndome ser mi alumno y no tienes la educación de
presentarte.
—¡Discúlpeme! Es que estaba muy nervioso —dijo Samuel,
tropezándose con una piedra—. Me llamo Samuel, hijo de Filolao, el
matemático, y de Faina, la matrona. Tengo casi quince años, y quiero buscar
un destino acorde a mi elemento.
—No te presentes nunca como hijo de tal, solamente como lo que eres.
¡S-A-M-U-E-L! —dijo Sócrates lentamente deletreando su nombre.
—Es solo por tradición —dijo el chico automáticamente— ¿Todo el
mundo lo hace así en Atenas? ¿No? —le espantó decir eso, pero sin saber por
qué, lo dijo.
—Sí, pero es aberrante. Recuerda que la tradición y las costumbres te
esclavizan, limitando tu libertad de elección.
—¡Por fin encuentro alguien que delibera como yo! —pensó Samuel
muy contento— Pero no sé quién soy —dijo ahora, y eso es lo que yo
quisiera saber —el muchacho contemplaba el jaleo que tenían montado
varios operarios en la descarga de un barco con una estatua de piedra de un
deportista desnudo, un kuros de tamaño natural que se advertía muy pesada.
—Eso lo tendrás que averiguar tú solo —dijo Sócrates.
—Es lo que estoy tratando de indagar, ¿me puedes ayudar?
—¿Para qué lo quieres saber?
—Para encontrar mi elemento. Ya se lo he dicho.
—Para eso tienes que hacerte tres preguntas, las más importantes que te
puedes hacer: ¿Quién eres? ¿Dónde quieres llegar? ¿Y cómo lo piensas
hacer? Cada una de estas cuestiones te llevará a la siguiente propuesta.
—¿Cuál es la primera que hay que responder? —preguntó Samuel.
—Indudablemente, quién eres, pero no es fácil descubrirlo. Sabiendo
responder esta cuestión las otras dos salen de corrido.
—Soy un chico de casi quince años. Con una discapacidad física en las
manos y en los pies. Y según dice todo el mundo, algo inteligente —dijo
Samuel avergonzado delante del sabio por su presuntuosidad— y que no sabe
qué oficio tendrá para ganarse la vida y sentirse pleno cuando sea adulto.
—La discapacidad te la impone quien te mira como un discapacitado —
dijo Sócrates agarrando la cara del muchacho con sus dos enormes manos y
mirándolo a los ojos fijamente—. Aléjate todo lo que puedas de quien te mire
de ese modo. Ellos son tu peor enemigo.
—Siempre procuro hacer eso. Lo aprendí hace muchos años.
—Empecemos desde cero. ¿Para ti, qué es la felicidad?
—Es un estado que tenemos, interior. Hay varios: miedo, tristeza,
alegría, avaricia… y la felicidad es solo uno de ellos.
—La felicidad es la realización de los deseos que satisfacen, pero no solo
a los sentidos, bienes aparentes, si no al goce total que solamente puede venir
del disfrute de los objetos de la razón. Cuanto más razonable sea el humano,
más virtuoso será, por necesidad de su propia naturaleza, y, por tanto, más
feliz. Conocer y actuar son directamente proporcionales.
—Extraordinario, maestro —dijo Samuel emocionado.
—No me digas maestro, que no lo soy. Venga sigamos, que vamos
bien… ¿La alegría es igual que la felicidad?
—Creo que sí —dijo Samuel dudoso.
—No —dijo Sócrates como si ya supiera que él fuera a decir eso—, te
equivocas Samuel. La alegría es momentánea. Aparece después de ver a un
amigo que hace tiempo que no ves, después de una buena comida, después de
masturbarte —Samuel sé puso colorado—, si sacas buenas notas en el Ágora,
o si ganas un buen dinero por algún trabajo… son momentos de alegría, pero
no es felicidad. La felicidad, la eudaimonia, se alarga en el tiempo, incluso
toda la vida. Es una manera de ver las circunstancias, una manera particular
de vivir tu realidad, de aceptar lo que no puedes cambiar. Y dentro de esa
felicidad puede haber días muy alegres e incluso días aburridos, pero nunca
tristes. Casi todas las personas se preocupan excesivamente de cosas que
nunca han pasado y que en la mayoría de los casos nunca pasarán. Por lo que
han dejado de vivir el ahora. Y el ahora es lo único que realmente existe.
¿Has visto a un perro cuando le están preparando la comida? —le preguntó
Sócrates a Samuel con cara de ponerlo a prueba— ¿Sabes cuándo es más
feliz?
—Cuando está comiendo —dijo Samuel muy seguro de sí.
—No, te equivocas otra vez. Un perro es feliz solo cuando le están
preparando la comida. La felicidad no viene de conseguir algo, viene de tener
motivos y objetivos. Pocos son los que saben a qué dedicar el tiempo libre, la
Skholè. El perro cuando ya está comiendo deja de ser feliz, ha perdido la
excusa.
Las familias, especialmente las madres que tienen un niño enfermo, no se
ponen nunca indispuesta porque tienen un motivo. ¿Tú madre se ha puesto
mala alguna vez?
—No, o no me acuerdo —dijo Samuel sorprendido al darse cuenta de
eso.
—Porque ella tiene que cuidarte. Tú eres su motivo —y muy seriamente
le dijo en el oído—. Sí tú encuentras tu motivo serás feliz siempre. Da igual
tu discapacidad, incluso si estás en el infierno, en el Hades. Mientras puedas
seguir practicando tu elemento serás insultantemente feliz, en cualquier parte.
—Pero Fidias dice que la felicidad no está en el elemento.
—El viejo Fidias es un capullo. Él hace mucho tiempo que perdió su
elemento. Eso es lo que le pasa. Ya no le apasiona esculpir ni nada. Eso es lo
que le ocurre. Por lo que tendría que dejarse morir o buscar otro elemento. Ya
que con los años se modifican nuestras circunstancias y necesidades, por
consiguiente, el elemento varía.
—Yo quiero encontrar mi elemento —dijo Samuel desesperado y
jadeante—. Busco el sentido de mi vida —A Samuel le costaba seguir esas
contradicciones, se estaba impacientando cada vez más; sin entender por
dónde le quería guiar el filósofo.
—Tienes que averiguar quién eres —Samuel, ahora que estaba muy
cerca del filósofo, se fijó en los detalles de su cara, era mucho más feo de lo
que aparentaba. Tenía una nariz extremadamente ancha y los ojos casi fuera
de sus órbitas.
—Ya te lo he dicho, eso es lo que estoy intentando. Pero no es fácil. Y
usted no me está ayudando. Todo lo contrario. Cada vez estoy más liado.
—Bueno, empecemos otra vez. Tranquilízate y no te pongas nervioso; ya
estamos muy cerca de conseguirlo. Cada pregunta lleva a otra —hablaba
ahora el erudito con cariño, como un padre explicando algo difícil de
entender— ¿Quién eres ahora mismo?
—Ya te lo he dicho. Un niño de casi quince años, con discapacidad, que
está buscando un oficio acorde a él.
—¿Qué actividad es la que te provoca alegría y felicidad cuando la
realizas? Aquello que no te cansa nunca ejecutar.
—No sé, hay muchas cosas que me agradan, aprender cosas nuevas; leer;
ir a clases al Ágora. Estar con mis amigos, ver a Sofía, viajar, que mi padre
me lea Ulises por las noches, los abrazos de mi madre…
—¿Te siguen leyendo cuentos por la noche con lo mayor que ya eres? —
dijo Sócrates extrañado.
—Sí. ¿Pasa algo? Aunque últimamente mi padre se está escaqueando.
Cada vez lo hace menos.
—Pues creo que va a ser muy difícil que encuentres tu elemento después
de escuchar semejante cosa. Estás muy mimado.
—¿Mimado? —dijo ahora Samuel encarado al sabio— ¡No digas eso!
Mi vida no ha sido fácil. Usted no sabe nada de mí.
—Me lo imagino. Pero hay que reconocer que te miman, y mucho, y eso
no es bueno —decía Sócrates caminando junto a Samuel por el muelle,
aislados del ruido y de la bulla del puerto—. Eres muy listo, eso se ve
rápidamente, pero tus padres se preocupan por ti excesivamente —el filósofo
caminaba con las manos cogidas por detrás de su espalda— pero tienes que
reconocer que todavía no has viajado solo, no te has enfrentado a ningún
peligro sin la ayuda de nadie, de ese modo nunca encontrarás tu elemento. Lo
que eres. Te tienes que enfrentar a la muerte para saber apreciar la vida, solo
así la sabrás valorar, cuando has estado a punto de perderla.
—¿Cómo sabe usted que yo nunca he viajado solo? De eso no hemos
hablado. ¡Usted no sabe nada de mí!
—Indudablemente si te cuentan cuentos por la noche con la edad que
tienes estás mimado —Sócrates se volvió para mirarlo—, muy mimado. Yo
con dos años más que tú ya fui a la guerra, a luchar por la libertad de Atenas.
—¿Y qué puedo hacer? —dijo Samuel exhausto— Porque no pretenderá
que me aliste como soldado para luchar en una guerra con mis manos de
trapo.
—No. De eso no se trata. No digas tonterías. Yo te recomiendo que
vayas al Templo de Delfos. Allí yo encontré mi destino. Te lo voy a contar,
es una historia que me pasó, para que me entiendas mucho mejor. ¿Sabes
quién es Querofonte?
—No, no tengo el gusto de conocerlo.
—Bueno, Querofonte es un buen amigo mío. Él dice que yo soy su
maestro. Pero como ya te he dicho, yo no soy maestro de nadie. Bueno, como
iba diciendo, mi amigo un día, no hace mucho, fue al Templo de Delfos, a
preguntarle al Oráculo, a Diotima, la pitia, si existía sobre la tierra un hombre
más sabio que yo. Y la pitonisa le respondió que no, que yo, Sócrates, era el
más sabio de todos los hombres. Y cuando me lo contó, empecé a reflexionar
¿Qué quiere decir realmente el dios? ¿Qué significa este enigma? Porque yo
sé muy bien que sabio no soy. Y qué ella jamás miente. Durante un tiempo
me preocupé por saber sus intenciones con esta afirmación que me trajo mi
amigo del templo. Quería saber qué es lo que me quería decir. Entonces
empecé a buscar entre los más sabios de la ciudad, los que yo sabía que eran
más ilustrados que yo. Como tú haces hoy, molestando a todos, preguntando
de un lado para otro, sin descanso. Pero cada vez que encuentro a alguien, me
demuestra que no es tan sabio como parecía. Por eso me he ganado mucha
antipatía de todos. Ya que a nadie le gusta descubrir sus podredumbres, y
sobre todo, desenmascarar que no saben de nada de lo que ellos creían
conocer. Que viven en la mentira. Aprendí que mi sabiduría era superior a la
de ellos, como decía la pitia. Ya que yo por lo menos sé que no sé nada, cosa
que todos desconocen. El Oráculo me dio un destino, un objetivo en la vida.
La de ser el tábano de Atenas. Para despertar la conciencia de todos. Ese es
mi elemento, y lo descubrí a los treinta y uno. Espero que tú lo encuentres
antes.
Estoy seguro de que allí en el templo podrás encontrar tu destino. Tu
elemento. Es un viaje corto, son solo tres o cuatro días en camello. Todos los
griegos alguna vez en la vida deberían de ir alguna vez al Templo de Delfos.
Esta aventura te aportará valor a tu vida, pero tienes que ir solo, sin tus
padres, ya que, si no, no valdrá de nada. Te tienes que enfrentar a tus miedos.
En la puerta del santuario hay un aforismo que dice γνῶθι σεαυτόν; conócete
a ti mismo. Y eso es lo que tienes que hacer ahora, conocerte, para elegir tu
camino. Para conocer tu elemento.
—Muchas gracias, Sócrates. Eso haré. Partiré cuanto antes al santuario,
no sé cuándo pero seguro que pronto. Tengo que preparar mi equipaje y el
medio de transporte. Mi familia es humilde y no tenemos camello para cruzar
el desierto.
—Me alegro de que lo hayas entendido. Pero recuerda que el Templo de
Delfos tiene unos horarios y unos calendarios establecidos. Infórmate bien.
Yo no los conozco, ya que yo no fui, fue mi amigo por mi lugar como ya te
he contado, le puedes preguntar a él si quieres.
—Lo buscaré, pero por hoy se han terminado las visitas a más personajes
ilustres de Atenas —decía Samuel con unas visibles ojeras—. Creo que
contigo he consumado las dichosas entrevistas. Estoy exhausto, ahora, me iré
a mi casa
—Para mí ha sido todo un placer haberte ayudado. Eres muy diferente a
los demás niños. Y no olvides que tu discapacidad te ha guiado a ser
extraordinario. Ella te habrá quitado fuerza en las manos y en los pies, pero te
ha dado conocimiento y libertad. Creo que serás mucho más sabio que yo.
Cuando yo tenía tu edad no pensaba en estos asuntos.
—Bueno, me voy que no quiero hacerte perder más tiempo, además,
quiero explicárselo todo a mis padres lo antes posible —Samuel sabía que
todos estarían deseosos de tener noticias suyas.
—Encantado de conocerte. Cuando vengas de Delfos, búscame por
favor, quiero saber qué te ha pronosticado la pitia. Yo, mientras, seguiré
molestando y despertando las conciencias dormidas de los atenienses.
—Cuídate, Sócrates. Hay muchos que están hablando mal de ti,
conspirando a tus espaldas.
—Ya lo sé, no te preocupes, solo sigo mi destino. Mi elemento —el
filósofo lo miró y soltó una carcajada mostrando una dentadura muy
estropeada.
Samuel se despidió del filósofo con un afectuoso abrazo. Allí, en el
noray, se quedó el sabio pintando con la misma ramita de olivo en el suelo,
terminando el dibujo que había comenzado.
—¡Era verdad lo que me anunciaba Dionisio en el juego de Sofía! —el
muchacho, apretujado entre la gente, iba recordando todo lo que le había
ocurrido a lo largo del día— ¡Tengo que dar un viaje…! ¡Sí, cruzar el
desierto de Beocia… para llegar a Delfos! Qué curioso la manera en que este
galimatías se está ordenando… Espero que en el templo pueda encontrar mi
elemento… porque de momento no tengo ni la menor idea.

“El sentido de la vida es “vivir”, pero vivir bien, de una manera justa; y para ello
antes hay que definir que es el bien, la justicia, el amor, la felicidad… vivir… por lo que
tendremos que reflexionar en la ética para saber cómo…
La verdadera sabiduría está en reconocer
la propia ignorancia”.

Sócrates
470 a.C. – 399 a.C.
Filósofo clásico ateniense considerado como uno
de los más grandes, tanto de la filosofía occidental
como de la universal
11. Anaxágoras y Minos

Samuel se dispuso a salir lo antes posible del puerto. A codazos, fue


marchando poco a poco, surgiendo hacia el exterior como una crisálida
partiendo su capullo de seda. El recorrido era desesperadamente lento. Cada
vez había más gente aglomerada en el Pireo. Asimismo, todo el día
caminando con unas férulas de madera en sus extremidades, le dejaron
heridas dolorosas. Las ampollas de los pies se habían reventado y eso no
ayudaba a enmendar la situación; todo lo contrario. El muchacho tenía que
detenerse tras cada pequeño trecho que recorría. Iba cojeando, ayudado por
un madero que hacía de improvisada muleta. Por lo que la vuelta a casa
prometía un trayecto largo y sufrido.
Ya una vez fuera del puerto, el bullicio fue descongestionándose.
Repentinamente, una voz le sobresaltó desde lo lejos. Se escuchaba a alguien
llamándolo. Por culpa del cansancio, de la distancia o quién sabe qué, no
podía poner cara en ese ser humano. Se estiró todo lo que pudo, de puntillas y
puso los ojos bien abiertos para investigar quién le estaba llamando con tanta
insistencia. Le gritaba tercamente una persona que, desde lejos, no se
distinguía con claridad. Aunque se podía percibir que tenía que ser un
hombre adulto, posiblemente mayor, algo delgado, alto y con bastón. Que
además iba acompañado de un animal grande, no se veía con exactitud si era
un caballo, un burro o un camello ¿quién sabe? Movía las manos de arriba
abajo, y no cesaba de hacer aspavientos con los brazos —¡Samueeeeel!—,
insistiendo la figura desconocida…
—¿Quién será el que me está llamando? Desde aquí no veo quien puede
ser. Con lo cansado que estoy y ahora esto. ¿No pretenderá que me dé la
vuelta para entrar otra vez en el puerto? Con el trabajo que me ha costado
salir de la bulla.
—¡Samueeeel! —reclamaba una y otra vez el sujeto desconocido,
moviendo los brazos insistentemente.
—Pues yo de aquí no me muevo. Que venga quien sea. Hay el mismo
camino de ida que de vuelta. Que yo estoy reventado —Samuel se sentó en
un tronco seco masajeándose las pantorrillas, las tenia ardiendo; y decidió
esperar. Poco a poco se fue acercando la figura alta y esbelta hasta que…
—¡Qué sorpresa! —Samuel levantó la mirada que la tenía hacia el suelo
— ¡Hola, Samuel! ¿Ya no conoces a tu abuelo Anaxágoras? Te estaba
llamando, ¿por qué no venías? Me ha costado mucho trabajo llegar hasta aquí
con mi mula Minos.
—Yo no sabía que eras tú —dijo Samuel—, con ese sombrero de paja,
no te veía la cara.
—Hay mucha gente en el puerto. Hoy es un gran día, un día muy
especial. Llegan comerciantes de Babilonia. Hace dos años que partieron, y
hoy han llegado. Es una jornada alegre para muchas mujeres e hijos. Van a
volver a ver a sus maridos, hermanos o padres.
—Disculpa, abuelo. Me era imposible reconocerte. Además estaba
encandilado con el sol y como encima llevas ese gorro. ¿Por qué llevas ese
sobrero tan ridículo? —decía Samuel burlándose.
—¿Ridículo? Mira qué bien me queda —Su abuelo hacía poses con el
gorro que era excesivamente grande y llamativo para un hombre de su edad
—¿A que me favorece? Es para protegerme del sol. Ya soy mayor.
—Sí tú lo dices, pero creo que es demasiado provocador. Abuelo, estoy
muy cansado. Necesito irme a casa —dijo Samuel mirando cabizbajo, casi
pidiendo auxilio disimuladamente.
—No te preocupes, ahora si quieres te vas a tu casa montado en la mula
Minos. Que veo que tienes los pies magullados.
—La verdad, que yo te lo agradecería mucho, abuelo.
—Pues ya no hay más que hablar, te montas en Minos y que te lleve a
casa —dijo el abuelo muy rápido, sin escuchar lo que le comentaba su nieto
—. Por cierto, ¿qué haces por aquí en el puerto, y solo, a estas horas? ¿Por
qué no estás con tus amigos? ¿No te habrás peleado con ellos? No me
extrañaría con lo cascarrabias que eres —reía Anaxágoras agarrándose su
divertido sombrero, para que no se le cayera con el viento que empezó a
levantarse en el puerto.
—Me voy de viaje a Delfos —soltó de sopetón.
—¿A Delfos? ¿Y qué se te ha perdido allí? Si nosotros no somos
religiosos, ¡déjate de tonterías!
—Tengo que ir por otros motivos. Quiero preguntar por mi futuro —dijo
Samuel, no muy convencido de que su abuelo tremendamente ateo lo fuera a
entender.
—Bueno, allá tú. ¿Pero cómo piensas ir? Fíjate cómo tienes los pies,
imagínate yendo a Delfos. Morirías en el intento.
—No lo sé. Eso no lo tengo todavía solucionado. Mis padres no tienen
caballos, ni camellos —ahora Samuel se hacía consciente de lo difícil que
sería hacer el viaje sin un animal.
—Si quieres te puedes quedar con esta mula. Es muy fuerte y resistente
—dijo el abuelo orgulloso de tener algo que ofrecerle a su único nieto, ya que
era muy pobre. La mula era la única pertenencia que poseía el anciano.
—¿Y con una mula voy a cruzar el desierto? ¿No estarás bromeando?
Que tú siempre has sido muy cachondo.
—No existe un animal más fuerte y resistente en el mundo. ¡Las mulas
griegas son las más duras!
—Pero el desierto es para los camellos.
—Es verdad, pero no tenemos camellos. Tenemos una mula, que también
es vieja. Pero no dudes de su valor. A mí me ha sacado de muchos aprietos.
—Bueno, yo me la llevo, por lo menos para llegar a mi casa, que no es
poco el favor que me haces, tengo los pies destrozados, pero lo de llevármela
a cruzar el desierto de Beocia para llegar a Delfos es otra cosa. Eso me lo
tengo que pensar muy bien.
—Llévatela, que no te arrepentirás. Es muy cariñosa y lista, también —
decía el abuelo con cara de niño inocente— ¡Qué bonita es la mula! Mira,
mira…
—¿Pero desde cuándo tienes la mula? Yo nunca te la he visto antes, y
hablas de ella como si la conocieras de siempre.
—Efectivamente, ella ha estado conmigo muchos años, quince para ser
precisos, desde que nació —habló el abuelo nostálgicamente—, pero desde
que la perdí en una apuesta por mi mala cabeza, que es cuando nos
separamos, han pasado diez años. Ahora la he vuelto a recuperar, hace un
mes se la compré al que me la arrebato. ¡El cabrón de Clinias! Por eso tú no
la conoces, eras muy pequeño cuando yo la tenía bajo mi cuidado. Cuando te
montaba en su lomo. Pero eras tan solo un bebé para que puedas acordarte.
Ahora la he vuelto a recuperar —reía con cara de bobalicón—. ¡Ven y
acaríciale la cabeza! ¡Qué bonita es!
—¿Entonces cuantos años dices que tiene la mula? —dijo Samuel
sorprendido, no le salían los números.
—¡Veinticinco años! Quince años que estuvo conmigo y diez que
llevamos separados. Pero eso no es nada. Las mulas viven mucho tiempo. Y
las griegas más todavía.
—¡¡¡Veinticinco años!!! Con razón su dueño te la ha vuelto a dar. Si
tiene los días contados. Casi no creo que me pueda llevar a mi casa, ¿cómo
crees que voy a cruzar el desierto con una mula tan vieja? ¡Madre mía, qué
cosas tienes, abuelo!
—Te estás equivocando, muchacho. Esta mula te va a sorprender. Esta
será mi herencia. Yo sí que tengo los días contados. Dentro de poco ya no
estaré aquí. Pronto me llevará el barquero Caronte al inframundo. Y me
gustaría mucho que tuvieras un recuerdo mío. Llévatela, por favor. Es mi
única herencia. ¡Mira qué bonita es! Mira, mira…
—Déjate de nombrar a Caronte. Qué manía tenéis todos con nombrarlo
últimamente. Te quedan muchos años de vida, no digas más bobadas.
—No te creas. Ya me canso mucho, y por las mañanas me cuesta respirar
—dijo el abuelo desanimado.
—Bueno, si te pones así, me la llevo, ¿pero tú crees de verdad que puedo
cruzar el desierto de Beocia durante cuatro días con esta mula?
—¡Claro que sí! —dijo el anciano muy seguro. Es asombrosa, ya lo
verás. Y tienes que prometerme que de ahora en adelante vendrás más a
menudo a visitarme, que no vienes nunca. Cualquier día ya no estoy aquí —
seguía el abuelo con su discurso melancólico—. ¡Mira qué bonita es la mula!
—Te lo prometo, abuelo. Iré más a menudo. Cuando llegue de Delfos te
buscaré.
—¿Sabes que tu abuelo es un meteco? —dijo Anaxágoras de sopetón, un
poco despistado.
—Claro que lo sé. No entiendo que me preguntes eso. En nuestra ciudad
hay muchos. ¿Y qué?
—Soy extranjero, un meteco, nací fuera de Atenas, en la colonia griega
de Clazomenae, en la costa Egea de Jonia (Asia Menor) entre Lesbos y
Mileto. Por lo que no puedo tener pertenencias propias, no tengo todos los
derechos de un ciudadano ateniense, solo las bestias pueden ser de mi
propiedad. Son las normas, y las acato sin ningún problema. Pero por eso
mismo no te puedo dejar herencia. Solo la mula. Lo único que tengo en
posesión.
—No te preocupes, abuelo. Me has dejado algo mucho más valioso; tu
sabiduría.
—No me hagas llorar, Samu.
—No me digas Samu, que no me gusta. Y lo sabes.
—Es verdad, perdón.
—Por cierto… abuelo —el muchacho tragó saliva—, ¿qué me puedes
decir de Fidias?
—Que es un ladrón. Está robando el oro de Atenea en el Partenón. Si no
fuera por la estrecha amistad que mantiene con Pericles ya lo hubiesen
echado de la ciudad hace mucho tiempo.
—Pero, ¿qué tiene que ver con mis padres?
—¿Lo has visto hoy? ¿A qué viene ese interés por él?
—Sí. Lo he visto. En el Partenón.
—¿Qué te ha contado ese viejo rastrero?
—Me ha explicado lo que pasó con mis padres. Y que tú luego lo echaste
del Ágora para que dejara de dar clases. No sé si es verdad. Dice que es mi
verdadero abuelo. El padre de mi padre.
—Así fue. Ese viejo confesó su mala actuación, que era el padre de tu
padre. Tu abuelo. —Dijo bajando la voz—. Menos mal que pude hacer que tu
padre pudiera conservar los derechos como ciudadano. Filolao de Crotona no
es meteco.
—¿Pero él es mi abuelo?
—¿Eso importa ahora?
—No, abuelo. Es verdad.
—Pues olvídate de él. Es un ser maligno y mezquino.
—Vale. Dejémoslo así de momento. De todos modos, le pediré
explicaciones a mis padres. Quiero saber por qué nunca me habían dicho
nada. No lo entiendo.
—Tienes que hablar con ellos. Te lo explicarán detalladamente. Tienen
sus razones para no habértelo contado antes. Además, te tienen que contar
algo más sobre ti. Una profecía. Algo mucho más importante. Yo no creo en
esas cosas, pero por lo que veo, ya ha empezado a cumplirse. Pero eso
háblalo mejor con ellos, no me quiero adelantar, y eso es mejor que te lo
expliquen tus padres. Es una historia muy larga y difícil de entender.
—Vale, así lo haré —Samuel miró a su abuelo con los ojos acuosos—.
Esta familia tiene muchos secretos.
—Más de los que te imaginas… ¿Por qué has ido a ver al viejo escultor?
No entiendo qué se te ha perdido en su taller.
—Hoy he querido ver a varios personajes ilustres de Atenas. Estoy
investigando mi futuro. Mi elemento, para saber a qué dedicarme de mayor
para ganarme la vida y ser feliz.
—¿Y a quién has visto? Que me tienes intrigado…
—Pericles, Fidias, Sófocles, Heródoto y Sócrates. Ya se me hizo muy
tarde para seguir viendo a más personas. Me hubiese gustado mucho ver a
Hipócrates.
—¿Sabías que todos ellos, menos el viejo Fidias, han sido alumnos míos
hace muchos años? Yo les di clase en el Ágora. Y por cierto… están todos
locos de remate.
—¿Pericles, Sófocles, Hipócrates y Sócrates estuvieron bajo tu tutela?
—Sí. Hace muchos años. Y, además, tu maestro, Demócrito, ese también
fue mi alumno. El más puñetero de todos. Y también fueron tus padres mis
alumnos. Cuando las mujeres podían estudiar en el Ágora. ¡Qué tiempos! Allí
es donde se conocieron y luego se enamoraron. No te puedes imaginar lo
animadas que eran las clases con esos granujas.
—Entonces tú eres maestro de maestros. ¿Por qué nunca me has dicho
nada? Qué familia, como os gusta ocultar los acontecimientos significativos
del pasado.
—Soy discípulo del gran Anaxímenes —decía el abuelo con la mano en
el pecho solemnemente—. Pertenezco a la denominada escuela jónica y abrí
la primera escuela de filosofía en Atenas, el Ágora. No me gusta hablar de
aquella época. Cuando todos me hacían la pelota. Sin embargo, ahora, nadie
me busca, nadie me consulta. Pudiste haberme preguntado a mí el primero,
Samuel, sé mucho más de lo que te imaginas sobre el elemento, te hubieras
ahorrado mucho caminar. ¿Quién te crees que inventó ese término?
—Tienes razón. Pero yo no sabía nada.
—Tienes una edad muy transcendental. Ahora más que nunca es cuando
puedes ver con más claridad quién eres, tus sueños, tu elemento; ya que ahora
es cuando tienes la cabeza más despejada y menos contaminada. Cuando seas
adulto la vida te liará con compromisos que ni te van ni te vienen. Ten mucho
cuidado, cariño —el abuelo le acarició los cabellos negros de su cabeza
dulcemente.
—¿Y por qué eres tan pobre? Con lo importante que tú has sido en
Atenas. No lo entiendo.
—Ya te lo dije antes —el abuelo le dio un puñetazo a la mula en la
cabeza, que no paraba de moverse—. Todo ha sido por mi mala cabeza y por
no saber callarme. Yo no soy un rastrero, como Fidias. Por culpa de mi boca
lo he perdido todo. Solo me queda la vieja Minos. Y ahora te la regalo —
Anaxágoras estiraba la mano ofreciéndole a su nieto la cuerda que tenía la
mula rodeándole el cuello.
—Abuelo, eres increíble.
—Dame un beso y ten mucho cuidado —dijo el anciano algo
emocionado— ¿Cuándo dices que te vas a Delfos?
—Me gustaría dentro de cinco días, más o menos. Antes es imposible,
tengo muchas cosas que preparar.
—Tendrás tiempo suficiente para familiarizarte con Minos. Ya veréis
cómo os haréis muy buenos amigos —el abuelo se estiró el himation, lo tenía
muy arrugado—. Dicen que en Delfos se le puede preguntar cualquier cosa a
la pitonisa. Aunque yo no creo en esas cosas.
—Efectivamente. Por eso voy al santuario. Para preguntar. Me lo ha
aconsejado Sócrates.
—Sócrates es un gran hombre. Aunque en ocasiones un poco cortante y
borde en sus explicaciones, pero indudablemente es un hombre bueno. Si
alguna vez necesitas ayuda de alguien y tu familia no está, búscalo, él te
echará una mano.
—Lo tendré en cuenta para el futuro.
—Pero creo que pronto se meterá en líos si sigue el camino que ha
empezado a recorrer.
—¿Quién? —preguntó Samuel despistado.
—Cariño, Sócrates. Le pasará igual que a mí. Se verá pobre y desterrado
de los asuntos políticos de la polis.
—Sí que es un buen hombre, abuelo —el muchacho sonrió al recordar el
tremendo flato que lanzó en medio del puerto.
—Y recuerda que es mi herencia. Se lo dices a tus padres para que no
pongan pegas con tener la mula en casa.
—Abuelo, un último favor… ¿Le puedes decir a mis amigos que, seguro
que ya se encuentran en el faro, que yo hoy no voy a quedar con ellos? Que
nos vemos mañana en mi casa para ir al Ágora. Tengo los pies destrozados. Y
los quiero meter en agua con sal.
—Venga, vete de una vez, yo me encargo de informar a tus aristócratas
amistades —le dijo su abuelo dándose inmediatamente la vuelta para que no
le viera las lágrimas que se le habían saltado por la emoción del momento.
—Adiós, abuelo. Me voy.
—Adiós, mi vida… y no lo olvides nunca, yo siempre he sido y, seré tu
abuelo. Que no te confunda nadie —Anaxágoras, después de decir esas
palabras y sin darse la vuelta, desapareció en la bulla. Samuel se quedó
mirándolo con esperanza de que se girara para darle un último adiós. Pero no
se giró, su abuelo desapareció entre la muchedumbre que se lo terminó
tragando.

“Si me engañas una vez, tuya es la culpa;


si me engañas dos, es mía…”
Anaxágoras. 510 a.C. – 428 a.C.
Nació en Clazómenas, actualmente Turquía. El primer pensador extranjero en
establecerse en Atenas. Enseñó en Atenas durante unos treinta años. Sugirió que el Sol era
una piedra caliente y la Luna procedía de la Tierra.
12. Aspasia

Escalando por unos cajones de madera que había amontonados a la salida


del puerto, Samuel pudo trepar sin problemas a la grupa del animal. Luego,
una vez sentado a horcajadas se pasó la cuerda que tenía la mula atada al
cuello, liándosela lo mejor que pudo a todo lo largo de su brazo, ya que el
muchacho no podía aferrar con sus frágiles manos las riendas con firmeza. En
ese momento, desde lo alto se sintió satisfecho; el amo del mundo. Comenzó
a dar pataditas con el talón en el costado de la bestia. Pero la mula no se
movía. Minos se quedó allí como si nada, moviendo sus enormes orejas que
las tenía atestadas de moscas. Samuel le increpaba pidiéndole que caminara,
pero nada conseguía. El animal estaba ensimismado masticando unas flores
que habían crecido en una deteriorada ánfora enterrada en el suelo.
El chico, con la mirada buscaba, a su abuelo por el mismo lugar por
donde había desaparecido. Quería que le enseñara cómo hacer para que el
animal obedeciera. Pero ya no se veía por ninguna parte al viejo maestro.
Súbitamente le vino una visión clara y remota; el recuerdo de cuando él era
pequeño, casi un bebé. Era algo irreal. Sin saber cómo, empezó a tener una
imagen nítida de su abuelo montado en un animal de carga diciendo «kia-kia-
kia». Pensó que esa sería Minos de joven. Y probó a pronunciar las palabras
que acudieron a su memoria.
—Kia, kia, kia… —decía Samuel, muy seguido. Y la mula al escuchar
esas mágicas palabras levantó la cabeza como un resorte y empezó a marchar
obediente.
La peluda mula, suave y esponjosa como una nube, de un color gris en el
lomo y por la zona de las costillas, nevada, cada vez parecía más agraciada…
con sus profundos y negros ojos, el animal miraba al muchacho sacando sus
enormes dientes, dando una imagen como si se estuviera tronchando de risa.
La bestia se desplazaba rápido. Dando unos saltitos que le daban un paso
alegre y divertido. Con la soga la iba dirigiendo de aquí para allá, y cada vez
que se paraba, el muchacho repetía —kia kia kia— y volvía a caminar. Toda
una proeza para un chaval de ciudad que no se había montado nunca en una
mula. Empezaba a tener esperanzas de que Minos pudiera cruzar el desierto
de Beocia. Delfos no estaba tan lejos, lo que ahora más le preocupaba era
cómo le iba a explicar a sus padres todo lo que le había pasado a lo largo del
día.

—¿Qué haces ahí subido, en esa mula? —le dijo su madre cuando lo vio
aparecer por el portón del patio de la casa.
—Es la mula del abuelo. Me la ha regalado. Se llama Minos.
—¿Minos? Si hace muchos años que la perdió en una apuesta.
—Sí, pero la ha recuperado otra vez. El abuelo me lo ha contado todo; ¡y
me la ha entregado como herencia!
—Qué tontería dice el viejo Anaxágoras —reía Faina con alegría
imaginándose la escena.
—La verdad que el abuelo está muy raro… ¿Le pasará algo?
—No creo que le pase nada. Solo que está muy mayor. Qué cosas tiene
este viejo loco —decía Faina, preocupada observándole los pies a Samuel.
Los tenía muy heridos— Casi no he podido distinguir a Minos —decía ella
mientras que le quitaba las férulas a su hijo sin que tuviera que bajarse del
animal— ¡Qué cambiada está! Si la mula tiene que tener casi treinta años. No
creo que ya valga para mucho.
—No digas eso, mamá. Es muy fuerte todavía. Me ha traído desde el
puerto en un momento. Con esta mula ya no sufrirán tanto mis maltrechos
pies —decía Samuel defendiendo a su nueva mascota, que le estaba cogiendo
un insólito cariño.
Faina sacó una pomada, un tarro de ungüento que ella misma fabricaba
con plantas medicinales para curar las heridas que le producía las férulas. La
madre, mientras, seguía hablando se la empezó a untar a lo largo de todas las
rozaduras.
—Y, por cierto, ¿no me comentaste que no aparecerías por casa hasta la
hora de cenar? ¿Qué ha sucedido que has llegado tan temprano? ¿Has podido
terminar de visitar a todos los ilustres hombres de tu famosa lista? —Faina no
paraba de preguntar muy intrigada e inquieta.
—No, mamá, han faltado varios personajes por interrogar, pero me he
dado cuenta de que esta no es la manera más adecuada de seguir
investigando. De este modo no encontraré nunca la respuesta a lo que yo
estoy buscando. Ya que cada persona tiene un destino. Su sentido particular
en la vida. De nada me valdrá saber a qué se dedican los demás para yo saber
el mío.
—Entonces… ¿qué piensas hacer?
—Ir a Delfos. A su Templo.
—¡¡¡A Delfos!!! ¿Y qué se te ha perdido allí?
—Quiero preguntar sobre mi destino a la pitonisa. Por mi elemento.
—¿Quién te ha metido semejante estupidez en la cabeza? Con lo que tú
criticas la tradición, y ahora apareces con esto —reía Faina, comprobando
que Samuel estaba hecho un lío—. Nosotros nunca hemos sido religiosos, ¿A
qué viene consultar con una pitonisa?
—Sócrates es quien me ha dado la idea. Y creo firmemente que vale la
penar ir.
—Ese hombre siempre se mete donde no le llaman. Parece mentira que
sea hijo de una matrona. Además, Delfos está lejos para un muchacho como
tú —la madre con el rostro ceñudo le dio la espalda a su hijo.
— ¿A qué te refieres con lo de un muchacho como yo?
—Nada... Olvídalo.
—¡Mamá!
—¿Qué? —dijo ella volviéndose a dar la vuelta para ponerse ahora frente
a él.
—Pero entonces… ¿Puedo ir? ¿Me dejas? No me pasará nada. Delfos no
está tan lejos. Yo diría que está cerca.
—No me intentes engañar que sé perfectamente dónde está Delfos. A
camello está a cuatro noches por lo menos, y por caminos transitados por
delincuentes.
—Si voy ligero de equipaje llegaré en tres días. Además, se lo diré a mis
amigos para que me acompañen. ¡Ya soy un hombre! Y Admes es muy
grande y fuerte.
—No eres un hombre todavía. ¡Eres un niño! ¿Y cómo piensas ir?
¿Andando? ¡Mira cómo tiene los pies!
—Iré en Minos. Que es muy resistente.
—Y muy viejo. Te lo aseguro. Por lo menos duraras diez días como
mínimo si vas en esa vieja mula.
—Este viaje me convertirá en un hombre adulto —dijo Samuel
produciendo un silencio…
—¿Cuándo te gustaría ir a Delfos?
—Antes del fin de semana sería ideal ponerme en camino. Y si no, para
la próxima semana, pero no quiero aplazar mucho más este viaje. Necesito
conocer mi elemento urgentemente. Quiero dejar este asunto zanjado lo antes
posible, ya que la época de frio estará cerca. Pero tengo que hablar antes con
Demócrito de mis intenciones y disponer varias cosas; preparar el equipaje, la
ruta, la mula... Alguien me tiene que informar de los pasos a seguir. Por lo
visto Delfos tiene unos horarios y unas tradiciones. No me gustaría hacer el
desplazamiento al santuario y que al final después de tanto esfuerzo no me
atendieran por no haber hecho las cosas bien. Sería una pena.
—Pero hay que hablar con papá, a ver qué dice él.
—Bueno, cuando venga hablamos con padre. ¿Me echarás una mano?
¿No? —ponía el muchacho su mejor cara.
—Sí, no te preocupes por eso, yo se lo explicaré y seguro que lo
entiende. Pero… Samuel… —dijo la madre insegura— Lo peligroso de ir a
Delfos no es la distancia, ya sé que son solo cuatro días, incluso apretando se
puede quedar en tres ¡lo difícil es el paso que tiene! Tendrás que cruzar el
desierto de Beocia. Y hay muchos riesgos; las tribus salvajes, las serpientes
venenosas, los ladrones… No sé.
—No te agobies, mañana voy a clase, y se lo explicaré personalmente a
mi maestro. Él lo entenderá. Y me revelará cómo lo tengo que hacer. Todo
estará controlado.
—Dudo que esté todo controlado. Y mucho menos que Demócrito te
apoye en esto que quieres hacer, él es más agnóstico que nosotros, y eso ya es
difícil.
—Mamá, tengo que hacer esta travesía. Tienes que entenderlo —
suplicaba el muchacho.
—¿Tú sabes a quién tendrías que ver? Mucho mejor que a tu maestro,
que no dudo de su sabiduría. Pero creo que quien más sabe de Delfos en
Atenas es Aspasia, la concubina de Pericles. Ella es muy culta en estas
cuestiones, ya que fue la sacerdotisa jefa del templo de Delfos durante varios
años. Ella sabe todos los secretos que hay en aquel mágico lugar. Estoy
convencida que es la mejor opción para que te informe de los pasos que hay
que dar para que te atiendan en el santuario sin problemas. Ya que como tú
bien has dicho, no todos los días, ni a todo el mundo, dejan pasar.
—¡¡¡Pues voy a ir ahora mismo!!! —dijo Samuel decidido, acordándose
de la conversación que tuvo con Pericles hoy por la mañana.
—¿Pero ahora tiene que ser? Quédate y descansa, vas mañana mejor. No
hay tanta prisa.
—Mañana a lo mejor Aspasia no se encontrará en Atenas. Pericles se
quería ir de viaje con su mujer, me lo ha contado hoy. Posiblemente salgan
por la mañana a primera hora.
—¿Y eso? Qué raro. Pericles de viaje.
—Quieren ir a Mileto, a visitar a los padres de Aspasia, que están muy
enfermos. Pronto morirán.
—Pues corre y ve a verla. Ella te guiará. Dile que vienes de mi parte. Yo
ayudé a nacer a su hijo. Me tiene mucho aprecio.
—Pero, ¿dónde la puedo encontrar en estos momentos? ¿Estará en su
casa?
—A esta hora estará en el balneario de Hera. Con sus esclavas. Se estará
dando un baño, como todos los días al atardecer. A puerta cerrada al público.
Un lujo que tiene otorgado por ser la consorte del alcalde de la ciudad.
—Entonces, ¿cómo puedo conseguir hablar con ella? Si tendré cerrado el
acceso a las aguas termales.
—Muy sencillo, dices en la puerta que eres hijo de Faina, la matrona.
Que quieres ver a la concubina de Pericles. El guardián que estará en la
tranquera le pasará el mensaje a Aspasia y ella saldrá a recibirte. No creo que
haya muchos problemas cuando le digan que eres mi hijo.
—¿Y solo con eso me dejarán hablar con ella? —dijo Samuel incrédulo.
—Ya te lo he dicho. Me debe mucho esa mujer. Su hijo Pericles, el
Joven, nació morado, prácticamente muerto. Y yo lo salve dándole la vuelta y
sacudiéndolo para que expulsara la sangre de sus bronquios. El niño gracias a
eso empezó a respirar. Costó muchísimo trabajo limpiarle las vías
respiratorias. Ese niño que ahora tiene cinco años, vive gracias a mí. Y ella
nunca lo olvidará.
—Vale, entonces, ahora vengo. Si viene papá se lo explicas todo. Por
favor, échame una mano con él. Vengo enseguida.
—Date prisa y ten mucho cuidado. No te vayas a caer de ese animal.
—Se llama Minos.
—Ya lo sé. No seas tan puntilloso. Y por tu padre no te preocupes, sabes
que te tiene muy consentido.
Faina miraba a su hijo con amargura.
—¿Qué te pasa madre?
—¿Y Fidias? ¿Lo has visto? —dijo inquieta.
—Sí —dijo Samuel esperando a que ella continuara.
—Te dije que no le expusieras que eras hijo nuestro, ¿no se lo habrás
dicho? —pero Samuel no respondía— ¿Se lo has dicho? ¡Responde Samuel!
—insistía Faina.
—Se me olvidó, madre, ¿es verdad lo que me ha contado el viejo
escultor?
—No sé lo que te ha contado, pero él es tu… —su madre le relató el
episodio con Fidias, y Samuel escuchaba en silencio— Cuando seas mayor
entenderás que hay historias que es mejor olvidar. Y eso es lo que hemos
hecho con Fidias.
—¡Me lo pudisteis haber contado antes! No lo entiendo, la verdad. Para
mí, mi abuelo siempre será Anaxágoras. Creo que tengo derecho a saber
ciertas cosas. ¿O es que no soy de la familia?
—Tienes toda la razón. Te pido disculpas. Luego hablamos
sosegadamente, ahora vete ya, que es muy tarde.
—Me voy, —se limpió la cara con el dorso de la mano—luego
hablamos…
—Sí, luego hablamos mejor. Te tenemos que contar muchas cosas que
no sabes todavía. Te prometo que desde hoy no habrá más secretos
familiares.
—Hasta luego, madre.
—Hasta luego, cariño. Ten cuidado con Aspasia, hijo, es buena mujer,
pero no te vayas a quemar.
Samuel salió apresuradamente a buscar a la erudita compañera del
alcalde de Atenas; Faina le decía adiós con lágrimas en los ojos desde la
puerta de la casa.
Por el camino se hizo de noche. Las calles oscuras y recónditas
mostraban a los atenienses, en su mayoría comerciantes, que estaban
cerrando sus negocios para dirigirse a sus casas a través de las empinadas
calles empedradas después de un largo día en los quehaceres cotidianos.
Empezaba a hacer fresco, ya que el verano estaba llegando a su fin. En los
hogares esperaban las mujeres auténticas, dueñas y administradoras del
Oikos. Arregladas con sus mejores peplos, preparando las suculentas cenas, la
comida más importante del día para los atenienses. Disponiendo los baños
calientes para los hombres que vendrían muy cansados y sucios de trabajar.
Una sociedad moderna para su tiempo, pero ni mucho menos perfecta.
Machista y esclavista pero que empezaba a despertar una reflexión sobre sí
misma como nunca se había dado en otros pueblos.
Nada más llegar al balneario de Hera, Samuel se bajó de la Mula. En ese
momento se dio cuenta de que había venido sin sus férulas. Se dirigió
jadeante y caminando con mucha dificultad torciéndose los pies en dirección
a un negro fornido que estaba custodiando la puerta de las aguas termales.
—Hola, buenas noches. Soy Samuel, hijo de Faina la matrona, y me
gustaría hablar con Aspasia —el chico se sentó en el suelo.
—La señora se está bañando —dijo el negro ásperamente, sin ni siquiera
mirar a Samuel.
—¿Pero no se lo podría decir, por favor? Es muy importante.
El negro de la puerta no respondía… Pero Samuel insistía.
—Ya se lo he dicho. Es muy importante. Aspasia es amiga de mi madre.
Creo que te vas a meter en líos si no le pasas el mensaje a la señora —el
negro al escuchar eso se dio la vuelta para mirar al muchacho.
—Espero que sea cierto eso que me cuentas. Porque si no te vas a enterar
—Samuel siguió insistiendo y advirtiéndolo de que era necesario y urgente
ver a la compañera de Pericles—. Espérate aquí, muchacho. Se lo voy a decir
a mi ama, ahora vengo.
Después de un buen rato esperando en la puerta apareció el corpulento
negro, lento y pesado como un elefante. Traía un rostro que aparentaba
claramente fastidio.
—Me ha comentado la señora que pases. ¡Ya tienes que ser importante
para ella! La consorte a esta hora nunca deja pasar a nadie, te lo aseguro.
Llevo muchos años sirviendo para la señora y hoy es la primera vez que hace
este privilegio. Y encima con un menor de edad.
—Pero… ¿dentro de los baños? —dijo Samuel dudoso.
—Sí. Eso me ha indicado mi ama. Y recuerda, tienes que pasar descalzo
—el negro no se dio cuenta de que Samuel ya estaba descubierto— y además
te tienes que lavar las manos en esa pila —señaló con su gigantesca mano a
una fuente—. Son las normas. Es un lugar sagrado. ¡Y pórtate bien, por la
cuenta que te trae!
Samuel tímidamente le pidió ayuda al negro para levantarse del suelo. Se
acercó a la pila que había en la entrada del balneario y allí se lavó las manos
como le había indicado el esclavo. Luego, entró por un pasillo donde había
mucha humedad. Era la primera vez que el chico estaba en el interior del
recinto, ya que solo podían entrar los adultos, los hombres a primera hora y
las mujeres al medio día.
Los baños sagrados de la diosa Hera. Se escuchaban voces de mujeres
chapoteando y riendo. Había mucho vaho, y el sonido era hueco como en una
cueva.
Al girar en la primera esquina, detrás de una gran estatua de Hera, donde
la diosa aparecía esculpida en piedra, de pie, llevando una corona y un peplo
pegado, mostrando la forma de su cuerpo. Portaba en su mano izquierda un
platillo para beber. Rodeó el muchacho toda la imagen de mármol, y siguió
hasta la siguiente habitación. Samuel, nada más llegar al arco de entrada, se
encontró de golpe con Aspasia, desnuda y bocabajo sobre un poyete negro de
piedra volcánica. Una pequeña toalla sobre su cabeza es lo único que tenía
para tapar su exuberante cuerpo. Junto a ella había un musculoso hombre,
igual o más fuerte que el que había en la puerta de la entrada, pero este no era
negro, tenía los ojos rasgados y una coleta muy larga. Le estaba masajeando
los pies con mucho ímpetu. En el agua habría media docena de mujeres
también desnudas, de varias tonalidades: blancas, negras, amarillas, incluso
una con el pelo de color rojo cobre, bañándose y jugueteando unas con otras
pícaramente. No paraban de reírse.
Samuel, en el umbral de aquella enorme sala, se quedó petrificado. Le
dio mucha vergüenza la situación. Parecía que todo fuera un sueño, y que en
cualquier momento despertaría. Se quedó con cara de tonto sin saber hacía
donde mirar. Hasta que Aspasia habló…
—No te quedes ahí. Ven, entra y acércate, muchacho. ¿Nunca has visto a
una mujer desnuda?
—Así de este modo jamás —el muchacho estaba colorado. Se acordó del
pervertido de Sófocles. De su proposición indecente, y se tuvo que aguantar
la risa.
—No estés nervioso. No te va a pasar nada.
—Su belleza es deslumbrante y apabulladora. Yo no estoy acostumbrado
a esto, señora.
—Me ha dicho mi esclavo que eres hijo de Faina. Y que te llamas
Samuel.
—Sí. La matrona es mi madre.
—Le debo mucho a tu mamá. Gracias a ella mi pequeñín está vivo. Tuve
un parto muy complicado. Y ella supo qué hacer para que él no muriera en el
nacimiento.
Ven muchacho y siéntate aquí junto a mi lado. No tengas miedo, que no
te voy a comer —decía la señora que seguía bocabajo, con la frente apoyada
en un pequeño cojín.
Samuel, cohibido, se acercó a la diva y muy despacio se sentó cerca de
ella, en el filo del banco de piedra volcánica. El muchacho solo se atrevía a
mirar hacia el suelo, ni siquiera osaba a mirar con el rabillo del ojo el cuerpo
de Aspasia, que desnuda hablaba sin ningún pudor.
—¿Qué es lo que quieres de mí, Samuel?
—¿Usted ha sido sacerdotisa en el templo de Delfos? ¿Sabe todos los
horarios y pasos a seguir para que me atiendan sin problemas?
—Sí, estuve allí diez años como pitia. Adivina. Pero eso ya es pasado —
se escuchaban a las seductoras esclavas en el agua chapoteando tirándose
agua unas a otras sin parar de reír. Todo parecía a los ojos del chico una
fantasía de adolescente.
—Quiero ir a Delfos, y como ya le he dicho, me gustaría que me
informara de los horarios y pasos a dar para que me atiendan en el santuario
—en ese momento Samuel se quedó observando un tatuaje que tenía la mujer
en el tobillo. Una serpiente luchando contra un águila.
—Ven y acércate más a mí —Aspasia se giró dándose la vuelta,
mostrándole ahora todo su cuerpo perfecto y desnudo por el otro lado—,
¿crees que sigo siendo bella todavía? Ya no soy una joven muchacha —decía
ella mirando al chaval a los ojos y con sus piernas abiertas enseñándole la
vulva rasurada.
—Eres todavía muy atractiva. No lo dudes —dijo Samuel, sacando
fuerzas para que no se le notara su nerviosismo.
—¿Te importa echarme aceite? Es que me estoy quedando seca —dijo
Aspasia.
Samuel cogió el cuenco de líquidos aromáticos que le ofreció la mujer y
lo intentó abrir, pero no pudo. Aspasia, al darse cuenta de que el muchacho
tenía algo anormal en las manos, se lo arrebató y se lo volvió a ofrecer, pero
ahora sin el tapón. El chico, a continuación, le dejó caer el aceite sobre el
abdomen marcado en uve que poseía la escultural mujer. Y con mucha
delicadeza se lo empezó a refregar suavemente. Pero sin salir de la zona del
vientre, donde tenía colocado una joya engarzada en su pequeño ombligo.
Estaba muy avergonzado, extendía el lubricante moviendo los brazos,
arrastrando las manos con sus dedos fijos e inanimados. No quería
importunar a la divinidad, tocando alguna parte de su cuerpo que no tuviera
que palpar, molestando a la hermosa y caprichosa Aspasia. Y sobre todo
destruyendo la posibilidad de recibir la información tan importante que ella le
estaba a punto de transmitir.
—¿Qué te pasa en las manos, Samuel? ¿Siempre las ha tenido así?
—Mis manos no tienen fuerza… Desde que nací.
—Hoy me ha hablado de ti mi consorte, Pericles. De un muchacho muy
sabio que le ha transformado todas sus creencias. Un niño con manos de
trapo, ¿has sido tú?
—Sí, hoy he hablado con Pericles. Y le pido disculpas, le dije cosas muy
duras.
—Te estoy doblemente agradecida, primero por ser hijo de Faina y
segundo por la conversación que tuviste con mi amado compañero esta
mañana. Ahora Pericles es otra vez feliz. Ha vuelto a recuperar la ilusión por
la política y sobre todo por estar conmigo, por complacerme. Mañana nos
vamos de viaje a Mileto. Y todo ha sido gracias a ti.
—Me alegro mucho de que lo veas así. Pericles siempre me ha parecido
el mejor gobernador que ha tenido Atenas.
—No hay ni habrá nunca ningún dirigente mejor que él. Eso sí que es
verdad —apuntilló ella—, ¿sabías que en ocasiones Pericles me pregunta
sobre decisiones importantes?
Hubo un silencio incomodo hasta que Aspasia cogió las manos del chico
y se la llevo a sus senos, para que refregara el aceite en ellos.
A Samuel le faltaba el aire y el corazón se le iba a salir por la boca. El
muchacho, sudando compulsivamente, siguió con su masaje en silencio. Se
acordaba de Sofía, y se imaginaba que esto que él estaba haciendo con la
señora no estaba bien. Aunque no quería perder esta oportunidad de que lo
atendieran en Delfos sin problemas.
—Has estado hoy con mucha gente sabia —siguió Aspasia hablando—,
lo sé. Tengo ojos y oídos en todos lados. Llega un día en la vida que de
repente todo puede ser cambiado. Una decisión u otra marcarán vidas
totalmente opuestas. Y hoy es uno de esos días. Tendrás que elegir, y
dependiendo de ello tu destino será acorde a como cuenta una vieja profecía,
¡tienes que ir a Delfos, no te arrepentirás!
—¿Una profecía? ¿Cuál? Nunca he escuchado hablar de ella.
—La que dice que tiene que venir un niño, nacido en Atenas, sin fuerzas
en las manos, y que después de realizar un místico viaje de transformación
descubrirá como despertar; para luego transmitir ese conocimiento a quien
quiera salir de la ignorancia. Vivimos en un sueño del que hay que despertar.
—Pero yo no quiero hacer nada de eso. Solo busco mi elemento. Nada
más. Ir a Delfos tampoco es un viaje tan largo. Por Zeus, no hay que
exagerar.
Aspasia, con su deslumbrante cuerpo tostado y aceitado, irradiaba
sensualidad y deseos sin límites. Samuel estaba a punto de desmayarse, era
demasiada tensión para el muchacho que era muy inocente todavía en estos
asuntos. Ella, con la cara maquillada como las persas de Persépolis, con un
largo rabillo adornando los ojos y con un lunar rojo pintado en su morena
frente, le sonrió al chico. Luego, le apretó las manos con ternura y se las beso
largamente susurrándole al oído…
—No te preocupes por estas manos sin fuerzas. Tienes muchas
cualidades que sobrepasan tu imaginación, pero todavía no las has
descubierto, muy pronto las conocerás. Estas manos inertes te han ayudado a
ello. Hay que ser agradecido por tus circunstancias en la vida, que han
marcado lo que eres ahora.
—Hoy ha sido un día intenso —hablaba Samuel confesándose con la
deidad—. ¿Me puedes mostrar los pasos para que me atiendan en Delfos?
Quiero saber mi destino, mi elemento. Estoy muy cansado y me quiero ir ya a
mi casa —dijo Samuel casi sin fuerzas.
—Lo primero que tienes que solucionar es llevar a alguien contigo, es un
viaje peligroso. Alguien de tu confianza. Sé que eres muy listo, de eso no hay
la menor duda, y eso es una gran ventaja. Pero tienes una discapacidad física.
Te querrán engañar muchas veces, y todavía no estás acostumbrado a
caminar por esos lugares de maleantes, ladrones y bandidos. Cuando vuelvas
serás otra persona, pero ahora eres solo un niño, de ciudad.
—No te preocupes por eso, ya sé a quién llevar, a mis amigos de toda la
vida, son como mis hermanos; Admes, de Siracusa y Alcibíades, hijo de
Clinias, el sobrino de Pericles.
—Me parece genial. Un problema menos. Ya que los adultos no deben
acompañarte en esta aventura. Además, ellos también tendrán que preparar su
equipaje y hablar con sus padres. Espero que no haya negativas por parte de
sus progenitores. Son dos niños ricos y aristocráticos.
—No creo que haya ningún problema —dijo Samuel, seguro.
—Bueno, espero que así sea. Cómo iba diciendo, las visitas al Templo de
Delfos solo se pueden realizar un día, todos los siete de cada mes. Y el mes
que viene, octubre, cierra el templo. Solo tres consultas por persona y
únicamente entra un solo y privilegiado individuo en ese día mágico. Ten en
cuenta que viene muchísima gente desde muchos lugares del mundo para
consultar con la pitia, la sacerdotisa jefa. Pero no te preocupes. Yo mandaré
ahora mismo una paloma mensajera para que sepan de tu llegada. Me deben
muchos favores. Tú solamente tendrás que preguntar por Diotima, la actual
sacerdotisa jefa. La pitia que te hará el vaticinio. Tendrás que decirle que eres
Samuel, amigo íntimo de Aspasia. Y te dejarán pasar. Ese día, tú serás el
escogido entre todos a caminar dentro del santuario.
—Lo haré como tú dices —dijo Samuel.
—Ahora te voy a dar un plano con la ruta más segura a seguir, para que
llegues con las menos dificultades posibles —La dama, con una mirada,
ordenó al esclavo de origen asiático que parara de masajear los pies y que
trajera la ruta para llegar a Delfos. Parecía como si todo ya lo tuviera
preparado—. Hay ventiscas tremendas. Y tienes que llevar también algo de
dinero, ya que en la ciudad de Delfos tendrás que comprar una cabra que se
sacrificará en el interior del templo. Por lo menos antes, cuando yo era la
sacerdotisa jefa, era así. Según el comportamiento de la cabra en su sacrifico
habrá vaticinio o no. Luego, después del sacrificio, te inspeccionará la
serpiente pitón del templo.
—¿Una serpiente? —dijo Samuel, aterrado.
—Sí. La cría de la que mató el dios Apolo. Pero no te preocupes por eso,
ya te lo explicarán detalladamente en el interior del tabernáculo. Yo te
garantizo pasar dentro del santuario, pero que te hagan un vaticinio es otra
cosa, ahí yo no puedo hacer nada más. Eso lo decide la pitón. Si no eres
digno de los dioses, o no eres el chico que anuncia la profecía ese mes, no
habrá augurio. Habremos perdido el tiempo y las sacerdotisas cerrarán el
santuario. ¡ah! Se me olvidaba, seguramente también te corten el pelo, no
creo que te dejen pasar con esa cabellera tan larga ¿Entendido?
—Sí. Entendido. Gracias por toda su ayuda. Ha sido muy amable,
Aspasia —ella cogió una toalla y le limpió meticulosamente las manos al
chico, que las tenía grasientas de aceite. Mientras, apareció el esclavo con un
plano enrollado y se lo entregó a Samuel.
—Tú has devuelto la felicidad a mi hogar, es lo menos que puedo hacer
por ti, muchacho. Vete corriendo, que tienes que avisar a tus amigos de esta
aventura. Y te recomiendo que salgas mañana y muy temprano, ya que, si no,
no llegarás a tiempo para el día siete. Tienes solo tres días para llegar.
—¿Tengo que salir mañana? —dijo Samuel, sorprendido, ya que no
había entendido hasta ese momento que la salida era mañana a primera hora.
—O tendrás que esperar dos meses, o más, al próximo día siete. Como
ya te he dicho, el próximo mes de octubre estará cerrado el santuario. Y en
noviembre la época de frío habrá llegado. Y no te recomiendo que cruces el
desierto en esa época del año.
—Vale —dijo Samuel obedientemente—. Lo prepararé toda esta noche,
y saldremos mañana antes de que amanezca. Espero que mis padres lo
comprendan —Samuel dudaba ahora de que todo saliera bien. Todo era
demasiado precipitado. Especialmente para sus compañeros, que todavía
desconocían sus intenciones. Samuel se estaba desanimando, el plan se veía
con más obstáculos de lo que él podía sostener.
—Eso espero —dijo Aspasia— ya que, si no, no te dará tiempo de llegar
para ese día. Recuerda: el siete de cada mes, antes del amanecer, tendrás que
estar en la puerta oeste y preguntar allí por Diotima. Y nunca vayas en el mes
de octubre.
—Hoy hablaré con Admes y Alcibíades. Antes de ir a mi casa me pasaré
por sus hogares —pensaba Samuel en voz alta con cara intranquila—, espero
que ya hayan llegado… lo veo complicado, la verdad.
—No te preocupes, Samuel, verás como encuentras la manera de ir. Está
todo escrito. Se está cumpliendo la profecía.
—No entiendo eso que me dices, yo no creo en profecías, el destino lo
crea uno con sus actos. De todos modos, adiós, Aspasia. Ya no te entretengo
más. Tengo que hacer muchas cosas todavía —dijo Samuel con los ojos
medio cerrados y dando cabezadas por el agotamiento de todos los
acontecimientos del día.
—Tómate esta alubia, es prodigiosa —dijo la señora mostrándole una
judía que sostenía ella en su pequeña mano—. Sé que estás muy fatigado. Te
dará la energía extra para poder terminar este largo día. Confía en mí,
Samuel.
Aspasia, desnuda de cuerpo entero bajo del poyete donde estaba tendida,
se puso de pie muy cerca de Samuel. Sus pezones rozaban la tela de su
himatión. Le dijo al muchacho que cerrara los ojos y que abriera la boca. Que
se entregara a ella sin miedos. Que no le iba a pasar nada. Samuel hizo caso
sin ningún temor, sugestionado y sin voluntad abrió la boca y cerró los
parpados. Aspasia apoyó la alubia entre sus gruesos labios, luego se acercó a
la boquita inocente del chico, e introdujo la semilla mágica, empujándola con
su larga y caliente lengua al interior de la garganta de Samuel. El muchacho
notó como se deslizaba dentro de su faringe la gruesa lengua de la señora, le
faltaba el aire. Luego, el fibroso oriental le arrimó un vaso de agua y le
ordenó que bebiera. Samuel, pálido y casi sin fuerzas, bebió el agua de un
solo trago.
—Adiós, Samuel. Que tengas buen viaje —le dio un beso la señora en la
frente. Y allí se quedó el muchacho con los ojos cerrados.
La diva y su sequito desaparecieron en un momento. Samuel, se quedó
solo, en silencio, con su miembro empalmado como nunca lo había estado.
Hasta que de repente se corrió por primera vez en su vida.
Mojado, con los ojos cerrados y en paz… No supo cuánto tiempo estuvo
allí, en ese estado sosegado, hasta que de repente recobró increíblemente
todas sus fuerzas. En ese momento, salió a toda velocidad del balneario. Se
montó en Minos y cabalgo lo más rápido y veloz que pudo; había muchas
cosas por hacer todavía.

Aspasia de Mileto
470 a.C., Jonia Mileto – 400 a.C., Atenas.

Fue una mujer griega que vivió en el siglo V a.C. y que estuvo unida a
Pericles desde aproximadamente el año 450 hasta la muerte de este, en el
429. Nunca tuvieron vergüenza por mostrar su amor en público, en una
época en la que eso no se hacía. Fue maestra de retórica y tuvo una gran
influencia en la vida cultural y política de Atenas. Fue una mujer muy
hermosa e inteligente, tuvo un gran poder y despertó la admiración y el
respeto de filósofos, artistas e ilustres demócratas, así como la hostilidad de
los sectores más reaccionarios de la sociedad ateniense.
Se podría decir que fue una de las primeras feministas de la historia.
13. La despedida

De camino a casa, después de hablar largo y tendido con Admes y


Alcibíades, donde les pudo explicar detalladamente todo lo que había
ocurrido a lo largo del día, concretaron salir muy temprano, antes del
amanecer. Para no perder tiempo innecesariamente, lo mejor sería partir
desde la casa de Samuel, ya que era la vivienda más periférica, la quje cogia
de camino para salir de la ciudad. Aunque todavía estaba por ver si los
progenitores dejarían realizar semejante aventura a tres adolescentes a medio
hacer. Todo estaba agarrado por pinzas, en cualquier momento se suspendería
repentinamente el viaje a Delfos. Estaba claro que, si ninguno de ellos se
presentaba al amanecer, cosa que no sorprendería a Samuel, no habría ningún
viaje. Faina y Filolao se opondrían rotundamente a semejante peligro. Y en
parte, el muchacho lo comprendía. No sería buena idea cruzar solo el desierto
de Beocia, que, aunque no fuera muy extenso, sería como regalar a los buitres
un cuerpo para que se dieran un festín.
Samuel, montado en la mula iba pensativo en el camino de vuelta a casa.
Durante un momento tuvo vacilaciones. No tenía claro los motivos por los
que tuviera que realizar esta aventura. Se preguntaba una y otra vez para qué
complicarse tanto la vida…
—¿Por qué no seguir el oficio de mi padre como marca la tradición?
Matemático, que además es un oficio bien remunerado —reflexionaba
Samuel en su interior—. O astrónomo, eso sí me gusta más. Son oficios bien
vistos y trabajos cien por cien intelectuales.
En un solo día habían pasado demasiadas cosas importantes, y no todas
eran fáciles de aceptar.
—¿No será mejor dejarlo todo para el año que viene? No sé, lo podría
preparar con más tiempo, y seguro que tengo más posibilidades de convencer
a los padres de Admes y Alcibíades —no paraba de cuestionarse el muchacho
montado en su mula—. ¿Por qué tendré esta necesidad tan urgente de hacer
esta pequeña odisea? No sé, pero es algo superior a mí, necesito conocer lo
antes posible mi elemento, para lo que valgo, mi sentido en la vida. Hay algo
en mí que me lleva a realizar este absurdo viaje, ir a ese extraño lugar, no sé
lo que es, pero, es muy fuerte. Reconozco que estoy absorbido, obsesionado
con la idea de ir a Delfos. Yo que tanto crítico y me burlo de los creyentes y
su mitología —Samuel vio a lo lejos su casa. Con las lamparillas de aceites
ya encendidas, y la chimenea soltando un hilillo de humo. Seguramente su
madre estaría calentando alguna cazuela de caldo de verduras—. Pero no
puedo remediar ser un niño rarito, como dice Sócrates. En realidad, lo
normal, lo que se esperaría de mí, sería esto que estoy haciendo ahora, por lo
que no me tengo que sentir mal ni comerme tanto la cabeza. Cuestionarme
todo es mi manera de ser. Eso es lo único que me hace diferente, y por qué no
decirlo, libre. ¡Ya está bien de tantas vacilaciones! Vamos para casa, que hay
mucho por preparar. Kia kia kia, —le decía una y otra vez a su mula, que
corría a gran velocidad por las estrechas y oscuras calles de Atenas.

—¡Hola, hijo! Ven y dame un abrazo, estoy muy orgulloso de ti.


Cuéntame… ¿Cómo te ha ido el día? —decía Filolao al ver a su hijo entrar en
el patio mientras observaba las estrellas con su astrolabio.
—Hola, Papá, ¿no te ha contado mamá nada todavía?
—Sí, ya me ha explicado algo, pero ahora lo quiero escuchar de tu boca,
¿qué ha ocurrido con Aspasia?
—Bueno… te tengo que confesar que ahora hay cambios.
—¿Cambios? —Filolao dejó el astrolabio en la mesa del patio— ¿Qué ha
pasado? Que no hay quien te reconozca. Por cierto, esa mujer no habrá
abusado de ti, ¿no?
—¡Esa mujer es sorprendente! —dijo Samuel mirándose la mancha que
tenía en el hipatión.
—¡Y golfa! No confundas lo sorprendente con lo degradante. Y la
sexualidad en Mileto es libre y sin límites. Hay que tener mucho cuidado,
hijo. Hay gente culta muy retorcida.
—Eres un poco antiguo, padre. Los tiempos están cambiando. Y hay que
adaptarse. Además, tengo casi quince años.
—¡No digas tonterías! Pero dime, ¿qué ha pasado?
—Hay… cambios, y… además significativos —hablaba Samuel
nervioso—. Ahora me voy mañana a primera hora.
—¡¡¡Mañana!!! ¿Y lo sabe mamá?
—No, todavía no se lo he dicho, ¿no has visto que he acabado de llegar?
Ahora hablo con ella. Es que… tengo que llegar a Delfos el día siete, y antes
de que amanezca.
—¡¡¡Sí hoy es día tres!!! Eso es imposible.
—En el Templo solo te atienden ese día mágico de cada mes. Me lo ha
explicado Aspasia. Tengo solo tres días para llegar a Delfos.
—Ten mucho cuidado con esa mujer. Anda metida en ritos espirituales
dionisiacos. No me fio mucho de ella —hablaba su padre como si conociera
algo de ella, de su pasado, y no lo quisiera revelar.
—No te preocupes, todo va a salir bien, ella me ha instruido en todos los
pasos a seguir. Y te aclaro que Aspasia es muy buena mujer. Te equivocas
pensando mal de ella.
—Bueno, bueno, lo que tú digas —le respondió su padre mordiéndose la
lengua—, por nuestra parte ya sabes que te dejamos marchar, me parece una
buena idea. Aunque estamos preocupados. Estoy seguro de que te vendrá
bien, todo lo que sea para que te espabiles me parece buena empresa. Pero ten
mucho cuidado. Nunca has salido de Atenas sin tus padres. Estoy seguro de
que jamás olvidaras esta aventura. Volverás hecho todo un hombre.
—Ya lo sé, pero… entonces… ¿me dejáis ir?
—Ya te he dicho que sí. Luego hablo con mamá y la convenzo, a ella le
cuesta más aceptar que te haces mayor. Pero tienes que ir acompañado, ¿has
hablado con tus amigos?
—Sí. Dentro de un rato vendrán a confirmármelo. Ahora estarán
intentando persuadir a sus padres, como yo hago contigo.
—Ya te he dicho que sí, no seas pesado. Estoy convencido de que si tú
no realizases esta aventura te arrepentirías para siempre, y lo peor es que me
echarías la culpa. Sé perfectamente que no quieres ser matemático, como yo.
Con lo listo que tú eres te sería muy fácil sustituirme llegando a ser el
matemático oficial de esta gran ciudad, creo que llegarías mucho más lejos
que yo. Pero soy consciente de que tienes que encontrar tu oficio, tu
elemento, donde te muevas como pez en el agua. No te podemos prohibir esta
aventura, todo lo contrario, aunque nos critiquen los vecinos por dejarte
marchar, tenemos que animarte a que te desenvuelvas solo. Ya que, te
queremos.
—Gracias, papá, por comprender y motivarme tanto —se miraron los
dos fijamente muy emocionados—. Papá, una pregunta, ¿cuándo y cómo
supiste cuál era tu elemento?
—Tu abuelo Anaxágoras fue el que me lo revelo… por cierto, ¿ya sabes
quién es Fidias?
—Sí, papá, Fidias me lo contó todo. Me imagino que no habrá sido fácil
para ti.
—La verdad es que no —dijo Filolao observando la pared con la mirada
pérdida—. Siento mucho no habértelo contado antes, nunca hemos visto el
momento. Fidias, el viejo arquitecto, es mi padre de sangre, me abandonó en
la puerta de tu abuelo Anaxágoras con una nota… tranquilo, hijo que ya
hablaremos de todo eso y algunas cosas más que deberías de conocer, pero
cuando vuelvas del viaje. Ahora nos tenemos que concentrar en esta aventura.
—Bueno, ¿me vas a contar de una vez cómo conociste tu elemento? —
dijo Samuel impaciente.
—Pues como te iba diciendo, tu abuelo, Anaxágoras, tu único abuelo —
apuntilló el padre con la mirada fija en su hijo— me dijo cuando yo cumplí
quince años que tenía que apuntar en una lista todas las cosas que yo quería
hacer cuando me hiciera mayor. Hazañas, estudios, viajes, actividades,
aventuras… Me dijo que tenía treinta días para hacer la lista lo más completa
posible. Cuando pasó ese tiempo se la entregué, y cuando el abuelo la vio, me
dijo al instante que sería matemático. Que había un común denominador en
todas esos sueños y proyectos; ¡las matemáticas! ¡el cálculo! Y cuando me lo
dijo, me alegré mucho, ya que en el fondo lo sabía.
—¿Por qué nunca has practicado esa actividad, ese juego conmigo? —
dijo Samuel sin comprender.
—Lo iba a hacer cuando cumplieras quince años, como me pasó a mí.
Pero Demócrito se ha adelantado con estas actividades extraescolares.
Cuando vengas de Delfos, si todavía no conoces tu elemento, buscaremos al
abuelo y haremos el juego que te he contado. Y verás como claramente se
revela tu elemento. Solo hay que buscar su común denominador.
—¡El abuelo es muy sabio! —dijo Samuel.
—Más de lo que te imaginas. Deberías de haberlo incluido en la lista de
ilustres de Atenas. Ahora no cuentan con él, pero antes era una de las
personas más importantes de Atenas. Todo se le consultaba. Él fue el tutor de
muchos que ahora son maestros. Y fundó la primera academia ateniense.
—Papá, muchas veces a los seres que tenemos más cerca son los que
dejamos de valorar, ya que perdemos perspectiva de quienes son realmente.
Solo los apreciamos como se merecen cuando ya no están, cuando se van al
Hades —se dieron un largo e intenso abrazo padre e hijo—. Si mañana no
vienen tus amigos no hay viaje, lo aplazamos hasta febrero… ¿vale? Cuando
la época del frío pase.
—¿Cuántos de ellos tienen que venir conmigo para que yo pueda ir a esta
aventura?
—Como mínimo uno, y si es posible Admes. Ese niño no me cae bien.
Creo que es retrasado mental, pero hay que reconocer que tiene una fuerza
desproporcionada.
—Vale. Uno como mínimo, prometido —Filolao se quedó encandilado,
mirando lo bien que hablaba y lo alto que se estaba poniendo su hijo.
—De todos modos, yo puedo ir contigo mañana —dijo Filolao,
entusiasmado por acompañarlo en una aventura así.
—No, papá. Si vienes conmigo no aprenderé nada. Me lo harás todo. Y
tengo que ejercitarme y valerme por mí mismo, solucionar mis retos. Es lo
que tú siempre me dices, ¿no? —ahora Samuel parecía el adulto dando
lecciones—. Mis manos o mis pies no tienen que ser un impedimento para
arreglar cualquier dificultad que me encuentre en la vida.
—Bueno, como tú veas, ¿y el equipaje?
—No te inquietes, ahora mismo preparo el equipo que me llevaré. Otra
cosa, papá, que casi se me había olvidado. Eso va a ser un problema.
Mañana… hay clases con Demócrito, y no me puedo parar ni un momento
para explicarle todo este laberinto, me retrasaría mucho, quiero salir de
noche, muy temprano, como ya sabes tengo poco tiempo, y hay que hablar
con él ¿puedes ir tú por mí y se lo explicas todo? Que no iremos a clase hasta
la próxima semana. Que todo es con el propósito de terminar sus deberes.
—Vale, yo se lo digo —dijo Filolao, sintiéndose útil en toda esta historia
en la que él se sentía al margen.
—Además, le tienes que confesar de mi parte que gracias por todo, que
ha sido una gran idea obligarme a reflexionar sobre mi futuro, a buscar
alternativas para ganarme la vida, independientemente a mi discapacidad. Le
estoy muy agradecido. Díselo por favor —insistía Samuel.
—Yo hablaré con él. Pondrá algunas pegas, pero lo entenderá. Le diré
que esta semana no irás a clase. Que estás buscando tu elemento.
—Dile que mis amigos tampoco irán, que vienen conmigo.
—No te preocupes, yo se lo diré.
—Gracia papá.
—Ahora a cenar y luego preparamos todo lo que te llevarás mañana.
Todo saldrá bien.
—Otro abrazo padre —dijo Samuel muy agitado.
—¿Estás nervioso? —preguntó Filolao.
—Sí, mucho. Pero sé que lo tengo que hacer. Sé que es difícil de
entender. Es mi obligación.
—Venga, vamos para dentro de la casa. Aquí en el patio está empezando
a hacer frío —Filolao le puso la mano en el hombro a Samuel y le indicó que
subiera a su habitación a cambiarse de ropa. Que ahora subiría su madre para
ayudarle.

En el cuarto de Samuel estaba todo lo que a él le importaba: sus dibujos,


sus manuscritos, sus libros enrollados, sus adaptaciones, sus juegos, un
mechón de pelo de la larga cabellera rubia de Sofía, algunos premios de
poesía, las armas de fabricación casera de sus amigos de la infancia, un
retrato de sus padres… en definitiva, todos sus recuerdos. Él se encontraba
delante de todas sus pertenencias, pero no sabía qué coger para llevarse a su
viaje. Todo le parecía importante, imprescindible. Pero sabía perfectamente
que lo más ventajoso tendría que ser preparar un equipaje ligero. Aunque no
era una tarea fácil. Se veía bloqueado por cómo había ocurrido todo tan
precipitadamente.
De pronto, sin mediar palabras, entró en la habitación su madre, con
mucha prisa y con los ojos colmados de lágrimas empezó a prepararle la
bolsa de viaje.
—Mamá, ¿Qué estás haciendo?
—Prepararte el zurrón.
—Ya no soy un niño pequeño. Yo sé prepararme mis cosas. Estate
quieta, por favor. Además, te recuerdo que Delfos tampoco está tan lejos.
¡Qué no me voy al fin del mundo!
—Ya sé que no te vas a Babilonia, o a Persia. Pero eres mi único hijo,
que solo tiene catorce años y que tendrás que cruzar el desierto de Beocia,
donde hay tantos ladrones y timadores... y con esa perversa enfermedad que
tienes, ¿o se te ha olvidado?
—No se me ha olvidado, madre. Esa enfermedad tiene un nombre,
Karkot, y es lo que me hace diferente y tan especial. No lo olvides, Faina.
—A mí no me llames Faina. Me llamas mamá.
—Es tu nombre, ¿no?
—Sí, es mi nombre. Pero para ti soy mamá. Déjate de tonterías.
—No te preocupes… mamá —le dijo Samuel acariciándole con su mano
inmóvil la cara suavemente—. Tendré mucho cuidado. No me pasará nada.
—Ten prudencia con tus pies, los tienes muy delicados. No te bajes de la
mula, para que no te lastimes.
—¡Que sííííííí! No seas pesada. Ya lo sé. Tranquila, que no pasará nada.
—Venga, que llevas aquí parado una eternidad sin hacer nada.
Embobado. Y ya es hora de cenar y acostarse. Mañana tendrás que madrugar
mucho. Además, papá ya está en la mesa del comedor. Ya sabes que le gusta
cenar a las nueve en punto. Y ese horario para él es sagrado. Vamos, y no le
hagas enfadar.
—Bueno, ayúdame, si lo hacemos entre los dos acabaremos antes.
—¿Para qué te llevas ese libro tan gordo? —dijo Faina.
—Es la Odisea y la Ilíada de Homero.
—Ya sé perfectamente que es la Odisea, te lo regalamos nosotros por tu
cumpleaños ¿no crees que ese tomo es mejor dejarlo aquí? Pesa bastante, y
ocupa mucho espacio en el equipaje. No sé. Además, se puede estropear en
el viaje, o peor, que te lo roben.
—Para mí es importante mamá. Todos los días de mi vida papá me lee
por la noche un capítulo de este tomo, y no quiero perder esa costumbre.
—Bueno, como tú veas. Pero ahora no te lo leerá él. Estarás solo, fuera
de casa, Dios sabe dónde —Faina se dio la vuelta.
—No llores, mamá. No estaré solo, voy con Alcibíades y Admes. Y
cuando yo lo lea por las noches me acordaré de vosotros. Pensaré que estáis
bien, será como si estuviera en casa, en mi cama. Muy pronto estaremos
juntos otra vez.
—Si es por ese motivo me parece perfecto. Por cierto, ¿sabías que
Homero era ciego?
—Sí, claro, mamá, qué cosas tienes. ¿Quién no sabe eso? Últimamente
me lo dicen todos, qué pesados sois con ese tema.
—Mucha gente no lo sabe. Fíjate a dónde ha llegado, y siendo ciego. A ti
te pasará igual, sin fuerzas en las manos y en los pies y aun así llegarás muy
lejos.
—Si tú lo dices —decía Samuel, no muy convencido.
—Tienes que llevarte ropa de invierno, en el desierto por la noche hace
muchísimo frío.
—Venga, no te inquietes, vete para abajo que ahora voy yo.
—Venga, y no tardes —se limpiaba la madre las lágrimas con un
pañuelo.
—¡Mamá! Que se me olvidaba. Dale esta carta a Sofía de mi parte. En
ella le explico todo esto de Delfos. Creo que lo debería de saber.
—Dámela y yo se la doy mañana. Tengo ganas de hablar con mi nuera
—se rieron los dos—. Confiésalo Samuel, ¿a que sois novios?
—Sí, mamá. Desde hoy ya lo somos.
—Yo creo que siempre lo habéis sido.
—Venga, vete para abajo que ahora voy. No seas cotilla.
Samuel se volvió a quedar un tiempo indeterminado, absorto, una vez
más mirando todo su cuarto, sus contornos, su espacio, sus objetos… una
sensación extraña, con miedo y alegría. Una mezcla sentimental donde no
sabía si llorar o reír, hasta que al final escuchó a su madre llamarle desde la
cocina.
—¡¡¡Samuel!!! Venga… a cenar.
El tiempo se detuvo y se vio de pequeño, jugando en el cuarto con su
padre, con las espadas adaptadas, cogido en brazos de su madre, el abuelo
Anaxágoras haciéndole cosquillas, Sofía debajo de la cama escondida. Una
lluvia de recuerdos le asaltaba. Los ojos se le pusieron acuosos. Pero otra vez
sonó la voz de su madre llamándolo para que viniera a cenar. Esta vez más
fuerte y algo molesta.
—¡¡¡Samuel!!! Vamos, te estamos esperando.
Samuel bajó lo más rápido que pudo, ya que todavía estaba sin sus
férulas, necesitaba descansar de ellas. Luego comieron copiosamente y la
cena fue intensa en emociones. Recitaron varias veces el poema de
Parménides. Después terminaron entre risas todo su equipaje. Para acabar el
día, se despidió de sus padres, que se quedaron muy preocupados y serios
pero conformes. Sabían que su hijo tenía que realizar este viaje. Era necesario
para Samuel. Era algo bueno para su futuro. Pero además conocían
perfectamente la profecía que les contó un chamán hace muchos años. Por lo
que se acostaron pronto y la casa se quedó en un silencio sepulcral.

Samuel estaba en su cama mirando hacia el techo. No podía dormir.


—¿Qué habrá pasado en casa de mis amigos? Qué raro que no han
venido todavía ninguno de los dos para decirme nada…
Y entonces escuchó unas piedrecitas en la claraboya de su cuarto. Era su
amigo Alcibíades. Que lo estaba llamando para que bajara. Samuel se asomó
por la ventana.
—¡Samuel! ¡Samuel! —decía su amigo con voz jadeante.
—Ya voy, espera, que vas a despertar a mis padres y la vamos a liar. No
hagas tanto ruido.
—¿Qué es lo que pasa? Has tardado mucho en venir…
—Admes no va a poder acompañarnos mañana. Su tutor, el que sustituye
a su padre cuando él no está en la ciudad le ha prohibido este viaje —decía
Alcibíades asustado—, es un general del Príncipe de Siracusa, se llama
Minur. No le ha dejado. Y encima le ha castigado sin ir al Ágora hasta que no
venga su padre a Atenas y decida qué hacer con él. Le he tenido que
convencer para que no se escapara de casa. Pero está furioso. Lo quiere
matar, espero que no cometa ninguna locura.
—¡Qué horror! ¡Qué hombre más malo! Siempre igual. Si no es su padre
es algunos de sus generales. Se pasan mucho con él, y algún día se
arrepentirán.
—A él le hubiera gustado mucho venir con nosotros.
—Lo siento por él, pero, más aún por nosotros, bueno ¿y a ti no te ha
puesto ninguna pega tu padre? —preguntó Samuel.
—Mi padre es muy flexible. Ya sabes, como es médico. Está
acostumbrado a viajar. Dice que esta aventura nos viene bien. Que ya
tenemos edad para ello. La verdad que me he quedado un poco sorprendido.
Dice que estamos muy mimados.
—Yo también lo creo. Nos estamos haciendo hombres, y hay que
empezar a hacer las cosas que hacen los hombres. Ser independientes. Este
viaje nos cambiará para siempre. ¿Tú eres consciente de ello?
—Sí, lo soy —dijo Alcibíades. Luego, se callaron los dos, mirándose en
la oscuridad.
—Bueno, no te preocupes —dijo Samuel—, verás como todo sale bien.
Aunque hay que reconocer que todo ha sido demasiado precipitado.
—De todos modos, gracias Alcibíades por venir conmigo a esta loca
aventura. Para mí, ir solo es muy peligroso. Pero contigo será mucho más
fácil. Aunque no estará el grandullón, pero con nuestra astucia sabremos qué
hacer en cada momento.
—Sabes perfectamente que te acompañaría al fin del mundo si fuera
necesario.
—Gracias, ratón.
—Gracias, manos de trapo.
Los dos amigos se dieron un pisotón, saludándose como cuando eran
chiquillos. Se despidieron hasta la mañana siguiente.
Luego Samuel entró en el cuarto de sus padres, que todavía estaban
despiertos y les contó que Alcibíades iba seguro, pero que Admes no. Lo
prometido era deuda. Filolao le confirmó una vez más que tenía el permiso
para hacer esta travesía.
El muchacho se acostó enseguida, había que madrugar y le esperaba un
viaje que cambiaría su vida.
14. El primer día en el desierto

Miércoles, 4 de septiembre 435 a.C.

El silencio invadió cada rincón de la vivienda. No había amanecido y


supuestamente todos dormían. No obstante, era dudosa la afonía que había en
el hogar. No se escuchaba ningún crujir de mueble, ninguna tos, ninguna
respiración ni ningún ronquido, ni siquiera los de Filolao, que eran populares
en el humilde barrio de alfareros donde vivía la familia.
Samuel estaba despierto desde hace bastante tiempo, dándole vueltas a
sus recuerdos. Reflexionando y conmemorando inolvidables anécdotas con
sus amigos de la infancia. Ansioso y feliz por la aventura que iba a comenzar
dentro de muy poco. Allí se encontraba, postrado en su cama, con las sábanas
pegadas. Había hecho fresco esta madrugada.
Era la primera vez en su vida que iba a salir de viaje sin sus padres. Por
fin iba a romper la burbuja que tanto le protegía y lo aniñaba. Se estaba
recreando y disfrutando en cada momento, estirando cada instante, y aunque
le daba respeto le excitaba intensamente. Él era consciente de que muchos
niños atenienses, en su mayoría hijos de comerciantes con su edad, ya habían
viajado alguna vez solos. Pero también reconocía que él no era un chaval
normal, sabía perfectamente desde que tenía uso de razón que él era diferente
a los demás niños. Lo presentía y no solo por la discapacidad, o por su
original educación a la que fue impuesto desde su nacimiento; algo le
indicaba que le esperaba hacer algo grande e importante en la vida, lo que no
se imaginaba era el qué. Y eso es lo que quería averiguar con este inaplazable
viaje. Hoy, cuatro de septiembre, treinta y cinco años después de la Batalla de
Maratón.
—Bueno, habrá que levantarse —pensó Samuel en voz alta—, que al
final con tanto cavilar y tanto conmemorar, voy a salir más tarde de lo que
tenía previsto, y eso sería un error imperdonable.
Pegó un brinco de la cama y empezó a vestirse, intentando no hacer
ruido. No quería despertar a sus padres. La noche anterior ya se habían
despedido. Emocionarlos ahora sería provocar en su madre otra despedida
dolorosa como la de ayer.
Mientras tanto…
—Cariño… ¿Has escuchado? —susurraba Faina a su marido en su
orejuela.
—Sí. Le he oído. Lleva mucho tiempo despierto —dijo Filolao.
Los padres de Samuel estaban en la cama grande, como siempre le
decían en casa al lecho de los papás. Habían acordado no salir a despedirse de
su hijo para no complicar más las cosas.
—¿No has pegado ojo en toda la noche? —preguntaba Faina.
—La verdad que he dormido poco. Estoy muy nervioso.
—Pues relájate. Verás como todo saldrá bien. Se supone que tú eres
mucho más positivo que yo.
—Estoy bien, no te preocupes. Dejémoslo solo, como acordamos ayer.
No debemos de salir a despedirnos otra vez. Tiene que aprender a arreglársela
sin nosotros. Sin nuestra ayuda. Tú sabes bien que no vamos a estar siempre
con él para cuidarlo —decía Filolao girando la cabeza para mirar a su bella
mujer. Faina seguía siendo muy atractiva. Aparentaba ser mucho más joven
de lo que realmente era.
—Es que lo veo tan pequeño e indefenso todavía —dijo la madre con los
ojos húmedos.
—La sobreprotección le perjudica más que otra cosa. Y él es mucho más
autosuficiente de lo que nos creemos.
—Lo sé. No me lo recuerdes más —la madre cerró los ojos, como
queriendo retener el dolor, las lágrimas o el tiempo. Recordaba a su hijo, de
pequeño, trasteando con los cacharros de la cocina y hablando cosas
incomprensibles con su media lengua—. ¡Qué gracioso!
—¿Qué has dicho?
—Nada. Me estaba acordando de una cosa —dijo ella.
—Además, ya va siendo hora de contarle nuestra historia, nuestro pasado
—decía Filolao con la cara sin expresión—. Cuando venga de Delfos
tenemos que hablar con él. Hay que explicárselo todo de una vez para
siempre. Principalmente que tiene una hermana. Dos años mayor que él —se
escuchó un golpe en el cuarto de Samuel—, y lo que pasó con ella. Lo que
ocurrió en la Hermandad de Crotona.
—¿Has escuchado eso? —preguntó Faina asustada.
—No es nada. Samuel, que se habrá tropezado. Se tropieza más de mil
veces al día. No le pasa nada —decía Filolao— ¡Maldito chamán, cómo nos
engañó!
—Cuando lo sepa seguro que querrá buscarla.
—¿A quién? Me he perdido, cariño.
—A su hermana. Querrá saber de ella. Ya sabes cómo es.
—Se supone que ella lo encontrará a él. ¿No te acuerdas de la profecía?
Ya conoce lo de su abuelo Anaxágoras, y no le ha gustado nada que se lo
ocultáramos durante tanto tiempo. Se va a enfadar mucho cuando se entere de
todo lo que le vamos a contar. Pero le tenemos que explicar por qué lo hemos
hecho así. Verás como al final lo entiende.
—No será fácil para él. Pero todo tiene un porqué —el silencio invadió
otra vez la casa, y la pareja se quedó abrazada, manteniéndose amorosamente
acurrucada.

Inmediatamente después de vestirse se puso las férulas. A continuación,


bajó las escaleras lo más discretamente posible, cosa que le costaba mucho
esfuerzo. Las escaleras nunca habían sido sus mejores amigas. Filolao había
dicho en incontables ocasiones que tenía que quitar algún día los dichosos
escalones que daban acceso a las habitaciones de arriba. Que pondría una
resbaladera, o algo parecido, para que Samuel bajara con rapidez y soltura,
pero todavía no lo había hecho, a lo mejor el patriarca creía en los milagros, o
en quién sabe qué. Fantaseaba con que de repente se despertaría algún día de
una pesadilla, descubriendo que su hijo no tenía ninguna enfermedad. Luego,
el chico salió a la calle, donde estaba esperándolo su amigo Alcibíades. Con
los ojos muy abiertos y atentos a todo. Parecía un roedor; pequeño, nervioso
y lleno de vida.
Alcibíades siempre había sido más bajito que Samuel. Con un rostro
menudo e infantil. Aparentando en algunas épocas incluso que fuera por lo
menos dos o tres años menor que Samuel, aunque últimamente empezaba a
desarrollarse a buen ritmo. Pero en realidad solo era quince días más
pequeño. Parecía una lagartija; delgadito y astuto. Con la extraña y peligrosa
facultad de enamorarse de cualquier chica que le mirara una sola vez. Era de
pocas palabras para casi todo el mundo, sin embargo, para sus amigos, era un
parlanchín que no paraba de chismorrear.
Amarraron todo el equipaje al único animal del que disponían. La vieja
Minos. Ya que Alcibíades, aun siendo aristócrata, no pudo conseguir ningún
otro medio de transporte. Luego, Samuel se montó en el lomo con la ayuda
de su amigo. Alcibíades se colocó delante, prefirió caminar, por lo menos de
momento. Fue guiando la expedición con una cuerda que hacía de rienda
atada al cuello de la mula. La bestia se veía muy feliz. Acordaron que dentro
de un rato intentarían ir los dos subidos en la grupa del animal. Cada uno
conocía las necesidades de cada camarada, y las palabras sobraban para
entenderse a la perfección.
—Samuel, ¿vas bien ahí arriba con tantos sacos?
—Sí, muy bien. La mula es muy cómoda. Como tiene tanto pelo, es muy
blandita.
—A ver si te vas a dormir.
—No creo. Se mueve más que un saco de pulgas. Cuando te canses me
lo dices y bajo un rato —dijo Samuel, entendiendo que sería muy duro
caminar durante todo el viaje, aunque su compañero no tuviera ninguna
dificultad en las piernas.
—Todavía es pronto —dijo Alcibíades orgulloso de acompañar a su
colega en esta travesía—. Por cierto, tienes que intentar no meterte… bueno,
tú ya sabes…
—¿A qué te refieres? —dijo Samuel sin entenderle.
—Tú ya lo sabes perfectamente, no te hagas el despistado. ¡Estamos los
dos solos! Y si nos metemos en pelea con alguien por tus palabras
imprudentes tenemos todas las de perder, ¿vale? El grandullón no está aquí
para salvarnos el pellejo —decía Alcibíades mirándolo de reojo.
—No te preocupes. Ya lo había pensado. Tranquilo, ratón, me morderé la
lengua cuando sea preciso.
—Lo dudo —rieron los dos sabiendo perfectamente que eso sería muy
complicado. Samuel nunca supo callarse cuando se tenía que haber callado.

Durante un periodo en el que el sol pudo salir y avanzar un buen trecho a


lo largo del cielo, los dos amigos marchaban en silencio. Solo se escuchaba
de vez en cuando kia kia kia cuando la mula se paraba, entonces había que
repetir las palabras mágicas… y Minos volvía a caminar.
Era muy temprano y todavía estaban adormilados. Cuando se quisieron
dar cuenta ya habían salido de Atenas. El mundo que ellos conocían era tan
solo aquella ciudad. Aparentemente era infinita en su extensión, pero ahora
solo tenía media mañana de camino. La metrópoli más importante y compleja
del mundo ya estaba detrás de ellos.
—Bueno. Ahora empieza de verdad nuestra aventura —dijo Samuel muy
entusiasmado, viendo cómo se alejaban de la capital.
—¿Quieres parar un poco y descansar?
—No, todavía no. Tenemos que alejarnos una buena distancia antes de
hacer la primera estancia —decía Samuel consultando su pizarra. No paraba
de estudiarla cada dos por tres. Parecía que lo tenía todo muy bien pensado.
Era meticuloso hasta en los detalles más insignificantes.
—¿Quieres unas aceitunas? —ofreció Alcibíades a Samuel, el cual
llevaba un cartucho que comía compulsivamente con una mano mientras que
con la otra guiaba a Minos con la rienda.
—Quita, quita. Que las odio con todas mis fuerzas. ¡Qué asco me dan!
—¡Las comen todos los griegos para desayunar!
—Ya estamos con esas tonterías. Pareces mi madre con la dichosa
tradición de los griegos. Yo desayuno fruta, que me gusta más —Samuel sacó
una manzana, agarrándola de una insólita manera y se la empezó a comer.
—Tú siempre igual. A contracorriente de todos. No te entiendo, chico.
—Chico serás tú. Que eres casi enano.
—Te has pasado —dijo Alcibíades dándole la espalda a Samuel para no
volverse más.

Enmudecieron los dos amigos sin mirarse. Y Samuel siguió absorto en


sus apuntes y planes establecidos. No paraba de estudiarlos y hacer cálculos.
Rápidamente el paisaje empezó a cambiar. El desierto empezaba a
hacerse notar. La mula iba a buen ritmo. Y a medida que avanzaba la mañana
y el sol iba subiendo hasta el cenit, el calor iba aumentando. Cuanto más
calor hacía, más parecía que la vegetación iba desapareciendo. Y la mula más
feliz se veía. Ahora iban caminando por un terreno esencialmente de arena y
polvo. Se veían algunas matas en forma de bolas gigantes de pajas secas
girando sin rumbo movidas por el viento.
No se veía ni montañas, ni árboles, ni agua, ni nada de lo que les
recordara su gran ciudad costera y cosmopolita que fundía la sierra y el mar
en el mismo territorio. Parecía mentira la gran distancia que habían recorrido.
Minos era incansable. Cada vez parecía que fuera más rápido, y siempre con
cara alegre, como sí no le costara ningún esfuerzo semejante proeza.
—¿Ahora dónde estaremos? —preguntó Alcibíades rompiendo el
silencio, subido en la mula junto a Samuel.
—Ya hemos pasado la pequeña ciudad de Eleusis.
—¿Y eso cuándo ha sido? No me he dado ni cuenta.
—Hace mucho. No te preocupes. No te he dicho nada porque estábamos
muy retirado, no hubieras visto nada. Y, como ibas cantando, no quería
interrumpirte. Estabas muy entusiasmado con esa marcha militar.
—La verdad que lo de ser médico como mi padre no me llama la
atención. Prefiero militar, o mejor político, como mi tío Pericles. Seré el
alcalde de Atenas —empezaron los dos a reírse a carcajadas. Iba Alcibíades
teatralmente saludando con la mano como si tuviera mucha gente alrededor
aclamándolo—¡Os saluda el alcalde de Atenas! —volvieron a reírse.
—Siento mucho haberte dicho enano. Te pido perdón, no tuve que
haberme puesto así —dijo Samuel, disculpándose con su amigo— es que
estoy muy nervioso por el viaje.
—No te preocupes. No pasa nada, olvidado. Por cierto, cuando quieras,
paramos.
—Sigamos un poco más— insistía Samuel por cumplir sus planes
establecidos.
Los dos amigos iban pletóricos. Subidos en una mula, en medio de un
desierto, sin adultos y yendo de camino a un templo sagrado… Era
muchísimo más de lo que estaban acostumbrados a hacer para salir del
aburrimiento. Estaban tan emocionados que ninguno de los dos quiso romper
el momento mágico en el que se encontraban. Durante otro tiempo
indeterminado siguieron avanzando a través del desierto sin decir ninguna
palabra más.
Hasta que de repente…
—¡Mira lo que hay allí, un fuego! —dijo Samuel.
—¿Dónde? No lo veo… Ah sí, espero que no sean bandidos del desierto.
—No se ve a nadie. Tranquilo, ratón. Tal vez alguien ha pasado la noche
en este lugar. Algunos forasteros. Se habrán ido sin apagar la lumbre.
—Todavía quedan algunas llamas. Mejor vamos a descansar un rato,
parece este un buen sitio para hacer la primera estación, tengo el culo molido
—dijo Alcibíades, que estaba deseando bajarse de la mula.
—Venga. Reavivamos el fuego con algunos palos y almorcemos aquí —
dijo Samuel.
—Con el calor que hace… ¿para qué quieres reavivar el fuego? Ya
estamos con tus cosas raras.
—¿Tú quieres morirte de frío esta noche?
—No, claro que no, pero queda mucho todavía para que oscurezca. Y
dentro de un rato partiremos, ¿qué piensas llevarte la fogata entera a cuestas?
—dijo Alcibíades, irónico.
—La hoguera entera no, zoquete, pero sí un palo ardiendo. Verás lo fácil
que será encender una buena candela más adelante. ¿Tú sabes lo que cuesta
encender un fuego solo con palos y una yesca? Si no lo hacemos así, esta
noche nos vamos a congelar de frío.
—Es verdad. Yo no había pensado en eso. Será incómodo llevar un
tronco ardiendo todo el viaje. Pero por la noche encenderemos lumbre en un
instante.
—Yo no puedo hacer fuego con mis manos, y creo que tú no sabes, ¿o
me equivoco, Alcibíades?
—No te equivocas, sabelotodo. ¡Menos mal que has pensado en eso!
¡Estás en todo! —dijo sarcásticamente Alcibíades— ¿Estás satisfecho así? Ya
te lo he dicho. Bajemos de una vez a estirar las piernas y cállate, por favor, un
ratito. ¡Estoy destrozado! No sé cómo puedes ir todo el viaje aquí sentado en
Minos y sin quejarte ni una sola vez.
La candela estaba a punto de apagarse, le quedaba una rendida llama,
muy menuda, pero pronto empezó a coger fuerza, ya que echaron hojas,
ramas y maderas de un viejo árbol seco que había cerca. El último indicio de
vegetación que quedaba mirase a donde se mirase. Ahora todo lo que se veía
era exclusivamente arena y polvo. Viento y sol.
Después de comer y descansar lo suficiente cogieron un palo en forma de
antorcha, ardiendo en un extremo, y se montaron de nuevo en la mula.
Alcibíades llevaba la candela portátil y Samuel conducía a Minos con la
rienda anudada en su brazo. La mula seguía alegre y feliz, como si nada.
Samuel empezaba a comprender lo que le decía su abuelo de la dureza de las
mulas griegas.
Dejaron la hoguera atrás, guiándose por una antigua ruta hacia el
noroeste, supuestamente el itinerario más seguro, el que le había indicado
Aspasia en el plano. Dirección a la ciudad de Tebas. Alcibíades comenzó a
canturrear la marcha militar. Samuel sabía orientarse perfectamente, tanto de
día como de noche. Su padre le había formado durante toda su vida en estas
cuestiones. Filolao era matemático, pero también era un extraordinario
astrónomo. El más famoso de Atenas.
—Alcibíades, ¿sabes por qué el Templo de Delfos está dónde está? —
preguntó con retintín Samuel.
—No lo sé —respondió con cara de fastidio.
Hubo un silencio…
—¿Me lo vas a decir de una vez? —resopló Alcibíades.
—¿El qué?
—Déjate de tonterías. Que estás deseando contármelo. Venga, dime de
una vez por qué el Templo de Delfos se construyó dónde está.
—Ya que insistes —dijo Samuel disimulando su interés por contarle una
historia que seguramente su amigo no quería escuchar—. Delfos es una
ciudad en el continente griego que se encuentra situada en el valle del Pleisto,
junto al monte Parnaso. Originariamente recibió de nombre Pito, y se llamaba
así aún en la época de la guerra de Troya. Después pasó a llamarse Pitón,
como la serpiente de Gea, que aguardaba el antiguo oráculo de la diosa
Temis. Se dice que, después de matar a la serpiente, Apolo fundó su oráculo
en ese lugar. Entonces tomó como primeros sacerdotes a navegantes
cretenses, a los que se les apareció y guio en forma de delfín. Así los condujo
al Golfo de Corintio y seguidamente los llevó al monte Parnaso.
—Joder, Samu, eres un poco repelente, tienes que reconocerlo.
—No te pases, ratón —le dio un codazo Samuel a Silvio— No me gusta
que me digas Samu.
—Ahora que me acuerdo, ¿ayer por la tarde llegaste a ver a Sofía? —dijo
Alcibíades, intentando averiguar algo que sospechaba.
—Sí que la vi. Estuve comiendo con ella en la panadería. ¿Por qué me
preguntas eso? Anoche ya te lo conté todo, ¿qué pretendes saber ahora de mi
encuentro con Sofía?
—¿No te dijo nada? —insistía Alcibíades con una media sonrisa torcida
y traviesa, intentando cotillear algo sobre el encuentro amoroso.
—¡Mira lo que hay allí! —saltó Samuel deseando cambiar de tema.
—¿Son nómadas? —dijo Alcibíades— ¿Qué hacemos ahora?
—Creo que lo mejor es seguir hacia adelante y pasar la noche lejos de
aquí. Cómo intentemos rodearlos se van a dar cuenta, y vamos a darles a
entender que tenemos miedo o que estamos indefensos o incluso algo peor;
que ocultamos algo de valor en nuestro equipaje.
—Bueno… lo que tú digas. Que eres el que lo tiene todo calculado.
—Venga, sigamos. ¡Qué mala suerte! Están justo donde íbamos a pasar
la noche, ¡qué casualidad! —farfullaba Samuel— Donde Aspasia me había
señalado en el plano que sería conveniente pasar la primera noche.
—No pasa nada. Sigamos hacia delante por medio del poblado, como tú
dices. Y calladitos será mejor. Quiero salir de aquí lo más rápido posible.
—Ahora déjame hablar a mí —dijo Samuel, muy seguro.
—Eso es lo que me da miedo, que tú hables.
Entraron en silencio por la calle principal hacia el interior del inmenso
poblado nómada. Atravesando por su centro sin decir ni una sola palabra. El
corazón les latía a toda velocidad y las rodillas les temblaban a los dos
visiblemente. La aldea errante era mucho más grande de lo que aparentaba
desde lejos. Se escuchaba de fondo el sonido de un tambor con un ritmo
primitivo. Habría más de sesenta tiendas y cada una de ellas con la altura de
dos hombres. Todas colocadas en círculos en una gran plaza en el centro.
Empezaron a salir de los pabellones de cuero muchas personas con
vestimentas extrañas. Todos los miraban con asombro. Se percibía que no
eran de la zona del Egeo. Tenían que ser de algún país de oriente; Persia,
Anatolia, India o quién sabe. Pero lo que era seguro es que tendrían que venir
desde muy lejos. Tenían la piel oscura, ojos grandes y negros como el carbón,
nariz fina. Eran rostros muy bellos.
—No conozco esta raza —dijo Samuel, susurrando.
Los indígenas se acercaban cada vez más a los dos muchachos que
estaban muertos de miedo. Subidos en la mula seguían hacia delante sin
detenerse. Solo pensaban en salir de allí lo antes posible.
Las gentes se apretaban unos contra otros y la marcha se hacía cada vez
más difícil… Hasta que al final, la mula se tuvo que detener por no poder
seguir avanzando. Los aborígenes empezaron a tocar los cuerpos de los
adolescentes, le palpaban el pelo, le acariciaban la cara. Mientras tanto, los
indígenas sonreían ampliamente, parecía que estuvieran sumidos en un trance
místico. El tambor no paraba de sonar cada vez más rápido y enérgico. Eran
personas con una mirada penetrante que te desnudaban el alma en su
contemplar. Hasta que de repente una muchacha algo diferente al resto,
surgida de la multitud, empezó a observar fijamente a Samuel. Se quedaron
mirándose el uno al otro sin decir nada. Y Samuel sonrió al verla, le dio
simpatía y confianza.
—¿Te conozco de algo? Me suena tu cara —le dijo Samuel sin pensar.
Pero ella no dijo nada. Era una chica blanca, diferente a los demás. Atractiva,
aunque con unas manos desproporcionadas para una chica.
En ese momento, el tambor estaba frenético. No paraba de sonar a un
ritmo trepidante.
—¿Tú te has vuelto loco? ¿Qué estás haciendo? —dijo Alcibíades, sin
comprender el comportamiento de su amigo.
La chica, por su rostro, no aparentaba ser indígena, salvaje tal vez, ya
que su ropa era igual que la de todos, pero era diferente al resto del poblado,
no parecía asiática. En un momento dado, la muchacha se da cuenta de las
férulas de Samuel, las observa detenidamente y sin mediar palabra levanta el
brazo hacía arriba con el puño apretado en alto. El tambor furioso paró en
seco. Un silencio impresionante paralizaba todo el poblado. La chica empezó
a acariciar lentamente las férulas hablando muy flojito, como si estuviera
rezando en una lengua ancestral, hasta que súbitamente…
—¡Guanu! ¡Guanu! ¡Guanu! ¡Guanu! —empezó a subir el volumen, a
chillar la joven, que tendría que ser más o menos un par de años mayor que
los chavales.
Todo el mundo se retiró rápidamente, se echaron para atrás. Y de una de
las tiendas, la mayor de todas, salió un anciano con la cabeza afeitada y llena
de adornos extravagantes. El viejo que surgió de la nada llevaba en el cuello
un colgante donde tenía enganchada tres diminutos cráneos humanos,
probablemente reducidos, porque de niños no podían ser por su constitución.
La consternación era cada vez mayor. El anciano que aparentaba ser el jefe
del poblado se arrimó a Samuel, se colocó muy cerca de él; su aliento era
putrefacto, casi no había espacio entre ellos, he inspecciono fascinado las
férulas del muchacho. Las olió, las tocó y en un momento dado le pasó la
lengua para comprobar a que sabían. El resto de los indígenas miraban con
atención al viejo. Hasta que de pronto el chamán habló en un griego mal
expresado, como de otra época…
—¿De dónde sois, muchacho? —dijo el brujo.
—De Atenas. —dijo Samuel rápidamente, muy nervioso.
—¿Y a dónde vais? —dijo el anciano que aparentaba ser el jefe del
poblado.
—A Delfos —hubo un silencio incómodo.
—Lo que tú buscas lo encontrarás allí, de eso no hay duda. Pero antes
tienes que fumar, ¡Samuel! —respondió el chamán ahora con insólita
claridad.
—¿Cómo sabes mi nombre, y lo que yo busco en el santuario?
—Lo sé. Y no hay más que hablar.
El extraño anciano se fue sin mediar palabras, metiéndose otra vez en la
tienda de la que había salido. La gente se fue retirando hacía atrás, hablando
una lengua que los chavales no entendían. A Samuel, en un momento dado, le
recordaba la que utilizaba Sofía en su juego mágico en la panadería.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Alcibíades con la voz entrecortada,
sin saber qué hacer ante lo que estaba pasando.
—¿Pero has escuchado lo que ha dicho el viejo? ¡¡¡Sabe mi nombre!!!
Voy a entrar en su tienda para hablar con él. Ayúdame a bajarme —los
tambores empezaron otra vez a sonar, pero esta vez a un ritmo suave.
—Joder, mira que eres testarudo. Al final nos vamos a meter en un lío —
decía Alcibíades muy agitado.
—Desde ayer todo lo que está pasando está fuera de toda lógica.
—Venga, no te bajes de la mula, y vámonos de aquí.
—Las cosas no son tan fáciles —decía Samuel—. ¡Dice que tengo que
fumar!
—¿Tú estás trastornado? No entiendes que entrar en esa tienda es muy
peligroso. No sabemos qué intenciones tiene esta gente tan rara. ¿No has
visto las cabezas reducidas que tiene colgadas del cuello? Yo no quiero que
mi cabecita termine en el pescuezo de ese viejo, que por cierto huele fatal.
¿No te has fijado? Seguramente comerá humanos.
—No pasará nada. Son pacíficos —Samuel levantó la pierna y se deslizó
por la grupa del animal para bajarse al suelo—. Tranquilízate. No vez que no
llevan flechas, ni lanzas, ni espadas. Seguramente es solo un clan nómada que
viene desde muy lejos, que simplemente se han parado aquí para pasar la
noche. Lo que no entiendo es cómo sabe mi nombre, eso es lo que no
concuerda.
—No digas tonterías, Samuel. Eres un niño muy conocido en Atenas, y
seguro que este viejo loco ha escuchado hablar de ti. Creo que nos quieren
timar. Hay que tener mucho cuidado con esta gente.
Samuel se dirigió pausadamente hacía la choza del anciano, para intentar
averiguar qué secreto escondía el chamán. Su amigo mientras tanto se bajó de
Minos y se quedó esperando fuera sin muchas ganas. Inmóvil y aterrorizado,
no sabía qué hacer. La tribu miraba atentamente todos los movimientos que
hacía Alcibíades. Hasta que la muchacha, la misma que había descubierto las
férulas de Samuel, apareció. Llevaba puesto un bikini de piel de animal y
ahora con la cara pintada de negro se acercó a la mula y la acarició con
mucho cariño. Luego le ofreció al muchacho una bandeja llena de alimentos
que en su mayoría eran desconocidos por el chico.
—Estáis en buenas manos. Tenéis que comer y beber —dijo la chica.
—¡¡¡Sabéis hablar griego!!!
—Sí. En la Tribu solo hablamos griego yo y mi padre.
—¿Tu padre es el hombre mayor que ha reconocido a mi amigo Samuel?
—Sí. Él es el actual guía del pueblo Ananda. El chamán, como tú le
dices. Te he escuchado —la chica sonrió—. No tengáis miedo. Las cabezas
que tiene en su cuello son su padre, su abuelo y su primer maestro… Ananda.
Es una tradición muy antigua. Son cabezas reducidas, pero eso solo se hace
cuando ya mueren. Para mantener su energía cerca.
—¿Pero... qué? —dijo Alcibíades aterrorizado.
—Reducir las cabezas —dijo ella con naturalidad.
Se miraron de arriba abajo. Ella descalza y casi sin ropa, y él muy
elegante con una túnica de seda y adornos dorados y tiritando de frío. Las
temperaturas habían bajado mucho en poco tiempo. Caia una fina lluvía que
limpiaba la atmósfera.
—¿No es un poco mayor ese hombre tan anciano para ser tu padre? —
pero la chica no respondió. Siguió acariciando a Minos como si nada.
—¿Y de dónde venís? Porque vosotros no sois de aquí —dijo Alcibíades
curioso y castañeándole los dientes por la helada que se le había echado
encima.
—Venimos de la región de Kuru, ¿sabes dónde está?
—No, suena a que está muy lejos —Alcibíades cada vez entendía menos,
pero empezó a relajarse escuchando a la bella chica que cada vez le atraía
más.
—Nuestro país es la madre Tierra. Vivimos en cualquier parte. Aunque
venimos de Kuru, que está en la India. Somos nómadas.
—Pero… no entiendo. ¿Por qué habláis tan bien el griego?

La muchacha le cogió la mano a Alcibíades y estudio sus líneas, y luego


habló.

—Hoy dormiréis con nosotros, el desierto es muy peligroso, está lleno de


chacales.
—Sí, pero… —la chica le tapó la boca silenciándole bruscamente.
—Llevamos muchos meses de viaje para llegar hasta aquí a vuestro
encuentro. Espérate a que salga tu amigo de la tienda de mi padre, y ya lo
entenderás, ahora tranquilízate que no pasa nada. Siéntate, relájate y come y
bebe algo, que Samuel va a tardar un buen rato en aparecer de nuevo. Mi
padre tiene que explicarle bastantes cosas. Más bien, recordarle muchos
acontecimientos del pasado.
La muchacha se dio la vuelta y se marchó.
—¿Cómo te llamas? —gritó Alcibíades intentando saber algo más de ella
mientras que se marchaba.
—¡¡¡Indira!!! —respondió la chica desde lejos y sin darse la vuelta.
Alcibíades se quedó hipnotizado viendo a la chica desaparecer dentro de
una tienda. A continuación, descargó el equipaje. Se puso cómodo y comió
con mucho apetito los extraños alimentos que le había traído la misteriosa
muchacha.
Mientras tanto, Samuel entraba en el interior de la tienda del anciano
hechicero. Sin pedir permiso, se sentó enfrente del chamán, que parecía que
le estaba esperando en el interior de la cabaña.
—¿Por qué has pronunciado mi nombre y cómo sabes lo que yo busco en
Delfos?
El anciano levantó la cabeza y le preguntó sin vacilar.
—¿Tú eres Samuel?
—Sí, ¿cómo lo sabes? ¡Contesta de una vez!
—Tú tienes la gloria más fácil que los demás. Cualquier cosa que hagas
te hará grande, ya que tu discapacidad hace que cualquier cosa sea una lucha
mayor, y por eso será más glorioso el triunfo. ¡Eres magnifico! Has vuelto a
la vida con esa enfermedad, aunque reconozco que no entiendo tu propósito
todavía.
—No entiendo lo que dices, anciano.
—Llevamos mucho tiempo viajando para llegar a este encuentro. Para
localizarte y poder hablar contigo fuera de Atenas. Lejos de tus influencias, tu
historia reciente. He tenido que acudir a muchos antiguos contactos para
poder coincidir aquí hoy. Y no ha sido nada fácil hacer realidad este
encuentro, te lo aseguro. Llevo muchos años haciendo predicciones y
cálculos para saber de una vez para siempre cuándo habías nacido y dónde te
encontrabas.
—No entiendo nada. Yo siempre he estado en mi casa, con mis padres.
Filolao y Faina. En Atenas.
—Sí, es verdad, pero el que tenía que encontrarte era yo. No a revés. Ven
y siéntate junto a mí.
Samuel se levantó para sentarse más cerca del viejo, que olía muy mal, a
animales muerto y excrementos.
—Habláis un griego muy raro —dijo Samuel.
—Cuando averigüé que vivías en Grecia empecé a aprender griego.
Tampoco ha sido fácil, es una lengua muy rara. Mi hija Indira habla mucho
mejor que yo. De hecho, ella es griega, de Atenas. Pero no lo sabe todavía. Es
una larga historia que pronto se descubrirá. Es muy lista. ¿No has visto su
cara? No es como la mía, es como la vuestra.
—Anciano, creo que no estás bien de la cabeza. Y que me estas
confundiendo con otra persona.
—No tengas miedo. No te haré daño. Todo lo contrario. Te estamos muy
agradecidos —el viejo ahora le dio una calada a una larga caña de bambú que
tenía metida en una pequeña candela. El viejo se quedó rígido con los ojos en
blanco y en éxtasis.
Samuel miraba mientras tanto la tienda, la observaba. Los dibujos, los
útiles, los adornos que tenía por todos lados. Y todo le era familiar. Se sentía
como en casa. Era una sensación muy extraña. Entonces el insólito anciano
abrió los ojos.
—Donde yo vivo hay elefantes en vez de mulas. Y arroz en vez de
cereales griegos. Allí no le damos tanto valor a la razón y a la lógica. Y sé
que ahora estás buscando desesperadamente una explicación a todo esto. Pero
no la vas a encontrar. Esa respuesta no está en tu mente. Es algo que está en
tu vida anterior, va más allá de los pensamientos. Tú no eres tus ideologías,
eres algo mucho mayor. En Grecia estáis obsesionados con los conceptos
duales. Bueno y malo, grande y pequeño, guerra y paz, amor y odio… los
griegos no saben ni comprenden que no existe el concepto dual. Que solo es
una ilusión. Solo hay una sola cosa en el universo, el ser, y todos
pertenecemos a él, no hay divisiones. Estamos unidos Samuel. Tú y esta
piedra son la misma cosa. En Atenas no conocéis el número cero. No
comprendéis la nada y mucho menos lo que es el infinito. Por lo que veis una
pequeña parte de la realidad. Tienes que volver a aprender a mirar, ya has
olvidado cómo se hace. Pero tranquilo que solo tienes que recordar. Las ideas
deforman la realidad. Si piensas algo y no lo vives no tienes su experiencia.
El juicio todo lo cuadricula, dejándote sin libertad.
—Eso ya lo decía Heráclito, el oscuro, y Parménides, hace noventa años.
Cuando cada uno discutía a su manera sobre el ser y la nada.
—Te equivocas. Ananda.
—¡Me llamo Samuel! Majadero.
—Ahora te llamas Samuel, pero antes eras Ananda. Y antes de ser
Ananda eras Brahma.
—¿Antes? ¿Cuándo? —el chamán no respondía— Me lo vas a decir,
¿cuándo? ¿ayer? ¿hace un mes? ¿hace cuatro años? ¿¡Cuándo!? —el anciano
seguía sin responder.
Una vez que el muchacho se calmó, el viejo cogió unas figuritas y se las
puso a Samuel delante de sus piernas. Las esparció. Y a continuación le
ofreció que cogiera dos de las doce figuras que había
—¿Cojo las que yo quiera? —dijo Samuel, con ganas de terminar con
todo esto.
—Las dos que más te gusten. Las que te digan algo.
Samuel atrapó con seguridad y sin pensarlo dos figuras que le llamaron
la atención, como si ya las hubiera visto en algún lado y se las pasó al
anciano.
El viejo curvó sus finos labios hacía arriba, mostrando cara de
satisfacción.
—Ahora tienes que fumar de esta caña, si quieres recordar, ya luego
entenderás.
—Pero… ¿Qué tengo que entender? —decía Samuel observando los
diversos adornos que tenía toda la pipa de bambú.
—Fuma y lo sabrás. Tienes que fumar tres veces. Una cada noche, antes
de llegar a Delfos. Para que tu cuerpo pueda despertar a tiempo para que te
vea la pitia en condiciones.
—Pero ¿cómo sabes todo eso? Yo no te he contado nada.
—Lo sé y punto. Ya hablaremos mañana.
—¿No me pasará nada?
—Esta pipa sagrada la hiciste tú hace muchos años. Luego la heredé yo.
Soy tu discípulo, Manute.
Samuel se levantó del suelo con dificultad, impresionado por todo lo que
estaba escuchando. Últimamente estaba teniendo demasiados
acontecimientos relacionado con la magia y la mística, desde que fue a visitar
a Sofía. Luego Aspasia. Todo era demasiado extraño. Todo aquello que
siempre había considerado una falsedad, una falacia, todo aquello de lo que él
se había burlado ahora estaba tomando una dimensión desconocida en su
vida. Sus mofas del pasado se estaban burlando de él, en su cara.
—Siéntate, por favor. Tienes que fumar si quieres conocer. Con este
humo podrás viajar al pasado y comprender quién eres. Para cuando llegues a
Delfos podrás despertar.
—En Delfos busco mi destino. Mi oficio, mi elemento… y nada más, ¿A
usted qué le importa mi vida?
Mientras tanto, su amigo le esperaba afuera. Ya era tarde, estaba la noche
lóbrega y cerrada. Se había quedado dormido en el suelo, en plena intemperie
junto a un fuego que prepararon los aborígenes. Estaba muy cansado del
viaje. La hija del chamán le tapó con una gruesa manta, para que no pasara
frío. Ella se tumbó a su lado, escuchando, curiosa, su respiración durante un
rato. Los Ananda tenían la facultad de saber si una persona era buena y noble
escuchando su respiración.
Samuel, en el interior de la cabaña, estaba dudando si salir de la tienda,
pero no podía. Todo le atrapaba. Incluso el viejo apestoso que le recordaba
con cariño a alguien que conocía.
—Dame la pipa. Y que pase lo que Zeus quiera.
El chico agarró la caña con nervios, cerró los ojos y absorbió con todas
sus fuerzas. De pronto le entró un caño de humo alucinógeno que Samuel no
se esperaba.
El muchacho tosió fuertemente, gesticulando, y cayó al suelo
desplomado, perdiendo el conocimiento…

La primera calada…

En la historia, el hombre… tiene conciencia de dónde está, pero le falta


algo para dejar de estar perdido: Saber hacia dónde ir.

Una de las más interesantes aventuras que se nos presentan en la vida es


encontrarle sentido. Sí, es correcto, la vida tiene sentido, pero nos
corresponde a cada uno encontrarle el sentido individual que nos permitirá
aprovechar al máximo nuestra travesía por este mundo. Se trata de
encontrar las respuestas particulares a las preguntas ¿De qué trata la vida?
¿Qué vine a hacer aquí? Son respuestas particulares porque necesitamos
respuestas que nos sirvan a nosotros.

El sentido de la vida se encuentra en la entrega a los demás. En la


puesta al servicio de los demás de nuestros dones, de aquello que sabemos
hacer, es donde normalmente las personas solemos encontrarle el sentido a
esto que es vivir…
15. El segundo día en el desierto

Jueves, 5 de septiembre

A la mañana siguiente, antes de que salieran las primeras luces del día,
Samuel se despertó con el ruido de la gente del poblado. Estaban recogiendo
todas sus pertenencias.
El muchacho, mientras se intentaba incorporar sin mucho éxito, escuchó
una voz que lo reclamaba desde lejos.
—¡Samueeel! ¡Samueeel! —era su amigo que venía vociferando.
Alcibíades corría con el rostro desencajado.
—¿Qué te ha pasado con el chamán? ¿De qué habéis hablado en la
tienda? Me tienes en ascuas. Cuéntame algo. Dime… joder, habla —
zarandeaba Alcibíades a Samuel.
Pero Samuel todavía se encontraba muy perturbado por el efecto de la
droga alucinógena. Lo último que recordaba antes de haber entrado en trance
era la intensa calada que le dio a la pipa dentro de la tienda del hechicero. Y
luego vino la extraña pesadilla. Ahora se encontraba tirado en la tierra, en
plena intemperie y con una manta por encima, junto a un resto de fogata que
había quedado de la noche anterior. Había tenido una especie de sueño muy
extraño, que parecía increíblemente real. No quería hablar del asunto, ya que
no tenía claro qué era todo lo que había visto en el mundo de Morfeo: le daba
vergüenza hablar de semejante chifladura. Eran demasiadas cosas sin pies ni
cabeza.
—¿Estás bien? —preguntaba Alcibíades insistentemente una y otra vez
al ver que su amigo no respondía.
—Sí, calla; ya estoy mejor. Tranquilízate… que me estás volviendo loco
con tantos gritos y preguntas.
—¿Qué ha pasado? Dime algo.
—No lo sé, todavía dudo de lo que he visto. Pero estate tranquilo. Que
de lo que sí estoy completamente convencido es de que son personas
compasivas, hombres de paz. No sé por qué, pero lo siento. Sus caras, su
forma de vida, sus utensilios, las palabras del chamán… no sé, te parecerá
una locura, pero me son familiares, como si ya los conociera desde hace
mucho tiempo.
—Joder, tío. ¿De qué cojones hablas?
—Ahora me duele mucho la cabeza, déjame un rato que se me pase este
mareo, luego hablamos más tranquilos y te respondo a todas tus preguntas.
—¿No habrás bebido vino con el chamán? Sabes que te sienta fatal.
Seguro que tienes resaca —reía Alcibíades.
—Calla. Pareces tonto. ¡He fumado algo muy raro! No sé qué era. Y
encima me ha sugerido el viejo que debería fumar dos veces más antes de
llegar a Delfos.
—Lo que no entiendo es cómo sabía esta gente que íbamos al Santuario.
Creo que nos estaban esperando. No sé cómo, pero estoy convencido de que
conocían perfectamente que íbamos a pasar por este camino.
—Yo tampoco lo sé. Me tratan como si ya me conocieran de toda la
vida. Creo que me confunden con otra persona.
—Bueno, después hablamos de todo esto. Venga, te tienes que levantar
ahora mismo. Que nos van a acompañar muy cerca de Tebas. Ellos pasan por
allí.
—¡Qué casualidad! —dijo Samuel, con ironía.
—Bueno, para mí qué hemos tenido mucha suerte. Y te tengo que dar
otra buena noticia sobre la chica, ¿te acuerdas de ella? La que ayer empezó a
chillar cuando vio tus férulas.
—Sí, ¿qué pasa con ella?
—Habla griego. Como el chamán, que es su padre… incluso mucho
mejor. Nos va a acompañar hasta Delfos. Y su Clan se quedará acampado
cerca de Tebas, esperándonos para nuestra vuelta. Ella se llama Indira. Me
tiene hechizado. ¿Te has fijado en lo buenísima que está?
—No sé, a mí me ha recordado a mi madre, ¡se parece tanto! —Samuel
se frotaba los ojos—. ¡Caramba! Qué mujeriego eres. Estamos aquí en medio
del desierto y con las cosas que nos están pasando y tú pensando en ligarte a
una chica salvaje, creo que no es momento de pensar en eso.
—Bueno, no te enfades. Además, ella me ha comentado que te ayudará a
recordar —se miraron los dos desde muy cerca, y Alcibíades murmuró— ¡No
sé qué tienes que recordar! No lo entiendo. Pero espero que lo sepamos
pronto. Porque esto es demasiado raro para lo que yo normalmente estoy
acostumbrado.
—¿Y el viejo no te ha dicho nada? —decía Samuel, algo trastornado
todavía por el efecto de las plantas alucinógenas.
—No, no lo he visto desde ayer. Solo he hablado con la chica. Y eso es
lo que me ha comentado. No sé nada más. Venga, levanta de una vez por
todas. Que está todo el mundo esperándote. Con la tribu de los Ananda no
nos va a pasar nada, estamos protegidos de los ladrones del desierto, esos
granujas ya no son un problema. Y, además, no tendré que llevar un palo
ardiendo todo el camino, que me dolía el brazo que ni te imaginas. ¡Hemos
tenido mucha suerte, Samuel! Por lo visto la chica conoce la mejor manera de
llegar a Delfos. Seguro que sabe hacer fuego en un instante. Ella está muy
acostumbrada a sobrevivir en cualquier parte.
—Eso ya lo veremos —comentaba Samuel molesto por la nueva
compañía que se había invitado a ella misma sin consultarle. Él tenía un
plano que señalaba detalladamente por dónde tenían que ir, el que le entregó
Aspasia. Lo tenía todo planificado. Al muchacho le gustaba que sus planes
salieran como él tenía pensado y con esta inesperada compañía no sabía
cómo controlar la situación.
—Cualquiera diría que no te agrada que ella venga con nosotros. Y te
aseguro que para mí es todo un placer, por no decir otra cosa. Nunca me
imaginé viajando por el desierto de Beocia con mi mejor amigo, en una mula
que parece mágica y con una india tan rimbombante, que se pasea delante de
mí… casi desnuda. Creo que Eros, el Dios del amor, me ha hecho un regalo.
Algo bueno habré realizado y él me lo está agradeciendo mandándome a
Indira —reía el muchacho.
—No digas más disparates… ¿Pero tú no ves extraño todo esto? —decía
Samuel todavía tendido en el suelo.
—Claro que es insólito. Un viejo que aparenta ser un chamán, con
cabezas reducidas en el cuello, que además te quiere hacer recordar no sé
qué, y una chica salvaje que habla perfectamente griego, que nos quiere
acompañar a Delfos. Joder, claro que es increíble. Pero tienes que reconocer
que hemos tenido mucha suerte encontrándonos con esta gente.
—No entiendo nada… —decía Samuel sin escuchar y con la mirada
pedida.
—Venga, luego seguimos hablando. Tenemos que salir ya, antes que
empiece el calor. Hoy por la noche tenemos que llegar a la ciudad de Tebas
—dijo Alcibíades.
Todo el campamento estaba esperando a que se incorporaran Samuel y
Alcibíades al grupo. Ya estaba todo recogido. Las enormes tiendas ya no se
veían. No se sabe cómo, pero todo estaba guardado y todo el mundo montado
en sus camellos. Era increíble lo eficientes que eran en el poblado de los
Ananda a la hora de trabajar en equipo. Se subieron los dos en la mula y
empezó la marcha de todo el clan.
—Kia, kia, kia —decía Samuel con todas sus fuerzas cada vez que la
mula se paraba.
La caravana se deslizaba como una gigantesca oruga a través de las
vastas praderas que se extendían hasta el horizonte. Se desplazaba a gran
velocidad. La mula seguía implacable al mismo ritmo trepidante que
imponían los camellos. Nunca se le veía fatigarse, todo lo contrario. Siempre
iba sonriendo, enseñando sus dos formidables paletones. Era el centro de
atención de los indígenas, que la mimaban con devoción. Le traían comida y
agua, la cepillaban y la adornaban con cintas de colores. Para ellos las mulas
eran animales sagrados. Incluso mágicos.
La chica estuvo durante toda la mañana explicándoles a los muchachos
cosas relacionadas con su poblado. En una ocasión les contó que los
habitantes de la tribu de los Ananda vivían con extrema austeridad, de lo
poco que le proporcionaba el desierto, o cualquier lugar donde fueran. Ellos
viajaban por todo el mundo. Tenían una cualidad especial para encontrar agua
y comida en cualquier parte, cuando fuera preciso. Estaban abiertos a lo que
el universo les ofrecía, y siempre la naturaleza algo les traía diariamente, solo
había que estar atento a ello. Era una cualidad que hacía fácil vivir en las
peores circunstancias. Ellos creían en los milagros. Ya que para los Ananda
era normal recibir lo que se necesitaba en el momento más adecuado. Solo
había que pedirlo. Esta forma de pensar tan poco lógica a Samuel le dejaba
inquieto, no la entendía, aunque todo le parecía familiar.
Así siguieron hablando los tres durante mucho tiempo. Intercambiando
opiniones de cómo se vivían en sus sociedades. La chica también escuchaba
atentamente las cosas tan raras que le contaban los chavales sobre Atenas.
Avanzaban por pequeños senderos casi invisibles, subiendo imponentes
dunas. Y al medio día… el viento empezó a surgir cada vez más poderoso. La
arenilla se clavaba con la fuerza de alfileres en la cara. Ahora toda la
caravana siguió su marcha en fila de uno, en riguroso silencio, ya que eran
momentos muy incómodos. Todo el mundo se puso un pañuelo atado en el
cuello, para proteger el rostro y los ojos de la tormenta de arena. La chica se
encargó de atárselo a Samuel.
No pudieron ni siquiera parar un rato para comer o descansar, ya que el
huracán no les dio tregua, y tampoco vieron un lugar donde cobijarse. Los
muchachos se alegraron profundamente de ir acompañados en esos difíciles
momentos. No sabrían qué hubiese pasado si esta ventisca les hubiera cogido
a los dos a solas.
Pero poco a poco, a lo largo del día, el paisaje fue cambiando. El viento
fue aminorando. El desierto empezó a desaparecer. La vegetación era cada
vez más visible. Incluso empezaron a aparecer árboles frutales. Era buena
señal. Estaban muy cerca de Tebas.
Aprovecharon para quitarse los pañuelos de la cara y de camino sacar las
cantimploras, beber y comer algo, pero sin bajarse de los animales.
—No entiendo por qué no pasamos la noche en la ciudad de Tebas —
resopló Alcibíades a su amigo nada más quitarse el pañuelo de la cara—. Allí
nos podríamos lavar, que dentro de poco tendré el mismo olor que tiene el
Chaman. Tengo los sobacos escocidos y la raja del culo llenita de arena.
—Tebas, la gran ciudad de las cien puertas, es una metrópoli que nos
tiene mucho rencor a los atenienses —decía Samuel—. Y te recuerdo que
nosotros somos atenienses, tenemos el típico acento de Atenas. Se darían
cuenta de nuestra procedencia enseguida. Seguro que nos meteríamos en líos
con mucha facilidad. Mejor pasamos la noche con la tribu, lindando con
Tebas, fuera de peligro.
—¿Por qué nos tienen tanta manía los tebanos? ¿Qué les hemos hecho?
—preguntaba Alcibíades sentado en la mula detrás de Samuel.
—Qué inculto eres —dijo Samuel
—No es necesario insultar —dijo molesto Alcibíades—, te pasas mucho
conmigo.
—Tebas, hasta el año 457, lideraba la confederación de ciudades de
Beocia, esta zona del mundo griego, hasta que los atenienses en la batalla de
Enofitas se la arrebatamos. Aunque ellos, desde el año 447, son
independientes de nosotros, pero, no han olvidado lo que pasó. Ahora los
líderes de la mayoría de ciudades griegas somos nosotros, los atenienses,
incluyendo las del desierto de Beocia.
—Mejor nos quedamos con el poblado nómada —decía Alcibíades
convencido por la escrupulosa explicación de su amigo.
Más adelante, en la cabeza de la caravana iba el chamán con su hija
Indira
—Papá, ¿estás seguro de que este muchacho es Ananda?
—No tengo la menor duda, le he visto la mancha en la piel con forma de
elefante.
—¿Le has hecho la prueba de las doce figuras?
—Sí. Ha cogido las dos figuritas que eran suyas. Las ha reconocido al
instante. Además, sabíamos por las estrellas que esta segunda vez vendría en
el cuerpo de un niño sin fuerzas en las manos y pies.
—Pero ¿por qué no recuerda todavía quién es?
—Ten en cuenta que nadie recuerda quién es a lo largo de una vida. Solo
algunos, muy pocos, los elegidos como él, pueden recordar. Pero requiere su
tiempo. Hay que esperar. Hace muy poco que ha fumado su primera calada
en la pipa sagrada, deja que haga su efecto. Si él es quien creemos que es, en
tres días despertará, la pitia Diotima terminará el trabajo. En cada sueño irá
recordando muchas anécdotas de su pasado. Hay que esperar, no queda más
remedio.
—Pero sí él es tan transcendental, ¿por qué no tiene fuerza en las manos?
—No estoy seguro. Pero indudablemente nos querrá dar una nueva
lección. Tenemos que estar atentos. Ten en cuenta que, con su discapacidad,
sus proezas serán mayores. Más gloriosas.
—¿Y yo para qué le tengo que acompañar a Delfos?
—Tienes que protegerlo. El desierto es muy peligroso. Y mientras que él
no sepa quién es, está indefenso ante los bandidos del desierto, ante los
escorpiones, ante las serpientes, de las tormentas y ante casi todo. Ahora
Samuel es muy frágil.
—¿Por qué no vamos todos? No lo entiendo.
—¿El poblado entero de los Anandas a Delfos? Llamaríamos mucho la
atención. Nos pararían y seguramente pondríamos en peligro la misión.
Mejor lo acompañas tú, aprenderás muchas cosas, es alguien muy especial,
pero de momento es solo un muchacho de ciudad. Estará muy influenciado
por la lógica de los científicos griegos, no le será cómodo aceptar quién es.
Además, tú le tienes que ayudar a recordar cuando sea preciso. Porque muy
pronto te va a hacer muchas preguntas. Tienes que estar ahí para su
nacimiento.
—De acuerdo, padre. Lo que tú mandes.
A lo lejos se veían las luces de la gran ciudad de Tebas. Estaban cerca, y
ya era de noche. El chamán levantó la mano para acampar en una zona en la
que había agua para los camellos. Los Ananda preferían la intimidad de sus
cómodas tiendas de cuero a las casas de adobe de la ciudad de Tebas.
Los muchachos y la chica decidieron pasar la noche en la tribu, en la
misma tienda, para ir conociéndose. Al día siguiente se despedirían de todos
para coger rumbo hacia Delfos. A la vuelta Indira se volvería a incorporar a
su clan y los chicos marcharían para Atenas.
Una vez montadas las tiendas, el chamán le dijo a su hija:
—Has hecho un buen trabajo en Atenas.
—Gracias, papá. Solo he hecho lo que tú me pediste.
—No seas tan humilde, hija. Le tuviste que regalar hábilmente a la chica
de la panadería el juego de Dionisio, sin que ella sospechara, hablar con
Aspasia y por último pedirle a Sócrates que le contara al chico si por
casualidad fuera a visitarlo lo que le pasó a él con Delfos. Y tú sabes muy
bien que hablar con Sócrates no es un regalito. Gracias a todos esos pasos el
muchacho empezó a planificar este viaje.
—¿Y cómo sabías que el muchacho estaba buscando su elemento para
guiarlo a Delfos? —preguntó Indira intrigada.
—En Atenas hay un sabio, un científico, se llama Demócrito. Yo no
tengo el gusto de conocerlo, pero lo sé desde hace tiempo por Aspasia, ella
me lo confesó una vez. Por lo visto Demócrito es el tutor de Samuel en el
Ágora.
—¿Qué es el Ágora? —preguntó Indira.
—La academia que fundo Anaxágoras. Otro sabio. El abuelo de Samuel.
Bueno, como iba diciendo, todos los años en el último curso Demócrito les
pide a sus alumnos que busquen su elemento. Y este año le tocaba a Samuel,
es su último curso en la academia. He estado esperando este momento
durante mucho tiempo. No ha sido nada fácil llegar a un acuerdo con tanta
gente, aunque todos me deben grandes favores. Sobre todo, Aspasia. Si no
fuera por mí, la hubieran matado hace mucho tiempo en Delfos, cuando era
Sacerdotisa. Pero la pieza clave y fundamental has sido tú. Gracias, hija.
—Solo he hecho lo que me has pedido, nada más.
—Luego, todo lo demás fueron cálculos menores, como por ejemplo que
la matrona mandaría a su hijo a ver a Aspasia. Pero de todo lo que he tenido
que hacer, lo más duro para mí ha sido aprender griego. Ha sido una labor
insoportable, y todo para estar aquí hoy con él. Pero al final ha valido la pena,
ya que Ananda en su ciudad, Atenas, nunca hubiera recordado nada de su
pasado. Los sabios de la razón nunca le hubieran dado la oportunidad de
creer en el mundo de los milagros. Lo has ejecutado todo a la perfección.
—Gracias por tus palabras —dijo Indira mirando con cariño a su anciano
padre.
—Pronto tu vida cambiará radicalmente. Este encuentro con el
muchacho no solo le afecta a él. Tu pasado y tu futuro se encontrarán.
—No entiendo lo que me dices padre. Pero sabes que confío plenamente
en ti. Lo que tenga que venir, lo aceptaré.
Una vez que estuvieron todas las tiendas montadas, se dispuso la tribu
alrededor de un gran fuego. Empezaron a cantar unas melodías en una lengua
que los chicos desconocían. Y empezaron a pasarse un gran cuenco para
comer. Era una especie de pasta blanca muy desagradable a la vista. El bol,
comido de mugre, iba pasando de persona a persona, y todos metían la mano
en el roñoso bol para llevarse la comida a la boca. Pero una vez que llego a
Samuel, el muchacho rechazó la vasija. El chico siempre había sido muy
quisquilloso para comer donde otros comen con los mismos cubiertos, eso no
lo podía evitar, le repugnaba hacer eso. Y con lo roñoso que estaba el bol no
quiso ni probarlo. En ese momento se levantó Indira y le ayudó con cariño y
dulzura con sus propias manos a comer del cuenco. Samuel se dejó, y comió,
entendió que era lo mejor para no molestar a nadie. Además, había algo en
Indira que le daba confianza.
A continuación, el chamán se puso en pie y pronuncio unas palabras en
aquella extraña lengua. Todo el poblado se puso a bailar alrededor de la
fogata.
—Están todos locos de remate —le confesó Alcibíades a Samuel en el
oído—, ¿no crees?
—¿Qué habrá dicho? Espero no haber molestado a nadie rechazando esa
comida, pero la verdad es que me daba asco. Qué mal aspecto tenía. Prefiero
comer algo de lo que nosotros traemos. Que, por cierto, ¿queda algo?
—Algo de cebolla queda. Pero solo para hoy. Para mañana no hay nada.
—Guárdalas para después y nos las comemos en la tienda.
—No te preocupes. Luego le preguntamos a Indira qué habrá dicho su
padre… A mí sí que me hubiera gustado que la chica me hubiera dado de
comer. ¿Te has fijado lo rica que está la india? ¿Cómo se mueve? Creo que
me he enamorado.
—¡Pareces tonto! Siempre estás igual. Ven y sígueme.
Samuel se levantó y Alcibíades lo siguió de cerca. Se alejaron del fuego.
Querían pasear, tenían que hablar de muchas cosas. Los acontecimientos
estaban cambiando mucho el panorama.
—Samuel… ¿Tú crees que vale la pena ir a Delfos? —dijo Alcibíades
una vez alejados de la candela.
—¿Y a estas alturas del viaje me lo preguntas?
—No sé. Es que es todo tan irreal.
A esto que entre la oscuridad aparece sigilosamente Indira sin hacer nada
de ruido.
—Joder, Indira, pareces una gata. Eres muy sigilosa —dijo Alcibíades
babeando, sin poder disimular.
—Lo aprendí de pequeña. Es una cualidad que tenemos todos los de mi
tribu. Para cazar en la oscuridad. Nos hacemos imperceptible para los oídos y
los ojos.
—¿Por qué quieres venir a Delfos con nosotros? —preguntó Samuel sin
ocultar que estaba molesto, dándole la espalda a la chica.
—Para enseñaros la mejor ruta —dijo Indira poniéndose delante de
Samuel, forzándole para que le mirara a la cara.
—Ya conocemos la ruta perfectamente —respondió Samuel,
desafiándola—, tengo un mapa —en ese momento Samuel sacó el plano de
su himatión y se lo mostró a ella.
—La chica le quitó la hoja a Samuel de un tirón y lo partió en varios
trocitos. Luego lo tiró al suelo riéndose.
En ese momento Alcibíades le puso la mano en la boca a Samuel. Antes
de que su amigo le soltara un torbellino de insultos. Pero Samuel le indicó
con una señal que no pasaba nada, que lo soltara.
—Niña —Samuel cerró los ojos, y respiró profundamente para relajarse
— ¿Por qué has hecho eso? ¡Perra!
—Sé perfectamente el camino más seguro y corto para llegar a Delfos. Y
que sepas que no soy ninguna perra. Aparte de que creo que dos chicos de
ciudad, mimados e inexpertos, en el desierto durarían muy poco tiempo
vivos, aunque sea el pequeño desierto de Beocia. Seguro que acabáis muerto
por la sed o asesinados por las bandas de ladrones. No tenéis ni la menor idea
de dónde os estáis metiendo. Pero tranquilos, que yo estoy aquí para salvaros
—dijo con sonrisa torcida.
—¿Y tú que ganas con todo esto? —preguntó Samuel.
—Nunca he entrado en el Templo de Delfos. Tengo mucha curiosidad
por conocer qué veis los griegos allí. Además, tengo que ayudarte a recordar.
O más bien, a despertar.
—Ya estoy despierto, ¿Quieres que te pegue una bofetada con mi mano
tonta para que veas que esto no es un sueño y no hay que despertar de
ninguna pesadilla?
—¿Eso es lo que tú crees? Todo lo que ves ahora es una ilusión. Incluso
tu nombre. Cuando despiertes lo entenderás.
—Entonces, ¿cuál es mi nombre?
—Según mi padre tú eres A-n-a-n-d-a —dijo ella deletreando— aunque
yo, sinceramente, tengo mis dudas.
Los dos amigos se miraron y empezaron a reírse sin control.
—Ananda, Ananda, Ananda, Ananda… —se reían burlándose de la
chica, que cada vez estaba más colorada.
Ella muy seria y disgustada se dio la vuelta y se marchó por donde había
llegado. En un instante desapareció.
—Esta chica será muy atractiva, pero está chiflada —decía Alcibíades—.
Ananda, Ananda, Ananda… Con lo guapa que es y está loca. ¡Qué pena!
—De todos modos, mañana le pedimos perdón a Indira.
—No tendremos que esperar a mañana, ella duerme en la misma tienda,
con nosotros.
—Luego nos disculpamos. Tengo que reconocer que ha faltado muy
poco para darle un sopapo a esta niñata con mi mano inútil. Pero hay que ser
inteligente y ella nos será muy beneficiosa para este peligroso viaje, no lo
olvides.
—¡Qué buena está la loca! —decía Alcibíades.
Se escuchaba a los chacales hacer ruido, acercándose en la espesa
oscuridad…
—Samuel, ¿te acuerdas de tus padres?
—Sí, mucho. Y de Sofía. Desde el otro día somos novios.
—Yo me lo imaginaba. Me dijo ella que te lo quería pedir.
—Venga, vámonos que se escuchan animales salvajes cada vez más
cerca, y deja de cotillear en lo que no te interesa —se rieron los dos.
Entraron los dos mancebos en la tienda que habían preparado para ellos.
Sin hacer ruido, creyendo que la chica ya estaría dentro durmiendo. Pero
Indira todavía no había llegado. Se comieron una cebolla cruda sin apenas
hablar, se acostaron y enseguida se quedaron dormidos. Estaban reventados.
Al poco tiempo entró la chica, que despertando suavemente a Samuel le
ofreció en silencio una calada de la pipa de Manute. El muchacho medio
dormido, mareado y confundido, creyendo que todo era un sueño, accedió a
fumar sin pensarlo ni un momento. Después de tragar el humo tosió varias
veces y enseguida quedó en un trance profundo. Los parpados le temblaban a
mucha velocidad… ya estaba en el mundo de Morfeo.
Indira se acostó cerca de Samuel. Intentando ver en su respiración qué
era eso que lo hacía tan especial. Lo veía tan desvalido que no entendía que él
fuera Ananda. El fundador de su pueblo. Al poco tiempo también se quedó
dormida, acurrucada junto a él.

La segunda calada…

“¿Dioses? tal vez los haya. Ni lo afirmo ni lo niego, porque no lo sé ni


tengo medios para saberlo. Pero sé, porque esto me lo enseña diariamente la
vida, que si existen ni se ocupan ni se preocupan de nosotros”.

Epicuro de Samos
341 a.C. – 270 a.C.
Filósofo griego
16. El tercer día en el desierto

Viernes, 6 de septiembre del año 435 a.C.

—¿Qué te pasa Samuel? —le preguntaba Alcibíades alarmado.


—No le ocurre nada. Déjalo y no lo zarandees más —dijo Indira
ásperamente, que entraba justo en ese momento en la tienda—, lleva así toda
la noche.
—Es que suda mucho —decía Alcibíades secándole la frente a su amigo
con un trapo.
—Ya te lo he dicho, no corre ningún peligro. Está reaccionando tal y
como se esperaba. Si es quien dice mi padre que es, nacerá mañana en Delfos
un nuevo ser, superior a todos nosotros… para guiarnos.
—¡Calla! Y no digas más estupideces. ¿Guiarnos? Las cosas que hay que
escuchar. Por cierto… Anoche no te vi llegar, ¿dónde has dormido?
—Cuando llegué a la tienda ya estabais los dos dormiditos y babeando
como dos crías de lobos.
—No te burles, pícara. ¡Yo no babeo! Estás muy antipática esta mañana,
ayer eras mucho más educada.
—Yo diría que sí. Pero os habéis burlado de mí. Y eso no se lo consiento
a nadie.
—Creo que te lo estás tomando muy a pecho. ¿Qué te dijimos?, yo ya ni
me acuerdo.
—¿Por qué no creéis lo que os conté ayer sobre Ananda?
—Es que es muy difícil aceptar algo así.
—Difícil es que llegarais vivos a Delfos sin mi ayuda.
—Te veo muy segura de todo, y solo eres una mocosa. No me gusta la
gente tan prepotente.
—¿Entonces por qué me miras tanto? Me comes con la mirada. Crees
que no me he dado cuenta, niño rico. —Ella acaricio con mofa la fina túnica
de Alcibíades.
—No sé de lo que me hablas —Alcibíades se puso colorado por el
comentario— ¿Y cómo sabes que yo soy rico?
—No soy una niña, soy ya una mujer, mayor que tú. Reconoces que te
sientes atraído incontroladamente hacia mí —dijo Indira muy juguetona,
martirizando al muchacho—, ¿qué te crees que soy como las chicas bobas
que hay en tu ciudad? Te equivocas conmigo…
—Yo no te miro, eres una creída. Más quisieras tú, chiquilla salvaje, que
yo te mirara. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis. Y tú, catorce. Lo sé todo sobre vosotros, pequeño
aristócrata.
—Tengo prácticamente quince años. Casi la misma edad que Samuel. Él
nació dos semanas antes que yo.
—Lo dicho, soy mayor que tú —dijo ella.
—¿Quién te ha contado todo lo que sabes?
Se callaron los dos al unísono al escuchar a Samuel jadear fuertemente.
Alcibíades no paraba de limpiarle el sudor de la frente a su amigo.
—Tranquilo, que no le pasa nada —dijo Indira una vez más—, esto que
le está ocurriendo a tu amigo lo he visto en otras ocasiones. Siempre pasa así,
la única diferencia que con él todo está sucediendo mucho más rápido de lo
habitual. Se ve que es un chico singular. Normalmente, las pesadillas como
muy pronto empiezan veinte o treinta días después de aspirar los humos
sagrados. Antes, nunca. Y la mayoría de los aspirantes a recordar su pasado
ni siquiera logran conseguirlo, nunca llegan a tener las pesadillas que Samuel
ya está teniendo. Con él ha comenzado el mismo día que probó la droga
alucinógena. Reconozco que es increíble.
—Mi amigo será un cascarrabias, un quisquilloso, un sabelotodo, incluso
en ocasiones bastante pedante, pero te aseguro que es incomparable en todos
los sentidos, ya te darás cuenta, niña engreída. Como le pase algo por lo que
le habéis dado te vas a enterar de lo que es bueno.
—Relájate, por favor, solo está recordando. A través de los sueños.
Déjalo dormir un poco más… Dentro de poco se espabilará y nos iremos. No
es bueno que lo despertemos súbitamente en pleno trance.
—¿Por qué sueña de esa manera tan intensa? Parece que se esté peleando
con alguien. Está muy alterado. Y tiene los brazos arañados. Esto no me
gusta nada.
—Ya te lo he dicho, todo es normal. A través de los sueños inducidos
podemos acceder a otras vidas. Otras dimensiones donde el tiempo trascurre
de otra manera. El presente, el pasado y el futuro son la misma cosa. Los
gatos saben mucho de todo esto, usan el mundo onírico para ver cosas que
todavía no han ocurrido. Un gato sabe perfectamente cuando su amo decide
venir a casa, mucho antes de que su dueño lo haya decidido, preparándose
para la venida de su dueño. Todo eso lo ve en el mundo de Morfeo. Son
puertas que dan al pasado y al futuro. Ellos la usan a diario. Samuel ahora,
gracias a los humos aspirados, está descubriendo quién fue. Solo es eso. Un
viaje a su pasado en otra vida. Tranquilízate, criatura. Su auténtico potencial
se está despertando.
—Ya estáis otra vez con lo de recordar. Qué pesada te pones con eso.
Además, yo no soy ninguna criatura, tú sí que eres una criatura, salvaje —
hubo un silencio. Samuel respiraba con dificultad.
—Y según tú padre, ¿Samuel quién es, un tal Ananda?
—Sí. Por fin lo has entendido. Te cuesta mucho entender las cosas,
General Alcibíades.
—Yo no soy un General, deja de burlarte de mí.
—Lo serás. Pero… luego… traicionarás a tu pueblo —el chico miraba
aterrado a Indira, sin comprender sus palabras.
—Yo al principio tampoco me lo quería creer. Veía a Samuel tan frágil,
pero después de ver cómo está reaccionando con el humo sagrado, estoy
cambiando de parecer. Creo que mi padre tiene razón.
—La verdad es que es alucinante toda esta historia tan poco creíble.
Tienes que reconocer que tú y tu padre tenéis mucha imaginación. Menos mal
que el señor Filolao no está aquí para escuchar semejantes fantasías. Ya que
se formaría una carnicería sin control. No conocéis a Filolao. Si le pasa algo a
Samuel, él os matará. Eso tenlo seguro.
—Uno de los motivos por lo que hemos hecho todo lo posible para que
este encuentro sea fuera de Atenas, era por evitar a su familia, especialmente
por Filolao de Crotona. Sabemos muy bien quién es y cómo podría
reaccionar. Aunque yo no lo conozco personalmente. Pero por lo que me ha
dicho mi padre tiene que ser un tarado de mucho cuidado. Además, hemos
querido evitar a los sabios de la razón. Los alumnos del viejo Anaxágoras.
Por eso estamos aquí en pleno desierto. Alejados de vuestro mundo de la
lógica, cuadriculado y limitado.
—Déjame en paz, loca.
—¡Mira, la pipa ya está haciendo su efecto! —decía ella señalando a
Samuel con su poderosa mano, mientras el chico se movía con sacudidas y
espasmos.
—¡Qué dices! ¿Quieres dejarlo de una vez por todas? Él nunca ha tenido
una vida fácil, y aun así ha salido adelante, sin fuerzas en los brazos ni en los
pies, y a pesar de todo es uno más entre nosotros. Está perfectamente
integrado en la ciudad. Incluso más que eso. Es el más preparado de la clase,
la persona más capaz que yo he conocido; el alumno predilecto de
Demócrito, y eso te aseguro que no es tarea fácil. Samuel no le tiene miedo a
nadie ni a nada. ¡Déjame en paz con esas historias de pueblos arcaicos!
—Normal que sea el más listo de la clase. Es el maestro Ananda. Un dios
rencarnado en el cuerpo de un inmortal. Nuestro guía. En mi país, le dicen
Brahma. Tiene cuerpo humano y cuatro cabezas para mirar a todas las
direcciones, pero para mi tribu, es Ananda.
—¡Calla, chiflada! —gritó Alcibíades.
—Al final lo vas a despertar antes de tiempo con tantas voces. Relájate,
chiquillo.
—Contigo estaremos hasta Delfos. Luego no nos veremos nunca más.
Reconozco que no tenemos muchas posibilidades de llegar al Santuario si
vamos solos, pero no te pases. Estoy a punto de mandaros a tomar por saco
de un momento a otro, a ti y a tu padre ¡Y si grito es por tu culpa! Tú eres la
que me haces gritar y enfadarme con tus extravagancias —Samuel empezó a
tener un fuerte acceso de tos, se miraron austeramente.
—Él eligió volver al mundo tal como es ahora mismo, con esa
discapacidad. Sin fuerza en las manos. Tenlo presente.
—¿Qué me estás contando? ¿Que Samuel eligió nacer sin fuerzas? ¡Esto
es una broma de mal gusto!
—Dentro de poco lo entenderás y me pedirás disculpas, por cómo me
estás tratando. Pero te informo que nosotros, todas las personas, antes de
nacer, elegimos el tipo de vida que vamos a tener. Y por algún motivo,
Samuel, Ananda o Brahma ha elegido venir así. Sin destreza manual. Yo
tampoco entiendo por qué lo ha hecho de ese modo, pero es un hecho y
punto. Él tendrá sus motivos.
—Nosotros no creemos en rencarnaciones. Mejor que Samuel no te
escuche; él odia esa palabra. Se burla cruelmente de ese tipo de creencias
orientales. Yo que tú no le comentaría nada de todo esto que me estás
diciendo.
—Lo creas o no, Ananda, el que antes fue Brahma, se ha rencarnado
ahora en Samuel. Aunque todavía no lo recuerda. Le hemos hecho la prueba.
Y no hay la menor duda, es Ananda. Además, tiene una marca de nacimiento.
Ya te he dicho que yo tampoco me lo creía, pero después de cómo está
reaccionando con la pipa está claro. No hay duda, es una divinidad en el
cuerpo de un discapacitado.
Alcibíades se quedó callado y mirando fijamente a su amigo, que seguía
sudando compulsivamente y hablando en sueños.
—Yo os voy a acompañar a Delfos —dijo calmadamente Indira,
apretando con su potente mano en forma de pinza el brazo del muchacho—.
Pero deja de chincharme, se me está agotando la paciencia.
—¡Suéltame! Que me haces daño —dijo el chaval asustado por la
impresionante fuerza que poseía Indira— ¡Joder, tía! Casi me partes el brazo.
—Sí por casualidad yo y mi padre nos hemos equivocado de persona y
Samuel no es Ananda, te prometo que nos iremos. Y nunca más sabréis de
nosotros. Nos marcharemos a la India y no escucharéis jamás el nombre de
Indira. ¿Vale?
—Vale. Trato hecho —decía el muchacho masajeándose el brazo. Lo
tenía dolorido—, hasta que no se demuestre eso que tú dices no sigas más con
esa historia macabra de Ananda.
—Que sepas que mi padre jamás se ha equivocado a la hora de reconocer
a alguien que ha vuelto a la vida.
Seguidamente, la chica le arrojó al muchacho un costal con ropa y le dijo
con voz iracunda que tenían que ponerse la indumentaria que había en su
interior. Ellos dos estaban vestidos de una forma inadecuada para viajar por
el desierto. Llamaban mucho la atención con esas túnicas tan lujosas.
—¡Venga, ayúdame! —dijo Indira— Tenemos que vestir a Samuel con
este atuendo. No perdamos más tiempo. Mientras duerme lo podemos hacer
con cuidado, para no despertarlo.
—Pero ¿qué quieres desnudarlo? ¿aquí y ahora? —preguntaba
Alcibíades desconcertado, viendo que la chica no tenía ningún pudor.
—¡Claro! ¿Entonces cómo le vestimos? Habrá que quitarle la ropa ¿no?
¿O cómo hacéis en Atenas para cambiaros?
Le quitaron el himatión a Samuel y lo vistieron con la nueva
indumentaria. Luego Alcibíades hizo lo mismo. Se cambió de espaldas a la
chica y con mucha vergüenza, ya que Indira no paraba de reírse al verlo sin
ropa. Se burlaba de su flacucho cuerpo.
—Y si estás en lo cierto y por casualidad tienes razón —dijo Alcibíades
aturdido por la presión—, ¿qué pasaría?
—Uf, ¿ya estás dudando? —dijo Indira, con una sonrisa socarrona.
—Vete a tomar viento fresco. Dime, ¿qué pasaría?
—No sé qué pasaría. Posiblemente Samuel… se venga con nosotros a su
verdadera casa, con su pueblo y por decisión propia a Kuru, la India. Tiene
que terminar un trabajo que se quedó sin finalizar. Y solo él sabe concluirlo.
Pero lo que pasará en realidad no lo sabe nadie. Ni mi padre ha podido
averiguarlo. Lo que sí que está claro es que muchas cosas van a cambiar si él
es Ananda, pero las estrellas no nos quieren decir los cambios que vienen con
la llegada de nuestro antiguo líder.
—La verdad, dudo que mi amigo abandone a su querida Atenas, a su
amada madre y a su gran apoyo, su padre, que, aunque hay que reconocer que
está loco de remate, Samuel lo adora. Tampoco puedo imaginar que
abandone a sus amigos de la infancia y a la filosofía de Grecia… Pero sobre
todo a su futura mujer, Sofía. Todo apunta a que pronto se convertirá en uno
de los más grandes sabios de Grecia. Eso es lo que dijo el otro día en clase
Demócrito. Es imposible eso que esperáis. Samuel nunca se marcharía a la
India.
—Ya veremos. Eso lo sabremos muy pronto.
Samuel pegó un grito que silenció todo el poblado.
—Tranquilo que no le pasa nada —Indira volvió a callar a su amigo.
—Ananda, en sánscrito, significa alegría suprema. La última vez que
nació fue hace ciento sesenta y tres años, en Kuru, en la región de Haryana,
en la India. Fue allí donde Ananda comenzó la codificación y la traducción de
los textos védicos. Son los textos más antiguos de la humanidad. Cuando se
empezaron a escribir los Vedas, la ciudad de Troya ni siquiera existía. Son
textos sagrados que pueden clasificarse básicamente en dos: shruti y smriti.
Él es el guardián del Darma. Ananda tiene que volver al Nous. Él es el único
que conoce dónde se encuentran escondidos esos venerables libros. Ahí está
la solución a todos los problemas. Se escribieron en una época donde se
comprendía todo el conocimiento del universo. Cuando las personas sabían
perfectamente que eran dioses.
Alcibíades estaba maravillado escuchando a Indira. Todo le pareció un
disparate. Pero como la chica lo contaba con tanta pasión, no quiso
interrumpirla.
—Ananda, hace ciento veinte años, fundó nuestra tribu, los Ananda. Mi
padre es su único discípulo directo vivo. Pero nunca llegó a transmitirle
dónde están los Vedas, los libros sagrados. Ya que Ananda murió
súbitamente, y mi padre todavía era muy joven e inexperto para dichas
enseñanzas. Se perdió todo el saber de cientos, miles de años. Ahí se explica
el origen del mundo y su final. Y no solo eso, en esos libros hay hechizos
muy poderosos para dominar la naturaleza y ser inmortal. Esos libros tienen
que estar a buen recaudo, es muy peligroso que alguien no preparado los
encuentre —El tambor de la tribu empezó a sonar con su particular ritmo—.
Mi padre está muy mayor, pronto morirá y se marchará a rencarnarse en otro
ser. Ananda nuevamente nos tiene que volver a guiar. O por lo menos
transmitirnos su sabiduría para que no se pierda. Si no trasmite todo ese
conocimiento muy pronto desapareceremos.
—Joder, no sé qué decir —dijo Alcibíades alucinado— ¡Qué historia
más asombrosa! Y tan poco creíble, la verdad.
—Todo lo que vemos es maya, ilusión. Y Ananda nos tiene que guiar
para que despertemos de una vez.
—Si te quieres ahorrar algunas burlas, mofas y sarcasmos por parte de
Samuel, que te aseguro que para eso es el mejor, el más dañino y agudo, yo
que tú no le comentaría este cuento tan inverosímil. Para él estos temas
mitológicos son de pueblos muy incultos, y Samuel es bastante borde con
quien tiene estas ideas.
—¿Borde? —dijo Indira sin comprender ese término.
—Sí… maleducado, brusco, grosero, tirano... Y te va a humillar como
nunca nadie te ha humillado antes. Samuel se cachondea de la tradición,
especialmente de los misticismos orientales. Para él estas cosas son
tradiciones de tribus primitivas. Lo que le falta de fuerza en las manos, lo
tiene sobradamente en su lengua. Ten cuidado, que te puede hacer mucho
daño.
—Bueno, de momento esta conversación que quede entre nosotros. No le
comentes nada a tu amigo. Me lo tienes que prometer.
—Te lo prometo. No te preocupes… Pero no hablemos más de este tema,
que tengo el estómago agitado de escucharte.

En ese momento Samuel abrió los ojos y vio a su amigo Alcibíades y a


Indira mirándolo fijamente sin decir nada, pasmados.
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miráis así? —dijo Samuel, aturdido.
—Es que no sabíamos qué hacer. Te íbamos a despertar.
—Qué raros estáis. Caramba, deberíais haberme sacudido. ¿Y por qué
estoy vestido así? Parezco un persa.
—Así viajarás mucho mejor que con esa túnica que llevabas. No estamos
en Atenas, estamos en el desierto —dijo Indira.
—¿Estás bien Samuel? —preguntó Alcibíades— Estabas hablando en
sueños
—Sí. Estoy bien. Bueno, un poco mareado. He tenido varias pesadillas, y
creo que me he despertado varias veces, pero ahora no me acuerdo de nada
—decía Samuel mirándose la extraña ropa que llevaba puesta.
—¿No te acuerdas de nada? —dijo Indira, sorprendida y algo incrédula.
—No. Ahora no me acuerdo, solo sé que han sido varias pesadillas a lo
largo de toda la noche. Pero ahora no pongo ninguna en pie.
—¿Me puedes hacer un favor, Samuel? —dijo Indira con cara de ternura
forzada.
—Sí, ¿el qué?
—Mañana, bueno, esta próxima madrugada, si por casualidad tienes
alguna pesadilla, cuando despiertes la apuntas en esta tablilla de cera —Indira
le entregaba la tablilla con un punzón—, lo que sea, relacionado con el sueño
que hayas tenido. Lo apuntas, luego si quieres, sigues durmiendo. Con ese
pequeño dato luego podremos tirar del hilo a la mañana siguiente, yo te
enseñaré, es sencillo volver a recordar lo que has soñado cuando apuntas
alguna pequeña anécdota. Yo te ayudaré a recordar. Es un truco egipcio muy
conocido por los habitantes del Nilo. Para rescatar los sueños que se han
tenido en la noche. Suelen desaparecer como el humo a lo largo de la
mañana.
—Vale, lo haré, aunque no entiendo la importancia de recordar un sueño,
pero si te hace ilusión lo haré.
—Gracias —dijo Indira mientras Alcibíades miraba la escena
sorprendido. Era la primera vez que Samuel aceptaba hacer algo que no
tuviera una lógica aplastante.

Los chavales salieron de la tienda. El poblado estaba en pie, afuera todos


permanecían en silencio, esperando pacientemente a que se comenzara con lo
esperado. Manute, el chamán, les ofreció a los tres jóvenes sus mejores
camellos para que el viaje fuera lo más rápido y cómodo posible. Pero
Samuel prefirió ir en la mula. No consintió separarse de ella. Alcibíades se
sintió muy aliviado, ya que comprobó que su camarada de siempre seguía
teniendo su carácter inquebrantable. Quería creer que no había cambiado
nada en él, y que la historia que Indira le había contado era algo absurdo e
imposible, que provenía de una mente desequilibrada como la de ella.
Amarraron el equipaje a los animales. Samuel fue ayudado para subir a
Minos. Indira se subió en un camello al igual que Alcibíades, que se subió en
otro.
—Tenéis que partir ya —dijo el chamán mirando a Samuel— si todo sale
bien y no hay contratiempo, esta noche llegaréis a Delfos. Sé que es un
trayecto muy largo para hacer en un solo día, pero si no se hace así, mañana
no estaréis a tiempo en el Templo para llegar a la hora acordada. No debéis
pasar la noche en el interior de la ciudad. Mejor fuera de sus murallas. Para
no llamar la atención. Indira sabe dónde hay una cueva, es muy cómoda y
segura. Estaréis más tranquilos allí, alejados de las miradas de los curiosos.
En Delfos no hay peligros para los atenienses como en Tebas. Delfos
pertenece a Atenas. Allí está guardado el tesoro de los atenieses. Pero mejor,
si no os importa, dormiréis en la cueva de Tamús. Creo que es lo más seguro
para que todo salga bien y sin contratiempos —Samuel estaba sorprendido
por todo lo que sabía el viejo respecto al viaje que él tenía tan bien
organizado.
El chamán se dirigió a su hija Indira y de una manera poco habitual entre
ellos le dio un caluroso abrazo que terminó con un beso pausado en la frente.
—Te quiero mucho, hija mía. Siempre te amaré. Que no se te olvide
nunca. Te llevaré siempre en mi corazón.
—¿Por qué me dices eso, padre? Parece que te estás despidiendo de mí
para siempre —Indira se quedó muy intranquila. Mirando a su padre, al que
le brillaban los ojos por la emoción del momento.
—Bueno, nos veremos dentro de dos o tres días, no se preocupe, a la
vuelta ya hablaremos —dijo Samuel para cortar la despedida. Estaba ansioso
por empezar el viaje y llegar de una vez a Delfos.
—Aquí estaremos esperando, a vuestro regreso. Tened mucho cuidado,
por favor. Y haced caso a mi hija. Ella está acostumbrada a viajar sola y a
enfrentarse al peligro. Sabe lo que se hace. Con ella estaréis a salvo —el viejo
hizo una pausa para coger aire— ella se ha entrenado día y noche para este
día.
—No te preocupes… anciano —dijo Samuel—, seremos obedientes con
la niña.
¿Y quién nos cuidará de esta loca?, pensó Alcibíades mordiéndose la
lengua para no liarla.
Partieron con una veloz carrera. El día que les esperaba era
extremadamente duro y largo. Tenían que recorrer bastante más distancia que
en ningún otro día de los anteriores. Por lo que iban ligeros de equipajes, para
ir más rápido.
—¡No hemos cogido comida! —dijo Samuel nada más alejarse del lugar.
—No hace falta. Cuando tengamos que comer o beber ya aparecerá
delante de nosotros —respondió rápida Indira.
—¿Y si no aparece nada? —dijo Alcibíades.
—Eso nunca ocurre. El universo siempre te da lo que tú necesitas en el
momento más adecuado, solo hay que saber pedir y estar atento a lo que te
ofrece la madre tierra.
Entonces Alcibíades miró a su amigo para ver cómo humillaba a la chica.
Pero no hizo nada. Samuel estaba embobado, absorto escuchando las palabras
de la muchacha. Algo en él estaba cambiando. Tenía otra mirada, más
relajada, y ya no se burlaba de las tradiciones.
El viaje transcurrió sin muchos cambios. Arena, dunas, viento, silencio y
mucho calor. El ambiente agradable entre los chicos ya no era el mismo.
Ahora era tirante como la cuerda de un arco. Ya apenas se hablaban. Samuel
iba pensando en los extraños sueños que había tenido últimamente, los cuales
no le quiso confesar a la chica. En su interior se avergonzaba de ello.
Alcibíades intentaba olvidar la rocambolesca historia que le había contado
Indira en la tienda y la chica iba intranquila por el comportamiento de su
padre en la anormal despedida. En silencio iban los tres, a un ritmo
vertiginoso, bastante más veloz que ayer. Era increíble la velocidad que
llevaban. Hasta que de repente la mula se asustó. Pegó un salto de espanto
parando en seco. Samuel casi se cae del animal. Había una cobra en el suelo,
justo en los pies de Minos. La Mula retrocedía. Indira saltó por los aires
bajando de su camello con un enérgico brinco. Todo pasó en un instante. La
chica se acercó al reptil por detrás y cogiéndolo por la cola a la velocidad de
un rayo, lo metió en un saco de tela. Luego le hizo un nudo velozmente para
que no se escapase. Los dos muchachos no podían creerse la destreza que
tenía la chica. Todavía no habían tenido la ocasión de ver de lo que era capaz
de hacer.
—Joder, ¿has visto eso? —dijo Alcibíades, estupefacto.
—¿Te gustan las chicas salvajes? —dijo Samuel con guasa.
—¡Calla! Es petulante.
—¿Me he perdido algo? Ayer era una diosa, y hoy es el diablo. No te
entiendo, chaval.
—Esta noche comeremos serpiente asada —dijo Indira muy contenta,
interrumpiendo a los dos amigos.
—Joder, Indira, qué rápida eres —dijo Samuel.
—Ya os dije que la comida y las cosas llegan, solo hay que estar con los
ojos bien atentos a lo que nos ofrece el universo.
—Qué miedo me da esta maniática —le dijo Alcibíades a Samuel
disimuladamente en el oído.
—Te he escuchado —le dijo Indira—. Venga, aligeremos la marcha.
Hoy hay que recorrer el doble de distancia que ayer.
—¿El doble? ¡Eso es imposible!
—Imposible no hay nada. Ya lo veréis.

Súbitamente, sin avisar, la chica se bajó el bikini, se puso en cuclillas y


empezó a orinar. Delante de los muchachos comenzó a hacer sus necesidades
fisiológicas. Los chavales, que no estaban acostumbrados a estos
comportamientos salvajes, se quedaron muy avergonzados mirando para otro
lado, algo turulatos, mientras la chica estaba agachada delante de ellos. Indira
hacía muchísimo ruido, con un chorro muy potente. Samuel se aguantaba la
risa. Indira disfrutaba molestando a Alcibíades, que sabía perfectamente que
estaba deseando mirarla. La chica, para enredar un poco más la situación,
empezó a silbar una melodía. El ambiente era absurdo e incómodo. Ya solo
se escuchaba caer pequeños chorritos de pipí. Alcibíades estaba colorado, a
punto de explotar.
—¡Ay, qué ganas tenía! —dijo Indira, muy cerca de Alcibíades,
mirándolo con el rabillo del ojo— ¡Estaba a punto de reventar! —cuando
terminó de hacer sus necesidades se limpió con un paño, se puso de pie y se
colocó bien el bikini. luego, avisó de que ya podían irse— Venga, que queda
mucho camino todavía.
Siguieron la marcha en silencio, sin saber qué decir a lo acontecido. La
imagen de Indira en cuclillas no se les quitó de la cabeza tan fácilmente,
sobre todo a Alcibíades.
El sol estaba justo encima de sus cabezas. No quisieron parar a comer en
ningún momento. Tomaron unos frutos secos sin bajar de las monturas. El
trayecto de esta jornada era excesivamente largo, y tenían que llegar a Delfos
antes del anochecer.
Hacía mucho calor, se pusieron unos gorros que improvisó Indira con
pajas. Entonces la chica se acercó a Samuel y le preguntó:
—¿No recuerdas nada de lo que has soñado hoy? —la chica sospechaba
que Samuel mentía.
—No, ¿qué es lo que tengo que recordar?
—Nada, nada. Olvídalo.
—Indira, díselo. Que seguro que Samuel quiere conocer la historia que
me has contado esta mañana —dijo Alcibíades groseramente.
Indira se enfadó y se alejó de los dos muchachos. Se puso muy
adelantada a ellos. Quería estar a solas un rato. No comprendía por qué
Alcibíades quería romper su promesa.
—No sé qué te pasa con Indira. Pero déjala en paz, no te ha hecho nada
—dijo Samuel—. Eres muy desagradable con ella. La estás provocando
desde que salimos esta mañana. Creo que es muy buena muchacha. Algo rara
y fantástica, pero es buena. Está siempre pendiente de nosotros. Ayer te atraía
y hoy te da asco —Alcibíades no dijo nada. Tenía demasiadas cosas que
callar y no sabía por dónde empezar.
—No me pasa nada, déjalo —dijo asqueado.
—Además, te tengo que confesar que esta chica, de un modo insólito, me
recuerda a mi madre. ¿No has visto lo que se parece? Es increíble.
—Tu madre es más guapa. Esta tía es un animal salvaje.

Después de viajar sin parar ni una sola vez durante todo el día, el sol ya
había llegado al horizonte. Entonces Indira se acercó a Samuel colocándose a
la misma altura que Minos.
—Ya estamos cerca, ¿cómo te encuentras? —preguntaba Indira con
cariño.
—La verdad que ha sido un día duro. Me parece mentira que hayamos
recorrido tanta distancia de una sola vez —dijo él.
—Te dije que lo conseguiríamos —a Samuel se le cerraron los ojos
momentáneamente, acompañando un gesto de arcada— De verdad, ¿te
encuentras bien, Samuel? —insistía Indira— Te veo muy mal color de cara
—dijo ella alarmada.

En ese momento Samuel se inclinó hacia adelante y se puso a vomitar


desde lo alto de la mula. Soltó un caño de líquido amarillo y maloliente.
Indira le agarró la cabeza, sujetándole la frente con la palma de su mano.

—Evacuar te vendrá bien, ya lo verás —dijo Alcibíades desde más atrás.


Indira le calmaba con un trapo que había acabado de humedecer con
agua de su calabaza. Ella, con ternura, le mojaba la frente y la nuca al
muchacho. Él, girando la cabeza con los ojos idos, se lo agradeció.
Al cabo de un rato…
—Ya se me está pasado. Suéltame, por favor —dijo Samuel.
—Ha sido un día muy largo para todos —decía Alcibíades ya a la misma
altura que ellos.
—Aquellas luces que veis a lo lejos son la ciudad de Delfos. Y en aquel
peñasco está la cueva de Tamus. Donde vamos a pasar la noche. Yo hace
varios años estuve allí con mi padre. Es muy confortable.
No creo que esta tía sepa lo que significa la palabra confortable,
pensaba Alcibíades.

Llegaron a la cueva de Tamus. Descargaron el poco equipaje que


llevaban, e Indira se puso a preparar un fuego. En un momento tenían una
gran fogata calentando el habitáculo.
—¿Lo ves? Ha sido un acierto venir con Indira —dijo Samuel, ya
recuperado del todo—. Ya está empezando a hacer frío —quería animar a su
amigo, que estaba muy alterado con la chica. Pero Alcibíades miraba para
otro lado —¡menos mal que el dios Eros te mandó a esta chica tan exótica!
gracias a ella tenemos esta formidable hoguera —se reía Samuel, quitándole
importancia a su enfado.
—¡Vete a freír espárragos! —bufó Alcibíades.
Indira, que estaba a lo suyo, cogió el saco donde estaba metida la
serpiente. Lo estrelló dos veces con mucha violencia contra el suelo y a
continuación lo abrió metiendo una mano sin ningún temor en el interior de la
bolsa. A continuación, sacó el reptil muerto. Luego, con un cuchillo que tenía
escondido en su bikini, levantó con la punta del metal un poco de piel,
separándolo lo suficiente de la carne. Pellizcó la piel sobrante y se la quitó de
un solo tirón. Sin decir ninguna palabra y con una destreza fuera de toda
duda, le hizo una rajita en un lateral a la serpiente, sacándole una bolsa
amarilla que olía fatal. Cortó la carne en rodajas gruesas y trinchó los trozos
en unas cañas. Posteriormente, los puso cerca del fuego, sin que las llamas
tocasen la carne…
—Seguro que nunca habéis comido serpientes del desierto, ¡están
riquísimas!
—Joder, esta tía es alucinante —dijo Alcibíades.
—No te quejes tanto. Sin ella, posiblemente estaríamos perdidos quién
sabe dónde. Ya te lo he dicho varias veces. Tienes que ser más agradable con
Indira.
Cuando la carne ya estuvo lista, se sentaron en una mesa que
improvisaron con dos rocas. Los tres comieron, devorando y engullendo casi
sin masticar la serpiente asada, que les parecía un manjar de reyes. Tenían
mucha hambre y la carne fue algo que sus cuerpos agradecieron para reponer
energías. Después de cenar, más relajados, Indira le preguntó a Samuel.
—¿Qué es eso del elemento? No termino de entenderlo del todo. ¿Me lo
puedes explicar, Samuel? —preguntaba Indira con mucha educación.
—Todos nacemos con extraordinarias capacidades de imaginación e
intuición. Y en la mayoría de los casos, usamos una pequeña fracción de estas
facultades y, a veces, ninguna —la chica se incorporó para escuchar mejor lo
que decía Samuel—. Cuando disfrutamos haciendo aquello que más nos
apasiona, el tiempo trascurre de manera distinta, se detiene el flujo mental y
desarrollamos toda nuestra creatividad, dedicándonos plenamente a ello,
siendo más felices y viviendo el ahora, el momento presente como nunca lo
habíamos hecho. Eso es lo que hace el elemento.
—Chúpate esa —dijo Alcibíades, flojito. Necesitaba escuchar
urgentemente la sabiduría de su amigo delante de la chica sabelotodo.
—Eres muy distinto a todos los chicos que he conocido. Pero creo que
has nacido en el lugar inadecuado: Atenas —Alcibíades soltó una risotada.
—No digas eso ni en broma —contestó Samuel—. Es donde mejor
puede crecer un niño. Rodeado de sabios, para reflexionar y poner en duda
todo lo que nos rodea.
—Eso está muy bien. No lo dudo. Pero le das demasiada importancia a la
reflexión, y no la tiene. Reflexionar es importante, pero no lo es todo, ya que
la mente nos engaña en muchas ocasiones. El problema es que estás buscando
el elemento para ser feliz y para conseguir dominar el ahora absorto en esa
actividad. Y eso lo puedes tener en cualquier momento, con cualquier cosa
que hagas. En cualquier parte. No es tan importante lo que haces, sino cómo
lo haces. El elemento es algo bueno. Como ya he dicho, no dudo de su poder.
Pero puedes estar en el ahora, aunque estés comiendo, caminando, lavándote
las manos, escuchando una conversación... ¿Queréis que os enseñe un
ejercicio que os llevará al ahora? Os instruyo a los dos si queréis, será un
momento. Seguro que no os arrepentiréis —decía Indira muy animada,
cogiéndole de las manos a Samuel para que se levantará—. Mi padre me
enseñó a mí, y a él le enseñó otro gran maestro —en ese mismo momento
miró Indira a Alcibíades implicándolo, y recordándole el secreto que había
decidido guardar.
—Bueno, me parece interesante —dijo Samuel, intrigado.
Alcibíades alucinaba viendo a su amigo, el tipo menos místico y
religioso que había conocido en su vida aceptando con tanta naturalidad y
satisfacción aprender algo de una indígena chiflada.
—No dices nada, Alcibíades, ¿te apuntas? —dijo Indira.
—Sí, claro —dijo, no muy convencido.
—Bueno sentaos aquí. Junto a mí. Cruzad las piernas y poner las manos
así. Uniendo los dedos índice y pulgar. Formando un cuenco con las manos.
—Yo no puedo poner las manos de ese modo. Mis manos no se mueven.
Siempre están fijas, en la misma posición.
—Bueno, no pasa nada. No te preocupes, eso es lo de menos. Las puedes
poner una sobre otra. Estirad la espalda. Cerrad los ojos para relajar y aplacar
la mente un rato. Vamos a ir bajando de nivel. Tenemos que procurar estar
cada vez más tranquilos. Como si estuviéramos a puno de bucear en el mar.
Ahora estamos en la superficie. Y de un momento a otro vamos a bajar dos
cuerpos más profundos, debajo de la superficie, zambulléndonos en el lago de
las ideas. Donde habrá más tranquilidad. Intentad no pensar en nada. Y si
aparece algún pensamiento, lo dejáis marchar. Y seguís con vuestra mente
vacía. Solo hay que mirar ese pensamiento, como si no fuera nuestro, que de
hecho así es, no es nuestro, viene de fuera de nosotros. De un lugar donde se
crean los pensamientos, llamado Nous.
Samuel se embobaba escuchando lo que le contaba Indira. Mientras
tanto, Alcibíades se mostraba incrédulo, viendo cómo su amigo ponía tanta
atención a lo que le decía la chica.
—No es tan fácil esto que vamos a hacer ahora, ya que nuestra mente
está acostumbrada a comportarse como un mono que le encanta saltar de
rama en rama. Es un animal que no puede estar quieto, y ahora vamos a parar
a ese mono. Tampoco hay que obsesionarse con conseguir parar el flujo de
pensamiento e ideas completamente. Nadie lo ha conseguido la primera vez.
De hecho, la mayoría no lo consiguen nunca. Aunque se lleven toda la vida
entrenando.
—Venga, empecemos ya —dijo Samuel, impacientemente.
Cerraron los ojos los dos amigos y se quedaron en silencio durante un
rato. Enseguida, Alcibíades se levantó y dijo que esto era una tontería, y salió
de la cueva irritado.
Allí permaneció Samuel sentado, en la misma postura. Con los ojos
cerrados y con una mano sobre otra. Indira le iba indicando que intentara no
pensar en nada, que buscara el nacimiento de los pensamientos. Como si
estuviera escondido detrás de una piedra esperando a una bestia para cazarla.
Esa actitud paraba el flujo de ideas que no nos deja ver la realidad completa,
tal y como es verdaderamente.

Después de un tiempo indeterminado, en el que Alcibíades se había


asomado varias veces desde la entrada de la cueva, resoplando impaciente,
deseando que terminaran con la patochada, Samuel empezó a dejar de pensar.
Vació su mente. Entonces, Indira, que se dio cuenta de la energía que
desprendía el muchacho, le indicó que abriera los ojos. Samuel se levantó
asombrado. No se lo podía creer. Todo tomó una intensidad diferente. El
ruido más insignificante, los colores, las luces… escuchaba su corazón latir,
oía los pasitos de las hormigas caminar por el suelo de la cueva… las veía
con una nitidez apabulladora. Era una sensación insólita. Todo su entorno
estaba perfectamente supervisado por sus sentidos. Es como si hubiera estado
con una tela agujereada. Un velo delante de sus ojos durante toda la vida,
restringiendo sus sentidos. Y de repente ahora se lo hubiera quitado de
sopetón. Ahora veía con mucha intensidad, y escuchaba con sensibilidad
cualquier insignificancia.
En un momento dado, observó un mosquito que volaba a poca distancia
de sus ojos, y comprobó atónito las alas del bicho batirse con toda nitidez. El
mundo ahora era extremadamente lento.
Indira sonrió muy feliz al darse cuenta de lo que había pasado y le dio un
caluroso abrazo.
—Lo has hecho a la primera. ¡Increíble! A mí me costó siete años, y fui
muy prematura. Mi padre no se ha equivocado contigo. Eres extraordinario.
Pronto visitaras el Nous.
—¿Tú has estado allí? —preguntó Samuel.
—No. Todavía no. He aprendido a parar los pensamientos, como tú has
hecho ahora. Pero no he podido entrar en esa dimensión.
Justo en ese momento entro su amigo en la cueva…
—Bueno, bueno, qué me he perdido. Salgo un momento y os merendáis
a besos. Ya lo sabía yo. Que la india lo que quiere es aprovecharse de ti —
decía Alcibíades, muy celoso.
—No digas estupideces. Te estás equivocando —dijo Samuel,
separándose de Indira—. No sé qué te pasa, pero creo que te estás pasando.
—Los ojos te engañan —dijo ella.
—A mí me da igual. Lo digo por Sofía. ¡Pobrecita!
Alcibíades, muy molesto y sin decir nada más, se metió en un saco de
mantas. Se acostó mirando hacia la pared. Enseguida se quedó dormido.
—Déjalo, Samuel. Ya se le pasará.
—Yo creo que lo que le pasa es que ha cogido pelusa.
—¿Pelusa? ¿Qué es eso?
—Sí… celos. Está enamorado de ti. Y no lo quiere reconocer. Él es muy
enamoradizo. Ayer le parecías una diosa y hoy no te soporta.
—Cualquiera lo diría. Solo le falta escupirme en la cara. Qué mal me
trata, es un enamoramiento muy extraño.
—No te preocupes por él, mañana se le habrá pasado. Siempre le pasa
igual con las chicas —Indira no comprendía nada, todo le era lejano y
absurdo—. Bueno, sigamos con lo de antes. ¿Qué me ha pasado? Parece que
el tiempo se hubiera detenido. Ha sido increíble.
—Esto que ha ocurrido no ha sido una reflexión o un pensamiento. Es
experiencia pura. De momento tu silencio ha servido para buscar en tu
interior. Y es ahí en donde tienes que empezar a buscar tu elemento.
—Me parece bien —dijo Samuel—. Tengo que ejercitar este ejercicio.
Que interesante es todo esto.
—El silencio interior es inquietante al principio —decía Indira— porque
de repente te das cuenta de que todo es falso, todo es maya, ilusión, todo lo
que nos rodea está construido sobre mentiras condicionadas por nuestras
costumbres.
—Eres muy sabia, Indira.
—No tanto como tú —Indira le cogió las manos a Samuel y se las beso
—. Solo tienes que eliminar todo el ruido que te rodea si quieres escuchar la
vida y lo que te quiere decir el universo.
—Sofía estaría encantada si te conociera —dijo Samuel acordándose de
ella y de sus cosas místicas.
—Tú puedes mantener con la práctica este estado del ahora en cualquier
actividad —dijo Indira sin escuchar el comentario de Samuel—. Todo el
tiempo que quieras, aunque no sea con tu elemento. Solo es cosa de practicar,
un hábito. Como ya te he dicho, encontrar el elemento es bueno, pero sin el
elemento también se puede conseguir ser feliz. En ese estado todos somos
seres iluminados. Todo lo que realmente necesitas hacer es aceptar
plenamente este momento. Entonces podrás sentirte cómodo en el aquí y
ahora.
—¿Será muy distinto el Nous de esto que he visto ahora?
—Por lo visto es mucho más intenso. Y en otro lugar y otro tiempo
indefinido. Pero no te preocupes por eso. Ya lo verás mañana.
Samuel le colocó el brazo por encima a Indira y le dijo:
—La vida no amenaza, la vida ocurre. Los hechos son neutros y cada
cual les pone el color que quiere. Y este es el nuevo y profundo color que he
averiguado. El que tú me has enseñado.
—Tú sabes esto y mucho más. Ahora estás despertando, solo te queda
recordar quién fuiste para conocer tu dichoso elemento. Diotima, la Pitia, te
ayudará.
—Yo sé perfectamente quién soy. Samuel, hijo de Filolao y de Faina. Lo
que no comprendo es por qué sabíais que íbamos a Delfos, ¿nos estabais
esperando?
—Mejor que nos acostemos. Mañana nos espera un día muy especial.
Tenemos que llegar temprano a Delfos.
—Hay que comprar una cabra para sacrificarla en el interior del
Santuario —dijo Samuel.
—Qué cosas tan raras hacen los griegos.
—La tradición, Indira. La dichosa tradición.
—Ven, Samuel, que tienes que fumar de la pipa.
—Hoy ya no fumo más esa porquería —hubo un silencio— Hasta
mañana, Indira —Indira no quiso insistir. Sabía que sería inútil.
—Hasta mañana, Samuel.
Samuel se metió debajo de una manta. Indira se puso acurrucada junto a
Alcibíades. Quería escuchar su respiración una vez más.
Tenía dudas sobre su naturaleza.
Al poco tiempo, Indira y Alcibíades se quedaron dormidos.

“Miles de velas pueden ser encendidas a partir de una sola, y la vida de


esa vela no se acortará. La felicidad nunca disminuirá por ser compartida”.

Buda Gautama
Primo de Ananda
¿563 a.C. – 483 a.C?
17. El cuarto día en el desierto

Sábado, 7 de septiembre del año 435 a.C.

Samuel no conseguía quedarse dormido. Intentaba imaginarse lo que se


encontraría a la mañana siguiente, pero no lograba fantasear nada coherente.
Estaba perturbado por todos los acontecimientos de los últimos días, que se
amontonaban en su cabeza. También reflexionaba sobre la enigmática chica,
Indira. Qué vida tan diferente a la suya. ¿Qué hubiera pasado si él hubiese
nacido en otra civilización? Por ejemplo, en la India, qué diferente hubiese
sido su existencia... Pensaba el muchacho. Sonreía bobalicón imaginándose
vestido con un taparrabo.
Todo era absurdo y carecía de sentido pero ya no había vuelta atrás. En
tan solo tres días había abierto la caja de pandora.
Samuel sabía que si se quedaba dormido volvería a tener la misma
pesadilla. Él corriendo por un prado infinito. Donde muchos chiquillos le
perseguían y le suplicaban ayuda. En ese sueño, él no tenía ninguna
discapacidad. Tenía fuerza, velocidad y destreza. Pero se veía desbordado por
todos aquellos críos que le pedían auxilio. No entendía que significaba dicha
visión. Lo tenía inquieto la imagen de él dentro de otro cuerpo, en otra vida
tan lejana y cercana a la vez. ¿Por qué tengo este sueño? ¿Y quién es Indira?
¿Por qué me suena tanto su cara, su mirada, su olor? ¿De qué la conozco?
Samuel estaba muy inquieto, y sabía perfectamente que así nunca se quedaría
dormido. En un momento dado, se percató de que había un texto en la pared
de la cueva. El muchacho se levantó y se acercó para verlo mejor, ya que
desde donde él estaba no podía leerlo:

“Ακολουθήστε το ένστικτό σας”


“Sigue tu instinto”

Samuel se volvió y observó a Alcibíades y a Indira, que dormitaban a


pierna suelta. Ella le tenía echado un brazo por encima y él le tenía la pierna
encaramada a la suya. Sonrió a ver la escena. Parecía mentira, después de
todo lo que discutían, y al final acabaron juntos, aunque todavía no eran
conscientes de ello. Estaba claro que el amor no entiende de sociedades,
culturas, tradiciones, títulos, riquezas, o cualquier cualidad que clasifique
estúpidamente a los seres humanos.
Todo estaba en calma, solo se escuchaba a una lechuza que no paraba de
ulular. Era chocante el ruido machacón que hacía, parecía un reclamo
obstinado. Samuel seguía concentrado en sus pensamientos, hasta que el
pájaro, de repente, con un afanoso alboroto, le despertó de su enajenación.
El muchacho se asomó a la entrada de la cueva. Quería saber por qué
motivo un animal estaba haciendo semejante batahola.
Y allí apareció. Una lechuza. Parecía un espectro blanquecino; como si
un alma que se hubiera perdido reclamara ayuda para encontrar el camino
hacia el paraíso, los Campos Elíseos. Como una alucinación. Se tuvo que dar
una torta en la cara con su mano colgante para comprobar si estaba despierto
o si todo era producto de uno de esos intensos sueños que tenía últimamente.
Se miraron los dos en silencio, durante un tiempo dilatado. La lechuza no
apartaba la mirada, le observaba descaradamente y sin ninguna vergüenza.
Hasta que el pájaro al final decidió volar para posarse en un olivo que se
encontraba un poco más retirado. La lechuza, una vez allí parada, más lejos,
empezó otra vez a ulular fuertemente. El muchacho entendió que era una
invitación a que lo siguiera. Eso no puede ser simplemente un ave rapaz, se
decía él. Le miraba impúdicamente, como si supiera leer sus pensamientos,
sus temores, sus intenciones…
El muchacho nunca se dejaba guiar por su instinto, todo lo que hacía era
razonado minuciosamente. Pero se dejó llevar por lo que había leído en la
pared de la cueva. Por lo que esta vez decidió hacer caso a una corazonada.
Seguidamente, cogió un trozo de tela y escribió un mensaje a sus compañeros
de viaje:

Me he ido. Lo siento. Tenía que seguir mi camino, aunque fuera solo.


Espero que lo entendáis. La lechuza me avisa de que ya es hora de partir.
Dormíais y no os quería despertar. Nos veremos mañana en Delfos, en la
puerta oeste del santuario. Espero que no os enojéis conmigo por no haberos
esperado. Sin vosotros nunca hubiera llegado hasta aquí. Con este acto mío,
os dejo tiempo suficiente para arreglar algo muy hermoso que existe entre
vosotros. Nos vemos mañana.
Vuestro amigo, Samuel.
La mula se tendió en el suelo todo lo que pudo para que Samuel se
pudiera encaramar sobre ella sin excesivos esfuerzos, ya que comprendió de
un modo anormal para la clase de animal que era, una mula, que no había
nadie para que lo ayudara a subir. Una vez elevado sobre Minos, Samuel se
inclinó sobre su cuello y le dijo con afecto en su oreja: ¡Solo te falta hablar,
querida amiga!
Seguidamente, el muchacho pronunció las palabras mágicas sin armar
mucho jaleo —kia, kia, kia…—. La mula entendió perfectamente que era
hora de salir, pero sin formar ningún jaleo, no debía de despertar a sus
compañeros.
No hacía falta correr. El templo estaba cerca y era muy temprano
todavía. Inesperadamente, la lechuza empezó a volar cada vez más alto y
desapareció en el aire en dirección al santuario sagrado.
El muchacho iba mirando detenidamente el cielo. La noche estaba muy
clara. Se veían perfectamente muchísimas estrellas y constelaciones. Incluso
el kyklos, la Vía Láctea, se observaba nítidamente con todos sus detalles. Era
una imagen muy hermosa que le daba gran nostalgia. Empezó a recordar la
leyenda que le contó un día su padre, explicándole la formación de esa
mancha blanca que cruzaba todos los días el cielo nocturno. Por lo visto,
cuando Zeus llevó a su hijo Heracles a casa de Hera, su mujer, para que ella
lo amamantara mientras la mujer dormía. Sin embargo, a Hera no le gustaba
Heracles, principalmente por ser medio mortal y porque era fruto de un
amorío de Zeus con otra mujer. Cuando Hera despertó, rápidamente empujó a
Heracles a la distancia, lo que provocó que unas gotas de leche se derramaran
en el cielo nocturno formando el kyklos, el bello camino blanco que cruza el
cielo todas las noches y que ahora el muchacho observaba con mucha
congoja. Se acordaba de sus progenitores, y le entraron unas tremendas ganas
de llorar. Estaba muy contento de tener unos padres tan motivadores y sobre
todo de la educación tan extraordinaria que le habían dado. No se imaginaba
vivir fuera de Atenas y sin su familia.

Justo en ese mismo momento:


—Faina… ¿duermes? —preguntó Filolao en el silencio de la habitación
al notar que su mujer no paraba de moverse en la cama.
—¿Qué quieres? Todavía es muy temprano.
—¿Qué estará haciendo Samuel ahora?
—Me imagino que estará dormido. Se supone que ya habrá llegado a
Delfos —decía Faina, refregándose los ojos con el dorso de la mano.
—Hoy por la mañana temprano tiene que entrar en el santuario.
—Sí. Ya lo sé. Por eso no puedo dormir. Estoy muy nerviosa.
—Todo saldrá bien. No te preocupes. Verás como dentro de poco estará
otra vez en casa. Con sus preguntas y quejándose por todo. ¡Qué tiquismiquis
es mi niño algunas veces! —rieron los dos.
—Ay, mi Penumbrilla, ¡lo echo tanto de menos! —decía Faina mirando
el techo con los ojos húmedos.
—Venga, duérmete y descansa —decía Filolao apoyando la cabeza en el
pecho de su mujer. El científico no comprendía por qué tenía que seguir
sufriendo tanto después de la infancia tan dura que había tenido.

Samuel estaba muy emocionado. Lo había conseguido. Ya estaba dentro


de la ciudad de Delfos. Todavía no se veía a nadie por las calles. Era muy
pronto todavía. Pero él iba en su mula despacito, recreándose en todos los
detalles que veía. ¿Dónde podré comprar una cabra para el sacrificio?,
pensaba el muchacho.
Se respiraba un clima mágico y espiritual. Colgaban diversos amuletos
en todas las puertas de las casas, y en cada ventanuco un farolillo encendido.
Qué diferentes son las polis griegas una de otras. Cada una tiene sus
tradiciones. Y esta qué bonita se ve con estos farolillos encendidos, pensaba
el muchacho.
Delfos era un lugar que en nada se parecía a Atenas. Se respiraba magia
y misterio en cada esquina. Todo podía ocurrir y sin explicación aparente. La
mitología tomaba en este lugar su mayor fuerza y protagonismo. Era el reino
de las leyendas, allí nada tenían que hacer la filosofía y la ciencia ateniense.
El muchacho se sentía como si estuviera en un cuento. En un mito donde
él era el protagonista.
—¡Estoy en el mito de Samuel!— decía él, bromeando.

A lo lejos, al final de la calle principal desde donde estaba el muchacho


situado, se veía el santuario. Enorme y majestuoso. Tallado en la montaña
como los templos egipcios, los speos. Se supone que estaba construido donde
el dios Apolo mató a la serpiente Pitón. Y donde las dos águilas chocaron
después de dar cada una la vuelta al mundo. Se suponía que su ubicación es
el ombligo del universo. El centro de todo lo conocido y por conocer.
Al pie de la basílica se veían algunos hombres montando algunos
quioscos ambulantes. Se fue acercando el muchacho para preguntar:
—¿Sabéis dónde puedo comprar una cabra para los sacrificios en el
templo? —dijo Samuel. Todos rompieron en risas.
—Desde comienzos de año ya no se venden cabras fuera del santuario.
Diotima, la jefecilla de las sacerdotisas, lo ha prohibido. Ella es la que te lo
proporciona, a ella le tendrás que pagar. Tienen mucha cara estas sacerdotisas
—Samuel calló, no quiso opinar sobre el comentario del tendero.
—¿Qué vienes para que te hagan un vaticinio? —preguntó otro hombre
barrigudo y con una larga barba canosa.
—Sí. Me gustaría que me atendieran.
—Pero sabes que eso es casi imposible. Solo atienden a los ricos y
poderosos. ¿Tú eres rico?
—No. No soy ni rico ni poderoso.
—Pues, la verdad, chico, no creo que te atiendan. No eres nadie para
ellos.
—Bueno, lo intentaré —no quiso revelar que venía recomendado por
Aspasia. La antigua adivina del templo.
—¿Se puede saber eso tan importante que le quieres preguntar a la pitia?
—Quiero saber mi elemento.
—¿Tu elemento? ¿Qué cosa es esa?
—Es muy largo de explicar —Samuel no quería dar esclarecimientos de
algo que seguramente no entenderían.
—Bueno, lo que tú digas. Pero… ¿De dónde eres muchacho? Tienes un
acento muy refinado —dijo con ironía.
—De Atenas —dijo Samuel mirando al suelo.
—Un chico ateniense. ¡Qué honor! —dijo con ironía el comerciante—
Ha llegado la sabiduría y el poder de Atenas a mi tienda —se burlaba sin
reparos.
En ese momento se le acercó al chico una bella mujer. Muy alta y pálida.
Con unos ojos grandes de color verde. Iba vestida con una fina túnica, casi
trasparente; dejando ver su negro vello púbico.
—¿Tú eres Samuel? —le dijo ella muy cerca de su oído, poniendo su
mano en su boca para que solo llegará el mensaje a él.
—Sí, ¿cómo lo sabes? —dijo nervioso.
—Te estaba esperando. Nos dijeron que llegarías hoy —le seguía
diciendo la señora al oído.
—Pero, ¿quién eres?
—Soy una de las muchas sacerdotisas aprendices del templo. Te he visto
desde ahí arriba. Venga, sígueme, por favor.
—¿No tengo que esperar cola?
—No. Pero tienes que entrar ahora. Antes de que llegue la
muchedumbre. Luego, será muy descarado colarte delante de todos. Esto ya
no se hace de ese modo. Podríamos tener problemas. La gente está muy
descontenta con nosotras. Podrían protestar. Ya no estamos tan bien vistas
como antes.
—Bueno, ¿entonces qué hago?
—Sígueme, por favor. Pégate a mí y no digas nada. Vamos a entrar
ahora mismo, que todavía no hay nadie —los comerciantes se quedaron
estupefactos al ver que una sacerdotisa del templo estuviera hablando con el
muchacho.
—¡Chico! ¿no decías que no eras rico ni poderoso? —le vomitó uno de
los mayoristas con rencor.
—No te he mentido —dijo Samuel sin darse la vuelta—.
—No les digas nada. Vámonos —dijo la mujer ásperamente.

Samuel se puso detrás de la sacerdotisa y la siguió montado en Minos sin


volver a mirar a los comerciantes que, extrañados, no paraban de cuchichear
sobre la incomprensible escena. Una vez llegaron a la puerta del templo,
Samuel se bajó de la mula.
—¿Qué hago con Minos?
—Métela aquí en este cuarto y amárrala —la mujer señaló hacia una
puerta desvencijada—. No le pasará nada. Ahí tiene agua y algo de pienso.
Luego cierra la puerta —el muchacho acarició a su mula.
—¡Te has portado muy bien! El abuelo tenía mucha razón cuando me
dijo que eras muy fuerte y resistente. Se quedó corto cuando describió tus
cualidades —le dio un beso en la cara y un cariñoso abrazo.
—Venga, vámonos. No podemos seguir aquí. Nos pueden ver. No te
preocupes por ella. Nadie se atreverá a robarla ni hacerle nada. Ya está bajo
techo sagrado y es intocable. Cierra el portón y vámonos enseguida.
Samuel atrancó la portezuela y siguió a la sacerdotisa, que se adentraba
por un pasillo muy largo y estrecho.
—¡Venga, date prisa! —le dijo la extraña mujer— Diotima te está
esperando —ese nombre le sobrecogió.
Nada más llegar a la siguiente sala vio un cartel en el pórtico que ponía:

“γνῶθι σεαυτόν”
“Conócete a ti mismo”

Era la cita que le había hablado Sócrates. Se quedó embobado, mirando


el aforismo.
—Ahora tienes que entrar tu solo —le dijo la mujer—. Pero primero te
tengo que pelar, no puedes pasar con esa melena a ver a Diotima. Ven
siéntate aquí. —Después de pelarlo le colocó una sábana blanca por encima
de los hombros— Y recuerda, la primera sala es la de los tesoros atenienses.
¡No se puede coger nada! Si robas algo, aunque solo sea un pequeño anillo,
caerá sobre ti y tu familia la maldición por siete generaciones.
—No te preocupes. No he venido hasta aquí desde Atenas para
estropearlo todo al final por una simpleza como esa.
—Eso espero, Samuel. Nos han hablado maravillas de ti para que nos
desilusionaras con algo tan insignificante.
—No he traído ninguna cabra —dijo rápidamente.
—No te preocupes por eso. Tú no necesitas ninguna cabra. La prueba de
pureza te la hará directamente la serpiente Pitón. —Samuel se había dado
cuenta de que la mujer llevaba un lunar en la frente, como tenía Aspasia—.
Ahora solo tienes que pasar a la sala de los tesoros. Cuando la cruces, tienes
que entrar en el único pasillo que te encontrarás al final del aposento.
Síguelo. Dentro de ese pasadizo encontrarás la estatua de oro de Homero, no
la toques. Si lo haces toda tu aventura terminará injustamente en ese
momento. Tienes que seguir caminando y al final de ese pasillo verás una
habitación monumental, busca el altar y quédate allí. Te harán una visita.
Pero recuerda, no toques la estatua de Homero. Eso es muy importante. No lo
olvides.
La sacerdotisa se despidió del muchacho dándole un beso lento y corto
en sus labios. Samuel se ruborizó por semejante acto tan fuera de lugar.
—Venga, vete.
—Gracias por todo —dijo tímidamente el chico.
Samuel pasó rápidamente a la sala contigua. Se quedó paralizado del
asombro. Nunca había contemplado, ni siquiera imaginado que existiera
tantísimo oro y piedras preciosas juntas. Molestaba a la vista tanto brillo.
Había cientos y miles de anillos, zarcillos, pulseras, diademas, escudos,
sellos, semanarios, colgantes, espadas, cascos… todo era de oro amontonado.
Era una montaña descomunal. Junto a las paredes había también baúles de
monedas llenas de dracmas, monedas en cuñas de oro con el rostro de
antiguos alcaldes de Atenas.
—Nunca me hubiera imaginado que mi ciudad tuviera tanta riqueza. Con
razón Pericles gasta sin control como si nunca fuese a acabarse su patrimonio
—se decía viendo semejante fortuna—. Pero toda esta riqueza es también
consecuencia de los continuos saqueos a otros pueblos sometidos. ¡Qué
horror! Cuánto dolor y sufrimiento tiene que haber en esta sala —
reflexionaba Samuel mientras caminaba torpemente con el mando sagrado
sobre sus hombros.
El muchacho seguía avanzando lentamente a lo largo de la descomunal
sala. Una vez llegó al final, se metió por el pasillo que le indicó la
sacerdotisa, el único que había, y allí estaba: Homero. El escritor más grande
de Grecia, y posiblemente de la humanidad. Entonces se acordó de su libro de
la Ilíada y de la Odisea. No lo había leído ni un solo día desde que partió en
este viaje. Miró con devoción a Homero, que era de oro. En ese momento,
como si estuviera poseído, fue a acariciar la mano de su héroe y justo cuando
estaba a punto de tocarla escuchó un ave haciendo ruidos escandalosamente.
Pegó un grito del susto y dio un brinco hacia atrás. En un ventanuco muy alto
vio a la misma lechuza que anoche le avisaba de que ya era hora de partir. Se
miraron generosamente hasta que desapareció volando. Entonces recordó las
palabras de la sacerdotisa y retiró asustado su mano, metiéndola en uno de los
bolsillos de sus pantalones persa.
—Uf… ¡Menos mal!, qué cerca he estado de tocar la imagen de Homero
y frustrar la misión —luego, lentamente y muy concentrado siguió
caminando, sin que se le olvidara que había faltado muy poco para mandar
todo al garete. Hasta que llegó a otra habitación, donde había un altar. Subió
a él y se quedó allí de pie, esperando sin saber qué. Como le ordeno la
sacerdotisa.
El tiempo trascurría lentamente, y no pasaba nada. Siguió esperando. Y
esperando… Se sentó en unos escalones y aburrido empezó a distraerse
recitando todos los arcontes que habían existido en Atenas, desde Solón hasta
Pericles.
De repente, una mancha enorme, de color oscuro, se veía acercarse desde
el final de la sala. Era algo espeluznante. Un gran volumen de carne maciza y
musculosa se aproximaba con intenciones desconocidas. Se movía lenta y
pausadamente, haciendo un aterrador ruido que producía al arrastrar su gran
peso por encima de las baldosas del suelo, reventándolas a su paso, con un
movimiento ondulatorio. Samuel se puso de pie y empezó a temblar. Tenía
unos menudos ojos de color rojo sangre, eran desproporcionados con el gran
tamaño de su cabeza. El muchacho no podía ni moverse. Se había quedado
entumecido, congelado y rígido por el pánico.
El reptil iba sacando y metiendo una larga lengua a gran velocidad,
produciendo un sonido muy desagradable. Era una serpiente. Una pitón de un
tamaño descomunal. Llena de bultos grotescos que deformaban su grueso
cuerpo. Posiblemente se había comido algún animal hace poco tiempo, una
cabrita, o un lechón, incluso se le llegó a pasar por la cabeza que el reptil se
habría comido a un niño como él. Un chaval de catorce años, casi quince.
Entonces el muchacho recordó que esta sería la cría de la que mató el
dios Apolo. La que vivía en el templo. La que venía para hacerle la prueba de
pureza.
No sabía qué hacer. Sintió que había llegado la hora de su muerte. Se
acordó del beso de Sofía y de todas las cosas que él quería conseguir en la
vida. Que todo se terminaría sin poder hacer nada contra ello.
Pero en un momento dado le vino a la memoria el truco que le había
enseñado Indira para parar el tiempo. Entonces se sentó en el suelo. Cruzo las
piernas y puso una mano sobre otra. Luego, temblándole todo el cuerpo cerró
los ojos y se dispuso a vigilar como un cazador en su escondrijo esperando a
que pase su presa para cazarla. Pero él no vigilaba animales, el muchacho
empezó a investigar el nacimiento del siguiente pensamiento. Ese acto de
esperar, como ya le paso la última vez que lo hizo en la cueva, tranquilizó y
paralizó el flujo de ideas, recuerdos y miedos.
De pronto dejó de temblar… empezó a sentirse bien.
Pasado un tiempo impreciso, Samuel, en una paz profunda, abrió los
ojos. Una vez más, como en la caverna con Indira, el muchacho paró el
tiempo y el flujo de ideas. Todo volvía a recobrar su verdadera intensidad. El
mundo se detuvo ante él. La cabeza de la pitón, gigantesca, el doble que la
suya, estaba justo delante de él, a muy corta distancia. Le llegaba su aliento
de reptil. Y su lengua no paraba de silbar. Los dos siguieron mirándose, cara
a cara. Samuel tenía controlado sus pensamientos, como el pastor que dirige a
su rebaño. Delante de él había una pitón enorme que de un solo bocado podía
tragárselo. Pero ya no tenía ningún miedo. Ya que no pensaba en ello. No
estaba juzgando lo que podía ocurrir. Simplemente ahora solo era un
observador.
Después de examinarse uno a otro sin ninguna prisa, la serpiente abrió la
boca en un bostezo infinito. Samuel sonrió, luego, el reptil se dio la vuelta y
se fue por donde vino. El muchacho se puso de pie y en ese instante, entró
otra sacerdotisa. Iba con una túnica diferente, de color morado. Más lujosa
todavía si cabe. Posiblemente una adivina de otro rango superior. Se la veía
visiblemente contenta.
Se acercó al muchacho y le dijo:
—Eres digno de pasar. Ya puedes entrar a ver a Diotima.
Samuel no dijo nada. Todavía estaba en el trance al que estaba sometido.
—Sígueme —dijo la sacerdotisa.
El muchacho siguió a la nueva sacerdotisa a lo largo de múltiples y
eternos pasillos hasta que al final entraron en una sala muy blanca y vacía.
Samuel, durante todo el trayecto, estuvo en silencio. Todavía estaba aturdido
por lo ocurrido en presencia de la pitón.
—Tienes que beber agua de este pozo —le indicó ella con voz pausada
—. Es para purificarte. Es un pozo sagrado. Es el manantial de Kastalia.
Samuel se arrimó al pozo y bebió de un cazo de madera que había dentro
de un cubo. El agua sabía muy amarga y estaba turbia.
Al fondo de la habitación había una cortina, muy iluminada por una luz
potente que provenía de su interior. Alrededor había dos hombres con las
cabezas afeitadas. Los dos tenían una túnica de color azafrán.
El muchacho se acercó…
—Hola, Samuel —dijo uno de ellos con cara redonda y bondadosa.
—Hola —dijo tímidamente el chico.
—Te estábamos esperando desde hace mucho tiempo.
—No he podido llegar antes. He venido en mula desde Atenas. ¡Y en
solo tres días!
—Me refiero a que… —dijo lentamente, parpadeando— llevamos varios
años esperándote. Pero ya no hay prisa. Ya estás aquí.
—No entiendo nada —decía el muchacho cada vez más nervioso—. Me
siento como si toda mi vida fuera una falsa. Como si todo se hubiera
dispuesto para yo estar aquí hoy.
—Todos los niños con discapacidad son especiales. Ahora lo entenderás
todo. No te preocupes —decía cariñosamente ahora el otro hombre con la
cabeza afeitada.
—Y Diotima, ¿dónde está? —preguntaba Samuel, que miraba para todos
lados, buscándola con la mirada.
—Está detrás de la cortina. Ella también está deseando conocerte. Hemos
escuchado muchas maravillas de ti.
—No será para tanto —respondió Samuel, avergonzado.
—Eso ya lo veremos. De momento todo está saliendo como decía la
profecía —el muchacho miraba la habitación. El techo, las paredes, estaba
casi toda la habitación vacía.
—No sé lo que tengo que hacer. Nunca he hecho nada semejante —decía
Samuel, con voz temblorosa.
—Tranquilo, que no te va a pasar nada. Estás entre amigos.
La sala era blanca en su totalidad. El suelo era de mármol. Toda la luz
del habitáculo se concentraba en la zona que estaba detrás del tapiz. Se
entreveía que había grandes velones. Y detrás de la tela se percibía
perfectamente la silueta de una mujer. Samuel no paraba de mirar la cortina,
intentando vislumbrar quién estaba detrás de ella.
Se escuchaban las gotas caer en el pozo rítmicamente. El eco en la
habitación era profundo, ya que la sala era grande.
—¿Qué quieres saber, Samuel? ¿A qué has venido?
Dijo una voz rota desde detrás de la tela.
Samuel tragó saliva y notablemente conmovido dijo:
—¿Eres Diotima?
—Sí. ¿Qué necesitas saber?
—Me gustaría conocer cuál es mi elemento. No lo sé. Quiero estar
seguro de cuál es esa actividad idónea para mí, independientemente a mi
discapacidad. Con la que podré vivir y alimentar a mi familia. Pero no
cualquiera me vale por conformidad a mis limitaciones físicas. Quiero
conocer la que me haga feliz y completo. El sentido de mi vida.
—Siempre has sido muy especial. Y no me refiero a tus manos. Tú lo has
sabido siempre, ¿no, Samuel? —le preguntaba cariñosamente la voz que
provenía desde el otro lado del lienzo.
—Sí. Siempre lo he sabido. Aunque está feo que yo lo diga. Pero
siempre me he visto muy distinto a los demás. Y mis manos no tienen nada
que ver en ese sentir.
—No te avergüences de decirlo, de pensarlo, de serlo... No pasa nada por
ello. ¿Se avergüenza un águila de ser águila? ¿De tener unas poderosas alas?
¿De tener un pico y garras poderosas? Yo creo que no. Por qué tendrías tú
que tener vergüenza de ser especial. Lo eres. Tienes una sensibilidad fuera de
lo común. Estás fuera de lo normal.
Hubo un silencio. Diotima no dijo nada. El muchacho tampoco... y desde
la posición en la que estaba Samuel, pudo ver cómo la mujer metía la cabeza
en una cavidad que había en la roca y aspiró fuertemente sus olores.
Inmediatamente, la mujer cayó al suelo y empezó a decir palabras sin
significado para Samuel. El chico dio un paso hacia atrás. Los dos hombres
de túnicas de azafrán empezaron a traducir todo lo que ella decía en esa
lengua extraña. Escribían en un pergamino.
—¿Quieres saber la respuesta, pequeño Samuel, a tu pregunta? —le dijo
uno de los ayudantes de Diotima leyendo lo que ella había dicho.
—Sí. Claro. A eso he venido —respondió Samuel con la cara llena de
churretes.
—Para saber eso primero tienes que saber quién eres.
—Bueno, eso ya lo sé perfectamente. Soy Samuel. Hijo de Filolao y de
Faina. Un chaval de…
—¡Calla! ¡Y no digas tonterías! —Samuel quedó humillado por cómo
Diotima había cortado su discurso—. Disculpa, muchacho, por mi
brusquedad. Pero todo eso que cuentas no tiene valor. Eres mucho más que el
hijo de... Solo que todavía no eres capaz de verlo. Lo único que puedes
percibir es la cáscara que te envuelve. Eso es una minucia, comparado con la
grandeza de tu verdadero ser. Todos somos dioses, pero no lo recordamos.
—¿Y cómo puedo saber quién soy?
—Tienes que entrar con Diotima a tu pasado —dijo uno de los ayudantes
—. Tienes que pasar al otro lado de la cortina. Eso nunca se ha hecho antes.
Pero también es verdad que nunca ha sido necesario. Tú eres un caso
excepcional. Ya lo entenderás más tarde.
—¿Y cuándo paso? —preguntó él, aturdido.
—Ahora mismo. Ella también te está esperando desde hace muchos
años. Pasa muchacho —le dijo el hombre sonriente con cabeza rapada y
mofletes sonrojados.
Samuel echó la cortina a un lado y vio a una mujer exageradamente
mayor, muy arrugada y consumida, aunque con unos ojos celestes llenos de
vida en un cuerpo enclenque, sentada en una silla de tres patas. Era una silla
muy estrambótica. Forrada con piel de serpiente. La anciana, que se dio
cuenta de cómo el muchacho miraba descaradamente la butaca, le dijo:
—Esta silla está forrada con la serpiente que mató Apolo. La madre de
aquel reptil que te visitó en la sala anterior. Si quieres saber quién eres tienes
que aspirar los aromas de la montaña. Ellos te mostrarán todo lo que quieras
saber. Conociendo quién eres, sabrás cuál es tu elemento. No hay otra
manera. Manute, el chamán, me ha contado que llevas varios días preparando
tu cuerpo para este día —el muchacho recordó que le faltaba una calada, que
solo había dado dos—. Hemos colaborado con numerosas personas para que
tú este aquí hoy. —Samuel en ese momento se arrepintió de no haber dado la
tercera calada.
—Entonces, ¿qué hago? ¿aspiro de aquí? —señaló una grieta humeante
que había en la roca. Samuel quería terminar lo antes posible con todo esto.
Se empezaba a sentir incómodo por la enorme presión.
—Sí. Ponte de rodillas y aspira fuertemente. Luego te desmayarás. Y por
fin despertarás y conocerás tu auténtico ser. Muy pocos pueden ver a lo largo
de toda su vida ese verdadero yo. Su divinidad. Hay que tener cualidades, y
tú las tienes.
Esto me suena de algo, pensó Samuel.
—¿Pero me pasará algo?
—¡Que despertarás!
Samuel se arrodilló.
Metió la cabeza dentro de la fisura que había en la pared y aspiro con
todas sus fuerzas.
En ese momento, cayó fulminado en el suelo. Con espasmos en brazos y
piernas.

El SECRETO de la FELICIDAD no es hacer siempre lo que se quiere,


sino QUERER siempre lo que se HACE.

Homero
Siglo VIII a.C.
“A veces, las mejores cosas de la vida ocurren en un instante. Otras
veces, se destilan lenta y suavemente, como la resina dorada que lame el
tronco del árbol y atrapa a un minúsculo mosquito para la eternidad”.
Anina Anyway
18. El Despertar

—Que oscuro está todo… —Samuel se volvió a desmayar.

***
Después de un tiempo impreciso…
—No comprendo, no se ve nada…
El espacio se hizo pesado y caluroso.

***
—¿Dónde estaré...? —dijo el muchacho volviendo a desvanecerse.

***
—¿Qué ha pasado?

***
—Estoy mareado. Tengo fatiga —el chico vomitó con la cabeza
inclinada hacia un lado y siguió durmiendo.

***
—¿Por qué estoy tendido en el suelo? ¿Y por qué tengo el pelo
mojado… será sangre? Me siento diferente, algo ha cambiado en mí pero,
¿qué?

***
Volvió a perder la consciencia. Sus pensamientos iban y venían sin
control, sus recuerdos también. Estaba sin orientación sin saber dónde se
encontraba.
Se escucha el viento silbar, pensaba el muchacho. ¿Estoy en el campo?
Huele raro, bueno, raro no, a romero, a flores, a bosque. Sí, ya sé, creo que
estoy encima de yerba fresca. Por eso tengo los pelos mojados. ¡Se escuchan
pájaros canturreando! Y a lo lejos chiquillos jugando. Sí, son voces de niños
pequeños correteando; como en el sueño. No entiendo nada. ¿Qué está
sucediendo? ¿Por qué esta todo tan oscuro?
Volvió a desmayarse…
Al cabo de otro tiempo impreciso… donde pudo haber pasado un
segundo o tal vez cien años.
¿Un río? Es verdad, lo escucho; tiene que estar muy cerca. Se oye
perfectamente cómo el agua corre alegremente. No tiene que ser grande,
será un riachuelo, pero se percibe que está alegre, hace bastante ruido.
¿Pero por qué estoy en las tinieblas? No lo entiendo, ¿qué ocurre? No veo
nada. Volvió otra vez la angustia.

***
Creo que el sol me está dando de lleno en la cara. Es una sensación muy
agradable. Es cálido pero suave. Como una caricia en la piel. ¡Qué a gusto
estoy ahora, me quedaría así todo el día!

***
¿Me abre quedado ciego como Homero?

—¡Abre los ojos! —le dijo una voz muy cerca de su rostro, cortando su
respiración y su discurso interior.
El muchacho entendió que simplemente estaba con los ojos cerrados.
Que solo tenía que abrirlos. Qué situación tan absurda, pensó.
Ahora comprendía menos todavía que antes.
—¡No puedo separar los párpados! —gritó Samuel—. No sé cómo. No
me hacen caso, no me responden —el muchacho se desesperaba por la
situación tan inverosímil y ridícula— ¡Tengo miedo! —dijo llorando como
un niño pequeño.
—¡Tienes que abrir los ojos ahora! —le volvió a indicar la voz
desconocida—. Pero lentamente. La luz será muy fuerte. Es la primera vez en
muchos años que verás la realidad, quién eres, y tus ojos ya no están
acostumbrado.
—Pero es que no puedo. Ya se lo he dicho. Los párpados no me hacen
caso.
—Compruebo que no has perdido tu carácter —se escuchó una fuerte
carcajada.
—¿Qué hago? —vociferaba muy alterado el muchacho.
—¡Puedes abrirlos! No pienses en cómo. Simplemente ábrelos. Re-lá-ja-
te, como ya sabes —le dijo la voz muy cerca, transmitiéndole su aliento y su
olor corporal, que cada vez le eran más familiares.
Samuel dejó de pensar, paró el flujo de ideas, pensamientos, miedos,
nostalgias, recuerdos… como le enseño Indira, como descubrió en la cueva, y
como también hizo con la serpiente Pitón. Vacío la mente…

***
Y cuando estuvo en calma, simplemente los abrió.
De sopetón, se vio tendido en un prado sin límites, infinito. La luz del día
era espantosamente potente. Insoportable. Los colores de todas las cosas eran
cegadores. Incluso le hacían daño a la vista.
Se tapó la cara con sus manos para hacer el momento más soportable, ya
que sentía que los ojos le ardían, y los oídos le pitaban. Tenía un silbido
agudo en el interior de la cabeza que le producía un intenso dolor.

***
Poco a poco la luz y el sonido fueron tomando una intensidad menor.
Hasta que gradualmente empezó a convertirse en placer. Un placer infinito,
un éxtasis acompañada de una sensación de felicidad plena.
El muchacho de catorce años ya no existía, o por lo menos su organismo.
Ahora se veía mayor, más adulto de lo que él recordaba. Le vino una
evocación lejana de cuando él era un niño. Pero ahora estaba desarrollado,
estaba en el cuerpo de un hombre de cuarenta años, aproximadamente.
—¿Qué ha pasado? —dijo Samuel sorprendido, mirando sus miembros
grandes y fuertes mientras empezaba a llegarle un aluvión de memorias a su
cabeza. Le alcanzaba información de otras vidas. Un pasado que él
desconocía.
—¡Que has despertado, querido Ananda, solo eso!
—¡Sí, ya lo recuerdo todo! Cuando elegí ser un niño con discapacidad. Y
nacer en Atenas, cuna del pensamiento lógico. Tenía que aprender una
lección —dijo Samuel con cara triste—, en esta última vida en la tierra.
—¿Y la has aprendido? —le preguntó el hombre que tenía enfrente
observando, atento a todos sus movimientos.
—No. Todavía no —dijo Ananda con lágrimas en los ojos.
—¿Sabes dónde estás?
—Sí, claro. En Nous. Donde nacen las ideas y los pensamientos. Donde
se crea el mundo y la realidad.
El hombre que tenía delante le ofreció su mano para que se pusiera de
pie. Ananda estiró el brazo y vio alucinado cómo su extremidad se movía con
agilidad, con fuerza y destreza. Estudió su mano y comprobó que no tenía
ningún impedimento a la hora de moverla en todas las direcciones. No tenía
ninguna discapacidad, todo lo contrario, se sentía tremendamente poderoso.
A continuación, agarró el brazo del anfitrión y se levantó del suelo. Solo
necesitó un manotazo en la tierra. Ese gesto nunca lo había podido realizar
Samuel desde esa postura, jamás había tenido tanta fuerza para levantarse de
un simple respingo. Pero, ahora no era Samuel, ahora era Ananda, o Samuel
con otro cuerpo, cualquiera sabe.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó el ser que tenía delante.
—Sí, el guardián de Nous. Naska. Yo te cree para que cuidaras este lugar
—dijo Ananda.
—¿Sabes ahora quién eres?
—Estaba ciego para ver quién era. Yo creía que era Samuel.
—Y lo eres. El nombre es lo de menos. Samuel, Ananda, Ganesha,
Palaus, Belermos, Brahma… Todos son el mismo. Tú. El último ha sido
Samuel. Nadie recuerda nunca quién fue en su vida anterior. Pero tú sí, eres
único, y siempre lo has sabido. Eres el único que puede tener acceso a los
textos sagrados. Allí están todas las respuestas.
—¿Y quién escribió esos textos? —preguntó Ananda.
—Tú —Samuel observaba la lechuza que volaba cruzando el cielo—. No
te preocupes, pronto lo recordarás todo, lo importante es que ya has llegado.
—¿Y dónde están los libros Vedas?
—Están aquí. A buen recaudo. Tú los guardaste en Nous. Luego,
eliminaste ese recuerdo. Por eso no tienes esa imagen en tu memoria. Pero
están aquí. Nadie los encontrará, están a salvo. Fuiste tú quien hizo eso.
Solamente tú tienes acceso a comprender esos libros. Tienes que traducirlos a
una lengua entendible por todos, para que sean trasmitidos. Recuerda, eres un
dios creador. Y regresaste a la tierra para aprender una lección que solo se
puede aprender siendo humano, y con discapacidad. Todos los niños con
limitaciones son dioses poniéndose a prueba. —Naska metió la mano en un
charco de agua cristalina y le ofreció agua a Ananda—. Todavía no las has
aprendido, pero eso tiene solución —el ser le agarró la cara— Es más difícil
pasar de dios a hombre que de hombre a dios.
El muchacho, que ahora era un hombre adulto, se miró las piernas y
sorprendido comprobó que no llevaban férulas. Ahora tenía unas
extremidades musculosas y fibrosas. No tenían nada que ver con aquellas
piernas escuálidas.
Se miraron los dos seres fijamente durante mucho tiempo… y empezaron
a reírse con muchos aspavientos. A continuación, Ananda empezó a correr
con todas sus fuerzas.
El viento movía sus largos cabellos. Iba dando zancadas larguísimas y a
gran velocidad. Era muy ágil. Se sentía como si estuviera volando. Era libre y
completo. Lo veía todo ralentizado a pesar de la tremenda rapidez que llevaba
su cuerpo. Era algo parecido a lo que vivió en la cueva, pero infinitamente
más intenso.
De repente su carrera se detuvo en seco. Se agachó sereno y allí en el
suelo había una libélula con un ala rota. Ananda cogió el bicho y lo envolvió
con sus manos. Cerró los ojos para escuchar su pequeño y estresado corazón.
Sonrió y separó las manos. El animalillo estaba curado. Salió volando como
si nada hubiera pasado.
Siguió corriendo con toda ligereza. Casi no tocaba el suelo. Los árboles
pasaban a su lado como un chorro continuo de imágenes. Pero a pesar de su
gran velocidad veía al detalle todo lo que le rodeaba; desde los animales más
insignificantes, hasta la savia de los vegetales circulando por sus
ramificaciones. En un momento dado, escucho un crujir, no sabía qué era,
hasta que se dio cuenta de que era el sonido de sus uñas en las manos y en los
pies creciendo. Se quedó atónito al darse cuenta de la sensibilidad que tenía
ahora. Toda la realidad y todo el conocimiento eran presente para Ananda.
Solo le faltaba una cosa por saber, pero eso solo lo podía aprender siendo
humano. Fue consciente de ello, y a pesar de todo, se sentía pletórico.
Se detuvo en el borde de un precipicio; allí arrancaba una enorme
cascada. No se veía dónde caía el agua de lo profundo que estaba el final.
Juntó las manos, cerró los ojos y se lanzó sin pensárselo una sola vez en un
vuelo perfecto.
Una vez que llegó al agua se quedó flotando, bocarriba, disfrutando de la
sensación del líquido fresco y relajante. Allí se llevó sin saber cuánto tiempo.
No tenía ningún temor, ninguna preocupación, ninguna prisa, ninguna
necesidad fisiológica. El tiempo no existía en Nous.
De repente se empezó a escuchar el ruido del bullicio de cientos de niños
riendo y jugando. Se oía cada vez más fuerte. Ananda se puso de pie, el agua
le llegaba a las rodillas; y vio cómo todos corrían hasta él. Se sentía
profundamente feliz. Sabía que ese era su lugar. Los críos lo alcanzaron y se
echaron encima de él. Todos decían lo mismo.
—¡Has vuelto! ¡Has vuelto Ananda! —la alegría rebosaba por todos
lados. Una fiesta de júbilo explotó delante de sus ojos.
Ananda iba pasando la mano por las cabezas de los críos. Los nombraba
uno por uno, los conocía a todos. Hasta que se dio cuenta de que uno de ellos
estaba llorando.
—¿Qué te pasa, pequeño? ¿Por qué lloras, Manute?
—Porque te vas a volver a ir. No has venido a quedarte. Lo sé —dijo el
niño temblándole la mandíbula.
En ese momento Samuel se acordó de su madre, de su padre, de Sofía, de
sus amigos, de Atenas, de Demócrito, de Pericles… Todo empezó a
desplomarse. La tierra empezó a abrirse y todo se desmoronaba a su
alrededor. Los árboles se los tragaba la tierra, las montañas se derretían.
Apareció junto a él, sin saber cómo, el hombre que le ayudó a despertar;
Naska, el guardián de Nous. Naska lo agarró fuertemente por detrás dándole
un abrazo, lo cogió sin que Ananda se pudiera mover y le dijo en el oído,
gritando con todas sus fuerzas, aunque ya se escuchaba débilmente su voz,
como si lo dijera desde muy lejos.
—¡Tienes que volver! Todavía te queda por aprender la última lección si
quieres estar aquí conmigo, para siempre. Si no lo consigues, Nous
desaparecerá. Te encomendaste tú solo esta misión, ¿no te acuerdas? Esta
será tu última vida en la tierra. Luego serás como yo, y volverás aquí
conmigo. Te esperaré —el suelo temblaba cada vez con más violencia. La
tierra se hundía bajo sus pies.
—¿Qué tengo que hacer? ¿Cuál es mi elemento?
—Eres un dios, que ha vuelto a la vida, en elcuerpo de un mortal, y
discapacitado —quedaron los dos suspendidos de un peñasco a punto de caer
al vacío—.
Pero sobre todo tienes que enseñar a la gente a vivir, para que los
hombres encuentren su elemento. Tienes que enseñar a que sean felices, a
luchar por sus sueños; tienes que educar en la Ética de Samuel, como dirán
estos locos griegos. Puedes dar ejemplo con tu cuerpo, tus circunstancias, con
tu discapacidad… El mundo se está corrompiendo. Y él único hombre que
puede fundir occidente y oriente eres tú, por eso naciste en Atenas, criado
entre sabios de la lógica… Para romper a martillazos la tradición. Por eso la
odias, querido Ananda.
Has despertado, y tú realidad ha cambiado. Ahora sabes quién fuiste y en
quién te puedes volver a convertir cuando traduzcas todos los libros sagrados,
los Vedas. Allí está las respuestas a tus preguntas.
—Sigo sin entender —dijo Samuel.
—No te preocupes. Nos veremos muchas veces, cada vez que quieras.
Solo tienes que entrar en ese estado del ahora, y se abrirá la puerta.
En ese momento Nous desapareció…

***
En un principio solo existía el Caos como un espacio insondable en el
que surgiría la materia primigenia y el impulso que propiciaría la atracción
entre sus elementos. En el Caos se originaron: Gea, la Tierra, como
aposento de todos los entes. Tártaro, el inframundo, situado debajo de Gea.
Eros, el principio que fomentaría la interacción entre los componentes de la
materia…
Hablaba Diotima, acariciándole la cara a Samuel.
Ahora el muchacho estaba nuevamente tendido en el suelo, en el interior
del Templo de Delfos. Con miranda vacía, observando a la Pitia. En la sala de
las adivinaciones. Era otra vez igual que antes: Samuel. Un niño de casi
quince años. Con discapacidad, sin fuerza y sin agilidad. El entorno, la
naturaleza, ahora perdía ese brillo tan intenso que tenía hace tan solo un
instante.
El muchacho estaba intentando asimilar todo lo que había visto. Todo lo
que había vivido… todo iba desapareciendo como el humo de una candela en
el aire.
Vio sus férulas y sonrió. Comprendió que ellas siempre habían sido su
mayor maestro en la vida.
—Así eras tú hace muchos años —dijo la adivina—. Eras y sigues
siendo, en gran medida. Pero recuerda que los recuerdos del Nous se olvidan,
casi todos —ella le tocó a cara con su mano—. Eres el que custodia los libros
sagrados. Tú eres el único que los puede tocar. Tienes que trasmitir su
sabiduría y cuidar que siempre estén en buenas manos. Tienes que
encontrarlos y traducirlos. Para luego trasmitirlos a todos los que quieran.
—Pero no entiendo, ¿Cómo?
—¡Una academia! Creo que es la mejor opción. Ese es tu elemento,
enseñar a vivir. Trasmitirás en ella lo que hay en esos libros. No tendrás que
dejar tu casa, tu ciudad, tu familia, tus amigos… No es necesario irse a vivir a
un santuario, o a una gruta como un sabio ermitaño para iluminarse, para ser
feliz, o para encontrar el sentido de la vida, o el elemento. Nada de eso es
necesario. El camino del centro es siempre la mejor opción, no lo olvides.
Ahora que ya sabes quién fuiste, y en parte eres, ya sabes qué tienes que
hacer. Has despertado, y todo se ha transformado. Con el tiempo irás
descubriendo poderes que tienes ocultos, pero eso ya lo irás averiguando.
Ahora tienes que seguir aprendiendo, ahora eres Samuel, con otras
circunstancias diferentes a las de Ananda. Tienes que aprovechar esta última
oportunidad. Los dioses no pueden hacer todo lo que quieren, tienen que
seguir las leyes del universo. Las leyes de Caos. Este será tu último viaje. Tu
última oportunidad. Tenlo presente cada día de tu vida. La gente tiene que ser
consciente de que cada instante de su existencia es un regalo, y no se puede
desaprovechar.

Samuel se levantó trabajosamente, agarrándose a la pared, y se puso de


pie. Miró a Diotima. Le dio un fuerte achuchón con pitarras en los ojos y la
cara con manchurrones negros de suciedad.
—Gracias por todo, Diotima.
—Te tienes que ir, muchacho. Tu amigo y tu hermana te están esperando
ahí fuera. Están muy preocupados por ti.
—¿Ella es mi hermana? —dijo sorprendido.
—Sí. En esta vida. Pero ella no lo sabe.
—¿Puedo hablar con alguien de todo esto?
—Solo con los que son como tú.
—¿Y cómo sabré quién es como yo?
—Te darás cuenta cuando los veas, no te preocupes. Has despertado.
Pero si no son como tú, no les expliques nada. Nadie lo entenderá, y se
burlarán de ti. Simplemente, monta tu academia. En Atenas. Y olvídate de
esto que ha ocurrido hoy. Ahora eres Samuel. Olvídate de Ananda. Ananda
ya no existe.
—No será fácil olvidar este día. Y mucho menos al hombre que fui.
—Solo los que son como tú sabrán apreciar quién eres.
—Adiós, Diotima.
—Adiós, Samuel —la anciana le dio un beso en la frente y Samuel se dio
la vuelta, marchándose tras la cortina.

En la puerta estaban Indira y Alcibíades. Los dos juntos, cogidos de la


mano. Esperando intranquilos en los escalones del templo.
—¿Qué habrá pasado ahí dentro? Daría lo que fuera por entrar —decía
Alcibíades, muy nervioso.
—Tranquilo. ¿Eso no es lo que él quería? Entrar en Delfos. Esto es lo
que tiene cuando quieres algo, que a lo mejor lo consigues. Él lo ha
conseguido. Por lo que no hay motivos para estar nerviosos.
—¿Sabes? Hablas como Samuel. Eres una sabionda como él.
—No empecemos otra vez, por favor. Tú amigo habla así y no pasa nada,
y yo digo algo coherente y te enfadas. Ya hemos hecho las paces. Y te he
confesado que me agrada mucho estar contigo.
—¿Para burlarte y ridiculizarme?
—Sabes que no —Indira le dio un lento y sensual beso a Alcibíades en
los labios.
—¡Bueno, bueno, bueno! ¡Qué sorpresa! Qué bien os veo.
—¡Samuel! ¿Por qué te fuiste sin avisar? Nos dejaste tirados. Estoy muy
disgustado contigo. He realizado este loco viaje y al final coges y me dejas
plantado en la cueva. ¿A qué viene eso? ¡Algunas veces no te entiendo!
—¿Pero a que al final ha valido la pena haberos dejado solos? —se
miraron tímidamente… y se pusieron colorados—. Sí, bueno. Ha valido la
pena. Pero no vuelvas hacer eso nunca más. Me hubiese hecho mucha ilusión
entrar en el Templo de Delfos. —Indira miraba sorprendida la cabeza de
Samuel que ahora estaba con pelo corto.
—De todos modos, no te hubieran dejado entrar. Solo pasa una persona
en cada adivinación.
—¿Has matado a la serpiente? —decía Alcibíades con ánimo excitado y
entusiasmado.
—No. Eso es imposible, eso es trabajo de dioses, y además, no era
necesario. ¡Déjate de brutalidades! Pero sí la he visto. Es enorme. Luego os
cuento. Voy a recoger a Minos. Que está muy cerca de aquí, y nos vamos.
Tengo mucha hambre, no como desde ayer por la noche cuando nos comimos
a la serpiente que capturó Indira, y me está haciendo ruidos el estómago.
—Tú como siempre, con tus ruidos estomacales. Venga, almorzamos en
algún mesón y nos cuentas detalladamente todo lo que ha pasado dentro del
santuario. Sin olvidarte ningún detalle —decía Alcibíades excitado.
—Yo te acompaño, Samuel —dijo Indira inesperadamente—. Quédate
aquí, Alcibíades. Espera con los camellos, ahora venimos. Quiero ver una
cosa en el Templo, ahora regresamos, será un momento —el muchacho se
quedó con los camellos esperando, sin muchas ganas, ya que no comprendía
que le hiciera ese desplante.
¿Qué querrá ver ahora?, se preguntaba Alcibíades un poco mosqueado.
—Yo también podría ir —masculló.
Samuel e Indira fueron en riguroso silencio rodeando el edificio hasta
llegar al cuartucho donde estaba Minos, comiendo alfalfa felizmente.
—¿Qué querías ver, Indira? Te comportas de una manera muy extraña,
¿qué te pasa?
—¡Quería comprobar quién eres ahora! —ella le acariciaba la cabeza.
—Soy Samuel. Con un nuevo peinado. —Él sonrió con la boca abierta.
—No. No me mientas, te noto muy diferente. Yo soy como tú y lo sabes.
—Soy Samuel. Eso no ha cambiado. Ya te lo he dicho. Pero ahora he
despertado. No es tan fácil de explicar cómo tú crees. Tenías razón en lo de
Ananda. Yo fui Ananda, te pido disculpas. Yo me he burlado de ti y de tu
padre —hubo un silencio–. Pero tienes que comprenderlo. Sigo siendo
Samuel, eso no ha cambiado. Ananda ya no existe. He visto quién era, y
ahora sé quién soy. Y sobre todo conozco mi elemento. Mi sentido en la vida.
Y necesitaré tu ayuda para buscar todos los libros sagrados, los veintiséis
Vedas que quedan por traducir.
—Entonces… ¿Vienes con nosotros a la India?
—No. Por lo menos por ahora. Y espero que Alcibíades tampoco se
vaya. Os veo muy acaramelados, y eso me agrada, pero no me gustaría
perderlo. Es mi mejor amigo.
—No, no le he dicho ni le he propuesto nada, todavía.
—No le hagas daño. Por favor. Es muy sensible con el amor.
—Ya lo sé. Es muy noble. Lo vi en su respiración cuando dormía. Al
principio no lo entendí. Ya que él no es como nosotros. Pero simplemente
pasó. No lo pude remediar. Además, vi en las líneas de su mano que le espera
un destino glorioso, será el alcalde de Atenas, y yo le tengo que acompañar.
Aunque reconozco que también tiene un lado oscuro que no termino de
comprender.
—¿Te das cuenta de que parece que nos conocemos desde hace
muchísimos años? —dijo Samuel intentando sacarle a Indira la respuesta que
él mismo ya conocía.
—No entiendo, ¿a qué te refieres? —dijo Indira incapaz de deducir.
—No es que parezca, es que nos conocemos desde hace bastante tiempo.
Somos hermanos, por lo menos en esta vida. No sé cómo, pero lo sé. Se me
están olvidando algunos recuerdos del Nous. Eso mi madre en la tierra me lo
tendrá que explicar cuando llegue a Atenas.
—Te aseguro que yo no lo sabía, mi padre nunca me ha comentado nada
—decía Indira emocionada—, aunque reconozco que había algo en ti que me
era familiar.
—Una pregunta. Y dime la verdad por favor, es importante ¿Por qué no
has despertado todavía, Indira? Llevas toda la vida educada en este mundo,
preparándote para ello y nunca lo has conseguido. No sé, lo percibo. Observo
que no has visto todavía el mundo de Naska. Quién fuiste en otra vida, que
solo te lo han contado, que solo has estado en el ahora, pero que no has
llegado verdaderamente a Nous ¿Por qué? Se supone que eres como yo. ¿No?
Eres una diosa. La diosa Sarasvati. Lo he visto en el Nous, aunque tengo
lagunas.
—Sí, soy como tú. Pero no estoy preparada todavía. Mi padre me contó
en una ocasión que tenía que conocer a un niño, que vendría de muy lejos, sin
fuerzas en las manos y en los pies, que me enseñaría a despertar. Por lo visto
ese niño me diría quién soy. Y hoy estoy segura de que ese niño eres tú. Lo
que no sabía es que era mi hermano.
—No te preocupes, no sé cómo lo haremos, pero seguro que lo
conseguiremos. Algo se nos ocurrirá.
—Otra pregunta… ¿Si yo no me voy a la India, tú te vas?
—Ahora no sé. Tengo que hablar con mi padre.
—Tienes que dejar de consultarle todo a ese viejo loco. Ya eres toda una
mujer. Y te informo de que ese hombre tan mayor no es tu padre —Samuel
hizo una pausa—. Indira, tienes la cara de mi madre Faina, que estoy seguro
que es la tuya, y el carácter de nuestro padre Filolao.
—Yo sé que Manute no es mi padre, una vez me lo contó, pero fue quien
me crio, y siempre le he llamado padre —Samuel la miraba asombrado por su
entereza al hablar de un tema tan emocional—. Tienes toda la razón, pero es
que lo he hecho siempre así. Tienes que entenderme.
—La dichosa tradición también en la India —dijo Samuel con sonrisa
torcida—. En Atenas no te faltará de nada. Te adoptaremos entre todos.
Aunque no te puedo asegurar que a Sofía le haga mucha gracia que entre una
chica tan llamativa como tú en nuestra cuadrilla.
—¿Quién es Sofía? —dijo Indira, intrigada— ¿La panadera?
—Sí. La panadera. No te preocupes, ya la conocerás. Es mi novia.
Aunque creo que ya la conoces —rieron los dos al dejar toda la trama al
descubierto.
—¿Por qué antes me has dicho Sarasvati?
—Es tu nombre como diosa. Ya lo entenderás cuando te toque a ti
despertar. Pero olvídate de eso por ahora. Escucha, Indira —Samuel apoyó
sus delgados brazos sobre los fuertes hombros de ella—. El amor es la meta
última y más alta a la que puede aspirar el hombre y la mujer. La salvación de
ellos solo es posible en el amor. Un hombre, despojado de todo, puede
saborear la felicidad, aunque solo sea un suspiro de felicidad. Cada hombre y
mujer, aun bajo condiciones trágicas, guarda la libertad interior de decidir
quién quiere ser; espiritual y mentalmente. Porque incluso en esas
circunstancias es capaz de conservar la dignidad de seguir sintiendo como un
ser humano. Y es precisamente esa libertad interior la que nadie nos puede
arrebatar, la que confiere a la existencia de una intención y un sentido. El que
tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo. El hombre no
necesita realmente vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta o
una misión que le merezca la pena. Ser humano implica dirigirse hacía algo o
alguien distinto de uno mismo. Y no lo olvides nunca, hermana, nadie es
conocedor de la esencia de otro ser humano si no lo ama. Yo elegí como
muchos dioses nacer enfermo, con este padecimiento y en Atenas. Solo que
no lo recordaba. Ahora lo comprendo todo. Cualquier suceso tiene un motivo.
Cuando alguien se enfrenta con un destino ineludible, inapelable e
irrevocable, con una enfermedad limitante y que empeora con el paso del
tiempo como en mi caso, entonces la vida ofrece la oportunidad de realizar el
valor supremo, de cumplir el sentido más profundo. Y a eso he venido yo, a
seguir aprendiendo. El valor no reside en el sufrimiento en sí, sino en la
actitud frente al sufrimiento, en nuestra actitud para soportar ese sufrimiento.
Se miraron los dos fijamente. Indira se puso de rodillas y le pidió ser su
primera alumna. Sabía que el muchacho ahora era otro ser superior. Su padre
adoptivo no se había equivocado. Ese pequeño y escuálido niño era el que
había sido Ananda, el que fundó su tribu, aunque en el fondo era, y siempre
había sido Brahama, el dios encargado de los libros sagrados. Que una vez
bajó a la tierra con el nombre de Ananda, y ahora con el nombre de Samuel,
para aprender a terminar el último trabajo.
—Levanta y déjate de tonterías. No te arrodilles. No estamos en la India,
estamos en Grecia, y esto funciona de otra manera.
Se fundieron en un enérgico y cariñoso abrazo, como dos hermanos que
llevaban una eternidad sin saber el uno del otro.
Decidieron, de momento, no contarle a nadie nada de Ananda, ni de
libros sagrados ni mucho menos que eran hermanos y dioses en la tierra con
cuerpo de mortales. Tenían que pensar minuciosamente cómo tenían que
actuar. No era una tarea fácil para que todo fuera creíble y nadie los acusara
de locura.
Luego, fueron a buscar a Alcibíades para escudriñar algún lugar donde
comer algo en la ciudad de Delfos. Quedaba mucho camino de vuelta todavía
y había que reponer energías.

“Llegará un momento en que creas que todo ha terminado. Ese será el


principio”
.
Epicuro de Samos
341 a.C. – 270 a.C.
Filósofo griego
19. La sorpresa de Manute

A la vuelta, al llegar a la ciudad de Tebas, comprobaron asombrados que


la tribu de los Ananda ya se había marchado. Solo quedaba una pequeña y
desvalijada tienda en medio de la explanada donde antes estaba el gran
campamento.
—¿Qué habrá pasado? —Preguntaba Alcibíades sin imaginarse nada de
lo que estaba sucediendo.
Se acercaron a la humilde cabaña y entraron buscando alguna respuesta.
Dentro había una caja de madera en el suelo, una especie de baúl tallado. La
chica abrió la tapadera y vio que estaba lleno de cenizas.
—¿Qué será esto? —dijo Alcibíades.
—No sé. Mi padre nunca me comentó nada al respecto.
—Mira, aquí hay una nota. Lee, venga, lee… —Alcibíades estaba muy
agitado.

Sí estás leyendo esta carta es porque el pueblo de los Ananda ya se ha


marchado. Y yo ya no estaré entre los vivos. En este baúl están mis cenizas.
Espárcelas en el desierto, por favor, hija. Todo ha sucedido tal y como lo
habían predicho mis profecías. Ya me he podido marchar. Todo se ha
cumplido. Nunca te conté nada de tu pasado ni de tu futuro, Indira, hija mía,
te quedas con Samuel. Él es tu hermano de sangre. Es un ser divino. Como
tú. Sus padres son los tuyos. Filolao, el alquimista te contarán por qué os
separaron el día que nació Samuel. Ayúdale en lo que sea preciso. Él tiene
una misión muy importante que cumplir y necesita tu ayuda. Samuel ahora es
otra persona, y te tiene que enseñar y guiar en tu despertar. Los dos sois la
esperanza del pueblo Ananda. Cuida de tu hermano. Es tu única familia. Con
él aprenderás lo que yo ya no te puedo enseñar. Y recuerda; cada niño con
discapacidad es un dios que se esta poniendo a prueba.
Te quiere, tu padre, Manute.

Una sonrisa de niña pequeña y de mujer madura asomaban en el rostro


de la muchacha asustada. Los dos amigos envolvieron a la chica con sus
brazos.
—Todo saldrá bien. No te preocupes —dijo Samuel. Mientras,
Alcibíades le daba un beso en la cara.
Pero Indira, con el rostro quebrado ya no podía decir nada. Rompió a
llorar por primera vez en su vida. Clavo las rodillas en el suelo y ahí estuvo
todo el día, hasta que la convencieron de marcharse a Atenas. Había que
comenzar una nueva vida.

Esta historia continuará,


no lo dudes...

CAMINANDO ENTRE DIOSES.


JUNTOS TODA LA ETERNIDAD.

Volumen II. De la tetralogía.

Pero esta vez será un relato para adultos. Sin límites en las palabras y en los
hechos...
Carta del autor al lector:

Hola, muy buenas. Me presento: Mi nombre es Joaquín, aunque todos


mis seres queridos me dicen Quino. Por lo que te pido encarecidamente que,
si quieres ser mi aliado/a, no me llames Joaquín. Ya que me fastidia.
Confieso que es la primera vez que hago un libro de ficción
(novela/cuento) ya que, aunque ya había escrito alguna que otra obra, siempre
fueron ensayos u opiniones sobre diferentes temas que creo conocer y
dominar. Pero como ya he dicho, ficción nunca.
Con este trabajo, viaje, proyecto… he descubierto que escribir una
novela es muchísimo más complejo de lo que yo me imaginaba en un
principio; es bastante más difícil de desarrollar que una obra (ensayo) sobre
una temática que controlas. Ya que no solo tienes que plasmar tus
intenciones, tus ideas, tu conocimiento… además, debes enganchar al lector,
debes tener una calidad literaria, manejar unas herramientas, y eso no es nada
fácil, os lo aseguro. De todas formas, a pesar del monumental trabajo que he
realizado, he disfrutado como un niño pequeño jugando en el suelo con una
tiza (como diría mi suegra que en paz descanse). Está obra la he tenido que
escribir a pellizquitos, ratitos que le he ido robando a los días y cuando podía.
Ya que soy un padre de familia, que trabaja en una fábrica de cerveza, que
lleva otros proyectos y, sobre todo, que tiene muchas obligaciones.
Estoy totalmente convencido de que no será la última vez que haga un
relato, de hecho, este es el volumen I de una tetralogía que quiero realizar
con la historia de Samuel en la antigua Grecia; y en otras épocas… pero eso
ya lo descubriréis. No, nos adelantemos, por favor.
Espero mejorar con el paso del tiempo, ya que este texto que tienes entre
las manos deja mucho que desear (no se me caen los anillos por reconocerlo)
Es tan solo un experimento, una primera obra para acercarme al mundo
literario. Por supuesto que me queda bastante por aprender si quiero llegar
algún día a escribir con un mínimo de calidad, pero eso, el tiempo lo dirá, ya
que como he dicho escribir literatura no es tarea fácil. Para ello cuento con tu
crítica constructiva. Creo que la única manera de aprender a escribir es
escribiendo (y leyendo). Y en eso estamos. Pude haber empezado mucho
antes, con doce, dieciséis, veintidós años, como suelen hacer los grandes
novelistas; pero no fue así. Tuve esa llamada (la de escribir) a los 40 años, no
antes. Tengo que aceptarlo. Fue una necesidad que me vino sin yo buscarla, y
tarde.
Este relato para mí es completamente real. Primero, porque partió de mi
cabeza y lo he ido viviendo, experimentado y disfrutando con el paso del
tiempo (día a día) por lo que para mí es verídico. Y segundo, porque son
personajes basados, en gran medida, en intérpretes que yo conozco. Samuel,
el protagonista de esta novela (cuento), está basado en mi hijo Samuel, que
tiene una enfermedad neuromuscular; y los otros personajes igual. Están
basados en amigos y conocidos míos. Cada cual que encuentre su semejanza.
También advierto para los puntillosos de la historia que este relato
solamente está inspirado superficialmente en la Atenas del siglo de Pericles.
El periodo histórico de la Grecia Clásica.
Este libro, el volumen I es una obra de fantasía juvenil. Aunque también
podría ser para adultos. No era mi intención, pero ha ocurrido. Intenta ser una
suerte de fábula, ofrece una imagen distorsionada de la vida con una
discapacidad. Es comprensible que un padre (yo, Quino) desee hacer llegar a
su hijo el mensaje de que una condición física no debe limitar su vida y puede
hacer lo que desee a pesar de su discapacidad. Pero la realidad es muy
distinta a como lo expongo en el relato. Vivir con una enfermedad
neuromuscular es tremendamente duro. Y eso me temo que no lo he podido
dejar reflejado. Para ello te aconsejo otro libro (mío) El Universo de Samuel.
Que habla de esa realidad.
Se perfectamente que, a nivel emocional, los personajes se desarrollan de
manera muy superficial y, en general, sus intervenciones suelen rozar el
comportamiento histriónico. En ocasiones las conversaciones son forzadas y,
a menudo, crispadas. Especialmente remarcable es el caso del padre de
Samuel, Filolao, cuyo comportamiento explosivo y violento es algo que casi
parece justificarse en el relato. Pero por varios motivos indeterminados la he
dejado tal como la vomite en su momento. Pura y virgen. No la he querido
retocar más.
También quiero puntualizar que creo humildemente que el lenguaje y la
técnica que empleo son generalmente correctos, pero también reconozco que
se mezclan de manera indistinta términos griegos con jerga actual, lo que
rompe constantemente la inmersión en la obra; pero también le da frescura.
Un claro ejemplo de ello se ve en la aproximación a la sexualidad; se intenta
“representar” la sexualidad griega desde la óptica actual lo que resulta en un
sesgo considerable y en una visión distorsionada de la realidad, tanto griega
como contemporánea. Como ya he dicho, lo he dejado todo tal como lo
vomité en su día. La sexualidad en la literatura juvenil no debe omitirse,
puesto que el público al que va dirigido ya está en mayor o menor grado
familiarizado con el sexo, y en este punto la novela se enfrenta a una cuestión
espinosa.
La representación de la cultura griega está idealizada y, en muchos
momentos, distorsionada por mi visión contemporánea y mi pasión por el
mundo Clásico. Lo siento a quien no le guste.

A pesar de sus fallos... (que sé que tiene muchos) creo que el


worldbuilding de la novela es interesante y tiene una historia con mucho
potencial, por lo menos a mí (y a Factoria de escritores) me lo parece. Los
distintos ambientes están bien desarrollados, se consigue crear un mosaico de
sensaciones que hace que los capítulos en Atenas, el desierto y Delfos sean
fáciles de distinguir. Siendo divertidos y entretenidos, tratando temas duros y
delicados.
Este libro es el volumen I de una tetralogía que estoy escribiendo,
aunque cada libro se puede leer independientemente; no obstante, aconsejo
para una mejor comprensión que se empiece a leer en el siguiente orden:

1. Volumen I. Delfos. En Busca del elemento. Novela Juvenil.


2. Volumen II. Caminando entre dioses. Juntos toda la eternidad.
Novela para ADULTOS.
3. Volumen III. Relatos extraordinarios de Filolao de Crotona.
Novela para ADULTOS.
4. Volumen IV. El Origen. Novela para ADULTOS.
Biografía de Quino:

Joaquín Pérez Ruiz-Adame (Sevilla, 1973), es un simple operario de una


fábrica de cerveza, que se mete en la espinosa tarea de escribir y reflexionar
sobre la vida, la sociedad, la felicidad, la ciencia, el emprendimiento, la
discapacidad y la creatividad, usando un vocabulario coloquial, comprensible
y no especializado; para todos los interesados en ser personas emancipadas
económica e intelectualmente. A través de su Proyecto y su Colección de
libros Ética para Samuel
www.quinoruiz-adame.com/

Es autor del libro El Universo de Samuel (2013) donde narra el viaje que
tuvieron que dar (él y su mujer) para llegar a aceptar la enfermedad de su hijo
Samuel. Por ello, es el creador y administrador del proyecto Inventos y
Adaptaciones Caseras (2014) para personas con movilidad reducida.
http://inventosyadaptacionescaseras.blogspot.com.es/

Del catálogo (en papel) de Inventos y Adaptaciones Caseras. (2015),


editado y publicado por la Diputación de Córdoba.
Y desde el 2016 escribiendo otros libros (ensayos y novelas) para
preparar el proyecto Ética para Samuel.

Se considera emprendedor, un scalping, caradura, amigo de sus amigos,


un apasionado de The Beatles, un vehemente devorador de libros de todo
tipo, un aficionado a la cosmología, astronomía y un practicante fiel al zazen.
Pero ante todo se cree un niño rarito; enamorado de su mujer e hijo.
Exbajista y ex de muchas otras actividades que lo han formado como un
aprendiz de todo y experto en nada.

Me puedes encontrar en:


http://www.quinoruiz-adame.com/

Allí podrás investigar mis libros y muchas actividades de interés


relacionadas con el proyecto Ética para Samuel. En Amazon están mis libros.
Te espero. Quino.
Despedida:

Si por casualidad te ha gustado este libro te rogaría mucho que dejaras un


comentario en AMAZON. Ese simple acto –aunque a lo mejor te parezca
trivial– hace que me des mucha visibilidad, que promuevas mi proyecto, mis
libros...

Cada cierto tiempo haremos rifas (regalos) con los que dejan comentarios en
Amazon.

Espero que pronto podamos reunir un grupo de flipados, locos por la


lectura, la cultura, la reflexión, por el desarrollo personal, por la ética, el
saber vivir bien acorde a nuestras circunstancias. En definitiva, para los que
buscan la eficacia y la felicidad. Para llegar y viajar a otros proyectos, montar
una tribu, un programa de radio, otras posibilidades... Pero eso será para otro
día, hoy estoy ya muy cansado.

Cuando se reunen personas raras, especiales, diferentes, apasionadas,


originales… suelen pasar cosas raras, diferentes, apasionadas y
originales.
No lo olvides nunca.

El sentido de la vida no es algo universal. Cada persona tiene uno


diferente, original, genuino; y además con el tiempo puede cambiar. Y eso es
lo que tenemos que encontrar: Nuestro elemento.
Gracias por haber comprado este libro. Para mí ha sido todo un placer
escribirlo. En él he puesto (lo he intentado) en orden mi vida. Espero que te
haya gustado.

Te lo recuerdo: Me puedes encontrar en:


http://www.quinoruiz-adame.com/

Allí podrás investigar mis libros y muchas actividades de interés


relacionadas con el proyecto Ética para Samuel. En Amazon están mis
libros. Te espero. Quino.
Casi todos los ebook (libros electrónicos) de esta colección (de este
proyecto) tendrán un precio fijo de 2,99 euros.
Esto es un proyecto solidario que además se autosubvenciona. El total de
los royalties de los libros de Quino en Amazon, de los talleres y otras
actividades van destinado al proyecto:

Inventos y Adaptaciones Caseras.


http://inventosyadaptacionescaseras.blogspot.com.es/

Para personas con movilidad y destreza reducida.


¡Gracias, lectores!
"Si buscas resultados distintos,
no hagas siempre lo mismo"
— Albert Einstein

Cruzar un desierto no es cómodo, no es fácil, no es agradable… Pero a lo


largo de la vida nos encontraremos en muchos lugares inhóspitos (desiertos)
que nos sacarán de nuestra zona de confort.
Pero no lo olvides nunca, esos conflictos que nos encontraremos nos
hacen crecer y convertirnos en un ser mucho más evolucionado.
Hay que estar atento y ser flexible ante lo que nos ofrece el universo y la
vida, ya que sino nunca podremos darnos cuenta de ese regalo. Las ideologías
y la tradición son muy peligrosas porque nos impide ver más allá de ellas.
Ten cuidado con aferrarte a alguna.

Delfos. En Busca del Elemento.


Para personas que buscan su sentido en la vida.
Por Quino. Diciembre del 2017.

Nos vemos en el camino


Quino

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