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Colaboración
En una última lectura para su corrección
Factoría de escritores.
www.factoriadeautores.es
Esta obra fue pensada como un regalo íntimo y personal para mis seres
queridos y para todos los que tengan interés en reflexionar sobre la vida; lo
que nos acontece y nos concierne.
Este libro pertenece a un proyecto (una colección) mayor que se llama Ética
para Samuel.
Si nos visita en:
http://www.quinoruiz-adame.com/
podrás encontrar numerosas herramientas para reflexionar sobre la vida
Desde Sevilla (España) parte esta idea para expandirse hasta donde ella
quiera. Bajo ese título pretendo englobar y llevar a cabo varias iniciativas
muy originales relacionadas fundamentalmente con investigar el modo de
ser más eficaces, libres y felices.
El DESARROLLO PERSONAL empieza sabiendo:
• ¿Quién somos?
• ¿Dónde vamos?
• ¿Dónde estoy?
Y en eso estamos…
Esta obra está dedicada a todos los niños con discapacidad. Que hacen que
la vida sea más intensa.
Το έργο αυτό είναι αφιερωμένο σε ειδικές παιδιά . Που κάνουν τη ζωή πιο
έντονη.
Para que ellos sean conscientes de que con sus limitaciones pueden llegar a
ver cosas para las cuales el resto estamos imposibilitados. Ya que su mirada
es más certera, por lo que podemos aprender mucho de ellos.
Demócrito
Filósofo griego y físico que estudió la Physis
(La Naturaleza)
460 a. C. - 370 a. C.
2. La Gran Solución
Filolao de Crotona
Matemático, astrónomo y en secreto, otros oficios...
470 a. C. – 380 a. C.
3. Planificando la jornada
Σ 'αγαπώ τόσο πολύ τη μαμά, τον μπαμπά; το βράδυ για να βλέπετε, θα έρθω
για δείπνο.
(Os quiero mucho mamá y papá; a la noche nos vemos, llegaré a tiempo para
cenar).
Pericles
Alcalde de Atenas en su siglo de oro
495 a. C. - 429 a. C.
5. Fidias
Nada más entrar en el interior del templo el bullicio cesó, como si ahora
estuviera muy lejos de allí. Trasladado a otro lugar otra época… Se respiraba
paz y tranquilidad. Sin darse cuenta se quedó con la boca abierta y la cara de
un inocente palurdo que llega por primera vez a una gran ciudad. No entendía
cómo toda aquella belleza estaba detrás de esas columnas, era como estar en
el Olimpo, en la casa de los dioses. Durante un buen rato permaneció en
silencio, viendo y analizando la dimensión de todo el habitáculo del
santuario, que era enorme. Se sintió muy pequeño e insignificante,
privilegiado por ser ateniense. Le costó su tiempo volver a reaccionar y
empezar con su ruido mental otra vez. Aunque una punzada de dolor en la
encía superior, donde recibió el tremendo golpe, lo despertó de aquella
enajenación. La sangre le había dejado un desagradable sabor a hierro. Seguía
escupiendo cuajarones en un pañuelo que daba pena verlo.
—¿Por qué siempre hace fresco en el interior de los templos? Cuanto
más altos son, más fríos en su interior. Hay columnas por todas partes —
pensaba Samuel—, y son inmensas. Harían falta cuatro hombres para poder
abrazarlas ¿Cómo habrán puesto estas pilastras de pie? Tienen que pesar
miles de talentos, ¡es increíble!
Se escuchaba a lo lejos unas voces cantando en coro. Repiqueteaban con
eco y creaban un ambiente espiritual y religioso; acogedor. Todo en el
interior del Templo era agradable.
—¿Están rezando? —dijo Samuel en voz alta— Creo que están
preparando una ceremonia religiosa… ¡al final, me voy a meter en un lío!
En ese momento empezaron a encender las antorchas que estaban
colocadas oblicuamente a las paredes. Ahora, con más luz, se podía observar
con más detalle la grandeza del interior del Partenón. Los bajorrelieves, las
estatuas, sus intensos colores, sus frisos y metopas. Samuel, maravillado
mientras avanzaba perezosamente admirado por el interior del santuario,
escuchaba el eco de sus pisadas. Creyó ver a lo lejos algo que le llamo la
atención.
—¡Sí! Ahí esta. Ella nos protegerá de Esparta. Qué guapa es. ¡Atenea!
Se la ve muy seria. Está vestida con su traje de guerrera, ¿estará enfadada? A
lo mejor, no me extrañaría, con el derroche que se está haciendo en su
nombre. Es la diosa de la guerra, pero sin ser violenta. Qué poco creíble
suena decir eso, pero me da igual, ya que también es la diosa de la sabiduría y
del arte. Es la hija favorita de Zeus. Nació de su frente, de un dolor de cabeza.
Dicen que cuando vino al mundo ya era adulta. ¡Qué cosas! ¡Nacer adulta!
Los griegos tenemos historias para explicar cualquier acontecimiento. Pero
creo que las cosas están cambiando, menos mal que ya tenemos a sabios
como mi maestro, Demócrito, o mi padre, que intentan explicar el universo
sin cuentos y mitos. Utilizando la ciencia.
El muchacho, aunque estaba educado en la desconfianza hacia lo
religioso, el ateísmo, se puso delante de la estatua y sin comprender por qué
se arrodilló en un cojín que estaba allí colocado sospechosamente para hablar
o adorar a la diosa. Junto las manos en la típica postura de rezar y habló.
—¡Hola, Atenea! Estoy impresionado por tu belleza y por tu
grandiosidad —hablaba Samuel en voz alta mirándole el rostro a la
gigantesca estatua—. ¿Sabes quién soy? ¿No me reconoces? —el muchacho
esperó un rato—. Soy Samuel. Hijo de Filolao, el matemático —se escuchó
de repente una tos seca al pronunciar la palabra Filolao—, e hijo de Faina, la
matrona —se volvió a escuchar otra tos fuerte y seca—. Tengo una
discapacidad en mis manos y en los pies, y estoy buscando asistencia para
elegir con buena sabiduría mi elemento. ¿Me puedes ayudar…?
La verdad que no sabría decir cuánto tiempo estuvo concentrado,
mirando la imagen de la diosa, hasta que se cansó y se levantó. Apartó la
mirada desilusionado, ya que la gigantesca imagen no le respondía. Pero allí
estaba, observándolo. Un viejo muy estropeado, feo y grotesco, con un
enorme grano repleto de pelos en su nariz. Todo ello formaba un conjunto
sumamente desagradable a la vista, y no solo por su fealdad, que
indudablemente lo era. Además, se veía que era un ser avinagrado, triste y
rencoroso. Con un solo ojo enterrado en más de mil arrugas profundas, y con
el otro tapado por un parche, sin dientes y sin pelos en la cabeza.
—¿Qué haces, niño, hablando con la estatua? —le preguntó con
arrogancia el anciano a Samuel— ¡no se puede estar aquí dentro! Es delito. El
Templo está cerrado para el público. ¿No ves que estamos en los oficios
religiosos?
—¿Es Atenea? Qué elegante es, ¡es nuestra protectora!
—Sí, efectivamente, es Atenea. Yo le di forma a lo largo de cinco años
con mis manos, a golpe de martillo y cincel. Me costó muchísimo tiempo.
Por su culpa perdí un ojo. Se me clavó una lasca de mármol y me lo tuve que
vaciar —dijo el anciano como algo sencillo de realizar—. Pero es solo una
estatua, que representa una entre tantas diosas. Nada más que eso. Una piedra
tallada. Así que vete de una vez, niño mal criado. Hoy las Camareras vestirán
a la diosa. Le pondrán los adornos de marfil y oro. ¡Por lo que vete ya de una
maldita vez!
—¡Calla viejo gruñón! Yo no soy religioso, pero creo que te van a
castigar por blasfemar. Además, hueles muy mal, seguramente no te habrás
lavado en mucho tiempo…
—¿Qué estás hablando? Muchacho desvergonzado. Huelo mal porque
estoy trabajando muy duro, ¡¡¡sudando como un animal!!!
Se quedaron los dos callados, mirándose y estudiándose el uno al otro,
sin ningún pudor.
—Esta estatua es mía, la hice yo ¿o qué te crees? Ella representa a la
diosa que luchó contra Poseidón para quedarse custodiando nuestra ciudad.
Pero es solo eso, una estatua muy grande y hermosa, pero nada más que una
imagen de mármol. Por lo que nunca te va a poder contestar, y menos a un
mocoso y maleducado como tú.
—¡La estatua no es tuya, es de los atenienses! Además, ya tengo catorce
años. Casi quince. Y deje de insultarme. Como me haga enfadar no respondo
de mis actos —dijo Samuel encarado al viejo, demostrándole que no le daban
miedo sus amenazas—, ¡tienes la cara que parece una pasa, por Apolo que
das asco!
—Catorce años no son nada. Yo tengo ochenta y tres años.
—Un viejo en toda regla —respondió Samuel riéndose.
—¡Eres un osado engreído! Además, ya te he dicho que no puedes estar
aquí dentro. Han robado varias veces dentro del templo, y te pueden acusar.
Yo si fuera tú saldría ahora mismo de entre estas paredes. ¡Niño… estás
corriendo mucho peligro!
—¿Tú eres Fidias? No me extrañaría que lo fueras. Por cómo hablas.
Dicen que es un viejo cascarrabias y con muy mala leche. Y tú sin duda la
tienes. Eres el más antipático de Atenas. Lo que no me habían contado es lo
feísimo que eres. Eres más feo que abandonar a un hijo —Fidias pegó un
respingo al escuchar el comentario—, como hacen los espartanos con los
niños que nacen con defectos. Matarlos, arrojándolos desde el Monte Taigeto.
Así eres de malvado, como los espartanos.
—A ti te hubieran matado… —dijo con desprecio Fidias— si hubieses
nacido en Esparta… porque eres defectuoso.
—¡Relájate, viejo lechón! —Samuel en un movimiento rápido se
balanceó de atrás hacia adelante para coger impulso y arrojarle un escupitajo
en la cara, el cual le dio de lleno en el único ojo que tenía.
—¡¡¡Yo soy el gran Fidias!!! —el viejo intentó darle una bofetada al
muchacho, pero él la esquivó, el escultor no veía nada— ¡Un respeto! No
vuelvas a hacer eso si no quieres perder la vida —Fidias se limpiaba la cara
con un trapo que llevaba colgado en la cintura.
—Tú has empezado —dijo Samuel.
—¿Qué quieres de mí, niño? Tengo mucho trabajo, y no puedo perder el
tiempo con críos poco considerados con sus mayores, ¿no te han dado
educación tus padres?
—Yo soy muy considerado con mis mayores, pero si me faltan al respeto
no me callo.
—Bueno, bueno, ¿qué es lo que quieres, de una vez? Lo confieso, yo soy
Fidias. Si yo fuera más joven te ibas a enterar granuja, dime de una puñetera
vez por todas qué necesitas de mí y vete ya.
—Tengo una enfermedad muy rara en las manos y en los pies, por lo que
tengo muy poca fuerza, todo lo que aparentemente es sencillo para un niño
normal se me hace difícil si se trata de algo manual.
—Ya lo dije antes, eres defectuoso —dijo Fidias. Y Samuel cogió
impulso para escupirle otra vez a la cara—, ¡no hagas eso! —el anciano dio
unos pasos hacia atrás.
—Pues no digas más que soy defectuoso.
—A mí por qué me cuentas todo eso, ¿yo qué tengo que ver contigo y
con tus problemas?
—Venia para entrevistarme con Fidias, el gran escultor. Estoy buscando
respuestas. Pero no sé si seguir. Creo que me vas a decir que no. Intentarás
ridiculizarme. Ya que es verdad todo lo que hablan de ti. Eres un ser
despreciable y no escuchas a nadie —Samuel se dio la vuelta y empezó a
alejarse.
—Tú tampoco ha sido muy amable conmigo —voceaba Fidias—, ¡¡¡me
has escupido en la cara!!! ¡Venga, dime qué quieres de mí! O vete de una
vez… Aunque no comprendo qué tengo que ver con tus problemas.
—Demócrito, mi maestro, nos ha mandado una tarea muy especial —
Samuel le explicó el encargo—. Tengo la intención de ir visitando a los
personajes más ilustres de Atenas, para indagar en sus oficios, uno de los
cuales podría ser el mío. Y tras Pericles te tocaba a ti. Solo era eso, ¿qué
opinas?
—¡Qué honor! —dijo irónicamente el anciano—. Pues mi oficio es
escultor, y creo que te va a ser muy complicado dedicarte a semejante
actividad. Hace falta fuerza, resistencia y destrezas manuales, cualidades que
no creo tú poseas —Sonrió torciendo la boca—. De todos modos, niño, te
voy a hacer una pregunta.
—¿Puedes dejar de llamarme niño? Me llamo Samuel.
—Vale. Como tú quieras, Samuel. Contéstame por favor; ¿por qué no
sigues la profesión de tu padre? Porque tú eres hijo de Filolao, el matemático,
¿me equivoco?
—¿Cómo lo sabes? —dijo sorprendido Samuel.
—En Atenas nos conocemos todos —dijo el escultor.
—Pues yo no sé nada de ti —dijo Samuel.
—Nadie sabe nada de mi vida. Yo no salgo nunca a la calle, no hablo
con nadie ya que no me agrada nadie —Samuel se acordó de su padre. El
anciano dijo las mismas palabras que él solía decir de la gente.
—¿Podemos empezar de nuevo? —dijo Samuel intentando arreglar la
entrevista, que cada vez estaba más torcida.
—Me estás empezando a fastidiar, niño.
—Venga, intentémoslo de nuevo —dijo Fidias—. No le suelo dar
segundas oportunidades a nadie, pero hoy va a ser un día muy singular.
—¡Hola! ¡Buenos días! —dijo Samuel con el rostro de niño bueno,
poniendo su mejor cara teatralmente.
—Tampoco es necesario estas tonterías. Venga, sigamos por dónde
íbamos. Tienes que reconocer que la profesión de tu padre es muy digna,
¡matemático! y solo te hace falta usar la cabeza, y creo, por lo que estoy
viendo, que eres muy astuto. Aunque cansino como nadie.
—Mis padres nunca me han hablado de usted.
—Normal. Ellos me odian.
—Lo comprendo perfectamente. Eres desagradable hasta durmiendo—
dijo Samuel.
—Creo que no lo has entendido —Fidias miró muy serio a la estatua y
suspiró—. Hoy es el día de que alguien te cuente una verdad, una historia que
seguramente no te habrán contado nunca. Ya que si no… no estarías aquí —
el anciano volvió a mirar a Samuel— y sospecho que no te va a gustar lo que
vas a escuchar.
—¿Y de qué conoces a mi padre?
—Tú padre es mi hijo, y tú eres mi nieto.
Samuel no dijo nada. Se calló un buen rato. Y sin apartar la vista del
anciano habló:
—¡Mi abuelo es Anaxágoras! Y mi otro abuelo murió hace muchos años.
No te permito que digas esas mentiras.
Samuel se acercó a la cara del escultor y casi rozándolo le dijo despacio,
casi deletreando las letras:
—Me da igual quién sea usted, de lo poderoso e influyente que haya
conseguido ser, pero se arrepentirá de sus palabras. Usted no se puede ni
imaginar lo maléfico que yo puedo llegar a ser con personas como usted.
—El sabio Anaxágoras adoptó desde bebé a tu padre —dijo Fidias—,
¿nunca te lo han contado?
Samuel se volvió a quedar en silencio. Había mucha tensión. Y en
cualquier momento podría explotar. Quería pensar bien lo que tenía que decir
para luego no tener que arrepentirse de nada.
—Hace muchos años yo era maestro en el Ágora, como lo es ahora
Demócrito. Enseñaba a esculpir mármol de las canteras de Megara, las que
producen el mejor mármol de toda Grecia. También daba matemáticas,
pintura y arquitectura. Tu abuelo Anaxágoras daba política, retórica y ética.
En aquella época podían asistir a las clases en el Ágora las mujeres. Que, por
cierto, me criticaron mucho por dar ese privilegio al sexo fuerte. Allí se
conocieron tus padres.
—¿El sexo fuerte? —preguntó Samuel sin entender ese término.
—Sí, las mujeres son el sexo fuerte. Mucho más inteligente que el
masculino. No lo dudes nunca. Lo que ocurre es que, en toda Grecia,
especialmente en nuestra ciudad, Atenas, cuna de la democracia y de la
sabiduría, es una ciudad injusta con ellas. Somos la polis más machista de
toda Hélade. Incluso en Esparta las mujeres están mejor consideradas.
—¿Te quieres centrar en lo importante y contarme de una vez lo de mi
padre? —dijo Samuel cortando su charlatanería.
—Yo tendría treinta y cuatro años más o menos —dijo Fidias cogiendo
aire y haciendo una pausa.
Samuel cada vez estaba más disgustado, no entendía lo que le decía el
viejo que tenía delante. Al cual, por momentos, le veía más parecido con su
padre. Empezaba a reconocer en su rostro ciertas semejanzas en su manera de
expresarse, de hablar, de mover las cejas, la manera de agitar las manos, de
menear la cabeza…
—Hace muchos años… yo tuve una relación con una mujer de Crotona,
Adara. La criatura más bella que jamás ha existido —prosiguió melancólico
el viejo escultor—, ella era tu abuela. La conocí en uno de mis viajes a la
Magna Grecia. Yo iba y venía de Atenas a Crotona, ampliando mis estudios
de matemáticas, y cada vez nos veíamos más. Un día le pedí que se viniera a
vivir conmigo a Atenas. Le expliqué que yo era maestro en el Ágora. Pero
ella no quiso dejar su ciudad. Al final, después de pensármelo mucho, yo
decidí no volver a verla. Ella, quince meses después de la última vez que nos
vimos en Crotona, vino a Atenas, me trajo un bebé a la puerta de mi casa; era
tu padre, Filolao. Pero ella había cambiado mucho, ya no era la misma.
Estaba muy enferma y demacrada. Incluso escupía sangre cuando tosía. Me
dijo que se estaba muriendo. De hecho, así fue. Un mes después de estar
viviendo en mi casa —el anciano hiso una pausa, cerró los ojos y tragó saliva
— ella murió en mi cama —le brillaban los ojos al arquitecto—. De repente,
me vi al cuidado de un niño que amenazaba interrumpiendo repentinamente
toda mi carrera profesional, que estaba empezando a estabilizarse justo en ese
momento. Yo, por aquel entonces, no tenía dinero suficiente para pagar a una
hetera, o comprar un esclavo para que se hiciera cargo de mi hijo, y tuve que
tomar una decisión. Conocía muy bien a Anaxágoras. Y sabía que deseaba
haber tenido un niño. Y su mujer no se lo podía dar. Sin pensarlo un
momento, puse en la puerta de tu abuelo, el sabio Anaxágoras, a tu padre
Filolao. En una cesta con una carta anónima. Él se hizo cargo, y dejó de
enseñar en el Ágora. Se dedicó por completo a criarlo, a educarlo… Se
convirtió en un padre perfecto. El que yo nuca hubiese podido ser.
—¡Abandonar a tu hijo en la puerta de otra persona! Pudiste haber
pedido un préstamo al senado, haber hablado con alguien, ¡¡¡eras maestro en
el Ágora!!! Eres un ser despreciable. Ya me lo había dicho mi madre, ¡me das
asco! Le tuve que haber hecho caso y no visitarte —Samuel estaba
decepcionado con sus padres por haber estado al margen de toda esta historia.
—¿Pero nunca te han contado nada? —decía Fidias extrañado—, yo no
cobraba ningún sueldo —prosiguió disculpándose por su acto—. Lo tienes
que entender. Los maestros en aquella época no tenían derecho a esos
privilegios. Vivíamos de las subvenciones del Senado, que te aseguro que
eran ridículas.
—No —dijo Samuel con lágrimas en los ojos moviendo la cabeza de un
lado para otro—. Mi abuelo siempre será Anaxágoras. Además, dudo que
esto que me cuentas sea verdad. Cuando llegue a mi casa hablaré con ellos,
que me den una explicación.
—Eso es lo que tienes que hacer, Samuel. No lo dudes... Que te lo
cuenten todo. Pero le dices de mi parte que todo, es todo. No solo lo que me
pasó con tu padre, también que te cuenten lo que dice de ti una vieja profecía.
—¿Y por qué no os habláis? —dijo Samuel sin haber escuchado lo
último que dijo el viejo—, si esto que me cuentas es cierto se pudo haber
arreglado hace muchos años.
—Hay cosas que ya no tienen arreglo. Y Atenas es una ciudad muy
pequeña.
—¡Bueno!, pequeña precisamente no creo que sea —dijo Samuel fuera
de sí—. Sé perfectamente que Atenas no es tan grande como algunos creen,
pero te recuerdo que en Atenas hay doscientos cincuenta mil habitantes, no
creo que sea una pequeña ciudad —Samuel seguía subiendo el volumen de la
voz y la indignación—. ¡¡¡Se dice que es la tercera ciudad más poblada del
mundo, solo nos supera Babilonia con cuatrocientos mil y Seleucia con
seiscientos mil!!!
—Baja la voz, por favor —dijo Fidias, apurado.
—Estas dos ciudades están en Mesopotamia, la civilización más antigua
de la tierra. Junto a los ríos Tigris y Éufrates. He viajado mucho con mis
padres, ¿qué crees que soy? ¿un niño ignorante? Además, Atenas es la ciudad
más compleja de la tierra. Tenemos un sistema democrático radical. Con unos
seis mil jueces que se votan rotando anualmente por sorteo. —Samuel
empezó a derramar lágrimas a borbotones—. Todo está pensado para que
nadie atesore demasiado poder y volvamos a formas de gobiernos arcaicas,
como cuando existían los Tiranos. Seguramente nunca más se repetirá esta
forma que tenemos de gobernar; esto es un experimento caprichoso de
muchos acontecimientos que han ocurrido en el pasado. Todo ello hace que
tengamos un gobierno democrático libre, limpio y participativo. Todo el
mundo puede opinar, votar y delegar leyes. ¡¡¡Todo esto ha sido gracias el
esfuerzo de mucha gente desde Solón!!! Pero tiene los días contados.
Samuel se dio la vuelta y empezó a alejarse. Tenía la cara churreteada.
—No te vayas, por favor, Samuel. Terminemos esto que hemos
empezado…
El muchacho se volvió a girar despacio y acudió, una vez más, al
encuentro con el anciano. Le temblaban las manos.
—Muy bien —dijo Fidias—. Sí señor, estás formado en historia, política
y actualidad. Me gustan los niños cultos. Tranquilo, no te enfades, que no es
para eso. La vida, las circunstancias, han hecho que hoy coincidiéramos tú y
yo, aquí y ahora. Y eso será por algo.
—Y si quieres soy más preciso. Tenemos ciento cuarenta mil esclavos,
setenta mil metecos extranjeros y cuarenta mil ciudadanos en pleno derecho.
Un total de doscientos cincuenta mil de población ateniense, ¿quieres saber
algo más? —gritó Samuel parando los ritos espirituales que había en el
interior del templo.
—¡Seguid, por favor, no pasa nada! —dijo Fidias a los sacerdotes que
miraban la escena sorprendidos.
—No lo entiendo. Nunca me han contado nada. ¿Por qué me han
ocultado esta historia?
—Es una vieja historia que es mejor no remover. El paso del tiempo y
los recuerdos han ido agriando mi corazón. Y tú ahora, con tu presencia aquí,
estás dándome una segunda oportunidad de poder arreglarlo todo.
—Yo no estoy removiendo nada. Eres tú el que está agitando la mierda.
Te podrías haber callado y dejar esta porquería guardada en tu cabeza
enferma. ¡Por cierto! ¿Por qué ya no das clases en el Ágora? ¿Te echaron por
ladrón? Dicen que te gusta robar cosas del templo.
—De eso se encargó tu abuelo Anaxágoras, que intervino para que yo
fuera expulsado del Ágora, y dejara de dar clase. Por lo visto no era digno,
después de que un día le confesara en secreto que Filolao era mi hijo.
—¿Te parece poco tu mala conducta? Viejo sin corazón. Que
abandonaste a tu hijo.
—Es verdad, no he sido bueno. Lo admito. Pero gracias a eso me he
convertido en el mejor escultor de la historia. Después de quedarme viudo, de
dejar a Filolao con Anaxágoras y abandonar el Ágora como maestro, pude
desarrollar mi oficio a todo rendimiento, ya que desde ese día me dediqué en
cuerpo y alma a mi trabajo, a mi elemento. Cada instante lo consagro a mi
arte, ¿no lo entiendes? Gracias a eso tu padre tiene todos los derechos de un
ciudadano ateniense, ya que está inscrito en el censo como hijo de
Anaxágoras. Es un nacido en Atenas.
—¡Pero si mi abuelo no ha nacido en Atenas! Él es meteco. Nació en
Clazómenas. Él no tiene todos los derechos de un ciudadano ateniense.
¿Cómo mi padre habiendo nacido en Crotona no es meteco?
—Anaxágoras en aquella época era muy influyente. Más de lo que te
puedas imaginar. Hoy día es un pobre diablo, pero en aquella época era muy
poderoso. Manipuló la verdad. Inscribió a tu padre como nacido en Atenas.
—No, no lo entiendo —dijo Samuel agitando la cabeza de un lado a otro.
—Pero si te vale de consuelo jamás encontré la felicidad. Aunque
trabajara en mi pasión, noche y día. Daría lo que fuera por poder volver atrás.
Te aseguro que entonces las cosas serían muy diferentes.
Samuel miraba al viejo con asco y desazón.
—Todo en la vida no es encontrar el elemento. No es fácil de explicar,
Samuel. No sé por qué, pero Demócrito os ha mandado un trabajo absurdo.
La vida no es solo encontrar tu actividad favorita. Te estás confundiendo. Eso
no es tan importante. Te lo aseguro. Eso es lo que yo creía. Y tu maestro lo
debería saber. No sé qué motivo lo ha movido a ello. Porque te aseguro que a
mí se me escapa.
—¿Mi padre sabe que tú eres su progenitor? ¿Conoce su origen? —dijo
Samuel intrigado.
—Sí. Yo se lo quise contar hace muchos años. Cuando él tendría tu edad
más o menos —dijo el anciano— le confesé que yo era su padre, y que él en
realidad era de Crotona.
—¿Y qué paso cuando se lo dijiste? —preguntó Samuel.
—Me pegó un puñetazo en la cara —el muchacho empezó a reírse—.
Bueno, por lo menos te he hecho sonreír. Desde ese día no tengo paletas —el
anciano le enseñó la boca sin dientes delanteros.
—Me imagino la escena. Conozco perfectamente el carácter de mi padre
—ahora Samuel se sentó en un poyete del templo. El viejo hizo igual. Se
colocó junto a él.
—De todos modos, ya se lo había contado todo Anaxágoras.
—¿Y mi padre… por qué está tan serio siempre? Con tanta tensión…
Parece amargado. Él ha encontrado su elemento. ¿Qué le pasa? Estoy seguro
de que algo sabes…
—Tu padre es matemático y astrónomo. Estudió de joven, cuando salió
del Ágora ateniense, en la Magna Grecia, en la escuela Pitagórica que está en
la ciudad de Crotona, de donde es su madre. Quiso conocer sus raíces. Por
eso le llaman Filolao de Crotona. Aunque, como ya te he contado, está
inscrito como nacido en Atenas, con todos los derechos —el viejo se colocó
de espaldas a Samuel—. Te aseguro que allí aprendió muchas cosas, no solo
ciencia.
—No entiendo. Anciano, explícate mejor. ¿Qué tiene que ver eso con lo
que te he preguntado?
—Pitágoras fundó una secta de iniciados a la magia y las ciencias
ocultas. Para aprender a manejar los cuatro elementos: el agua, el fuego, la
tierra y el aire. Cuando Pitágoras murió, siguió trasmitiéndose a escondidas
ese conocimiento en su academia. Pero solo a unos pocos. A los iniciados. Tu
padre es uno de esos pocos. Tu padre vive reprimido por no usar lo que él
conoce. Eso lo angustia. En Crotona pasaron muchas cosas que solo él sabe,
cosas terribles, por lo que tengo entendido tuvo que huir de allí. Pericles le
echó una mano y lo contrató como el matemático de nuestra ciudad.
—Mi padre será muchas cosas. Pero te aseguro que él es un científico y
ateo radical. Eso te lo puedo asegurar. Usted no lo ha escuchado a la hora de
almorzar en la mesa.
—Te equivocas. Además, cuando tú naciste pasaron muchas cosas. Te
las deberían contar. Hay muchos acontecimientos que desconoces de tu
pasado. Es una historia abominable. Llevó a tu padre a dejar ese oscuro
conocimiento. Eso es lo que le entristece. No ejercer.
—¡¡¡Qué me estás diciendo!!! ¿Oscuros conocimientos? —el muchacho
se tapo los oidos con las manos— ¡mi abuelo Anaxágoras es el único abuelo
que me queda vivo! Y si eso que me cuentas es verdad, seguro que hay unos
motivos muy importantes para que no me lo hayan confesado todavía —le
dijo Samuel con la cara colorada—. Esto no va a quedar así, viejo rastrero.
¡¡¡Mi padre es un gran cientifico!!!
—Otro motivo de la infelicidad de tu padre eres tú. Tu enfermedad. Te
aconsejo que sigas buscando tu oficio perfecto. El elemento. Lo veo
razonable, pero no te obsesiones, míranos a tu padre o a mí. Nosotros lo
hemos encontrado y en parte no somos felices. No sabemos vivir. Por el
camino a la perfección nos hemos perdido muchas cosas más importantes.
—¿Por qué me cuentas todo esto ahora? Me estás haciendo mucho daño,
viejo maligno.
—Me queda poco de vida. Y me gustaría arreglar todo el daño que hice
en el pasado, pero sobre todo que mi nieto sea fuerte y feliz. Que no le pase
como a su padre y a su abuelo Fidias.
—Hoy mejor no hubiera salido de casa. Qué día tan confuso —dijo
Samuel, estresado.
—¡Te equivocas, Samuel! Hoy es un día perfecto para empezar de
nuevo. Y te insisto: Serías un gran matemático.
—Pero las matemáticas necesitan una ciencia —dijo Samuel—, algo
externo a ellas. Ya que siempre calcula un propósito, y ese propósito me
interesa más que ese cálculo. Y es lo que yo estoy buscando. Mi proyecto. El
elemento.
—Pero los hombres pertenecen a la naturaleza. Además, tu propósito en
la vida es vivir. Y déjate de monsergas.
—Creo que te equivocas, Fidias. Los hombres están en un rango mayor.
Son la razón. La Naturaleza, el Universo, el Cosmos, se estudian a través de
nuestra mirada. Como un niño pequeño que se da cuenta de que existe
cuando se ve reflejado en la sonrisa de su madre al reír por alguna morisqueta
que realiza él mismo. Eso es lo que hace el universo con nosotros,
contemplarse a sí mismo. Nosotros somos la criatura —comenzaron a sonar
unos instrumentos de percusión en el interior del templo.
—Solo te he dicho la verdad —dijo Fidias—, yo no he sido quien te ha
mentido… —una camarera pasó deprisa en ese momento junto a ellos—.
Bueno, cambiemos de tema… ¿Sabes qué es el arte?
—No. Según tú… ¿qué es? —dijo Samuel.
—El arte es la actividad en la que el hombre recrea, con una finalidad
estética, un aspecto de la realidad o un sentimiento en formas bellas,
valiéndose de la materia, la imagen o el sonido. No todos los tipos de artes
requieren fuerza o destreza física. Está la pintura, la escritura, la música… y
podemos acomodar los pinceles, la flauta doble, el lapicero… a tus manos,
con adaptaciones caseras. Tu padre te puede ayudar en eso, es un gran
inventor por lo que tengo entendido.
—¿Ahora me estás animando a ser escultor? Cómo cambias de opinión.
Viejo maniático. Cuando empezamos esta conversación me decías que yo
nunca podría ser escultor, ¿ya no te acuerdas?
—Ahora estoy conociéndote. Y estoy empezando a cambiar de parecer.
Es de sabio saber rectificar.
—¡Qué raro eres! —dijo Samuel.
—¿Y a quien visitarás ahora después de mí?
—Visitaré a Sófocles, el dramaturgo, el mejor poeta escritor que ha
tenido el Hélade después de Hesíodo y Homero.
—Me parece bien, con él aprenderás muchas cosas. Él tiene un modo de
ver la vida muy particular. Y contigo seguro que no se aburre. Pero ten
cuidado con Sófocles. Es un vicioso. Le gustan los niños guapos y jóvenes
como tú.
—¿Qué significa vicioso? Me comentó algo mi madre y no la entendí.
—Atenas es una ciudad libre, democrática y reflexiva; como tú muy bien
has dicho, pero también en la sexualidad somos independientes. Todo vale. Y
muchos sobrepasan los límites, sobre todo los intelectuales, que tienen una
ética muy retorcida y complicada de entender.
—La verdad es que sigo sin entender —dijo Samuel rascándose la
cabeza.
—Yo solo te aconsejo que, si te propone algún trato, mejor dices que no.
Ya que te intentará engañar.
—Bueno. Gracias por el consejo.
—Perdóname por haberte hecho daño o molestarte, no era mi intención
—dijo ahora el escultor con cara tierna.
—Menos mal que no era tu intención. Cuando llegue a mi casa hablaré
con mis padres. Tendrás noticias mías muy pronto.
—Tú tampoco te has quedado callado. Pero debes de entenderme. Estoy
muy estresado. Ha desaparecido mucho oro del templo, los adornos de
Atenea, marfil y casi todo el mundo me está echando la culpa de su
desaparición. Yo no soy ningún ladrón. Después de toda la vida dedicada a
embellecer nuestra ciudad y me lo pagan con esto. Estoy completamente solo.
Sin familia, sin amigos, sin prestigio. Y cuando te he visto… no sé lo que me
ha pasado. Te pido disculpas, Samuel.
—Bueno, me tengo que ir, no lo digo más. No puedo decir que me haya
encantado de conocerte, Fidias. Pero bueno… No te haré perder más tu
valioso tiempo —dijo Samuel con retintín—. La verdad que eres mucho peor
de lo que había escuchado —Samuel constriñó el gesto con desdén— y
además, no he sacado nada de valor referente a mi destino. Mi elemento.
—Ten cuidado con lo que dices, que todavía me quedan fuerzas para
darte un garrotazo y abrirte la cabeza.
—Parece que estoy hablando con mi padre —pensó en voz alta Samuel
—. No lo digo más, adiós.
—Adiós, niño, perdón… Samuel —se le escapó una leve sonrisa al
rancio escultor—, no lo olvides, la fama y el tener talento muchas veces se
pagan muy caro. Yo lo he pagado con creces.
—No lo olvidaré —dijo Samuel.
—Y dale muchos recuerdos a tus padres. Coméntales que has hablado
conmigo. Y que te lo expliquen todo. Y todo, es todo —insistía el viejo
escultor—. Tienes que saber algunas cosas de tu pasado. Anuncian un futuro
prestigioso.
—No lo dudes de que lo haré. Me tendrán que dar explicaciones.
—Me gustaría mucho que volviéramos a vernos antes de que yo me
marche al inframundo, al Hades. Antes de cruzar el río Aqueronte montado
en la barca de Caronte, para no volver nunca más. Me queda poco de vida y
no me gustaría irme sin arreglar algunas cosas que hice mal en el pasado.
—Se lo diré a mis padres, queda tranquilo. Adiós, Fidias.
—Adiós, Samuel —murmuró Fidias en voz baja—. Adiós, querido
nieto… por fin te conozco.
“El arte es el concepto que engloba todas las creaciones realizadas por
el ser humano para expresar una visión sensible acerca del mundo, ya sea
real o imaginario. Mediante recursos plásticos, lingüísticos o sonoros, el arte
permite expresar ideas, emociones, percepciones y sensaciones.”
Fidias
El más famoso de los escultores de la Antigua Grecia.
Vivió en la época de Pericles, que fue su principal protector y le encargó
la dirección de su gran proyecto de la reconstrucción de la Acrópolis de
Atenas.
No se sabe con exactitud la fecha del nacimiento, pero fue en Atenas.
Posiblemente en el 510 a.C.
Murió en 430 a. C., en Olimpia. En el año 432 a. C. se le hizo un juicio y
fue desterrado de Atenas, acusado de robar oro y marfil del Partenón.
6. Sófocles
Hizo otra reverencia. Esta vez más larga que las otras. A Sófocles se le
veía pálido y ojeroso. Sí no fuera porque estaba maquillado parecería un
cadáver, pensó Samuel.
«Sexto: Hay que leer muchísimo. Cuanto más mejor, pero no cualquier
cosa, obras de calidad: Parménides, Pitágoras, Heráclito, Esquilo, Quérilo…»
—¿Y Homero? —interrumpió Samuel un poco molesto por no haber
nombrado a su escritor favorito.
—Sí, claro, a Homero también. Se me ha pasado. Disculpa. Ten en
cuenta que todo lo que leemos pasa a integrarse en nuestro plano consciente.
La mayor parte de lo que se escribe se funda en las observaciones personales
de un sujeto. Eso nos permite recoger, en el intervalo de una tarde o de varios
días, el fruto de unos trabajos, ideas o pensamientos que a lo mejor habrán
requerido toda una vida de observaciones, de atención, de estudio, de
sufrimiento y de experiencias para poderlos escribir. Y tú, en un corto
periodo de tiempo, absorbes todo ese conocimiento, aquello por lo que
merece la pena intentar buscar tus libros, para tener mejores herramientas a la
hora de enfrentarnos a los retos de la vida —el escritor tragó el vino que le
quedaba en la copa y la lanzó hacía atrás.
«Séptimo: Se es escritor en cada instante del día. No un rato y sigo con
otra cosa. No sabes dónde te metes muchacho… Hay que escribir o pensar en
lo que vas a escribir, en cada momento. Es muy difícil y duro para quien no
tiene esa necesidad.
Octavo: Y la mejor manera de aprender las técnicas de escritura es
escribiendo. Y sobre todo tutelado por un gran maestro».
“De todas las miserias del hombre, la más amarga es: saber tanto y no tener dominio
de nada.”
Heródoto
Historiador griego
484 a. C. – 425 a. C.
9. El juego de Dionisio
“El sentido de la vida es “vivir”, pero vivir bien, de una manera justa; y para ello
antes hay que definir que es el bien, la justicia, el amor, la felicidad… vivir… por lo que
tendremos que reflexionar en la ética para saber cómo…
La verdadera sabiduría está en reconocer
la propia ignorancia”.
Sócrates
470 a.C. – 399 a.C.
Filósofo clásico ateniense considerado como uno
de los más grandes, tanto de la filosofía occidental
como de la universal
11. Anaxágoras y Minos
—¿Qué haces ahí subido, en esa mula? —le dijo su madre cuando lo vio
aparecer por el portón del patio de la casa.
—Es la mula del abuelo. Me la ha regalado. Se llama Minos.
—¿Minos? Si hace muchos años que la perdió en una apuesta.
—Sí, pero la ha recuperado otra vez. El abuelo me lo ha contado todo; ¡y
me la ha entregado como herencia!
—Qué tontería dice el viejo Anaxágoras —reía Faina con alegría
imaginándose la escena.
—La verdad que el abuelo está muy raro… ¿Le pasará algo?
—No creo que le pase nada. Solo que está muy mayor. Qué cosas tiene
este viejo loco —decía Faina, preocupada observándole los pies a Samuel.
Los tenía muy heridos— Casi no he podido distinguir a Minos —decía ella
mientras que le quitaba las férulas a su hijo sin que tuviera que bajarse del
animal— ¡Qué cambiada está! Si la mula tiene que tener casi treinta años. No
creo que ya valga para mucho.
—No digas eso, mamá. Es muy fuerte todavía. Me ha traído desde el
puerto en un momento. Con esta mula ya no sufrirán tanto mis maltrechos
pies —decía Samuel defendiendo a su nueva mascota, que le estaba cogiendo
un insólito cariño.
Faina sacó una pomada, un tarro de ungüento que ella misma fabricaba
con plantas medicinales para curar las heridas que le producía las férulas. La
madre, mientras, seguía hablando se la empezó a untar a lo largo de todas las
rozaduras.
—Y, por cierto, ¿no me comentaste que no aparecerías por casa hasta la
hora de cenar? ¿Qué ha sucedido que has llegado tan temprano? ¿Has podido
terminar de visitar a todos los ilustres hombres de tu famosa lista? —Faina no
paraba de preguntar muy intrigada e inquieta.
—No, mamá, han faltado varios personajes por interrogar, pero me he
dado cuenta de que esta no es la manera más adecuada de seguir
investigando. De este modo no encontraré nunca la respuesta a lo que yo
estoy buscando. Ya que cada persona tiene un destino. Su sentido particular
en la vida. De nada me valdrá saber a qué se dedican los demás para yo saber
el mío.
—Entonces… ¿qué piensas hacer?
—Ir a Delfos. A su Templo.
—¡¡¡A Delfos!!! ¿Y qué se te ha perdido allí?
—Quiero preguntar sobre mi destino a la pitonisa. Por mi elemento.
—¿Quién te ha metido semejante estupidez en la cabeza? Con lo que tú
criticas la tradición, y ahora apareces con esto —reía Faina, comprobando
que Samuel estaba hecho un lío—. Nosotros nunca hemos sido religiosos, ¿A
qué viene consultar con una pitonisa?
—Sócrates es quien me ha dado la idea. Y creo firmemente que vale la
penar ir.
—Ese hombre siempre se mete donde no le llaman. Parece mentira que
sea hijo de una matrona. Además, Delfos está lejos para un muchacho como
tú —la madre con el rostro ceñudo le dio la espalda a su hijo.
— ¿A qué te refieres con lo de un muchacho como yo?
—Nada... Olvídalo.
—¡Mamá!
—¿Qué? —dijo ella volviéndose a dar la vuelta para ponerse ahora frente
a él.
—Pero entonces… ¿Puedo ir? ¿Me dejas? No me pasará nada. Delfos no
está tan lejos. Yo diría que está cerca.
—No me intentes engañar que sé perfectamente dónde está Delfos. A
camello está a cuatro noches por lo menos, y por caminos transitados por
delincuentes.
—Si voy ligero de equipaje llegaré en tres días. Además, se lo diré a mis
amigos para que me acompañen. ¡Ya soy un hombre! Y Admes es muy
grande y fuerte.
—No eres un hombre todavía. ¡Eres un niño! ¿Y cómo piensas ir?
¿Andando? ¡Mira cómo tiene los pies!
—Iré en Minos. Que es muy resistente.
—Y muy viejo. Te lo aseguro. Por lo menos duraras diez días como
mínimo si vas en esa vieja mula.
—Este viaje me convertirá en un hombre adulto —dijo Samuel
produciendo un silencio…
—¿Cuándo te gustaría ir a Delfos?
—Antes del fin de semana sería ideal ponerme en camino. Y si no, para
la próxima semana, pero no quiero aplazar mucho más este viaje. Necesito
conocer mi elemento urgentemente. Quiero dejar este asunto zanjado lo antes
posible, ya que la época de frio estará cerca. Pero tengo que hablar antes con
Demócrito de mis intenciones y disponer varias cosas; preparar el equipaje, la
ruta, la mula... Alguien me tiene que informar de los pasos a seguir. Por lo
visto Delfos tiene unos horarios y unas tradiciones. No me gustaría hacer el
desplazamiento al santuario y que al final después de tanto esfuerzo no me
atendieran por no haber hecho las cosas bien. Sería una pena.
—Pero hay que hablar con papá, a ver qué dice él.
—Bueno, cuando venga hablamos con padre. ¿Me echarás una mano?
¿No? —ponía el muchacho su mejor cara.
—Sí, no te preocupes por eso, yo se lo explicaré y seguro que lo
entiende. Pero… Samuel… —dijo la madre insegura— Lo peligroso de ir a
Delfos no es la distancia, ya sé que son solo cuatro días, incluso apretando se
puede quedar en tres ¡lo difícil es el paso que tiene! Tendrás que cruzar el
desierto de Beocia. Y hay muchos riesgos; las tribus salvajes, las serpientes
venenosas, los ladrones… No sé.
—No te agobies, mañana voy a clase, y se lo explicaré personalmente a
mi maestro. Él lo entenderá. Y me revelará cómo lo tengo que hacer. Todo
estará controlado.
—Dudo que esté todo controlado. Y mucho menos que Demócrito te
apoye en esto que quieres hacer, él es más agnóstico que nosotros, y eso ya es
difícil.
—Mamá, tengo que hacer esta travesía. Tienes que entenderlo —
suplicaba el muchacho.
—¿Tú sabes a quién tendrías que ver? Mucho mejor que a tu maestro,
que no dudo de su sabiduría. Pero creo que quien más sabe de Delfos en
Atenas es Aspasia, la concubina de Pericles. Ella es muy culta en estas
cuestiones, ya que fue la sacerdotisa jefa del templo de Delfos durante varios
años. Ella sabe todos los secretos que hay en aquel mágico lugar. Estoy
convencida que es la mejor opción para que te informe de los pasos que hay
que dar para que te atiendan en el santuario sin problemas. Ya que como tú
bien has dicho, no todos los días, ni a todo el mundo, dejan pasar.
—¡¡¡Pues voy a ir ahora mismo!!! —dijo Samuel decidido, acordándose
de la conversación que tuvo con Pericles hoy por la mañana.
—¿Pero ahora tiene que ser? Quédate y descansa, vas mañana mejor. No
hay tanta prisa.
—Mañana a lo mejor Aspasia no se encontrará en Atenas. Pericles se
quería ir de viaje con su mujer, me lo ha contado hoy. Posiblemente salgan
por la mañana a primera hora.
—¿Y eso? Qué raro. Pericles de viaje.
—Quieren ir a Mileto, a visitar a los padres de Aspasia, que están muy
enfermos. Pronto morirán.
—Pues corre y ve a verla. Ella te guiará. Dile que vienes de mi parte. Yo
ayudé a nacer a su hijo. Me tiene mucho aprecio.
—Pero, ¿dónde la puedo encontrar en estos momentos? ¿Estará en su
casa?
—A esta hora estará en el balneario de Hera. Con sus esclavas. Se estará
dando un baño, como todos los días al atardecer. A puerta cerrada al público.
Un lujo que tiene otorgado por ser la consorte del alcalde de la ciudad.
—Entonces, ¿cómo puedo conseguir hablar con ella? Si tendré cerrado el
acceso a las aguas termales.
—Muy sencillo, dices en la puerta que eres hijo de Faina, la matrona.
Que quieres ver a la concubina de Pericles. El guardián que estará en la
tranquera le pasará el mensaje a Aspasia y ella saldrá a recibirte. No creo que
haya muchos problemas cuando le digan que eres mi hijo.
—¿Y solo con eso me dejarán hablar con ella? —dijo Samuel incrédulo.
—Ya te lo he dicho. Me debe mucho esa mujer. Su hijo Pericles, el
Joven, nació morado, prácticamente muerto. Y yo lo salve dándole la vuelta y
sacudiéndolo para que expulsara la sangre de sus bronquios. El niño gracias a
eso empezó a respirar. Costó muchísimo trabajo limpiarle las vías
respiratorias. Ese niño que ahora tiene cinco años, vive gracias a mí. Y ella
nunca lo olvidará.
—Vale, entonces, ahora vengo. Si viene papá se lo explicas todo. Por
favor, échame una mano con él. Vengo enseguida.
—Date prisa y ten mucho cuidado. No te vayas a caer de ese animal.
—Se llama Minos.
—Ya lo sé. No seas tan puntilloso. Y por tu padre no te preocupes, sabes
que te tiene muy consentido.
Faina miraba a su hijo con amargura.
—¿Qué te pasa madre?
—¿Y Fidias? ¿Lo has visto? —dijo inquieta.
—Sí —dijo Samuel esperando a que ella continuara.
—Te dije que no le expusieras que eras hijo nuestro, ¿no se lo habrás
dicho? —pero Samuel no respondía— ¿Se lo has dicho? ¡Responde Samuel!
—insistía Faina.
—Se me olvidó, madre, ¿es verdad lo que me ha contado el viejo
escultor?
—No sé lo que te ha contado, pero él es tu… —su madre le relató el
episodio con Fidias, y Samuel escuchaba en silencio— Cuando seas mayor
entenderás que hay historias que es mejor olvidar. Y eso es lo que hemos
hecho con Fidias.
—¡Me lo pudisteis haber contado antes! No lo entiendo, la verdad. Para
mí, mi abuelo siempre será Anaxágoras. Creo que tengo derecho a saber
ciertas cosas. ¿O es que no soy de la familia?
—Tienes toda la razón. Te pido disculpas. Luego hablamos
sosegadamente, ahora vete ya, que es muy tarde.
—Me voy, —se limpió la cara con el dorso de la mano—luego
hablamos…
—Sí, luego hablamos mejor. Te tenemos que contar muchas cosas que
no sabes todavía. Te prometo que desde hoy no habrá más secretos
familiares.
—Hasta luego, madre.
—Hasta luego, cariño. Ten cuidado con Aspasia, hijo, es buena mujer,
pero no te vayas a quemar.
Samuel salió apresuradamente a buscar a la erudita compañera del
alcalde de Atenas; Faina le decía adiós con lágrimas en los ojos desde la
puerta de la casa.
Por el camino se hizo de noche. Las calles oscuras y recónditas
mostraban a los atenienses, en su mayoría comerciantes, que estaban
cerrando sus negocios para dirigirse a sus casas a través de las empinadas
calles empedradas después de un largo día en los quehaceres cotidianos.
Empezaba a hacer fresco, ya que el verano estaba llegando a su fin. En los
hogares esperaban las mujeres auténticas, dueñas y administradoras del
Oikos. Arregladas con sus mejores peplos, preparando las suculentas cenas, la
comida más importante del día para los atenienses. Disponiendo los baños
calientes para los hombres que vendrían muy cansados y sucios de trabajar.
Una sociedad moderna para su tiempo, pero ni mucho menos perfecta.
Machista y esclavista pero que empezaba a despertar una reflexión sobre sí
misma como nunca se había dado en otros pueblos.
Nada más llegar al balneario de Hera, Samuel se bajó de la Mula. En ese
momento se dio cuenta de que había venido sin sus férulas. Se dirigió
jadeante y caminando con mucha dificultad torciéndose los pies en dirección
a un negro fornido que estaba custodiando la puerta de las aguas termales.
—Hola, buenas noches. Soy Samuel, hijo de Faina la matrona, y me
gustaría hablar con Aspasia —el chico se sentó en el suelo.
—La señora se está bañando —dijo el negro ásperamente, sin ni siquiera
mirar a Samuel.
—¿Pero no se lo podría decir, por favor? Es muy importante.
El negro de la puerta no respondía… Pero Samuel insistía.
—Ya se lo he dicho. Es muy importante. Aspasia es amiga de mi madre.
Creo que te vas a meter en líos si no le pasas el mensaje a la señora —el
negro al escuchar eso se dio la vuelta para mirar al muchacho.
—Espero que sea cierto eso que me cuentas. Porque si no te vas a enterar
—Samuel siguió insistiendo y advirtiéndolo de que era necesario y urgente
ver a la compañera de Pericles—. Espérate aquí, muchacho. Se lo voy a decir
a mi ama, ahora vengo.
Después de un buen rato esperando en la puerta apareció el corpulento
negro, lento y pesado como un elefante. Traía un rostro que aparentaba
claramente fastidio.
—Me ha comentado la señora que pases. ¡Ya tienes que ser importante
para ella! La consorte a esta hora nunca deja pasar a nadie, te lo aseguro.
Llevo muchos años sirviendo para la señora y hoy es la primera vez que hace
este privilegio. Y encima con un menor de edad.
—Pero… ¿dentro de los baños? —dijo Samuel dudoso.
—Sí. Eso me ha indicado mi ama. Y recuerda, tienes que pasar descalzo
—el negro no se dio cuenta de que Samuel ya estaba descubierto— y además
te tienes que lavar las manos en esa pila —señaló con su gigantesca mano a
una fuente—. Son las normas. Es un lugar sagrado. ¡Y pórtate bien, por la
cuenta que te trae!
Samuel tímidamente le pidió ayuda al negro para levantarse del suelo. Se
acercó a la pila que había en la entrada del balneario y allí se lavó las manos
como le había indicado el esclavo. Luego, entró por un pasillo donde había
mucha humedad. Era la primera vez que el chico estaba en el interior del
recinto, ya que solo podían entrar los adultos, los hombres a primera hora y
las mujeres al medio día.
Los baños sagrados de la diosa Hera. Se escuchaban voces de mujeres
chapoteando y riendo. Había mucho vaho, y el sonido era hueco como en una
cueva.
Al girar en la primera esquina, detrás de una gran estatua de Hera, donde
la diosa aparecía esculpida en piedra, de pie, llevando una corona y un peplo
pegado, mostrando la forma de su cuerpo. Portaba en su mano izquierda un
platillo para beber. Rodeó el muchacho toda la imagen de mármol, y siguió
hasta la siguiente habitación. Samuel, nada más llegar al arco de entrada, se
encontró de golpe con Aspasia, desnuda y bocabajo sobre un poyete negro de
piedra volcánica. Una pequeña toalla sobre su cabeza es lo único que tenía
para tapar su exuberante cuerpo. Junto a ella había un musculoso hombre,
igual o más fuerte que el que había en la puerta de la entrada, pero este no era
negro, tenía los ojos rasgados y una coleta muy larga. Le estaba masajeando
los pies con mucho ímpetu. En el agua habría media docena de mujeres
también desnudas, de varias tonalidades: blancas, negras, amarillas, incluso
una con el pelo de color rojo cobre, bañándose y jugueteando unas con otras
pícaramente. No paraban de reírse.
Samuel, en el umbral de aquella enorme sala, se quedó petrificado. Le
dio mucha vergüenza la situación. Parecía que todo fuera un sueño, y que en
cualquier momento despertaría. Se quedó con cara de tonto sin saber hacía
donde mirar. Hasta que Aspasia habló…
—No te quedes ahí. Ven, entra y acércate, muchacho. ¿Nunca has visto a
una mujer desnuda?
—Así de este modo jamás —el muchacho estaba colorado. Se acordó del
pervertido de Sófocles. De su proposición indecente, y se tuvo que aguantar
la risa.
—No estés nervioso. No te va a pasar nada.
—Su belleza es deslumbrante y apabulladora. Yo no estoy acostumbrado
a esto, señora.
—Me ha dicho mi esclavo que eres hijo de Faina. Y que te llamas
Samuel.
—Sí. La matrona es mi madre.
—Le debo mucho a tu mamá. Gracias a ella mi pequeñín está vivo. Tuve
un parto muy complicado. Y ella supo qué hacer para que él no muriera en el
nacimiento.
Ven muchacho y siéntate aquí junto a mi lado. No tengas miedo, que no
te voy a comer —decía la señora que seguía bocabajo, con la frente apoyada
en un pequeño cojín.
Samuel, cohibido, se acercó a la diva y muy despacio se sentó cerca de
ella, en el filo del banco de piedra volcánica. El muchacho solo se atrevía a
mirar hacia el suelo, ni siquiera osaba a mirar con el rabillo del ojo el cuerpo
de Aspasia, que desnuda hablaba sin ningún pudor.
—¿Qué es lo que quieres de mí, Samuel?
—¿Usted ha sido sacerdotisa en el templo de Delfos? ¿Sabe todos los
horarios y pasos a seguir para que me atiendan sin problemas?
—Sí, estuve allí diez años como pitia. Adivina. Pero eso ya es pasado —
se escuchaban a las seductoras esclavas en el agua chapoteando tirándose
agua unas a otras sin parar de reír. Todo parecía a los ojos del chico una
fantasía de adolescente.
—Quiero ir a Delfos, y como ya le he dicho, me gustaría que me
informara de los horarios y pasos a dar para que me atiendan en el santuario
—en ese momento Samuel se quedó observando un tatuaje que tenía la mujer
en el tobillo. Una serpiente luchando contra un águila.
—Ven y acércate más a mí —Aspasia se giró dándose la vuelta,
mostrándole ahora todo su cuerpo perfecto y desnudo por el otro lado—,
¿crees que sigo siendo bella todavía? Ya no soy una joven muchacha —decía
ella mirando al chaval a los ojos y con sus piernas abiertas enseñándole la
vulva rasurada.
—Eres todavía muy atractiva. No lo dudes —dijo Samuel, sacando
fuerzas para que no se le notara su nerviosismo.
—¿Te importa echarme aceite? Es que me estoy quedando seca —dijo
Aspasia.
Samuel cogió el cuenco de líquidos aromáticos que le ofreció la mujer y
lo intentó abrir, pero no pudo. Aspasia, al darse cuenta de que el muchacho
tenía algo anormal en las manos, se lo arrebató y se lo volvió a ofrecer, pero
ahora sin el tapón. El chico, a continuación, le dejó caer el aceite sobre el
abdomen marcado en uve que poseía la escultural mujer. Y con mucha
delicadeza se lo empezó a refregar suavemente. Pero sin salir de la zona del
vientre, donde tenía colocado una joya engarzada en su pequeño ombligo.
Estaba muy avergonzado, extendía el lubricante moviendo los brazos,
arrastrando las manos con sus dedos fijos e inanimados. No quería
importunar a la divinidad, tocando alguna parte de su cuerpo que no tuviera
que palpar, molestando a la hermosa y caprichosa Aspasia. Y sobre todo
destruyendo la posibilidad de recibir la información tan importante que ella le
estaba a punto de transmitir.
—¿Qué te pasa en las manos, Samuel? ¿Siempre las ha tenido así?
—Mis manos no tienen fuerza… Desde que nací.
—Hoy me ha hablado de ti mi consorte, Pericles. De un muchacho muy
sabio que le ha transformado todas sus creencias. Un niño con manos de
trapo, ¿has sido tú?
—Sí, hoy he hablado con Pericles. Y le pido disculpas, le dije cosas muy
duras.
—Te estoy doblemente agradecida, primero por ser hijo de Faina y
segundo por la conversación que tuviste con mi amado compañero esta
mañana. Ahora Pericles es otra vez feliz. Ha vuelto a recuperar la ilusión por
la política y sobre todo por estar conmigo, por complacerme. Mañana nos
vamos de viaje a Mileto. Y todo ha sido gracias a ti.
—Me alegro mucho de que lo veas así. Pericles siempre me ha parecido
el mejor gobernador que ha tenido Atenas.
—No hay ni habrá nunca ningún dirigente mejor que él. Eso sí que es
verdad —apuntilló ella—, ¿sabías que en ocasiones Pericles me pregunta
sobre decisiones importantes?
Hubo un silencio incomodo hasta que Aspasia cogió las manos del chico
y se la llevo a sus senos, para que refregara el aceite en ellos.
A Samuel le faltaba el aire y el corazón se le iba a salir por la boca. El
muchacho, sudando compulsivamente, siguió con su masaje en silencio. Se
acordaba de Sofía, y se imaginaba que esto que él estaba haciendo con la
señora no estaba bien. Aunque no quería perder esta oportunidad de que lo
atendieran en Delfos sin problemas.
—Has estado hoy con mucha gente sabia —siguió Aspasia hablando—,
lo sé. Tengo ojos y oídos en todos lados. Llega un día en la vida que de
repente todo puede ser cambiado. Una decisión u otra marcarán vidas
totalmente opuestas. Y hoy es uno de esos días. Tendrás que elegir, y
dependiendo de ello tu destino será acorde a como cuenta una vieja profecía,
¡tienes que ir a Delfos, no te arrepentirás!
—¿Una profecía? ¿Cuál? Nunca he escuchado hablar de ella.
—La que dice que tiene que venir un niño, nacido en Atenas, sin fuerzas
en las manos, y que después de realizar un místico viaje de transformación
descubrirá como despertar; para luego transmitir ese conocimiento a quien
quiera salir de la ignorancia. Vivimos en un sueño del que hay que despertar.
—Pero yo no quiero hacer nada de eso. Solo busco mi elemento. Nada
más. Ir a Delfos tampoco es un viaje tan largo. Por Zeus, no hay que
exagerar.
Aspasia, con su deslumbrante cuerpo tostado y aceitado, irradiaba
sensualidad y deseos sin límites. Samuel estaba a punto de desmayarse, era
demasiada tensión para el muchacho que era muy inocente todavía en estos
asuntos. Ella, con la cara maquillada como las persas de Persépolis, con un
largo rabillo adornando los ojos y con un lunar rojo pintado en su morena
frente, le sonrió al chico. Luego, le apretó las manos con ternura y se las beso
largamente susurrándole al oído…
—No te preocupes por estas manos sin fuerzas. Tienes muchas
cualidades que sobrepasan tu imaginación, pero todavía no las has
descubierto, muy pronto las conocerás. Estas manos inertes te han ayudado a
ello. Hay que ser agradecido por tus circunstancias en la vida, que han
marcado lo que eres ahora.
—Hoy ha sido un día intenso —hablaba Samuel confesándose con la
deidad—. ¿Me puedes mostrar los pasos para que me atiendan en Delfos?
Quiero saber mi destino, mi elemento. Estoy muy cansado y me quiero ir ya a
mi casa —dijo Samuel casi sin fuerzas.
—Lo primero que tienes que solucionar es llevar a alguien contigo, es un
viaje peligroso. Alguien de tu confianza. Sé que eres muy listo, de eso no hay
la menor duda, y eso es una gran ventaja. Pero tienes una discapacidad física.
Te querrán engañar muchas veces, y todavía no estás acostumbrado a
caminar por esos lugares de maleantes, ladrones y bandidos. Cuando vuelvas
serás otra persona, pero ahora eres solo un niño, de ciudad.
—No te preocupes por eso, ya sé a quién llevar, a mis amigos de toda la
vida, son como mis hermanos; Admes, de Siracusa y Alcibíades, hijo de
Clinias, el sobrino de Pericles.
—Me parece genial. Un problema menos. Ya que los adultos no deben
acompañarte en esta aventura. Además, ellos también tendrán que preparar su
equipaje y hablar con sus padres. Espero que no haya negativas por parte de
sus progenitores. Son dos niños ricos y aristocráticos.
—No creo que haya ningún problema —dijo Samuel, seguro.
—Bueno, espero que así sea. Cómo iba diciendo, las visitas al Templo de
Delfos solo se pueden realizar un día, todos los siete de cada mes. Y el mes
que viene, octubre, cierra el templo. Solo tres consultas por persona y
únicamente entra un solo y privilegiado individuo en ese día mágico. Ten en
cuenta que viene muchísima gente desde muchos lugares del mundo para
consultar con la pitia, la sacerdotisa jefa. Pero no te preocupes. Yo mandaré
ahora mismo una paloma mensajera para que sepan de tu llegada. Me deben
muchos favores. Tú solamente tendrás que preguntar por Diotima, la actual
sacerdotisa jefa. La pitia que te hará el vaticinio. Tendrás que decirle que eres
Samuel, amigo íntimo de Aspasia. Y te dejarán pasar. Ese día, tú serás el
escogido entre todos a caminar dentro del santuario.
—Lo haré como tú dices —dijo Samuel.
—Ahora te voy a dar un plano con la ruta más segura a seguir, para que
llegues con las menos dificultades posibles —La dama, con una mirada,
ordenó al esclavo de origen asiático que parara de masajear los pies y que
trajera la ruta para llegar a Delfos. Parecía como si todo ya lo tuviera
preparado—. Hay ventiscas tremendas. Y tienes que llevar también algo de
dinero, ya que en la ciudad de Delfos tendrás que comprar una cabra que se
sacrificará en el interior del templo. Por lo menos antes, cuando yo era la
sacerdotisa jefa, era así. Según el comportamiento de la cabra en su sacrifico
habrá vaticinio o no. Luego, después del sacrificio, te inspeccionará la
serpiente pitón del templo.
—¿Una serpiente? —dijo Samuel, aterrado.
—Sí. La cría de la que mató el dios Apolo. Pero no te preocupes por eso,
ya te lo explicarán detalladamente en el interior del tabernáculo. Yo te
garantizo pasar dentro del santuario, pero que te hagan un vaticinio es otra
cosa, ahí yo no puedo hacer nada más. Eso lo decide la pitón. Si no eres
digno de los dioses, o no eres el chico que anuncia la profecía ese mes, no
habrá augurio. Habremos perdido el tiempo y las sacerdotisas cerrarán el
santuario. ¡ah! Se me olvidaba, seguramente también te corten el pelo, no
creo que te dejen pasar con esa cabellera tan larga ¿Entendido?
—Sí. Entendido. Gracias por toda su ayuda. Ha sido muy amable,
Aspasia —ella cogió una toalla y le limpió meticulosamente las manos al
chico, que las tenía grasientas de aceite. Mientras, apareció el esclavo con un
plano enrollado y se lo entregó a Samuel.
—Tú has devuelto la felicidad a mi hogar, es lo menos que puedo hacer
por ti, muchacho. Vete corriendo, que tienes que avisar a tus amigos de esta
aventura. Y te recomiendo que salgas mañana y muy temprano, ya que, si no,
no llegarás a tiempo para el día siete. Tienes solo tres días para llegar.
—¿Tengo que salir mañana? —dijo Samuel, sorprendido, ya que no
había entendido hasta ese momento que la salida era mañana a primera hora.
—O tendrás que esperar dos meses, o más, al próximo día siete. Como
ya te he dicho, el próximo mes de octubre estará cerrado el santuario. Y en
noviembre la época de frío habrá llegado. Y no te recomiendo que cruces el
desierto en esa época del año.
—Vale —dijo Samuel obedientemente—. Lo prepararé toda esta noche,
y saldremos mañana antes de que amanezca. Espero que mis padres lo
comprendan —Samuel dudaba ahora de que todo saliera bien. Todo era
demasiado precipitado. Especialmente para sus compañeros, que todavía
desconocían sus intenciones. Samuel se estaba desanimando, el plan se veía
con más obstáculos de lo que él podía sostener.
—Eso espero —dijo Aspasia— ya que, si no, no te dará tiempo de llegar
para ese día. Recuerda: el siete de cada mes, antes del amanecer, tendrás que
estar en la puerta oeste y preguntar allí por Diotima. Y nunca vayas en el mes
de octubre.
—Hoy hablaré con Admes y Alcibíades. Antes de ir a mi casa me pasaré
por sus hogares —pensaba Samuel en voz alta con cara intranquila—, espero
que ya hayan llegado… lo veo complicado, la verdad.
—No te preocupes, Samuel, verás como encuentras la manera de ir. Está
todo escrito. Se está cumpliendo la profecía.
—No entiendo eso que me dices, yo no creo en profecías, el destino lo
crea uno con sus actos. De todos modos, adiós, Aspasia. Ya no te entretengo
más. Tengo que hacer muchas cosas todavía —dijo Samuel con los ojos
medio cerrados y dando cabezadas por el agotamiento de todos los
acontecimientos del día.
—Tómate esta alubia, es prodigiosa —dijo la señora mostrándole una
judía que sostenía ella en su pequeña mano—. Sé que estás muy fatigado. Te
dará la energía extra para poder terminar este largo día. Confía en mí,
Samuel.
Aspasia, desnuda de cuerpo entero bajo del poyete donde estaba tendida,
se puso de pie muy cerca de Samuel. Sus pezones rozaban la tela de su
himatión. Le dijo al muchacho que cerrara los ojos y que abriera la boca. Que
se entregara a ella sin miedos. Que no le iba a pasar nada. Samuel hizo caso
sin ningún temor, sugestionado y sin voluntad abrió la boca y cerró los
parpados. Aspasia apoyó la alubia entre sus gruesos labios, luego se acercó a
la boquita inocente del chico, e introdujo la semilla mágica, empujándola con
su larga y caliente lengua al interior de la garganta de Samuel. El muchacho
notó como se deslizaba dentro de su faringe la gruesa lengua de la señora, le
faltaba el aire. Luego, el fibroso oriental le arrimó un vaso de agua y le
ordenó que bebiera. Samuel, pálido y casi sin fuerzas, bebió el agua de un
solo trago.
—Adiós, Samuel. Que tengas buen viaje —le dio un beso la señora en la
frente. Y allí se quedó el muchacho con los ojos cerrados.
La diva y su sequito desaparecieron en un momento. Samuel, se quedó
solo, en silencio, con su miembro empalmado como nunca lo había estado.
Hasta que de repente se corrió por primera vez en su vida.
Mojado, con los ojos cerrados y en paz… No supo cuánto tiempo estuvo
allí, en ese estado sosegado, hasta que de repente recobró increíblemente
todas sus fuerzas. En ese momento, salió a toda velocidad del balneario. Se
montó en Minos y cabalgo lo más rápido y veloz que pudo; había muchas
cosas por hacer todavía.
Aspasia de Mileto
470 a.C., Jonia Mileto – 400 a.C., Atenas.
Fue una mujer griega que vivió en el siglo V a.C. y que estuvo unida a
Pericles desde aproximadamente el año 450 hasta la muerte de este, en el
429. Nunca tuvieron vergüenza por mostrar su amor en público, en una
época en la que eso no se hacía. Fue maestra de retórica y tuvo una gran
influencia en la vida cultural y política de Atenas. Fue una mujer muy
hermosa e inteligente, tuvo un gran poder y despertó la admiración y el
respeto de filósofos, artistas e ilustres demócratas, así como la hostilidad de
los sectores más reaccionarios de la sociedad ateniense.
Se podría decir que fue una de las primeras feministas de la historia.
13. La despedida
La primera calada…
Jueves, 5 de septiembre
A la mañana siguiente, antes de que salieran las primeras luces del día,
Samuel se despertó con el ruido de la gente del poblado. Estaban recogiendo
todas sus pertenencias.
El muchacho, mientras se intentaba incorporar sin mucho éxito, escuchó
una voz que lo reclamaba desde lejos.
—¡Samueeel! ¡Samueeel! —era su amigo que venía vociferando.
Alcibíades corría con el rostro desencajado.
—¿Qué te ha pasado con el chamán? ¿De qué habéis hablado en la
tienda? Me tienes en ascuas. Cuéntame algo. Dime… joder, habla —
zarandeaba Alcibíades a Samuel.
Pero Samuel todavía se encontraba muy perturbado por el efecto de la
droga alucinógena. Lo último que recordaba antes de haber entrado en trance
era la intensa calada que le dio a la pipa dentro de la tienda del hechicero. Y
luego vino la extraña pesadilla. Ahora se encontraba tirado en la tierra, en
plena intemperie y con una manta por encima, junto a un resto de fogata que
había quedado de la noche anterior. Había tenido una especie de sueño muy
extraño, que parecía increíblemente real. No quería hablar del asunto, ya que
no tenía claro qué era todo lo que había visto en el mundo de Morfeo: le daba
vergüenza hablar de semejante chifladura. Eran demasiadas cosas sin pies ni
cabeza.
—¿Estás bien? —preguntaba Alcibíades insistentemente una y otra vez
al ver que su amigo no respondía.
—Sí, calla; ya estoy mejor. Tranquilízate… que me estás volviendo loco
con tantos gritos y preguntas.
—¿Qué ha pasado? Dime algo.
—No lo sé, todavía dudo de lo que he visto. Pero estate tranquilo. Que
de lo que sí estoy completamente convencido es de que son personas
compasivas, hombres de paz. No sé por qué, pero lo siento. Sus caras, su
forma de vida, sus utensilios, las palabras del chamán… no sé, te parecerá
una locura, pero me son familiares, como si ya los conociera desde hace
mucho tiempo.
—Joder, tío. ¿De qué cojones hablas?
—Ahora me duele mucho la cabeza, déjame un rato que se me pase este
mareo, luego hablamos más tranquilos y te respondo a todas tus preguntas.
—¿No habrás bebido vino con el chamán? Sabes que te sienta fatal.
Seguro que tienes resaca —reía Alcibíades.
—Calla. Pareces tonto. ¡He fumado algo muy raro! No sé qué era. Y
encima me ha sugerido el viejo que debería fumar dos veces más antes de
llegar a Delfos.
—Lo que no entiendo es cómo sabía esta gente que íbamos al Santuario.
Creo que nos estaban esperando. No sé cómo, pero estoy convencido de que
conocían perfectamente que íbamos a pasar por este camino.
—Yo tampoco lo sé. Me tratan como si ya me conocieran de toda la
vida. Creo que me confunden con otra persona.
—Bueno, después hablamos de todo esto. Venga, te tienes que levantar
ahora mismo. Que nos van a acompañar muy cerca de Tebas. Ellos pasan por
allí.
—¡Qué casualidad! —dijo Samuel, con ironía.
—Bueno, para mí qué hemos tenido mucha suerte. Y te tengo que dar
otra buena noticia sobre la chica, ¿te acuerdas de ella? La que ayer empezó a
chillar cuando vio tus férulas.
—Sí, ¿qué pasa con ella?
—Habla griego. Como el chamán, que es su padre… incluso mucho
mejor. Nos va a acompañar hasta Delfos. Y su Clan se quedará acampado
cerca de Tebas, esperándonos para nuestra vuelta. Ella se llama Indira. Me
tiene hechizado. ¿Te has fijado en lo buenísima que está?
—No sé, a mí me ha recordado a mi madre, ¡se parece tanto! —Samuel
se frotaba los ojos—. ¡Caramba! Qué mujeriego eres. Estamos aquí en medio
del desierto y con las cosas que nos están pasando y tú pensando en ligarte a
una chica salvaje, creo que no es momento de pensar en eso.
—Bueno, no te enfades. Además, ella me ha comentado que te ayudará a
recordar —se miraron los dos desde muy cerca, y Alcibíades murmuró— ¡No
sé qué tienes que recordar! No lo entiendo. Pero espero que lo sepamos
pronto. Porque esto es demasiado raro para lo que yo normalmente estoy
acostumbrado.
—¿Y el viejo no te ha dicho nada? —decía Samuel, algo trastornado
todavía por el efecto de las plantas alucinógenas.
—No, no lo he visto desde ayer. Solo he hablado con la chica. Y eso es
lo que me ha comentado. No sé nada más. Venga, levanta de una vez por
todas. Que está todo el mundo esperándote. Con la tribu de los Ananda no
nos va a pasar nada, estamos protegidos de los ladrones del desierto, esos
granujas ya no son un problema. Y, además, no tendré que llevar un palo
ardiendo todo el camino, que me dolía el brazo que ni te imaginas. ¡Hemos
tenido mucha suerte, Samuel! Por lo visto la chica conoce la mejor manera de
llegar a Delfos. Seguro que sabe hacer fuego en un instante. Ella está muy
acostumbrada a sobrevivir en cualquier parte.
—Eso ya lo veremos —comentaba Samuel molesto por la nueva
compañía que se había invitado a ella misma sin consultarle. Él tenía un
plano que señalaba detalladamente por dónde tenían que ir, el que le entregó
Aspasia. Lo tenía todo planificado. Al muchacho le gustaba que sus planes
salieran como él tenía pensado y con esta inesperada compañía no sabía
cómo controlar la situación.
—Cualquiera diría que no te agrada que ella venga con nosotros. Y te
aseguro que para mí es todo un placer, por no decir otra cosa. Nunca me
imaginé viajando por el desierto de Beocia con mi mejor amigo, en una mula
que parece mágica y con una india tan rimbombante, que se pasea delante de
mí… casi desnuda. Creo que Eros, el Dios del amor, me ha hecho un regalo.
Algo bueno habré realizado y él me lo está agradeciendo mandándome a
Indira —reía el muchacho.
—No digas más disparates… ¿Pero tú no ves extraño todo esto? —decía
Samuel todavía tendido en el suelo.
—Claro que es insólito. Un viejo que aparenta ser un chamán, con
cabezas reducidas en el cuello, que además te quiere hacer recordar no sé
qué, y una chica salvaje que habla perfectamente griego, que nos quiere
acompañar a Delfos. Joder, claro que es increíble. Pero tienes que reconocer
que hemos tenido mucha suerte encontrándonos con esta gente.
—No entiendo nada… —decía Samuel sin escuchar y con la mirada
pedida.
—Venga, luego seguimos hablando. Tenemos que salir ya, antes que
empiece el calor. Hoy por la noche tenemos que llegar a la ciudad de Tebas
—dijo Alcibíades.
Todo el campamento estaba esperando a que se incorporaran Samuel y
Alcibíades al grupo. Ya estaba todo recogido. Las enormes tiendas ya no se
veían. No se sabe cómo, pero todo estaba guardado y todo el mundo montado
en sus camellos. Era increíble lo eficientes que eran en el poblado de los
Ananda a la hora de trabajar en equipo. Se subieron los dos en la mula y
empezó la marcha de todo el clan.
—Kia, kia, kia —decía Samuel con todas sus fuerzas cada vez que la
mula se paraba.
La caravana se deslizaba como una gigantesca oruga a través de las
vastas praderas que se extendían hasta el horizonte. Se desplazaba a gran
velocidad. La mula seguía implacable al mismo ritmo trepidante que
imponían los camellos. Nunca se le veía fatigarse, todo lo contrario. Siempre
iba sonriendo, enseñando sus dos formidables paletones. Era el centro de
atención de los indígenas, que la mimaban con devoción. Le traían comida y
agua, la cepillaban y la adornaban con cintas de colores. Para ellos las mulas
eran animales sagrados. Incluso mágicos.
La chica estuvo durante toda la mañana explicándoles a los muchachos
cosas relacionadas con su poblado. En una ocasión les contó que los
habitantes de la tribu de los Ananda vivían con extrema austeridad, de lo
poco que le proporcionaba el desierto, o cualquier lugar donde fueran. Ellos
viajaban por todo el mundo. Tenían una cualidad especial para encontrar agua
y comida en cualquier parte, cuando fuera preciso. Estaban abiertos a lo que
el universo les ofrecía, y siempre la naturaleza algo les traía diariamente, solo
había que estar atento a ello. Era una cualidad que hacía fácil vivir en las
peores circunstancias. Ellos creían en los milagros. Ya que para los Ananda
era normal recibir lo que se necesitaba en el momento más adecuado. Solo
había que pedirlo. Esta forma de pensar tan poco lógica a Samuel le dejaba
inquieto, no la entendía, aunque todo le parecía familiar.
Así siguieron hablando los tres durante mucho tiempo. Intercambiando
opiniones de cómo se vivían en sus sociedades. La chica también escuchaba
atentamente las cosas tan raras que le contaban los chavales sobre Atenas.
Avanzaban por pequeños senderos casi invisibles, subiendo imponentes
dunas. Y al medio día… el viento empezó a surgir cada vez más poderoso. La
arenilla se clavaba con la fuerza de alfileres en la cara. Ahora toda la
caravana siguió su marcha en fila de uno, en riguroso silencio, ya que eran
momentos muy incómodos. Todo el mundo se puso un pañuelo atado en el
cuello, para proteger el rostro y los ojos de la tormenta de arena. La chica se
encargó de atárselo a Samuel.
No pudieron ni siquiera parar un rato para comer o descansar, ya que el
huracán no les dio tregua, y tampoco vieron un lugar donde cobijarse. Los
muchachos se alegraron profundamente de ir acompañados en esos difíciles
momentos. No sabrían qué hubiese pasado si esta ventisca les hubiera cogido
a los dos a solas.
Pero poco a poco, a lo largo del día, el paisaje fue cambiando. El viento
fue aminorando. El desierto empezó a desaparecer. La vegetación era cada
vez más visible. Incluso empezaron a aparecer árboles frutales. Era buena
señal. Estaban muy cerca de Tebas.
Aprovecharon para quitarse los pañuelos de la cara y de camino sacar las
cantimploras, beber y comer algo, pero sin bajarse de los animales.
—No entiendo por qué no pasamos la noche en la ciudad de Tebas —
resopló Alcibíades a su amigo nada más quitarse el pañuelo de la cara—. Allí
nos podríamos lavar, que dentro de poco tendré el mismo olor que tiene el
Chaman. Tengo los sobacos escocidos y la raja del culo llenita de arena.
—Tebas, la gran ciudad de las cien puertas, es una metrópoli que nos
tiene mucho rencor a los atenienses —decía Samuel—. Y te recuerdo que
nosotros somos atenienses, tenemos el típico acento de Atenas. Se darían
cuenta de nuestra procedencia enseguida. Seguro que nos meteríamos en líos
con mucha facilidad. Mejor pasamos la noche con la tribu, lindando con
Tebas, fuera de peligro.
—¿Por qué nos tienen tanta manía los tebanos? ¿Qué les hemos hecho?
—preguntaba Alcibíades sentado en la mula detrás de Samuel.
—Qué inculto eres —dijo Samuel
—No es necesario insultar —dijo molesto Alcibíades—, te pasas mucho
conmigo.
—Tebas, hasta el año 457, lideraba la confederación de ciudades de
Beocia, esta zona del mundo griego, hasta que los atenienses en la batalla de
Enofitas se la arrebatamos. Aunque ellos, desde el año 447, son
independientes de nosotros, pero, no han olvidado lo que pasó. Ahora los
líderes de la mayoría de ciudades griegas somos nosotros, los atenienses,
incluyendo las del desierto de Beocia.
—Mejor nos quedamos con el poblado nómada —decía Alcibíades
convencido por la escrupulosa explicación de su amigo.
Más adelante, en la cabeza de la caravana iba el chamán con su hija
Indira
—Papá, ¿estás seguro de que este muchacho es Ananda?
—No tengo la menor duda, le he visto la mancha en la piel con forma de
elefante.
—¿Le has hecho la prueba de las doce figuras?
—Sí. Ha cogido las dos figuritas que eran suyas. Las ha reconocido al
instante. Además, sabíamos por las estrellas que esta segunda vez vendría en
el cuerpo de un niño sin fuerzas en las manos y pies.
—Pero ¿por qué no recuerda todavía quién es?
—Ten en cuenta que nadie recuerda quién es a lo largo de una vida. Solo
algunos, muy pocos, los elegidos como él, pueden recordar. Pero requiere su
tiempo. Hay que esperar. Hace muy poco que ha fumado su primera calada
en la pipa sagrada, deja que haga su efecto. Si él es quien creemos que es, en
tres días despertará, la pitia Diotima terminará el trabajo. En cada sueño irá
recordando muchas anécdotas de su pasado. Hay que esperar, no queda más
remedio.
—Pero sí él es tan transcendental, ¿por qué no tiene fuerza en las manos?
—No estoy seguro. Pero indudablemente nos querrá dar una nueva
lección. Tenemos que estar atentos. Ten en cuenta que, con su discapacidad,
sus proezas serán mayores. Más gloriosas.
—¿Y yo para qué le tengo que acompañar a Delfos?
—Tienes que protegerlo. El desierto es muy peligroso. Y mientras que él
no sepa quién es, está indefenso ante los bandidos del desierto, ante los
escorpiones, ante las serpientes, de las tormentas y ante casi todo. Ahora
Samuel es muy frágil.
—¿Por qué no vamos todos? No lo entiendo.
—¿El poblado entero de los Anandas a Delfos? Llamaríamos mucho la
atención. Nos pararían y seguramente pondríamos en peligro la misión.
Mejor lo acompañas tú, aprenderás muchas cosas, es alguien muy especial,
pero de momento es solo un muchacho de ciudad. Estará muy influenciado
por la lógica de los científicos griegos, no le será cómodo aceptar quién es.
Además, tú le tienes que ayudar a recordar cuando sea preciso. Porque muy
pronto te va a hacer muchas preguntas. Tienes que estar ahí para su
nacimiento.
—De acuerdo, padre. Lo que tú mandes.
A lo lejos se veían las luces de la gran ciudad de Tebas. Estaban cerca, y
ya era de noche. El chamán levantó la mano para acampar en una zona en la
que había agua para los camellos. Los Ananda preferían la intimidad de sus
cómodas tiendas de cuero a las casas de adobe de la ciudad de Tebas.
Los muchachos y la chica decidieron pasar la noche en la tribu, en la
misma tienda, para ir conociéndose. Al día siguiente se despedirían de todos
para coger rumbo hacia Delfos. A la vuelta Indira se volvería a incorporar a
su clan y los chicos marcharían para Atenas.
Una vez montadas las tiendas, el chamán le dijo a su hija:
—Has hecho un buen trabajo en Atenas.
—Gracias, papá. Solo he hecho lo que tú me pediste.
—No seas tan humilde, hija. Le tuviste que regalar hábilmente a la chica
de la panadería el juego de Dionisio, sin que ella sospechara, hablar con
Aspasia y por último pedirle a Sócrates que le contara al chico si por
casualidad fuera a visitarlo lo que le pasó a él con Delfos. Y tú sabes muy
bien que hablar con Sócrates no es un regalito. Gracias a todos esos pasos el
muchacho empezó a planificar este viaje.
—¿Y cómo sabías que el muchacho estaba buscando su elemento para
guiarlo a Delfos? —preguntó Indira intrigada.
—En Atenas hay un sabio, un científico, se llama Demócrito. Yo no
tengo el gusto de conocerlo, pero lo sé desde hace tiempo por Aspasia, ella
me lo confesó una vez. Por lo visto Demócrito es el tutor de Samuel en el
Ágora.
—¿Qué es el Ágora? —preguntó Indira.
—La academia que fundo Anaxágoras. Otro sabio. El abuelo de Samuel.
Bueno, como iba diciendo, todos los años en el último curso Demócrito les
pide a sus alumnos que busquen su elemento. Y este año le tocaba a Samuel,
es su último curso en la academia. He estado esperando este momento
durante mucho tiempo. No ha sido nada fácil llegar a un acuerdo con tanta
gente, aunque todos me deben grandes favores. Sobre todo, Aspasia. Si no
fuera por mí, la hubieran matado hace mucho tiempo en Delfos, cuando era
Sacerdotisa. Pero la pieza clave y fundamental has sido tú. Gracias, hija.
—Solo he hecho lo que me has pedido, nada más.
—Luego, todo lo demás fueron cálculos menores, como por ejemplo que
la matrona mandaría a su hijo a ver a Aspasia. Pero de todo lo que he tenido
que hacer, lo más duro para mí ha sido aprender griego. Ha sido una labor
insoportable, y todo para estar aquí hoy con él. Pero al final ha valido la pena,
ya que Ananda en su ciudad, Atenas, nunca hubiera recordado nada de su
pasado. Los sabios de la razón nunca le hubieran dado la oportunidad de
creer en el mundo de los milagros. Lo has ejecutado todo a la perfección.
—Gracias por tus palabras —dijo Indira mirando con cariño a su anciano
padre.
—Pronto tu vida cambiará radicalmente. Este encuentro con el
muchacho no solo le afecta a él. Tu pasado y tu futuro se encontrarán.
—No entiendo lo que me dices padre. Pero sabes que confío plenamente
en ti. Lo que tenga que venir, lo aceptaré.
Una vez que estuvieron todas las tiendas montadas, se dispuso la tribu
alrededor de un gran fuego. Empezaron a cantar unas melodías en una lengua
que los chicos desconocían. Y empezaron a pasarse un gran cuenco para
comer. Era una especie de pasta blanca muy desagradable a la vista. El bol,
comido de mugre, iba pasando de persona a persona, y todos metían la mano
en el roñoso bol para llevarse la comida a la boca. Pero una vez que llego a
Samuel, el muchacho rechazó la vasija. El chico siempre había sido muy
quisquilloso para comer donde otros comen con los mismos cubiertos, eso no
lo podía evitar, le repugnaba hacer eso. Y con lo roñoso que estaba el bol no
quiso ni probarlo. En ese momento se levantó Indira y le ayudó con cariño y
dulzura con sus propias manos a comer del cuenco. Samuel se dejó, y comió,
entendió que era lo mejor para no molestar a nadie. Además, había algo en
Indira que le daba confianza.
A continuación, el chamán se puso en pie y pronuncio unas palabras en
aquella extraña lengua. Todo el poblado se puso a bailar alrededor de la
fogata.
—Están todos locos de remate —le confesó Alcibíades a Samuel en el
oído—, ¿no crees?
—¿Qué habrá dicho? Espero no haber molestado a nadie rechazando esa
comida, pero la verdad es que me daba asco. Qué mal aspecto tenía. Prefiero
comer algo de lo que nosotros traemos. Que, por cierto, ¿queda algo?
—Algo de cebolla queda. Pero solo para hoy. Para mañana no hay nada.
—Guárdalas para después y nos las comemos en la tienda.
—No te preocupes. Luego le preguntamos a Indira qué habrá dicho su
padre… A mí sí que me hubiera gustado que la chica me hubiera dado de
comer. ¿Te has fijado lo rica que está la india? ¿Cómo se mueve? Creo que
me he enamorado.
—¡Pareces tonto! Siempre estás igual. Ven y sígueme.
Samuel se levantó y Alcibíades lo siguió de cerca. Se alejaron del fuego.
Querían pasear, tenían que hablar de muchas cosas. Los acontecimientos
estaban cambiando mucho el panorama.
—Samuel… ¿Tú crees que vale la pena ir a Delfos? —dijo Alcibíades
una vez alejados de la candela.
—¿Y a estas alturas del viaje me lo preguntas?
—No sé. Es que es todo tan irreal.
A esto que entre la oscuridad aparece sigilosamente Indira sin hacer nada
de ruido.
—Joder, Indira, pareces una gata. Eres muy sigilosa —dijo Alcibíades
babeando, sin poder disimular.
—Lo aprendí de pequeña. Es una cualidad que tenemos todos los de mi
tribu. Para cazar en la oscuridad. Nos hacemos imperceptible para los oídos y
los ojos.
—¿Por qué quieres venir a Delfos con nosotros? —preguntó Samuel sin
ocultar que estaba molesto, dándole la espalda a la chica.
—Para enseñaros la mejor ruta —dijo Indira poniéndose delante de
Samuel, forzándole para que le mirara a la cara.
—Ya conocemos la ruta perfectamente —respondió Samuel,
desafiándola—, tengo un mapa —en ese momento Samuel sacó el plano de
su himatión y se lo mostró a ella.
—La chica le quitó la hoja a Samuel de un tirón y lo partió en varios
trocitos. Luego lo tiró al suelo riéndose.
En ese momento Alcibíades le puso la mano en la boca a Samuel. Antes
de que su amigo le soltara un torbellino de insultos. Pero Samuel le indicó
con una señal que no pasaba nada, que lo soltara.
—Niña —Samuel cerró los ojos, y respiró profundamente para relajarse
— ¿Por qué has hecho eso? ¡Perra!
—Sé perfectamente el camino más seguro y corto para llegar a Delfos. Y
que sepas que no soy ninguna perra. Aparte de que creo que dos chicos de
ciudad, mimados e inexpertos, en el desierto durarían muy poco tiempo
vivos, aunque sea el pequeño desierto de Beocia. Seguro que acabáis muerto
por la sed o asesinados por las bandas de ladrones. No tenéis ni la menor idea
de dónde os estáis metiendo. Pero tranquilos, que yo estoy aquí para salvaros
—dijo con sonrisa torcida.
—¿Y tú que ganas con todo esto? —preguntó Samuel.
—Nunca he entrado en el Templo de Delfos. Tengo mucha curiosidad
por conocer qué veis los griegos allí. Además, tengo que ayudarte a recordar.
O más bien, a despertar.
—Ya estoy despierto, ¿Quieres que te pegue una bofetada con mi mano
tonta para que veas que esto no es un sueño y no hay que despertar de
ninguna pesadilla?
—¿Eso es lo que tú crees? Todo lo que ves ahora es una ilusión. Incluso
tu nombre. Cuando despiertes lo entenderás.
—Entonces, ¿cuál es mi nombre?
—Según mi padre tú eres A-n-a-n-d-a —dijo ella deletreando— aunque
yo, sinceramente, tengo mis dudas.
Los dos amigos se miraron y empezaron a reírse sin control.
—Ananda, Ananda, Ananda, Ananda… —se reían burlándose de la
chica, que cada vez estaba más colorada.
Ella muy seria y disgustada se dio la vuelta y se marchó por donde había
llegado. En un instante desapareció.
—Esta chica será muy atractiva, pero está chiflada —decía Alcibíades—.
Ananda, Ananda, Ananda… Con lo guapa que es y está loca. ¡Qué pena!
—De todos modos, mañana le pedimos perdón a Indira.
—No tendremos que esperar a mañana, ella duerme en la misma tienda,
con nosotros.
—Luego nos disculpamos. Tengo que reconocer que ha faltado muy
poco para darle un sopapo a esta niñata con mi mano inútil. Pero hay que ser
inteligente y ella nos será muy beneficiosa para este peligroso viaje, no lo
olvides.
—¡Qué buena está la loca! —decía Alcibíades.
Se escuchaba a los chacales hacer ruido, acercándose en la espesa
oscuridad…
—Samuel, ¿te acuerdas de tus padres?
—Sí, mucho. Y de Sofía. Desde el otro día somos novios.
—Yo me lo imaginaba. Me dijo ella que te lo quería pedir.
—Venga, vámonos que se escuchan animales salvajes cada vez más
cerca, y deja de cotillear en lo que no te interesa —se rieron los dos.
Entraron los dos mancebos en la tienda que habían preparado para ellos.
Sin hacer ruido, creyendo que la chica ya estaría dentro durmiendo. Pero
Indira todavía no había llegado. Se comieron una cebolla cruda sin apenas
hablar, se acostaron y enseguida se quedaron dormidos. Estaban reventados.
Al poco tiempo entró la chica, que despertando suavemente a Samuel le
ofreció en silencio una calada de la pipa de Manute. El muchacho medio
dormido, mareado y confundido, creyendo que todo era un sueño, accedió a
fumar sin pensarlo ni un momento. Después de tragar el humo tosió varias
veces y enseguida quedó en un trance profundo. Los parpados le temblaban a
mucha velocidad… ya estaba en el mundo de Morfeo.
Indira se acostó cerca de Samuel. Intentando ver en su respiración qué
era eso que lo hacía tan especial. Lo veía tan desvalido que no entendía que él
fuera Ananda. El fundador de su pueblo. Al poco tiempo también se quedó
dormida, acurrucada junto a él.
La segunda calada…
Epicuro de Samos
341 a.C. – 270 a.C.
Filósofo griego
16. El tercer día en el desierto
Después de viajar sin parar ni una sola vez durante todo el día, el sol ya
había llegado al horizonte. Entonces Indira se acercó a Samuel colocándose a
la misma altura que Minos.
—Ya estamos cerca, ¿cómo te encuentras? —preguntaba Indira con
cariño.
—La verdad que ha sido un día duro. Me parece mentira que hayamos
recorrido tanta distancia de una sola vez —dijo él.
—Te dije que lo conseguiríamos —a Samuel se le cerraron los ojos
momentáneamente, acompañando un gesto de arcada— De verdad, ¿te
encuentras bien, Samuel? —insistía Indira— Te veo muy mal color de cara
—dijo ella alarmada.
Buda Gautama
Primo de Ananda
¿563 a.C. – 483 a.C?
17. El cuarto día en el desierto
“γνῶθι σεαυτόν”
“Conócete a ti mismo”
Homero
Siglo VIII a.C.
“A veces, las mejores cosas de la vida ocurren en un instante. Otras
veces, se destilan lenta y suavemente, como la resina dorada que lame el
tronco del árbol y atrapa a un minúsculo mosquito para la eternidad”.
Anina Anyway
18. El Despertar
***
Después de un tiempo impreciso…
—No comprendo, no se ve nada…
El espacio se hizo pesado y caluroso.
***
—¿Dónde estaré...? —dijo el muchacho volviendo a desvanecerse.
***
—¿Qué ha pasado?
***
—Estoy mareado. Tengo fatiga —el chico vomitó con la cabeza
inclinada hacia un lado y siguió durmiendo.
***
—¿Por qué estoy tendido en el suelo? ¿Y por qué tengo el pelo
mojado… será sangre? Me siento diferente, algo ha cambiado en mí pero,
¿qué?
***
Volvió a perder la consciencia. Sus pensamientos iban y venían sin
control, sus recuerdos también. Estaba sin orientación sin saber dónde se
encontraba.
Se escucha el viento silbar, pensaba el muchacho. ¿Estoy en el campo?
Huele raro, bueno, raro no, a romero, a flores, a bosque. Sí, ya sé, creo que
estoy encima de yerba fresca. Por eso tengo los pelos mojados. ¡Se escuchan
pájaros canturreando! Y a lo lejos chiquillos jugando. Sí, son voces de niños
pequeños correteando; como en el sueño. No entiendo nada. ¿Qué está
sucediendo? ¿Por qué esta todo tan oscuro?
Volvió a desmayarse…
Al cabo de otro tiempo impreciso… donde pudo haber pasado un
segundo o tal vez cien años.
¿Un río? Es verdad, lo escucho; tiene que estar muy cerca. Se oye
perfectamente cómo el agua corre alegremente. No tiene que ser grande,
será un riachuelo, pero se percibe que está alegre, hace bastante ruido.
¿Pero por qué estoy en las tinieblas? No lo entiendo, ¿qué ocurre? No veo
nada. Volvió otra vez la angustia.
***
Creo que el sol me está dando de lleno en la cara. Es una sensación muy
agradable. Es cálido pero suave. Como una caricia en la piel. ¡Qué a gusto
estoy ahora, me quedaría así todo el día!
***
¿Me abre quedado ciego como Homero?
—¡Abre los ojos! —le dijo una voz muy cerca de su rostro, cortando su
respiración y su discurso interior.
El muchacho entendió que simplemente estaba con los ojos cerrados.
Que solo tenía que abrirlos. Qué situación tan absurda, pensó.
Ahora comprendía menos todavía que antes.
—¡No puedo separar los párpados! —gritó Samuel—. No sé cómo. No
me hacen caso, no me responden —el muchacho se desesperaba por la
situación tan inverosímil y ridícula— ¡Tengo miedo! —dijo llorando como
un niño pequeño.
—¡Tienes que abrir los ojos ahora! —le volvió a indicar la voz
desconocida—. Pero lentamente. La luz será muy fuerte. Es la primera vez en
muchos años que verás la realidad, quién eres, y tus ojos ya no están
acostumbrado.
—Pero es que no puedo. Ya se lo he dicho. Los párpados no me hacen
caso.
—Compruebo que no has perdido tu carácter —se escuchó una fuerte
carcajada.
—¿Qué hago? —vociferaba muy alterado el muchacho.
—¡Puedes abrirlos! No pienses en cómo. Simplemente ábrelos. Re-lá-ja-
te, como ya sabes —le dijo la voz muy cerca, transmitiéndole su aliento y su
olor corporal, que cada vez le eran más familiares.
Samuel dejó de pensar, paró el flujo de ideas, pensamientos, miedos,
nostalgias, recuerdos… como le enseño Indira, como descubrió en la cueva, y
como también hizo con la serpiente Pitón. Vacío la mente…
***
Y cuando estuvo en calma, simplemente los abrió.
De sopetón, se vio tendido en un prado sin límites, infinito. La luz del día
era espantosamente potente. Insoportable. Los colores de todas las cosas eran
cegadores. Incluso le hacían daño a la vista.
Se tapó la cara con sus manos para hacer el momento más soportable, ya
que sentía que los ojos le ardían, y los oídos le pitaban. Tenía un silbido
agudo en el interior de la cabeza que le producía un intenso dolor.
***
Poco a poco la luz y el sonido fueron tomando una intensidad menor.
Hasta que gradualmente empezó a convertirse en placer. Un placer infinito,
un éxtasis acompañada de una sensación de felicidad plena.
El muchacho de catorce años ya no existía, o por lo menos su organismo.
Ahora se veía mayor, más adulto de lo que él recordaba. Le vino una
evocación lejana de cuando él era un niño. Pero ahora estaba desarrollado,
estaba en el cuerpo de un hombre de cuarenta años, aproximadamente.
—¿Qué ha pasado? —dijo Samuel sorprendido, mirando sus miembros
grandes y fuertes mientras empezaba a llegarle un aluvión de memorias a su
cabeza. Le alcanzaba información de otras vidas. Un pasado que él
desconocía.
—¡Que has despertado, querido Ananda, solo eso!
—¡Sí, ya lo recuerdo todo! Cuando elegí ser un niño con discapacidad. Y
nacer en Atenas, cuna del pensamiento lógico. Tenía que aprender una
lección —dijo Samuel con cara triste—, en esta última vida en la tierra.
—¿Y la has aprendido? —le preguntó el hombre que tenía enfrente
observando, atento a todos sus movimientos.
—No. Todavía no —dijo Ananda con lágrimas en los ojos.
—¿Sabes dónde estás?
—Sí, claro. En Nous. Donde nacen las ideas y los pensamientos. Donde
se crea el mundo y la realidad.
El hombre que tenía delante le ofreció su mano para que se pusiera de
pie. Ananda estiró el brazo y vio alucinado cómo su extremidad se movía con
agilidad, con fuerza y destreza. Estudió su mano y comprobó que no tenía
ningún impedimento a la hora de moverla en todas las direcciones. No tenía
ninguna discapacidad, todo lo contrario, se sentía tremendamente poderoso.
A continuación, agarró el brazo del anfitrión y se levantó del suelo. Solo
necesitó un manotazo en la tierra. Ese gesto nunca lo había podido realizar
Samuel desde esa postura, jamás había tenido tanta fuerza para levantarse de
un simple respingo. Pero, ahora no era Samuel, ahora era Ananda, o Samuel
con otro cuerpo, cualquiera sabe.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó el ser que tenía delante.
—Sí, el guardián de Nous. Naska. Yo te cree para que cuidaras este lugar
—dijo Ananda.
—¿Sabes ahora quién eres?
—Estaba ciego para ver quién era. Yo creía que era Samuel.
—Y lo eres. El nombre es lo de menos. Samuel, Ananda, Ganesha,
Palaus, Belermos, Brahma… Todos son el mismo. Tú. El último ha sido
Samuel. Nadie recuerda nunca quién fue en su vida anterior. Pero tú sí, eres
único, y siempre lo has sabido. Eres el único que puede tener acceso a los
textos sagrados. Allí están todas las respuestas.
—¿Y quién escribió esos textos? —preguntó Ananda.
—Tú —Samuel observaba la lechuza que volaba cruzando el cielo—. No
te preocupes, pronto lo recordarás todo, lo importante es que ya has llegado.
—¿Y dónde están los libros Vedas?
—Están aquí. A buen recaudo. Tú los guardaste en Nous. Luego,
eliminaste ese recuerdo. Por eso no tienes esa imagen en tu memoria. Pero
están aquí. Nadie los encontrará, están a salvo. Fuiste tú quien hizo eso.
Solamente tú tienes acceso a comprender esos libros. Tienes que traducirlos a
una lengua entendible por todos, para que sean trasmitidos. Recuerda, eres un
dios creador. Y regresaste a la tierra para aprender una lección que solo se
puede aprender siendo humano, y con discapacidad. Todos los niños con
limitaciones son dioses poniéndose a prueba. —Naska metió la mano en un
charco de agua cristalina y le ofreció agua a Ananda—. Todavía no las has
aprendido, pero eso tiene solución —el ser le agarró la cara— Es más difícil
pasar de dios a hombre que de hombre a dios.
El muchacho, que ahora era un hombre adulto, se miró las piernas y
sorprendido comprobó que no llevaban férulas. Ahora tenía unas
extremidades musculosas y fibrosas. No tenían nada que ver con aquellas
piernas escuálidas.
Se miraron los dos seres fijamente durante mucho tiempo… y empezaron
a reírse con muchos aspavientos. A continuación, Ananda empezó a correr
con todas sus fuerzas.
El viento movía sus largos cabellos. Iba dando zancadas larguísimas y a
gran velocidad. Era muy ágil. Se sentía como si estuviera volando. Era libre y
completo. Lo veía todo ralentizado a pesar de la tremenda rapidez que llevaba
su cuerpo. Era algo parecido a lo que vivió en la cueva, pero infinitamente
más intenso.
De repente su carrera se detuvo en seco. Se agachó sereno y allí en el
suelo había una libélula con un ala rota. Ananda cogió el bicho y lo envolvió
con sus manos. Cerró los ojos para escuchar su pequeño y estresado corazón.
Sonrió y separó las manos. El animalillo estaba curado. Salió volando como
si nada hubiera pasado.
Siguió corriendo con toda ligereza. Casi no tocaba el suelo. Los árboles
pasaban a su lado como un chorro continuo de imágenes. Pero a pesar de su
gran velocidad veía al detalle todo lo que le rodeaba; desde los animales más
insignificantes, hasta la savia de los vegetales circulando por sus
ramificaciones. En un momento dado, escucho un crujir, no sabía qué era,
hasta que se dio cuenta de que era el sonido de sus uñas en las manos y en los
pies creciendo. Se quedó atónito al darse cuenta de la sensibilidad que tenía
ahora. Toda la realidad y todo el conocimiento eran presente para Ananda.
Solo le faltaba una cosa por saber, pero eso solo lo podía aprender siendo
humano. Fue consciente de ello, y a pesar de todo, se sentía pletórico.
Se detuvo en el borde de un precipicio; allí arrancaba una enorme
cascada. No se veía dónde caía el agua de lo profundo que estaba el final.
Juntó las manos, cerró los ojos y se lanzó sin pensárselo una sola vez en un
vuelo perfecto.
Una vez que llegó al agua se quedó flotando, bocarriba, disfrutando de la
sensación del líquido fresco y relajante. Allí se llevó sin saber cuánto tiempo.
No tenía ningún temor, ninguna preocupación, ninguna prisa, ninguna
necesidad fisiológica. El tiempo no existía en Nous.
De repente se empezó a escuchar el ruido del bullicio de cientos de niños
riendo y jugando. Se oía cada vez más fuerte. Ananda se puso de pie, el agua
le llegaba a las rodillas; y vio cómo todos corrían hasta él. Se sentía
profundamente feliz. Sabía que ese era su lugar. Los críos lo alcanzaron y se
echaron encima de él. Todos decían lo mismo.
—¡Has vuelto! ¡Has vuelto Ananda! —la alegría rebosaba por todos
lados. Una fiesta de júbilo explotó delante de sus ojos.
Ananda iba pasando la mano por las cabezas de los críos. Los nombraba
uno por uno, los conocía a todos. Hasta que se dio cuenta de que uno de ellos
estaba llorando.
—¿Qué te pasa, pequeño? ¿Por qué lloras, Manute?
—Porque te vas a volver a ir. No has venido a quedarte. Lo sé —dijo el
niño temblándole la mandíbula.
En ese momento Samuel se acordó de su madre, de su padre, de Sofía, de
sus amigos, de Atenas, de Demócrito, de Pericles… Todo empezó a
desplomarse. La tierra empezó a abrirse y todo se desmoronaba a su
alrededor. Los árboles se los tragaba la tierra, las montañas se derretían.
Apareció junto a él, sin saber cómo, el hombre que le ayudó a despertar;
Naska, el guardián de Nous. Naska lo agarró fuertemente por detrás dándole
un abrazo, lo cogió sin que Ananda se pudiera mover y le dijo en el oído,
gritando con todas sus fuerzas, aunque ya se escuchaba débilmente su voz,
como si lo dijera desde muy lejos.
—¡Tienes que volver! Todavía te queda por aprender la última lección si
quieres estar aquí conmigo, para siempre. Si no lo consigues, Nous
desaparecerá. Te encomendaste tú solo esta misión, ¿no te acuerdas? Esta
será tu última vida en la tierra. Luego serás como yo, y volverás aquí
conmigo. Te esperaré —el suelo temblaba cada vez con más violencia. La
tierra se hundía bajo sus pies.
—¿Qué tengo que hacer? ¿Cuál es mi elemento?
—Eres un dios, que ha vuelto a la vida, en elcuerpo de un mortal, y
discapacitado —quedaron los dos suspendidos de un peñasco a punto de caer
al vacío—.
Pero sobre todo tienes que enseñar a la gente a vivir, para que los
hombres encuentren su elemento. Tienes que enseñar a que sean felices, a
luchar por sus sueños; tienes que educar en la Ética de Samuel, como dirán
estos locos griegos. Puedes dar ejemplo con tu cuerpo, tus circunstancias, con
tu discapacidad… El mundo se está corrompiendo. Y él único hombre que
puede fundir occidente y oriente eres tú, por eso naciste en Atenas, criado
entre sabios de la lógica… Para romper a martillazos la tradición. Por eso la
odias, querido Ananda.
Has despertado, y tú realidad ha cambiado. Ahora sabes quién fuiste y en
quién te puedes volver a convertir cuando traduzcas todos los libros sagrados,
los Vedas. Allí está las respuestas a tus preguntas.
—Sigo sin entender —dijo Samuel.
—No te preocupes. Nos veremos muchas veces, cada vez que quieras.
Solo tienes que entrar en ese estado del ahora, y se abrirá la puerta.
En ese momento Nous desapareció…
***
En un principio solo existía el Caos como un espacio insondable en el
que surgiría la materia primigenia y el impulso que propiciaría la atracción
entre sus elementos. En el Caos se originaron: Gea, la Tierra, como
aposento de todos los entes. Tártaro, el inframundo, situado debajo de Gea.
Eros, el principio que fomentaría la interacción entre los componentes de la
materia…
Hablaba Diotima, acariciándole la cara a Samuel.
Ahora el muchacho estaba nuevamente tendido en el suelo, en el interior
del Templo de Delfos. Con miranda vacía, observando a la Pitia. En la sala de
las adivinaciones. Era otra vez igual que antes: Samuel. Un niño de casi
quince años. Con discapacidad, sin fuerza y sin agilidad. El entorno, la
naturaleza, ahora perdía ese brillo tan intenso que tenía hace tan solo un
instante.
El muchacho estaba intentando asimilar todo lo que había visto. Todo lo
que había vivido… todo iba desapareciendo como el humo de una candela en
el aire.
Vio sus férulas y sonrió. Comprendió que ellas siempre habían sido su
mayor maestro en la vida.
—Así eras tú hace muchos años —dijo la adivina—. Eras y sigues
siendo, en gran medida. Pero recuerda que los recuerdos del Nous se olvidan,
casi todos —ella le tocó a cara con su mano—. Eres el que custodia los libros
sagrados. Tú eres el único que los puede tocar. Tienes que trasmitir su
sabiduría y cuidar que siempre estén en buenas manos. Tienes que
encontrarlos y traducirlos. Para luego trasmitirlos a todos los que quieran.
—Pero no entiendo, ¿Cómo?
—¡Una academia! Creo que es la mejor opción. Ese es tu elemento,
enseñar a vivir. Trasmitirás en ella lo que hay en esos libros. No tendrás que
dejar tu casa, tu ciudad, tu familia, tus amigos… No es necesario irse a vivir a
un santuario, o a una gruta como un sabio ermitaño para iluminarse, para ser
feliz, o para encontrar el sentido de la vida, o el elemento. Nada de eso es
necesario. El camino del centro es siempre la mejor opción, no lo olvides.
Ahora que ya sabes quién fuiste, y en parte eres, ya sabes qué tienes que
hacer. Has despertado, y todo se ha transformado. Con el tiempo irás
descubriendo poderes que tienes ocultos, pero eso ya lo irás averiguando.
Ahora tienes que seguir aprendiendo, ahora eres Samuel, con otras
circunstancias diferentes a las de Ananda. Tienes que aprovechar esta última
oportunidad. Los dioses no pueden hacer todo lo que quieren, tienen que
seguir las leyes del universo. Las leyes de Caos. Este será tu último viaje. Tu
última oportunidad. Tenlo presente cada día de tu vida. La gente tiene que ser
consciente de que cada instante de su existencia es un regalo, y no se puede
desaprovechar.
Pero esta vez será un relato para adultos. Sin límites en las palabras y en los
hechos...
Carta del autor al lector:
Es autor del libro El Universo de Samuel (2013) donde narra el viaje que
tuvieron que dar (él y su mujer) para llegar a aceptar la enfermedad de su hijo
Samuel. Por ello, es el creador y administrador del proyecto Inventos y
Adaptaciones Caseras (2014) para personas con movilidad reducida.
http://inventosyadaptacionescaseras.blogspot.com.es/
Cada cierto tiempo haremos rifas (regalos) con los que dejan comentarios en
Amazon.