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Eres irresistible cuando haces lo que sabes

hacer, exactamente aquello que amas.

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Episodio 1
La luna era pálida en el horizonte.
La brisa marítima me envolvía con
su humedad y mecía mi cabello. La
ropa se me pegaba al cuerpo, igual
que el pelo a mi frente. Los pies
descalzos sobre la arena fría por el
relente. Mientras no cerraba mis ojos
para sentir aquel dolor, mi mirada al
frente disfrutaba del reflejo de la
luna sobre el mar.
Estaba helado pero no podía dejar
de tocar. Enfrascado en la
interpretación de aquella obra que
me agrietaba el alma con cada nota.
Sentado en una roca, abrazando mi
violonchelo. Mi mano apretaba el
arco con fuerza como si en ello,
tuviera el poder de no dejarla
marchar.
Era apenas un niño y mi madre se
moría. No recuerdo en mi vida un
dolor parecido. Sentía su mano
apartándome algunos mechones de
mi frente. Venía a mi mente su
tímida sonrisa entre las sábanas
blancas del hospital.

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Desde entonces, cuando interpreto
“Caruso”, vuelvo a revivir todas
aquellas emociones. Es rara la vez
que no acabo en lágrimas, así que
intento que nadie me pida tocarla y
si lo hacen, me ocupo de rehuir la
oportunidad.
En esta ocasión, me ha sido
imposible evitarlo.
Estoy haciendo una colaboración
con una conocida orquesta sinfónica
en el auditorio nacional. Si quería
seguir viviendo de mi profesión,
tenía que hacer caso a mi compañía
discográfica que me “recomendaba”
entrar en este país por la puerta
grande. Y eso, según ellos, pasaba
por tocar con la filarmónica más
conocida del planeta, un tema que
me hiere por dentro. Lo digo con
ironía porque no saben de mi
“problema”. Uno no va diciendo
cuando quiere que le contraten: “Soy
músico, además bueno, pero no
puedo tocar un tema en concreto”.
Estoy entre bastidores, rodeado de
multitud de músicos que no hablan
mi idioma y que están tan nerviosos
como yo. Quién diría que esta gente
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que está tan acostumbrada a
aparecer en un escenario, puedan
dar saltos, morderse las uñas y
resoplar, antes de salir a escena.
Un tipo con unos cascos de los que
sale un micro hasta la boca, nos
anima a colocarnos tras el primer
telón, dando palmadas y diciendo
algo que no entiendo.
El mismo tipo, me coge del brazo y
me coloca el primero. A través de la
tela negra, la luz de los focos me da
directamente a los ojos y no puedo
ver lo que ocurre en platea.
Me han explicado que mi lugar será
justo delante de la directora de
orquesta, o sea, en primera fila.
Me dan la señal de salir y
torpemente subo los últimos
peldaños. El auditorio está a rebosar.
Me siento más pequeño de lo que
debería. Yo también estoy
acostumbrado a los conciertos. Me
encuentro en un país distinto al mío
que usan un idioma que desconozco.
Me aprieta la corbata, me tira la
americana y me duelen los pies
aprisionados por unos zapatos
impolutos y brillantes.
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Lo único que reconozco cuando
llego a mi puesto, es a Lissette, mi
violonchelo. Entonces empiezo a
sentirme como en casa. Le puse
nombre de mujer porque era lo más
agradable de acariciar, cuando no
había ningún “ella” en mi vida.
Tras unos minutos de murmullos
mientras se colocan los músicos en
sus lugares, empiezan las primeras
notas de la orquesta. Lissette está
entre mis brazos y cuando
reconozco mi entrada, casi sin
querer, las notas empiezan a renacer
en ella. Me dejo llevar hasta un
delirio que me hace evadirme de
aquella sala repleta de gente. Vuelvo
a la playa, al dolor, al mar y al olor a
sal. Mis dedos de nuevo, aprietan
con fuerza el arco y las notas
resuenan melódicas entre mis
piernas.
Cuando acabo de tocar, estoy
descalzo. He debido de quitarme la
prisión de mis pies intentando sentir
de nuevo la arena húmeda. Sin
calcetines, mis dedos desnudos
notan el frío suelo. Estoy exhausto y
abrumado por los flashes de las
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cámaras. La gente de pie me aplaude
y me sonríe. Miro hacia atrás sin
comprender. Los músicos de la
orquesta también me aplauden. Me
doy cuenta de que las lágrimas
ruedan por mis mejillas. Me levanto,
dejo reposando mi violonchelo en la
silla. Saludo con cortesía. Una nueva
ovación se deja oír en el auditorio.
Recojo mis zapatos con la mano,
mientras los flashes siguen
iluminándome y camino descalzo
hacia el camerino. Mi actuación ha
finalizado.

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Episodio 2

Llego al hotel en taxi con mis


zapatos otra vez en los pies, pero me
deshago de ellos nada más pasar de
la puerta de mi habitación. Me tiro
en la cama, todavía con la americana.
Estiro de mi corbata y me
desabrocho los primeros botones de
la camisa para poder respirar.
Siempre me ha agobiado tanta
rigidez.
La camarera del hotel ha dejado la
puerta del balcón abierta después de
la limpieza diaria y el viento fresco
entra por ella.
Todavía tengo el pelo mojado del
sudor de la interpretación y siento
un escalofrío que corre por mi
cuerpo.
Miro el techo blanco, planteándome
si levantarme a darme una ducha.
Un nuevo soplo me alcanza esta vez
el cuerpo y me estremece. Esto me
ayuda a decidir. Tomaré una ducha
caliente para volver a mi calor.
Sentirse solo en una habitación de
hotel es para mí un tema habitual

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que se repite en cada concierto por
la geografía del planeta.
Cierro la puerta del balcón. Las
vistas sobre el extenso río que divide
la ciudad, me hipnotizan. Los
edificios de enfrente están a gran
distancia pero lo que me llama la
atención son sus luces que brillan
como el oro. Es casi media noche y
el sigilo inunda este lado de la
capital. Considero que ya hay
suficiente silencio en mi vida, así que
me ducho con rapidez y me voy al
centro, donde hay movimiento en
las calles y conciertos en los bares.
Intento ser un tipo normal entre el
gentío, aunque me observan
intuyéndome extranjero.
Me meto en un pub estilo irlandés
muy animado. Un grupo de jóvenes
está tocando música celta mientras el
resto los escucha bebiendo cerveza.
Yo pido la mía señalando la pizarra
de pedidos con el dedo. No sé
hablar alemán pero tampoco creo
que llegaran a oírme con tanto ruido.
Cuando me acabo la cerveza, pago, y
salgo a recorrer algo más de la
ciudad.
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No la conozco, pero el GPS del
móvil no va a dejar que me pierda.
Cuando levanto la mirada de él, me
encuentro en un callejón bastante
oscuro y desierto. Es una forma de
acortar el camino hasta el hotel. El
GPS parece que no tiene en cuenta
los suburbios.
Tengo la sensación que no ha sido
una buena idea, cuando veo la
sombra de dos tipos que me siguen
los pasos. No quiero darme la
vuelta, ni acelerar, para no alentarlos.
Me gritan algo que no entiendo,
hago caso omiso, hasta que me
alcanzan. Se me ponen uno a cada
lado y me obligan a detenerme
poniéndome la mano en el pecho.
No veo buenas intenciones en sus
miradas.
Me suelto determinante para seguir
caminando, no quiero problemas,
pero uno de ellos me pilla
desprevenido dándome un fuerte
puñetazo en la sien que me hace
tambalearme. El dolor sordo y frío
empieza a tornarse ardiente y
palpitante. No esperaba acabar así la
noche.
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Intento defenderme, soy algo más
alto y fuerte que cualquiera de los
dos pero estoy aturdido y
aprovechan para golpearme los dos
a la vez. Después de una fuerte
patada en el estómago que me deja
sin respiración, me doblego de dolor
para recibir un rodillazo en la boca.
El labio me sangra, siento el sabor
metalizado en mi boca.
Cuando caigo al suelo vencido, uno
de ellos me arranca el reloj de la
muñeca, rebusca en el bolsillo de mi
chaqueta mi dinero y se lleva
también el móvil.
He decidido no oponer resistencia o
podrían matarme y no tiene sentido
morir por dinero.
Ya no pueden llevarse nada más que
mi dignidad.
Sin el móvil, estoy perdido, así que
en lugar de avanzar, vuelvo sobre
mis pasos como buenamente puedo
y encuentro de nuevo la calle llena
de gente. Me apoyo en la esquina de
un edificio para recuperarme un
poco. Todo el mundo me mira con
extrañeza. Ninguno se atreve a
acercarse a mí. ¡Como si fuera yo
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quien hubiera empezado la pelea!
Desde luego, no tengo la apariencia
de haberla ganado.
Una chica, al fin, se acerca a
preguntarme si estoy bien en
alemán. Le respondo en inglés y me
conduce a la comisaría más cercana.
Alguien que habla mi idioma, me
toma declaración y dos agentes me
acompañan de nuevo al hotel.
La chica de recepción se aproxima a
mí impresionada, nada más traspaso
el umbral.
-¿Está usted bien? ¿Qué le ha
pasado?
-Dos tipos querían mi reloj y me lo
han pedido a golpes.
-Voy a llamar a la enfermería para
que suban a su habitación a curarle
esas heridas.
-No te preocupes, creo que
sobreviviré.
De reojo, veo mi imagen en las
columnas espejadas de la entrada.
Tengo un aspecto deplorable. La
ceja partida, el labio hinchado, y el
ojo empieza a amoratarse. Mañana
dudo que sea capaz de moverme.
Me duelen las costillas.
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Afortunadamente el concierto era
hoy.
-¿Necesita que le acompañe a su
habitación?
-No te preocupes, gracias.
-Bueno, pero de todas maneras,
avisaré a la enfermera.
Arrastrando mis pies y abrazando
mis costillas con un brazo, me dirijo
al ascensor.
Una chica con un botiquín llega
antes de que pueda pasar la llave por
el lector de la habitación.
-¿No quiere que llamemos al
médico?
-¡No, estaré bien!
-Bueno, al menos, déjeme que le
cure esas heridas. Tiene toda la cara
ensangrentada.
-De acuerdo, pasa… -le digo
cediéndole el paso.
-Es usted Thierry Lemarc, el
violonchelista, ¿verdad?
-Sí, eso es.
-No sé cómo han podido hacerle
algo así a alguien que toca con tanto
sentimiento.
-Creo que los sentimientos, en este
caso, no me han defendido -Intento
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sonreír pero siento que la herida del
labio volvería a abrirse y me
contengo.
La chica saca unas vendas que moja
en agua oxigenada. Con ellas me va
limpiando las heridas y los regueros
de sangre que se han secado en mi
cara.
Cuando termina, le doy las gracias.
Me sonríe y se despide, no sin antes
volver a alabar mi trabajo.
No soy capaz de levantarme de la
silla donde me ha estado curando,
así que no la acompaño a la puerta
como habría hecho en cualquier otra
ocasión.
Con dificultad, me tumbo sobre la
cama. No tengo ánimos para
cambiarme de ropa y me quedo
dormido.
A la mañana siguiente, suena el
teléfono de la habitación.
Creo haberme roto por la mitad
cuando intento erguirme para
descolgarlo.
-¿Estás bien? –pregunta la chica de
la agencia discográfica-. Llamaba a
tu móvil y sonaba apagado. Cuando
he preguntado por ti en recepción,
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me han dicho que anoche te robaron
y pegaron.
-Así es. Tengo que comprarme un
teléfono nuevo, si soy capaz de ir a
por él.
-No te preocupes por eso, te lo
enviaré yo por mensajero. Te
llamaba para darte una buena
noticia. Los periódicos han lanzado
sus críticas de tu intervención de
anoche.
Voy a leerte una…
“Thierry Lemarc, un joven
violonchelista de extremada
sensibilidad, hizo anoche una
dramática interpretación de la pieza,
“Caruso”. Su naturalidad y pasión
impactó a todos los asistentes.
Lemarc acabó descalzo y
emocionado. Fue su personal
broche musical, desenvuelto y
vigoroso, lo que le dio una
originalidad inaudita. La audiencia se
deshizo en halagos y aplaudió en pie
su despedida. Lemarc, tiene además
como fans una gran multitud de
jovencitas que quedaron prendadas
de su gran atractivo. Esperamos
ansiosos el momento de poder
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volver a disfrutar de su maestría
extraordinaria.”
-Van a tener que esperar a que dejen
de dolerme las costillas –añado.

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Episodio 3

Cuando salgo del hotel después de


ducharme y vestirme con dificultad,
decenas de fotógrafos y reporteros,
me esperan en la puerta. Acarreo mi
maleta y a Lissette. Un taxi me
espera para llevarme al aeropuerto.
Ya he terminado mi trabajo aquí.
Los flashes no dejan de sonar y uno
de los reporteros, me pregunta en
inglés…
-¿Se marcha por el asalto que sufrió
anoche? ¿Cree usted que no somos
un país acogedor?
La pregunta me deja atónito.
-¡Para nada! Me podrían haber
atacado en cualquier país. Estas
actitudes no tienen nacionalidad sino
personalidades.
-¿Volverá a actuar en Alemania?
-¡Claro que sí!, en cuanto me lo
pidan.
El taxista coge mi equipaje y lo pone
en el maletero. Entro en el coche
agarrando mis costillas y
mordiéndome el labio. Esto no va a
ser fácil durante unos días.

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Cuando llevamos veinte minutos de
viaje. Me suena el nuevo móvil en el
bolsillo de la americana. Ha llegado a
media mañana con un transportista.
-No cojas el avión –me advierte la
chica de la agencia.
-¿Cómo? ¿Por qué no iba a hacerlo?
-Han vuelto a contratarte en otro
auditorio de Alemania. Quieren que
vuelvas a tocar, esta vez tres piezas,
entre ellas, “Caruso”.
-¿Me tomas el pelo?
-¡Para nada! ¡Te van a pagar muy
bien, créeme! Quieren que vuelvas a
hacer lo de los pies descalzos.
-¡Genial! –expreso contrariado.
-¿Qué pasa?
-Pasa..., que esto no es postureo –
digo molesto-. Sentir la música no
es apretar un botón y que suenen
unas notas. Si no eres capaz de
vivirlas, no significan nada. Me
gustaría no necesitar descalzarme, ¡te
lo aseguro! Cada vez que toco esa
pieza, me desgasto y me agoto
emocionalmente.
-Supongo que por eso transmites
tanto y la gente quiere notarlo.

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-Bien, pues ve anotando también
el “O Fortuna” de la cantata Carmina
burana, que van a sentir los golpes
que me dieron anoche.
-Lo que tú digas. ¡Sin problemas!
Cuelgo resentido con mi suerte y le
pido al taxista que me devuelva al
hotel, pero cuando estamos
llegando, una voz interior me dice
que no tengo por qué seguir en
medio de la ciudad, mientras el día
del estreno sea capaz de llegar al
auditorio. Le pregunto al taxista en
inglés, si conoce una casa rural o
algo parecido en el campo que no se
encuentre demasiado lejos de allí.
No puedo alejarme más de una hora.
Me propone una granja a tres
cuartos de hora de distancia del
auditorio. Me parece lo
suficientemente alejado de la
civilización y lo adecuadamente
cercano para que no sea un
problema el ir y venir. A fin y al
cabo, contando circulación,
semáforos y otros inconvenientes,
moverse por la ciudad es
exactamente igual de lento.

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Cuando llevamos media hora de
camino, empiezo a notar que mis
costillas me lanzan señales de fuego
interno. Esto no es tan cómodo
como creía. Afortunadamente, el
próximo concierto no lo tengo hasta
dentro de varios días. Lo hemos
acordado así para que pueda
recuperarme.
Los últimos minutos se me hacen
eternos. Tengo unas ganas locas de
salir de aquel encierro y poder poner
recta mi espalda en algún lugar
mullido como una cama.
La granja está en medio de un
extenso campo verde.
Una mujer joven a caballo, viene a
nuestro encuentro. Supongo que no
habrá muchos visitantes por aquí.
El taxista baja a hablar con ella. De
la conversación no comprendo
ninguna palabra, pero ella asiente y
se retira del camino para que
podamos llegar con el coche lo más
cerca de la casa.
Mientras el taxista baja del maletero
mi equipaje, yo salgo dolorido del
vehículo.

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La chica me mira arrugando la
frente. El taxista parece explicarle lo
que me pasa y ella se acerca para
ayudarme, cogiéndome del brazo.
Me acompañan a la que será mi
habitación.
Es una habitación muy amplia.
Techo de madera con vigas vistas de
color claro. La cama es de hierro
antiguo con sábanas blanquísimas y
el baño dispone de una bañera de
hierro antigua con patas. El color
que más destaca es el blanco y el
dorado de las patas y demás herrajes.
El taxista coloca a Lissette apoyada
en una de las sillas y la chica me deja
sentado en la cama. Aborrezco esta
sensación de impotencia.
Me pregunta en alemán algo que no
entendería sino fuera por su gesto de
llevarse la mano a la boca.
-No quiero comer, ¡gracias! Estoy
demasiado agotado –Le digo en
inglés. No sé si me comprende pero
seguro que entiende mi negativa con
la cabeza.
El taxista me dice que vendrá a
recogerme una hora y media antes
del próximo concierto de aquí a una
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semana. Se despide de mí y de la
chica.
Los dos salen de la habitación y yo
de nuevo solo y dolorido, me
recuesto en la cama como puedo,
dejándome llevar por el sueño.

21
Episodio 4

La noticia del asalto sale en toda las


prensas del corazón, se apremia a
informarme la chica de la
discográfica por teléfono.
Agradezco estar alejado de todo ese
jolgorio.
Parece que hoy me encuentro algo
mejor, así que me arreglo de forma
informal, acorde con el lugar donde
me encuentro y me dispongo a salir
de mi habitación para explorar este
nuevo espacio en el que me voy a
pasar una semana. Oigo una risa
infantil muy cerca. Al final del
pasillo de las habitaciones, se
encuentra el comedor. No es muy
amplio, apenas tiene unas cuatro
mesas rectangulares dispuestas en
los laterales, tocando a las paredes.
En el centro de la sala, una niña de
unos seis años, juega tambaleándose
sobre unos patines. Al fondo, un
mostrador como el de la barra de un
bar, de madera clara igual que las
vigas de toda la casa y decoraciones
colgantes de hierbas aromáticas,
flores secas y pucheros de cobre,
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dan el aspecto campestre a la
pulcritud blanca del resto de
manteles y paredes. En el lado
izquierdo de la barra una puerta
como las del viejo oeste, supongo
que da a la cocina porque se oye
ruido de platos y la voz de la chica
de ayer que habla con la niña.
Cuando la niña se gira y me
descubre, llama a su madre que sale
al momento.
No sé si no se fía de mí o es que
quiere ser una buena anfitriona.
Se acerca a mí y saca su móvil del
bolsillo de un delantal granate que
lleva ajustado a la cintura. Escribe en
el traductor y después me lo
muestra.
-¿Te encuentras mejor?
-Sí, gracias -le digo con la cabeza.
-Hablo muy poco tu idioma –me
explica con acento muy alemán.
-No te preocupes, yo no hablo nada
del tuyo. Creo que igualmente
podremos entendernos.
Me sonríe y me hace un gesto para
que me siente a desayunar en una
mesa repleta de comida casera con
aspecto delicioso.
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Como veo que vamos a tener que
entendernos con el traductor si
queremos decirnos algo más
extenso, cojo mi teléfono y le
escribo:
-¿Esto es una casa rural? ¿Tienes
más clientes?
-Sí, un hombre mayor que ha salido
a pescar esta mañana muy pronto.
Volverá a la hora de cenar. No es
tiempo de turistas todavía. Aunque
la granja es pequeña, sólo hay seis
habitaciones –me informa
sonriendo.
Se llama Georgette y su hija, Marie.
No tengo demasiada hambre. Tengo
el cuerpo aún revuelto. De vez en
cuando, si respiro profundamente,
noto como si las costillas fueran
puñales clavados en mi torso. Aun
así, tomo un café con un croissant y
agradezco el resto, rechazándolo
amablemente.
Cojo a Lissete y una silla de madera
que no parece muy pesada y me
pongo a caminar por medio del
campo verde. No quiero molestar
con mis acordes pero necesito
ensayar.
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Cuando me canso de acarrear silla e
instrumento, me parece un buen
lugar para empezar a tocar. Rodeado
de montañas, respiro lo más hondo
que me dejan mis costillas.
Veo moverse unas cortinas blancas
en la cocina. Georgette, me mira
desde la ventana. Debe pensar que
estoy loco.
Pruebo con algo suave, secret garden,
porque no quiero hacer grandes
movimientos con los brazos y
arriesgarme a hacerme más daño.
Al poco rato, Marie, viene corriendo
y se pone frente a mí, escuchando
mi música. Va descalza. Sus
pequeños pies bailan sobre la yerba.
Gira y ríe, al ritmo de la música.
Pretendo sentir la misma alegría.
Con un pié deslizo el calzado del
otro y a la inversa. La hierba me
hace cosquillas en las palmas. Noto
la frescura de su savia y la humedad
de la mañana.
Me abstraigo, dejándome llevar,
cierro los ojos y sigo tocando. El
campo huele a verde en estas
primeras horas de la mañana y el sol
calienta mi piel. Percibo la brisa en la
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parte desnuda de mis brazos que mi
camiseta de manga corta no llega a
cubrir.
La niña se ha ido al finalizar mi
tercera pieza, cuando he parado a
descansar, corriendo igual de alegre
que ha venido.
No sé ni cuanto rato llevo tocando.
Con las últimas notas de mi último
tema, abro los ojos y veo el caballo
blanco manchado, montado por
Georgette, acercándose hacia mí.
Me saluda con una sonrisa.
-Es agradable escucharte. Tocas
estupendamente –me comenta en
inglés.
-¡Gracias!
-He venido a avisarte que ya está la
comida. ¿No tienes hambre?
-Cuando lo pienso, me doy cuenta
de que noto algo parecido a un
agujero en mi estómago.
-Sí, un hambre voraz –sonrío.

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