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REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA

MINISTERIO DEL PODER POPULAR PARA LA EDUCACIÓN


UNIVERSIDAD CATÓLICA SANTA ROSA
FORMACIÓN HUMANO CRISTIANA VI

SACRAMENTO DE SANACIÓN O DE CURACIÓN


Sacramento de sanación o de curación

Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús


recoge las promesas hechas al pueblo elegido.

Jesús perfecciona las bienaventuranzas no sólo a la posesión de una tierra, sino al


Reino de los cielos. Estas dibujan el rostro de Jesucristo describiendo su caridad. Además,
expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección.

Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de


origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el
único que lo puede satisfacer. Iluminan las acciones y las actitudes características de la vida
cristiana como promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones y
anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas.

Descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos. La


bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a
purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima
de todo.

Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la


gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias,
las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de
todo amor.

Los sacramentos de penitencia y reconciliación, obtienen de la misericordia de Dios


el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la
Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella le mueve a conversión con su amor, su
ejemplo y sus oraciones

Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la


llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que el hombre se había alejado por
el pecado.
Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y
eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación,


la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento.
En un sentido profundo este sacramento es también una "confesión", reconocimiento y
alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del


sacerdote, Dios concede al penitente el perdón y la paz. Por último, se le
denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que
reconcilia.

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una


conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del
mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido.

Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la


esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia.

La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La


Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna.
Estas expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a
los demás.

La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la


Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios;
por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; "es el antídoto
que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales".

Por su parte, la unción de los enfermos con la oración de los presbíteros, toda la
Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie
y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y
contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios.
La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más
graves que aquejan la vida humana.

En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud.


Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte. Puede conducir a la angustia, al
repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios.
Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es
esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a
una búsqueda de Dios, un retorno a Él.

El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios se
lamenta por su enfermedad y de Él, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la
curación. La enfermedad se convierte en camino de conversión (y el perdón de Dios
inaugura la curación.

La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes


de toda clase son un signo maravilloso de que "Dios ha visitado a su pueblo" y de que el
Reino de Dios está muy cerca.

Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados.
Vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan.

El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación para manifestar la


fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas
obtienen la curación de todas las enfermedades.

La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los
cuidados que proporciona a los enfermos, como por la oración de intercesión con la que los
acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos.
Esta presencia actúa particularmente a través de los sacramentos, y de manera especial por
la Eucaristía, pan que da la vida eterna y cuya conexión con la salud corporal insinúa san
Pablo.

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