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Mirar para despertar: el arte como experiencia

Sobre Paula Bombara, Iris Rivera, María Teresa Andruetto y Mario Menéndez, ¿Quién
soy? Relatos sobre identidad, nietos y reencuentros, Ilustraciones: Irene Singer, Iris
Wernicke, Istvansch y Pablo Bernasconi, 2013, Ed. Calibroscopio, Buenos Aires, 104 pp.

Julia Isidori
UNRN

Las palabras revelan su función en la construcción


de memoria, pero también la imposibilidad de dar cuenta
sólo con ellas de la ausencia,
entonces surge la necesidad de las imágenes.

Diana Aisenberg

Si pensamos en la historia como un relato que se lee cada vez de forma diferente,
conformando el presente, más que aquietándose en el recuerdo silencioso, podemos
mirar la comunidad como si se tratara de una sala común del sueño, en que algunos
duermen pasivos, mientras otros se agitan como locos. ¿Qué lugar tiene hoy el arte, en
ese presente que mira la historia de maneras tan dispares? ¿Cuál es —si lo tiene—el
deber del arte: serenar o inquietar?

Quisiéramos hablar de ello a partir de un objeto que creemos tiene el poder de


despertar a muchos y que, por su propuesta estética puesta a favor de una idea, de esta
observación de la historia, hoy lo entendemos como una pieza de arte contemporáneo.
Pensar en arte contemporáneo es pensar en medios performáticos, conceptuales,
publicitarios, y hasta monumentales, en los que pareciera que la ancestral materialidad
de la obra y su intimidad con el espectador quedó obsoleta. Pero lejos de recuperar
alguno de estos nuevos formatos, la pieza a la que nos referimos es nada menos que un
libro.

¿Quién soy? Relatos sobre identidad, nietos y reencuentros —publicado por la Ed.
Calibroscopio en el año 2013— narra desde una infancia en primera persona cuatro
historias de cinco hijos recuperados del silencio del pasado oscuro más reciente del país.
¿El modo? En primera instancia, la reunión. ¿Quién soy? es un trabajo de comunidad. No
sólo porque cada relato se materializa en conjunto, entre escritores, ilustradores,
abuelas y nietos. También y sobre todo porque son constructores y re constructores de
una memoria que está muy lejos ya de ser privada.

Memoria y duda son al parecer dos términos incompatibles. Pero sin embargo, es la
duda, la necesidad de encontrar la verdad, lo que genera movimiento y hace que no nos

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quedemos quietos, y que agitemos con ese movimiento los relatos del pasado, para así
mantenerlos vivos, lejos de toda esa concepción estática e inmutable de los
monumentos. Si buscamos hacer del arte una herramienta para mantener viva la
memoria, entonces lo que buscamos es una herramienta para despertar, para agitarnos y
acompañar la duda con la acción.

En este sentido es que presentamos al libro como obra de arte, en tanto que no es una
enciclopedia de conocimiento, sino una plataforma para la experiencia. Así como lo
planteara Michel Foucault a propósito de sus propios escritos en La inquietud por la
verdad, el libro se recorre para vivir en él algo distinto a lo que vivimos en lo cotidiano,
y al terminarlo, podemos asegurar que no somos los mismos (Foucault, 1965:40).De la
misma manera, entonces, que una obra de arte no se acumula como conocimiento sino
que se atraviesa como experiencia, después de leer el libro, aun en la quietud de mi
casa, ya no soy la misma.

Por eso es que en esta intención por referirnos al pasado desde una actitud activa, es
que hablamos de la experiencia de la duda, que durante todo este tiempo mantuvo y
sostiene viva y móvil una memoria que es a la vez compartida e individual. Compartida,
porque el silencio y el pasado arrasaron por igual a muchos, pero también entre muchos
podemos recordar y vivir el presente buscando la verdad. E individual, porque si bien los
puntos comunes del horror y el silencio hicieron de miles de historias aparentemente la
misma historia, generalizando con la misma palabra, como un sello, los 30.000
desaparecidos, cada recuperación de un nieto da voz a la singularidad de esa historia
particular. “¿Quién soy?”, “¿Quiénes somos?” pregunta el libro publicado con la
colaboración de las Abuelas de Plaza de Mayo, pinchando en lo profundo del cuerpo de
los lectores.

Por la naturaleza de los lenguajes con que están planteados, los interrogantes, crudos y
firmes, resuenan aletargadamente por mucho tiempo después de leer, de mirar, de
volver a mirar y relacionar imágenes y palabras. Infinitas historias se han contado sobre
vidas que persisten a los horrores del pasado. En ellas, es habitual que el dolor, la lucha
por la justicia y la perplejidad ante el descubrimiento de lo atroz las tiñan de un tinte
totalizador, como si quisieran unir a todas las víctimas en un solo grito. Pero pocas se
han escrito como estas, con la consigna de agruparlas sin perder de vista sus
singularidades. La generalización es un lugar común que adoptamos en la intención de
volvernos uno en el reclamo de justicia. Pero así como quien vive al lado del mar ya no
escucha el sonido de sus olas (Shklovski, 1914: s/d), pasamos por alto en el grito
colectivo ya tantas veces repetido las individualidades, la singularidad, y el tiempo para
detenernos en los detalles que hacen que un número de víctimas no sea sólo una cifra
conocida.

En la memoria de los argentinos, nos es familiar el número de ausentes adultos, que


dudosamente siguen vivos. Pero la inmensa cifra de desaparecidos no es el único saldo
de la última dictadura. Entre los demás vestigios que esta trajo consigo, hay otro grupo
de personas, sus hijos, que tampoco están, pero que como muchos lo hicieron, pueden
aparecer. ¿Por qué no nos es igualmente naturalel número de nietos que todavía falta
encontrar —el de quienes todavía no se han preguntado “¿Quién soy?”? En este sentido,
el libro propone abrir los ojos a los relatos del pasado, pero no desde una actitud
conmemorativa, sino con la inmediatez del presente, ese hoy y ahora que sigue siendo
muestra de las heridas de la historia. Deberíamos acordarnos de ese número que falta,
que está perdido como un colectivo desconocido, pero que en realidad son 227 casos
singulares, únicos.
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El libro ideado por el editor Walter Binder pone al descubierto las intimidades que se
esconden atrás de palabras tan familiares como desaparecido, recuperado, e identidad.
Estas, entre tantas otras, se volvieron irremplazables por su carga significativa, y se han
usado tanto que nos acostumbramos a su sonido, a reconocerlas entre otras
rápidamente, en lugar de prestarles la atención que su peso merece.

Paula Bombara, Iris Rivera, María Teresa Andruetto y Mario Menéndez (los escritores) las
liberan del velo del uso y las dejan al descubierto, crudamente, sobre la mesa, para
señalarlas, cuestionarlas, desafiarlas y hasta renegar de ellas.

En el cuento “Manuel no es súperman”, Paula Bombara escribe como si su voz fuera la


de un chico chiquito, amigo de Manuel Gonçalves Granada. Manuel recuperó su
identidad a los treinta y seis años, y allí descubrió que muchas de las cosas que creía
eran ciertas no lo eran, como que su nombre no era Claudio Novoa, sino Manuel
Gonçalves. Astutamente, la escritora decide contar la historia de laido lugar durante la
infancia de Manuel, y este recurso nos acerca un poco más a la manera clara con que los
niños comprenden las cosas más difíciles. Así, el chico que relata la historia conversa
con Martina, otra amiga de su misma edad, y entre los dos comparan la vida de Manuel
con la de Súperman, que también había sido criado con otro nombre y por otros padres,
lejos de su familia. Pero a medida que descubren las circunstancias tan diferentes entre
la historieta y la vida de su amigo, dejan al descubierto la crudeza de la realidad, tan
distinta de la del comic: Con la misma frontalidad que en la niñez se preguntan todas las
dudas, los chicos usan las mismas palabras que los adultos emplean para referirse a los
procesos de terrorismo de estado, y enfatizan así la magnitud del horror: “Lo usaron de
carnada. Martina dijo esa palabra: carnada. Yo pregunté, no sabía lo que era. Es lo que
se pone en el anzuelo de las cañas de pescar. Para atrapar peces. Querían atrapar a los
que fueran a preguntar por el bebé” (Bombara, 2013: 17). El texto que relata la vida de
Manuel Gonçalves es tan crudo como las ilustraciones de Irene Singer que lo acompañan,
y la aspereza de la historia se hace transmisible con la estética del cómic.

Pero el libro en su totalidad tiene una cuota de diversidad que refuerza la intención de
los editores de guardar de cada historia sus particularidades, su singularidad. Así es que
la narración del cuento que habla de la recuperación de la identidad de Jimena Vicario,
“Sabés, Athos”, no es de la crudeza del anterior, sino que se parece más a la voz de la
niñez temprana, calma, pero igualmente firme, ansiosa por descubrir la verdad. Con la
voz de Jimena (en el cuento llamada Candela) se hace evidente que el aporte más
significativo del libro es su cambio de mirada. Estamos acostumbrados a textos,
imágenes, películas y obras de todos los formatos posibles que aborden el tema de
nuestro pasado reciente. Pero son obras, películas, y libros para adultos, pensados por
adultos, y con la voz de los adultos. Tratar de ver con la mirada de un niño es renunciar
a la costumbre: es tener la posibilidad de tomar distancia del horror que ya nos parece
tan natural que dejamos de cuestionar y nos limitamos a narrar, a repetir con los mismos
términos. Extrañarse de las palabras hace posible extrañarse de su significado, para
hurgar en lo más hondo de este último y no permitir que se aquiete con el tiempo.

Es el caso de Candela, que se extraña de dejar de ser Betina de repente, y de la


naturalidad con que los adultos (la justicia, los médicos, las familias) manejan la
situación del reencuentro, perdiendo de vista la percepción de la cotidianidad por la
niñez. O que, al explicar la historia de sus padres a Athos, su perro, cuestiona el título
de desaparecidos que los adultos usan delante de ella sin explicarlo a fondo, como si el
término cerrara toda posibilidad de duda:
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Una cosa… ¿cómo es que dicen que desaparecí? ¿De qué hablan? La gente
no desaparece. En los trucos puede desaparecer un conejo, una paloma… pero
es truco. Y aparecen al minuto. No es que desaparece el conejo, es que el
mago lo esconde sin que te des cuenta. (….) Ni si quiera las cosas
desaparecen, Athos. La cartera de mamá peluca no desapareció: se la llevó el
ladrón del tren ¿claro? Y el peine verde no había desaparecido, estaba debajo
de la cama ¿te acordás que vos lo trajiste con los dientes? A mi papá y a mi
mamá no los encuentran. ¿Y por eso van a decir que desaparecieron? (Rivera,
2013: 35)

La conjunción del texto y las imágenes que ofrece el libro también es importante para
comprender que la atención narrativa que se ha puesto siempre en la memoria no debe
descuidar el poder de las imágenes para comunicar, recordar y hacer evidentes
cuestiones inexplicables a través de la palabra. Por ello es que María Wernike,
ilustradora de “Sabés, Athos” emplea el grabado para marcar las paredes del cuarto de
Candela en casa de su abuela biológica con el vivo recuerdo de la estampa que Betina no
había podido olvidar. Los elefantes del empapelado, el medallón que colgaba del collar
de su abuela, fueron para Candela, pruebas más suficientes que las difíciles palabras con
que los demás afirmaban que su casa no era su casa, y su mamá no era su mamá
verdadera.

Así como las palabras no son ingenuas, las imágenes de Irene Singer, Iris Wernicke,
Istvansch y Pablo Bernasconi tampoco son en lo absoluto meras acompañantes estéticas
del texto. Por el contrario, refuerzan su actitud interrogadora, guardando especial
conexión con el terreno de lo infantil. Pero lejos de la habitual subestimación de estas
estéticas los artistas recuperan a la niñez y sus lenguajes y la toman como estandarte
del extrañamiento, de la crudeza, la honestidad lisa y llana y la insaciable búsqueda por
la verdad. Las historias de Manuel, Jimena, Marcelo, Victoria y Sabrina no quieren ser
anécdotas privadas que se leen a la distancia, sino ser experimentadas por el lector,
vivir, libro mediante, y ser impulso para seguir recuperando la verdad.

Las ilustraciones o el texto no son igualmente valiosas por separado, sino que en su
conjunto, y sobre todo reunidas en el formato de libro, tienen la capacidad de
comunicar intensamente y con ello, conmover. ¿Quién soy? es un objeto de arte al
alcance de muchos más a quienes puede llegar una pintura o una escultura. Y al
contrario de estas últimas, el formato libro se presenta para el lector más abierto y
accesible, familiar, se inmiscuye en la cotidianidad de la casa y desde el lugar de lectura
propone permitirnos dudar. Permitirnos dudar hasta de lo más absurdo (o lo que a
primera vista lo parece), como esas palabras tan conocidas, tan ya sabidas de las que no
dudamos.

Dudar de lo más seguro es lo que nos acerca cada vez más a las abuelas. Hace cuarenta
años que 227 personas no dudan. Pero otras 119 ya se permitieron dudar de aquello que
tenían como más indubitable: de su nombre, de su familia, de lo que era para ellos la
palabra identidad y es la duda la que las acercó a la verdad. El libro es, en este aspecto,
una manifestación conceptual. Su título es una pregunta porque habla de esa duda, de
un capítulo abierto al que todavía falta respuesta. Y el arte, siempre herramienta para
abrirnos los ojos, es fiel a la dualidad de la historia que hoy, a cuarenta años del golpe,
reúne a la vez historias de nietos encontrados y de aquellos que todavía están buscando.
Así, escondidas en la contratapa, casi imperceptibles, pero que si miramos con atención
aparecen—interesante devenir de las palabras—, preceden la segura afirmación “Quién
soy” las mismas palabras pero puestas en sentido interrogativo: “¿Quién soy? ¿Quién soy?
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¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?”, recordándonos que hay que buscar, que es
necesario todavía abrir los ojos.

Hay certezas que nos tranquilizan y acercan a la paz. Por ejemplo, la certeza de que una
abuela —que es y no la nuestra— abraza a su nieto. Y en la certeza estamos cómodos,
quietos. Pero la duda nos despierta y si estamos despiertos podemos encontrar más
certezas, más abrazos, más verdad. Y esa verdad no estará sola, será singular y colectiva
a la vez, como en cada historia recuperada. De hecho, los cuentos terminan, y al dar
vuelta la página, ahí están los contactos de Abuelas, que recuerdan al lector que está
cómodo es su casa que los relatos no son ficticios, y que tampoco son partícipes desde
su cómoda lectura de un pasado lejano y cerrado: sino que lo que acaba de leer son
historias de nietos que recientemente pudieron pisar firme el terreno de la identidad, y
que con su relato recuerdan que el mismo suelo bajo el sillón donde me siento a leerlas,
puede no ser tan firme.

¿Quién soy? lleva la fuerza y la necesidad imperante de respuestasque tiene su título. Y


sobre todas sus cualidades es una manifestación material del arte contemporáneo que
renuncia a las fronteras disciplinares en pos de una idea mayor: la del arte como
herramienta. No es un discurso apocalíptico, sino una comunión entre texto e imágenes
creada para construir el presente de manera continua (por eso es que hoy, después de
tres años de su publicación sigue siendo útil); presente que sonríe cada vez que la
historia se reescribe con la recuperación de la identidad de hijos, nietos y, con la suya,
de familias enteras y de una muy grande que es la del país.

Es por eso que no queríamos dejar de mencionarlo hoy, a cuarenta años de un pasado
que en su tiempo propuso olvidar las dudas e instaurar el silencio. La pregunta por la
identidad resuena y todavía hay quienes no la escucharon, que están, como las frases
brillantes de la contratapa, no del todo visibles. Pero sabemos que, como ellas, van a
aparecer. Si todos contribuimos a la tarea de la búsqueda, si todos abrimos los ojos y nos
permitimos dudar, van a aparecer.
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El recorrido que las Abuelas hacían alrededor de la plaza todos los jueves no era un rito,
sino una herramienta. Esta reunión se daba no sólo por razones retóricas sino también
por razones históricas, en las que era contextualmente la única manera de que no
corrieran el mismo peligro que reuniéndose en las casas. La tarea de búsqueda de las
abuelas no fue nunca (durante 40 años) una actividad solitaria. Tampoco lo es la lectura
de Quién soy. Aunque el libro es generalmente un soporte de consumo individual, la
lectura de estas historias es llevada a cabo con la consciencia de que no hablamos de un
pasado estático sino de un problema común que todavía no se ha resuelto. Y el público
lector, al terminarlo resulta en un público distinto al que tomó el libro por primera vez.
Terminarlo es no terminarlo, es saber que la contratapa se cierra pero no el contenido,
es atravesarlo como experiencia que nos altera y así como después de las primeras
caminatas (en palabras de las mismas abuelas, porque yo no había nacido en ese
entonces), una abuela era muy distinta a la que se había acercado con miedo a reclamar
por su nieto o su nieta, Quién soy nos devuelve a la cotidianidad siendo un poco
distintos. Ya no hay miedo, ni tampoco indiferencia, ni sensación de extranjería. La
historia se muestra parte de nosotros, o más bien, nosotros nos reconocemos dentro de
ese gran relato, para decidir qué personaje interpretar. Y en eso creo que consiste la
memoria.

Bibliografía

AAVV, 2013. Quién soy. Buenos Aires, Calibroscopio.


Foucault, Michel, 2013. “El libro como experiencia”, en Foucalut, Michel, 2013. La inquietud por
la verdad: Escritos sobre la sexualidad y el sujeto. Buenos Aires, Siglo XXI: 33-100
Shklovski, Victor, 1985. Resurrection du mot et Littérature et Cinématographe. París,
Gérard Lebovici, en Pau Sanmartín Ortí, 2006. La finalidad poética en el formalismo ruso: el
concepto de desautomatización. Madrid, Facultad de Filología, Universidad complutense de
Madrid: 147.

Julia Isidori
Alumna de la Licenciatura en Artes Visuales de la Universidad Nacional de
Río Negro, Cipolletti, Río Negro.

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