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Día 69

Me levanté a las seis de la mañana, en realidad no dormí nada. No quiero pensar. Salí de
mi casa y agarré por la plaza y seguí por las calles que yo sé que siempre están vacías a
esa hora tan temprano, cuando no hay nadie, cuando se mantiene un rato el silencio, la
calma, lo no dicho. El golpe de mis pies sobre la vereda de cemento, el cordón y el
asfalto. Esquivo tachos, perros dormidos en el suelo, bolsas de residuos negras,
mangueras de porteros que se levantan a baldear porque tampoco deben poder dormir o
están cansados o despiertos. Mi mamá es de esas personas, las que aman los
amaneceres, la luz del sol, la claridad, el espacio entre la noche y el día completo. A mí
no me gustaba levantarme temprano, quedarme en la cama un rato más era mi felicidad,
acurrucarme en mis sábanas de estampados raros que ella compraba. Le pedía que
fueran más varoniles, de colores oscuros pero ella nunca me hizo caso. La quiero pero
como todas las personas que son dueñas de alguna parte de tu corazón, al final lo
terminan sesgando en partes más parecidas a los deseos de ellos y lo recíproco, a veces
no se cumple y uno termina queriendo un poco de golpe y otro más de costumbre. El
hábito de estar, de verse, de compartirse los tiempos, de esquivarse otros, caminar,
comer siempre en el mismo lugar, los escenarios que se repiten. La mesa redonda de
madera con los rayones hechos por los roces de los platos y los cubiertos, las marcas con
fibras que hacíamos con Anita. Ella nos retaba porque le arruinaba los muebles. Nosotros
le reclamábamos que quisiera más a las cosas que a nosotros. Las cosas no importan, las
personas sí.

El sabor del mate cocido bien dulce, con tres o cuatro cucharadas de azúcar, bien puestas
y colmadas, acompañado de unas tostadas de pan francés cortadas en rodajas finitas
como le gustaba a mi hermana. Yo hubiera preferido porciones más grandes pero Anita
era la mimada y en realidad, a mí me gustaba seguirle el paso. Después nos íbamos al
colegio y como quedaba a unas veinte cuadras íbamos caminando y nos turnábamos el
peso de nuestras mochilas. Ella a veces arrastraba la suya, la llevaba como si fuera un
perrito de color rojo y negro y yo la imitaba. El camino a la escuela se me hizo más
solitario luego, solo estábamos mi mochila y yo. Mi sombra y mis manos vacías. Mi voz
que le hablaba al vació y no encontraba respuesta. Mis pasos rápidos y mi angustia a
cuestas como un peso extra para mi mochila cargada de libros y cuadernos.
Mi mamá dice que lo más difícil es no poder recordar la voz de su propia hija. Esto me lo
contó un domingo cuando desayunábamos en la cocina. Era en la época en la que yo
había vuelto a la casa de mis padres después de Mariana. Todavía estaba medio muerto,
no me acababa de despertar. Ella tomaba café bien negro y yo jugo de naranja que me
exprimí solo. A ella no le gustaba que las manos le quedasen con olor a las naranjas y
mucho menos a mandarinas. Sentados y en silencio, esperando terminar nuestros vasos
ella me dijo esto:

-“¿Sabés qué es lo más difícil de esto? No acordarme la voz de mi propia hija. Qué clase
de madre soy. No me arrepiento de criarlos cómo lo hice, sé que te quejás y me
recriminás pero hice lo mejor que pude, les di mi vida y nunca les pedí nada a cambio
porque soy mamá y cuando nació tu hermana y después vos, me di cuenta de que nunca
más iba a dormir tranquila, no iba a poder a descansar en paz jamás. Mis ojos, mi cabeza,
mi corazón iban a estar pendientes para siempre de ustedes. Mi vida no era mía y lo peor
es que la entregué con todo el gusto del mundo porque también pienso que nunca más
voy a estar sola y que el amor incondicional es posible. Hice algunas cosas o todo mal
pero no me voy a perdonar nunca no poder acordarme de la voz de mi propia hija. Se me
borró de la cabeza. ¿Cómo es posible eso? Si yo escuché su primera palabra, sus
primeras oraciones. Sé que me llamaba mamá, má, mamita, vení, y a veces también me
decía señora porque sabía que no me gustaba que me digan así. Tengo en mi mente la
imagen de carita redonda como un alfajor delicioso de chocolate, sus ojos claros de un
color entre verde y marrón porque eso lo sacó del lado de la familia de tu papá, nosotros
somos de ojos oscuros, su boca se movía y emitía sonidos pero no puedo, no puedo ni
siquiera acercarme al timbre de su voz. Me entristece mucho más eso que haberla
enterrado”.

Volví de correr a las nueve de la mañana, me bañé, me vestí y vi que tenía dos mensajes
de Marisa en el teléfono.

Día 68
Fui a comer con el Tano. Nos juntamos en ese lugar que tanto le gusta. Yo siempre dejo
que los demás elijan dónde encontrarnos. Me dijo que está intentando salir con alguien
cuando hablamos por teléfono y que me quería contar más.

-La salsa que hacen acá, no sabés. Probá un poco por favor y dejá de comer como un
pajarito del monte que bastante grande estás para ser delicado con la comida, me dijo
mientras masticaba unos mostachole con filetto.

-No tengo mucha hambre, estoy medio sin apetito últimamente, no sé…

-Capaz te enamoraste.

-No sos gracioso Tano, no me vengas con pelotudeces.

-Pero vos tenés que aprender a bajar un poco la guardia querido, no te entran los golpes
así.

-Esa es la idea cuando estás bien atento no te comés los sopapos.

-Sí, puede ser y también te perdés las caricias así.

-En el boxeo no hay caricias, hay piñas bien puestas o no hay nada.

-¿Nos pedimos un postre y café?

-Yo quiero un té, paso con lo dulce.

-Está bien, me rindo.

Mientras tomábamos el café, el té y él comía una porción de pastafrola de membrillo nos


pusimos a hablar de su chica. Bah, de la mujer grande con la que salía porque el Tano ya
no estaba para andar en cosas de jóvenes o por lo menos yo lo veía así. También me
equivoco.

-Se llama Florencia, es abogada y trabaja para un estudio importante. Tiene treinta y siete
años. Es una luz. Preciosa. Pelo rubio, lacio, un ángel. No tiene el gran cuerpo aunque me
encantan las piernas que tiene. Ella dice que son feas, que sus rodillas son como galletas
de campo, redondas y metidas para adentro pero yo las miro y me parecen normales. Ella
me reta porque dice que le miento. Para mí es perfecta, parezco un pendejo. Ni yo me
reconozco. Creo que me perdí para siempre y tampoco es que tenía tanto como para
dejar atrás. Yo quería contarte lo bien que me siento porque vos me viste cuando se me
murió mi mujer. Vos estabas, nos viste a los dos. El cáncer fue atrevido con ella, se
ensañó hasta dejarla como un fantasma. A veces se perdía o se quedaba ciega de a ratos
y me pedía que la agarre, que se iba a caer aunque estuviera acostada sobre la cama. Yo
dormía en el colchón al lado así no la molestaba y dormía cómoda. ¿Viste que a veces las
personas dicen que se convierten en fantasmas de sí mismos como versiones de ellos
pero hechas cenizas. Mi mujer no era ni eso. Era otra cosa, no era nada, no quedó ni un
poco de ella. Lo peor era el olor. Olía a muerte, densa, como un vaho espeso que le subía
por todo el cuerpo y te pegaba en la nariz. Era como el aroma que queda en la carne si la
dejás mucho tiempo afuera de la heladera. A podredumbre mezclado con salado, lo
podías sentir en la boca también. Era por las drogas que le daban en la quimio me dijeron
los médicos pero era imposible que un ser humano vivo pudiera oler así. Obvio que a
veces la extraño pero a veces necesitás salir de vos y verte en los otros. Quiero vivir esto
Esteban, quiero mi segunda oportunidad y que sea lo que venga”.

Nos fuimos del bar y caminamos hasta la plaza. Nos sentamos y se quedó callado un
rato.

-Todavía extraño a Mariana, no quiero estar así. Y me puse a llorar. Me abrazó un rato
hasta que mi mundo dejó de mecerse en la angustia.

Día 67

Fui al estatal y me encontré con Ernesto en el pasillo, lo invité a tomar algo después de
clase. Cerveza obvio. Él para mí ya era un adulto hace rato. No era un nene, era un
hombre, y uno mejor que yo.

Los suspendidos todavía me tenían bronca, pero me resultó extraño que no se vengaran,
O estaban planeando alguna grande o se habían olvidado y se ocupaban de otra cosa.
Fue lo segundo porque vi cómo se pasaban de mochila en mochila un ladrillo de
prensado.

Los hice correr hasta que me aburrí y después los mandé a jugar a la pelota y se fueron
contentos.
Yo volví a la escuela y fui hasta el estacionamiento que nos dejan para los profesores
para buscar mi auto y lo vi a Ernesto apoyado sobre la puerta del conductor con su
mochila y su cara de felicidad.

Lo llevé a un bar que queda más cerca de la costanera y donde los días de frío como los
de hoy con el viento fuerte que no deja que haya mucha gente. Dejó la mochila en el auto
y se puso otro buzo para no andar con el de la escuela que era de color azul oscuro y que
tenía un escudo estampado blanco. Todavía tenía el yeso así que le quedaba un brazo
adentro de la manga y el resto de la tela se la pasaba por encima y se le amontonaba
delante de su cuerpo.

Nos sentamos y él se fue al baño y yo pedí dos porrones de cerveza. Cuando volvió ya
estaban servidas.

-¿Cómo va todo Ernesto?

-Bien, qué se yo. Igual no hace falta que me tengas tanta lástima eh, tampoco es así.

-Yo no te tengo lástima nene, estoy de tu lado quiero ayudarte.

-¿Con qué?

-Quiero ayudarte a defenderte así los otros no te pegan más. Dale que yo sé cómo son.

-Estoy bien, ya te dije. No me importa que me peguen.

-¿Cómo no te va a molestar que te caguen a palos todos los días? ¿Vos estás loco? No
puede ser eso, hay que reaccionar, no sé tratá de devolver alguna aunque sea para que
vean que podés.

-Ya te dije que no, soy grande. Que me maten a trompadas, no me interesa, ¿está bien?

-No quiero sermonearte Ernesto pero está mal no defenderse.

-Yo sé lo que pasa cuando me descontrolo, lo mal que hago. Yo no puedo volver a perder
el control. No como la otra vez, no quiero tener las manos llenas de sangre de nuevo. Por
eso no volví a pintar porque no quiero mancharme con nada.

Nos pedimos dos cervezas más y las tomamos rápido. De vuelta en el auto y mientras
esperábamos a que el semáforo cambie de rojo a verde vimos pasar un familia de patos o
gansos por la calle. De lado a lado. En el medio de la ciudad y andaban con rapidez,
como si supieran que las luces fueran a cambiar pronto. Las luces de las calles se
empezaron a prender a medida que avanzábamos por el camino.

Día 66

Me la crucé a Marisa camino a la estatal. Tenía el día libre por hubo jornada docente y no
le tocó ir. Yo iba distraído y me agaché para atarme los cordones.

-Así me gusta encontrarte, muy responsable atándose los cordones para no caerte, me
dijo con una sonrisa.

-Hola.

-Hola, buen día. ¿Trabajás por acá?

-Sí, voy a la estatal que está a la vuelta.

-Uh, esa es jodida. Me contaron muchas cosas de ese lugar. Todas feas.

-No, no es para tanto. Hay buenos pibes, como en todos lados. Nadie se salva.

-Sí, tal vez tengas razón, pero che una alegría verte. ¿Te llegaron mis emnsajes? Te
mandé un par para ver cómo estabas.

-Sí, los leí pero no tuve tiempo de responderlo. ¿Y vos qué hacés por acá?

-Vengo a ver a una amiga que hace mucho que no veo.

-Lindo viaje te hiciste para ver a tu amiga.

-Y bueno, soy así. Además la quiero ver, la extraño. No sabés lo que son los nenes, un
amor.

-¿Tiene hijos?

-Sí tres, son medio traviesos pero todos los chicos son así. De vez en cuando se portan
mal.

-Bueno me tengo que ir, voy a llegar tarde. Chau.


-Chau y no te pierdas tanto.

Llegué tarde a la clase y la mitad de los pibes ya se había ido y Ernesto no estaba. Los
mandé a jugar a la pelota.

Volví muy cansado a mi casa. Sentía el peso de un camión lleno de cemento endurecido
sobre mis hombros. No pude dormir casi nada porque no podía cerrar los ojos porque
cada vez que lo hacía se me venía a la mente la cara de Mariana.

Día 66

Entré al colegio medio dormido. Me dolía la cabeza, sentía como un latido en los ojos y
me ardían como si algo los estuviera quemando desde adentro. Fui hasta la secretaría y
saludé a Marisa pero no me quedé a charlar.

-¿No traés más facturas? Eran ricas…

-Ah, lo que pasa es que ahora vengo por otro camino pero mañana te traigo si puedo.

-Mañana es la convivencia de los chicos de sexto. Nos toca ser delegados y


acompañarlos, ¿te olvidaste? Nos anotamos juntos para tener un día casi libre.

-No, no me olvidé es que ando medio dormido. Obvio que voy mañana nos vemos.

Me había olvidado por completo. Quería morirme, enterrarme adentro del pozo más
hondo del planeta y que años después solo encuentren mis restos.

A la tarde me llamó Rogelio y me dijo que quería ir a cenar conmigo esa misma noche. Le
dije que sí, por ahí tenía suerte y me llevaba a algún cabaret.

-Estás flaco Esteban, y ojeroso y pálido. ¿Estás bien?

-Sí, más o menos, estoy durmiendo poco.

-¿Un poco? Yo te diría nada, parecés un muerto. Creo que hasta te ves peor que cuando
te dejó.

-Ella no me dejó, me fui.


-Uf, otra vez con lo mismo vos. Así no vamos a ninguna parte. Después de acá te llevo a
un lugarcito que te va a poner alegre y me guiñó un ojo.

Comimos un montón. Me pedí plato tras plato. Uno detrás del otro y me atraganté con
todo. Primero nos pedimos una picada, después pastas. Yo ñoquis de calabaza con salsa
blanca y Rogelio se pidió canelones con bolognesa. Acompañamos con dos tintos,
Malbec y un Syrah. Más tarde nos trajeron dos bifes enormes con ensalada de papa y
huevo con mucha mayonesa. El bodegón donde estábamos tenía el aspecto de un
restaurante familiar de la década de los ochenta o principios de los noventa. Mesas
cuadradas de madera con manteles llenos de cuadrados rojos y blancos. Las sillas eran
apenas cómodas y la decoración eran siete u ocho helechos repartidos sobre la barra y
algunos pilares de yeso repartidos entre las mesas. Las luces eran un par de arañas
colgadas en lugares muy poco utilitarios. Algunos sitios estaban más oscuros que otros.

La comida estaba deliciosa o yo me puse glotón o avaricioso o infeliz. Todo me parecía


rico y no podía parar de comerlo. Rogelio estaba contento porque según él nos
estábamos divirtiendo. Yo no podía parar de comer, aunque estuviera cerca de las
arcadas con cada bocado que probaba. Después de la carne nos pedimos una torta de
chocolate, helado de vainilla y dulce de leche y café. Me tomé tres tazas. Me comí casi
toda la torta yo solo.

Rogelio me llevó en su auto hasta el cabaret de lujo que conocía. Estaba en la zona del
microcentro y podías llegar con tu propio vehículo. Estaciono en el subsuelo y el ascensor
nos llevó hasta el cuarto piso. El edificio parecía uno de esos de oficinas de abogados o
contadores pero cuando entramos nos dimos cuenta de que era un lugar privado de
fiestas. Me dolía el estómago de tanto comer y tomar alcohol pero crucé la puerta como si
no hubiera un mañana y me serví dos copas de champagne y me las bebí de un solo
golpe.

Llegamos a un pasillo largo, las paredes oscuras de color entre el rojo y el negro. Música
fuerte y la disposición de un boliche. Barra de bar a los costados, mesas al fondo y chicas
que se paseaban casi desnudas y con las bandejas llenas de bebidas alcohólicas. Mucho
whisky, mucho champagne. Nos sentamos en una de las mesas vacías que tenía dos
sillones de color negro. Me recosté un poco porque tomar tan rápido me mareó pero
después no quise parar y me pedí dos whiskies. La música bajón un poco su volumen
pero siguió cambiando de tema. Yo no conocía las canciones. Todo me sonaba como
pop, tecno, entre alegre e histérico.

-No sabés la rubia que me estoy comiendo Esteban. Un lujo.

-¿La conociste acá?

-No, nada que ver. ¿Estás loco? Está bien que me guste la joda pero para salir busco en
otra parte.

-¿Y las del Caribe ya fueron?

-Siiiiiiiiiiiii, ¿quién mierda las quiere? Dos trolas.

-Pero no entiendo.

-Nada, lo que pasa es que esta rubia es un infierno Esteban. Potra, me mata en la cama,
no me jode, no me pide nada. Súper tranquila y se las sabe todas. Me encanta.

-Es la primera vez desde que te conozco que me hablás así de una mina.

Me estaba por desmayar. Estaba intoxicado por la cantidad enorme de comida, el alcohol
y el ensayo de declaración de amor de Rogelio no me ayudó para nada. Miré hacia la
barra y una las mozas me llamó la atención. Medio pelirroja, minifalda negra, musculosa
corta y ajusta de color rojo. Cara de muñeca y piernas largas. La llamé con una seña para
pedirle y ella se acercó hasta nuestra mesa. Rogelio seguía hablando de su rubia celestial
pero cuando la chica llegó, se cayó:

-¿Sí? ¿Querían pedir algo? Dijo con la sonrisa y el tono pícaro que les enseñan a manejar
en estos lugares.

-¿Cuánto me cobrás? Dije.

-¿Cuánto cobro qué?

-Cuánto cobrás querida: una noche, un turno, una chupada. Tu tarifa.

Esteban se quedó mirándome entre sorprendido y alegre, leí en su cara susto y felicidad o
tal vez ganas de internarme en un manicomio.

La chica se quedó unos segundos en silencio y después dijo:


-Cinco mil la noche, quinientos la chupada.

-Ok, terminá tu turno que no quiero que te descuenten el día y vamos.

-Acá no te descuentan nada, no te preocupes. Termino de servir las mesas y salgo para el
estacionamiento. Esperame en la puerta del ascensor de abajo.

-Dale, te espero ahí.

La chica se fue y yo me llevé a Esteban hasta el auto. Se lo pedí prestado y me lo dio con
una sonrisa y una palmada en el hombro, como felicitándome.

-¿Y vos? ¿Cómo te volvés?

-Le mandé un mensaje a la rubia. Me tomo un taxi, no te preocupes que no me vuelvo


caminando.

Él se fue bajando por la calle del estacionamiento hasta llegar afuera. Esperé como una
media más a que baje la chica. Cuando se abrió la puerta del ascensor, ella salió y me
sonrió. La agarré del brazo y la llevé hasta el auto. Arranqué y salimos. Cuando
anduvimos un par de cuadras le dije:

-¿Preferís un telo o mi casa?

-Lo que vos quieras, me da lo mismo.

-No sé, no conozco por acá. ¿Vos sabés si hay alguno cerca?

-Sí, hay uno a diez cuadras. Seguí por esta misma.

Le hice caso y cuando pasaron las diez cuadras, empecé a ver a los lejos el cartel del
hotel. “Encantos”. Brillaba con sus luces blancas, rojas y azules. Entré por el
estacionamiento y dejé el auto después crucé la puerta con la chica del brazo hasta el
mostrador donde nos recibió una señora de unos cincuenta años con cara de dormida.
Bostezó dos veces mientras nos habló.

Le pedí un turno y me dio el número de habitación: ocho en el primer piso. Subimos la


escalera y anduvimos un par de metros por el pasillo hasta llegar al lugar. Abrí la puerta y
después de entrar la trabé. Había una cama grande con sábanas blancas y un acolchado
de color vino brillante. Dos mesitas de luz de madera oscura, espejos en todas las
paredes y el baño al fondo. También había en la esquina izquierda en el fondo una silla
como tipo potrero de tortura medieval de cuero negro. No quería tocar eso.

Fui al baño me lavé la cara y al salir ella ya me esperaba en la cama desnuda.

-Primero la plata, me dijo sonriendo.

-Ah, perdón me olvidé de pasar por el cajero.

-¿Sos boludo? ¿Me estás cargando? ¿Me hacés venir hasta acá y no tenés la guita?

-No, tengo la guita pero no conmigo. A ver, dije abriendo la billetera y empecé a contar los
billetes, tengo mil pesos más o menos. ¿Qué hacemos por esto?

-Te la chupo nomás porque no te va a alcanzar para pagar el turno si no.

-Ah está bien. Dale.

Se acercó y me bajó los pantalones con suavidad, sabía hacer estas cosas, era delicada
pero firme. Me miró todo el tiempo que tuvo mi pito en su boca mientras lo lamía y lo
chupaba sin parar. Sus ojos eran grandes y tenían esa picardía entre inocente y salvaje
que me hacía sentir un poco mejor. Yo no quería acabar pero tampoco tenía ganas de
más. Era hermosa con su cara de muñeca rota, piel blanca y algunas pecas en su
hombro. Sus tetas eran normales y se la apreté con mis manos. Eso me gustó. Hubiera
querido que me encantase pero no pude sentir nada más.

Cuando terminé se fue al baño a escupir, se lavó los dientes, nos vestimos, le pagué y
nos fuimos. La subí al auto y la llevé un par de cuadras. Se bajó y me saludó con la mano
pero antes de irse del todo me dijo:

-¿Te dejo mi número?

-No, está bien. Sos linda, suerte, le dije.

Me sonrió y empezó a caminar sola por la calle.

Me despertó el teléfono de mi casa y la voz de Marisa que me dijo:

-¿Vas a ir hoy no a la convivencia con los chicos, no? No me dejes sola. Por favor.
-Me baño y salgo, le contesté semi lúcido.

-Dale, te espero. No me falles, dijo y cortó.

Quería morirme.

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