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Día 60 (segunda parte)

Estuve mirando una película sobre personas que no se podían morir y vivían en
habitaciones muy oscuras y las ventanas estaban cubiertas por cortinas claras pero de
alguna forma la luz no lograba filtrarse hacia dentro era como si algo la absorbiera o la
bloqueara y no la dejara pasar para que ilumine todo. Yo comía una bolsa de chupetines
palito. Mis favoritos en este orden son: verde, amarillo, rojo, naranja, de coca. No me
gustan los sabores fuertes. No voy a llamar a Marisa.

Los protagonistas eran una rubia joven de ojos claros que estaba escapando de algo, de
alguien que los guionistas ni directores decidieron no contarnos todavía.

Después cambié de canal porque estaba muy aburrido y me puse a mirar una película
de acción. Era sobre el fin del mundo. Una ciudad tipo New York o Washington o Los
Angeles. Esos lugares lejanos y cosmopolitas que se disponen para lo peor o se
predisponen para lo peor. De alguna forma después de un ataque de un enemigo
misterioso y desconocido que siempre se está vengando contra las maldades que el
mundo le hizo, o todas las injusticias que sufrió. A mí me gustan las películas que no
cuentan nada ni te enseñan nada. No aprendés ni te llevás nada. Una historia, un
principio un final y nadie en el medio. Soy feliz si las estructuras narrativas se
desplazan solas como las hormigas que van solas cargadas con pedacitos de hojitas
verdes y brillantes al hormiguero. Una vez con Anita fuimos de visita a un lugar donde
mataban gallinas o pollos. No sé nunca cuál es la diferencia entre una y otro. Mi papá
tenía que arreglar el gas de este lugar y no tenía con quién dejarnos y mamá no podía
faltar al trabajo porque estaba de vice directora provisoria porque la anterior se había
muerto de golpe un ataque al corazón o un acv, según le oímos decir a nuestros
papás. Mi mamá era más partidaria de no contarnos nada pero a mi papá le gustaba
que participemos y nos involucremos con las cosas de la familia por eso creo que nos
llevó a que veamos cómo mataban gallinas con las manos. En realidad el lugar era
como una especie de hogar de ancianos o un comedor comunitario para viejos. Yo
solo me acuerdo de ver gente vieja sentada alrededor de mesas largas y con platos
servidos con comida, sopa creo. Mi papá se fue para la planta superior que parecái
ser donde estaba el problema y nosotros nos fuimos a jugar al patio. Este tenía como
una huerta muy grande que separaba al patio de sentarse a tomar mate bajo un árbol
al otro patio de degollar gallinas y sembrar maíz. A nosotros nos pareció extraño que
este lugar estuviera en la ciudad porque no era común ver estas cosas tan de campo
salvaje en la espesura del cemento urbano. Nosotros con Anita nos acercamos hasta
el alambrado que dividía el patio y nos apoyamos para ver el espectáculo que se nos
ofrecía a pocos metros. Sobre una mesa o tablón muy rústico de madera gruesa y
apoyada sobre caballetes se veía cómo desplumaban a las gallinas ya muertas
también veíamos que habían preparado como varias estaciones de paso para los
cadáveres de los animales blancos con crestas rojas. Anita me dijo que tenían la
pechuga muy grande, para mí pechuga era cualquier cosa menos el pecho de una
gallina. Pensé que me hablaba de un clavo o una herramienta para sacar hilos de
alguna parte. Había una estación que era como una cocina a gas de garrafa que tenía
varias ollas con agua hirviendo donde ponían los cuerpos para que se les despegue la
piel y las plumas con mayor facilidad, a esta acción los personajes que lo ejecutaban,
cuatro hombres y una mujer que mandaba, lo hacían con rapidez. Después abrían a
las gallinas y las destripaban para después terminar de cocinarlas limpias y despegar
la carne blanca ya cocida. Según lo que dijo la mujer iban a cocinar empanadas de
pollo con mucha cebolla de verdeo para salgan bien jugosas, porque para ella las
mejores empanadas eran las que tenían mucha cebollas. Las empanadas secas eran
la peor cosa del mundo o eso por lo menos le decía a uno de los hombres. Ella era
una mujer petisa y muy flaca, se le veían los huesos y la piel de los brazos estaba
muy pegada a sus superficies óseas. Vestía un delantal que ya no era blanco si no
una mezcla de rojo con distintos matices según cuánto lleven las manchas de sangre
en secarse. Tenía unas zapatillas deportivas negras de cuero y unas medias
marrones. Los otros hombres estaban vestidos con pantalones de trabajo marrón y
camisas azules. Era como si usaran uniformes y delantales también todos sucios con
muchas manchas de sangre. Anita estaba fascinada y casi no abría la boca.

La estación de matar consistía en sacar de las jaulas a las gallinas, una a una y
partirles el cuello con las manos. Ponían las dos manos sobre el pescuezo del animal
y las giraban cada una en un sentido contrario a la otra. Después le tiraban el cuello
partido hacia arriba para asegurarse de que estuviera separada la médula espinal y la
gallina haya dejado de respirar. Uno de los empleados sacó una navaja de su bolsillo
y degolló a una de las gallinas pero hizo un mal trabajo decapitándola y la gallian se
escapó y se puso a correr medio descabezada por todo el patio. Las cinco personas
trataban de atraparla pero la gallina corría de un lado a otro chocando con la cocinas
las ollas, las otras gallinas, las plumas tiradas, los picos rotos y las tripas tiradas en
bolsas de plástico. El animal corrió hacia nuestro lado y chocó su cuerpo medio herido
contra el alambrado, yo la vi y no noté miedo en ella, sino más bien confusión. Ella no
sabía si estaba viva o muerta y por eso entró a correr. Sintió la desesperación de
saber cuál es su lugar si con los vivos o con los muertos. Si pasarse la vida corriendo
o quedarse quieta y morirse para siempre. Al final la mujer atrapó a la gallina y le
separó por completo el cuello del cuerpo salpicando sangre para todos lados. A
nosotros no nos manchó pero ella quedó cubierta del líquido rojo brillante. Yo no sabía
que la sangre tuviera ese color tan rubí, tan hermoso y triste. Anita se aburrió y me
dijo que vayamos a esperar a papá adentro con los viejos que comían su alimento sin
saber dónde se fabricaba ni de dónde provenía el sufrimiento de la carne ajena del
animal que se devoraban luego en una empanada con mucha cebolla para que salga
jugosa.

Nos sentamos en una de las mesas invitadas por una de las empleadas de ahí. Mi
papá todavía no había bajado del piso del arriba y nos sirvieron la misma sopa que
ellos comían. Los platos eran azules de cerámica opaca, los cubiertos tenían los
mangos de un acrílico azul pero más oscuro que el de los platos y los vasos eran
grandes, más de lo normal como si fueran jarros que contenían una cantidad anormal
de líquido. Las sillas eran de madera pero casi ninguna hacía juego. Se ve que eran
donadas y fueron apilándose unas a otras, acomodándose a una familia disfuncional
de muebles. Algunas tenían respaldo, otras no, y había unas que tenían rotos los
forros de cuero o tela y vos podías meter la mano y vaciar el contenido del almohadón
de donde estabas sentado. Eso fue lo que estaba haciendo mientras esperaba que
nos sirvieran la comida. Yo no tenía hambre y no creo que Anita tampoco eran las
once y media de la mañana y estas personas tenían hambre como si fueran las seis
de la tarde y no hubieran desayunado o se hubiesen salteado varias comidas
seguidas durante largos períodos de tiempo. Los viejos comen más temprano porque
se levantan más temprano porque saben que les queda poco y se apuran por vivir lo
que les queda. Mis papás todavía dormían hasta las nueve de la mañana los días que
no trabajaban y eso nos daba tiempo a Anita y a mí de despertarnos temprano y
quedarnos en la cama charlando sobre nuestros problemas. En esas épocas todo era
un drama, si tal o cual no nos hablaba, saludaba o nos convidaba el sanguche en el
recreo. Lo peor era si sabíamos de algún compañero que estuviera hablando mal a
espaldas nuestras. Era terrible saber eso. No había margen para el perdón porque las
cosas se decían en la cara o no se decían para nada. El silencio era más elegante y
quedaba mejor que ser una chusma de barrio.

Mi papá los domingos iba hasta la panadería de la vuelta de nuestra casa y traía
facturas para todos. A mi mamá no le gustaban solo cortaba la que menos le
disgustaba y se comía la mitad de ese pedazo ya chico y destrozado. Solo para no
despreciar a mi viejo. Ella prefería tomar su café solo y negro sin azúcar o con muy
poca. A Anita le gustaban los vigilantes y las medialunas rellenas con dulce de leches.
Mis favoritas eran las medialunas de manteca y después me comía alguna de grasa.
Mi papá amaba las que tenían membrillo y crema pastelera. Siempre quiso que mi
mamá le cocinase esa crema casera y la hiciera muy dulce pero ella no quería estar
todo el día delante de una olla. Lo curioso es que después de que Anita se enfermara
ella se empezó a preocupar un poco más por los alimentos que ingeríamos y se
dedicó a cocinar mucho más que antes. Mis platos favoritos eran los canelones
rellenos con verdura. Mi mamá me dijo que para que el relleno hecho con espinaca o
acelga y cebolla tuviera más sabor había que agregarle sesos de vaca previamente
cocidos en agua con sal, pimienta y alguna que otra hojita de laurel. Las salsas de mi
mamá también eran muy ricas. Primero cortaba ají colorado y verde en cubitos muy
chiquitos, después hacía lo mismo con las cebollas y uno o dos dientes de ajo.
Rehogaba todo en una cacerola con un chorro grande de aceite y dejaba que todas
esas verduras se ablandasen y se cocieran al mismo tiempo y tomaron el mismo
sabor. También le ponía un poco de pimienta para el sabor y sal para que transpiraran
los vegetales que se depositaban en el fondo del recipiente de metal destinado como
su lugar de reposo final. Después ponía la carne o el pollo. La carne podía estar
entera, tipo una colita de cuadril, peceto, roast beef, carnaza común, paleta, tortuguita,
espinazo, osobuco, aguja o algún corte que estuviera en la cabeza de mi mamá.
También a veces usaba pollo. Mi parte favorita era la alita porque me parecía más
deliciosa y tierna porque las gallinas no pueden volar y las usa menos y entonces los
músculos no están cansados. Más tarde le tiraba la salsa de tomate previamente
preparada por ella. Sacaba la piel del tomate junto con las semillas y procesaba todo
eso para tener una pasta de un color rosa intenso que luego echaba en la olla. Sus
hierbas favoritas eran: el romero, el laurel, el tomillo, la salvia, el cedrón, la
manzanilla, la albahaca y el orégano. Cuánto más fresco mejor decía. Era claro que
ella solo repetía las palabras de una tradición no muy convencida. Ella solo tomó el
mando de la cocina porque su hija se enfermó y le tocó ejecutar el papel de madre
dedicada y cuidadosa.

Mi hermana yo comimos ese día en el hogar de las gallinas muertas y degolladas a


media, sopa con arvejas cortadas por la mitad, sin sal casi, puré de papas con bife y
de postre nos dieron budín de pan, muy rico, dulce y cremoso como si una nube de
consistencia casi semi blanda se hubiera puesto en nuestro plato y se tiró sola encima
caramelo hecho con azúcar quemado y un poco de agua sobre una olla.

Después bajó mi viejo todo sucio y con la cara toda transpirada para buscarnos y que
fuéramos a casa con mi mamá que no sabía que habíamos sido testigos de una
matanza salvaje en el medio de la ciudad civilizada que tenía asfalto, colectivos,
luces, veredas, taxis y un grupo de personas escondidas en un patio degollando y
descuartizando gallinas para comer y dar de comer a otros. La comunión de lo propio
y lo ajeno.

A veces a mi hermana se la daba por cantar de a ratos, no tenía mala voz pero a mí
me molestaba porque yo no sabía cantar y desafinaba mucho y me daba vergüenza
oír mi propia, destemplada y destejida voz de barítono a medio terminar. Ella tenía
registro agudo y tarareaba con facilidad las melodías que la profesora de canto le
enseñaba. De vez en cuando ella misma se acompañaba con el piano que supimos
tener algunos años. Para mi mamá era parte de la decoración, ni ella ni mi papá
jamás se acercaron a hacer sonar ni una tecla pero nosotros si lo manoseábamos e
intentábamos sacarle algún sonido coherente. Anita tenía habilidad pero dejó las
clases sin llegar a convertirse en una gran concertista porque parecía que solo quería
saber algunas cosas, algunos tonos y afinaciones para acompañarse a ella misma
mientras cantaba lo que ella tuviera ganas.

Una vez volvió cantando un rap que le había enseñado un compañero que había
viajado a Estados Unidos y la letra decía algo como que uno tenía que tener mucho
cuidado y que le debían crecer ojos en la espalda. Creo que existen algunos animales
con múltiples ojos o que pueden girarlos como si doblaran el espejo retrovisor de un
auto hacia adentro o afuera para poder ver mejor mientras uno maneja.

Tener ojos en la espalada debe ser una cosa tan incómoda como útil. Saber que viene
detrás de ti, quién está en las sombras o al acecho o esperando algún descuido y que
uno baje la guardia para que lo lastimen. No voy a llamar a Marisa.

A Mariana le gustaban las películas románticas y yo las miraba con ella hasta que se
me secaban los ojos de aburrimiento. Un chico conoce a una chica o viceversa y no
pueden estar juntos por algún motivo cósmico o porque alguno de los dos son pobres
o muy ricos o muy idiotas como para darse cuenta de que ellos son lo que necesitan,
lo que estaban buscando. Al final el universo les concede la oportunidad y ellos
alcanzan el nirvana de la plenitud y se besan y son felices para siempre. Mariana me
retaba porque yo me dormía durante gran parte de la película o bostezaba sin parar.
Solo una de esas películas que mirábamos en los fines de semana de lluvia o mucho
frío o muchas ganas de no salir a ningún lado, me produjo algo lejano al tedio. La
película arrancaba en una peatonal y se veía a una chica ni muy linda ni muy fea, casi
normal, cantando por unas monedas. Después vemos que juntas las cosas y se va
con su guitarra a cuestas. Más tarde vemos a un chico con apariencia de irlandés que
viste de negro y jean y se dispone a hacer lo mismo. Canta una canción linda y junta
un par de monedas. Después vuelve la misma chica y le reclama porque ocupó su
lugar pero discuten un rato inútilmente hasta que se van a una casa de música para
comprar púas para sus guitarras y poder tocar juntos. En la casa de música se ve que
el dueño conoce al muchacho y le dice que pruebe el piano nuevo y lo hacen juntos y
los dos tocan y cantan una canción hermosa de amor. La letra decía que ellos se
estaban cayendo lentamente en un pozo, la melodía los llevaba hasta allí y él en una
parte de la letra le reclamaba que tome su bote que se estaba hundiendo y lo lleve a
casa y le muestre el camino. Le decía que alce su vos para mostrarle que todavía
había esperanza en el mundo y que no todo era amargo como la hiel que le arrancan
en la bolsita que tienen las gallinas en sus cuellos. Es como una vesícula biliar que
guarda un ácido amargo que destruye todo lo que toca.
Después la trama me sorprende y él la invita a su casa pero ella le dice que tiene que
ir a la suya con su hija porque además es casada. Entonces él vuelve solo y vemos
que su casa en realidad es la de su papá que es viudo y arregla electrodomésticos en
un pequeño taller que montó en el garaje de su casa y que nuestro protagonista usa
para dormir. Toda la decoración es deprimente y como que se va decolorando a
medida que pasan las horas como si alguien intentara pintar y repintar para tratar de
mantener el color en las paredes del lugar pero algo le tuviera absorbiendo la luz y las
formas. Lo brillante se escapa como los granos de arroz que salen de una bolsa
agujereada.

Después al otro día ellos se vuelven a encontrar en la casa de música y deciden


grabar un disco con la canción que inventaron juntos. Porque ambos son músicos
aunque no vivan de eso y se desgasten con la rutina de buscar sobrevivir. Luego la
película se centra en ellos buscando artistas amigos que los acompañen en la
grabación del disco. El sueño el muchacho es llevarlo a una compañía de música que
los acepte y los haga ricos y famosos. Entonces graban el disco y nos enteramos que
el muchacho dejó a una novia en una gran ciudad y que ella estuvo casada con
alguien de Europa del este y que era el padre de su hijo y que no sabía por qué no
venía por ella.

Termina que graban el disco tienen una chance y él vuelve a la gran ciudad y ella
recibe la visita de su esposo y de regalo un piano que le regaló nuestro protagonista.
La escena final de ella tocando la melodía de la primera canción y mira por la ventana
y la cámara se aleja de toda la escena y de todo el mundo.

Me gusta esa película porque dice que para salir de cualquier problema solo tenés
tus dos brazos y tus manos y tus ganas y que nadie te salva, estás vos y nadie más.
Uno aprende a nadar solo o porque te empujan al río o porque te tirás vos solo para
saber cómo se siente que el agua te toque por todo el cuerpo y te envuelva como el
viento de la mañana que te golpea en la cara para despertarte, para avisarte que
estás vivo y que por eso sentís la piel y el frío y el calor y la luz del sol y las versiones
de la sombras de los árboles que te acompañan en el camino a tu casa. Anita solía
arrancar las flores que sobresalían de las rejas de los vecinos, ella decía que si la flor
salió y se escapó, ya era libre y no era robo y ella podía cortarla sin sentir culpa. Ella
terminaba de liberar a la flor que no podía irse muy lejos porque no tenía piernas que
la ayuden a correr y esconderse o salir e ir muy rápido hasta que el camino que uno
eligió para pisar se desvanece y se hace confuso como la línea del horizonte que en
realidad no existe.

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Mariana hablaba mucho de viajar a lugares que para mí no tenían nada de placentero.
Perderme en el medio del monte, la selva, un desierto, una jungla amazónica o algún
lugar recóndito y espantoso que nos alejara de lo civilizado o algo parecido a reglas
de comportamiento.

Yo puedo pedirle a un colectivero que me pare en determinado lugar, cambio a un


kioskero, que me lleve un taxista a una dirección que no conozco, al carnicero que me
corte la carne de determinada manera, al heladero si no me da un par de cucharitas
extras para llevar, al zapatero que me repare el taco de la bota, al verdulero que me
regale un poco de perejil cuando el compreo cuatro kilos de naranjas de ombligo
traídas desde San Pedro especialmente para él, un lugar habitado por la mentira y el
canje de prioridades, de necesidades y de angustias que se tironean unas a otras
para ver quien tiene más valor, más ganas de salir a resolverse para siempre de dejar
de tocar el fondo de la tristeza para alcanzar la cima del borde del agujero del pozo y
salir y tomar aire y sentir el viento en la cara como cuando uno saca la cabeza por la
ventanilla del auto y se come todo el aire frío y saca la lengua y se vive todo a la vez.
Yo le puedo pedir al pescadero que le saque las espinas al filet de merluza así yo
preparo las milanesas de pescado tan ricas para Semana Santa, para Pascuas, pero
yo no le puedo pedir a un tigre que no me coma, a un mono que no robe a un león
que no me corra. Hay cosas con las que uno no puede razonar porque habitan
diferentes mundos, distintas soledades. Mariana creía que ella podía razonar con los
monos y a mí me parecía impráctico.

Una vez estábamos mirando una película sobre espías y en la primera escena vuela
una bomba en la primera escena y hay muchos papeles que se desparraman por
todas partes. A mí me pareció inverosímil que semejante cantidad de papel estuviera
tan cerca o en los bolsillos. O tal vez las personas llevan en los bolsillos de sus
pantalones o en las carteras varías guías telefónicas listas para despedazarse en la
primera bomba que venga a explotarlas y hacerlas volar convertidas en
espectaculares papelitos más chiquitos y más proclives a ser llevados por el viento.

Las intrigas de las películas me aburren porque detesto saber algo que los
protagonistas no saben y quiero ir a avisarles y que se resuelva todo pero no se
puede, a veces simplemente no se puede evitar la confusión y la duda. Si Marisa me
llama la voy a atender.

Lo que me llamó la atención de la película de espías fue los taxis bicicletas donde los
protagonistas, una pareja de americanos perdidos en lo exótico, se paseaban. A mí
me daría impresión porque me llenaría de tierra la cara y el sol me quemaría y los
charcos me salpicarían y la gente me vería con mis bermudas agujereadas, mis ojotas
sucias y mis remeras todas transpiradas. Para eso voy caminando y me evito tantas
molestias pero Mariana me decía que yo no tenía ningún sentido de aventura.

Día 59

Los números redondos me asustan y la verdad es que no quería reflexionar sobre la


cantidad de días que voy o los que me faltan, o los que no tengo, no hay no están. No
quiero. Ayer escribí mucho y ocupé una enorme cantidad de hojas. Me siento oxidado
como alguien hecho de un metal que no resiste el agua o el ácido. Si pudiera dejar de
hacer esto lo haría pero todavía no voy por la mitad y no quiero bajarme. También
estuve pensando que no era obligatorio seguir y que cuando quiera abandonar
también derecho de hacerlo, nadie me puso un revolver o mucho menos o mucho
más. Lo grave es sentirse atado a algo que se supone que me tenía que hacer bien y
ayudarme de olvidarme de Mariana. Ahora su nombre me aparece más y no sé si eso
es bueno pero no llamé más ni intenté hacerlo ni me quise hacer pasar por un
encuestador para oír su voz y corté porque casi me pongo a llorar o si busqué pro
todas partes su nuevo número hasta conseguirlo. Eso no se puede decir, solo lo
puedo escribir acá en este cuaderno que no es diario de una quinceañera conflictuada
que espera a su príncipe y que la rescate de su prisión de su angustia.
Tengo que resolver el tema de Ernesto, por alguna razón me empecé a encariñar con
él y quiero que le vaya bien y que sea feliz. Me dijo que tenía novia. Bien. Que volvió a
pintar. Más que bien y ahora solo me falta que se arregle a las trompadas con los
boludos que le rompieron el brazo y que ahora se hacen los santitos y que no matan
ni una mosca.

No quiero hablar de Marisa ni de lo que le pasa. Ahora es de noche y la verdad no


tengo ganas de nada y me puse a escribir para pasar el tiempo. Esto iba a ser un
registro, una planillas de datos, al estilo cumplimiento de metas, tachar los días en el
calendario pero se me escaparon y transformaron estas páginas en algo que no sé
bien qué hacer. Siento como si estuviera en un cohete de camino al sol y solo tuviera
dos chances o me bajo y que la falta de presión atmosférica me explote el cerebro o
sentarme a esperar a llegar al sol y quemarme tipo un chorizo que se cae debajo de la
parrilla y es devorado por las brasas hasta quedar reseco. Hoy fui al colegio y la vi a
Marisa.

A Mariana le gustaba mucho un libro del cual no me acuerdo el nombre pero creo que
era de un autor español o francés o algo así. Ella amaba ese libro, tenías las tapas
despegadas y vueltas a pegar con cinta de embalar marrón. Era una edición de los
sesenta y la historia era de una chica de diecisiete años que pasaba por un montón de
cosas, una novela de iniciación para ella, de su despertar sexual. Los personajes
estaban construidos con exactitud y simpleza porque no le agregaba ni quitaba cosas
para hacerlos más héroes o más queribles. Eran así tal cual los habían creado con
sus fallas incluidas, con sus ojeras y su piel desgastada, su vejez a cuestas, sus
incipientes enfermedades, su astucia y maldad y corazones a punto de explotar de
angustia.

La madre era rubia y francesa al igual que el padre. Burgueses que se vestían con las
comodidades de la moral y el buen camino. Eran demasiado rígidos, con mucha
dureza casi caricaturescos, decían sus líneas tan al pie de la letra que era difícil
creerles pero resulta que al final ellos eran unos dibujos deformes de ellos mismos,
curtidos por los años y las costumbres de no querer, de no hacer, de no meterse.

El padre leía todo el día el diario y hablaba de política y retaba a la hija, a Mariel, la de
los ojos verdes como dos esmeraldas que no se agotan de brillar. Siempre vestida
igual como si la ropa la representar, ella no iba a cambiar, ella permanecería así.
Todas marionetas bien dispuestas que están construidas con maderas e hilos pero
que de a poco se van transformando en seres humanos, pequeño títeres de carne y
hueso que se tienen que mover por sí solos o llevados por los hilos de sus deseos.

Estaban en España, la Costa Azul, de vacaciones y estaba prohibido para Mariel ir al


pueblo o al boliche o a vivir afuera de cualquier lugar divertido o arriesgado o
peligroso. Su vida era bajar a desayunar, irse a cambiar, bajar a nadar a la pileta,
llevarse una toalla, meterse al mar, ponerse bronceador, volvérselo a poner porque se
borra con el agua y la arena. Abrir la ventana de la habitación para respirar aire puro
pero eso significaba que el aire acondicionado de su cuarto de hotel se apagaría. Ella
conoce a una pareja de swingers de los que se enamora con perversión, se pone
posesiva, demente, esquiva y descubre lo poco que le importa todo. Ella debe estar
con ellos, con los otros, con los que ama. Debe borrarse para siempre de esa vida tan
vacía que nunca quiso tener. Termina de la misma manera el libro con la frase del
inicio repetida: “El cielo azul, siempre azul, de Torremolinos”.

Mariana llevaba a todas partes este libro y yo no aguanté la curiosidad y lo leí de un


tirón y medio apurado porque no quería que ella me viera revisando o descubriendo
sus cosas

Cuando entré a la secretaría del colegio para buscar las planillas de asistencia vi que
Marisa estaba sentada en su escritorio y la vi distinta como que algo tenía diferente
pero no podía identificar o resolver. No sé qué es lo que no puedo ver, eso que
cambió.

-“¿Te gusta mi nuevo corte de pelo? Me rebajé un poco las puntas, para emparejar un
poco el largo”, me dijo sonriendo cuando me vio parado en la puerta.

-“Está bueno, te queda bien”, dije y miré que sobre su escritorio había dos bandejas
de facturas surtidas. Una la reconocí porque era de donde yo las compraba siempre y
le convidaba a ella. El otro paquete no me era familiar. Ella me habrá visto algo o se
dio cuenta porque me dijo:
-“¿Viste? Me las compré yo a las facturas nomás. Porque si tengo que esperar a que
me las traigas me muero de hambre. Encima como no me dijiste en cuál panadería las
comprabas tuve que recorrer un par y compré estas otras a ciegas y obvio que no
eran lo mismo. Tenían otro sabor pero igual me daba cosa tirarlas y las traje porque
total acá todos comen igual. Venga de donde venga”.

Me fui a dar la clase después de eso y me puse a correr con los pibes. Ellos me
dejaron hacerlo y se pusieron contentos porque ya no corrían solos.

Más de cuarenta días sin Mariana. Me falta. Todavía no llegué a dónde quiero.

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