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CIUDADANÍA

Orígenes históricos de la ciudadanía


moderna: las revoluciones
 ORIGENES HISTÓRICOS DE LA CIUDADANÍA
MODERNA: LAS REVOLUCIONES

A lo largo del siglo XVIII cambia drásticamente el panorama relativo al principio de ciudadanía y, por
extensión, a la política en general. La herencia de la Ilustración fue clave en este renacimiento de la
democracia. Para entender de qué se trató la ilustración será necesario que leamos con cuidado el
segundo texto de esta semana, llamado ¿Qué es la Ilustración? escrito por Immanuel Kant; más adelante
haremos mención a este texto. Por ahora señalamos que los principios que definían el funcionamiento
de la política comienzan a cambiar, a la vez que se abre el ejercicio efectivo del poder para las masas. Por
ejemplo, mientras que en épocas anteriores se remarcaba la importancia de las obligaciones de las
personas para con los gobernantes, en términos de impuestos u obediencia, así como el papel de las
dignidades sociales en el ordenamiento de las sociedades, en esta nueva etapa histórica el lenguaje de
los derechos cobra una relevancia que no volverá a perder, sobre todo el derecho que remarca la
igualdad y la libertad entre todos, y en ese caso la libertad de expresión.

Este nuevo lenguaje de los derechos se termina plasmando en dos revoluciones decisivas: la americana y
la francesa, proclamadas como Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) en el primer
caso, y como Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) en el segundo.
Ahora bien, antes de mencionar de forma detallada los aportes de estas dos revoluciones para con la
ciudadanía y la democracia, vale la pena que hagamos mención de unos principios filosóficos que
abrieron el camino a la ciudadanía moderna.

1. PRINCIPIOS FILOSÓFICOS DE LA CIUDADANÍA MODERNA

La existencia real de la ciudadanía no sólo se realizó a partir de las revoluciones americana y francesa,
también gracias al aporte de diversos pensadores que fueron conceptualizando esta nueva subjetividad
política, así como el nuevo orden que emergía. Vamos a señalar las ideas de cuatro pensadores que sin
lugar a dudas ayudaron a configurar la política y la ciudadanía moderna: Thomas Hobbes, John Locke,
John Stuart Mill e Immanuel Kant.

Comencemos por Thomas Hobbes, pensador inglés. Este conceptualizará en su obra Leviatán un nuevo
paradigma de la política que abrirá el camino hacia la modernidad. A diferencia de la política clásica de
carácter aristotélico, Hobbes señalará que la política moderna solo es posible en la medida que emerja
de un consenso o contrato entre las personas la soberanía política. Es decir, Hobbes señalará como
carácter distintivo de la política moderna la idea de que la política no es por naturaleza en los seres
humanos, como lo había planteado Aristóteles a partir del concepto de zoon politikon, sino que antes
bien, para que ella exista, se necesita de un acuerdo entre todas las personas de tal manera que emerja
la autoridad entre ellos. Expliquémoslo con más detalle.

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Hay dos conceptos que resultan relevantes para entender la propuesta política de Hobbes: estado de
naturaleza y estado político. Hobbes entiende por estado de naturaleza el estado o la situación en la que
viven los hombres cuando no existe ninguna autoridad entre ellos. A diferencia de Aristóteles, Hobbes
concibe al ser humano no como un ser naturalmente político sino como un ser egoísta en el sentido que
piensa en su propio interés, luego, precisamos de algún mecanismo artificial para crear la sociedad
política.

En el estado de naturaleza, donde viven los hombres de manera individual pensando en su propio
interés, egoístamente, señala Hobbes, no hay nada justo ni injusto, pues no hay ley ni autoridad;
simplemente cada hombre procura el bien para sí mismo, su propio interés personal. Se trata de un
estado en el cual todo le está permitido, razón por la cual cada hombre dependiendo de la fuerza de que
disponga obtendrá lo que necesita protegiéndose de los demás que seguramente querrán lo mismo.
Luego, el estado de naturaleza es un estado fundamentalmente conflictivo, pues no existe una autoridad
que regule a los hombres, y por lo tanto si bien no necesariamente existe un conflicto, los hombres viven
con el miedo latente de que dicho conflicto estalle. En estado de naturaleza la vida de los hombres no
está garantizada, el único límite de lo realizable es la propia fuerza con la que se cuenta.

Ahora bien, señala Hobbes que en la medida en que los hombres tememos perder nuestra vida en ese
estado de naturaleza, buscamos asegurar la vida, nuestro bien más preciado, a través de un pacto o
contrato a través del cual constituimos la autoridad o el poder político. En ese sentido lo que señala
Hobbes es que el poder político en la modernidad tiene a su base la soberanía del pueblo. Se trata en
verdad de un giro en el pensamiento que marcará el camino hacia la ciudadanía y la política moderna. Ya
el poder no será legítimo porque provenga de Dios o porque se herede, como sucedía en las antiguas
monarquías; el poder político en la modernidad será legítimo porque a la base se encuentra el acuerdo
entre todos los hombres para a través de un contrato constituirlo.

Y utilizamos la palabra contrato pues se trata en verdad de un acuerdo en el cual cada hombre se
compromete a algo y a la vez recibe algo en contra parte. El contrato que inaugura la sociedad política
consiste en lo siguiente: cada hombre entrega su derecho a hacer lo que le parezca, su libertad absoluta,
para someterse así a un poder que gobierna la vida en común.

Otro pensador muy significativo en el avance teórico hacia la política y la ciudadanía modernas sin duda
va a ser John Locke. A diferencia de Hobbes, quien será un defensor del poder político en el sentido que
no admite que haya lugar a la oposición política por parte de los ciudadanos, es decir, que una vez
establecido el contrato no es posible que ningún ciudadano se oponga al poder político, así ese poder
sea tiránico, Locke señala que una comunidad política solo es viable cuando el poder responde a los
intereses de los ciudadanos y estos lo obedecen.

Resulta muy relevante que en la propuesta teórica de Locke, buscando evitar que el poder político pase
por encima de los intereses de los ciudadanos, Locke señale la importancia de dividir el poder, así como
de la importancia de las leyes: en ese contexto surge la necesidad de dividir el poder
constitucionalmente. Actualmente la política moderna se funda en la división de poderes: poder
ejecutivo, legislativo y judicial. Locke señala que para que el poder no abuse de los ciudadanos ni viole
sus intereses se hace necesario que el poder sea dividido y se controle así mismo dividiéndose. En esa
dirección, según Locke, para garantizar los derechos y la vida de los ciudadanos, debe haber una
instancia que formule las leyes, otra que la haga cumplir y otra muy distinta que gobierne. Luego, el
gobernante no podrá pasar por encima de los ciudadanos, pues el mismo se encuentra sujeto al poder

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de la ley, así como a las regulaciones de los otros poderes. Surge así la división de poderes de la política
moderna que no tiene otra finalidad sino la de dar garantías a los ciudadanos de que el poder político no
violará las garantías de los ciudadanos.

Expliquémoslo con más cuidado. No es suficiente que el gobierno esté en manos de los ciudadanos, lo
cual sería una definición pobre de democracia. Desde los aportes de Locke, para que el poder no abuse
de los ciudadanos y pase por encima de los derechos se requieren dos condiciones. Primera, que los
ciudadanos estén en la capacidad de objetar el poder cuando no responde a sus intereses, como sucedió
en la oposición política que hacen los colonos a la corona inglesa y que desatará la revolución en
Norteamérica. Segundo, que el poder para que no sea tiránico se divida en funciones diversas.
Actualmente una cosa es el ejecutivo, otra el legislativo y una muy distinta el judicial. El presidente en
Colombia gobierna pero él no hace las leyes, estas son formuladas por el Congreso. Por otra parte, ni el
presidente ni el Congreso hacen cumplir la ley: esta función está en manos del poder judicial. Luego el
presidente está en la obligación de gobernar en el marco de la ley que el no formula, y si esto lo
incumple estará en manos del poder judicial. A esto nos referimos como el imperio de la ley. En una
democracia constitucional la ley debe respetarse por encima de todo, así como se debe respetar la
división de poderes.

Un tercer pensador que nos puede ayudar a configurar el conjunto de ideas que constituirán la
ciudadanía así como la política moderna es Stuart Mill. Posterior a los desarrollos teóricos de Locke y
Hobbes, Mill advierte la necesidad de una nueva característica de la política así como de la ciudadanía
moderna: el respeto de las libertades individuales. Efectivamente, en el contexto del siglo XVIII el poder
político debería legitimarse en la voluntad de las mayorías, lo cual será el fundamento de la democracia,
así como desde Locke se había señalado la importancia de dividir el poder en funciones diversas. Sin
embargo Mill advierte que si las decisiones políticas se fundan en la voluntad de las mayorías, se corre el
riesgo de que se violen las libertades individuales. Efectivamente, si se impone la voluntad de las
mayorías, la opinión de las minorías puede ser reprimida. Por eso afirma Mill que, a pesar de que el
poder político debe atender las necesidades de las mayorías, hay una instancia por encima de la cual no
puede pasar el poder y esta es la libertad individual.

Afirma Mill que en un estado democrático se debe permitir que los individuos vivan como les parezca y
piensen lo que quieran, siempre y cuando sus acciones no vayan en contravía de los intereses de los
demás ni generen un daño social. Lo que se concreta con Mill es que se debe garantizar en un estado
democrático que los individuos sean libres y vivan como les dicte su conciencia siempre y cuando no
generen daños para los demás. Luego, aparecerá una características más para la democracia y la
ciudadanía moderna: se deben respetar las individualidades personales, nadie tiene el derecho de
imponer a otros una forma de vida, cada cual está en libertad de decidir cómo vivir siempre y cuando no
genere daño a los demás. Para puntualizar este derecho citemos una característica de nuestra
Constitución política de Colombia. En ella se garantiza la libertad de conciencia así como el libre
desarrollo de la persona. Es decir, nadie puede obligar a nadie a creer o a pensar en algo, ni a vivir de
alguna manera en particular. Por eso decisiones como la sexualidad, la religión o la política, en aras de la
defensa de la libertad individual, son solo cuestión de cada uno, nadie puede imponerlas.

Esta defensa de Mill de la libertad individual está en consonancia con la idea de Kant de la autonomía.
Kant en su texto ¿Qué es la ilustración? señala que la autonomía o ilustración es la capacidad que tiene
cada ser humano de gobernarse a sí mismo. Autonomía es: autos, a sí mismo, nomos, ley, ser capaz de
darse la ley a sí mismo. Luego, la autonomía en conjunto con la libertad individual señala la importancia

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de que los ciudadanos sean capaces en conciencia de tomar sus propias decisiones, de hacerse
responsables, de ser capaces de pensar por sí mismos en tanto seres racionales.

Para señalar la importancia de este concepto de autonomía quiero introducir una característica muy
importante para la ciudadanía moderna y es la objeción de conciencia. Hablamos de objeción de
conciencia cuando afirmamos que los ciudadanos tienen la libertad de razonar, de pensar por sí mismos,
y en ese sentido no están obligados a pensar o actuar de alguna manera si, considerándolo ellos, va en
contra vía de sus principios. Por ejemplo, si alguien está siendo obligado a hacer uso de la violencia,
puede hacer uso de la objeción de conciencia y no actuar de esa manera. Luego, no se puede ser
ciudadano si no se tiene la responsabilidad de pensar, de ponderar ideas, de actuar y pensar con
convencimiento.

2. LA CIUDADANÍA MODERNA Y LA REVOLUCIÓN AMERICANA


Para el siglo XVII pensadores como Voltaire habían considerado el gobierno de Inglaterra como el más
progresivo en Europa. Efectivamente, la Revolución Gloriosa de 1688 le había dado una monarquía
constitucional a Inglaterra, el rey ya no podría gobernar tiránicamente. En esencia dicha revolución
implicó la limitación del poder del rey de Inglaterra, razón por la cual no podría comportarse como un
tirano. No obstante, a pesar de las revoluciones inglesas, un número creciente de los colonos de
Inglaterra en Norteamérica acusaba a la corona inglesa de comportarse tiránicamente.

A lo largo de los siglo XVI y XVII, colonos británicos habían formado en américa del norte una sociedad
grande y próspera, rica comercialmente. Cuando Jorge III se hizo el rey de Gran Bretaña en 1760, las
colonias norteamericanas crecían a pasos agigantados. Su población se elevó de aproximadamente
250.000 habitantes a principios del siglo XVII, a 2.150.000 a finales del siglo. Económicamente también
se generó un avance radical en las colonias respecto al comercio con el resto de Europa. Con un aumento
radical de población y un comercio próspero, un nuevo sentido de identidad crecía en las mentes de los
colonos. A mediados del siglo XVII cada una de las trece colonias tenía su propio gobierno, y la gente
estaba ya acostumbrada a un alto grado de independencia. Los colonos en términos de identidad se
sentían poco británicos y más virginianos o pensilvanos, adoptaban así una suerte de identidad colonial.
Sin embargo, aún se encontraban sujetos los habitantes de dichas colonias a la ley británica.

Sin embargo, este aparente equilibrio sería roto por decisiones económicos de la corona británica. En
1651, el Parlamento británico dictaminó una ley comercial que llamó el Acta de la Navegación. Esta ley,
junto a otras, promulgaban prohibiciones comerciales que le impedían a los colonos la venta de sus
productos a un país que no fuera Gran Bretaña. Además, imponía a los colonos la obligación de pagar
altos impuestos sobre bienes franceses y holandeses que se importaran. Por supuesto, esto entraba en
detrimento de los intereses de los colonos así como beneficiaban a Gran Bretaña desde todo punto de
vista, pues obligaba a las colonias a vender su materia prima a precios bajos, y a la vez las obligaba a
comprar los productos manufacturados que se producían en el Reino Unido. Todo ello con el tiempo irá
generando descontentos que resultarán en la revolución e independencia de los colonos americanos.

Para 1754, la guerra estalló sobre el continente norteamericano con un conflicto entre ingleses y
franceses. Los franceses habían colonizado gran parte del territorio también. Dicha lucha duró hasta
1763, cuando Gran Bretaña y sus colonos surgieron victoriosos y así colonizaron todo el territorio. La
victoria, sin embargo, sólo condujo a relaciones tensas crecientes entre Gran Bretaña y sus colonos. Para

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ganar la guerra, Gran Bretaña había impuesto sobre los colonos múltiples impuestos bajo la idea de que
los colonos americanos serían los primeros beneficiados con la victoria británica.

En 1765, el Parlamento pasó el Sello o timbrado, una nueva ley que dificultará más las relaciones entre
ingleses y colonos. Según esta ley, los colonos tenían que pagar un impuesto para tener un sello oficial
en testamentos, puestos públicos, periódicos, y otro material impreso. En ese sentido los colonos
americanos se sintieron ultrajados. Ellos nunca habían pagado impuestos directamente al gobierno
británico. Así, los abogados coloniales argumentaron que el timbrado fiscal violaba los derechos
naturales de los colonos, y así acusaron el gobierno imponer impuestos sin darle a los colonos
representación política dentro del gobierno inglés: el famoso no tax without representation, no a los
impuestos sin representación, reclamo que se fundaba en que en Gran Bretaña los ciudadanos
aceptaban los impuestos sólo si obtenían representación política del pueblo en el Parlamento. Los
colonos, sin embargo, no tenían ninguna representación en el Parlamento. Así, ellos argumentaron que
no se les podía cobrar impuestos.

Durante la próxima década las hostilidades aumentaron. Algunos líderes coloniales favorecieron la
independencia de Gran Bretaña. En 1773 grupos de colonos protestaron contra el impuesto de
importación sobre el té regando un cargamento de té en el puerto de Boston. Jorge III, rey de Inglaterra,
enfurecido por los hechos de Boston, ordenó a la marina británica cerrar el puerto. En septiembre de
1774, los representantes de cada colonia, excepto Georgia, se juntaron en Filadelfia para formar el
Primer Congreso Continental. Este grupo protestó por el tratamiento recibido en Boston. Pero el rey
prestó poca atención, lo cual llevó a que las colonias decidieran formar el Segundo Congreso Continental
para discutir su siguiente movimiento independentista.

En dicho Congreso los ahora rebeldes colonos decidieron levantar un ejército y organizarse para la
batalla bajo el mando de un virginiano llamado George Washington; la Revolución americana había
comenzado. Los colonos pedían los mismos derechos políticos que la gente en Gran Bretaña, pero el rey
no atendía sus reclamos. Por lo tanto, los colonos fueron justificados en rebelarse contra un tirano que
había roto el contrato social, tal y como Hobbes o Locke lo había conceptualizado.

En julio de 1776, el Segundo Congreso Continental publicó la Declaración de Independencia. Este


documento, escrito por líder político Thomas Jefferson, estaba firmemente basado en las ideas de John
Locke. Dicha declaración señalaba las siguientes ideas: "todos los hombres son creados iguales, y son
dotados por su Creador con ciertos derechos imprescriptibles, que entre estos están la vida, la libertad, y
la búsqueda de felicidad". Ya desde Locke se había afirmado que la gente tenía el derecho de rebelarse
contra una ley que fuera considerada injusta. En esa dirección la Declaración de Independencia incluyó
una lista larga de los abusos del Rey Jorge III. El documento terminaba declarando la separación de las
colonias de Gran Bretaña, absolviendo a las colonias de toda lealtad a la corona británica.

Un poco después de la publicación de la Declaración de Independencia, los dos ejércitos fueron a la


guerra. A primera vista, los colonos parecieron destinados para ser derrotados. El ejercito de colonos era
muy débil, formado por granjeros mal entrenados que se enfrentaba bajo la orientación de Washington
al ejército más poderoso del mundo. Al final, sin embargo, los Americanos ganaron su guerra para la
independencia.

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Finalmente, los Americanos no lucharon solos. Louis XVI de Francia, a pesar de tener poca compasión por
los ideales de la Revolución americana, estaba impaciente por debilitar al rival de Francia, Gran Bretaña.
La entrada francesa en la guerra en 1778 fue decisiva. En 1781, las fuerzas combinadas de americanos y
franceses rodearon al ejército británico mandado por Lord Cornwallis cerca de Yorktown, Virginia.
Incapaz de escaparse, Cornwallis declaró su rendición y los americanos ganaron así su independencia.

La revolución americana se diferencia de la francesa, entre otros motivos, en que se creaba un nuevo
Estado, los Estados Unidos de América, donde se pasó de ser súbdito británico a ciudadano
estadounidense. Las trece colonias americanas que habían pertenecido al Imperio Británico se
independizaron, primero con la Declaración de Independencia de 1776, y después con la ratificación de
la Constitución de 1789. A este último documento fueron añadidos, dos años más tarde, diez enmiendas
(Bill of Rights), que tenían como objeto definir los derechos creados en la constitución federal. Hay que
recordar que a esta unión las citadas colonias, o estados, llegaban con sus propias leyes e instituciones,
lo que acarreaba entre ellas no pocos problemas de coordinación. Sin embargo, todos los estados se
unieron bajo un mismo acto: la puesta en cuestión de la soberanía británica, de cuyo Parlamento en
Westminster no formaba parte ningún americano. De esta manera los nuevos ciudadanos
estadounidenses, conscientes de este déficit de representatividad, nacían con una importante conciencia
política y eso fue aumentando en el futuro inmediato.

Los trece estados aprobaron, al margen de la Constitución, sus propios tratados, en los que se daba una
decisiva importancia al tema de los derechos. En este sentido, la cuestión se trataba a mayor
profundidad que en la Declaración de Derechos nacional, que se aprobó en el año 1791. El sujeto del que
emanaban los derechos no era el Estado, sino del Creador, aunque sí correspondía al primero que estos
derechos pudieran ser disfrutados. En esta lista de derechos se hacía hincapié en la libertad de expresión
(de palabra e imprenta), indispensable para el funcionamiento de una sociedad emancipada en la que las
antiguas jerarquías pretendían ser superadas. Sin embargo, hay un derecho que aún no aparece: el
derecho al voto.

El caso del sufragio, singular en cada colonia hasta los más mínimos detalles, estaba, sin embargo, unido
a la propiedad privada en todos los casos. Otro aspecto típico de la ciudadanía política tiene que ver con
el derecho a ocupar cargos públicos, y eso implica por necesidad unos criterios más excluyentes que en
lo que hace referencia al voto. Sin embargo, en este caso apenas se exigía algún tipo de preparación
específica. De esta manera, mientras que la ciudadanía civil estaba al alcance de prácticamente todos,
excluyendo a los esclavos, la ciudadanía política se encontraba más restringida. En la Quinta Enmienda se
incluyeron dos tipos de derecho: el de no incriminarse a uno mismo y el de poder contar con adecuadas
garantías procesales.

Se ha hablado mucho sobre cuál de las dos principales corrientes de la política moderna ha influido en
mayor medida en la Revolución americana, cuyos líderes políticos más importantes fueron Jefferson,
Franklin, Adams, Madison y Hamilton. Se ha señalado que en cualquier caso no puede dudarse de la
enorme influencia de las ideas republicanas cívicas de Maquiavelo y de las tesis de Locke en materia de
derechos y la división del poder. Del autor italiano se adoptó su posicionamiento ético sobre la
naturaleza humana, muy realista, lo que implicó que la Revolución americana fuera menos idealista que
la Francesa, y, por ello, de aplicabilidad más efectiva. Por ejemplo, se consideraban de forma más
positiva los intereses particulares de cada individuo, en perjuicio de un interés general; el gobierno, en
consecuencia, no ostentaría tanto la función de expresar la voluntad común como de mediar en el
conjunto diverso de los intereses

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3. LA CIUDADANÍA Y LA REVOLUCIÓN FRANCESA
La Revolución Americana sin duda suscitó un gran impacto en tierras europeas, sobre todo en Francia. En
cierta forma pudo funcionar como desencadenante de dinámicas que ya venían ocurriendo en el viejo
continente. En el caso de la Revolución francesa se toma como eje estructural del modelo político la
soberanía popular que había teorizado Hobbes, es decir, se hace más hincapié que en el caso americano,
mucho más encaminado a la representatividad, en lo que respecta al ejercicio directo de la democracia.
Mientras los colonos americanos reclaman tener más representación en el Parlamento inglés, los
revolucionarios franceses reclaman la soberanía del pueblo en general ante el monarca tiránico. El origen
de esta circunstancia puede detectarse en la influencia que de cara al modelo francés jugó un pensador
como Jean-Jacques Rousseau, que tanto subrayó la importancia de la voluntad general y de la
movilización popular, en síntesis, de la soberanía popular.

Una serie de derechos se promulgaron a través de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789: derechos civiles como la igualdad ante la ley, el fin del sistema de detenciones
discrecionales o la libertad de expresión. Se trataban también las defensas que tenía el ciudadano ante el
sistema judicial, además de la forma en que podía perderse la condición de ciudadanía. La formulación
de los derechos políticos, sin embargo, fue mucho más controvertida.

Una medida importante la encontramos en la decisión tomada por la Asamblea Nacional, en el año 1790,
según la cual se eliminaban totalmente los diferentes títulos de rango social. De esta manera, todo el
mundo pasaba a ser un ciudadano (citoyen), al menos en la teoría. También las minorías religiosas más
destacadas, como es el caso de los hugonotes, obtuvieron algunos derechos civiles. Aunque no poseían
derechos de tipo político, se discutió sobre la conveniencia de concedérselos a tres colectivos más: judíos,
esclavos y mujeres. Con la intención de fomentar entre la población un sentimiento de unidad se
celebraron en todo el país ceremonias cívicas, entre las cuales podemos señalar la plantación de los
árboles de la libertad o diversos espectáculos teatrales, aunque su efectividad resultara discutible. El
cambio de Constitución se expresó claramente en la cuestión de la ciudadanía; mientras que en la época
del depuesto Luis XVI tenía escaso contenido, en la nueva era republicana se le daba un desarrollo
explícito. Sin embargo, esta Constitución nunca pudo llevarse a la práctica.

Emmanuel Joseph Sieyès fue otro pensador que influyó decisivamente en el desencadenamiento y
desarrollo de la Revolución francesa, sobre todo por su punto de vista sobre los derechos del hombre y
del ciudadano. Dicho autor distingue entre los derechos civiles o naturales (ciudadanía pasiva) y los
políticos (ciudadanía activa), dejando a los segundos sólo para un reducido número de personas,
mientras que los primeros deberían encontrarse al alcance de todos. De esta manera, las mujeres
quedaban fuera de los derechos políticos. Este punto de vista alcanzó una gran aceptación en la
Asamblea Nacional a la hora de decidir quién tenía derecho al voto.

También se añadió otro criterio excluyente, en este caso de tipo económico, es decir, solo sería
ciudadano quien estuviera en capacidad de pagar determinada cantidad de impuestos. El sistema de
voto era indirecto y en él los ciudadanos activos elegían a los electores, que eran capaces de pagar una
mayor suma de impuestos.

Maximilien Robespierre, líder del Club Jacobino y durante un tiempo director del Comité de Seguridad
Pública, estaba comprometido con el ideal rousseauniano de la voluntad general, además de con el ideal

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de virtud pública. Su famoso lema Libertad, igualdad y fraternidad acabó personificando el espíritu de la
Revolución, pero, comprometido con la política del terror, que segó miles de vidas, acabó sufriendo
también la misma suerte. Se manifestó contra las restricciones del voto, pues consideraba improcedente
la separación entre ciudadanos activos y pasivos formulada por Sieyès: la igualdad proclamada por la
Declaración de Derechos no permitía legitimar este tipo de decisiones. Su empeño en este sentido se vio
abocado al fracaso, aunque también cayó en una dinámica de exclusiones en cuanto a la cuestión
ciudadana, con una concepción rigorista de la virtud ciudadana que la llevó a diferenciar entre los
políticamente justos, es decir, los verdaderos ciudadanos, y aquellos que representaban lo contrario, los
políticamente injustos. La consecuencia de ello era que los que carecían de virtud cívica debían ser
conducidos a ella por la fuerza.

En ese contexto de revolución y de ciudadanía como identidad y como estatuto legal comenzó a surgir la
problemática relación entre ciudadanía y Nación. A pesar de que pensadores como Jürgen Habermas
aseguran que la ciudadanía no ha estado nunca ligada conceptualmente a la identidad nacional, a partir
del siglo XVIII comenzó a identificarse ciudadanía con Nación, en el vínculo mismo que les otorgaba el
Estado. Para entender esta relación es relevante que aclaremos el concepto de ciudadanía: se trata de
una identidad común que tienen los miembros de una comunidad política particular. No pretendemos
decir con esto que el contenido contenido conceptual de la ciudadanía y la nación fueran el mismo, sino
que la ciudadanía se definía a partir de la hegemonía de la idea de Nación: se reconoce los derechos de
ciudadanía a los nacionales.

En la Revolución francesa, al interpretarse la Nación con criterios políticos, sí que se dio una fuerte
identificación entre estos dos conceptos. También en la Declaración de Derechos se afirmaba que la
Nación era la depositaria de la soberanía. Los avances que en materia de ciudadanía se llevaron a cabo
con las dos Revoluciones citadas se vieron en cierta forma lastrados por esta preeminencia de la idea de
Nación; la lealtad primordial se ceñía a lo que tiene que ver con ella, es decir, con cosas como el amor a
la patria y similares aspectos emocionales, mientras que la ciudadanía quedaba como un complemento.

Las características de la situación francesa, es decir, una idea de Nación ya definida y sedimentada por la
historia, es algo que no se daba en el caso americano, caracterizado por una considerable emigración de
origen europeo. Es por este motivo de pluralidad de origen, con lo que supone identidades culturales
distintas, que los EEUU supusieron una apertura a la ciudadanía nacional. Para poder acceder a la
condición de ciudadanía se debía uno someter a dos pruebas: un examen político y cívico, que trataba de
evaluar el conocimiento que se tuviera de la constitución; y un examen de alfabetización.

En EEUU, Gran Bretaña y Francia, durante el siglo XIX, legalmente la ciudadanía implicaba la nacionalidad,
pero en Alemania la situación era más complicada, en parte por la división del país y también por la idea
de Volk o pueblo, una comunidad unida alrededor de una esencia común natural. Esta tesis significa que
toda persona ya nace con una nacionalidad y ésta no puede ser cambiada durante su vida; el Volk es algo
relacionado con la sangre, no un concepto legalista y contingente, y en el caso de Alemania las relaciones
entre ciudadanía y nación cultural implicaban prácticamente una afinidad absoluta.

Al respecto, a principios del siglo XX se aprobó en Alemania una ley que permitía a todos los alemanes,
vivieran donde vivieran, mantener la ciudadanía alemana. Más tarde, ya en plena hegemonía de Hitler,
esta concepción del Volk permitió la creación de la Ley de Ciudadanía del Reich de 1935, de carácter
extremadamente excluyente, sobre todo en lo que respecta a la población de origen judío, como todos
sabemos. Ya problematizaremos más adelante esta relación entre ciudadanía y nación.

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