Tranquilizado por aquel argumento, Denis pudo conciliar el sueño. La capacidad
de autoceguera de los padres es inmensa: partiendo de una constatación exacta —la frecuente delgadez de los adolescentes—, borraban las circunstancias. Su hija era muy delgada por naturaleza, es cierto: no por ello su delgadez actual respondía a causas naturales. Pasaron las fiestas. Plectrude regresó a la escuela, para su gran alivio. —A veces tengo la impresión de haber perdido una hija —dijo Denis. —Eres egoísta —protestó Clémence—. Ella es feliz. Se equivocaba por partida doble. En primer lugar, la niña no era feliz. Y, en segundo lugar, el egoísmo de su marido no era nada comparado con el suyo: le habría gustado tanto ser bailarina que, gracias a Plectrude, satisfacía esa ambición por persona interpuesta. Poco le importaba sacrificar la salud de su hija para lograr aquel ideal. Si alguien se lo hubiera dicho, habría abierto los ojos como platos y habría exclamado: —¡Yo sólo deseo la felicidad de mi hija! Y habría sido de una franqueza absoluta por su parte. Los padres ignoran lo que su sinceridad esconde. Lo que Plectrude vivía en la escuela de bailarinas no podía llamarse felicidad: ésta requiere un mínimo sentimiento de seguridad. La chiquilla no tenía ni siquiera una sombra de seguridad, en eso tenía razón: a estas alturas, ya no estaba jugando con su salud, se estaba jugando la salud. Era consciente de ello. Lo que Plectrude vivía en la escuela de bailarinas se llamaba embriaguez: y aquel éxtasis se alimentaba de una dosis enorme de olvido. Olvido de las privaciones, del sufrimiento físico, del peligro, del miedo. A través de aquellas amnesias voluntarias, podía sumergirse en la danza y experimentar la loca ilusión, el trance del despegue. Se estaba convirtiendo en una de las mejores alumnas. Es cierto que no era la más delgada, pero era, sin discusión, la más graciosa: poseía esa maravillosa soltura de movimientos, que es la suprema injusticia de la naturaleza, ya que la gracia se otorga o se deniega en el momento de nacer sin que ningún esfuerzo posterior pueda paliar la ausencia de la misma. Además, por si eso fuera poco, era la más guapa. Incluso con treinta y cinco kilos, no se parecía a aquellos cadáveres cuya delgadez elogiaban los profesores: tenía esos ojos de bailarina que iluminaban su rostro con su fantástica belleza. Y los maestros sabían, aunque no lo comentaran con sus alumnos, que la belleza desempeña un papel tremendamente importante en la elección de las primeras bailarinas; en ese sentido, Plectrude era, con mucho, la más agraciada. Lo que la preocupaba en secreto era su salud. No lo comentaba con nadie pero, de noche, le dolían tanto las piernas que tenía que controlarse para no gritar. Sin tener noción alguna de medicina, sospechaba cuál era la razón: había suprimido de su alimentación hasta el más mínimo rastro de productos lácteos. En efecto, había observado que le bastaban unas cucharadas de yogur descremado para sentirse «hinchada» (a saber qué entendía ella por «hinchada»). Sin embargo, el yogur desnatado era el único lácteo admitido en la institución. No tomarlo equivalía a eliminar toda aportación de calcio, el cual tenia la misión de cimentar la adolescencia. Por muy locos que estuvieran los adultos de la escuela, ninguno recomendaba privarse de yogur, e incluso las alumnas más demacradas lo tomaban. Plectrude desterró aquel alimento. Muy rápidamente, esa carencia le acarreó terribles dolores en las piernas, por más que la pequeña permaneciera inmóvil durante unas horas, como hacia por la noche. Para eliminar aquel dolor, tenía que levantarse y moverse. Pero el momento en el que las piernas volvían a ponerse en movimiento constituía un suplicio digno de una sesión de torturas: Plectrude se veía obligada a morder un pañuelo para no gritar. Cada vez tenía la sensación de que los huesos de sus tobillos y de sus muslos iban a romperse. Supo que la descalcificación era la causa de aquel tormento. No obstante, no pudo decidirse a tomar de nuevo ese maldito yogur. Sin saberlo, estaba siendo víctima del mecanismo interior de la anorexia, que considera cada privación como irreversible, a riesgo de experimentar un insoportable sentimiento de culpabilidad. Perdió dos kilos más, lo cual le confirmó su idea de que el yogur descremado era «pesado». Durante las vacaciones de Semana Santa, su padre le dijo que se había convertido en un esqueleto y que estaba horrible, pero su madre enseguida regañó a Denis y se extasió ante la belleza de su hija. Clémence era el único miembro de su familia al que Plectrude veía todavía con buenos ojos: «Ella, por lo menos, me comprende.» Sus hermanas, e incluso Roselyne, la miraban como a una extraña. Ya no pertenecía a su grupo: sentían que no tenían nada en común con aquel montón de huesos. Desde que había bajado de los treinta y cinco kilos, la bailarina experimentaba aún menos sentimientos. Aquella exclusión, pues, no la hizo sufrir. Plectrude admiraba su propia vida: se sentía como la única heroína de una lucha contra la gravedad. Se enfrentaba a ella a través del ayuno y la danza. El Grial era el despegue y, de entre todos los caballeros, Plectrude era la que estaba más cerca de alcanzarlo. ¿Qué importaban unos dolores nocturnos comparados con la inmensidad de su búsqueda? Transcurrieron los meses y los años. La bailarina se integró en su escuela como la carmelita en su orden. Fuera de la institución, no hay salvación. Ella era una estrella en ascenso. Se hablaba de ella en lugares privilegiados: Plectrude lo sabía. y