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Nuevamente

el sol apareció en el horizonte y comenzó mi segundo día en el Vosk.


Empecé a temer que nunca más podría utilizar mis pies y mis manos, que no
soportarían el peso de las cadenas; y de repente me eché a reír de una manera violenta
e incontrolada al darme cuenta que ya no importaba, pues nunca más los necesitaría.
Quizá fue esa risa salvaje la que llamó la atención del tarn. Lo vi venir, con el sol
a sus espaldas; sus garras afiladas, a semejanza de ganchos, se cerraron alrededor de
mi cuerpo y me llevaron a las alturas junto con el armazón de madera. De repente me
sentí flotando en el aire, y las cadenas, que no habían sido hechas para semejante
peso, se rompieron, el armazón se soltó, y el tarn ascendió hacia el cielo con un grito
de triunfo.
Todavía me quedaban unos minutos de vida; la pausa breve de la que también
gozan los ratones, mientras el halcón los lleva a su nido. Sobre alguna roca desnuda,
bien arriba en las montañas, mi cuerpo sería despedazado. El tarn, un tarn marrón con
cresta negra, se dirigía hacia un punto lejano, difuso, que debía de ser una montaña.
El Vosk se convirtió en una ancha cinta resplandeciente en el horizonte.
Allí abajo, muy lejos de mí, podía verse que la franja devastada ya mostraba
manchas verdes en ciertos lugares, donde la naturaleza volvía a imponerse. Por lo que
veía, no nos acercábamos al gran camino que conducía hacia el Vosk. Allí
hubiéramos podido ver las hordas guerreras de Pa-Kur, que marchaban en largas
hileras hacia Ar, innumerables jinetes montados sobre tharlariones, tropas de tarns,
carretas con provisiones y animales de carga. Con sumo cuidado, abría y cerraba las
manos y movía los pies tratando de que volviera a circular la sangre. El tarn volaba
tranquilamente. Yo estaba agradecido por haberme liberado finalmente del doloroso
armazón, y enfrentaba casi con serenidad la muerte rápida que me esperaba.
Pero de repente mi tarn se apresuró y comenzó a revolotear nerviosamente de un
lado a otro. Estaba huyendo de algo. Pude darme la vuelta, a pesar de hallarme sujeto
por sus garras, y mi corazón dio un vuelco. Los pelos se me erizaron cuando percibí
el grito salvaje de ataque de un segundo tarn; se trataba de un animal enorme, tan
negro como el casco de Pa-Kur, cuyas alas batían el aire; despiadadamente el atacante
se nos iba acercando. Mi ave hizo un movimiento inseguro para eludirlo, y las
grandes garras del otro tarn pasaron rozando, sin causarle daño. De inmediato atacó
por segunda vez, y mi tarn volvió a hacerse a un lado, pero el agresor había previsto
esa maniobra y el resultado fue que ambos chocaron en el aire.
En ese instante terrorífico noté cómo las terribles garras penetraban dentro del
pecho de mi animal que, a su vez, abrió las suyas. Comencé a caer. Todavía pude
vislumbrar que mi tarn se precipitaba hacia abajo y que el agresor se volvía hacia mí.
Mientras caía me di la vuelta, con un grito de terror en la garganta y, horrorizado, vi
como me iba acercando al suelo. Pero no era mi destino alcanzarlo, ya que el tarn
agresor voló por debajo de mí y me agarró con su pico, de la misma manera que una

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