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Conflictos-Y-Estructuras-Sociales-En-La Hispania-Antigua PDF
Conflictos-Y-Estructuras-Sociales-En-La Hispania-Antigua PDF
Conflictos
y estructuras
sociales en la
Hispania Antigua
-- ΐΤ'Μ i l l :-ms ig.¿.
El título que hemos dado a este libro puede parecer algo
ambicioso e inducir a pensar que comporta un estudio com
pleto de toda la Península Ibérica bajo dichas perspectivas.
En realidad un trabajo de esta índole está por hacer. Er,
esta antología hemos recogido una serie de trabajos que
pueden servir de modelo o de punto de partida para poste
riores estudios parciales o totales. Los tres primeros artí
culos que incluimos en esta selección pueden responder
a la prim era parte del título general —conflictos
sociales— , mientras los cuatro restantes revisten
la form a del estudio de diversos modelos
de estructuras sociales propias de
diferentes localidades y m omentos de
la Hispania A ntigua.
A. García Bellido, E. A. Thompson, A. Barbero
de Aguilera, E. M. Schtajerman, Marcelo Vigil,
A. M. Prieto Arciniega
CONFLICTOS Y ESTRUCTURAS
SOCIALES EN LA HISPANIA
ANTIGUA
B
AKAL
Maqueta: RAG
7
ιηυ una «cruzada nacional» para expulsar al romano
invasor, como si se pudiera hablar de España y de una
conciencia nacional de los supuestos «españoles» (4).
Con ello además se olvida lo que es el nudo gordia
no del bandidaje. Como ha visto Hobsbawn (5) los
bandidos surgen cuando aparecen diferencias de clases,
o son absorbidos por un sistema fu n d a d o sobre la lucha
de clases. Se trata de una fo rm a de resistencia a las
fuerzas de los ricos o conquistadores que destruyen el
orden tradicional convirtiéndose en opresores.
Creemos que es en la línea de las observaciones de
H obsbawn como hay que concebir esta situación en el
m undo antiguo (6) y en este caso en la Historia A n ti
gua de la Península Ibérica (7). El mérito del artículo
de García y Bellido consiste esencialmente en haber
partido para analizar este fenóm eno del lugar donde
hay que buscar estos conflictos, es decir, en las diver
gencias surgidas en el mismo seno de la sociedad tribal
(8). L a prim era sagaz observación que apunta García y
Bellido es, que estos «bandidos» no actuaban contra su
m isma com unidad, sino que siempre robaban a ele
mentos foráneos y «robaban» para vivir.
Por otro lado, la causa que em pujaba a estos h o m
bres al robo estribaba en que en sus com unidades las
tierras se estaban concentrando en pocas manos y estos
sectores com enzaban a verse desprovistos de recursos.
Como hábilm ente apunta García y Bellido la rei
vindicación de estos «bandidos» es que se les concedan
tierras que cultivar y cuando los romanos acceden al
esta petición la oposición desaparece.
En su artículo Thom pson comienza a recalcar un
hecho que m uchos historiadores olvidan al exponer la
clave de un conflicto: la lucha de clases (9).
9
El artículo de Barbero (12) sobre el priscilianismo
plantea precisam ente este dilema: ¿se trata de una he
rejía o en realidad consiste en un conflicto social ca
m uflado bajo la fo rm a de una herejía religiosa?
Barbero observa cómo se trata de un conflicto so
cial, al mismo tiem po que estudia el discurso religioso
priscilianista y las contradicciones ideológicas que se
plantean dentro de los diversos discursos religosos que
se iban gestando en aras de consolidar lo que iba a ser
el discurso predom inante del período feudal: el discur
so religioso cristiano.
El trabajo de Schtajerman consiste en un capítulo
de su obra «La crisis de la sociedad esclavista en el
Oeste del Im perio Romano», precisam ente el capítulo
dedicado a Hispania (13).
Schtajerm an analiza cómo se desarrolla el sistema
esclavista en la Península Ibérica.
A través de un minucioso estudio de las fuentes
literarias expone cómo este desarrollo esclavista estaba
originando que los esclavos y los libertos fu era n obli
gados a atarse con estrechos lazos con los patronos,
tendiendo a perpetuar el propio sistema. Sin embargo,
como expone m agistralm ente la autora el propio sis
tem a estaba generando sus propias contradicciones que
los estaban abocando a una gradual agonía.
La fec h a de la crisis del sistema esclavista en H ispa
nia la coloca Schtajerman a mediados del siglo I I d.
C., siendo una de las zonas del Im perio R om ano d o n
de antes se m anifiestan estos síntomas.
A diferencia de otros trabajos sobre el sistema es
clavista, escritos por autores soviéticos anclados al rí
gido esquem atismo impuesto por Stalin, aquí se parte
de una línea en absoluto dogmática, en consonancia
con la exactitud que ofrece el pensam iento marxista
cuando se em plea correctamente.
En ésta, la Península Ibérica no se concibe como
un todo, sino en fu n ció n del diferente grado de desa
rrollo de las diversas sociedades que existían al mismo
tiem po en cada área.
En función, pues, de estas diferencias de fo rm a cio
nes sociales es como hay que explicarse las a su vez
10
diversas form as de propiedad y de distribución en la
producción de las diferentes clases o grupos sociales.
El siguiente artículo debido a Vigil (14) analiza
precisamente una zona concreta de España —el norte —
en relación con la mayor o m enor im plantación del f e
nóm eno histórico conocido con el nom bre de rom ani
zación. Vigil demuestra (15) cómo el sistema social
prevaleciente en esta zona es el tribal y cómo R om a no
consiguió modificar esta organización salvo en las f o r
mas más externas.
En este sentido Vigil plantea que por romanización
hay que entender «No una sim ple im itación de las f o r
mas más exteriores de cultura, sino como un cambio
profundo en las estructuras económicas y sociales del
país, sin el cual aquella sería imposible o pasaría de la
superficie» (16).
Con ello Vigil rom pe con el lugar com ún de pensar
que una zona está romanizada sim plem ente porque en
ella se encuentra con un objeto romano o algún rasgo
de la cultura romana. Nos parece que esta lam entable
pero, por desgracia, m uy frecuente opinión no se m e
rece ninguna respuesta.
En nuestro artículo exponem os los problem as que
tuvo la romanización en la zona m eridional de la Pe
nínsula Ibérica para cuyo estudio no hay que abusar
de muchos tópicos repetidos exhaustivam ente por m u
chos historiadores, y por otro lado, los pueblos del sur
presentaban una organización social diferente de la de
los pueblos del norte (17).
Por último, el artículo de Barbero (18) estudia otra
zona de España —los Pirineos— y en un m om ento más
tardío —siglos V III y I X — y lo analiza desde el ángulo
de la situación de esta sociedad.
En su análisis, Barbero dem uestra cómo este sector
no fu e nunca conquistado, en sentido estricto, al mis-
11
mo tiem po que se estaba operando una transformación
de esta sociedad, que de una sociedad gentilicia con-
sanguíanea estaba evolucionando a una territorial cen
trada en el linaje.
En relación con esta situación es como se explica
después su cierta dependencia de los francos y su paso
hacia fo rm a s feudales a través de la aparición de dife
rencias de fortunas en la incipiente aristocracia in d í
gena.
En suma, a través de estos diferentes artículos he
mos querido presentar otra fo rm a de concebir la H is
toria A ntigua de España, con el ánimo de que el lector
aprenda a confrontar, y en este aprendizaje se constru
ya la Historia que todos deseamos.
12
Bandas y guerrillas en las luchas con Roma*
A ntonio García Bellido
13
anterior le h a b rá venido sin duda a las m ientes una
palabra que nosotros hemos tenido ahora m ucho cu i
dado en evitar por im propia, aunque luego por com o
didad hemos de em plearla con frecuencia: la de «la
drón», «bandido» o «bandolero». Efectivam ente, los
historiadores y analistas romanos, y por ellos tam bién
los escritores griegos desde Polybios, em pleaban con
frecuencia p ara los individuos que integraban tales
bandas estos deningrantes calificativos (praedo, latro,
etc.) y, consecuentem ente, el jefe de dichas form acio
nes no era sino un sim ple«latronun dux»o un λ/,στεύΐΐν,
a un cuando se tratase de caudillos como Kaisaros,
Púnico, Kaukeno o Viriato, que solían m an d ar sobre
form aciones de 15.000 y más hom bres, y aún cuando
estos verdaderos ejércitos batallasen a las veces en cam po
abierto y sitiasen, con todas las reglas de la poliorcética,
ciudades y cam pam entos. Es más, el m odo de luchar de
los indígenas cuando form aban pequeños grupos, como
la«guerrilla» ,se solía decir en los textos griegos ’^ oTapy'jç‘
aplicando el térm ino incluso a las tropas de Pompeyo
(en gran parte lusitanas) que tras su derrota siguieron
luchando a la ventura.
14
subdivision de los pueblos en m u ltitud de tribus o cla
nes, lo que originaba por lo com ún una perpetua ene
m istad entre ellas; fue, por tanto, un achaque general
en todos los pueblos no entrados aún en m adurez polí
tica. Estas circunstancias, unidas a ciertas particulari
dades de los regímenes sociales propias de los pueblos
primitivos, dieron en muchos lugares nacim iento a ta
les o parecidas costumbres, que perduraron como la
cras endémicas hasta que un nivel superior de cultura
y una autoridad suprem a basada en leyes generales
hizo imposible tanto la lucha parcial de tribu contra
tribu como el ejercicio del libre saqueo, destruyendo,
por tanto, dos de las causas m ás im portantes de este
sistema de vida, tan semejante, exteriorm ente, con el
bandolerism o de tiempos posteriores (1).
15
Enfoque general sobre sus posibles causas
16
de que haya perdurado, y aún perdure en realidad, en
ciertas regiones de España, como es bien sabido.
Conviene adelantar que esta especie sui generis de
«bandolerismo» no era corriente en toda la Península
por igual. De existir en la Bética y en el Levante había
de ser en pequeña escala. Los textos no hablan propia
m ente de esta costum bre sino refiriéndose sobre todo a
los pueblos del Occidente y N orte de España, es decir,
de lusitanos, galaicos y cántabros, y en m enor cuantía
a los celtíberos y tribus del N .E . peninsular (ilergetes,
lacetanos y bergistanos). Ello encuentra su explicación
en la m ayor riqueza de A ndalucía y Levante y, sin
duda, en su mayor cultura. No es una casualidad que
fuese precisam ente A ndalucía la tierra preferida para
las «razzias» de estas bandas.
El desarrollo de este tema —m ero esbozo a ú n — ha
surgido directam ente del estudio y análisis de los textos
antiguos. Al tenerlo casi ultim ado, hallamos en el libro
de Costa, Tutela de Pueblos (conferencia en el Ateneo
de M adrid, en 18...) algunas coincidencias que fueron
motivo de íntim a satisfacción y que, lejos de am inorar
el interés del tem a, lo subrayan, por dem ostrarnos que
nuestras conclusiones han de erra r en m ucho con res
pecto a la realidad pretérita, ya que, por caminos dis
tintos, una personalidad de tan ta intuición como Costa
había llegado a parecidos resultados. No hemos consi
derado necesario a d a p ta r nuestro estudio al anteceden
te de Costa, pero sí el hacer la advertencia que p re
cede.
17
volumen. Y esto se explica porque la guerra contra
ellas, lo que equivale a decir contra las tribus de que
procedían y en las cuales se am paraban, fue llevada
como si se tratase de bandoleros o salteadores vulgares,
tom ando por ello un cariz tan enconado y b rutal que
dio lugar a trem endas represalias, no contra los b a n
doleros sólo, sino tam bién contra las mismas entidades
tribales, pues no era posible separar a los unos de las
otras.
Así pues, se desorganizó aún más la sociedad, d a n
do lugar a que creciese el desbarajuste y aum entasen
las partidas. La guerra misma, actuando de consumo
con la falta de comprensión para la verdadera raíz del
m al, acentuó la desorganización económica, creó odios
irreconciliables y exacerbó los males preexistentes,
siendo entonces las cuadrillas serranas las que sirvieron
de centros de recluta a todos cuantos, huyendo del
rom ano por una razón u otra, querían oponerse a las
brutalidades e injusticias del invasor o sim plem ente
vengar las afrenas recibidas, los pactos alevosamente
rotos o las exacciones hechas sin pudor alguno.
18
planes y privándoles en lo posible de provisiones de
todo orden. Fue una im ponente rebelión, que si no era
nacional por faltarle cohesión y unidad y por carecer
de m iras superiores, si era patriótica si entendemos
que esta palabra significaba p a ra los guerrilleros espa
ñoles de entonces la defensa de su p a tria tribal, de sus
viejas tradiciones, de su patrim onio, de sus costumbres
propias, de su tierra, de sus cosechas y ganados. Era la
lucha en defensa de la patria pequeña, del solar de los
padres, de sus instituciones, sus ciudades y sus bienes
de todo orden.
Pero como lo dicho hasta ahora es sólo una visión
general del problem a, vayamos a continuación al estu
dio circunstanciado de sus causas móviles y aspectos
varios.
El problema es serio
(2) “ISio\: ü τι παρά τοις "ίβηραι · χα! μάλιατα παρα τοίς Λοαιτανοίς έητη-
δεύεται · τών γαρ' άχμαζόντω ν ταΐς ήλιχίαις οί μάλιστα απορώτατοι ταις ούσίαις,
ρώμη δέ σώματος χαι θράσει διαφέροντες, έφοδιάσαντες αυτούς αλχγ} χαί ΐοίς
δπλοις εις τάς ορεινας δυσ/ω ρίας αθροίζονται, συστήματα 0έ ποιήσαντες αξιόλογα
χστατρέχουσι τήν Μβηρίαν χαί λ^τεύοντες πλούτου; αθροίζουσι, χαί τούτο διατε-
λούσι ζράττοντες μετα τ.άσης χαταφρονήσειυ;. D I O D . , V , 3 4 , 6.
19
zas de las m ontañas y sus fragosidades son como su
p atria, y en éstas va a buscar un refugio por ser im
practicables p a ra ejércitos grandes y pesados (3).
Los rom anos fracasaban cuando, queriendo resol
ver tal estado de cosas, perseguían a estas gentes y a sus
m ujeres e hijos hasta sus propias guaridas; fracasaban
por enforcar el problem a como si se tratase de un asunto
de policía colonial, no viendo en él su carácter estricta
m ente social y económico. Poseidonios (apud Diódo-
ros) dice: «Pudieron contener su audacia, pero no lo
graron, a pesar de todos los esfuerzos, term inar con sus
depredaciones (4).
No son sólo los textos de Diódoros los que nos h a
b lan del aspecto económico de esta costum bre. En Es-
trabón, su coetáneo, hallamos una exposición muy
lum inosa del verdadero fondo del problem a. En p ri
m er lugar nos describe en breves palabras la riqueza
natu ral de la región sita entre el Tajo y la provincia de
La Coruña, en la que no faltan —d ice —, ju n to a la
abundancia de frutos y ganados, m uchos m etales, entre
ellos el oro y la plata (5). Luego añade que siendo, por
el contrario, las m ontañas de gran pobreza, sus gentes
«que h ab itan —viene a decir — un suelo pobre y ca re n
te de lo m ás necesario, habían de desear los bienes de
los otros» (6). Pero el m al no se lim itaba sólo a que las
tribus m ontañesas bajasen de vez en cuando a despojar
de sus productos a las del llano, más afortunadas, sino
que el constante estado de alarm a y de guerra hacía
que en estas últim as las labores del cam po cayesen en
el abandono, originando a §u vez la m iseria de las
tribus ricas, y, por tanto, el crear en ellas la necesidad
de lanzarse a su vez al saqueo de las tribus vecinas p a ra
poder subsistir. El m al se extendía así como un reguero
de pólvora, contam inándose unas tribus a otras y sem
b rando la anarquía por doquier. Es el mismo Estrabón
quien nos lo ha dicho, y p ara mayor objetividad en
nuestro juicio oigamos sus mismas palabras: «Como
éstas (alude a las tribus ricas del llano) tenían que
ab andonar sus propias labores para rechazar a los de «*
20
las m ontañas, hubieron de cam biar el cuidado de los
campos por la milicia, y en consecuencia, la tierra no
sólo dejó de producir incluso aquellos frutos que cre
cían espontáneos, sino que adem ás se pobló de ladro
nes.» Poco antes Estrabón, hablando sobre lo mismo,
dice refiriéndose a estas tribus ricas de las zonas llanas
al Norte del Tajo: «la mayor parte de estas tribus han
renunciado a vivir de la tierra para m edrar con el
bandidaje, en luchas continuas m antenidas entre ellas
mismas o, atravesando el Tajo, con las provocadas
contra las tribus vecinas (7).
Los casos que acabam os de citar, con ser muy cla
ros, no son, sin em bargo, los más explícitos. Apiano, al
hablar de ciertos acontecim ientos acaecidos en los años
180 a 177 en la región de la Celtiberia, para explicar
la distinta conducta observada respecto a ellos por las
tribus indígenas, aliadas entonces con los romanos, di
ce lo siguiente: «Muchos iberos necesitados de tierras
desertaron de los romanos, sobre todo los lúsones que
habitan a orillas del Ebro; el cónsul Fluvio Flaco pro
cedió contra ellos, derrotándolos en un encuentro. En
tonces muchos se dispersaron por las ciudades, mas
aquellos que carecían por completo de tierras y vivían
como vagabundos se refugiaron en la ciudad de Kom-
plega.» (8)
Más claro es aún el testimonio con que el mismo
Apiano nos obsequia al n arrar las gestiones que Galba
hizo para apaciguar a los lusitanos recientem ente le
vantados contra el poder de Rom a. Corrían entonces
los años graves de 151 y 150 antes de J. C. El alzam ien
to de los lusitanos había prendido en toda la meseta,
originando aquella espantosa guerra que había de lla
marse luego de N um ancia por el papel que en ella
tom ó la heroica ciudad. Com enzaba, pues, una guerra
que iba a durar veinte años de luchas sin cuartel, una
guerra con razón llam ada de Polybios «guerra de fue-
21
go». Ante tales perspectivas el cónsul Galba, p ara ata
jar el m al, ya muy delicado entonces, no vaciló en
sim ular un pacto tan ingenioso como vilmente concebi
do y ejecutado; y fue el halagar a aquellas tribus h a m
brientas, m altratadas en sus sentimientos y sus intere
ses, ofreciéndoles lo que más necesitaban, paz y tierras
que labrar para vivir de ellas. Las palabras que el
pérfido G alba dirigió a aquellos desesperados están re
cogidas por Apiano (Acaso tom adas de Polybios) en
estos términos: «La pobreza de vuestros suelos y la in d i
gencia en que vivís es lo que os fuerza a hacer estas
cosas —díjoles Galba a los lusitanos en rebelión .
Pues bien, yo daré tierras buenas a aquellos amigos
que se hallen necesitados y las distribuiré para su colo
nización sin tacañería, dividiéndola en tres lotes (9).
Ya veremos luego cómo Galba m andó al punto m atar
a todos aquellos crédulos infelices.
En el año 147-46, es decir, en plena guerra lusi-
tano-num antina, Vitelio, que se las había entonce^
difícilm ente con los lusitanos, reconocía esta misma n e
cesidad de tierras al tra tar con unos legados que le pe
dían, p ara llegar a una paz perm anente, campos de
cultivo. «Enviaron a Vitelio —dice A p ia n o — una lega
ción con signos de paz, suplicándole les diese tierras
donde establecerse y prom etiéndole que en adelante se
m antendrían en todas las cosas fieles a los romanos
(10), pero —sigue contando el historiador alejandri
n o — entonces surgió Viriato, aún casi desconocido, y
les puso ante los ojos la perfidia usada por Galba:
rom piéronse las negociaciones ya iniciadas y la guerra
se enconó aún más de lo que estaba.
En el año 139, m uerto ya Viriato, su sucesor en la
dirección de la guerra contra Rom a, T ántalo, pactó
con Cepión, quien concedió a un cierto núm ero de
lusitanos tierra suficiente «para que la necesidad son
palabras textuales de A piano- no les impulsase a ro
bar» (11). Diodoro añade que tam bién se les dio una
ciudad donde vivir (12).
22
Por estos mismos años el cónsul Julio Bruto «el ga-
llaico», así llam ado por haber llevado la guerra hasta
las por entonces desconocidas regiones sitas al Norte
del Duero, dio tam bién tierras a los que habían lucha
do a las órdenes de Viriato, no obstante el amargo
recuerdo que tal nom bre suscitaba entre los romanos.
Y era sim plem ente porque la realidad se im ponía y el
problem a había que resolverlo rem ediando las causas.
Bruto dióles tam bién u n a ciudad, a la que llamaron
Valentia, sin duda la actual Valencia do Minho (13).
En esta verdad y en esta com prensión de las reali
dades se basó Didio en los años 98 a 94 para cometer
una felonía tan repugnante como la de Galba. «Didio
se decidió a aniquilarlos... —cuenta Apiano al hablar
de cierta ciudad desconocida de nom bre y situación —.
Hizo saber a las personas más destacadas de entre ellos
que quería dar a los necesitados las tierras de los kolen-
danos —ciudad cercana, pero igualm ente desconocida
por nosotros—. Viendo que la noticia había sido acogi
da con alegría, mandóles se la participasen a sus con
ciudadanos y que se partiesen con sus mujeres y niños a
recibir la tierra. No bien llegaron ordenó a los solda
dos salir de la em palizada y a las futuras víctimas en
trar dentro de ella, y so pretexto de contar su núm ero
fue separando en su lugar a los hom bres y en otro a les
niños y mujeres a fin de poder calcular la cantidad de
tierra que había de serles distribuida (14). Lo que des
pués ocurrió con estos infelices ya se verá más adelan
te. Ahora el hecho nos interesa sólo como testimonio
de la verdadera raíz agraria del problem a.
Según Estrabón, este régim en de vida entre los lusi
tanos no llegó a extirparse hasta su tiempo (época de
Augusto). Sus palabras rezan así: «Los romanos, po
niendo fin a este estado de cosas, los han obligado en
su m ayoría a descender de las m ontañas a los llanos,
mejorándolos tam bién con el establecimiento de algu
nas colonias entre ellos (15).
Tal procedim iento y no otro era el modo más eficaz
de term inar cn aquellos graves problem as que los ro
manos hallaron como incrustados en la sociedad ibéri
ca cuando su conquista. D esgraciadam ente, las guerras
y la falta de tacto de los generales aquí enviados, y por
supuesto del propio Senado, no hicieron sino agravar
(13) «Inius B ru tu s cos, in H isp a n ia is, qui su b V iria th o m ilita v e
r a n t, agros et o p p id u m d e d it, q u o d v o c atu m est V alen tia.» L IV .,’
Per., 55,
(14) A P P ., Ib e r., 99-100. V éase lu eg o .
(1 5 ) .... εωςετιαυσαν αετούς 'Po)|uoi καί κώμας r.trrza\~í^
τάζ τοΙ,εις αΰΐών τάζ -Αείοτας, ένία.ς δέ καί συνοικίζοντας βέλτιον. ST R A B
III, 3, 5.
2.‘5
hasta el paroxismo un problem a ya existente de tiem
pos muy atrás. O tro texto confirm ará lo que hemos
dicho.
Uno de los pocos cónsules romanos que quisieron
resolver este estado de cosas no sólo m antuvo la paz
con los indígenas celtíberos, sino que su nom bre fue
querido y respetado, aun después de m uerto, por aq u e
llos mismos que no dudaron en lanzarse a la atroz
guerra de N um ancia unos decenios después. Este hom
bre preclaro fue Tiberio Sempronio Graco (padre de
los Gracos), quien supo unir a la dureza en la lucha, la
com prensión en la paz y la lealtad en el cum plim iento
de su p alabra, cosa bien distinta de lo que hicieron
Lúculo, Galba, Didio y otros. He aquí lo que de él
recordaba Apiano respecto a este problem a de la tie
rra: «Estableció a los necesitados en colonias, re p a r
tiendo entre ellos la tierra, cruzó con todos pactos muy
justos, con cuya observancia habrían de ser amigos de
los rom anos... Graco fue por ello famoso, tanto en '
Iberia como en Rom a y se le recibió en triunfo de un
modo brillantísim o (16).
Causas demográficas
24
la densidad de la población no ya sólo de la Lusitania,
sino de toda la región occidental que cae sobre el A t
lántico (región que aún no tiene nom bre, dice, por ha
ber sido conocida poco tiem po ha), «está ocupada en
teram ente —añade el historiador griego— por nacio
nes bárbaras muy populosas (18). El trozo transcrito
prom ete a continuación que luego se ocupará concre
tam ente de estas cosas, pero desgraciadam ente el libro
en el cual lo hizo (el XXXIV) no h a llegado a nosotros
sino en fragm entos escasísimos. No obstante, hay una
noticia conservada gracias a Estrabón que parece estar
tom ada de Polybios y desde luego se refiere a la po b la
ción de la Lusitania y de la Gallaecia, es decir, de toda
la zona occidental de la Península. Helo aquí textual
m ente: «la tierra com prendida entre el T ajo y la región
de los ártabros (La Coruña) está ocupada por unas
cincuenta tribus (19).
Menos de un siglo después de que Estrabón escribie
se estas líneas, Plinio, que estuvo en España y conocía
bastante bien algunas regiones, dice del Conventus Lu
censis —este Conventus correspondía entonces aproxi
m adam ente a nuestras provincias gallegas— que esta
ba habitado por 16 pueblos de unos 166.000 individuos
libres (20). Así pues, en Galicia había una población
m uy densa para entonces y téngase en cuenta no sólo
las deficiencias, siempre por defecto, en los cálculos
estadísticos de entonces, sino adem ás que Plinio no
cuenta en esta cantidad ni a los esclavos ni a dos de las
tribus forasteras, o mejor no indígenas, llegadas, por lo
menos en parte, poco antes del cam bio de cóm puto,
como sabemos por otros textos.
El mismo Plinio habla luego de la población del
Conventus B racarum , que correspondía aproxim ada
m ente al N. del Duero (entre Douro e M inho y Traz os
Montes), y da estas cantidades: «24 pueblos y 285.000
personas libres» (21). P ara las Asturiae (com prendía
entonces no sólo Asturias, sino León y parte de Zam o
ra, hasta el Duero) da el mismo Plinio 22 pueblos y
26
do en distintos trabajos (24), fueron reclutados entre
estas gentes sin recursos. A España llegaban los «cons
criptores» púnicos cargados de dinero para llevarse con
las prim eras soldadas y el contrato p a ra un tiempo
cualquiera, a miles y miles de hom bres que sin otro
patrim onio que su cuerpo y sus fuerzas se alquilaban
p ara defender con ellas y su sangre causas que no co
nocían y en tierras tan lejanas como extrañas. Un texto
tardío, pero verosímil, que T. Livio pone en boca de
Aníbal, nos sale al encuentro de lo dicho como prueba
fehaciente de nuestra hipótesis.
Sabido es que en el ejército con que A níbal atrave
só los Alpes e invadió la Península apennina figuraban
los españoles m ercenarios en u n a cantidad superior a
la tercera parte del total de las tropas púnicas de inva
sión. Pues bien, Aníbal, poco antes de la batalla de
T rebia (año 218), en la que tanto se distinguieron los
iberos y baleares, para anim ar a los lusitanos y los
celtíberos al com bate se dirigió a ellos en estos térm i
nos: «Hasta ahora persiguiendo los ganados por los
amplios montes de Lusitania y Celtiberia no habéis
visto el fruto de tantos trabajos y peligros; ya es tiempo
de daros esta recompensa y que logréis el prem io de
vuestra fatiga» (25). La recom pensa que ofrecía A ní
bal, no creo fuese sólo el botín sobre el ejército venci
do y sobre las ciudades tomadas; sin duda se refería
tam bién a la entrega de tierras para su cultivo, a la
creación de una propiedad.
De estos mismos y curiosísimos episodios en los que
vemos tan a m enudo el nom bre de los españoles ga
nando las batallas de Aníbal en el Sur de Francia, en
Italia y Sicilia, surgen dos ejemplos que tienen valor de
27
prueba: a M oerico y Belligeno, dos españoles al servi
cio de A níbal, cuyos papeles en la tom a de Siracusa
por Marcelo (año 212) tuvieron tan ta im portancia, se
les prem ió no con dinero ni riquezas, sino con tierras;
al prim ero, que era gobernador entonces de Siracusa,
se le dio la ciudad de M urgantia y su territorio, y a
Belligeno se le donaron allí mismo 400 yugadas (26).
El m ercenario era utilizado tam bién por las tribus
m ás ricas de la Bética. Los turdetanos tenían gentes
asalariadas célticas cuando las conquistas de Am ílcar,
y posteriorm ente estos m ercenarios son citados alguna
vez más durante las luchas con Rom a.
28
los rom anos tuvieron con sus crueldades y expoliaciones
en la aparición y m ultiplicación de las bandas arm a
das. Conocemos muchos hechos verdaderam ente atro
ces que vamos a recoger, en parte, como testimonio de
lo dicho.
H ubo casos en que am parándose los invasores en
una favorable predisposición de ánim o hacia la paz
por parte de los indígenas, llegaron a com eter verdade
ros crímenes, saltando por encim a de la palabra dada,
de la confianza prestada, del honor jurado y toda serie
de garantías en los pactos. Hechos como los que vamos
a n a rra r fueron sin duda alguna alicientes fortísimos
en favor de la aparición de guerrilleros en m asa, de la
resistencia a m uerte, de la lucha hasta la últim a conse
cuencia, de esas adm irables epopeyas que todos cono
cen con los nombres de Viriato, de N um ancia, de Ga-
lagurris o de Astapa.
Citemos en prim er lugar la de Lúculo y advirtamos
de paso que éste, como los demás episodios, no han
llegado a nosotros por historiadores iberos —que no los
conocemos —, sino por los latinos y griegos; y que, por
tanto, sus negras tintas proceden de los propios escritos
romanos. Lúculo había venido a España con el decidi
do propósito de hacerse rico a toda costa. Pero éste no
es delito que nos asombre por lo nuevo ni nos interesa
por el m om ento. Más trascendencia que su afán por el
oro tuvo la atroz crueldad y la infam ante traición co
m etida con los habitantes de Cauca (la actual Coca, en
la provincia de Segovia). Lúculo había atacado esta
ciudad sin motivo alguno que lo justificase, y los cau-
censes, tras una inútil y corta resistencia, acabaron por
entregarse accediendo de grado a las exorbitantes im
posiciones de Lúculo (entre otras, a la entrega de cien
talentos de plata, es decir, 2.216 kilos). Lúculo les
pidió que como garantía de paz dejasen entrar en la
ciudad u n a guarnición rom ana, a lo que tam bién ac
cedieron; pero tan pronto como ésta entró en el recinto
y tomó las m urallas por dentro, otras tropas romanas
la asaltaron desde fuera, dando la señal, a toque de
trom peta, de «matar a todos los caucenses en edad de
tom ar las armas», dice Appianós, y añade a continua
ción textualm ente: «éstos (los caucenses) invocando los
pactos y los dioses testigos y execrando la perfidia de
los romanos, eran m uertos cruelm ente; de entre las
veinte mil almas sólo unos cuantos pudieron escapar
forzando las puertas (27).
(27) έσήγαγε τήν άλλην στρατιάν ό Λεύκολλος, καί -rrj σάλχι-[γι
ύττεσήμαινε κτείνειν Καυκαίουζ « τα ν τα ς ήβηδον...., έκ δισμορίων άνδρών κανί
πύλας" απόκρημνους διαφυγόντων ολίγων. Α Ρ Ρ . , I b e r . 5 2 .
La felonía ocurrió en el año 151 antes de J.C . y
justifica, como una brutal provocación que era, los
levantam ientos que poco después habían de cundir por
toda Castilla llevando al grandioso final de N um ancia.
O tra alevosía como la referida ocurría al mismo
tiempo, pero no en Castilla, sino en Portugal, en la
Lusitania. Era hacia el año 151 ó 150 antes de J.C .,
cuando G alba, que había sufrido un serio descalabro
por m ano de los lusitanos —éstos deshicieron su ejérci
to y m ataron a siete mil romanos —, queriendo tom ar
venganza de un daño debido a su propia torpeza, pasó
a la Lusitania saqueándola a su placer. Los lusitanos,
sin duda atemorizados, se presentaron a G alba en son
de paz, diciendo que querían renovar el tratad o hecho
anteriorm ente con Atilio, antecesor de G alba, que
ellos habían violado. Pero cedamos ahora la palabra al
historiador griego Apiano para no perder ni una tilde
de lo ocurrido en aquella triste y m em orable ocasión.
«Fueron recibidos favorablem ente —dice A p ian o — y*
pactó con ellos, fingiendo lam entar el estado, en que
por necesidad se veían, de entregarse al saqueo, de
hacer la guerra y de faltar a los compromisos contraí
dos. La pobreza de vuestros suelos y la indigencia en
que vivís —les d ecía— es lo que os fuerza a hacer estas
cosas. Yo daré tierra buena a los amigos necesitados y
las distribuiré para su colonización áin tacañería, divi
diéndola en tres lotes. Atraídos por tales palabras,
dejaron sus propias haciendas, partiendo al lugar p re p a
rado por G alba. Este los dividió en tres grupos, llevan
do a cada uno de ellos a un determ inado llano y m a n
dándoles que perm aneciesen en él hasta que volviese
una vez procurado el asiento definitivo. Dirigiéndose a
los prim eros, ordenóles que, como amigos que eran,
entregasen las arm as, y habiéndolas entregado los aco
rraló dentro de una cerca, envió contra ellos soldados
arm ados y m ató a todos, aun cuando ellos se lam enta
ban ante el nom bre de los dioses e invocaban la fe
ju rad a. Del mismo modo con gran rapidez m ató a los
del segundo grupo y a los del tercero, los cuales ignora·1
ban aun lo ocurrido con los del grupo prim ero » (28).
Orosio (29) dice que estos lusitanos eran de aquende el
( 2 8 ) A P P . 7 6 e r .5 6 y 6 0 . P a r t e d e e s t e p á r r a f o h a s id o r e c o g i d o ya c n
la n o t a 9 . E l f i n a l r e z a a s i: ως o ’ ηκεν έτ:ί τούς π ρ ώ τ ο υ ς 1, έ /.έ λ ε υ ε ν ώ ς
φίλους ΟέαΟαι τ ά ο 'λ α , Οεμένους ô 1 ¿ “ ετάφρευέ τ ε , καί μ ετά ς'.φών τ ’.νας
έσιτέμψας άνεΐλεν ά - α ’η α ς , όδυρομένους τε χαί θεών όνοματα χαί r.im z’.ç «να-
καλοϋντας. τ ω 5 ’ α ΰτω τ ρ ό π ω χαί τούς δευτέρους καί τρ ίτο υ ς ε~Ξΐ*/0είς άνεΐλεν,
άγνοοδντας ε τ ι τά π άθη τ« τ ώ ν π ρ ο τέ ρ ω ν . Α Ρ Ρ . I b e r . 6 0 .
>0
T ajo. Valeriano M áximo añade que el núm ero de los
asesinados era de ocho mil, entre ellos la flor de la
juventud (30); pero Suetonio hace subir la cifra a trein
ta mil. De Livio y Valerio M áximo se deduce que parte
de ellos fueron vendidos como esclavos en las Galias.
Un crim en de tal m agnitud no podía quedar oculto
ni dejar de conmover a todo ser hum ano conocedor del
hecho. Lo de menos es, tal vez, la cantidad precisa de
víctimas inútiles, con ser ello atroz; lo de más la pérfi
da alevosía con que se cometió el crim en (31).
El crim en de Galba no podía quedar im pune, al
menos ante los lusitanos. Como un hecho delictivo,
sobre todo si ha quedado sin ejem plar castigo, suele
conducir a veces a consecuencias m ucho más trascen
dentales que las presumibles, la atroz m atanza de G al
ba provocó el levantam iento general conocido por
«guerras lusitanas». D urante veinte años, y paralela
m ente a las de N um ancia, todo el Occidente de Espa
ña se vio regado a raudales de sangre de lusitanos y
rom anos... No era sólo el problem a económico ni de
m ográfico el que im portaba ya, era la sed legítim a de
venganza y la certeza de que con un enemigo cruel,
injusto y pérfido y sin el honor debido a su mayor cul
tura, no había ya más que vencer o m orir en la lu
cha. Todo lo demás carecía de interés; no valía la
pena supervivir vencidos para caer en la m uerte de la es
clavitud, del destierro y de la vergüenza. El incendio
estalló brutalm ente ilum inando las riberas del Tajo,
del Duero, del G uadiana y del G uadalquivir. Por do
quier se buscaba al rom ano por todas partes se castiga
ba al que le servía de ayuda, y hom bres de todos p u n
tos acudían a engrosar las filas de aquellas guerrillas
de «bandoleros» m andadas entonces por un verdadero
genio de la guerra, que a sus dotes políticas, dotes tan
extraordinarias como las guerreras, se unían el ím petu
y la rabia cosechada cuando, viendo cómo eran dego-
(30) V A L ., M A X ., IX , 6 , 2.
(31) C onocido éste p o r los ro m an o s, h a lló en C a tó n el M ayor,
n o m b re q u e h a p a sa d o a la h isto ria p o r su in te g rid a d m o ral y la
re c titu d de su co n cien cia p o lítica , u n a c u s a d o r te m ib le , al q u e se
u n ie ro n o tro s m ás, p e ro éstos a c u s a b a n ya con m óviles políticos,
in te resad o s, G a lb a , e n efecto, fue llevado al a ñ o sigu ien te, tra s el
c u m p lim ie n to de su m a g is tra tu ra , a n te los rostra, d o n d e oyó sus
p ro p io s crím enes, p e ro com o te n ía apoyos d e to d a ín d o le lo g ró la
a b so lu ció n de un trib u n a l v e n d id o al favor. Su n o m b re , e m p e ro ,
n o se b o rró d e las m en tes ro m a n a s y sus hechos y el proceso ver
gonzoso a q u e d ie ro n lu g a r pervivió co m o caso e x ec rab le e n la
m e m o ria d e todos. C icerón, Q u in tilia n o , S u eto n io , G elio, F ro n tin o
y a lgunos m á s lo re c u e rd a n a m a rg a m e n te , com o lo h acem os a ú n
hoy, p asa d o s ya veintidós siglos.
31
liados sus compañeros, no pensó en otra cosa que en la
salvación propia p ara vengarlos. He aludido, bien se
echa de ver, a Viriato.
V iriato, en efecto, era uno de los varios miles que
cayeron en la red m ortal de Galba; pero Viriato fue
tam bién uno de los pocos que lograron evadirse en el
tum ulto del homicidio en m asa. Es entonces cuando
entra en la Historia y entra rodeado de sangre, de
traición y ardiendo en santa ira. De entonces en ade
lante su vida ha de vivirla para perseguir al rom ano y
sus aliados, ya no en encrucijadas y caminos, como
antes, cuando siendo «bandolero», como dicen des
pectivam ente algunos textos acechaban con un puñado
de hom bres el paso de un convoy rom ano o caía de
improviso sobre u n a ciudad aliada del invasor, sa
queándola y llevándose sus mieses y ganados; Viriato
iba a buscar ahora a los romanos p ara dar batallas de .
m ás trascendencia, m andando no cuadrillas, sino ver
daderos ejércitos, de varios miles de hom bres decididos
a todo. El móvil no será ya el robo de ganados, como
simples cuatreros, ni la venganza m ezquina de una
tribu contra otra, ni el problem a de la tierra, ni el del
sustento diario, sino el de aniquilar al enemigo. El arte
m enor m ilitar del golpe de m ano, de la tram pa, de la
em boscada, propia de aquellas em brionarias cuadrillas
semejantes a las de los bandoleros, se van a convenir
en un arte mayor, con grandes masas de soldados, con
objetivos im portantes y decisivos, con expediciones p e r
fectam ente planeadas, con iniciativas trascendentales.
La guerra iba a dejar de ser para el rom ano una gue
rra de policía colonial para convertirse en algo m ucho
más serio en una guerra para la cual no bastaban ya
los ejércitos ni los generales, era necesario sobre todo
un valor sobrehum ano, porque el enemigo no entendía
de treguas, de perdón ni de claudicaciones. Los histo
riadores latinos mismos nos dicen que en R om a tem
blaba la juventud cuando se hablaba de reclutar hom
bres p ara España.
Los historiadores nos dicen que los muchachdS se
ocultaban, desertaban, sim ulaban servicios secunda
rios, porque el solo nom bre de N um ancia les daba
escalofríos.
Dejemos a Viriato consagrado apasionadam ente a
su guerra de venganza, pues no es tem a nuestro en el
m om ento. Lo hemos sacado a colación porque es el
caso más típico del factor psicológico en la form ación
de estas «guerrillas», en el origen de nuestras prim eras
form aciones m ilitares, superando en m ucho a I3S p ri
mitivas bandas que salteaban pueblos, campos y caminos
32
de las tribus vecinas, impulsadas por hábitos b a r
baros y por regímenes económicos evidentem ente pri
mitivos y, por tanto, poco aptos para la paz de las
tribus fronterizas. Ahora el enemigo no es ya el vecino,
con el que están por el m om ento aliados, sino el rom a
no r y no porque fuese extranjero —que esta idea no
tenía entonces el matiz nacional de ahora —, sino por
lo que tenía de cruel, de injusto, de avariento y de
perturbador.
Antes de pasar a otro punto no estará de más el
recoger como último ejemplo la hazaña de Didio, cón
sul de la citerior entre el 98 y el 94 antes de jesucristo.
C. T . Didio repitió la alevosía de G alba. C uenta el
historiador Apiano, entre otras atrocidades (como la
de haber m atado a cerca de 20.000 arévacos, no sabe
mos si en guerra o en paz), que habiendo tom ado tras
nueve meses de sitio una ciudad llam ada Kolenda, de
situación desconocida p ara nosotros, vendió como es
clavos a todos sus habitantes, incluso las mujeres y los
niños. El mismo historiador nos cuenta a renglón se
guido cómo resolvió el problem a económico que ago
biaba a los habitantes de cierta ciudad, que no nom bra,
sita cerca de la anterior, de Kolenda. En tal ciudad
vivían gentes celtibéricas p ro ced en tes de diversos
lugares, sin duda refugiadas de los pueblos vecinos.
Vivían a la sazón en arm onía con los romanos; es más,
cinco años antes habían servido bajo las filas romanas
com batiendo a los lusitanos. Cesadas las guerras, estos
hom bres, que no tenían hacienda propia ni modos de
ganarse la vida, vacaron en el ejército, y ante la im pe
riosa necesidad de vivir hubieron de lanzarse al monte;
«su indigencia —empleemos las mismas palabras de
A piano— les im pulsaba a vivir del robo» (32). El cón
sul se decidió a exterm inarlos, sin tener en cuenta la rea
lidad de su situación ni sus m éritos ya contraídos para
la causa rom ana. Y no cabe pensar en la m iopía políti
ca de Didio —lo que haría en cierto modo disculpable
su decisión —, porque para atraerlos al lugar de su
sacrificio empleó el vergonzoso ardid de ofrecerles lo
que verdaderam ente necesitaban p ara la paz de todos:
tierra. Pero es mejor que leamos las mismas palabras
conque n arra el hecho el historiador alejandrino: «Di
dio —refiere A piano— se decidió a aniquilarlos con
tando con la aquiescencia de los diez legados entonces
presentes. Hizo saber a las personas más destacadas de
entre ellos (33) que quería d ar a los necesitados las
(32) έλήστευον S' i í ϊπ ο μ α ,ζ ούτοι.
( 33 ) τοΐς επιφ ανίω ν αύτων.
33
tierras de los kolendanos. Viendo que la noticia había
sido acogida con alegría, mandóles la participasen a
sus conciudadanos y que se partiesen con sus mujeres
y niños a recibir la tierra. No bien llegaron ordenó a
los soldados salir de la em palizada y a las futuras vícti
mas e n tra r dentro de ella y so pretexto de contar su
núm ero fue separando en un lugar a los hom bres, en
otro a los niños con las mujeres, a fin de poder calcular
qué cantidad de tierra había de serles distribuida.
Cuando entraron en el interior del foso y de la em pali
zada, Didio, rodeándoles de soldados, aniquiló a to
dos. Didio, por estas cosas, fue honrado con el triunfo
(34).
b) Exacciones romanas. —¿Para qué seguir contan
do casos y cosas como éstas? ¿Para qué h a b la r de las
em bajadas que algunas ciudades hubieron de enviar a
Rom a quejándose ante el mismo Senado de abusos sin,
cuento, de expoliaciones sin m edida, de crímenes y de
injusticias de toda laya cometidas por los gobernadores
enviados por la ciudad del T ?„;r? Los hechos referidos
son bastantes para explicarse lo que los rom anos p a re
cían obstinarse en ingnorar y en no rem ediar, es decir,
que las bandas o los ejércitos de «ladrones», como ellos
decían, no eran tales sino desde su parcial punto de
vista y que fueron ellos mismos, los romanos, los que
estim ularon con sus desmanes de todo género la ap a ri
ción de aquellas grandes unidades que dentro de poco
veremos recorrer toda España dando frente, cuando
era necesario, a verdaderos ejércitos.
No quiero extenderm e m ucho en añadir a las cruel
dades ya recordadas la asombrosa lista de las expolia
ciones rom anas contenidas en los autores latinos, espe
cialm ente en T ito Livio; pero sépase que causarían
asombro si sum adas las conocidas —ya de por sí ingen
tes— hiciésemos el cálculo de las calladas. No resisto,
empero, a dar un puñado de ejemplos para que sobre
ellos se pueda entrever un juicio, siem pre pálido, ante
lo que debió ser la realidad, escipión, el vencedor de
los cartagineses en la segunda guerra púnica, se llevó
de España 14.342 libras de plata sin acuñar, más la
acuñada (35). Léntulo, en el año 200 antes de Jesu
cristo, transportó a Roma 43.000 libras de plata y 2.450
de oro (36). En el año 197 Blasio arrebataba a la
Citerior 1.515 libras de oro, 20.000 de plata en bruto,
más 34.550 denarios de plata acuñada, y Estertinio
34
privó a la Ulterior de 50.000 libras de p lata (37). ¿Qué
sería el botín que se llevó de España Lucio Emilio
Paulo cuando los historiadores dicen que él era «la
m ayor cantidad de dinero» (38), «la m ayor cantidad de
oro» (39) o «riquezas inmensas?» (40). Entre Sempronio
Graco y Postumio Albino sacaron en el año 179, el uno
de la Citerior y el otro de la U lterior, la cantidad de
60.000 libras de plata (41). Lúculo, el que pasó a cu
chillo sin piedad a los 20.000 habitantes de Cauca (Co
ca), llevó de sus casas, además, la cantidad de 100
talentos de plata, lo que supone 2.216 kilos (42).
Estos cuantos ejemplos, repito, bastan para form ar
se un ligero concepto de lo que significaban las expo
liaciones rom anas. Paso en silencio otras m uchas de
m enor cuantía, pero no debo callar que tales cifras
proceden de las cuentas oficiales del Erario romano;
son, pues, datos fidedignos que Livio trasladó a sus
Historias sin ver en ello deshonor alguno, pues eran
legítimo botín del pueblo, quien lo recibía de sus gene
rales al term inar sus cam pañas y celebrar el triunfo.
Lo que ya no sabemos son las cantidades que se queda
ban para sí los rapaces gobernadores romanos; ni las
que daban en prem io a sus soldados, aunque de esto
tenemos algunas noticias más; ni las que los soldados se
quedaban en propiedad cuando en trab an a saco en
una ciudad o degollaban a sus habitantes. Así Catón,
el pulcro Catón, modelo de ciudadano, cuyo nom bre
conocen los niños españoles desde que em piezan a bal
bucear nuestra lengua; distribuyó entre sus soldados la
cantidad no pequeña de una libra de plata por cabeza;
eso aparte del botín ya colectado por ellos, que era
grande, según el historiador griego Plutarco. ¡Bien
cumplió Catón su propia m áxim a, que decía era mejor
que regresasen muchos rom anos con plata que pocos
con oro! (43).
No es, sin em bargo, mi propósito hacer ahora un
balance negativo de lo que fue la conquista rom ana de
España, pues se me diría con razón que los tiempos
aquellos no daban otra cosa; que Rom a y el Senado no
enviaban a sus generales a com eter desmanes, sino a
gobernar; que a m enudo se les residenciaba por malas
35
artes en su gobierno y que, en definitiva, todo em pali
dece al ver que por estos medios, aunque vituperables,
y a pesar de ellos, se alcanzó el bien inmenso de entrar
por am plias puertas en el recinto de los pueblos civili
zados, en cuyas labores tan pronto y tan dignam ente
tomamos parte, dando a Rom a y a su Historia no sólo
literatos, jurisconsultos, oradores, geógrafos, legiona
rios y generales, sino incluso em peradores y de los más
eximios. No trato, pues, de enfocar los hechos por su
lado m alo y juzgarlos sin perspectivas históricas, no; si
lo he sacado de la m em oria es p a ra argum entar en
favor de lo que parece evidente, que en la form ación
de guerrillas y en la aparición de ejércitos como los de
Viriato jugaron un papel muy im portante, a más de la
pobreza de aquellas gentes, un reactivo tan violento
como es la indignación, el odio provocado y la vengan
za insatisfecha contra gentes que actuaban sin escrúpu·’1
los en sus procedim ientos, creándose obstáculos en lugar
de apartados con un gobierno más hum ano y sensato.
36
tentes ejércitos que actuaron con sus m odalidades p e
culiares contra el enemigo com ún y contra los que, de
grado o por fuerza, se h allab an al lado del rom ano
como auxiliares o proveedores. Los mismos textos d e
ja n expreso clara y repetidam ente que las incursiones y
correrías de estas nutridas form aciones lusitanas, celtí
beras, lacetanas o vetton.as, aliadas entre sí, y form an
do a veces grupos mixtos, no sólo tenían por objetivo
batir como fuese al ejército invasor, sino destruir en lo
posible sus bases de operación y desorganizar sus cen-
37
tros de aprovisionam iento, aunque éstos fuesen regio
nes o ciudades indígenas.
Como en los ejércitos romanos se apoyaban princi
palm ente en las ricas tierras andaluzas y levantinas, ya
casi totalm ente pacificadas y en trance de rom aniza
ción, fue hacia estas regiones donde dirigieron los lusi
tanos y sus aliados los principales golpes de m ano. Por
ello las víctimas eran frecuentem ente poblaciones o tri
bus andaluzas o levantinas, y por ello se explica en
parte que para los romanos, más que ejércitos de libe-
38
ración, los lusitanos fuesen bandas de «ladrones» que
expoliaban a sus convecinos. Pero ello no era sino un
forzado recurso de guerra, que los mismos romanos
em plearon m uchas veces atacando a tribus que, sin es
tar en guerra con Rom a, subvenían a las necesidades
de sus vecinas beligerantes. Unos y otros estaban igual
m ente interesados en entorpecer la organización del
enemigo, privándole de vituallas y sustento o dificul
tando su acopio en últim o caso sem brando la alarm a
en la retaguardia.
Livio, narrando las cam pañas de C atón en el 195,
dice que los bergistanos, a los que llam a «bandidos»,
como es costum bre, gentes que h ab itaban hacia la ac
tual Berga, en la provincia de Barcelona, «hacían in
cursiones por los territorios sometidos de la región»,
según sus propias palabras (45). H ablando el mismo
autor latino de A stapa (actual Estepa, cerca de Sevilla),
m anifiesta que a raíz de la expulsión de los cartagine
ses, sus m oradores, a pesar de sus escasas defensas,
39
hacían incursiones por los «campos y pueblos vecinos
aliados de los romanos», capturando a los soldados y
m ercaderes perdidos. Llegaron incluso hasta asaltar
una caravana que, sabiendo lo poco seguro del cam i
no, discurría acom pañada de fuerte escolta a través de
su territorio (46). El episodio tiene todo el aspecto de
las fechorías que hace un siglo solían com eter por estas
mismas tierras los bandidos rom ánticos, descendientes
de estos astapenses. La identidad de paisaje, la conti
nuidad racial de sus autores y la semejanza en los p ro
cedimientos (viandantes, com erciantes y diligencias
asaltadas) invita a llamarlos tam bién «bandidos»; pero
nótese que no caían sino contra romanos y aliados,
como el texto claram ente dice, lo que no im pide q u e ,,
aparte el móvil estratégico, pudiéram os decir, les espo
leasen tam bién otros menos nobles. En todo caso, no
hay que olvidar que la acción de los astapenses tuvo
lugar en el 206, cuando Cartago perdía sus últimas·
posiciones en la Península, y que A stapa era del p a rti
do de C artago y enemiga de los romanos. F u e,'p u es,
no un acto de bandidaje, sino lo que hoy llam aríam os
un golpe m ano.
E ran form as de lucha que entonces tenían poco o
nada que ver con el verdadero «bandidaje». Ello lo
atestigua igualm ente el hecho de que aquellas m odali
dades se dab an tam bién en regiones donde posterior
m ente no fructificó tal lacra social, como unos cuantos
casos que vamos a citar sum ariam ente lo acreditan.
Livio cuenta que hacia el año 195 los lacetanos,
habitantes de una parte de la C ataluña actual, saquea
ban con súbitas incursiones a los «aliados de los rom a:
nos» (47).
La afición que estos lacetanos tenían a apoderarse
de cabezas de ganado fue bien aprovechada por Esci-
pión en el 206, quien como quisiera castigarlos jjor
cierta versatilidad partió contra ellos y para sacarlos al
cam po de batalla echó al valle algún ganado del que
llevaba su ejército. Los indígenas, refiere Polybios, al
40
ver las reses al alcance de la m ano, se arrojaron a ellas,
entablándose así la batalla con las tropas rom anas en
acecho (48), Pero no deja de ser instructivo este reverso
de la m edalla, que ya no cuenta Polybios, sino Livio, y
es que aquellas cabezas de ganado que el vencedor de
Aníbal puso al alcance de la codicia de los lacetanos
eran ganados «robados por los rom anos del mismo
cam po enemigo en su mayor parte» (49).
Para Livio, los ilergetes, trib u que vivía en la re
gión de Lérida, no eran más que «bandidos y jefes de
bandidos que si algún valor tenían p ara devastar los
campos vecinos, incendiar poblados y robar ganados,
nada valían encuadrados en ejército y en com bate re
gular (50).
Ya hemos tratado antes de los «bandoleros» de la
com arca de la actual Berga. En cuanto a los pueblos
de la meseta, tenemos noticias que hablan de bandas
vettonas que acom pañaban a las lusitanas en ciertas
«razzias» por A ndalucía, como luego veremos. Los cel
tíberos son citados por los textos penetrando en la re
gión de Vich en el año 183, donde se habían fortifica
do (51). No sabemos quiénes eran los que en el 141
entraron a saco por la región de los edetanos, en la
parte de Valencia, pero iban acaudillados por un tal
Tanginus que el texto griego llam a «capitán de bando
leros» (52); parece ser, empero, a juzgar por el aspeto
céltico del nom bre, que procedían de entre los celtíbe
ros de la meseta superior. No era, pues, sólo en Lusita
nia, sino tam bién, aunque sin duda en m enor escala,
en Castilla y Cataluña.
Las incursiones acabadas de citar fueron en su m a
yoría de poca m onta; al menos, com paradas con las de
los lusitanos, que expondrem os a continuación, resul
tan modestas, como m eras escaramuzas. Bien es ver
dad que casi todas ellas acaecen en los primeros tiem
pos de la dom inación rom ana, época en la que el buen
(48) P O L Y B ., X I, 32.
(49) «... p e co ra , ra p ta p le ra q u e ex ip so ru m h o stiu m ag ris.»
(L IV ., X X V III, 33, 2.
(50) T e x to re fe re n te al a ñ o 206: «... hic la tro n e s la tro n u m q u e
duces, q u ib u s u t ad p o p u la n d o s fin itim o ru m agros te c ta q u e u re n
d a et ra p ie n d a p e c o ra a liq u a vis sit, ita in acie ac signis colantis
n u lla m esse.» L I V ., X X V III, 32, 9.
(51) «Eodem a n n o '— 1 8 3 — A. T e re n tiu s pro co n su l h a u d p ro c u
flu m in e H ib e ro in ag ro A u se ta n o e t p ro e lia se c u n d a c u m C e ltib e
ris fecit e t o p p id a , q u a e ibi c o m m u n ie ra n t, a liq u o t expugnavit.»
L IV ., X X X IX , 56, 1.
(52) .... Σηδητανίαν, ήν έδήου λήσταχοζ 6νομα Ταγγΐνοζ. Α Ρ Ρ ., lb e r .,
77.
juicio de Escipión y de Catón no llegó a excitar la
cólera e indignación de los iberos, como más tarde los
desmanes de Lúculo, Galba y Dicio, que ya hemos
narrado. Los brutales procedimientos de éstos y otros
gobernadores por el estilo crearon, andando el siglo II,
el mayor conflicto que tuvo Rom a en España; entonces
las cosas cam biaron radicalm ente, como vamos a ver
en unos cuantos ejemplos a m odo de estam pas.
42
El el 188-187, vemos de nuevo a los lusitanos devas
tando los campos andaluces de las tribus aliadas del
los romanos. C. Atilio les salió al encuentro cerca de
Jerez, en H asta Regia. El núm ero de estas gentes debía
de ser grande, ya que, según se cuenta, perecieron de
los lusitanos unos seis mil hom bres, siendo dispersado
el resto (55). Al mismo tiem po los celtíberos de las
mesetas hacían tam bién incursiones sobre los aliados
de los romanos (56).
En todos estos casos y otros más que no podemos
recoger aquí porque ello sería repetir la historia de las
luchas de independencia, vemos que aquellos llamados
«bandidos» no son ni más ni menos que «guerrilleros»
que ya no caen de improviso sobre tribus vecinas y
pacíficas, sino sobre aquellas que hoy llam aríam os «co
laboracionistas» .
La rebelión iba tom ando entre tanto grandes vue
los. Cuéntanos Apiano que por los años 155 a 153 unas
nutridas huestes de lusitanos, m andadas por un tal
Púnico, recorrieron toda la zona m arítim a de A ndalu
cía, la región costera que entonces estaba habitada por
los blast ophoenices —gentes en gran parte de origen
fenicio y cartaginés—, lo que equivale a decir que sus
nuevas correrías tuvieron por teatro la franja litoral
com prendida entre el Estrecho de G ibraltar y la pro
vincia de Almería. Esta vez los lusitanos no iban solos,
sino acom pañados de los vettones, gentes de Castilla la
Vieja, colindante con los lusitanos por el N.E. de su
territorio. Es muy posible que ambos pueblos fuesen
enemigos más de una vez, pero la causa común les hizo
olvidar rencillas pasadas y unirse contra el enemigo.
De esta acción estamos bastante bien informados. Sa
bemos que los blastophoenices eran aliados de Roma,
lo que justificaba la larga y peligrosa expedición, en la
que vettones y lusitanos hubieron de bajar hasta objeti
vos distantes de sus bases más de quinientos kilómetros.
Los lusitanos pusieron en fuga a dos generales ro
manos y m ataron a un cuestor, haciéndoles en conjun
to más de seis mil m uertos. Púnico fue herido más
tarde de una pedrada en la cabeza, de la cual murió.
Sucedióle otro jefe, que Apiano llam a Késaro. Entre
tanto había llegado de Roma otro ejército al m ando de
M ummio. El general rom ano logró dispersar a los lusi-
43
taños, pero éstos, habiéndose vuelto repentinam ente
sobre sus perseguidores, en una m aniobra del gusto de
los guerrilleros, hicieron a M ummio nada menos que
nueve m il m uertos, es decir, las dos terceras partes de
sus contingentes, y conste que estos datos proceden de
fuentes rom anas o grkgas con base en docum entos ofi
ciales. En manos de los guerrilleros cayeron, a más del
botín, arm as e insignias romanas, las cuales fueron
paseadas triunfalm ente por toda la Celtiberia, siendo
un incentivo p ara el levantam iento general que condu
jo a las guerras num antinas (57).
Al mismo tiempo, como si obedeciese a un plan
general apreviam ente establecido entre los pueblos pe-'
ninsulares, comienzan a agitarse las tribus celtibéricas
y los lusitanos del N. del Tajo bajan de nuevo y entran
en el Algarve y saquean toda la región de los' cuneos o
Kynetes, súbditos entonces de Rom a, tom ando su capi
tal, Conistorgis. Luego se corren por el S.E., llegando
hasta „el Estrecho de G ibraltar, el cual atravesaron a u
dazm ente, poniendo pie en el N. de Africa. Uno de los
grupos devastó esta región, m ientras otro puso sitio a
Okile, ciudad que se ha querido identificar con Arcila,
en la costa atlántica de Marruecos. El jefe de estos
lusitanos se llam aba Kaukeno. Sobre el contingente
lusitano habla bien claro el núm ero de m uertos que
M ummio logró hacerles: si las cifras no son exagera
das, subió hasta 15.000, que los textos dicen era el
total de las fuerzas lusitanas; pero es m uÿ posible que
estén am añadas por los analistas romanos, quienes fija
ron esta cantidad sin duda como réplica a los otros
15.000 hom bres que perdieron poco antes en las accio
nes de Púnico y de Késaro (58). Perm ítasem e subrayar
que la acción de Kaukeno en el N. de Africa es L·.
prim era intervención m ilitar conocida en nuestra his-
toria dentro de estas tierras, y que preludia en diecisie-
44
te siglos las que españoles y portugueses habían de
em prender para el dominio de la zona S. del Estrecho,
vital siempre para los intereses peninsulares. Antes y
después de la hazaña de Kaukenp los pescadores gadi
tanos, los del Algarve y los del Estrecho pescaban no r
m alm ente por el litoral m arroquí, bajando, como aún
hoy, hasta las Canarias y el S áhara español en busca
del rico banco pesquero de estas aguas. Los textos que
acreditan lo dicho son numerosos y explícitos y fueron
ya recogidos y comentados por m í en varias ocasiones
(59)·
Finalm ente, por no hacer interm inables los ejem
plos, recordemos que dos o tres años después —hacia
el 150— aparecen de nuevo los lusitanos, divididos en
dos grupos, saquean las regiones de la T u rd etan ia y las
cercanías de Cádiz, zona esta im portantísim a como b a
se que era de las comunicaciones de la Bética con
Rom a. El núm ero de estas tropas debía de ser tam bién
muy grande, ya que Lúculo les hizo en dos ocasiones,
según se dice, cerca de 5.500 bajas, amén de un gran
núm ero de prisioneros (60).
No es oportuno extenderse ahora en rem em orar las
epopeyas de Viriato y de los celtíberos, de todos sabi
das. Con los ejemplos aducidos basta p a ra nuestro p ro
pósito, que no es otro que tra ta r de conocer las causas
que dieron origen a la aparición de la «guerrilla» en
tiempos de las luchas con Rom a. Más interés tiene el
recoger algunos testimonios antiguos acerca del modo
de guerrear de estas form aciones. A ello vamos a dedi
car las líneas que siguen.
45
cias a su dureza pueden defender su cuerpo holgada
m ente. En la lucha lo m anejan con destreza, m ovién
dolo a uno y otro lado del cuerpo y rechazando con
habilidad todos los tiros que caen sobre ellos. Usan
tam bién picas hechas enteram ente de hierro y con la
p u n ta a m odo de arpón y llevan casco y espada muy
parecida a la de los celtíberos. Lanzan sus picas con
precisión y a larga distancia y causan a m enudo heri
das muy graves. Son ágiles en sus movimientos y ligeros
en la carrera, por ello huyen o persiguen con rapidez;
pero en cuanto a tenacidad para resistir al enemigb
quedan muy atrás de los celtíberos... En el com bate
avanzan rítm icam ente, entonando cantos guerreros
cuando atacan a los enemigos. Hay una costum bre
m uy propia de los iberos, pero principalm ente de los
lusitanos, y es que cuando alcanzan la edad viril, aq u e
llos que se encuentran más apurados de fortuna, pero
destacan por la fuerza de su cuerpo y por su denuedo,
se proveen de valor y tom ando sus arm as se reúnen en
las asperezas de los montes; allí form an im portantes
bandas que recorren Iberia am ontonando riquezas con
el robo. Y esto lo llevan a cabo sin gu ard ar respeto a
nada. Teniendo, pues, ligeras arm aduras y siendo muy
ágiles en sus movimientos y muy vivos de espíritu, difí
cilmente pueden ser vencidos por los demás. Conside
ran las anfractuosidades y asperezas de las sierras como
su patria y en ellas van a buscar refugio p ara ser im
practicables para los ejércitos grandes y pesados. Por
ello, los romanos, que h an hecho numerosas cam pañas
contra ellos, si bien han contenido sus audacias, no
lograron poner fin a sus depredaciones a pesar de sti
empeño» (61).
El texto de Diodoro que acabam os de traducir es
de suma im portancia y ha de proceder de Poseidonios,
que escribe sobre los lusitanos hacia el año 100 antés
de J.C ., es decir, unos lustros después de finalizar las
guerras lusitanas y num antinas. Como Poseidonios to
m a estos datos en la misma España y por boca de
romanos, m ilitares o civiles, y él mismo ha visto con sus
propios ojos parte, al menos, del teatro y de los perso
najes de aquellas sangrientas escenas, no es m ucho d e
ducir que las palabras de Diodoro son docum entos fi
dedignos como pocos. Y, en efecto, los testimonios
arqueológicos confirm an a satisfacción estos datos lite
rarios, según luego veremos.
Pasemos ahora al otro texto, al de Estrabón, que
(61) D IO D ., V. 34. 4 a 7.
46
com pleta el de Diodoro. «Dicen de los lusitanos —es
cribe el geógrafo— que son diestros en prep arar em
boscadas y en perseguir al enemigo; que son listos,
ágiles y disimulados. Su escudo es m uy pequeño, de
dos pies de diám etro, y cóncavo por el lado anterior; lo
llevan suspendido por delante con correas y no tienen
abrazaderas ni asas. Van arm ados tam bién de un p u
ñal o cuchillo que llevan junto a la espada. La mayor
parte de ellos usan corza de lino y no pocos cota de
m alla y casco de tres cimeras; los demás se cubren con
cascos tejidos de nervios. Los infantes usan perneras y
llevan varias jabalinas; algunos sírvense de lanzas pro
vistas de punta de bronce. Los lusitanos hacen sacrifi
cios y exam inan las visceras sin separarlas del cuerpo;
observan asimismo las venas del pecho y adivinan pal
pando. T am bién auscultan las visceras de los prisione
ros cubriéndose con m antos. Cuando la víctima cae
por m ano del adivino, hacen una prim era predicción
por el m odo de caer el cadáver. A m putan la mano
derecha de los cautivos y las ofrecen a los dioses» (62).
Los datos son tam bién sum am ente interesantes y
com pletan, sin repetir, a los de Diodoro. Es que en el
texto de Estrabón ha de proceder de Polybios, autor
que el geógrafo m anejó m ucho para escribir el libro
que dedica a España en su Geografía m onum ental.
Precisamente la parte que Polybios escribió sobre los
lusitanos se ha perdido y es probable —como hemos
dicho — que tengamos en este párrafo de Estrabón un
resumen de ella. Como Polybios recorrió parte de Es
paña justam ente cuando se desarrollaban los últimos y
más trágicos momentos de la larga rebelión de celtíbe
ros y lusitanos (Polybios llegó por lo menos hasta la
provincia de Soria, pues estuvo presente en el año 133
a la caída de N um ancia), sus datos son de máximo
crédito.
Sobre el arm am ento de estas tropas, aparte de las
noticias de Diodoro y Estrabón, tenemos los testimo
nios arqueológicos, que coinciden en todo y por todo
con los literarios. El escudo pequeño y redondo, muy
apto para la lucha cuerpo a cuerpo y para p arar los
dardos, escudo que, como dice Diodoro, m anejaban
con sum a destreza y agilidad moviéndolo alrededor del
cuerpo, es lo que en los textos latinos se llam a «caetra».
Este escudo era corrientem ente usado por los pueblos
de estirpe ibérica en general y tam bién a veces por los
célticos o celtíberos. De él se h an encontrado más de
(62) S T R A B ., I II. 3, 7.
un testimonio, pero aparecen m uchísimas veces em pu
ñados o colgados por delante o por detrás del tronco
en los soldados de a pie y de a caballo, representados
en centenares de figuritas de bronce coetáneas. T a m
bién los vemos en escenas esculpidas de Osuna y en las
pintadas sobre los vasos ibéricas, singularm ente los de
Liria (Valencia), en los que se percibe m uy bien la
particularidad recogida por Estrabón de ser cóncavos
por la parte delantera. Ello tendía sin duda a evitar
que los dardos o piedras resbalasen hacia afuera (63). ,
T am bién conocemos muy bien la espada, a cuya
funda iba adherida otra vaina pequeña que contenía
un cuchillo. Así en una sola arm a llevaban dos: la
espada y el cuchillo. Es lo que el texto de Diodoro
llam a «paraxiphís» ( παραξιφίς ) y que era realm ente un
arm a celtibérica usada tam bién por los lusitanos, como
advierte el texto de Diodoro. En cuanto a la pica la r
ga, toda ella de hierro (punta, asta y contera), llam ada
por los griegos «holosíderon» ( όλοαίδηρον )y por latinos
«soliferreum» que significa lo mismo (todo hierro), te
nemos tam bién muchos ejemplares, y de las específica
m ente lusitanas, que tenían una pu n ta en form a de
gancho, como la de un anzuelo, arm a terrible que
m ordía en los cuerpos sin separarse de ellos, causando
herida m ortales, como advierte Diodoro, conócense
tam bién algunos ejemplares hallados en Osuna (64).
Los cascos de cimeras, con crines volantes, nos son
conocidos por dos relieves tam bién de Osuna y oriun
dos de algún m onum ento donde César representó a los
lusitanos que servían a uno de los hijos de Ponpeyo
cuando la guerra civil, y a los cuales venció precisa
m ente en la citada ciudad andaluza. Tam bién se ven
en ellos y en otros relieves del mismo yacimiento las
corazas de lino de que.hablaba Estrabón (65).
Sobre el m odo de guerrear, estos textos no hacen
sino abundar en lo que se desprende directam ente de
los hechos ya expuestos y de otros que no hemos reco
gido por superfluos. Su coincidencia con los p ractica
dos por las guerrillas en nuestra G uerra de la In d e
pendencia es absoluta. Todas las m aniobras de ataque
y de defensa estaban plegadas a la naturaleza del terre-
48
no, que de intento se solía buscar entre los de condi
ción más áspera, con el fin de facilitar el ocultamiento
tanto al dar el golpe como al rechazar la réplica. Evi
taban, como es natural, todo encuentro a la descubier
ta, y si lo iniciaban era para sim ular una huida y con
ella atraer a los generales inexpertos a emboscadas cer
teram ente endidas. Así pereció, como se recordará, lo
más florido del ejército de M ummio, al que Késaro,
m ató 9.000 hombres, vale como decir las dos terceras
partes del total de sus fuerzas. Y es que el ejército de
M ummio acababa de llegar de Rom a y se envalentonó
tanto con la prim era aparente victoria que Késaro su
po sim ular, que persiguiendo a los enemigos no supo
defenderse cuando éstos de improviso se volvieron co
mo rayos contra los incautos perseguidores. Tales h e
chos son muy frecuentes y a ellos aluden los epítetos de
ligeros, ágiles de movimientos, rápidos, listos, vivos de
espíritu, disimulados, diestros en emboscadas, con que
los textos transcritos aluden a los lusitanos y otros no
recogidos a todos los demás iberos o celtíberos del resto
de España. Es que entonces, como en 1808, las carac
terísticas del terreno y la falta de grandes ejércitos re
gulares y bien organizados im ponían la aparición de
guerrillas y el empleo de una táctica peculiar. Ello lo
hemos visto repetirse tam bién en nuestros días en paí
ses distintos al nuestro, pero en condiciones de terreno
y en circunstancias políticas m uy similares.
Sobre el sacrificio de víctimas hum anas, corriente
entre los lusitanos, a lo que aluden Estrabón y otros, es
signo del nivel cultural en que estos pueblos del Occi
dente de la Península se hallaban al llegar los romanos.
Pero el desarrollar este tem a es salirse del propósito
que nos ocupa en el m om ento, por lo que lo soslaya
mos. No he de cerrar, em pero, este punto sin recoger
otro testo, breve y curioso, sobre los lusitanos. Apiano,
hablando de Viriato, dice que sus tropas se presenta
ron en un asalto a la ciudad de Itucci (la actual Mar-
tos, en Jaén), en núm ero de seis mil hombres, con gran
clam or y estrépito, exhibiendo largar cabelleras, que
sacudían para im poner pavor al enemigo (66). A esta
misma costum bre alude Lucilio cuando refiriéndose al
caudillo lusitano dice de él que tenía la costumbre de
m enear la cabeza dando al viento su larga cabellera,
49
que le caía sobre la frente (67). Los relieves de Osuna
m uestran tam bién a las claras esta p articu larid ad (68).
50
De los textos se desprende que dichas torres-atala
yas fueron especialmente abundantes en el Mediodía y
Levante de la Península. En efecto, dada la riqueza
natural de estas dos regiones, su m ayor población, su
im portancia estratégica para los cartagineses o rom a
nos, el carácter m ontañoso predom inante y la proxim i
dad de la costa, estaban más expuestas que las ciuda
des del interior a golpes de m ano imprevistos, razón
que explica suficientem ente la m ultiplación de estos
fortines, cosa que además de constar reiteradam ente
en los mismos textos coetáneos lo confirm an hallazgos
arqueológicos.
Su existencia parece datar, sin em bargo, de tiem
pos muy anteriores a la dom inación cartaginesa y ro
m ana. Las posibles incursiones piráticas a que debían
estar expuestas las poblaciones de la costa y la división
étnica, frecuentem ente hostil, de las poblaciones del
interior, debieron aconsejar desde tiempos remotos la
construcción de estos fortines-atalayas para defensa y
aviso de las ciudades, campos y costas amenazados por
tales peligros, siempre posibles.
Al iniciarse las guerras anibálicas, los púnicos m ul
tiplicaron, al parecer, su núm ero, alzando en todos los
cabos atalayas vigilantes, según nos dice Livio (69). A
ellas debe referirse tam bién Plinio al llam ar, tanto a
las de España como a las de Africa, «turres de H anni
balis» (70). La im portancia que desde el prim er m o
m ento tuvieron las luchas entre cartagineses y romanos
en nuestra Península, a lo largo de la segunda Guerra
Púnica, explica tam bién que estos fortines-atalayas se
prodigasen igualm ente en el interior. Luego, term ina
das estas guerras, comenzaron los frecuentes levanta
mientos de los indígenas contra sus nuevos dom ina
dores.
Véase en el texto que sigue una breve pero elocuen
te demostración de lo dicho. C uenta el anónimo autor
de Bellum Hispaniense —que estuvo actuando en las
cam pañas de César contra los pompeyanos en la Ulte- ,
rior (año 45) —, que p ara precaverse de las frecuentes
incursiones de los bárbaros, todos los puntos alejados
de las ciudades de la Ulterior se hallaban en su tiempo
protegidos con torres y fortificaciones que servían al
mismo tiempo de atalayas, que por su elevación po
dían descubrir m ucha tierra a la redonda (71).
(69) « C arthaginienses q u o q u e c u m speculis p o r onia p ro m u n -
tu a r ia positis p e rc u n c ta n te s p a v e n te sq u e a d singulos n u n tio s solli
c ita m h iem e n egissent.» L IV ., X X IX , 23, 1.
(70) P L IN ., N . H ., II, 181, y X X X V , 169.
(71) «... h ic e tia m p ro p te r b a r b a r o r u m c reb as excursiones
51
Idéntica referencia hallamos en Livio, quien escri
biendo a propósito de las guerras anibálicas en la P e
nínsula dice: «Tiene España m uchas torres dispuestas
en lugares elevados y usadas como atalayas y defensas
contra los ladrones» (72).
Dice tam bién el citado historiador latino que en el
año 212, Cn. Escipión, derrotado por los cartagineses,
hubo de buscar refugio en una de estas torres, sita* en
cierta altura desnuda y rocosa, tanto que no sólo fue
imposible reforzar su defensa con em palizadas por c a
recer de vegetación, sino que ni aun siquiera pudieron
abrir trincheras o alzar parapetos de tierra por ser todo
el cerro de roca viva (73).
El ya citado autor del Bellum Hispaniense dice que
la torre donde se refugió C. Pompeio tras de M unda
(año 45) estaba situada en una región de difícil acceso,
naturalm ente condicionada p a ra que, aun atacando
una gran m ultitud, pudiesen defenderse en la torre
unos cuantos hombres. En efecto, allí se resistió Pom
peio con su guardia lusitana, rechazando varias veces a
los asaltantes, hasta el punto que, p ara obligarle a
rendirse, éstos tuvieron que cercar por entero el reduc
to con trincheras y vallas (74).
De los textos recogidos se desprende, pues, que las
citadas torres-atalayas eran abundantes y que su situa
ción las hacía inexpugnables por alzarse en cerros
abruptos y bien defendidos naturalm ente, al modo de
nuestros castillos medievales. Servían principalm ente
p ara vigilar las costas y vías interiores. Su eficacia exi
gía adem ás que estuviesen enlazadas con otras, a fin de
transm itir rápidam ente, por medio de señales, el peli
gro que se avecinase, tal como se ha usado hasta hace
poco. H acían, pues, el oficio de verdaderos semáforos.
De noche, y tam bién quizá de día, em pleábase el fuego
como señal d e'alarm a. Plinio habla de ellos ocasional
m ente refiriéndose a las torres costeras de España y
Africa a propósito de ciertas observaciones sobre la
m archa y sucesión de la noche al día (75).
o m n ia lo ca q u a e su n t ab o p p id is re m o ta , tu rrib u s e t m u n itio n ib u s
r e tin e n tu r, sic u t in A frica; ru d e re n o n tegulis te g u n tu r, sim u lq u e
in his h a b e n t speculas et p r o p te r a ltitu d in e m la te lo n g e q u e p ro sp i
c iu n t.» B ell. H isp ., V III, 3.
(72) «M ultas et locis altis positas tu rris H isp a n ia h a b e t, q u ib u s
e t speculis e t p ro p u g n a c u lis adversus la tro n e s u tu n tu r.» L IV .,
X X II, 19, 6 (seguim os la re cien te e d ic ió n d e los libros X X I y X X II
del señ o r V A L L E JO ).
(73) L IV ., X X V , 36, 2 y 13. E sta to rre d e b e situ a rse en la
re g ió n del S. E. d e la P en ín su la.
(74) B ell. H isp ., X X X V III, 3 y ss.
(75) «... in qu is p re a e n u n tio s ignes sex ta h o ra d iei accensos
52
Su estructura arquitectónica era varia y nos es co
nocida en parte por los restos estudiados. Eran circu
lares, cuadrangulares y elípticas; si tuvieron varios p i
sos no es más que una conjetura verosímil; que eran
relativam ente grandes se desprende de los dos hechos
antes citados, referentes a Cn. Scipión y Cn. Pompeio.
El prim ero pereció en ella con su séquito. Tenía ade
m ás varias puertas que incendiaron los sitiadores para
poder penetrar (76). El segundo se defendió con sus
lusitanos hasta el último m om ento (77). Eran por lo
general de tapial, hecho con moldes de m adera y muy
resistentes al fuego y a la intem perie, tanto como si
fuesen de cemento. En tiempos de Plinio el Viejo (siglo
I después de J.C .), que estuvo en España y de quien
proceden estos datos, aún veían por doquier estas vie
jas torres casi intactas. (78). Su techo era, al menos en
cierta zona de la región de Córdoba, no de teja, sino
de m ortero tam bién (79).
.Que estas torres pudieron d ar lugar en algún caso a
la concentración de un pequeño núcleo de viviendas
alzadas a su am paro, se desprende de un texto lap ida
rio en el cual se habla de una ciudad llam ada Turris
Lascutana (80). Plinio habla de una com unidad de
nom bre Lascuta, sita en el Conv. gaditanus (81). Sería
pues, una aldea nacida alrededor de una de las torres
que vigilan la zona circundante a Lascuta (82). Casos
ciertos son los de T orre C rem ada (en el Bajo Aragón) y
Lucena del Cid (Castellón), de los que luego hablare
mos.
Estas torres-atalayas conocidas por la arqueología
fueron estudiadas por mí recientem ente (83). De ellas
harem os aquí una ligera m ención. En la partida de los
Hoyos, térm ino de Lucena del Cid, población asentada
a unos mil m ' "ros sobre el nivel del m ar, en un escalón
que hace de avanzada de la meseta aragonesa, hay
53
restos de una torre de éstas. Alzábase sobre una pro m i
nencia dom inando un amplio valle que actualm ente
cruza la carretera a Puebla de Arenoso y que antes fue
paso obligado p ara ascender a las serranías turolenses.
T rátase de cierta construcción elíptica que en planta
acusa dos recintos, el exterior de doble m uro, y un
interior sencillo. Entre uno y otro corre todo alrededor
un estrecho pasillo de sólo un m etro de anchura. T ie
nen ambos recintos sendas entradas con luz, de algo
más del m etro, pero situadas una con respecto a otra
de modo que no se corresponden; esto no puede expli
carse sino como una entrada de fortín, ya que está
concebida para que el supuesto enemigo, si lograba
franquear el prim er recinto, se hallase, em pero, ante
el m uro del segundo, viéndose así sometido a un eficaz
tiro cruzado antes de poder penetrar por el segundo
vano. Estaban cerradas con puertas de m adera, a juz
gar por las huellas de sus jam bas. El aparejo de sus
m uros es de sillares grandes, labrados ligeram ente al
exterior, colocados con cierta regularidad sin m ortero
alguno. Su situación estratégica, así como la reciedum
bre de los muros, con un espesor que alcanza los cuatro
m etros en el doble exterior y dos en el interior, a p a r
te el reducidísim o espacio interno, habla en favor
de la interpretación dicha, ya que además excluye
cualquier otra. Los hallazgos sueltos pertenecen a una
época que va del siglo III antes de J.C . al I de la Era
por lo menos. Es posible que en este últim o m om ento,
es decir, ya en plena romanización, cuando la torre
había perdido su estricta razón de ser, se alzaran a.sus
alrededores las viviendas de un pequeño poblado cuyos
restos parecen haberse descubierto. Recuérdese lo d i
cho antes a propósito de Turris Lascutana (84).
O tra torre por el estilo sería la llam ada T orre Cre-
m ada, en el térm ino de Valí del T orm o, en el Bajo
Aragón, es decir, a unos 50 kilómetros tierra adentro y
en línea recta del delta del Ebro. Presidía, como la
anterior, un caserío de cierta extensión no excavado.
La torre alza aún varios m etros y tiene form a más o
menos circular; adosada a ella hay varias habitaciones
dispuestas radicalm ente. Sus muros son como los de
Lucena (85). Hay indicios de varias torres más en esta
misma región, de los alrededores de Calaceite, pero ni
54
se han excavado ni de ellas hay descripción alguna
( 8 6 ).
Una torre, quizá con poblado circundante, fue, al
parecer, la que se alzó cerca del Castillo de Lucubín,
m unicipio de la provincia de Jaén, en las proximidades
de la de G ranada, cerca de Alcalá la Real. Hállase en
m edio de la sierra, en un extenso y elevado cerro desde
cuya cúspide se divisan dilatados panoram as. Todavía
subsisten fuertes muros de dobles m urallas que rodean
la cum bre del cerro a modo de fortaleza. Cerca de
ella y en otra em inencia se ven tam bién muros derrui
dos de un antiguo castillo (87).
Torres-atalayas fueron tam bién algunos recientos
pequeños, pero de gran aparejo,: que Góngora vio en la
provincia de Jaén, como el que dicen Los Corralejos,
sito cerca del puente de Mazuecos, sobre el G uadalqui
vir (entre la G uardia y Pegalajar); o el Castillo de
Ybros, cerca de Beza, de planta rectangular y unos 15
metros de lado. Este último tiene sillares, algunos colo
cados en la parte superior, que m iden 3,60 metros de
largo por 1,63 de ancho. El Casarán del Portillo (al N.
de C abra) es un cuadrado de 16,20 m etros de lado y
m uros de 1,70 m etros de grueso, de piedras que miden
a veces 2,50 metros de longitud (88).
Las mismas necesidades que obligaron a los indíge
nas a construir torres-atalayas hicieron que los rom a
nos las conservasen y aun las repitiesen por lo general,
sirviéndose para ello de los mismos procedimientos y
formas indígenas. Por ello, en ciertos casos, es difícil
saber si se trata de réplicas rom anas, pero en todo caso
es claro que siguen la vieja tradición local.
Por ibéricas han de tenerse las torres de San Pol de
M ar y la de Seros. La prim era (pocos kilómetros al
N.E. de Barcelona) es rectangular, de sólo 9 por 12
m etros. Por delante de ella se ven aún los restos de dos
recintos am urallados que defendían el escarpe de acce
so antes de llegar al tercero y más alto, en cuyo centro
se alza la torre (89).
55
La de Seros, en la confluencia del Segre y el Cinca
(Lérida), es trapecial y está construida con grandes
piedras en hiladas, de las que se conservan hasta ocho;
algunas de las piedras m ieden un m etro de largas (90).
Más dudosa, en cuanto a su atribución, es la de
Castellnou de Meca, entre A gram unt u Ossor (Lérida).
Juzgando por su aparejo, se trata, probablem ente, de
una obra rom ana, pero es claro tam bién que sigue la
tradición indígena, de cuyos poblados hay restos en la
com arca. T rátase aquí de una torre circular con un
diám etro de 8,30 metros, rodeada en parte de un m u
ro de 2,60 metros de grueso. Es posible que la pequeña
cám ara circular del interior de la torre estuviese cubier
ta con cúpula de tapial, como era tradición y los textos
dan como corriente. El m uro exterior, de traza casi
sem icircular, defendía el acceso por la ladera del ce
rro. La buena labra de los sillares y el hecho de dejar
en bruto la parte central del param ento denuncia obra
rom ana (91). R om ana por. entero parece ya la torre de
Llinás, cerca de Valles (T arragona), de planta circular
aparejo muy perfecto (92).
56
sobre las fértiles y risueñas llanuras del Duero por el
N orte y del Tajo por el Sur, circunstancia esta que
unida al carácter abrupto de la sierra y de sus estriba
ciones secundarias (G uardunha, M uradal, L apa, etc.)
explica la im portancia que en su tiem po tuvo como
sede y reducto de los «bandidos» lusitanos, «siempre
abundantes en ella», dice Dión Cassio (94).
Cuando César fue enviado a la Península como pro
praetor de la Ulterior hubo de dedicarse a com batir a
estos lusitanos. De sus cam panas no tenemos ab u n d an
cia de datos, pero son suficientes para saber lo fu n d a
m ental de ellas: en los propósitos de César entraba el
llegar a las regiones del N .O ., a Galicia. Por entonces
no había más camino practicable p ara pasar al otro
lado del Duero que el camino de la costa, es decir,
siguiendo la orilla atlántica portuguesa de Sur a Norte
y cruzando los ríos por sus desem bocaduras. La tierra
por esta zona litoral era rica y adem ás el ejército podía
tener siem pre el apoyo de la escuadra, si era necesario.
Esta es la 'razón por la cual César no pretendió resolver
el problem a de los «bandoleros» por vía pacífica y eco
nóm ica, que hubiese sido lo más eficaz, pero tam bién
lo más largo, sino que hubo de intentar someterlos
rápidam ente, pues no era prudente dejar atrás un foco
de amenazas tan activo como el del Mons Herminius.
Parece ser que los indígenas de la Ulterior, de la
Baetica, pacificados de tiempo atrás, habían llam ado
a César urgentem ente p ara librarlos de los lusitanos,
que por lo visto seguían haciendo incursiones de ra p i
ña (95).
César, que había salido de Rom a precipitadam ente
por esta razón, o según se sospecha p ara huir de sus
acreedores, llegó a su provincia y se puso al punto en
m archa para someter a los depredadores. Estos no eran
todos los lusitanos, como es lógico suponer, sino sólo
los que h ab itaban en las sierras y hacían vida de aven
tura y saqueos. El futuro dictador, para extirpar de
una vez tan molesta plaga, se dirigió sin rodeos al
Monte Herm inio, a cuyos pobladores les exigió bajar a
la llanura con la idea de que en ella ya no podrían
dedicarse a sus «razzias» acostum bradas.
César, sin em bargo (seguimos casi al pie de la letra
la narración de Dión Cassio, historiador griego de co
mienzos del siglo II, después de J.C .), sospechaba con
57
razón que tal orden no había de ser obedecida, y en
ello procuró precisam ente apoyarse p ara declarar la
guerra, salvando las fórm ulas. Los lusitanos, en efecto',
no accedieron y la guerra estalló. Parece ser que César
pudo someterlos por el m om ento (96). El pánico entre
las poblaciones cercanas debió ser grande, pues las
fuerzas de César sum aban, según Plutarco, treinta co
hortes, como era lo norm al en un ejército pretoriano,
es decir, unos 15.000 hom bres (97). Cassio nos dice
que los pueblos vecinos, tem iendo ser atacados por los
romanos, huyeron precipitadam ente al otro lado del
Duero, llevándose a sus mujeres y sus niños, así como
sus enseres y ganados. Parece ser que estas gentes vivían
en el llano, a orillas del Vouga y del M ondego (en la
actual provincia de Beira M ar), que no h ab ían p a rtici
pado en la guerra del Mons Herm inius. De todos m o
dos César ocupó los lugares por ellos abandonados y los
atacó en su huida (98).
C uando César estaba en estas operaciones, sin duda
ya a orillas del Duero, tiene noticia de que los del
M onte H erm inio se h an levantado de nuevo. César se
volvió y atacándoles por otro punto (acaso por la parte
occidental de la sierra) les obligó a retirarse hacia el
m ar.
Los lusitanos hubieron de refugiarse en una isla, tal
vez de las Berlangas, o acaso m ejor, la actual penínsu
la de Peniche, antes islote. César envió a ella parte de
sus huestes, que fue exterm inada porque la corriente
arrastró las balsas, quedando los soldados dispersos y
sin com unicación con tierra. César m andó venir de
Cádiz navios de mayor porte, con los que pudo desem
barcar su ejército y someter a los huidos (99). Así ter
m inó, si no el bandolerism o, al menos uno de los focos
m ás peligrosos, el de la Sierra de la Estrella.
Que las cam pañas de César no fueron bastante para
poner térm ino a las depredaciones de las bandas in d í
genas, dícelo los rebrotes que pronto salieron acá y
58
allá. Doce años después, en el 48, Casio Longino tuvo
que volver al Mons Herminius para som eter a los me-
dobrigenses allí refugiados tras la tom a de su ciudad,
M edobriga (100). Varrón, por ejemplo, que estaba en
España durante las guerras civiles de César con los
pompeyanos, recom ienda en su A gricultura que no se
cultiven tierras cercanas a Lusitania por muy fértiles
que fueran, ya que estaban expuestas a las correrías de
los lusitanos (101). Algo más tarde Virgilio alude toda
vía en sus Geórgicas a la costum bre lusitana de robar
ganados (102).
Parece ser que la Bética no se vio libre del bandole
rismo aislado a pesar de la vigilancia rom ana. Hay
indicios de que en pleno siglo I antes de J.C ., es decir,
m ucho después de term inadas las guerras lusitanas,
existían al parecer en la M ariánica algunas partidas
sueltas. Es muy curiosa la carta que Asinio Polión es
cribe a Cicerón. Polión era legado de César en la U lte
rior desde el año anterior. En ella dice que sus correos
a Rom a habían sido detenidos siem pre en Sierra M ore
na y que los latrocinios habían sido frecuentes por en
tonces (103). En el año 45, la región de Córdoba p a d e
cía aún de incursiones de esta clase (104).
En tiempos de Estrabón, si juzgamos por sus afir
maciones, ya recogidas líneas antes al tra tar de las
causas económicas de esta costum bre, los latrocinios
habían cesado en virtud de la única m edida justa y
eficaz con la entrega de tierras a los menesterosos de
los pueblos serranos. Estos fueron obligados a bajar a
los llano y a cultivar como pacíficos labradores sus
campos (105). Ello no fue tal bastante, pues la práctica
de este género de vida debió crear una costum bre difí
cil de desarraigar; no todos los componentes de las
bandas que hemos visto tra tar con los romanos estaban
dispuestos a deponer las arm as en cuento les diesen
tierras; hubo de haber muchos que prefiriesen, por su
(100) De B. A le x ., X L V III, 1, 2.
(101) «... m u lto s enim agros egregios colere n o n e x p ed it p ro p
te r la tro c in ia vicin o ru m , u t in S a rd in ia q u o sd a m , qui su n t p ro p e
O eliem , e t in H isp a n ia p ro p e L u sita n ia m .» V A R R O , R . R ., I,
16, 2.
(102) «... n u m q u a m c u sto d ib u s illis / n o c tu rn u m stab u lis fu
rem in cu rsu sq u e lu p o ru m / a u t im p a c a to s a terg o h o rreb is H i
beros.» V E R G ., G eorg., III, 406-08. V éase ta m b ié n los c o m e n ta
rios d e Servio a los versos dichos.
(103) «N am saltu s C astulonensis, q u i se m p er te n u it nostros t a
b ellario s, etsi n u n c fre c u e n tio tib u s la tro c in iis in festio r factu s est...»
C IC . A d J a m ., X , 31, 1.
(104) B. H isp ., V III, 3.
(105) E str., III , 3, 5.
59
tem peram ento u otras razones, la vida de la aventura.
En el siglo II, por ejemplo, A driano hubo de dirigir
aún a la Bética un rescripto sobre el delito de abigeato
o cuatrería (106), rescripto que Ulpiano trasladó luego
a su De officio proconsulis y formó parte más tarde del
Digesto (107).
El últim o foco vivo quedó en la región del N. y
N .O ., adonde no llegaron las arm as rom anas sino con
las cam pañas de Augusto en las llam adas Guerras C ánta -
bras, a fines del siglo I, anterior a la Era. Allí existía
una anarquía sem ejante a la que hubo de existir entre
las tribus del N. del Tajo antes de las acciones ya
referidas (108). T erm inadas las Guerras C ántabras en
el año 19 antes de J.C ., la región m ontuosa del N. y
N .O . se limpió de esta vieja costum bre, entrando en
los caminos norm ales de vida gracias a las arm as ro m a
nas. Pero aún quedaron algunos rescoldos que les die
ron que hacer. Se cita el nom bre de un jefe, un tal
Corocotta, que los textos dicen era «muy poderoso», a
cuya cabeza se le llegó a poner el público precio, no
pequeño por cierto, de 200.000 sestercios. Como este
caso se cita no bien term inaron las referidas guerras, es
de suponer que la banda de Corocotta recogía a todos
los fugitivos indígenas que por no entregarse a los ro
manos preferían vivir de la aventura y el asalto (109).
Al comienzo de la Era aún pululaban en C antabria los
bandidos, si bien en trance de desaparecer o ya to tal
m ente reducidos (110).
(106) Coll. L e g ., I l l; 1, 3.
(107) D ., I, 6, 2.
(108) D e G a lic ia d ecía T R O G O P O M P E Y O (e n JU S T IN O ,
X L IV , 3, 7) e n esta época: «Fem inae res d o m estic as a g ró ru m q u e s
c u ltu ra s a d m in is tra n t, ipsi a rm is e t ra p in is serv iu n t.» S o b re la f a
cies c u ltu ra l en q u e vivían los galaicos y c á n ta b ro s en estas fechas
véase C A R O B A R O JA : L o s p u e b lo s d e l N o rte d e la P en ín su la
Ib é rica , M a d rid , 1943.
(109) CASS. D ., L V I, 43, 3.
(110) E S T R ., I I I , 3, 8.
60
Revueltas campesinas en la Galia e H ispania
Bajo Im perial
E. A . Thom pson
61
para discutir los métodos precisos de explotación o,
para ser exactos, qué gota colmó el vaso hasta el p u n to '
de obligar al campesino finalm ente a tirar sus aperos
desesperado y echarse al m onte. Pero m ientras tanto
puede ser preferible recoger los datos que se refieren a:
a) la extensión en el tiempo y en el espacio de los
movimientos campesinos de la Galia e H ispania.
b) la organización y tácticas de los B acaudae y
c) los objetivos de su movimiento.
Los levantam ientos de los B acaudae, y no digamos
nada sus objetivos y organización, han sido casi total
m ente silenciados por los escritores contem poráneos a
su actividad. Todas nuestras fuentes en m ayor o menos
m edida pertenecían a las clases propietarias del Im pe
rio y, por lo tanto, en mayor o m enor grado tenían
razones p a ra tem er a los Bacaudae. Cuando se le am e
naza peligrosam ente, una clase propietaria frecuente
m ente ocultará (si puede), e incluso negará, la existen
cia real de aquellos que pretenden su destrucción. Esta
es la causa de que el autc>r de un panegírico del E m pe
rador M axim iano, por cuya victoria sobre los B acaudae
en el 286 no podía evitar mencionarlos juntos (pues era
la prim era y, en cierto modo, la más interesante de las
victorias del Em perador), se satisfizo a sí mismo aludien
do brevem ente al carácter de los enemigos del E m pera
dor, añadiendo a renglón seguido: «Paso sobre ello
rápidam ente, pues veo preferirías el olvido de esta vic
toria más que su gloria». Y poco después no se atreve a
tanto sino que desprecia todo el tem a en una breve
frase en la que se m enciona explícitam ente a los odia
dos Bacaudae: «Omito tus innum erables luchas y victo
rias por toda la Galia», en las que sus enemigos habían
sido campesinos romanos (4). Esta costum bre de om itir
a los B acaudae se repite en un historiador, por otra
parte, escrupuloso, del siglo cuarto que nunca se c a n
saba de asegurar a sus lectores que falsificar la historia
no es menos crim inal que om itir m encionar los hechos
62
im portantes (5). De la misma m anera, sobre los objeti
vos de los rebeldes se da el hecho exasperante pero en
absoluto inesperado de que en la literatu ra de la E uro
pa Occidental de los siglos tercero, cuarto y quinto,
sólo una frase, una línea de un poeta apoético, un
m ero pentám etro, nos habla de ello (6). Parece correc
to deducir entonces que las revueltas campesinas fue
ron considerablem ente más frecuentes y extensas de lo
que nuestras fuentes explícitam ente nos refieren de
ellas. Y a pesar de que la palabra Bacaudae no fue
usada hasta fines del siglo tercero, el fenómeno que
designa se había forjado en la atención de los historia
dores de un siglo antes.
La prim era gran revuelta gala e hispana del tipo
que nos interesa tuvo lugar a fines del siglo segundo,
cuando las calamitosas guerras de M arco Aurelio y la
interm inable plaga, fueron seguidas por las guerras
civiles de Septimio Severo y sus rivales. Esto es, que los
grandes propietaros hicieron cuanto pudieron por p a
sar las cargas colosales creadas por estos desastres sobre
los hom bros de las clases más pobres. Y la masiva reac
ción de los oprimidos se inició en los años ochenta del
siglo segundo. La revuelta de M aterno es, en su m agni
tud, y sin duda en su fin tam bién, única en la historia
del Alto Im perio (7).
M aterno era un soldado con grandes hazañas en su
haber que desertó del ejército sobre el año 186 y persua
dió a algunos de sus cam aradas de hacer lo mismo. «En
poco tiempo», escribe nuestra única fuente sobre su
carrera, «reunió una banda num erosa de malhechores,
y al principio recorría pueblos y campos y los asolaba;
pero cuando fue más poderoso agrupó una mayor m u l
titud de m alhechores con promesas de buenos botines y
una porción de los ya obtenidos, de tal m odo que no
tuvieron más el status de bandidos sino de enmigos.
Pues ellos ahora atacaban las ciudades m ás grandes y
abriendo las prisiones liberaban a aquellos que habían
sido confinados en ellas, no im porta de qué se les hubie
ra acusado, les prom etían la im punidad y con buenos
tratos conseguían que se les unieran. R ecorrían toda la
tierra de los galos e hispanos atacando las ciudades más
63
grandes; quem ando parte de ellas y asolando el resto
antes de retirarse».
M aterno tuvo solo que levantar el estandarte de la
revuelta p ara ser secundado por «una banda de m alh e
chores». Eran, evidentem ente, hom bres oprim idos y ex
propiados prestos a recurrir a la violencia en m uchas
partes del oeste del Im perio (el mismo M arco Aurelio se
había visto obligado a enrolar «a los bandidos de Dal-
m acia y Dardania» (8) en sus ejércitos en un período de
crisis desesperada durante sus luchas contra los b á rb a
ros) y cuando M aterno puso en m archa sus operaciones
pudo obtener (como debemos suponer) un vasto núm e
ro de esclavos huidos, colonos, granjeros arruinados,
desertores del ejército y demás. O tra fuente reseña que
durante la revuelta de M aterno «innumerables deserto
res arrasaron las provincias de la Galia»; y llam a a la
revuelta «la G uerra de los Desertores», para anunciar la
cual «los cielos se abrieron en llamas» (9).
Pero el movim iento fue claram ente algo más que un
problem a de desertores del ejército a pesar de que éstos
sin duda proveyeron los líderes. Independientem ente de
la descripción de Herodiano de aquellos que tom aron
parte en ella, su misma am plitud indica que era un
peligroso levantam iento de las clases oprim idas de la
Galia e H ispania: era el prólogo de los B acaudae (10).
Un movim iento como éste no puede ser explicado sola
m ente por el deseo de un grupo, de pobres y solitarios
soldados, de enriquecerse a través del robo y el asalto de
carreteras; por eso Herodiano no tra ta de explicarlo.
Esta era una organización que operó desde la Galia
Lugdunensis hasta Hispania durante unos cuantos
años, y, como un em inente jurista rom ano puntualizó,
los «bandidos» no podían escapar a la destrucción a
menos que fueran sostenidos por la población entre la
que actuaban (11). Más aún, eran tan poderosos que
podían atacar «a las mayores ciudades» con éxito. Inclu
so el eficiente y cruel Septimio Severo, que fue gob ern a
dor de la Galia Lugdunensis, fue incapaz de suprim ir
los, tuvo que pedir ayuda al gobierno central, quien se
vio obligado a enviar un ejército a la Galia central y
m eridional.
Las grandes zonas de las provincias que cayeron
bajo el control de los hom bres de M aterno pueden ser
(8) SH A M a rc u s X X I, 7.
(9) Ib id . Pese. N ig. I l l , 4; C o m m o d , X V I, 2.
(10) A . D . D M IT R E V , D vizh en ie B a g a u d o v, V estn ik D revnei
Isto rii, 1940, III , IV , p p . 101-114, p rim e ro in d ic a el sig n ific a d o d e
M a te rn o y sus seguidores.
(11) U L P IA N O , D igest, 1, 18, 13 p r.
64
difícilm ente consideradas como zonas de pillaje en m a
sa. M uchas propiedades debieron haber pasado al po
der de M aterno y es difícil creer que los propietarios
continuaran ejerciendo sin problem as la posesión de sus
tierras y explotando tranquilam ente a aquellos esclavos
y otros trabajadores que no se habían sum ado ya a las
bandas de M aterno. No tenemos m uchas pruebas direc
tas acerca de lo que les ocurrió a los propietarios de
tierras, pero pudo ser que fuesen expropiados y posible
m ente esclavizados: de cualquier m anera, esto es lo que
parece que les sucedió durante las revueltas Bacaudae
posteriores.
Como quiera que fuese, cuando un ejército del go
bierno central fue enviado a la Lug’dunensis, los hom
bres de M aterno, o algunos de ellos, se retiraron de la
escena de sus actividades, pero solam ente para acom e
ter lo que fue después su em presa m ás dram ática y la
causa inm ediata de su caída. En pequeños grupos co
m enzaron a infiltrarse en Italia y Rom a, como Rómulo
y sus pastores tiem po atrás, determ inados a asesinar al
E m p e ra d o r C om odo c u a n d o to m a b a p a r te en un
festival a la M adre de los Dioses y hacer a M aterno
em perador en su lugar. El plan mismo nos sugiere que
M aterno y sus seguidores no eran representantes ni p re
decesores de form a alguna de sociedad futura: sus ideas
no incluyen ningún nuevo m odo de vida social. Su fin
era solam ente reem plazar un E m perador por otro, si
bien éste sería uno de los suyos. Métodos «anarquistas»,
de terrorism o personal ju nto a fuertes ambiciones perso
nales hicieron su aparición, y, como ha sucedido
frecuentem ente bajo circunstancias similares, la desinte
gración de la banda no estaba lejos. Los éxitos y am b i
ciones de M aterno le hicieron perder el contacto con los
intereses de sus seguidores, y fue traicionado por algu
nos de sus cam aradas contentos de ser dirigidos por un
bandido pero no por un ««señor y un Em perador».
M aterno fue cogido y decapitado, pero el movimiento
que él había dirigido de ninguna m anera desapareció
totalm ente. A proxim adam ente unos veinte años des
pués, un general se vio obligado a operar en la Galia
con destacam entos de no menos de cuatro legiones con
tra «disidentes y rebeldes», sin duda m uchos de ellos del
mismo tipo de personas que habían actuado bajo las
órdenes del mismo M aterno; y no se dice que las fuerzas
gubernam entales obtuvieron im portantes victorias (12).
(12) D ESSA U , 1153. P ro b a b le m e n te ellos fu e ro n reforzados
p o r los re m a n e n te s d e e jé rcito d e C lodio A lb in o . S o b re u n eje'rcito
d a to a l b a n d o le ris m o tra s su v ic to ria ver L IB A N IU S , O r X V III,
104 (M a g n en tiu s).
65
Para H erodiano, M aterno era un m ero desertor, es
decir, un agitador, y sus seguidores una banda de crim i
nales y terroristas. De hecho, a pesar de todo, parecían
más un poderoso ejército, una· com binación de solda
dos, campesinos y otros, cuya actuación fue el prim er
acto en la larga historia de los Bacaude. El carácter de
su movimiento debe ser distinguido claram ente del típ i
co bandolerism o que podía ser encontrado en las esqui
nas del Im perio por aquel tiempo y cuya elim inación
era parte de los deberes diarios de las fuerzas arm adas
gubernam entales (13), para los bandidos norm ales era
de poco interés obtener el control de amplias zonas d i
las-provincias y expropiar a los propietarios de tierras.
Sería conveniente, a fin de contrastar con M aterno,
acercarnos a una de estas bandas de bandidos, la única
de la que nos queda inform ación detallada: pues captó
la atención de un historiador porque operaba con éxito
en las mismas puertas de Roma y en el corazón de la
misma Italia. Es la banda de Bulla, alias Félix (14).
Bulla era un italiano, quien con 600 cam aradas
«saqueó Italia» durante un par de años a comienzos del
siglo tercero, y nada de lo que el E m perador y sus
ejércitos pudieran hacer pudo p a ra r su actividad. T enía
un m agnífico sistema de espionaje centrado fuera de
Roma y Brindisium y era sostenido por m iem bros de la
población local (bien porque los persuadía astutam en
te, tal como nuestra fuente sugiere, bien porque ellos
sim patizaban con sus acciones). A la m ayoría de sus
víctimas les quitaba solamente una p arte de su propie
dad y luego les dejaba ir inm ediatam ente. Pero cu a n
do captu raba artesanos o trabajadores m anuales no les
quitaba nada, sino que hacía uso de su pericia durante
algún tiem po y les pagaba razonablem ente antes de
soltarlos. Sus,hazañas, tal como las relata un Senador
rom ana, que habla de él como una tolerandia que jam ás
habría m ostrado por los Bacaudae, no fueron sino aven
turas. Septimio Severo, cuando fue inform ado de los
«golpes» de Bulla, contestó que m ientras sus generales
pudiesen ganar guerras en Bretaña, él no era adversa
rio de un bandido en Italia (nefastas palabras para las
clases propietarias si el bandido hubiese pasado a ser
algo más que un simple bandido). Pero los éxitos, de
66
Bulla son insignificantes en com paración con su co
m entario a un centurión a quien capturó y más tarde
dejó libre, com entario en el que explicó la causa básica
del bandolerism o en todo tiempo y lugar: «Di a tus
señores que si quieren poner fin al bandolerism o deben
alim entar a sus esclavos».
Al final Bulla fue traicionado por su m ujer y tras
su arresto, el Prefecto de la ciudad le interrogó y pre
guntó: «¿Por qué te hiciste ladrón?» A lo que Bulla,
alias Félix, respondió: «¿Por qué eres Prefecto?» Fue
prontam ente echado a los animales salvajes en la are
na, y éstos com pletaron con satisfacción el trabajo de
restauración de la ley y el orden.
Si se está de acuerdo en que M aterno expropió a los
grandes terratenientes (y sin duda sería extraño que las
tierras no hubiesen sido tocadas por hom bres como él),
entonces parece desprenderse que el movimiento de
Bulla fue totalm ente diferente al de M aterno. C ierta
m ente eran distintos en am plitud, p ara cazar a Bulla
fue considerado suficiente, durante un tiem po, un cen
turión y una com pañía de soldados, m ientras que con
tra M aterno fue concentrado un ejército entero. Y
m ientras Bulla fue sim plem ente un ladrón simpático,
un agradable Robin Hood, M aterno, parecía haberse
ganado el favor del cam pesinado de la Galia e H ispa
nia de tal m anera que podía atacar ciudades y propie
dades de la misma m anera. La, diferencia entre Bulla y
M aterno, parece ser, es la diferencia que va del pillaje
a algo parecido a la revolución.
Lo que es de la mayor im portancia para nosotros, es
registrar el hecho de que en este período del Imperio,
m ientras algunos romanos escapaban de la opresión de
la vida rom ana uniéndose a M aterno, otros hacían lo
mismo de otra m anera, huyendo hacia los bárbaros
Y una y otra vez, en sus tratados con los bárbaros del
norte, hallamos, a fines del siglo tercero, a los em pera
dores pidiendo el regreso de estos «desertores». Esto
tam bién nos viene a dar una idea de lo que iba a venir
(15).
Para concluir este esbozo de la pre-historia, como
podíam os llam arla, de los Bacaude, es preciso p u n tu a
lizar que no todos los bandidos perm anecieron pobres
y honrados toda su vida. Se cuenta de un usurpador de
fines del siglo tercero que, com enzando su vida como
bandido, era poco menos que un noble en su patria
chica, los Alpes M arítimos, proveniendo de un linaje
67
de bandidos como él mismo; y, «en consecuencia», era
muy rico en ganado, esclavos y cualquier otra cosa que
hubiesen robado. Como resultado, cuando ciñó la co
rona im perial, pudo arm ar a no menos de 2.000 escla
vos de su propiedad p ara que le ayudasen en sus aven
turas (16).
Fue cerca del 283-4 cuando los B acaudae hicieron
su prim era aparición bajo ese nom bre. Las calam ida
des de la m itad del siglo tercero cayeron más pesada
m ente sobre las clases más pobres; y nuestras fuentes
hablan, tan breve y desganadam ente como les es posi
ble, de la ferocidad con que los campesinos galos res
pondieron a sus opresores (17). El em perádor Carinus,
totalm ente ocupado con los bárbaros en alguna parte
del Im perio, n ad a pudo hacer contra ellos; y no fue
sino hasta el 286 cuando el em perador Diocleciano se
vio obligado a nom brar a M axim iano, como co-gober-
nador en el Oeste, con la función específica de aplastar
a los Bacaudae (18). En esta misión M axim iano tuvo
éxito, por lo menos algún tiempo, aunque parece que
hubo de reunir a las tropas del oriente para conseguir
com pletar su victoria; y una extendida tradición sobre
estas tropas afirm a que se sublevaron antes de com ba
tir a los Bacaudae, teniendo que ser reprim idos por
M axim iano (19). Realm ente, con posterioridad, algu
nas personas parecían haber tenido relaciones más am
biguas aún con los bandidos. No eran en absoluto
anorm al en los últimos tiempos de Rom a, entre los
oficiales de los ejércitos imperiales, buscar un pacto
con los bárbaros allende la frontera: por ejemplo, p e r
m itían a partidas de saqueo salir y e n tra r del territorio
rom ano a cam bio de una parte del botín tom ado de las
68
desafortunadas provincias (20). No h ab ía ninguna ra
zón por la que unos hom bres así no fueran a trabajar
en perfecta arm onía con los Bacaudae tan decidida
m ente como lo hicieron con los bárbaros, si satisfacía
sus intereses el hacerlo. Algunas líneas del poeta Auso
nio sugieren que no dejaban escapar sus oportunidades
por muy desusadas que fueran (21).
El teatro principal de las actividades Bacaudae en
la Galia fue el tractus A rm oricanus (22), área que p a
rece se extendía por lo menos desde la desem bocadura
del Loira a la del Sena. Fue aquí donde la gran revuel
ta del 407 estalló (la mayor y más fructífera revuelta
Bagauda conocida por nosotros, pues no fue aplastada
hasta el 417). Fue aquí, tam bién, donde T ibatón capi
taneó la rebelión del 435-7, y, otra vez, la del 442 (23).
Pero los bacaudae estuvieron tam bién activos entre los
Alpes a comienzo del siglo quinto (24) y, sin duda, si
nuestras fuentes fuesen más explícitas, los encontraría
mos, por lo menos localmente, a lo largo y ancho de la
Galia (25). En Hispania, m ediado el siglo quinto, los
Bacaudae estaban levantados en arm as en la T arraco
nense, donde eran tan fuertes, que n ad a más y nada
menos que el Jefe de los Dos Ejércitos, Flavio Asturio,
hubo de viajar a Hispania p ara llevar a cabo la cam pa
ña contra ellos en el 441. Se nos ha dicho (26): m ató
«una m ultitud de Bacaudae de la Tarraconense»; pero
evidentem ente no m ató suficientes (desde su punto de
vista) pues su sucesor y yerno hubo de continuar el
trabajo de «mantener el orden». Este era el poeta Me-
69
robaudes «quien en el corto tiempo de m andato q u e
brantó la insolencia de los bacaudae de Aracelli», en el
443 (27). Pero incluso entonces llegaron a ser tan acti
vos como siem pre hasta m edia docena de años después
si no antes. Pues en el 449 un tal Basilio reunió a los
Bacaudae de la vecindad, entraron en Turiaso y m a ta
ron al Obispo Leo en su iglesia (28); en el 454 los
rom anos m andaron a algunos visigodos sobre los B a
caudae de la T arraconense (29). Los dos lugares con
los que están especialmente asociados, Turiaso y Ara-
celi, se encuentran en las tierras altas de la cabecera
del valle del E b ro , pero cerca del 456 se pueden encontrar
incluso bastante lejos en el distante noroeste de la p e
nínsula en la vecindad de Braga, donde fueron lo sufi
cientem ente activos como para que encontrem os una
mención en nuestras pobres crónicas (30). T eniendo
en la m ente cuan insuficientes son nuestras fuentes so
bre la historia del siglo quinto y con cuanta desgana
recogen las luchas de las clases oprim idas, no nos debe
quedar m ucha duda de que Hispania y la Galia se
vieron inundadas por campesinos en abierta rebelión
conform e la historia del Im perio de Occidente tocaba a
su fin.
Al ser la gran masa de los Bacaudae «paletos»,
«rústicos», «granjeros ignorantes», como nuestras fu en
tes les llam an (31), sus ejércitos eran ejércitos de cam
pesinos donde los agricultores form aban la infantería y
los pastores la caballería (32). En cuanto a su estrate
gia, recuerda m ucho, si es que no fue de hecho copiada,
la estrategia de los invasores bárbaros del Im perio (33)
y las reform as del ejército rom ano del Bajo Im perio
debieron ser menos efectivas frente a los rebeldes cam-
70
pesinos de las provincias de lo que lo fueron frente a los
bárbaros (pudieron en un prim er m om ento enfrentarse
tanto a unos como a otros). De cualquier m anera, el
carácter de esta estrategia que era com ún a los B acau
dae y así mismo a los bárbaros, se m anifiesta en la
historia de m uchas incursiones bárbaras: los atacantes
se dividían en un cierto núm ero de pequeñas bandas,
que eran más fáciles de alim entar que un gran ejército y
que practicarían una güera de emboscadas, sorpresas,
tram pas diversiones y guerrillas m ás que de verdaderas
batallas. La cam paña de M axim iano en el 286 fue
precisam ente del mismo tipo: oímos de escaramuzas e
«innumerables enfrentam ientos y victorias» que con
dujeron a la destrucción de algunos Bacaudae y a la
rendición de otros (34). No es un pobre tributo al
generalato de M aximiano que fuese capaz de «restaurar
el orden» en la Galia en el curso de un solo verano.
Probablem ente dividió la zona en sectores militares,
separó a los grupos Bacaudíte unos de otros, los aisló
enfrentándose con ellos uno a uno (35); y en com para
ción con la experiencia y pericia de M axim iano, se dice
que los «rústicos» habían reaccionado confundidos y
lentos (36). Tras su victoria se vio obligado a m ostrar
una clemencia por la que no podía sentirse muy con
tento (37): pues m atar a un B acaudae era desposeer a
un terrateniente de una de sus escasas fuerzas de tra b a
jadores. T al vez la paz con la que M aximiano restauró
el orden de la Galia en el 286 puede ser descrita con las
palabras con las que un obispo del siglo séptimo con
cluye su relato de la represión de una revuelta egipcia
por las fuerzas del Em perador M auricio: «un gran m ie
do prevaleció sobre toda la tierra de Egipto y sus habi
tantes vivieron en el disfrute de la tranquilidad y la
paz» (38).
Una estrategia sim ilar parece ser que fue em pleada
contra V alentiniano I (364-75) en los prim eros años de
su reinado, cuando, según Am m iano «muchas otras (es
decir, otras que aquellas contra los bárbaros) de menor
71
interés de reseñar se realizaron a lo largo de varias
regiones de la Galia, las cuales es superfluo n a rra r tanto
porque no m erece la pena hablar de sus consecuencias
(¿lo habría dicho si Valentiniano de hecho hubiese teni-
de éxito en aplastar a los campesinos?) como porque es
im procedente prolongar una Historia con detalles in
nobles» (39). Además, el dedicarse a hacer em bosca
das a lo largo de las carreteras de Hispania y Galia pudo
ser altam ente beneficioso y en una ocasión fue c a p tu ra
do y m uerto en una de estas emboscadas un cuñado de
Valentiniano (40). Pero este tipo de actividad pudo
dañ ar poco la posición de la clase propietaria como un
todo y la actividad principal de los B acaudae radicaba,
sin duda, en sus ataques a las fincas e incluso a las
ciudades, a pesar de que la simple destrucción de las ciu
dades gajas les interesaba menos de lo que ha sido
supuesto (41). Probablem ente como u n a regla general
invadían las ciudades en busca de aquellos elementos
que no podían producir ellos mismos en el cam po. Tras
el ataque se retirarían a los bosques con el botín logra
do (42) y reem prenden su vida allí bajo sus «leyes de los
bosques», a lo que nos referiremos ahora.
Cuando M aximiano llegó a la Galia en el 286
encontró que los Bacaudae tenían dos jefes, llamados
Aeliano y A m ando, quienes pueden haber tenido suce
sores en el siglo cuarto (43), No hay razón p ara llam ar
a estos hom bres «emperadores»: nuestras fuentes sim
plem ente dicen que los Bacaudae eran «dirigidos» por
ellos o que eran ellos quienes «azuraron la revuelta», y
no proveen ninguna razón para suponer que la organi
zación de los B acaudae era en este aspecto una répli
ca del Im perio del que ellos se proponían liberarse. En
las décadas tercera y cuarta del siglo quinto, cuando un
tal T ibatón los dirigió, no se le da título alguno en nues
tras pobres fuentes y sus oficiales son denom inados p rin
cipes, p alab ra que nos dice poco (44). Lo que es cierto
72
es que los B acaudae intentaron separarse todos juntos
del Im perio Rom ano y levantar un estado independien
te propio (45).
El único pasaje extenso que tra ta de la vida en
tiem po de paz de los B acaudae es m uy difícil de eluci
dar, pues el escritor asume que sus lectores están ya
fam iliarizados con los B acaudae. Sucede en una come
dia llam ada Querolus (46), que ha sobrevivido, según
parece, desde principios del siglo quinto. Querolus pide
al L ar de su fam ilia que le de un lugar en la vida que le
haga feliz, pero no puede decidir cual h a de ser este. El
Lar lanza proposiciones, una de ellas sugiriéndole la
palabra latrocinium , bandolerism o, esto es:
LAR: Ya lo tengo: tan bueno como que estas
pidiendo. Vete y vive en las m árgenes
del Loira.
QUEROLUS: ¿Qué pasa allí?
LAR: Los hombres viven allí bajo la ley n a
tural (47). Allí no hay dolor.
Las sentencias capitales se pronuncian
allí bajo los robles y están grabadas en hue
sos (48). Allí incluso los rústicos hablan y los
particulares em iten juicios. Puedes hacer lo
que te plazca. Si fueres rico serías llam ado
patus (que es como nuestra Grecia habla! Oh
bosques, oh soledades ¿quién dijo que erais
libres?). Hay cosas m ucho m ás im portantes
de las que no digo nada, pero esto será sufi
ciente p ara continuar.
73
QUEROLUS: Yo no soy rico y no me sirve
para nada un roble. No quiero esas le
yes del bosque.
LAR: Entonces bien, busca algo más cóm o
do y honorable si no sabes pelear.
74
habla devuelto algo parecido a lo que había sido su
antigua posición. El testimonio de Rutilio es apoyado en
cierta m anera por las palabras de un poeta algo poste
rior, llam ado M erobaudes, al que ya nos hemos encon
trado derrotando a los bacaudae de H ispania en el 443.
Dice que después de la supresión del jefe de los B acau
dae T ibatón en el 437, las «leyes» fueron restauradas en
A rm orica, y los cultivadores de la tierra no escondieron
más su rapiña crim inal en los bosques. De cualquier
m anera, el pasaje del Querolus parece la obra caracte
rística de distorsión de una sociedad sin terratenientes,
con sólo un aparato de Estado rudim entario, descrita
por un escritor hostil. Y aunque el L ar lo desprecia
considerándolo ni cómodo ni honorable, podemos su
poner que la justicia era más equitativa y la vida más
agradable bajo los robles del Loira que en los calabozos
y cám aras de tortura del gobernador.
Sea cual fuere la frecuencia de las revueltas cam
pesinas durante los siglos tercero y cuarto, alcanzaron
un «climax» tal en la prim era m itad del siglo quinto que
fueron casi continuas. Sería extraño realm ente si este
factor fuese considerado de poca im portancia en el
estudio de la caída del Im perio de Occidente: los im pe
rios sólo caen porque un núm ero suficiente de personas
están suficientem ente determ inadas a hacerlos caer,
aunque estas personas vivan dentro o fuera de sus fro n
teras. Pero, por otro lado, aunque tuvieran éxito de una
m anera continua durante años, no liberaron nuevas
fuerzas productivas. Si Aeliano y A m ando hubiesen
podido ganar la independencia perm anente para A r
m orica, no hubiesen podido introducir ningún cambio
fundam ental en la estructura de clase de su sociedad.
Solam ente hubieran em pezado, de otra m anera, el p ro
ceso que había producido que la propiedad de bastas
áreas de tierra se concentrase en pocas manos y lo que
había causado en la sociedad rom ana el mismo estado
de cosas contra lo que ellos mismos se habían rebelado
en un principio. Además, incluso en la m itad del siglo
quinto, se habló de un suceso, , que si realm ente es un
hecho, nos sugeriría que un cam bio significativo se
había producido en las relaciones de los Arm oricanos
con el m undo exterior. En el 451, cuando Aecio, el
campeón de los grandes terratenientes galos, se enfrentó
a Atila y los hunos en la batalla de los Campos Catalaú-
nicos, se ha dicho que fue ayudado por los Armoricanos.
Que estos hubiesen luchado para su enemigo es tan
sorprendente que algunos historiadores se inclinan a
d u d ar de la fuente que lo recoge. Pero incluso si la
historia es falsa (y esto está lejos de ser seguro) el mismo
75
hecho de que pudiese circular la historia es revela
dor (52).
Aeliano y A m ando, entonces, si hubiesen tenido
éxito, podrían hab er cam biado los m iem bros de las
clases dirigentes en A rm orica, pero no podrían haber
cam biado la naturaleza de las clases mismas. Pero el
significado de las rebeliones no debe ser subestim ado
por tal razón. A unque al final del proceso la estructura
de clase de la sociedad arm oricana pudiera hab er sido
la misma como había sido al principio, los seres h u m a
nos que form aban las diferentes clases tenían que haber
sido muy distintos. Y esto es precisam ente el hecho que
los invasores bárbaros del Oeste fueron capaces de c a u
sar: cam biaron a los miembros de las clases dirigentes.
Hemos visto que ya en una época tan tem p ran a como la
de M aterno m uchos romanos de las clases m ás pobres
identificaron a los rebeldes y a los bárbaros hasta tal
punto que creían en la existencia de una libertad entre
estos que no podían ser hallada bajo el poder del gobier
no im perial. En los días de Salviano (53) m uchos h o m
bres se dirigían indiscrim inadam ente hacia los godos,
los B acaudae u otros bárbaros: en lo que respecta a la
«libertad», de cualquier m anera, no había diferencia
entre ellos. De hecho, es difícil resistir a la im presión de
que las invasiones bárbaras hubiesen sido conducidas
con éxito, en los siglos cuarto y quinto, si no hubiese
sido por la ayuda que el cam pesinado rom ano y otras
clases oprim idas entre los romanos, fueron capaces de
dar directa o indirectam ente a los recien llegados. El
significado de los movimientos campesinos sólo se podrá
ver en su totalidad cuando sean estudiadas en conjun
ción con las invasiones bárbaras.
76
El priscilianismo: ¿herejía o movimiento
social?*
Abilio Barbero de Aguilera
77
rés de las investigaciones en general se centró en torno a
una doble polém ica. Por una parte la lectura de los
opúsculos creaba serias dudas sobre una cuestión hasta
entonces apenas debatida. ¿Fué Prisciliano v erdadera
m ente un hereje o se m antuvo dentro de la ortodoxia ?
En segundo lugar: ¿los tratados publicados por Schepss
se debían todos a Prisciliano o eran obra, total o p a r
cialm ente, de algunos de sus compañeros.
En general la m ayoría de las obras que resultaron
de esta polém ica se lim itaron a ser piezas de una discu
sión académ ica entre eruditos o bien ardorosos escritos
hechos por apologistas con una intención religiosa y que
quedaban fuera del cam po propiam ente dicho de la
investigación histórica. El aclarar estos puntos en discu
sión tiene indudablem ente su interés siem pre que el
debate no constituya un fin por sí mismo y las conclu
siones se encuadren dentro de unas perspectivas históricas
más am plias. De entre los autores citados más a rri
ba (3) el que lo com prendió así fue B abut que in te rp re
tó al priscilianismo no como un fenóm eno aislado o un
episodio singular de la historia de su tiem po y por lo
tanto dentro del desarrollo de la historia universal (4).
78
El representante más característico del grupo de
apologistas confesionales es el P. Z. García Villada. Al
publicar su Historia Eclesiástica de España pretendió
hacer un trabajo definitivo sobre el priscilianismo. R e
cogió y estudió en su libro la mayor p arte de la biblio
grafía precedente, así como las fuentes más directas. Sin
em bargo su obra está dom inada por dos ideas precon
cebidas que la desvalorizan considerablem ente: la de
dem ostrar la heterodoxia de Prisciliano y desacreditar
en todo lo posible la obra de B abut (5). Los historia
dores protestantes como Paret y Schepss han considera
do al priscilianismo no como un desvío del dogm a pro
fesado por el cristianismo oficial de su tiempo, sino
como un movimiento de protesta contra la alta jera r
quía eclesiástica. En esta apreciación absuelven al pris
cilianismo de las acusaciones tradicionales de gnosticis
mo y m aniqueism o, pero en su investigación no van más
allá del aclaram iento de unos hechos que para ellos
conciernen exclusivamente a la historia del cristianis
mo. Los historiadores católicos, Puech, Villada, d ’Alés,
con una concepción m ás estática de la historia del cris
tianismo que los protestantes, justifican am pliam ente
que el movimiento priscilianista fuera tachado de heré
tico y contrario al dogm a establecido (6).
Morin fue el planteador de lo que ha sido luego
otro de los problem as críticos suscitados por el estudio
del priscilianismo . Bardenhew er había ya señalado la
diferencia entre el Prisciliano descrito por Sulpicio Se
vero —facundus m ulta lectione eruditus, disserandi ac
tiis putandi promptissimus, fe lix profecto si non pravo
studio corrupisset optim um in g en iu m — y la poca cali
dad literaria que m anifiestan los tratados de W ürtzbur-
79
go (7). M orin además de insistir en la observación de
Bardenhewer añadió otra objeción: la dificultad de em
plazar correctam ente al tratado priscilianista conocido
por Liber Apolegeticus (8). M orin sostuvo que el Liber
Apologeticus había sido escrito para presentarlo al síno
do de Burdeos, pero no por Prisciliano, sino por In stan
d o , realzando la personalidad de éste a lo largo de la
historia priscilianista hasta deducir que fue el autor de
los once tratados publicados por Schepss. Sin em bargo
la opinión de M orin no fue com partida por la m ayor
parte de los críticos (9). La tesis de M orin es difícilm en
te sostenible. M ientras que por San Jerónim o sabemos
que Prisciliano fue autor de muchos opúsculos (10) no
tenemos noticia de que Instancio dejara ningún escrito.
Liber Apologeticus fue sin duda redactado por Prisci
liano. A parte de las razones de prestigio como jefe de la
secta que inducen a suponerle autor de este escrito de
defensa, hay otras que lo confirm an. La acusación de
m agia de que se defiende el autor del L iber A pologeti
cus coincide con la sentencia que le costó la vida a Prisci
liano y al com parar esta sentencia con la de destierro
que obtuvo Instancio, es preciso concluir que solamente
aquél fue acusado de semejante delito (11).
En este trabajo se va a intentar com prender el
priscilianismo de form a que quede relacionado con
otros movimientos religiosos del Bajo Im perio, algunos
de ellos prolongados o resurgidos durante los tiempos
medievales. De un modo general se va a buscar el origen
y la causa de estos movimientos dentro de las contradic
ciones provocadas de un lado por- la crisis económ ica y
social del Im perio Rom ano y de otro por las nuevas
condiciones que determ inaron la estructura de la Iglesia
80
de Cristo, al convertirse el cristianism o en una religión
prim ero tolerada y luego profesada oficialm ente por el
Estado.
Las fuentes que n a rra n los comienzos de la historia
priscilianista consideran a Prisciliano a veces gnóstico y
otras m aniqueo (12).
El relato más completo es el que hace Sulpicio
Severo. Según él «entonces se descubrió en España esta
infam e herejía de los gnósticos, superstición execrable
que se ocultaba en el secreto y en el m isterio. El origen
de este m al es Oriente y Egipto, pero no sería fácil
exponer cuales fueron sus comienzos y progresos. El
prim ero que lo introdujo en España fue Marcos, un
hom bre venido de Egipto, nacido en Menfis. Sus discí
pulos fueron Agape m ujer noble y el retórico Elpidio.
Por éstos fue instruido Prisciliano (13).
A fines del siglo IV debió de existir una evidente
confusión entre la gnosis y el m aniqueism o. La gnosis
cristiana había preocupado a los antiguos Padres antes
del triunfo de la Iglesia, y el m aniqueism o nacido en el
siglo III constituyó un problem a para el Estado, siendo
objeto de persecución a p artir de Diocleciano y durante
el Im perio cristiano (14).
--------f-------
(12) F IL A S T R IO , D iversarum , h a e re su m liber, 84; Je ró n im o ,
D e vtris illustribus, 121, E p. L X X V , I n isaiam p r o p h e ta m , E p. a d
C te sip h o n te m ; S U L P IC O S E V E R O , C hronica, II, 46; P R O S P E R O
D E A Q U IT A N IA , E p ito m a C h ro n ic o ru m , a. 382. P a ra la c rítica
d e estos tex to s véase D IE R IC H , D ie Q u e lle n z u r G eschichte Pris-
cillians, B R E S L A U , 1897, y B A B U T , op. cit., 26 y ss.
(13) «... t u m p r im u m in fa m is illa G n o stic o ru m haeresis iiitra
H isp a n ia s d eprehensa, su p e rstitio exitiabilis, arcanis- o ccu lta ta se
cretis. O rigo is tim m a li O riens a tq u e A e g ip tu s, se d q u ib u s ib i in i
tiis coaluerit, h a u d fa c ile est disserere. P rim u s e a m in tra H ispanias
M a rc u s in tu lit, A e g ip to p ro fe c tu s. M e m p h is ortus. H u iu s auditores
f u e r e A g a p e q u a e d a m , n o m igno b ilis m u lier, et rh e to r H elp id iu s.
A b his P riscillianus est in stitu tu s...»
(14) Su p e rsec u c ió n fu e d e c re ta d a p o r u n a c o n stitu c ió n de
D io c le cia n o del a ñ o 297 d irig id a a J u lia n o , p ro c ó n su l de A frica . En
e lla el e m p e ra d o r c o m ie n za p o r h a c e r u n elogio d e las a n tig u a s
cree n cia s religiosas. El d e b e r de los q u e g o b ie rn a n es d e fen d e rla s
c o n tra q u ie n las a ta q u e , p e ro e sp e c ia lm e n te c o n tr a los m an iq u e o s,
g e n te s perversas y d e u n e sp íritu d e te sta b le . « R e cien tem en te los
in v en to res d e ese p ro d ig io in o p in a d o h a n v e n id o a P e rsia p a ra
c o m e te r m il c rím en es c o n tra R o m a , p e r tu r b a r las p o b lac io n es a p a
cibles y a r ru in a r las c iu d a d e s. C on el tie m p o y la c o stu m b re los
h o m b re s d e raza ro m a n a , n a tu r a lm e n te in o ce n tes y tran q u ilo s,
p o d ría n se r seducidos p o r la p e rv e rsid a d e n v e n e n a d a d e estos ex
tra n je ro s. Es de u n a p ru d e n c ia e le m e n ta l q u e el p ro c ó n su l d e A fri
ca vigile y castig u e a los se c ta rio s d e la re lig ió n c o m p u e sta d e toda
clase d e m alificios.» E n c o n se cu e n cia , se in v ita a Ju lia n o a h a c e r
q u e m a r p ú b lic a m e n te a los p rin c ip a le s d irec to e s d e la se c ta , j u n ta
m e n te con sus a b o m in a b le s libros. E n c u a n to a los sim ples adeptos
b a s ta ría c o n c o n d e n a rlo s a m u e rte d e sp u é s de h a b e r co n fiscad o sus
bien es. T e rm in a im p o n ie n d o la p e n a d e c o n fiscació n d e todos los
81
Para muchos occidentales de fines del siglo IV no
existía distinción entre gnósticos y m aniqueos; una m o
ral austera análoga im pedía que se diferenciaran. San
Jerónim o añade sobre Sulpicio Severo que la gnosis de
Marcos se rem onta a Basílides, y que este M arco en
cuestión es el mismo del que habla Ireneo (15).
Basílides nació a fines del siglo II fue discípulo de
M enandro en A ntioquía y se estableció en A lejandría
donde se dedicó a la enseñanza de su sistema. San
Ireneo se ocupa de él en efecto, pero no hace a Marcos
discípulo suyo sino de Valentino (16).
La enorm e distancia que los separa en el tiempo
hace imposible la conexión casi directa entre Prisciliano
y las grandes figuras gnósticas. El Marcos de Menfis de
Sulpicio Severo y el Marcos de Ireneo tienen de común
el nom bre y el supuesto gnosticismo del prim ero. Pero
Ireneo no habla de su paso a las Galias y a España. San
Jerónim o los confunde y la presencia de Elpidio y Agape
82
cuyos nom bres coinciden con los de dos eones gnósticos
hace todavía más sospechosa la inform ación. Ambos
Marcos, el de Sulpicio Severo y del de Jerónimo- son
originarios de Egipto y a su llegada a España divulgan
sus doctrinas especialmente entre las mujeres nobles.
Sulpicio Severo puntualiza sobre este esquema que la
ciudad egipcia de la que era oriundo Marcos, era Men-
fis y que la más sobresaliente de la mujeres nobles era
Agape, episodios tam bién m encionados por San Jeróni
mo (17).
T anto Sulpicio Severo como Jerónim o debieron de
inspirarse en un relato anterior como h an venido m an
teniendo Dierich y B abut (18).
Se apoyan en una noticia transm itida por San Isi
doro: El obispo español Itacio, famoso por su sabiduría
y elocuencia, escribió un libro en el que dem uestra las
creencias detestables de Prisciliano y sus crímenes de
concupiscencia, poniendo de m anifiesto que un cierto
Marcos de Menfis había sido discípulo de Manes y m aes
tro de Prisciliano (19).
Esta fuente debió de ser la crónica perdida de
Itacio, perseguidor de Prisciliano, y cuyas acusaciones
debieron de servir de base a las fuentes de la historia
priscilianista (20).
Prisciliano en el Liber Apologeticus, al rechazar los
cargos hechos contra él, enum era en consecuencia los
errores que se le im putaban. Además de condenar a di
versas sectas cristianas, lanza el anatem a contra los que
em pleaban como signos, águilas, asnos y serpientes; a
los que todavía prestaban culto al sol, la luna y los
planetas; a los que adoraban a seres infernales: Sacian,
Nebroel, Samael, Belcebut, Nasbodeo y Belial; contra
el dualismo m aniqueo y las fornicaciones de los nicolaí-
83
tas, y contra los gnósticos: ofitas, Saturnino y Basilides,
term inando con los eones gnósticos A rm ariel, Leel, B al
samo y Barbelón, y rechazando de m anera especial la
acusación de m aleficio que más tarde sería la causa de
su m uerte (21).
Es difícil a través de estas fuentes asentir a la
creencia de que Prisciliano fue el jefe de una secta
gnóstica española. Se ha pretendido p robar la existen
cia del gnosticismo en España a través de testimonios
arqueológicos (22).
Se refieren estos testimonios a los bronces de Be
rrueco, la estela de Q uintanilla de Somoza y unos a n i
llos de procedencia diversa. Las piezas de Berrueco y
Q uintanilla de Somoza no tienen nada que ver con las
sectas gnósticas según h an dem ostrado Blanco Freijeiro
y García y Bellido (25) y los anillos, con inscripciones
ininteligibles h an sido relacionados con el gnosticismo
arbitrariam ente.
De lo que fue el priscilianismo en sus orígenes nos
da una im presión más objetiva el estudio de los cánones
del I Concilio de Zaragoza del 380. En él, según la
Crónica del Sulpicio Severo, se obtuvo la prim era con
denación del priscilianismo, pero en cam bio el L iber ad
Damasum desmiente esta noticia. Los cánones que nos
han llegado del Concilio parecen dar la razón al L í
ber. (24).
Se reunieron en Zaragoza doce obispos españoles y
aquitanos cuyos nom bres se han transm itido, y debió de
presidirlos el m etropolitano de M érida, H idacio. Los
ocho cánones conservados dictan norm as de carácter
m oral y no dogm ático. Se prescribe que las mujeres
fieles sean separadas de los varones extraños, que no se
ayune en los domingos, ni se ausenten los fieles de la
iglesia en tiem po de cuaresm a, que se reciba la Eucaris
tía en la iglesia y se consuma allí mismo, que ninguno se
ausente de la iglesia en las tres semanas que predecen a
la Epifanía, que no reciban otros obispos a los que han
sido excomulgados por los propios, que se excomulgue
84
al clero que por entregarse a la licencia quiera hacerse
m onje, que nadie se titule doctor sin habérselo concedi
do, y por últim o que no se de el velo a las vírgenes
consagradas a Dios hasta la edad de cuarenta años. Las
prohibiciones y condenas de estos cánones no son muy
precisas y parecen referirse a personas que no acataban
la jerarq u ía eclesiástica y la disciplina que de ella em a
naba. Al lado de esto se advierte el carácter rigorista de
la secta que haría fácil, por analogías externas, que
cayera sobre ella la acusación de gnosticimo y mani-
queismo.
Después del Concilio de Zaragoza de 380 se consoli
da el cisma surgido entre Hidacio de M érida e Itacio de
Ossonoba por una parte y Prisciliano, In sta n d o y Sal-
viano por otra. Los prim eros apelaron entonces al poder
civil, y exigieron del gobierno de G raciano que se expul
sara a sus rivales de las ciudades y de sus iglesias y que
sus bienes fueran incautados (25).
Graciano accedió y ordenó por un rescripto im pe
rial que abandonaran las iglesias y que sus tierras fueran
confiscadas. Visto el cariz que tom aban los aconteci
mientos Instancio, Salviano y Prisciliano salieron para
Roma con la intención de justificarse ante el obispo de
la ciudad (26).
Hicieron el viaje a través de la A quitania interior
donde recibieron una buena cogida y aum entaron el
núm ero de partidarios, especialm ente en la localidad de
Elusana. Sin em bargo el obispo de Burdeos, Delfidio,
no les recibió. Perm anecieron algún tiem po en las tie
rras de Eucrocia, dam a distinguida de la región, y desde
allí continuaron el viaje a Rom a, seguidos de numeroso
cortejo. Era entonces obispo de Rom a, Dámaso, ante el
que presentaron el escrito de apelación conservado y
publicado con el título de Liber ad D am asum . En él se
rechazan las acusaciones de m aniqueism o, y se hacen
85
protestas de ortodoxia, insistiendo en que han sido con
denados por la facción de Hidacio sin haber sido antes
escuchados. «Tu has llegado escriben a D ám aso— a
la gloria de la Sede Apostólica después de h ab er sido
form ado por la experiencia de la vida y eres p a ra noso
tros que somos obispos, él más antiguo. Si Hidacio
—continúan — está seguro de probar lo que nos echa en
cara y quiere llevar hasta el fin su celo por el Señor, que
no desdeñe com parecer ante la corona del eterno sacer
docio (27).
Dám aso no les recibió, y de R om a m archaron a
M ilán donde residía la corte de G raciano y era obispo
Ambrosio desde 374. En M ilán, Ambrosio les fue tan
poco propicio como les había sido Dámaso en Rom a.
Entonces cam biaron de plan; dejaron las autoridades
eclesiásticas y se dirigieron a las civiles. De M acedonio,
magister officiorum de Graciano, obtuvieron un res
cripto que anulaba los decretos anteriores y ordenaba
restituirles en sus iglesias (28).
Fortalecidos por esta decisión Instancio y Prisci
liano volvieron a España, pues Salviano había m uerto
en Rom a, y sin ninguna dificultad pudieron rein teg rar
se a sus iglesias.
Cuando los priscilianistas hubieron recobrado sus
iglesias, el procónsul Volvenció persiguió a Itacio por
p e rtu rb ar el orden y la paz en España. Este tuvo que
h uir a las Galias buscando refugio en la ciudad de
Tréveris. Allí se presentó al prefecto Gregorio y le infor
mó de lo sucedido. Gregorio ordenó que los priscilia
nistas fueran detenidos y se presentaran ante él para
rem itir luego el asunto al em perador. Pero una decisión
im perial retiró el conocimiento de la querella al prefec
to Gregorio y lo transm itió al vicario de España que en
esta época había dejado de ser gobernada por un p ro
cónsul. Al mismo tiempo el magister ojficiorum m andó
agentes a Tréveris para detener a Itacio y renviarle a
España, pero Brito, obispo de la ciudad, le brindó
protección. Entre tanto se había extendido el rum or de
que M áximo, general al m ando de las tropas de Brita-
nia, se había hecho con el poder y se p rep arab a para
invadir las Galias. La sublevación de M áximo hizo cam
biar el giro de los acontecim ientos, la historia de los
priscilianistas entró entonces en una fase trágica y deci
siva.
M áxim o con sus tropas desem barcó en las bocas del
(27) L ib e r a d D a m a su m , ed. B o n illa y S a n M a rtín , X X X IX .
(28) S u lp icio Severo, sig u ien d o p ro b a b le m e n te a Ita c io , ex p lic a
esto p o r el so b o rn o de q u e fue o b je to M a c ed o n io . Cf. C hronica,
/ /, 48: c o rru p to M a c ed o n io tu m m a g istro o ffic io ru m .
86
Rin y poco después se le unió el ejército de G erm ania en
el m om ento en que Graciano se disponía a com batir a
los alem anes en R hetia. Se enfrentaron cerca de París y
G raciano fue abandonado por sus tropas y m uerto en
Lyon, en la retirada, por un magister equitum . Maximo
entró victorioso en Tréveris y, a posteriori, desautorizó
la m uerte de Graciano que fue enterrado en la misma
ciudad con todos los honores. Itacio no perdió la opor
tunidad que se le presentaba y se apresuró a sacar
partido de la nueva situación. «Dirigió contra Priscilia
no y sus amigos una denuncia llena de odio y acusa
ciones criminales» (29).
Los acontecim ientos que siguieron son los m ás co
nocidos de la historia del priscilianismo. Prisciliano y
sus com pañeros com parecieron ante un sínodo episco
pal en Burdeos. In stan d o fue depuesto allí de su sede y
Prisciliano apeló al poder civil. H ubo un nuevo juicio en
Tréveris, cuya iniciativa en la acusación correspondió a
Itacio y la dirección del mismo a Evodio, nuevo prefecto
del pretorio nom brado por M áxim o. Prisciliano fue
objeto de tres acusaciones: la de m aleficio, la de cien
cias obscenas, es decir la m agia, y los conciliábulos
nocturnos (30).
Los cargos form ulados contra Prisciliano eran gra
vísimos, la legislación penal los castigaba duram ente
(31). Prisciliano se confesó autor de numerosos críme-
87
nes: se había consagrado al estudio de doctrinas obsce
nas, había tenido reuniones nocturnas con m ujeres y
tenía el hábito de orar desnudo (32). El inform e fue
transm itido por el prefecto del pretorio, Evodio, al e m
perador, y M áxim o decidió que Prisciliano y sus com
pañeros debían de ser condenados a la pena capital.
Terlulo, Potam io y Juan, tres procesados de baja con
dición, fueron juzgados dignos de m isericordia porque
habían denunciado a sus cómplices bajo to rtu ra. Ita-
cio, que h ab ía llevado el papel de acusador en la p ri
m era p arte del juicio decidió luego retirarse, posible
m ente p ara no atraerse el odio de algunos eclesiásticos,
y M áximo designó entonces para m antener la acusa
ción a un tal Patricio abogado del fisco (33). La p ri
m era sentencia se confirm ó y Prisciliano fue d ecap ita
do y con él los clérigos Felicísimo y Arm enio, el poeta
Latroniano, y Eucrocia viuda del retórico de Burdeos
Delfidio. Instancio, ya depuesto por los obispos de
Burdeos, fue confinado en la isla Scilly. Por sentencias
posteriores fueron condenados a m uerte Asarivo y el
diácono Aurelio, y T iberiano Bético a la deportación
en la m ism a isla con la pérdida de sus bienes.
Se puede adm itir que el priscilianismo fue fu n d a
m entalm ente u n a secta rigorista que buscaba la p e r
fección espiritual a través de prácticas ascéticas y que
realizaba sus fines religiosos en com unidad de m ujeres
y hom bres no Controladas por la jerarquía eclesiástica.
El dogm a no difería del profesado por el cristianismo
ortodoxo, pero su separación de la disciplina de los
88
obispos por m edio del ejercicio de una m oral rígida y
del desprecio de las apetencias m ateriales hizo posible
la acusación del gnosticismo y m aniqueism o.
Ireneo que escribió a finales del siglo segundo con
tra los gnósticos y los m ontañistas, fue uno de los g ran
des organizadores de la jerarquía eclesiástica. Detrás de
los dogm as religiosos debatidos en la polém ica se deci
día una cuestión que afectaba a la fu tu ra estructura
de la iglesia. Los adversarios de Ireneo que reducían la
vida del cristiano a los estados carism áticos de altas
tensiones espirituales dificultaban la progresiva a d a p
tación del cristianismo, cada vez más extenso, a las
form as de vida de la sociedad en que se desenvolvía.
P ara evitar esta dificultad y hacer posible la a d a p ta
ción, se opuso a los individuos o com unidades que co
mo los m ontañistas y gnósticos sostenían que era posi
ble el conocimiento de la verdad religiosa por la reve
lación mística o las interpretaciones alegóricas, una
dogm ática más firme cuyos depositarios eran los suce
sores de los apóstoles. Se realizó así una transform ación
dentro del orden interno de la Iglesia. Los obispos,
hasta entonces adm inistradores de los bienes de las p ri
mitivas com unidades cristianas, que ejercían eJ control
de la vida económica, asum ieron además una función
de índole espiritual, se convirtieron en los sucesores
directos de los apóstoles. Con esta unificación de p o d e 1
res m ateriales y espirituales quedaban fuera de la Igle
sia tanto los que disintieran del dogm a establecido co
mo los que no aceptaran la disciplina im puesta por el
episcopado (34). Pero la distinción entre los que in tro
ducían novedades en el sistema de creencias o rechaza
ban las introducidas por las jerarquías, y los que
pretendían realizar el ideal cristiano de form a indepen
diente, aunque estuviesen de acuerdo con las autorida
des eclesiásticas respecto a la fe profesada, fue en la
práctica inexistente. Los cismas degeneraban inevita
blem ente en herejías y los obispos se servían de su po
der de decisión espiritual para a tacar y destruir a los
que eran solamente sus enemigos personales o am ena
zaban el orden m aterial de la iglesia. La acusación de
gnosticismo por Prisciliano y sus partidarios se explica
fácilm ente a partir de esta perspectiva.
Se puede llegar a una delim itación geográfica de
la zona donde triunfó el priscilianismo en sus primeros
89
años de existencia y donde perm anecería arraigado
luego con un enraizam iento popular. Los núcleos u r
banos donde repercutió en sus orígenes este m ovim ien
to religioso provocando hostilidad o apoyo fueron As-
torga, M érida y Córdoba. Las actitudes m antenidas
por el norte y el sur de la Península frente al m ovi
m iento priscilianista fueron m uy diferentes. La p rim e
ra reacción antipriscilianista se produjo en una iglesia
m eridional, la de Córdoba, y m eridionales tam bién
fueron los más encarnizados adversarios de Prisciliano,
los obispos de M érida y Ossonoba. Las regiones del sur
no tuvieron contactos con el priscilianismo, sino p ara
oponerle su más absoluta intransigencia, m ientras que
las com unidades cristianas del noroeste le fueron favo
rables a p artir de la celebración del concilio de Z ara
goza de 380. En 404 Inocencio I dirigió una carta a los
obispos de la Bética y la Cartaginense que no querían
que los obispos priscilianistas que habían abjurado de
Prisciliano en el concilio de Toledo de 400, pudieran
ser m antenidos en sus sedes. En la carta se llam a galle
gos a los priscilianistas, lo que evidencia la fuerza de la
secta en la provincia de Galicia, y se m enciona el jefe
de la oposición a los gallegos, que fue un cierto Juan
probablem ente obispo de Iliberris (35). La superviven
cia de las com unidades priscilianistas en esta región es
bien conocida y todavía a finales del siglo octavo exis
tían restos de priscilianismo en la m ism a, o su recuerdo
era muy vivo (36).
El priscilianismo debió de ser tam bién una fuerza
impulsora y propagadora del cristianismo en medios
rurales donde hasta entonces apenas había penetrado.
El cristianismo comenzó a extenderse en las ciudades
como es fácil de com probar históricam ente. Los p ri
meros puntos de apoyo de la religión cristiana fueron
las grandes urbes del Imperio Rom ano: A ntioquía,
Efeso, Esm irna, Tesalónica, A lejandría, etc. Era n a tu
ral que la actividad de los evangelizadores se desarrolla
ra sobre las aglomeraciones m ás densas, donde el proseli-
tismo fuera más fácil y perm itiera más amplios resultados.
Además las colonias judías, hacia las que la predicación
(35) M IG N E , P . L ., X X 485 ss.; R . T H O U V E N O T , E ssai sir la
P rovince R o m a in e de B é tiq u e , Paris, 1940, 351. S obre la ex ten sio n
de la p ro v in ia d e G a lic ia e n la época ro m a n a c f.: C. T O R R E S , L i
m ite s g eo g rá fico s de G alicia en los siglos I V y V, C u a d ern o s de E s tu
dios G allegos, 1949, t. IV , 367-395; C. S A N C H E Z -A L B O R N O Z .
D ivisiones trib a les y a d m in istra tiv a s d e l solar d e l rein o de A stu ria s,
B R A H , 1929, 374 ss.
(36) Así está a te stig u a d o p o r u n a c a r ta d e A d ria n o I al p r e s b í
te ro E gila o J u a n e sc rita e n tre 785 y 791. T e x to e n M .G .H ., E p ist.,
III, 644 ss.
90
se dirigió al principio con m ás intensidad, estaban
agrupadas en las ciudades. El cristianism o se difun
dió, pues en las provincias donde la vida u rb an a era
más intensa, como Siria, Egipto, Asia M enor, Italia,
N orte de Africa, Sur de las Galias y Valle del Ródano, y
en España: en la bética, sur de la L usitania y valle del
Ebro (37).
L a Bética contaba en tiempos de Plinio con 55
ciudades privilegiadas y 120 tributarias, la T arraco n en
se con 44 y 135 respectivamente y la Lusitania con 9 y 36
solam ente. La Tarraconense tenía una extensión muy
superior a la de la Bética, y la m ayoría de sus centros
urbanos estaban situados en la región m editerránea y
cuenca del Ebro. Las estructuras económicas y sociales
del extrem o occidental de la T arraconense, constituido
en la provincia de Gallaecia por Diocleciano, eran sim i
lares por su arcaísmo a las del norte de la Lusitania,
provincia que contaba con menos centros urbanos. Ins
tituciones como la del Convento Jurídico se m antuvieron
en el siglo IV en el moroeste de la Península, m ientras
que en otras regiones h ab ían dejado de ser el víncu
lo de unión social y adm inistrativa. Su perm anencia,
sólo en esta zona, se explica por el primitivismo de la
organización social que le hacía necesario como ele
m ento centralizador de la adm inistración. En este sen
tido el priscilianismo m arca una clara oposición entre
las regiones rurales de cristianización más reciente y
menos sometidas al control del episcopado, y las p ro
vincias más intensam ente rom anizadas, de predom inio
urbano y una tradición cristiana m ás antigua, en estos
m om entos dirigida por los obispos de las ciudades que
estaban íntim am ente identificados con el orden econó
mico y social representado por el Im perio R om ano (38).
La dimensión social del priscilianismo que explica
sus orígenes y fue la causa de su ráp id a expansión ha
sido escasamente puesta de relieve antes de ahora (39).
La conversión del Estado Rom ano había dado lugar a
una nueva fase de la organización cristiana. El clero,
con u n a m ayor confianza en su porvenir y con la seguri-
91
dad de no ser objeto de nuevas persecuciones, term inó
de organizarse en el siglo IV. La Iglesia C ristiana que
frente al Estado representaba la totalidad del pueblo
cristiano, tendió a m odelar su organización conform e a
la estatal, convirtiéndose en una ram a de la adm inistra
ción pública. Entró así en un proceso de secularización
progresiva que afectó principalm ente a sus dirigentes,
los m iem bros de la clase episcopal. Desde el m om ento
en que la Iglesia C ristiana fue aceptada por el Estado
consiguió de éste una serie de privilegios económicos
que alteraron definitivam ente la organización interna
de ella, reflejando fielmente la estructura social y eco
nóm ica del Im perio Rom ano. Estos privilegios se con
cedían a aquellos eclesiásticos que eran considerados
por el Estado como verdaderos representantes de la fe
ortodoxa, es decir de la fe profesada por el Em perador.
Constantino ordenó la restitución de la propiedad ecle
siástica confiscada por Diocleciano, y en la disputa
donatista decidió que Ceciliano era el verdadero obispo
de C artago haciéndole al mismo tiempo una cuantiosa
donación en dinero y eximiendo de cargas públicas a los
cecilianistas (40). En 319 la exención de num era se
extendió a todo el clero, y siete años más tarde se
expecificaba que los herejes habían de quedar excluidos
de los privilegios concedidos a la Iglesia (41). La in
m unidad de las obligaciones económicas respecto al
Estado fue considerablem ente aum entada en la Iglesia
en la época de Constantino (42). Ya en la época de
Constancio, la Iglesia Católica había sido exim ida de la
annona (43) y Constancio excusó a los clérigos de los
impuestos en el comercio y la industria, de las co n trib u
ciones p a ra la ayuda m ilitar y trabajos públicos,y de la
función curial (44). El hecho de que los clérigos estuvie-
92
ran exentos de las obligaciones curiales tuvo como con
secuencia que dentro de la Iglesia aum entara su n ú m e
ro. Para im pedir esta form a de evasión fiscal se prohibió
en 364 (45) que los plebeyos ricos fueran recibidos como
clérigos por la Iglesia. De esta form a los miebros del
episcopado procederían en su m ayor núm ero de la clase
senatorial, y la alta jerarquía de la Iglesia se identifica
ría con esta misma clase. Además de ejercer el comercio
y la industria, los obispos, como los senatoriales, fueron
propietarios de grandes latifundios. Alcanzar el episco
pado representaba un privilegio económico, y este cargo
había perdido gran parte de su carácter religioso como
testimonio S. Jerónim o (46). Muchos eclesiásticos pres
taban el dinero con usura a pesar de las prohibiciones
de los cánones. Era frecuente tam bién que un obispo
tra tara de usurpar el territorio de un colega o que
dejara la ciudad donde tenía la sede por o tra de mayor
im portancia, la causa de esto no era sino la am bición y
la avaricia (47).
Se puede afirm ar que fue du ran te el siglo III c u a n
do el cristianismo alcanzó su expansión más rápida en el
Im perio Rom ano. En este mismo siglo se produce una
grave crisis de la sociedad esclavista que había encon
trado su form a superior de desarrollo político en el
Im perio. Una de las consecuencias de esta crisis fue el
éxito, tanto del cristianismo como del m aniqueism o,
considerados por el Estado, consciente de la crisis, pero
desconocedor de su causa, como doctrinas destructoras
de la vieja sociedad rom ana (48). D urante el siglo III se
vió en el cristianismo la prom esa de un nuevo orden
social que se oponía al m antenido por el Estado. La
secularización de la Iglesia y la conversión del Estado
im pidieron que el cristianismo siguiera desem peñando
este papel. Pero la identificación de la Iglesia oficial con
el orden social establecido no significaba, como es n a tu
ral, la elim inación de las contradicciones que había
(45) Cod. T h ., X V J . 2. 7.
(46) E p ist., L IX , 9; M igne, P L . X X II, 664, ig n o ra t m o m e n ta
neus sacerdos h u m ilita te m et m a n s u e tu d in e m ru stu c o ru m , ignorat
b la n d itia s Christianas: nescit se ip su m c o n te m n e re : de d ig n a ta te
tra n sfe rtu r a d d ig n ita te m , de c a th e d ra q u o d a m m o d o d u c itu r ad
c a th e d ra m , d e su p erb ia a d su p e rb ia m .
93
producido esta difusión del cristianismo. La crisis era
más profunda, ya que durante el siglo IV y el V conti
núan existiendo movimientos de tipo social que unas
veces tom an una expresión religiosa y otras no, como los
bagaudas: movimientos revolucionarios rurales en los
que se alian contra el orden social establecido los p eq u e
ños propietarios por el régim en de latifundio, los colo
nos y los esclavos (49). La única ideología que en este
m om ento podía concretar las aspiraciones colectivas era
la religiosa, y por eso los grupos revolucionarios a p a re
cen a m enudo bajo esta form a, o están unidos a los disi
dentes del cristianismo estatal. Tal es el caso de los cir
cumcelliones del norte de Africa, con características
externas análogas a las de los bagaudas, pero ín tim a
m ente relacionados con los donatistas (50).
Los cismas y herejías surgidos en el seno del cristia
nismo en los prim eros siglos de su historia tienen m u
chos de ellos el carácter de cismas y herejías sociales.
Coincidían con el rigorismo, en ser opuestos al alto clero
privilegiado por la ley y en extenderse fácilm ente por las
zonas rurales. Estos rasgos que hemos señalado como
distintos del priscilianismo, se encuentran tam bién en el
el donatism o de Num idia y en el resurgim iento del
m ontañism o en Frigia. El origen del m onacato en E gip
to es el mismo que el de las herejías sociales; un resulta
do de las condiciones económicas y sociales existentes.
Como señala Stein (51) el m onacato se propagó fu n d a
m entalm ente entre la población indígena de Egipto,
que buscaba, entregándose a la vida religiosa, la huida
de la opresión y de las difíciles condiciones de existen
cia. La Iglesia representada por el poderoso episcopado
de las ciudades trató de contener este movim iento o de
canalizarlo dentro de su disciplina. El Estado y la Iglesia
fueron solidarios en el m antenim iento de un mismo
orden social y se enfrentaron eficazmente contra todos
los que intentaban alterarlo.
En el Concilio de Gangres, celebrado a m ediados
del silo IV en Asia M enor, se condenó una pequeña
94
secta rigorista (52). Su jefe fue probablem ente E usta
quio de Sebaste, tal vez de tendencias sem iarrianas,
pero condenado en Gangres porque propugana una
m oral muy estricta. Los cánones de este sínodo tiene
m ucha semejanza con los de Zaragoza de 380, donde
por prim era vez se alude a lo que luego sería el priscilia
nismo, y en ellos se pone de m anifiesto el sentido social
de las sectas rigoristas. Los eustaquianos, como los pris-
cilianistas, exaltaban la virginidad y se enorgullecían de
ella, vivían al m argen de la disciplina eclesiástica, se
reunían privadam ente fuera de la iglesia en casas p a rti
culares en unión de los presbíteros o sin ellos y despre
ciaban la autoridad de los obispos. En Gangres se hace
especial m ención de que distribuían los bienes a los
pobres sin intervención o consentim iento del obispo o su
representante, y en el canon III se condena de un modo
expreso a los que bajo pretexto de piedad enseñan a un
esclavo a despreciar a su dueño o rechazar el servirle, en
lugar de que continue siendo un servidor lleno de
buena voluntad y respecto (53). No es éste el único
docum ento de esta época en el que la Iglesia defiende el
orden social del Imperio Rom ano. En el norte de Africa
San Agustín en 408, en una carta a su rival donatista
Macrobio denuncia el carácter socialmente revolucio
nario del movimiento donatista: «Se rehuye la unidad
de form a que los campesinos pueden alzarse audazm en
te contra sus señores, y tam bién los esclavos, en contra
del precepto apostólico. Los esclavos fugitivos no sólo
escapan del control de sus dueños, sino que les am ena
zan, y no se contentan con las amenazas, sino que pasan
a los más violentos ataques y rapiñas a sus expensas.
Tienen por jefes a sus confesores, los agonistici, que te
honran con gritos de Deo Laudes, y al Deo Laudes
derram an la sangre de los otros (54). Diez años más
tarde Agustín escribió al comes Bonifacio u n a relación
sobre los donatistas: «Entre los donatistas, m ultitud de
hombres abandonados p ertu rb ab an la paz de los ino
centes, por una razón u otra, en el espíritu de la más
desenfrenada locura. ¿Qué señor había que no se viera
obligado a vivir bajo el tem or de su propio siervo, si éste
se había puesto bajo la tutela de los donatistas? ¿Quién
se atrevía siquiera a am enazar con castigos a quien
buscaba'su ruina? ¿Quién se atrevía a exigir el pago de
95
una deuda a quien había consumido sus existencias, o
de cualquier deudor que buscase su asistencia o pro tec
ción? Bajo la am enaza de golpes, incendio y m uerte
inm ediata, todos los documentos que com prom etían al
peor de los esclavos eran destruidos, de form a que p o
dían m a rc h a re n libertad» (55). En estos pasajes se ponen
de manifiesto las ideas sociales conservadores de San
Agustín, defensor del orden establecido incluyendo la
esclavitud (56).
Las dos grandes figuras de la Iglesia latina, que tan
poco propicias fueron a Prisciliano, Dámaso de Rom a y
Ambrosio de M ilán, estaban en la misma línea que San
Agustín, los eclesiásticos reunidos en Gangres y los obis
pos perseguidores del priscilianismo. San Dámaso fue
uno de los obispos de Rom a que más contribuyó a
aum entar el poder y las riquezas de su sede, atrayéndose
el favor de las clases altas y obteniendo de ellas legados y
donaciones. D urante su pontificado, los em peradores
V alentiniano, Valente y Graciano se vieron obligados a
reprim ir la actividad de los clérigos romanos ordenando
la confiscación de las donaciones y legados que prove
nían de las viudas y menores y habían sido solicitados
por los eclesiásticos (57). La ley parece justificar el título
de auriscalpius m atronarum que dieron a Dámaso sus
enemigos y la energía que desplegó para hacerse elegir
obispo de la sede rom ana (58). San Ambrosio fue un
decidido defensor de la propiedad eclesiástica que se
gún él, era propiedad de Dios y debía de ser adm inistra
da por los sacerdotes sin perm itir que volviera al m undo
(59). Desempeñó un papel de prim er orden en la corte
im perial, prim ero con Graciano y luego con su sucesor
V alentiniano II, siendo uno de los prim eros eclesiásticos
que ejecutó funciones estrictam ente políticas; desempe-
96
ñó dos em bajadas de la corte de M ilán cerca de Máximo
establecido en Tréberis (60).
Los herejes además de ser los enemigos de la Iglesia
oficial eran tam bién los del Estado. En las acusaciones
de herejía además de los argum entos en que estaban
fundadas existía otros que declaraban a los herejes co
mo seres antisociales, peligrosos p a ra el Estado y la socie
dad. El Estado persiguió a los herejes como antes había
perseguido a todos los cristianos y aún lo continuaban
haciendo con los m aniqueos. Los heterodoxos no po
dían gozar de los privilegios de la Iglesia estatal y se
hallaban sometidos a diversas lim itaciones jurídicas co
mo la libertad de reunión, el derecho a testar y el
desem peño de determ inados empleos imperiales. El
priscilianismo es m encionado cinco veces en la legisla
ción rom ana antiherética entre el año 407 y el 428 (61).
Fue asociado a otras sectas perseguidas como, los
m ontañistas, donatistas e incluso m aniqueos, lo que
prueba y pone de m anifiesto una vez más el carácter
social de estos movimientos religiosos. El legislador civil
al equiparar o confundir las diversas sectas, lo hacía no
por sus afinidades dogm áticas, sino por sus análogos
efectos sociales.
97
disciplina eclesiástica, en conform idad nuevam ente con
la Chronica de Idacio.
La segunda parte de las actas está colocada in m e
diatam ente después de las firmas de los ciecinueve obis
pos y consiste en una Regla de Fe y dieciocho anatem as
dogm áticos. Para term inar, la parte tercera nos relata
la condenación que hicieron de la doctrina de Prisci
liano sus antiguos seguidores, en especial Simposio y
Dictinio, y otros obipos gallegos según especifica Idacio.
La prim era parte y la tercera, parecen ser piezas
docum entales auténticas y corresponder a las fechas y
circunstancias señalas en el encabezam iento. No ocurre
lo mismo con la Regla de Fe y los anatem as cuyo encua-
dram iento en su correcto m arco histórico ha sido objeto
de discusión en núm eros trabajos científicos (63).
Las colecciones que contienen el Prim er Concilio
de Toledo según Maassen son tres (64), el llam ado E pí
tom e Español, basado en una colección española más
antigua ordenada históricam ente; la Colección H ispa
na, y la colección de origen galo de m anuscrito de St.
Am and-Cod. L at. París 1455 que depende de la H ispa
na (65). La Regla de Fe y los 18 anatem as se encuentran
en las dos colecciones que contienen com pleto el Prim er
Concilio de Toledo, es decir la Colección H ispana y la
Colección del M anuscrito de St. A m and, m ientras que
la parte de ias Actas con la retractación de Dictinio y
Simposio y la sentencia del Concilio se encuentran sólo
en la H ispania aum entada del códice Em ilianense. Por
otra parte el texto del símbolo fue editado en 1675 por
98
Quesnel (66). Se halla en la colección canónica publica
da por él como apéndice a las obras de León Magno y
atribuido a San Agustín con el título: Libellus A ugusti
ni de fid e Catholica contra omnes haereses (67). Para
Quesnel el Símbolo pertenece no al Prim er Concilio de
T oledo sino al que se celebraría después del 21 de julio
de 447 por m andato del Papa León en su escrito a
T oribio de Liébana. Los padres del Concilio de 447
utilizaron como base de la redacción del suyo un sím bo
lo anterior, transm itido en la Q uesnelliana y que sería
probablem ente obra auténtica de San Agustín. Flórez
creyó que el símbolo se debía efectivam ente al Concilio
del 400 y Gams por el contrario negó la relación de la
Regla de Fe con este concilio y asimismo la existencia
del Sínodo de 447. Hefele le atribuyó sim plem ente al
supuesto Concilio 447 (68), y Rosier siguiendo a Gams
negó la existencia del Sínodo de 447, pero afirmó que la
Regla de Fe pertenecía al Prim er Concilio de Toledo del
año 400 (69). Se basa en que Prudencio que escribió
antes del 400 conocía la doctrina de la procedencia del
Espíritu Santo, del Padre y del Hijo im plicada en sím
bolo. Por lo tanto no habría el m enor inconveniente en
adm itir que la Regla de la Fe puede pertenecer al
Concilio del 400. Merkle en la obra citada arriba y
apoyándose en la crónica de Idacio, en el párrafo aludi
do, concluye que no se pueden adjudicar al Prim er
Concilio de Toledo más que los veinte cánones y la
sentencia con las profesiones. En consecuencia, la regla
de Fe y los anatem as pertenecían al Concilio que debió
de celebrarse en 447.
El intento más notable p a ra calificar adecuada
m ente al Símbolo y a los anatem as se debe a J. A. de
Aldama y fue el objeto de su tesis doctoral (70). El
punto de partida de su investigación es la distinción
hecha por Quesnel entre las dos redacciones diferentes
del símbolo y los anatem as. El texto de estas dos redac
ciones tom ado de la edición de A ldam a es el siguiente (71 ).
In c ip iu n t reg u la e f i d e i c a th o R e g u la f i d e i ca th o lica e c o n
licae c o n tra o m n e s haereses, et tra o m n e s haereses.
q u a m m a x im e c o n tra Priscillia-
nos, q u a e p isc o p i T a r ra c o n e n
ses, C arthaginenses, L u s in a ti et
B aetici, fe c e r u n t, et c u m p r a e
c ep to p a p a e U rbis L e o n is a d
B a lc o n iu m e p is c o p u m G alliciae
tra n sm iseru n t. Ip s i etia m et s u
pra sc rip ta v ig in ti c a n o n u m c a
p itu la sta tu e r u n t in Concilio
T o le ta n o .
1 C re d im u s in u n u n v eru m C re d im u s in u n u m v eru m
D e u m , P a tr e m et F iliu m et S p i D e u m , P a tr e m et F iliu m et S p i
r itu m S a n c tu m , v isib iliu m et ritu m S a n c tu m v isib iliu m et in
in v isib iliu m fa c to r e m , per v isib iliu m fa c to re s, p e r q u e m
q u e m creata su n t o m n ia in creata su n t o m n ia in coelo et in
coelo et in terra. terra.
2 H u n c u n u m D eu n , et h a n c H u n c u n u m D e u m , et h a n c
u n a n esse d iv in a e su b sta n tia e u n a m esse d iv in i n o m in is T r in i
T r in ita te m . ta te m .
100
10 .H a n c T r in ita te m , p e rso H a n c T r in ita te m , personis
nis d istin c ta m , s u b s ta n d a m d istin c ta m , su b s ta n tia m unam ,
u n ita m , v irtu te et p o testa te et v ir tu te m , p o te s ta te m , m aiesta-
m a ie sta te in d iw sib ilem , in d iffe te m in d iv isib ile m in d ife re n te m .
re n tem .
21 .A n im a n a u te m h o m in is A n im a n a u te m h o m in is non
n o n d iv in a m esse su b sta n tia m , d im n a m esse su b s ta n tia m , aut
a u t D e i p a rte m ; sea c re a tu ra m D ei p a rte m , se d c re a tu ra m divi
d ic im u s d ivin a v o lu n ta te c re a na v o lu n ta te n o m prolapsam .
ta m .
101
1 S i quis a u te m diserit a u t 1 .S i quis ergo d ix e rit a rque
crediderit, a D eo o m n ip o te n te crediderit, a D eo o m n ip o te n te
m u n d u m h u n c f a c t u m n o n fa is- m u n d u m hunc fa c tu m non fu is
se a tq u e s eius o m n ia in s tr u m e n se a tq u e eius o m n ia in s tr u m e n
ta, a n a th e m a sit. ta; a n a tk e m a sit.
102
13 .S i qu is d ix e rit v el c re d i
d e rit, D e ita tis et c a m is u n a m es
se in C hristo n a tu ra m ; a n a th e
m a sit.
14 .S i qu is d ix e rit vel c re d i
d erit, esse a liq u id q u o d se e xtra
d iv in a m T r in ita te m possit e x
te n d e re ; a n a th e m a sit.
15 .S i qu is astrologiae vel
m a th e ria e (sic) (72) a e stim a t es
se c r e d e n d u m , a n a th e m a , sit.
18 S i qu is in his erroribus,
P riscilliani se c ta m se q u itu r vel
p ro fite tu r, ut a liu d in sa lu ta re
b a p tis m i co n tra se d e m P etri f a
cial; a n a th e m a sit.
(72) P o r m a th e m a tic a e .
(73) O p. c it., 40.
(74) P A L M IE R I, F ilioque. V A C A N T y M A N G E N O T , D ictio-
naire d e T h éo lo g ie C atholique.
103
Dámaso (75) y redactada utilizando modelos preceden
tes en los que faltaba el Filio que. Este parece ser el
proceso que siguió la elaboración de la Regla de Fe y los
anatem as, atribuidos al prim er Concilio de Toledo. La
redacción breve, atendiendo a razones de crítica exter-
~na, se rem onta por lo menos a finales del siglo V, fecha
en que se form a la Quesnelliana. Como esta redacción
se ha transm itido por caminos independientes de los
que siguió la colección canónica (76) se puede afirm ar
que en el siglo V no existía el Filioque en la redacción
breve. No hay razón p a ra suponer que la partícula cuyo
uso iría cada vez en aum ento, hasta incorporarse de
form a oficial a la liturgia visigoda y luego a la carolin-
gia, fue suprim ida en la redacción breve y al mismo
tiem po considerar a ésta como un resum en de la red a c
ción larga. El contenido interno de las dos versiones
confirm an esta suposición. La preocupación fundam en-
taU del redactor de la versión breve parece haberse
centrado en los problem as trinitarios, en torno a los que
se desenvuelve la teología del siglo IV, m ientras que el
autor de la larga añade en el anatem a N .° 13 una
condenación expresa relacionada con los problem as
cristológicos que ocuparon a los teólogos en el siglo V.
Se tra ta de la anatem atización del del monofisismo; Si
quis dixerit vel crediderit, Deitatis et carnis u n a m esse
in Christo naturam ; anatem a sit. Esta doctrina de las
dos naturalezas en la peçsona de Cristo se repite en el
apartado n .° 13 de la versión larga del Símbolo: D ua
bus dum taxat naturis, id est deitatis et carnis, in unam
lesum Christum . No hay cláusulas semejantes en la
redacción breve cuyo Símbolo se relaciona tanto por su
estructura como por su contenido con otros símbolos
latinos de la segunda m itad del siglo IV.
A ldam a (77) ha probado esta relación con el L ib e
llus Vi de i de Gregorio de Elvira, antes atribuido a Feba-
dio de Agen (78).
104
Toledano Libellus Fidei
1 a) C re d im u s in u n u m .ve 1 a) C re d im u s in unum
ru m D eum . D e u m ...
b) P a tr e m n o n esse F iliu m ... b) N e c e u n d e m q u i ipse sib i
c) E st ergo in g en itu s P a P ...
ter. .. c) P a tr e m q u i g e n u it...
d ) U n u m ta m e n D e u m ...
d) H a n c T r in ita te m ...
2 a) C red im u s. I. C ., D o m i
2 a) H u n c ig itu r F iliu m Dei. n u m n o s tr u m ... n a t u m ...
b) H u n c et essurisse et si ex v irg in e M ...
tisse. b) H u n c e u n d e m a d im p le s
c) P sotrem o a Iu d e is c ru c i se legem .
f ix u m . c) P assum , c r u x ifix u m ...
3. R e s u r r e c tio n e m ... cred i 3. E x p e c ta m u s ... rem issionem
m u s ... A n im a m ... h o m in is... p e c c a la r u m ... resu scita n d o s...
c r e a tu r a m ... d ic im u s ... a c ce p tu ro s p ro e m iu m .
105
lo como una obra independiente del Prim er Concilio de
Toledo y anterior a él, son muy num erosas.
Idacio que según confesión propia debió de cono
cer las actas del Concilio (82) no hace la m enor alusión
a una regla de fe compuesta en él. Su silencio es signifi
cativo por cuanto su noticia resume fielm ente lo o cu rri
do en el Sínodo y no es verosímil que dejara pasar por
alto un extrem o de tanta im portancia como la inclusión
de una regla de fe entre las actas. Nos dice por el
contrario que la adhesión escrita, exigida por el Conci
lio a Simposio, Dictinio y otros obispos gallegos (83),
consistió en una condenación del priscilianismo o profe
sión contra esta secta y su fundador (84). Quienes eran
los obispos que debían de suscribir esta profesión nos lo
dicen las actas del Concilio; los que habiendo ido al
Concilio desde Galicia hubiesen siem pre com unicado
con Simposio la fo rm a no es pues una regla de fe, sino el
precepto dado por el Concilio, la norm a general que
im ponía la obligación de profesar contra Prisciliano y el
priscilianismo. Este sentido general de regla, precepto,
norm a o ley, es el que tiene la p alab ra fo rm a en los
textos eclesiásticos contem poráneos, contrariam ente al
deducido por A ldam a (85). De la lectura del fragm ento
de las actas del Concilio, citado arriba, se puede con
cluir que dare professiones y subscribere fo rm a m son
equivalentes. Creemos que queda así suficientem ente
probado por el texto de Idacio confrontado con las
actas del Concilio, que en éste no se compuso ninguna
Regla de Fe, y que las profesiones de fe se referían a
106
suscribir lo preceptuado en el Sínodo. Por consiguiente
la redacción breve del Símbolo y los anatem as, al no
pertenecer al Prim er Concilio de Toledo, debe a trib u ir
se a un autor desconocido, posiblem ente del círculo de
Gregorio de Elvira, de la segunda m itad del siglo IV.
Es im portante tam bién el considerar cuáles son las
principales variantes entre la redacción breve y la larga.
Estas variantes se refieren a la aparición del Filioque, a la
distinción de dos naturalezas y u n a persona en Cristo y a
otros anatem as dirigidos, según parece, contra el prisci -
lianismo de un modo expreso. Se tra ta de la condena
ción del dualismo, de la astrologia, de la abstención
sexual y de la carne como alim ento, y p a ra term inar, de
la secta priscilianista (86). Pero hay otra variante que es
sin duda la más interesante. El párrafo sexto de la
prim era redacción de los anatem as dice: Si quis dixerit
atque crediderit, Filium Dei, D eum , passum: anathem a
sit. En la segunda redacción es: Si quis dixerit vel credi
derit, Christum innascibilem esse: anathem a sit. La
condenación de Prisciliano de m antener en uno de sus
escritos que Cristo es innascibilis se debe, como es sabi
do, al Concilio de Toledo (87). Si en las actas del Prim er
Concilio de Toledo se condena de un modo expreso a
Prisciliano por escribir que el Hijo es Innascibilis, y en
el misrño Sínodo se elaboró una Regla de Fe seguida de
anatem as donde se prescinde de condenar esta doctri
na, hab ría que adm itir una inconsecuencia y absoluta
falta de lógica por parte de los asistentes al Concilio.
Este hecho confirm a nuevam ente, en contra de lo soste
nido por A ldam a, que la prim era redacción del Símbo
lo y los anatem as no fue escrita en el Prim er Concilio de
Toledo, ya que no aparece en absoluto en ella la conde
nación de la doctrina de la «innascibilidad» del Hijo.
Que en esta redacción haya una intención antiarriana y
antisabeliana no lleva a la conclusión de que fuera
escrito contra los priscilianistas, porque esto es norm al
en muchos de los símbolos del siglo IV (88).
(86) Cf. los p á rra fo s 14, 15, 16, 17 y 18 d e la versión larga de
los a n a te m a s.
(87) Sy m p h o isiu s e piscopus d ix it: Ia x ta id q u o d p a u lo a n te
l e d u m est in m e m b r a n a nescio qua, in q u a d ic e b a tu r F ilius innas
cibilis, h a n c ego d o c trin a m , q u a e a u t d u o p rin c ip ia dicit, a u t F ilium
in n a sc ib ilem , c u m ipso a u c to re d a m n o , q u i scripsit. Ite m d ixit: date
c h a rtu la m : ipsis verbis c o n d e m n o . E t c u m a ccepisset c h a rtu la m , d e
scrip to recitavit: o m n e s libros haereticos, et m a x im e P riscilliani
d o c tr in a m , iu x ta h odie le c tu m est, u b i in n a sc ib ile m F iliu m serpsisse
d icitu r, c u m ipso a u cto re d a m n o . Cf. T E JA D A y R A M IR O , II, 191.
(88) A ld a m a m ism o lo p o n e d e m a n ifie s to al re b a tir a K unstle
q u e e n A rtip riscilia n a , F rib u rg o de B risgovia, 1905, ve u n origen
a n tip risc ilia n ista en la m a y o ría d e los sím bolos latin o s. C f. A L D A
MA, op. c it., 96 ss. y 105 ss.
107
El carácter expresam ente antipriscilianista con que
fue escrita la versión posterior del Símbolo y los a n a te
mas, está por el contrario fuera de cuestión. G. M orin
ha identificado (89) al autor de la segunda redacción
del Símbolo con el obispo Pastor que alcanzó el episco
pado en Lugo en el año 443 (90). Pastor es citado por
Genadio de M arsella (91) y fue autor de un librito en
form a de símbolo en el que se resum ían los puntos
principales del dogm a cristiano de su tiem po. C ondena
en él diversas herejías sin nom brar a los autores, excep
tuando a los priscilianistas y a Prisciliano que m enciona.
Pastor utilizó la prim era redacción del Símbolo, proce
dente del siglo anterior, y añadió algunos apartados
transform ando otros para poner la obra al día. Los
anatem as que siguen al Símbolo son obra tam bién del
mismo Pastor que los añadió en form a de apéndice,
siguiendo el modelo que im itaba. Es precisam ente en
esta parte donde se halla la condenación de las herejías y
especialmente de los priscilianistas (92).
La nueva redacción del Símbolo y de los anatem as
sirvió de ahora en adelante como fuente literaria para
los escritores eclesiásticos que escribieron o legislaron
contra los priscilianistas. La antigua versión del Símbolo
y los anatem as, de origen prepriscilianistas, se en riq u e
ció con las nuevas concepciones cristológicas del siglo V
y las conclusiones de la polém ica contra Prisciliano y sus
partidarios. Se llegó así a form ar un pequeño código
antiherético que proporcionaría los cargos supuestos o
reales contra los priscilianistas. La nueva obra era útil
para desacreditar a una secta socialmente peligrosa que
amenzaba la organización jerarquizada de la Iglesia,
reflejo a su vez de las estructuras sociales de la época.
Este procedim iento de atacar a los enemigos religiosos
era el habitual en las querellas eclesiásticas de estos
siglos, y los hom bres de la Iglesia Española no tenían
por qué ser una excepción en el com portam iento ge
neral.
En el ano 447 el Papa León I respondió al obispo
Toribio de Astorga con una larga carta en form a de
108
tratado dogm ático, dirigido contra los priscilianistas.
El notario papal que la redactó, no hizo sino repetir el
texto del escrito enviado por Toribio, y sancionar las
opiniones de éste con la autoridad de la sede rom ana.
Sugiere esta suposición, aparte del contenido general
de la carta, el hecho de que se afirme en ella la proce
dencia del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, doctri
na que estaba m uy lejos en aquel m om ento de ser ofi
cialm ente profesada por el P apa de Rom a (93). El
docum ento está dividido en 16 capítulos donde se trata
detalladam ente del priscilianismo y cuyos títulos son
los siguientes:
I. C ontra P riscillianistas, q u i sa n c ta m T r in ita te m n o n
personis, sed ta n tu m n o m in ib u s d istin q u u n t.
II. A d ve rsu s id q u o d D o m in u m D e u m p ro P atre c re d u n t
fuisse.
III. A d ve rsu s id q u o d d ic u n t id ea U n ig e n itu m d ic i C hristum ,
q u ia solus sit de virgine n a tu s.
IV . D e n a ta li D o m in i q u o d in eo P rincillianistas ieiunia
c elebrarent.
V. A d ve rsu s id q u o d a iu n t a n im a n h o m in is ex d ivin a esse
su b sta n tia m .
VI. C ontra illu d q u o d a iu n t d ia b o lu m ex se vel ex chao esse, et
p ro p r ia m habere n a tu ra m .
VII. C ontra illos q u o d n u p tia s et p ro c re a tio n e s filio r u m
a d stru a n t esse p e c c a tu m .
V III. C ontra id q u o d corpora h u m a n a d ic u n t esse fig m e n ta , et a
d a e m o n ib u s in u te ro fo r m a r i.
IX . C ontra illu d q u o d filio s rep ro m issio n is ex Sa n cto S p iritu
d ic u n t esse conceptos.
X. C ontra id q u a d a n im a s in coelestibus p ecca re c re d u n t, et
s e c u n d u m q u a lita te m p e c c a ti in h o c m u n d o accipere
so rte m v el b o n a m v el m a la n .
X I. C ontra id q u o d fa ta lib u s stellis d ic a n t a n im a s h o m in u m
obligatas.
X II. C ontra id q u o d su b aliis p o te s ta tib u s p a rte s a n im a e sub
aliis corporis m e m b r a d escrib u n t.
X III. C ontra id q u o d p a tria rc h a ru m n o m in a p e r singula
corporis m e m b r a d isp o n u n t.
X IV . C ontra id q u o d d u o d e c im signa q u a e m a th e m a tic i
observant, p e r c o rp u s o m n e d istin g u u n t.
XV. .D e apocryphis sc rip tu ris e o ru n d e m P risciallinorum .
X VI. E n m e n d a n d a de libro D ictinii.
109
también por Genadio de Marsella (94). El prim er c a p ítu
lo se identifica con el contenido del tratado de Sigario. Son
condenados los sabelianos y con ellos los priscilianistas,
conforme venía ocurriendo desde el Prim er Concilio de
Toledo. Los capítulos segundo y tercero están escritos
contra Arrio, Paulo de Samosata y Fotino, siguiendo la
tradición heresiológica del siglo IV. Los restantes desarro
llan las viejas acusaciones hechas contra Prisciliano, gnos
ticismo, maniqueismo, astrologia, abstención sexual y uso
de apócrifos. Se intenta relacionar a los priscilianistas con
los herejes más famosos del pasado, especialmente con los
maniqueos, e incluso demostrar su heterodoxia frente a las
declaraciones dogmáticas más recientes. Así en el capítulo
IV se deduce el monofisismo de los priscilianistas unido al
docetismo de la práctica del ayuno en el día de la Nativi
dad (95). Muchos de estos puntos están tom ados con
toda probabilidad del Símbolo y los anatem as, y explica
dos con ayuda de los tratados heresiológicos más divulga
dos. Se puede afirmar que la carta del Papa León es un
documento lo bastante tendencioso para que resulte de
utilidad como fuente informativa de la situación de las
comunidades priscilianistas a mediados del siglo V. De él
se puede solamente deducir que en esta fecha existían en la
antigua provincia romana de Galicia grupos de priscilia
nistas no asimilados por el cristianismo oficialmente orto
doxo. Las diferencias con este último se debían de referir
al carácter ascético generalizado que se traducía en prác
ticas más frecuentes de ayuno. Las divergencias doctrina
les más'señaladas consistían en el uso de los apócrifos, uso
más restringido en el cristianismo oficial pero conservado
hasta la actualidad con el nombre de Tradición. El sentido
popular de la secta, que hacía difícil su extinción, borraría
las diferencias jerárquicas entre el alto clero y el pueblo
(94) 65, M IG N E , P .L ., 58, c. 098: Sygarius scripsit d e F ide
a d v e rsu m p ra esen tu o sa h a e re tic o ru m voca b u la , q u a e a d d e s tr u e n
da v el a d im m u ta n d a S. T rin ita tis n o m in a a su rp a ta s u n t, d ic e n
tiu m P a tre m n o n deb ere P a trem dici, ne in P atris n o m in e Filius
co n so n et, sed in g e n itu m et in fe c tu m et so lita r iu m n u n c u p a n d u m
ut q u id q u id e xtra illu m est persone, e xtra illu m sit n a tu ra o ste n
dens et P a trem , q u i e ju sd em est n a tu ra e , posse d ic i in g e n itu m , et
S c rip tu r a m dixisse, et ex se genuisse in p erso n a F iliu m , n o n fecisse,
et ex se p ro tu lisse S p ir itu m S a n c tu m , in p erso n a non gen u isse ne-
q u e fecisse.
(95) Q u o d u tiq u e ideo fa c iu n t q u ia C h ristu m D o m in u m in
vera h o m in is n a tu ra n o tu m esse non c re d u n t, sed p e r q u a n d a m
illu sio n e m o ste n ta ta v id e ri-vo lu n t q u a e vera n o n f u e r in t, se q u e n te s
d o g m a C erdonis a tq u e M arcio n is et cognatis suis m a n ic h a eis p e r
o m n ia consonante·;
110
poniendo en peligro los privilegios cada vez mayores de
aquél.
La carta de León J termina con la indicación de que
se debe celebrar un concilio general contra el priscilianis-
mo entre los obispos de la Tarraconense, Cartaginense,
Bética, Lusitania y Galicia (96). Este sínodo no llegó
jam ás a celebrarse, puesto que no existen las actas de él ni
le menciona el obispo Idacio, cronista contemporáneo de
los hechos. Se trata, pues, de una invención histórica, la
referencia a la celebración de un concilio por orden de
León, que se hace en el de Braga de 561 (97). La relación
que se da en este concilio de cómo el Papa León dirigió un
escrito contra los priscilianistas a un sínodo de Galicia por
medio de su notario Toribio, es un cúmulo de errores.
Igualmente lo es el añadir que por orden papal se reunió
otro concilio entre los obispos de la Tarraconense, Carta
ginense, Lusitania y Bética, donde se compuso una Regla
de Fe con algunos capítulos, tam bién contra los priscilia
nistas, que fue luego enviada al obispo de Braga, Balco-
nio. Toribio no era el notario papal, sino el destinatario de
la carta y los dos concilios nunca se celebraron. Balconio
fue efectivamente un obispo de Braga que ejerció su minis
terio con una anterioridad de unos 30 años a la carta del
Papa León (98).
Los capítulos antipricilianistas del Concilio de Bra-
112
X I V . S i qu is im m u n d o s p u ta t c ib o s c a rn iu m q uos D eus in usus
h o m in u m d e d it, et n o n p r o p te r a fflic tio n e m corporis su i
se d q u a si im m u n d itia m p u ta n s ita a b eis a b stin e a t u t ne
oleia cocta c u m c a rn ib u s p ra e g u ste t, sic u t M a n ich a e u s et
P riscillianus d ix e ru n t, a n a th e m a sit.
X V. S i q u is c le rico ru m vel m o n a c h o r u m p ra e le r m a tr e m aut
g e r m a n a m vel th ia m v el q u a e p r o x im a sib i c o n sa n g u in i
ta te iu n g u n tu r , alias a liq u a s q u a si a d o p tiv a s fe m in a s
se c u m re tin e n t et c u m ipsis c o h a b ita n t, sic u t P riscilliani
secta d o c et, a n a th e m a sit.
X VI. S i quis q u in ta f e r ia p a sc h a li q u a e v o c a tu r C oena D om ini,
hora leg itim a p o s t n o n a m ie iu n u s in ecclesia m issas n o n
ten e t, sed s e c u n d u m s e c ta m P riscillia n i fe s tiv ita te m ipsius
d ie i a b hora te rtia p e r m issas d e fu n c to r u m so lu to ieiunio
colit, a n a th e m a sit.
X V I I . S i quis scripturas, quas P riscillia n u s s e c u n d u m su u m
d e p ra v a vit e rro rem vel tra c ta tu s D ic tin ii quos ipse
D ic tin iu s a n te q u a m c o n v e rte r e tu r scripsit v el q u a e c u m
q u e h a e re tic o r u m scrip ta su b n o m in e p a tria rc h a ru m ,
p r o p h e ta r u m vel a p o sto lo ru m suo e rro ri c onsona c o n fix e
ru n t, legit et im p ia e o ru m f ig m e n t a se q u ita r a u t d e fe n d it,
a n a th e m a sit (99).
113
tractores durante los siglos V y VI. Este es el proceso que se
ha intentado explicar en este trabajo; cómo al mismo
tiempo que se iba perdiendo todo recuerdo coherente del
priscilianismo histórico del pasado, o se ignoraba el con
temporáneo, era preciso combatir a este último sobre una
base teórica. La prim era redacción del Símbolo y los ana
temas, escrita en el siglo IV contra los herejes trinitarios,
como Pablo de Samosata, Fotino, Sabelio y Arrio, contra
los gnósticos como Marción y Cerdón, y contra los mani-
queos, fue el punto de partida de la literatura antiprisci-
lianista estudiada aquí. Este documento anterior al prisci
lianismo, y escrito contra herejías de los siglos II, III y
prim era m itad del IV, fue relaborado introduciéndose en
él al priscilianismo. Fruto de esta relabolación es la segun
da versión, larga, del Símbolo y los anatem as debida al
obispo Pastor, e incluida posteriorm ente en las actas del
Prim er Concilio de Toledo, unos 40 años anterior a esta
nueva redacción. La misma versión, olvidado el nom bre
de su autor o bien por razones de prestigio, fue a trib u i
da a un concilio im aginario que se celebraría por m a n
dato de León I después de 447. Debió de servir, con la
ayuda de otros tratados heresiológicos que desarrollarían
los puntos que contiene, para la redacción del escrito
conocido con el nom bre de C arta del Papa León a
Toribio de Liébana. Pof últim o, sobre estos precedentes
literarios, se com pondría en Braga en 56, una nueva
serie de capítulos antiheréticos donde se enum eraban
las herejías cristianas anteriores, junto al nom bre de
Prisciliano.
114
Las provincias hispanas
F. M . Schrajerman
115
ellos sus propios dignatarios m ateriales y espirituales
Un colegio de esta clase es m encionado en u n a inscrip
ción de C orduba que está dedicada a A. Publicius G er
m anus, un liberto de la ciudad. Desempeñó el cargo de
sacerdote en el colegio. La inscripción fue erigida por el
m agistrado del colegio, un esclavo que, al parecer
había sido com prado a la ciudad por un tal G erm a
nus (6). Es interesante una inscripción de la Bética que,
sobre la base del análisis paleográfico, es situada en el
siglo I. Contiene un contrato típico entre dos partes, a
saber, L. Baianius y el esclavo de L. Titius, D am a, que
en representación'de su señor, otorga un préstam o a L.
Baianius bajo hipoteca de una propiedad, incluidos los
esclavos (7). Así pues, debe haber sido necesaria la
publicación de un contrato de este tipo p ara uso gene
ral. De aquí se deduce que tales convenios estaban rrtuy
extendidos y que la posesión típica, que podía ser h ipo
tecada, era la villa explotada con ayuda de esclavos.
Según se deduce de las inscripciones, los libertos no
desem peñaron ningún papel im portante en la artesanía.
Sólo muy rara vez se m enciona a libertos como artesa
nos. Incluso en las m arcas de ánforas que h a n sido
descubiertas en Roma en el m onte Testaccio y que en
Hispania provienen de los tallesres de alfarería de época
im perial, no se encuentra ningún nom bre de esclavos y
libertos, por m ás que, en R om a y en Italia, éstos ap a re
cen frecuentem ente como arrendatarios y operarios de
los talleres imperiales. En Hispania, según m uestran las
m arcas (8), los arrendatarios eran libres. Esto se explica
tal vez por el hecho de que estas m arcas provienen de
época m ás tardía. La cerámica en que-se encuentran
fue fabricada a finales del siglo II y en el siglo III,
cuando el núm ero de esclavos y libertos h ab ía dism inuido
en H ispania como consecuencia de la crisis del régim en
esclavista. Pero tam poco en inscripción más tem pranas
encontram os apenas datos sobre libertos y esclavos como
artesanos.
En cam bio, en los siglos I y II, los libertos jugaron
papeles m uy notables y en la vida m unicipal. Así ocurrió,
por ejem plo, con el liberto C. Sempronius Nigellio, el
antiguo esclavo de un m iem bro de la adinerada y presti
giosa fam ilia de los Sempronios séviro en la Colonia
Patricia (C orduba) en el m unicipio Singili (a) Barba.
Este le adm itió entre sus convecinos le concedió to
dos los honores que podían ser trasferidos a u n liberto y
(6) Ib id e m , 2229.
(7) C IL , II, 5042.
(8) C IL , II, 2560-2567; 3973; 3984.
116
decretó erigirle una estatua cuyo coste indem nizó la ciu
dad (9). En Suel (m unicipium Suelitanum ), L. Junius
Puteolanus, séviro augustal, ofrendó un sacrificio a N ep
tuno y dio una fiesta porque él había sido el prim ero
que en vida, por un decreto de los decuriones, fue inves
tido con todos los cargos honoríficos que los libertos po
dían poseer (10). El liberto M. Egnatius Venustus recibió
del consejo m unicipal de A rba una estatua y las insignias
de decurión (11). En m uchas ciudades, los libertos fue
ron séviros y, en el desempeño de este cargo, erigieron
estatuas o templos a los dioses e instituyeron banquetes
y juegos p ara sus conciudadanos. Así el liberto y séviro
L. Caelius Saturninus ofreció un sacrificio a Liber Pater
y dio representaciones teatrales (12), L. Licinius Adamas
ofrendó a Pantheus Augustus (13) y L. Catinius, a M ar
te (14). S. Quintius Fortunatus llevó u n a ofrenda a
Pollux y además a petición del pueblo, repartió dinero,
dio una fiesta a los ciudadanos y habitantes y organizó
juegos circenses (15) L. Licinius Crescens hizo ofrenda a
Pax Augusta (16), M. Egnatius a Virtus Augusta (17), y
su coliberto, el anteriorm ente m encionado M. Egnatius
Venustus, erigió bancos de m árm ol y revistió de m árm ol
u n a colum na (18).
Para podersufragar tales gastos, los libertos, aunque
desem peñasen el cargo de séviro, debían poseer riquezas.
Puesto que sólo en raras ocasiones ejercían un oficio, es
de presum ir que, en libertad, fuesen propietarios y
obtuviesen ingresos de sus bienes. Si esto es correcto,
tam bién ha de serlo que estos libertos probablem ente
obtenían los lotes de tierra de sus señores con la carga de
entregarles una parte de la cosecha, o que com praban la
tierra que, como esclavos, h ab ían tenido arrendada de
sus señores. De u n artículo de la m encionada ley de
Salpensa se desprende que los señores, aunque no fuesen
ciudadanos romanos, reclam aban a los libertos una
p arte de sus ganancias (19).
Es interesante la inscripción que contiene el testa-
(9) C IL II 2026.
(10) Ib id e m 1944.
(11 ) Ib id e m 1066.
(12) Ib id e m 1108.
(13) I b id e m 1165.
(14) I b id e m 1301.
(15) I b id e m 2100.
(16) Ib id e m 1061.
(17) C IL II 1062.
(18) I b id e m 1066.
(1 9 ) Ib id e m 1963 X X II.
117
m ento del centurion L. Caecilius O ptatus. Vivió en
tiempos del em perador M arco Aurelio y legó a sus
conciudadanos de la ciudad de Barcino 7.500 denarios
bajo la condición de que sus libertos y los de éstos «que
fuesen llam ados a desem peñar el cargo de séviro debían
ser liberados de todos los gastos del sevirato». Caso de que
esta condición no sea observada, el dinero legado debía
ser entregado al erario de T arragona (20). Esta inscrip
ción enseña, en prim er lugar, que los gastos anejos al
desempeño del sevirato eran dem asiado oprensivos p ara
los libertos a m ediados del siglo II; en segundo lugar,
perm iten conocer que los patronos tra ta b a n de aligerar
las obligaciones de sus libertos para con la ciudad, tal vez
con la finalidad de que éstos pudiesen cum plir más
fácilm ente con las obligaciones para con su patrono y los
hijos de éste dándoles la parte establecida de sus benefi
cios. Dos inscripciones dan noticia de la íntim a unión
que los libertos m antenína con la fam ilia de su p a tro
no. Una de ellas proviene de T arragona (T arraco) y
estaba colocada sobre el sepulcro de Antonio C lem entina
y de su m arido P. Rufus Flaus, el cual, p a ra p erp etu ar su
m em oria y la de su m ujer (in m em oriam perp etu a m ), le
gaba los «huertos limítrofes a las posesiones de la ciudad»
a cuatro libertos, hom bres y mujeres, de la fam ilia de su
m ujer con la'determ inación de que debían se invendibles
y pasar dentro del genos (clan), bien a parientes o liber
tos (21). O tra inscripción, que ya hemos citado y que p ro
viene de L am inium fue dedicada a Allia C andida por un
colegio que llevaba su nom bre (?) y congregaba a sus li
bertos y clientes (22).
Del mismo modo que en Italia, pues, tam bién en
H ispania los libertos perm anecían en íntim a unión con la
fam ilia en el clan de su patrono. Esto era m ucho más
posible, si los libertos m antenían con los patronos
una unión económica, esto es, si arrendaban o poseían
parcelas que eran sustraídas de las fincas de los patronos
si daban a éstos una parte de la cosecha o ejecutaban
algún tipo de trabajo en las villae en que se form aban los
colegios de culto familiares. Una unión tal m uestra que
(20) Ib id e m , 5414.
(21) C IL , II, 4332; seg ún esta in sc rip c ió n , ta m b ié n e sta b a
d ifu n d id a en H isp a n ia la p ra x is fre c u e n te m e n te in d ic a d a en el
D igesto co sisten te en tra n s m itir posesiones a los lib e rto s b a jo la
c o n d ic ió n d e q u e las p a rce la s no fuesen e n a je n a d a s y d e q u e fuese
p a g a d a u n a d e te rm in a d a c a n tid a d al p a tr o n a to o a sus h e re d e ro s
(Dig. 31. 77.15, 88.6; 3 2 .3 8 .5 ; 3 3 .1 .1 8 , e tc .). C o m o c la ra m e n te se
ve, esto e ra u n a c o n se cu e n cia del a u m e n to d el la tifu n d io .
(22) C IL , II, 3229; cf. su p ra p . 62, n o ta 69.
118
los libertos, cuando todavía eran esclavos, trab ajab an en
la agricultura y que los dueños, a consecuencia del tem
prano comienzo de la crisis en H ispania, convirtieron a
esclavos y libertos en colonos.
En H ispania existieron muchos m enos colegios de
artesanos que en Italia y las Galias. Son m encionados
colegios de m arineros (23), de zapateros (24), de artesa
nos (25) y un colegio de centonariri que h ab ía sido creado
con cien socios con perm iso del em perador A driano (26).
La últim a inscripción m encionada atestigua un desarro
llo de los colegios relativam ente débil, ya que en una
ciudad tan grande como era Hispalis el m uy extendido
colegio de los centonarii fue creado por vez prim era bajo
A driano.
Por otro lado, el artesano estaba am pliam ente
especializado. En las inscripciones son citados un m a r
molista (27), un tintorero (28), un fabricante de arm a
duras (29), un joyero (30), un cantero (31), un plate
ro (32), el jefe de un taller de banderines (33) y un dorador
(34). Estos artesanos eran libres. En consecuencia, el
trabajo de los libres, a pesar del desarrollo de la esclavi
tud, no estaba com pletam ente alejado de la producción.
Atestiguan esto tam bién leyes sobre la m inería (35) que
tienen por objeto el arriendo de parte de m inas a reduci
do núm ero de arrendatarios libres. Estos arrendatarios
trab ajan allí solos o con ayuda de algunos esclavos.
Además de los arrendatarios de m inas había aún en los
yacimientos otros hom bres libres a quienes com petía el
aprovisionam iento de los m ineros (guardas de baños,
zapateros, bataneros, sastres, peluqueros, maestros, su
bastadores y demás personas que, bajo determ inadas
condiciones y m ediante pago, m antenían el derecho a
abrir talleres o a ofrecer sus servicios en la m ina. Además
119
de los arrendatarios había tam bién allí gentes a las que,
asimismo bajo determ inadas condiciones, estaba p e rm i
tido extraer cobre y plata de la escoria y de los residuos.
Evidentem ente eran dem asiado pobres p a ra arrendar
una parte y buscaban su bienestar de esta form a más
barata. Como se ve, había en Hispania una cuantiosa
población libre que era pobre; ésta, em pero, había
salido de los campesinos indígenas, que habían perdido
toda su tierra (36).
La capa de población pobre, pero libre, era ta m
bién cuantiosa en las ciudades. La aristocracia m unici
pal debía ofrecer una parte de sus beneficios a su cortesía.
Una inscripción de Gades perm ite calcular cuán
elevadas eran estas dádivas; m enciona una persona espe
cial que en los erarios públicos adm inistraba las sumas
legadas a la ciudad (testamentarius) (37). En m uchas
inscripciones son consignadas distribuciones hechas al
pueblo. Así, por ejemplo, en Clunia, el sacerdote de
Rom a y del Divus Augustus, en una carestía de cereales,
distribuyó grano al pueblo (38), y en Aeso dos colegios,
de los que uno se reunía en las Calendas y otro en los Idus,
honraron a L. Valerius Faventinus, un duunviro de la
ciudad, porque había com prado grano y ayudado al
pueblo (39). En D ianium , alguien cuyo nom bre y cargo
se desconocen, llevaba agua a la ciudad p ara los vecinos y
les socorría m ediante distribución de grano en una época
de carestía (40); en Nescania, u n a vez más, una Fabia
Restituta dio en honor dé su hijo un banquete a los
decuriones y sus hijos y distribuyó dos denarios entre los
vecinos y residentes y uno entre los esclavos que servían
como guardianes (41). En Hispalis, Fabia H adrianilla,
hija y m ujer de un consular, herm ana y m adre de un
senador, escribía que quería donar «anualm ente el 6 por
ciento de la sum a de 50.000 sestercios» bajo la condición
de que dos veces al año, a saber en el cum pleaños de su
m arido y en el suyo propio, los niños nacidos libres
recibiesen cada uno 30 sestercios adicionales p a ra ali
m entación y las niñas 40 (42). El sacerdote de la ciudad
de C artim a, L. Porcius Saturninus, donó 20.000 sester-
(36) L as m in a s e sta b a n situ ad a s en u n a re g ió n re la tiv a m e n te
p o c o ro m a n iz a d a , e n la q u e la p o b la c ió n c a m p e sin a q u e q u e d a b a
era to d av ía b a s ta n te n u m ero sa.
(37) C IL , II, 1734; p e ro cf. la n o ta del e d ito r: te sta m e n ta riu s
de o ffic io a c c ip ie n d u s est a d e x e m p lu m lib ra rii q u i te s ta m e n ta
scripsit a n n o s X I V sine turis consulto.
(38) C IL , II, 2782.
(39) Ib id e m , 4468.
(40) I b id e m , 5961.
(41) Ib id e m , 2011.
(42) Ib id e m , 1174.
120
cios a la ciudad para liberarla de sus deudas (43). Por lo
demás, la últim a inscripción citada dem uestra que las
ciudades estaban adecuadas. Esto concuerda con la de
cadencia de la organización de los m unicipios.
Puesto que las donaciones son frecuentem ente
m encionadas, quizá muchos hom bres pobres han tra
bajado en las misnas o en la agricultura. En las malas
cosechas y carestías de grano, la nobleza del m unicipio
se veía forzada, por tem or a la rebelión de los h am
brientos, a nivelar el desequilibrio social m ediante el
auxilio a los pobres. Este fue, según se ha dicho, uno de
los motivos que precipitaron al estallido de la crisis del
régim en esclavista cuando las referencias basadas en la
esclavitud habían logrado una elevada cota.
Las ciudades hispanas tenían evidentem ente una
organización aristocrática. Ya com erciantes y artesanos
enriquecidos, como en las Galias, ya veteranos como
en las provincias del Rhin y del D anubio, ocuparon
aquí los cargos de las ciudades. Los m ilitares licenciados
de la legión asentada en H ispania no jugaron absoluta
m ente ningún papel en la vida m unicipal.
Al parecer, las propiedades y la fortuna que conse
guían a su licénciam iento o que había ganado durante
su tiem po de servicio, eran dem asiado pequeñas en
com paración con la fortuna de la nobleza indígena,
como p ara perm itirles una intrusión en el círculo de
aquella.'S i miembros de la nobleza indígena tuvieron
relación con el ejército, esto sólo ocurrió en el m arco de
la carrera de servicios m ilitares establecida para los
caballeros. Prestaban servicio como prefectos de las
alas, tribunos de la legión o prefectos de una cohorte.
T ras su servicio m ilitar ocupaban en su tierra los cargos
m ás elevados (ordinariam ente cargos sacerdotales) (44).
Del poderío de los aristócratas indígenas, propor
cionan u na observación dos inscripciones. C. Venaecius
Voconiamus, sacerdote de los augustos alzados a los
dioses, había servido como prefecto de la prim era co
horte de Calcedonia, como tribuno de la tercera legión
de las Galias y como prefecto del prim er ala de los
lemaferos y erigió a la Fortuna, conform e a su promesa,
una estatua de oro de cinco libras y una estatua seme
jan te de M ercurio de igual peso. Además donó una
121
bandeja de oro de una libra y dos copas de plata de
cinco libras de peso cada una (45). Fabia Fabiana, de
la ciudad de Acci, elevó como donación a Isis 112 libras
de plata y objetos artísticos de diversas clases que en su
m ayor p arte estaban guarnecidos con m uchas piedras
preciosas (en total, 56 perlas, 36 esmeraldas, 5 gemas,
dos de ellas de diam antes, y 26 piedras preciosas que
estaban trabajadas en form a de cilindro) (46).
Pero, por otra parte, las ciudades incurrieron en
deudas desde el comienzo del siglo II; hacia la m itad del
siglo II comenzó su decadencia, el núm ero de los c u ra
dores de ciudades aum entó y entre los vecinos cuñdió el
descontento ju n to con m edidas del gobierno (47). El
biógrafo del em perador M arco Aurelio (48) habla
tam bién de las exhaustas ciudades hispanas, m enciona
revueltas en Lusitania (49) donde, evidentem ente,
hubo insurrecciones populares. Cesaron estas, empero,
al igual que el movimiento de M aternus y el de los
Bagaudas en las Galias, con el aum ento del latifundio y
la reforzada opresión de los campesinos y colonos en
conexión.
El aum ento del latifundio, que acom paña a la
decadencia de las ciudades y a la crisis de la esclavitud,
lo atestiguan tam bién las enormes confiscaciones reali
zadas por Septimius Severus en H ispania; su resultado
fue que los productos agrícolas, que antes eran sacados
de propiedades particulares, ahora fueron exportados a
través del fisco im perial (50). Los Severos confiscaron
la tierra no en las m edianas propiedades de los m unici
pios, sino en las grandes. Sobre propiedades imperiales
anteriores a los Severos (abstracción hecha de las tierras
en los lugares de las m inas), aparecen pocos datos. Q,ue,
no obstante, sucedió tal cosa, lo enseña una Inscripción
de la Bética, que m enciona un procurador im perial en
la Bética para el cultivo del vino de Falerm o — ad fa l
(ernas) veget(andas) (51).
122
Pero por m ucho que quiera haberse desarrollado la
esclavitud y el régim en de m unicipios en H ispaniam no
habrían sido desplazados definitivam ente en ella la fin
ca rústica ni las formas de la organización com unal. En
las regiones del Noroeste poco rom anizadas (en la parte
noroccidental de la T arraconense y Lusitania), se en
cuentra corrientem ente gentes, tribus y clanes indíge
nas, que presentaban com unidades autónom as (52).
Son conocidas por las inscripciones gentes: Abilico-
rum (53), A blaidacorum (54), Alvogigorum (55), Ca-
bruagenigorum (56), C antrabrorum (57), Pembelo-
rum (58), Peniorum (59), Pintonum (60), R atrium (61),
V accaeorum (62), V irom enicorum (63), Visaligorum
(64), Zoelarum (65), etc.
Un elem ento de la gens era la pequeña unidad de
la gentilitas, que probablem ente correspondía al clan
(66). Así, existe una inscripción dedicada a los dits
Laribus Gapeticorum gentilitatis. Los Lares aparecen
aquí como divinidades del clan. En ocasiones u n a gens
constituía un m unicipio rural. Así, en una inscripción
que está dedicada al dios indígena Netus, se dice que el
sacerdote procede del pueblo de los Baedorum de la
tribu délos Pintones (67); Jo que quiere decir que el p u e
blo pertenecía a la gens P intonum (68). Seguram ente tri
bus más grandes ocupaban tam bién varios poblados, que
pertenecían a distintas gentilitates. Por ejemplo, en el
territorio de la tribu de los cántabros se encontraba el
poblado Vellicum, y en una conocida inscripción una
persona se denom ina a sí m ism o Vellicus (69). Según
parece, los Vellici eran u n a p a rte (una gentilitas) de los
cántabros y tenían su propio poblado.
Es interesante una inscripción de Asturica cuya
I
123
prim era p arte proviene del año 27, m ientras que la
segunda p arte pertenece al año 152. En su prim era
parte se nos participa que la gentilitas Desoncorum, de
la gens Zoelarum , y la gentilitas Tridiavorum , de la
m ism a gens, h ab ían renovado su antiguo tratad o de
hospitalidad (hospitium ) y, de com ún acuerdo, h ab ían
dado cabida a sus hijos y descendientes entre sus clien
tes. En el cierre del contrato tomó parte el m agister de
los zoelas ju nto a los representantes de ambos lados, que
llevan nom bres indígenas. En la segunda parte de la
inscripción, com unican las dos mismas gentilitates que
dan cabida entre sus clientes y com unidad a Sem pro
nius Perpetuus O rniacus de la gens de los Avolgigorum ,
a A ntonius Arquis de la gens Visaligorum y a Flavius
Fronto de la gens Cabruagenigorum. Firm an el c o n tra
to L. Dom initius Silo y L. Flavius Severus (70).
O tras tres personas que son acogidas a la hospi
talidad son designadas como zoelas. Al parecer, habían
sido acogidas en la tribu de los zoelas si bien por n a c i
m iento pertenecían a otra tribu. En otras inscripciones
son m encionadas (71) personas que pertenecían a dos
tribus y en un caso incluso un mismo hom bre fue p rin
ceps, jefe por tanto, de dos tribus. La inscripción citada
enseña que, en el siglo I, las genstilitates eran com uni
dades cerradas, aún cuando pertenecieran al efectivo de
u n a gens. En la m itad del siglo II, conservan form al
m ente ese carácter, pero decaen estensiblemente; al
gunos de sus m iem bros se separan de todos sus orígenes u
se adhieren a otras com unidades que les dan cabida
entre sus huéspedes y clientes.
Se puede im aginar fácilm ente que el desm orona
m iento de la gentilitas y de la gens fue u n a consecuencia
de la segregación de los aristócratas ricos e influyentes,
pero éstos, a pesar de todo, m antenían una unión con
sus com pañeros de clan y tribu. Así, una sacerdotisa de
la provincia de H ispania citerior procede de la gens
cantabrorum , m ientras que su m arido había salido de la
gens Vaccaeorum (72). Es interesante la ya citada
inscripción del poblado de la tribu de los Vironem ici,
Segisamo, del año 239: Vot (a )fe l (iciter)sue ( “e ”perunt)
liben (tes) patronis merentissimis et f e (licissimis) et
prestantissimis et pientissimis cives pientissim i et am icis
sim i Seg (isamonenses) dom (ino) nostro A ug.G or (dia-
(73) Ib id e m , 5812.
(74) Ib id e m , 5807; ter. A u g u st, d im d it p r a t leg. I l l et a g ru m
Se gisa m o n .
(75) A . S C H IL T E N , art. c it., 498: o p p id u m sólo (es) o tro '
té rm in o p a r a ca stellu m , seg ú n in d ic a n té c n ic a m e n te los sitios d e las
c o m u n id a d e s.
(76) C IL , II, 824.
(77) Ib id e m , 825.
125
m iem bro de la tribu de los Limici (78), gentes de
Clunia, com unidades vecinas suyas —vicinia Clunien-
sium (79)— y finalm ente un antioqueno (80). T oda
esta población o una parte de ella pertenecía a las
com unidades vecinas de Capera —vicinia Caper en
sis— (81).
En oposición a los Lares de una determ inada gen
tilitas aparecen los dioses protectores de toda la com u
nidad, los lares pu b lici, y colegios de sus adoradores
(82). En algunas ocasiones fueron adm itidos en la
com unidad los que habían vuelto como vecinos de C a
pera (83). Como consecuencia de la mezcla de la p o
blación y de la conversión de la com unidad tribal en
una com unidad territorial, C apera adquirió el status de
una ciudad o de una organización casi m unicipal: el
concejo de C apera (ordo) dedicó una inscripción a Julia
Dom na (84). Algunas com unidades tribales tenían
tam bién su propio concejo, por ejemplo, los zoelas (85).
C uando las com unidades se derrum baron, au m en
tó el latifundio; las gentes, por otra parte, perdieron sus
tierras y fueron arrancadas de sus com unidades. T a l vez
los m iem bros de las com unidades, arruinados, buscaron
trabajo precisam ente en las m inas. Y es que las m inas se
encontraban en su mayor parte en lugares donde había
sólo unas pocas ciudades y predom inaba la organiza
ción rural.
Además de las gentes, en las inscripciones hispa
nas, aunque más rara vez que en las galas (ver más
abajo), son m encionadas comarcas, y estas com arcas
hispanas se asem ejaban en más de un aspecto a las
com unidades. En una inscripción del año 193 se contie
ne el comienzo de una disposición del gobernador de la
provincia en un proceso entre los com pagini rivi Laren-
sis y Valeria Faventina (86), una terrateniente cuyas
posesiones lindaban con el suelo perteneciente a la co
m unidad com arcal.
La nobleza, que se segregaba de las com unidades
rurales y tribales, aquí como en otras partes, habrá
explotado a los simples m iembros de las com unidades.
Por ello, los nobles figuraban como patronos, según lo
(78) Ib id e m , 827.
(79) Ib id e m , 818-822.
(80) Ib id e m , 830.
(81) Ib id e m , 806.
(8 2 ) Ib id e m , 816; 817.
(83) Ib id e m , 813.
(84) Ib id e m , 810.
(85) I b id e m , 2606.
(86) Ib id e m , 4125.
126
encontram os en la inscripción de Segisamo. En una
inscripción de Arva, el sacerdote Fulvius Carisianus es
designado como patrono centuriae (87) Ores (is), M a
nens (is), Halos (is) (?), Peres (is), Arvabores (is), Isines
(is). Isurgul (ana) (88). El editor de la inscripción
opina que se alude aquí a un colegio de terratenientes.
Probablem ente en Hispania los pequeños propietarios y
terratenientes se unieron para ayudarse recíprocam ente
en los trabajos agrícolas, tal como fue el caso en Africa,
según la Apología de Apuleyo. (Más sobre esto en el
capítulo Africa). En favor de esta suposición habla el
que en H ispania aparecen citadas com unidades vecinas
(xncinia). A veces los campesinos vecinos fueron asigna
dos a las ciudades como incolae contributi, no tenían
ningún acceso a los cargos, pero eran obligados a pagar
impuestos (89). En u n a inscripción se m enciona un
decreto del senado y del pueblo de la ciudad de Term ae
según el cual los Dercinoassedenses vicani m antenían en
la ciudad los mismos derechos que los ciudadanos (90),
sin em bargo, tales casos eran raros, y la m ayor parte de
los campesinos no eran adm itidos en la com unidad de
los vecinos de la ciudad.
A unque los testimonios son escasos, con todo, pue
de adm itirse que en Hispania, hacia la m itad del siglo
II, se hacía claram ente perceptible la crisis del régimen
esclavista. Fue acom pañada de la decadencia de las
ciudades, del crecim iento del latifundio y de la explota
ción de los campesinos por los grandes propietarios, por
lo que, entre los campesinos, se conservaron algunos
rasgos del régim en com unal. Según se ha dicho, las
revueltas atestiguadas por los sha en Lusitania, donde
eran típicas las com unidades tribales, pueden ser consi
deradas como efecto de este proceso.
127
Rom anización y perm anencia de estructuras sociales
indígenas en la España Septentrional *
Marcelo Vigil
129
cónsules del año. Esto, unido a la observación hecha
antes sobre la escasa o nula cristianización de la región y
la ineficacia de las leyes prom ulgadas en m ateria reli
giosa por el em perador, puede llevar a plan tear la
situación de C antabria, en este m om ento, del siguiente
modo: por un lado la soberanía política del Im perio
Rom ano y la llegaba de las órdenes im periales, como se
desprende del uso del año consular, y por otro lado, la
no aplicación de leyes anteriores en varios años, cuya
existencia no se debía de ignorar allí, y la pervivencia de
formas de vida indígenas, no sólo de tipo religioso, según
se verá más adelante. La no áplicación de las leyes
contra el paganism o indica, entre otras cosas, que la
Iglesia carecía de organización y de fuerza en la región a
finales del siglo IV y principios del siglo V d C ., ya que
los obispos, convertidos en la práctica en funcionarios
oficiales, se encargaban de hacerlas cum plir, pues esta
dedicación no fue un acto privado, sino público, que
debió de revestir cierta solem nidad, y que, sin duda,
no fue aislado. Y eran precisam ente los actos públicos
de paganism o los que estaban prohibidos expresam en
te. La ausencia de obispos en la región es m anifiesta,
tanto en este m om ento como posteriorm ente, de donde
se deduce la prácticam ente nula existencia de fieles más
o menos organizados. No puedo en trar aquí en el estu
dio de todos los problem as que plantean estas conside
raciones, ya que voy a lim itarm e a un punto concreto de
la inscripción del norte de España. Este es un proceso
de carácter complejo y especial, y aunque, en líneas
generales, podría intentarse una explicación de él, sin
em bargo, se está aún muy lejos de haber llegado a su
comprensión. Desgraciadam ente, los datos de época
rom ana no son tan abundantes como sería de desear,
pero, a p a rtir de los que poseemos, es posible ir esbo
zando las líneas generales de este proceso con el estudio
concreto de cada proceso parcial que va a integrarse en
el proceso general.
Lo que en este m om ento interesa de la inscripción
es el nom bre dél dedicante, la form a de llam arse. A
p artir de ella intentaré hacer un estudio somero de un
cierto tipo de la form a de ser conocidas las personas
que aparece en la España prerrom ana, rom ana y m e
dieval, para ver qué indicaciones puede d ar sobre el
desarrollo social. El dedicante escribe su nom bre com
pleto al principio de la inscripción: Cornelius uicanus
A unigainum Cesti filius. El nom bre consta de tres ele
mentos que expresan claram ente su origen y filiación.
En prim er lugar, el nom bre propio Cornelius. A conti
nuación uicanus A unigainum indica su origen: Corne-
130
lio era del vico de los Aunigainos. La form a Aunigai-
nu m , genitivo de plural de tipo celta, es la corriente con
que los indígenas, no romanizados expresan su pertenen
cia a una organización de tipo gentilicio. Es decir, el
segundo elem ento es un gentilicio. El tercer elemento:
Cesti filiu s da la filiación, hijo de Cestio. La prim era
observación que surge de la lectura de este nom bre es
que Cornelio era un rom ano, es decir, que tenía un
nom bre latino, como su padre Cestio. El fenómeno no
tiene n ad a de extraño y es lo norm al encontrarlo en
esta época. Pero lo que ya no es tan norm al es el hallar
en 399 d. C. un gentilicio prerrom ano, aunque usado
de form a un tanto peculiar, sobre la que volveré más
adelante. Este uso, unido a la pervivencia de un culto
indígena local, lleva a considerar que el simple empleo
de nom bres rom anos no es prueba segura de una ro
m anización profunda, y que por debajo de la onom ás
tica e incluso de un derecho rom ano oficial, pueden
continuar existiendo formas de vida sociales a las que
nos corresponden las instituciones externas. Es decir,
poder asim ilar plenam ente unas instituciones y un de
recho producto de otra sociedad estructurada de m a
nera diferente. Este fenóm eno que se pone de m anifies
to en la inscripción y que podría verse tam bién en
otros testimonios, confirm a que la dom inación rom ana
no logró rom per, en gran p arte del norte de España, la
organización social allí existente, y que, por lo tanto,
la sociedad evolucionó en estas regiones de m odo dis
tinto al que lo hizo en las más rom anizadas.
La organización social de la m ayor parte de la
España prerrom ana era la tribal. El área ocupada por
pueblos organizados de tal m odo abarcaba, poco más o
menos, el norte, el noroeste y la m eseta. Los escritores
clásicos daña estas organizaciones tribales los nombres
de gentes y gentilitates. En las inscripciones aparecen
tam bién estas organizaciones. A unque las referencias
literarias no son dem asiado explícitas en estos casos y
hay confusión en las denom inaciones, parece ser que
las gentilitates son grupos m enores que se integran en
otros mayores, las gentes. D entro del sistema gentilicio
la gentilitates son grupos m enores que se integran en
mayores, las gentes. D entro del sistema gentilicio las
gentilitates corresponderían a clanes y las gentes a tri
bus (4). En el noroeste aparece en las inscripciones un
,i
--------------------------------- I
(4) V éase J. C A R O B A R O JA : L o s P ueblos d e E spaña. B a rce
lo n a, 1946; p p . 212 y ss.; id .: E sp a ñ a p rim itiv a y ro m a n a . B arcelo
n a , 1957; p p . 75 y s s ., d o n d e resu m e lo d ic h o en tra b a jo s an terio res.
A q u í el a u to r usa los térm in o s frac c ió n y su b fra cc ió n .
131
grupo especial, la centuria, que podría asimilarse a un
grupo gentilicio m enor semejante a las gentilitates. P a
rece que las centuriae desalojan a estas últim as, pues
donde unas aparecen la otras faltan (5). Las gentilitates
se hallan expresadas en el m aterial epigráfico por m e
dio de un genitivo de plural norm alm ente de tipo cel
ta -um. La lista de ellas ha sido hecha por Tovar (6). Su
área de distribución, según el m apa hecho por Tovar (7),
se extiende por el norte de la Península y la Meseta,
sobre todo del T ajo para arriba. Los individuos que
aparecen en estas inscripciones expresan la relación
gentilicia y tam bién, m uy a m enudo, la filiación (8). En
estos casos el nom bre consta de tres elementos que se
pueden ver, por ejemplo, en el núm ero 86 (9): Caenia
L u p if(ilia ) Elanicum : a) el nom bre propio Caenia; b) el
nom bre de filiación consistente en el del padre en geni
tivo L u p i seguido de f(ilia), y c) el gentilicio en genitivo
de plural Elanicum . Estos tres elementos no se presen
tan siem pre siguiendo el mismo orden, pues lo norm al
es encontrar el gentilicio inm ediatam ente detrás del
nom bre propio: núm . 58, L Efondo Calnicum Cratu-
nonis f(ilio) = CIL II, 2825, de Uxam a. T am poco el
nom bre del padre en genitivo va siem pre seguido de
f (ilius): n ú m . 104, Tritia M agilonisM atu (e) niq (um) =
M orán, Epigrafía Salmantina, 42, de Yecla de Yeltes.
Este sistema, el mismo que aparece en la inscrip
ción del dios Erudino, es el corriente de los indígenas y
refleja la organización social en que estaban constitui
dos. La presencia de Rom a e incluso la obtención del
derecho rom ano no rom pía del todo esta organización
social, ya que se encuentra tam bién en inscripciones de
132
individuos que ostenta los tria nom ina y la tribu ro
m ana a que pertenecían, es decir, que eran oficialm en
te ciudadanos romanos, como, por ejemplo, en los
núm s, 6: C. Norbanus Tancius A blicu (m) = B R A H
X L I V , 1904, 123, de Salvatierra, Cáceres; 37: L. Lici
nius Seranus A uuacum = CIL II, 2827, de Uxama; 45:
L. Valerio C.f. Gal (eria) CrescentiBundalico = CI LI I,
2785, de Clunia; 74: Q. Coron. Q. Coron (icum ) Vernif .
Quir (ina) = CIL II, 3050, de Avila; 106: C. Iulius
Barbarus M edutticorum C. f . = B R A H , L X X X V ,
1924, 24, de Uxama. (El uso del nom bre de padre en
genitivo es tam bién com ún a los romanos, de forma
que se puede ver aquí la unión de dos costumbres: la
rom ana y la indígena. El que en la inscripción de la
provincia de Santander, fechada en el 399 d. C., el
dedicante exprese su nom bre de esta m anera, revela
que en el norte de España la organización gentilicia
conservaba aún cierta vigencia en época tan tardía.
Si se pasa a estudiar la m anera de ser conocidas las
personas en el norte de la Península durante la Edad
Media, se encuentra tam bién u n a form a generalizada.
Esta form a consta de tres elementos característicos (10):
El prim ero a) es el nom bre propio o de pila; el segundo
b) es un patroním ico form ado a p artir del nom bre de
pila del padre al que se añade un sufijo especial; y el
tercero c) un topónim o precedido de la preposición de
Estos tres elementos son necesarios p ara la identifica
ción de las personas —aunque en la práctica no se
exprese m uchas veces al tercero —, no sólo porque el
empleo único de los dos prim eros puede llevar a confu
siones, sino porque representan un todo orgánico que
refleja la estructura de la sociedad en el m omento en
que su uso tuvo plena vigencia. Cada uno de los ele
mentos tiene su significación propia. Los ejemplos son
innum erables. El nom bre del Cid, por ejemplo, era
Rodrigo Díaz de Vivar y constaba de los tres elementos.
El nom bre de pila, Rodrigo; el patroním ico, Díaz, hijo
de Diego, y el topónim o Vivar, precedido de la preposi
ción de, que expresa el solar del linaje. Sus hijos ten
drían el patroním ico Rodríguez, hijo de Rodrigo, como
él tenía Díaz. Es decir, que el patroním ico cam bia de
padres a hijos como en época rom ana. El topónimo, sin
em bargo, no cam bia y lo siguen conservando los indivi
duos pertenecientes al mismo linaje, que se consideran
descendientes del tronco com ún asentado prim itiva
m ente en un territorio determ inado. Hay, no obstante,
cambios debidos a la form ación de nuevos linajes a
(10) V éase J .C A R O B A R O JA : V asconiana. M a d rid , 19 5 7 p p . 26 y s.
133
p artir de la fundación de un nuevo solar (11). Este
sistema es característico de la Alta Edad M edia. En la B a
ja Edad Media sufre un proceso que cristalizará en el si
glo XV en una nueva form a que se desarrollará en siglos
posteriores. El patroním ico y el topónim o se funden
form ando los apellidos compuestos. En ellos se fija a un
topónim o un determ inado patroním ico que ya no va
ría (12).
A prim era vista se observa un cierto paralelism o
entre este sistema altomedieval de ser llam adas las p e r
sonas y el sistema indígena conocido a través de las
inscripciones de época rom ana. Superponiendo los dos
sistemas se ve que los elementos a) y b) se corresponden
claram ente; a) nom bre propio en ambos, y b) genitivo
de filiación en uno y patroním ico en el otro. El tercer
elem ento c) ya no se adapta tan fácilm ente, pues en el
prim er sistema es un gentilicio y en el segundo un
topónim o. Sin embargo·, este topónim o va unido a la
idea de u n a unidad real o ficticia del linaje. Es conside
rado como el solar del que procede el tronco del linaje.
Esto es, que entre todos los individuos en cuyo nom bre
entraba como com ponente un mismo topónim o había
una com unidad de sangre representada por un an tep a
sado com ún, que, aunque en muchos casos fuera ficti
cia, era tenida, sin em bargo, como real. Se puede sos
pechar que esta idea se ha desarrollado a p a rtir de las
organizaciones de tipo gentilicio existentes en la España
prerrom ana y rom ana en la misma región, ya que,
como es sabido, la organización tribal o gentilicia tiene
su base igualm ente en una consanguinidad real o ficti
cia, como se ha observado en todos los pueblos con este
tipo de organización, tanto entre los germ anos prim iti
vos, como entre los africanos, amerindios, árabes p rim i
tivos, etc. Creo que es posible rastrear en parte este
proceso, y la inscripción del pico de D obra puede p ro
porcionar un eslabón im portante.
En ella el gentilicio A unigainum no está em pleado
de m anera aislada, sino que va unido a la palabra
uícanus, aldeano, lo que reveíala existencia de un uicus
134
A unigainum . Es decir, que el gentilicio está usado
tam bién como topónim o y no sim plem ente p a ra indicar
la pura consanguinidad de trib u o de clan. Y de hecho,
en este caso, el gentilicio se convierte después en urí
topónim o que puede identificarse con el actual pueblo
santanderino de Ongayo próxim o al pico de Dobra
donde se encontró el ara (13). Este fenóm eno no está
aislado y puede verse en la m ism a región en el caso
del pueblo actual de Pembés, Santander, que deriva del
gentilicio Pem becrum correspondiente a un grupo tri
bal (14). Tam poco es un caso aislado la utilización de
un gentilicio con valor de topónim o (15). El proceso
se ve claram ente si se considera que estas unidades
gentilicias, de vida, más o menos nóm ada, se van asen
tando en un territorio determ inado al que dan su nom
bre, conservando, sin em bargo, la conciencia de una
relación de sangre o parentesco entre todos los m iem
bros que habitan el poblado o territorio, como lo de
m uestra el uso del gentilicio. La acción de Rom a con
tribuya a fijar estos grupos y a rom per la organización
tribal, sobre todo en su expresión más ám plia, es decir,
las organizaciones correspondientes a tribus y confede
raciones de tribus. Los grupos menores, rotos ya los
135
lazos que los integraban a los sistemas más amplios, se
irían identificando con el territorio que ocupaban, pero
sin perder la noción de una unidad de origen. De esta
form a desaparecerían los gentilicios y en su lugar se
em plearían los topónimos —que no tenían por qué
derivar del gentilicio— para expresar la u n id ad de san
gre, de linaje. Esta es la situación que aparece en el
norte de España en la Edad M edia, sobre todo en el País
Vasco y C antabria. La im portancia del ara del pico de
D obra radica en que presenta este proceso en el m o
m ento en que el gentilicio se h a convertido en topónim o
sin haber perdido aún su valor gentilicio. Es decir,
m uestra claram ente una fase en el paso de la organiza
ción tribal prerrom ana al sistema m edieval de linajes
radicalizados en solares. La fecha de la inscripción es aún
m ás im portante, ya que pone de relieve la lentitud y lo
tardío de este proceso. Es decir, que a finales del siglo
IV y principio del siglo V d. C. en C antabria, los restos
de la organización tribal, no habían perdido aún del
todo su significación. El proceso debió de ser m ucho
m ás lento en el País Vasco, aunque se carece de docu
m entos coetáneos. La peculiaridad del desarrollo social
en estas regiones se hace evidente si se considera que la
inscripción es pocos años anterior a la desintegración
del poder im perial en España y si se tiene en cuenta,
además, que esta área nunca fue dom inada enteram en
te por los visigodos, según se desprende a cada m om ento
de las fuentes históricas de la época.
Es un lugar común que el norte de España fue
rom anizado tardíam ente y con poca intensidad; la m is
m a existencia del vascuence, cuya extensión en la Alta
Edad M edia era muy superior a la actual (16), pone de
m anifiesto que en ciertos puntos la influencia de Rom a
tocó apenas la superficie. A unque la conservación de
un idiom a indígena no es en sí índice de u n a no rom ani
zación —si consideramos a ésta no como una simple
im itación de las formas más exteriores de cultura, sino
como un cam bio profundo en las estructuras económ i
cas y sociales del país, sin el cual aquélla sería imposible
o no pasaría de la superficie —, sí es un síntom a, en una
región que se hallaba en un nivel cultural tan bajo en el
m om ento de la conquista, de que allí las estructuras
económicas y sociales no fueron m odificadas sustancial
m ente du ran te el Im perio, y debieron de seguir su
desarrollo independiente, teniendo tam bién en cuenta,
claro está, las influencias, en muchos casos decisivas,
136
que el contacto con los romanos hizo que se ejercieran
sobre este desarrollo, como, por ejemplo, la introduc
ción de nuevas técnicas y la m ism a presión política. Este
proceso debió de ser sim ilar en casi todo el norte, aun en
donde las lenguas indígenas se perdieron totalm ente.
Creo que este breve estudio puede d ar una luz parcial
sobre la evolución del norte de España durante la época
rom ana, cuyo conocimiento puede servir p ara explicar
fenómenos históricos posteriores.
137
La Rom anización de la Bética
139
m anización de una form a «evangélica»; es decir, se
piensa que son los vehículos de Rom anización la verda
dera razón de que una zona se romanice. En esta línea
se piensa que basta que un soldado o un com erciante
rom ano convenza a un jefe o a todo un clan indígena,
p ara pasar de u n a sociedad tribal a una esclavista (ro
m ana), o bien a d a p ta r una sociedad dividida en clases
a la form a rom ana.
En todos estos enfoques se tiende a concebir la R o
m anización como algo m eram ente superficial, eviden
ciando a todas luces la falta total de un tratam iento
científico del problem a (3).
U na definición correcta de lo que debemos e n te n
der por Rom anización es la aportada por Vigil (4),
entendiendo la Rom anización «no como una simple
im itación de las formas más exteriores de cultura, sino
como un cam bio profundo de las estructuras económ i
cas y sociales del país, sin el cual aquella sería im posi
ble o no pasaría de la superficie».
De esta form a, la Romanización significa la im
plantación plena del sistema esclavista, pero no sólo
eso, sino del sistema esclavista según el modelo ro m a
no.
Por otro lado, el hecho de que se quiera im plantar
el sistema esclavista bajo la form a rom ana, no quiere
• decir que esto se consiga totalm ente en todas partes, ya
que en cada zona los romanos se encuentran con una
form ación social concreta y el a d ap tar estas form acio
nes al sistema rom ano no siempre se iba a conseguir
enteram ente (5).
Según la m ayor o m enor oposición que cada for
m ación social ofrezca, la Rom anización se realizará o
se quedará en los meros aledaños.
Concebida la Rom anización bajo este prism a, falta
140
pasar a una zona concreta p a ra contem plar el funcio
nam iento délos mecanismos planteados anteriorm ente.
El área escogida es el de la Bética. El concepto de
Bética, como ya hemos dicho en otra parte, plantea
diversos problem as (6).
En prim er lugar, el em pleo de la p alab ra Bética
para la época republicana no es correcto, ya que lo
que existía era la provincia Ulterior que com portaba
un escenario geográfico bastante m ás amplio.
En segundo lugar, los límites en época imperial,
por diversas circunstancias no siem pre fueron los m is
mos (7); y en tercer lugar, no se puede olvidar que la
Bética hay que concebirla no como algo aislado, sino
como una parte de un todo m ás am plio como era el
E sta d o R o m a n o te n ie n d o c la ro s los dos c o n c ep to s
— Rom anización y Bética —, podemos pasar a intentar
fundirlos en un solo cuerpo; pero antes debemos pro
fundizar más en la m etodología antes esbozada.
D entro de esta m etodología hay que tener en cuen
ta dos fuerzas o dos organizaciones sociales —la indíge
na y la rom ana — , de cuya simbiosis va a salir una
form ación social concreta que va a ser diferente en
cada zona a tenor de sus mayores o m enores contradic
ciones.
En la Península Ibérica se iban a producir diversos
tipos de form aciones sociales, siendo algunos de los ti
pos más propicios a integrarse con las formas rom a
nas y otros presentando nfayores dificultades (8).
141
La Bética corresponde precisam ente al prim er tipo,
pero de todas formas la Rom anización en este lugar
presenta sus propias peculiaridades y, además, hay que
tener en cuenta que la Rom anización de la Bética,
como de cualquier zona, no se produjo de golpe, ni
con igual intensidad en toda la provincia.
En la organización indígena nos encontram os con
un epicentro en Tartessos y, por otro lado, una mayor
0 m enor influencia de diversas culturas a las que pode
mos colocar el nom bre genérico de «orientalizantes».
Al hablar de la «Bética» indígena, es evidente que un
nom bre absorbe a los restantes: Tartessos.
La serie de debates sobre lo que sería Tartessos han
ido llevando a la conclusión de que se tra taría de una
ciudad estado que im pondría su hegem onía a las res
tantes ciudades no sólo de esta zona, sino tam bién de
la región de C artagena (9).
Con la disolución del reino tartésico este sistema de
dominio de unas ciudades por otras, iba a proseguir,
pero nunca con la misma intensidad con que lo habían
realizado los tartesios siglos antes (10).
Por lo que respecta al sistema de gobierno, la m o
narquía es el sistema característico tanto de Tartessos
como de los núcleos que se form an con sü desintegra
ción (11).
El sistema m onárquico de Tartessos en función de
las diversas fuentes que se conservan h a sido in te rp re
tado de diferentes formas (12).
D entro de estas fuentes, un lugar im portante ocu
pan los mitos, que como ha sabido ver M aluquer (13),
corresponden a tradiciones distintas.
La prim era de ellas con los nom bres de Gerión y
Norax, más que a una tradición indígena, hay que
relacionarla con el recuerdo de expediciones griegas
1
142
por el M editerráneo, enm arcados en tom o a viajes de
personajes mitológicos. En este caso los contactos grie
gos con los indígenas se centran en los Trabajos de He-
rakles, concretam ente en el décim o de ellos: el robo de
los bueyes de Gerión.
De todo el relato, lo que más interés puede tener
para nosotros es la narración de la sucesión de Gerión
y, por ende, de toda esta legendaria dinastía.
A Gerión le sucede su hija Eritia, quien tiene un
hijo con Hermes, N orax, que fundó la colonia de N o
ra en Cerdeña.
En muchos de estos casos, aparte de una persecu
ción del recién nacido en algunos casos, es frecuente el
hecho de que el niño gobierne en su lugar de proce
dencia.
En estas ocasiones, la razón estriba en que la des
cendencia venía por línea fem enina. Esta es la explica
ción de que Rómulo y Remo no p u edan gobernar en
Alba Longa, quedando en el trono N um itor, su abuelo
m aterno, teniendo los herm anos que fundar una nueva
ciudad en la que igualm ente la m onarquía seguiría un
sistema m atrilineal (14).
(¿uizá esta misma hipótesis podría aplicarse a N o
rax, ya que sale de Tartessos p a ra fundar una nueva
ciudad (15).
Si analizamos el tem a de la sucesión en el otro
m ito, tam bién nos encontram os con diversos proble
mas.
El tem a que hallamos aquí es el del incesto. El rey
de Tartessos, Gargoris, tiene u n hijo fruto de relacio
nes incestuosas con su hija al que se le da el nom bre de
Habidis (16).
T ras ser abandonado y expuesto a los animales,
como ocurre en otros relatos semejantes, finalm ente es
reconocido por Gargoris como su sucesor.
Lo prim ero que tenemos que plantearnos es, que
significa el incesto en una sociedad prim itiva (17).
(14) Cf. FR A Z E R , J. G . L a r a m a dorada, M éjico, 1969 (4
re im p .), págs. 189 s.; T H O M S O N , G . T h e P rehistoric A egean,
L o n d o n , 1961, (re im p .), págs. 97 s.
(15) N o está m u y c la ro en las fu e n te s (P a u s. X , 17, 5), si
N o ra x llegó o n o a re in a r y, p o r ta n to , si esta ex p ed ició n significó
q u e N o ra x n o lle g a rá a r e in a r e n T artesso s. D e este m o d o , con esta
reserva e x p resam o s n u e stra a n te rio r te o ría .
(16) El m ito a p a re c e reco g id o p o r Ju stin o , q u ien a su vez lo
to m a de T ro g o P om peyo. U n b u e n e stu d io d e estos p ro b lem as
p u e d e verse en C A R O B A R O JA , J. op. c it., p ág s. 103 s.
(17) El tem a h a sido tr a ta d o de fo rm a d ife re n te p o r la crítica.
U n a síntesis a u n q u e n o m u y c o m p le ta sobre el p ro b le m a p re sen ta
F O X , R . S istem as de p a re n tesco y d e m a trim o n io . M a d rid , 1967,
p ágs. 51-72; U n a o p in ió n a p ro v e c h a b le e n p a r te es la p re sen ta d a
143
Como ha expresado Godelier (18) «Toda form a de
m atrim onio im plica una form a de prohibición conyu
gal porque el m atrim onio no es una relación “n a tu ra l”
sino una relación social que concierne al grupo en ta n
to que tal y que debe ser com patible con las exigencias
de la vida colectiva... la explicación de la prohibición
del incesto y de la exogamia debe por tanto burearse
en la vida social y no en la vida biológica».
Pasando, por tanto, al m ito que nos ocupa, cabe
pensar que los artífices de él, al no ser capaces de
explicarse un sistema m atrilineal, recurren a la analo
gía.
De esta form a al no poder explicar lo que era n o r
m al en esa situación social —la sucesión por línea fe
m en in a —, se recurre a la «invención» del incestó.
De todas form as, dentro de esta posible explicación
que estamos planteando, queda un punto oscuro. ¿Có
mo se explica entonces, que, a pesar de todo, H abidis
suceda a Gargoris?
Godelier (19) afirm a que todos los signos de un
mismo m ito se invierten «cuando se pasa de una ver
sión de ese m ito recogida en el seno de una sociedad
patrilineal a otra versión recogida en el seno de una
sociedad m atrilineal».
En este caso caben, pues, dos lecturas del m ito que
corresponden a dos sistemas de sucesión diferentes.
El m ito de Gargoris y Habidis puede representar
una fase de transición de un sistema m atriarcal a uno
patriarcal, debiéndose las contradicciones que presenta
al mismo hecho de referirse a un período de transición.
En esta línea, como expresa Pérez-Prendes (20),
Habidis supone la consolidación del sistema patriarcal.
Los otros relatos mitológicos, a través de las fuentes
mitológicas se observa cómo los pueblos del sur cono-
144
cieron como sistema de gobierno la form a m onárqui
ca, estando basada en una prim era fase en un sistema
m atriarcal para llegar con el legendario Habidis a una
fase patriarcal.
Pasando a las características del poder de estos re
yes se han planteádo diversas hipótesis (21).
Se ha querido ver en estos reyes un carácter teocrá
tico, así como un poder despótico, pero todas estas
interpretaciones creemos que carecen de una confir
m ación histórica.
Como dice Vigil (22) «En realidad no conocemos el
carácter de la m onarquía tartésica de la época históri
ca. Las leyendas sobre sus reyes míticos sólo prueban
en definitiva el carácter sagrado de la realeza en sus
orígenes, pero de ellas no se puede deducir la constitu
ción de una m onarquía teocrática. En este caso ten
dríamos que adm itir la existencia de una m onarquía
teocrática en Rom a, ya que las narraciones legendarias
sobre Rómulo y Remo son semejantes».
Pasando al sistema de organización burocrática,
Caro Baroja (23) m enciona a una clase burocrá
tica, que unido a otros datos que tenemos podrían dar
pie a hab lar de un supuesto m odo de producción asiá
tico en esta área.
Nos encontram os con una m onarquía con ciertos
privilegios, una burocracia y un sistema de dependen
cia que, como veremos más adelante, no se basa en la
m ano de obra esclava.
Los trabajos obligatorios a través de la etnología
com parada podrían centrarse en las faenas mineras.
Godelier (24) ha visto como en Africa occidental la
aparición de los reinos de G hana, de Malí y de Son-
ghai, no se debe a la organización de grandes trabajos
colectivo, sino que aparece ligada al control del co
mercio intertribal o interregional, ejercido por aristo
cracias tribales sobre el intercam bio de productos pre
ciosos entre Africa Negra y Africa Blanca: oro, marfil,
perlas, etc.; asimismo en M adagascar había aparecido
el reino de Scalave, cuya base era la ganadería nóm a
da y el comercio de vacunos y esclavos.
Farain, por otro lado, opina que en las civilizacio-
145
nes m egalíticas habría que ver igualm ente u n a relación
con el m odo de producción asiático (25).
Por este cam ino se podría llegar a una gam a am plí
sima de paralelism os con lo cual podríam os dem ostrar
lo que quisiéramos, pero realm ente las fuentes que te
nemos hasta el m om ento no dan más de sí y, por otro
lado, tam poco la polémica sobre el m odo de pro d u c
ción asiático está ni m ucho menos resuelta (26).
Dejando, pues, de lado toda la polém ica sobre si se
trata de un modo de producción asiático o esclavista, y
de si realm ente se puede hablar de este prim ero, cree
mos más conveniente ver qué organización social nos
encontram os soslayando el nom bre teórico que debe
mos darle.
Nos encontram os con una clase dirigente a la cual
debía de pertenecer la amplia serie de tesoros y ricas
tum bas localizadas por toda A ndalucía.
La base de riqueza de este sector serían las básicas
de la zona: m inería, agricultura y ganadería. A ello
podríam os agregar otro papel básico desprendido de lo
anterior: el comercio.
Pasando al sistema de dependencia, parece que son
dos las form as que nos encontram os: la semiesclavitud
y esclavitud.
La fuente principal para el prim er m odo es un
decreto de Emilio Paulo de 189 a. d. C.
Como ha subrayado Vigil (27) en este caso se trata
de un sistema de semiesclavitud semejante a los ilotas
espartanos.
En el decreto, Emilio Paulo concede la libertad a
los «esclavos» que habitaban la Torre Lascutana y no
sólo eso, sino que les devuelve el «oppidum» y los cam
pos que poseían.
Se puede ver, pues, que se trata de algo diferente
al sistema esclavista rom ano, ya que estos «esclavos»
poseían un «oppidum» y sus campos.
«En la región de A ndalucía actual, dice Vigil, exis
tiría, por consiguiente, un régim en de esclavitud espe-
146
cial que consistiría en que una ciudad pudiera exten
der su hegemonía sobre otras, quedando los habitantes
de estas últim as en una relación de dependencia servil
con los de la prim era, y que sería asimilado por los
romanos a su régim en de esclavitud (28).
El segundo tipo de dependencia sería el de la escla
vitud clásica al modo griego y rom ano (29).
En el desarrollo de este sistema no serían ajenos los
centros púnicos de la costa, ya que era su sistema usual
<30>·
El segundo sistema gradualm ente se iría im ponien
do al prim ero, pero p a ra alcanzar esta consolidación
habría que esperar cierto tiem po (31).
Esta misma distinción que estamos m arcando entre
estas dos formas de dependencia, expresan asimismo
las diferencias entre la zona propiam ente indígena y el
área de colonizaciones.
De un a form a recíproca ambos m undos se iban a
influir, acentuándose cada vez más un acercam iento
entre am bas sociedades no sólo en el plano artístico-
cultural, sino tam bién en el social.
De esta form a los objetos a los que se les viene
dando el nom bre de «orientalizantes» no son más que
la expresión de la nueva simbiosis que se estaba ges
tando.
Por último, queda otro dato por analizar. Se trata
de concebir toda la organización social de los pueblos
del sur como algo compacto y en igual form a de desa
rrollo. N ada más lejos de la realidad.
Si recordamos una frase de Estrabón (III, 2, 15)
referente a la Rom anización de la Bética, en ella se
subraya que la zona de H ispania más rom anizada en
su tiem po era la Bética, pero dentro de ella traza una
diferenciación entre los turdetanos y el resto de los
pueblos héticos, y geográficam ente destaca como los
más romanizados a los que viven en la ribera del Betis.
La conclusión que podemos sacar es que la organi
zación indígena no era igual en toda la Bética y las
zonas con una organización m as cercanas a la rom ana,
(28) V IG IL , M ., p á g . 252.
(29) Id e m .
(30) Cf. K A JD A N , A . H . a de la A n tig ü e d a d . O riente, M éji
co, 1966, págs. 241 s. so b re la e sclav itu d fen icia; K O V A L IO V ,
H . a d e R o m a , M a d rid , 1973, vol. I, p á g . 199, sobre la esclavitud
c a rta g in e sa .
(31) Pensem os q u e el m o m e n to d e u n a m a y o r fusión sería en
la se g u n d a m ita d d e l siglo I I a .d .C ., q u e c o in cid e con el auge del
sistem a esclavista e n la p ro p ia R o m a . Cf. P R IE T O , A. L a p e rv ii
v e n d a ...
147
lógicamente adquirieron antes la Rom anización que
las dotadas de formas más débiles (32).
Esta es, pues, la organización social que se encuen
tra en Rom a. La actitud rom ana obviam ente sería la
de acercar esta form ación a la suya. Como era la orga
nización rom ana, es de sobra conocido.
A grandes rasgos entre ambas form aciones no se
perciben diferencias fundam entales, es decir, no se tra
ta de modos de producción diferentes. A hora bien,
aunque cualitativam ente no existan disparidades, sí las
encontram os cuantitativam ente, y es en este terreno
donde tenemos que analizar la Rom anización de la
actuación rom ana en el ám bito rom anizador será la de
fom entar la vida urbana, pero no sólo eso, sino: la
form a ciudadana rom ana. Dado que la vida u rb an a se
perdía en el tiem po en esta área, la tarea rom ana sería
la de transformar estas ciudades indígenas en ciudades
a la fo rm a romana.
En esta faceta como en las restantes hay un hecho
que norm alm ente parece olvidarse:el tiem po histórico.
En m uchas de las obras sobre el tem a de la R om a
nización aparte de incidir en el enfoque que a p u n tá b a
mos al comienzo de este trabajo, se piensa que la Ro-
m anizaciton se produjo de golpe sin tener en cuenta
que incluso en las zonas con estructuras sem ejante se
necesitó que transcurriera cierto tiempo para ir «adap
tando» am bas sociedades.
Finalm ente, nos parece conveniente referirnos a
otros tópicos m uy empleados con relación a la rapidez
con que la Bética se romanizó: el pacifismo y la rique
za (33).
Estos dos lugares comunes han sido los expresados
por la m ayoría de los historiadores como los argum en
tos más sólidos al explicarse la Rom anización de la
Bética.
La afirm ación del pacifismo es obvio que se cae por
su propio peso. Se trata de concebir la historia como
em anada de pueblos bélicos y no bélicos, en la que los
prim eros se van imponiendo siempre a los segundos.
En este caso se dice que la Bética se rom anizó pronto
porque los indígenas eran pacíficos.
Con esta afirmación, aparte de la tendenciosidad
con que está planteada, se olvida de la serie de guerras
desencadenadas en la Bética tanto contra los cartagi
neses como contra los romanos, o incluso entre los mis-
148
mos indígenas, en las que los propios indígenas ju g a
rían un papel más que descollante.
Q ueda otro argum ento que podría defender la tesis
anterior. Se trata del esgrimido por Schulten (34) al
afirm ar que a los indígenas como no les gustaba la
guerra, preferían contratar ejércitos m ercenarios de la
Meseta, ya que estos pueblos sí que estaban acostum
brados a la guerra.
Aquí, asimismo, se olvida o se palia la verdadera
causa.
En prim er lugar, si un pueblo puede contratar un
ejército m ercenario es porque se ha producido una
acum ulación de riquezas lo suficientem ente numerosa
como p a ra poder alistar estos voluntarios; y, en segun
do lugar, la tropas se contratan en zonas donde la
situación social es más precaria y, por tanto, existe una
m ayor necesidad de vender la fuerza de trabajo: la
Meseta (35).
En sum a, el problem a del pacifismo es sólo un pro
blem a social. Según sea la organización social de cada
pueblo o cada coyuntura, su beligerancia directa o
indirecta será diferente.
El otro tem a, el de la riqueza, es igualm ente un
razonam iento demagógico. Se trata de dem ostrar que
los indígenas eran pacíficos porque eran ricos, para, a
renglón seguido, esgrimir de nuevo el trillado argu
m ento de que la Rom anización fue ráp id a en la Bética
porque los indígenas eran pacíficos.
H abría que tener en cuenta, en prim er lugar, que
no todos los indígenas eran ricos; y, en segundo lugar,
por qué la clase dom inante indígena prefería contratar
m ercenarios.
Por últim o, hablar ecológicamente de zonas pobres
y ricas carece en gran parte de fundam ento (36).
Las series de laudes sobre la riqueza de la Bética
son efectivamente ciertas, pero lo que no es tan cierto
es que estas riquezas fueron posibles de ser utilizadas
por otras sociedades. De nuevo llegamos a una respues
ta. «La riqueza de la Bética no era u n don natural,
sino que necesitaba un desarrollo social previo para
poder obtener un rendim iento realm ente im portante,
del mismo modo que Egipto sólo era un don del Nilo,
desde el m om ento en que todos sus habitantes empren-
149
dieran trabajos colectivos en torno a la construcción de
diques, surgiera un conocimiento del calendario para
conocer la fecha de las crecidas y se m antuviera una
un id ad política (37).
En sum a, volvemos al punto de p artida: la ro m an i
zación de la Bética se produjo con cierta rapidez p o r
que las organizaciones sociales indígenas y rom anas
eran semejantes y ambas sociedades estaban interesa
das en que esto se produjera.
En conclusión, en estas páginas hemos querido
acercarnos a un período de la historia del sur de la
Península Ibérica intentando rehuir las explicaciones
m etafísicas.
Como se puede ver en estas páginas, la “España del
Sur” presentaba hace más de 2.000 años una organiza
ción social por encim a del resto del país lo que ha
ocurrido en el posterior período es labor que com pite a
otros especialistas.
(37) Idem ..
150
La integración social de los «hispani» del Pirineo
oriental al reino carolingio
A bilio Barbero
151
tradicional de los documentos oficiales que presenta a
los hispani como emigrados de la España m usulm ana
que ocupan tierras del reino franco y se convierten en
súbditos del mismo, plantea demasiados problem as p a
ra que pueda ser aceptada sin reservas. P ara resolver
estos problem as o al menos p ara ponerse en el cam ino
de su resolución, es preciso reconsiderar tanto la histo
ria de la región donde se realizaron las ocupaciones de
tierras o aprisiones y las circunstancias reales en que
éstas fueron hechas, como la especial condición social
de los hispani dentro del reino carolingio.
En prim er lugar hay que poner de relieve que las
form as de vida existentes en toda la cordillera c a n tá b ri
ca y pirenaica fueron desde la antigüedad m ucho más
prim itivas que las de las otras regiones de la Península
Ibérica. Nos lo atestigua un conocido texto de Estrabón
(3) que especifica además, cómo los m ontañeses del
norte de la Península, galaicos, astures y cántabros,
hasta los vascones y los habitantes del Pirineo tenían el
mismo m odo de vivir (4). Este m odo de vivir que
describe Estrabón correspondía a un grado de cultura
m aterial y espiritual muy bajo y a u n a organización
social, la gentilicia o tribal, diferente y antagónica de
la representada por el Imperio Rom ano. A unque estas
estructuras sociales tan arcaicas se m odificaran en el
curso de los siglos, no cabe duda que conservaban en
parte su arcaísm o a fines del Im perio rom ano y durante
la época visigoda (5). Este desarrollo diferente de la
sociedad entre los pueblos montañeses del norte de Es
p a ñ a hizo posible que, después de la desaparición del
Im perio rom ano de Occidente, éstos alcanzaran una
independencia política total o parcial respecto a los
reinos visigodos y merovingio. En el Pirineo occidental
es m anifiesta la independencia de los vascones. D u
rante los siglos VI, VII y VIII presionaron co n tinua
m ente sobre el sur de A quitania, que cam bió su nom bre
lib e rta te c o n se rv a re decrevenim us». Cf. A B A D A L , op. c it., t. II,
2 . a p a r te , p . 147. E n el m ism o sen tid o las de C a rlo m a g n o d e dos de
a b ril d e 812, d e L udovico Pío d e 10 d e fe b re ro d e 816 y d e C arlos el
C alvo de 11 d e ju n io de 844. V éase A B A D A L , op. c it., t. II,
2, p . 420 y 423.
(3) S T R A B O N , III, 3, 7-8.
(4) A . G A R C IA Y B E L L ID O , E sp a ñ a y los E spañoles h ace dos
m il a ñ o s se g ú n la G eografía de S tra b o n , M a d rid , 1945, p . 136 yss.
(5) P . B O S C H -G IM P E R A , L a fo r m a c ió n d e los p u e b lo s de
E sp a ñ a , M éxico, 1945, p. 293; M. V IG IL , « R o m an iz ac ió n y p e r m a
n e n c ia d e e s tru c tu ra s sociales in d íg e n a s en la E sp a ñ a se p te n trio n a l» .
B o le t. R . A c a d . H ist., 1963, p. 225-234; M . V IG IL Y A . B A R B E
R O , So b re los orígenes sociales de la R e c o n q u is ta : C á n ta b ro s y
Vascones desde fin e s d e l Im p e rio ro m a n o hasta la invasión m u s u l
m a n a , ib id ., 1965, p . 271-339.
152
en Gascuña, y sobre el valle del Ebro en España. Los
vascones occidentales conservaron su lengua indígena, y
los habitantes del Pirineo central la perdieron en fecha
tan avanzada como los siglos VI y V II. Menéndez Pi-
dal pone la frontera lingüística de la rom anización en
estos siglos, ligeram ente al este y sur del actual princi
pado de A ndorra, es decir, dentro de la provincia
catalana de Lérida (6). Además de estos datos de tipo
lingüístico, una noticia de la Historia W ambae de J u
lián de Toledo, de fines del siglo VII parece confir
m ar que la región oriental y central de la cordillera
pirenaica no estuvo nunca, desde el punto de vista
político y social, com pletam ente asim ilada al reino visi
godo. Al n a rra r la rebelión del conde Paulo contra el
rey W am ba, el cronista nos da im portantes inform a
ciones sobre el sistema de fortificaciones visigodo en este
área (7).
W am ba tomó prim ero Barcelona y Gerona y luego
dividió su ejército en tres cuerpos y atravesó los Pirineos.
Se apoderó de las fortalezas situadas en estos montes
que defendían los pasos sobre las antiguas vías rom a
nas. Las fortalezas de Caucoliberi y V ulturaria, iden
tificadas con Collioure y unas ruinas situadas junto a
Sorede protegían la vía Augusta o H erculea cercana a
la costa, m ientras que el castillo llam ado Clausuras,
l’Eduse o la Cluse, junto al Perthus, desem peñaba una
función semejante en la vía Dom itia. Más al interior
sobre una tercera vía que debió de pasar por el actual
Puigcerdá se encontraban en la región de Cerdeña,
otras dos fortalezas: Libia que es ahora Llivia, y Sordo-
nia, posiblemente las ruinas de Cerdane, no lejos de
Llivia (8).
Los Visigodos debían de m antener este complejo
153
defensivo en el Pirineo oriental no sólo p a ra evitar
posibles ataques desde las Galias, sino p ara sujetar a los
pueblos independientes o casi independientes del P iri
neo central y oriental. Julián de Toledo al referirse en
otro lugar a estos tres caminos que unían las provincias
visigodas de la Tarraconense y la Narbonense, califica
exclusivamente al más oriental, la antigua vía Augusta,
de cam ino público (9). Esta denom inación del públi
ca, reservada a la calzada que pasaba junto al m ar, de
recoger u n a designación rom ana p ara las vías im por
tantes, puede indicar que era la más utilizada para el
tránsito quizá porque las otras dos no reunían las seguri
dades suficientes.
Al producirse la invasión m usulm ana y la caída del
reino visigodo, los Arabes se convirtieron política y m i
litarm ente en los sucesores de los Visigodos. Los pueblos
que perm anecieron independientes frente a los m usul
m anes fueron los mismos que no pudieron ser dom ina
dos por los Visigodos, y de ellos en las m ontañas septen
trionales de España surgirían los primitivos estados
cristianos bajo la form a de reinos o condados. La base
social de estos territorios con una m ayoría de hom bres
libres y con una organización en la que es posible reco
nocer un pasado no muy lejano tribal o gentilicio, haría
posible esta situación histórica. A ellos se unirían algu
nos habitantes procedentes de las regiones m ás p ró
ximas del desaparecido reino godo. Así el historiador
árabe al-M aqqari al hablar de los valíes al-H urr y
al-Samh que consolidaron la conquista nos dice que
«conquistaron Barcelona por la parte de oriente, los
fuertes de Castilla y sus planicies por el norte de m anera
que los pueblos godos quedaron deshechos y los gallegos
y cristianos que quedaron se refugiaron en las m ontañas
de Castilla y de N arbona y en los pasos de los caminos
m ontañeses donde se fortificaron (10)». A unque el
cronista escriba en fecha muy posterior a los aconteci
m ientos, su relato se debe de ajustar en lo esencial a la
realidad y, sin duda, al m encionar «las m ontañas de
Castilla y Narbóna» se refiere a la cordillera C anta-
brica y a los Pirineos. Los historiadores que como Code
ra y Millás Vallicroca han estudiado la conquista m u
sulm ana, h a n llegado unánim em ente a la conclusión de
que en las regiones pirenaicas de Sobrarbe, Ribagorza y
(9) H ist. W a m b ., 10, E sp a ñ a Sagrada, t. V I, p . 549: «ita u t u n a
p a rs a d c a s tru m L ibye, q u o d est C irrita n ie c a p u t, p e rte n d e re t:
se c u n d a p e r A u so n en sem c iv itatem P y re n a ei m e d ia p e te re t, te rtia
p e r v ian p u b lic a m ju x ta o ra m a ritim a g ra d e re tu r» .
(10) C ita d o p o r R . d e A b a d a l e n «El paso d e S e p tim a n ia d ei d o
m in io g o d o a l franco». C uadernos his. E sp a ñ a , t. X IX , 1953, p. 16.
154
Pallars nunca penetraron los m usulm anes y lo mismo
ocurrió en las sierras catalanas en las zonas de Urgel,
Bergadá, Ripollés y Besalú (11). Los m usulm anes al
establecerse en C ataluña y Septim ania ejercieron un
control m ilitar solamente de las antiguas ciudades go
das y de las fortalezas de los Pirineos. Por la Crónica
m ozárabe de 754 sabemos que la fortaleza más im por
tante de Cerdeña, Libia, citada como hemos visto arri
ba por la Historia W ambae de Julián de Toledo, estaba
en poder de los m usulm anes en el año 731 cuando el jefe
bereber M unuza, pactando con los Francos o A quita
nos, se rebeló contra el gobernador de Córdoba (12)
Pero esta ocupación m ilitar de los puestos fortificados
y los núcleos urbanos m ás im portantes, no significó
tam poco el dominio político absoluto de la región.
D urante el período de tiem po que m edió entre la
caída del reino godo y la incorporación de estos territo
rios a los francos, existieron algunos personajes que
lograron ejercer el poder en p arte de los mismos. Dos de
ellos, Achila y Ardo, son nom brados como reyes a con
tinuación de W itiza en un m anuscrito catalán del siglo
IX , escrito en letra visigótica y que entre otros docu
m entos contiene la serie de reyes godos conocida como
Chronica regun visigothorum (13). La existencia real
del gobierno de Achila, posiblem ente hizo de Witiza,
com probada por el hallazgo de m onedas con su nom bre
acuñadas en T arragona, y la corrección cronológica
con que éstan reseñados todos los reinados en el mismo
docum ento hacen pensar en que esta noticia es au tén
tica (14). O tra inform ación que poseemos sobre la
conquista de las ciudades de la Septim ania, revela que
los descendientes de la antigua población goda conti
n u a b a n rigiéndose por la Ley Gótica. Según los Anales
155
de Aniano en el año 759 los Francos de Pipino al Breve
entraron en N arbona y expulsaron a la guarnición m u
sulm ana con la com plicidad o ayuda de los Godos de la
ciudad cuyas leyes ju raron respetar (15). La misma
situación se debió a producir en la M arca hispanica en
cuyas ciudades, tom adas por los Carolingios a finales
del siglo V III y comienzos del IX , se aplicó siem pre y se
continuó aplicando la Lex Gothica o L iber Judiciorum
(16). Se puede concluir de todo esto que el grado de
independencia de la población u rb an a en estas zonas
fue efectivam ente muy grande y que el dom inio m usul
m án no pasó de ser, como indicábam os arriba, una
ocupación m ilitar.
Si los m usulm anes no lograron im ponerse com ple
tam ente en las ciudades de Septim ani y de la futura
C ataluña y en los tiempos inm ediatam ente posteriores a
su conquista, hasta 720, hubo allí quien se tituló rey
como sucesor de los m onarcas de Toledo, es fácil com
prender que los pueblos montañeses del Pirineo oriental
y central eran en este tiempo libres e independientes^ Su
libertad e independencias se puso realm ente en juego al
ser alcanzados por el proceso de expansión del reino
carolingio. Algunos de los jefes de estos pueblos pire
naicos, con toda probabilidad indígenas rom anizados
como señala Bosch-Gimpera (17), m antuvieron activi
dad m ilitar frente a los m usulm anes. Por un m anuscrito
de Ripoll, conocido por Villanueva (18), sabemos que
uno de ellos, de nom bre Quintiliano, se m antenía en las
m ontañas catalanas. De su linaje, o de nom bre idéntico
al menos, aparece citado en el m artirologio de San Juan
de las Abadesas otro personaje que lleva el nom bre de
Señor de M ontgrony y cuya m uerte se registra en 778
(19). En el Pirineo central A bderrahm án I, hacia el
780, asoló las tierras de otro señor que los cronistas
árabes llam an Ibn Belascut que ha sido identificado
156
rom o el Galindo Belascotenes de las genealogías de
Roda (20).
En los últimos años del siglo VIII los Francos fue
ron logrando el control político de estos valles pirenái-
cos que nunca habían sido dom inados por los m usul
manes. La base social diferente que había hecho posible
hasta entonces la independencia de estos territorios se
había transform ado en parte, lo que facilitaba su asimi
lación política. La lejana organización gentilicia había
dado paso a grupos m ás lim itados de consanguíneos,
organizados m ilitarm ente y dirigidos por un jefe del
linaje. La tierra que explotaban y sobre la que estaban
asentados no podía salir originariam ente del grupo fa
m iliar, entendiendo fam ilia en el sentido amplio de
parentela. La expansión dem ográfica y la posibilidad
de poner en cultivo tierras hasta encontes incultas, lle
varían a nuevas fam ilias a ocupar otros parajes. Esta es
la situación de los hispani, que conocemos por los do
cum entos oficiales carolingios, aunque se añadirían
modificaciones a su condición social como consecuencia
de su com etim iento a la soberanía franca.
De 795 data la noticia m ás antigua conocida de
estas ocupaciones de tierra o aprisiones que ahora ne
cesitaban ser confirm adas o concedidas por los sobera
nos francos y sus representantes. Un jefe m ilitar espa
ñol, de nom bre Juan, fue confirm ado por Carlom agno
en la ocupación o aprisio de Fontejoncosa cerca de
N arbona, lugar hasta entonces no cultivado. La fórm u
la de la confirm ación nos sitúa en un m undo feudal;
Juan se encom ienda al rey de los Francos y alega como
motivo de la petición, su victoria obtenida sobre los
Sarracenos en el pago de Barcelona (21). A la m uerte
de Carlom agno, Juan, así como sus hijos y la descen-
157
dencia de éstos, son cofïrmados en la posesión de
Fontejoncosa y, como contrapartida, se repite la enco-
m endación con el nuevo em perador franco en 815 (22).
Sin em bargo el carácter colectivo de la apriso desapa
reció enseguida. La confirm ación de Carlos el Calvo se
refiere de form a concreta a uno de los hijos de Juan,
Teodofredo, que disfrutaba en 844 de todas las tierras
fam iliares (23) y cinco años más tarde se había conver
tido en pleno propietario de las mismas (24).
En otro docum ento de gran interés, del año 812,
Carlom agno se dirigió a los conde Bera, Gauscelino,
Gisclafredo, Odilón, Erm engario, A dem ar, Laibulfo y
Erlín que gobernaban las ciudades y distritos de B arce
lona, Rosellón, Gerona, Am purias, N arbona, Carcaso-
na y Béziers (25) y les notificó las quejas y reclam acio
nes de cuarenta y dos hispani, que sufrían opresión por
parte de los condes y sus agentes, y eran desposeídos de
sus aprisiones (26). De los cuarenta y dos h isp a n i cita
dos, algunos eran presbíteros y la m ayor p arte de ellos
m ilites, es decir, jefes m ilitares. Uno de ellos era el
mismo Ju an , que después de haber derrotado a los
m usulm anes en Barcelona ocupó con sus hom bres y
158
parientes las tierras de Fontejoncosa, ju nto a N arbona,
según hemos visto arriba (27). Otros dos nom bres de
estos milites hispani llam an la atención particularm en
te: Q uintila y Asinarius (28). Q uintila es relacionado
por Codera, con sus hom ónim os los señores indepen
dientes de M ontgrony en el siglo V III, y de ser esto
cierto sería el jefe de un grupo de campesinos militares,
cuyo centro estaría en el castro M ochoronio, fortifica
ción todavía existente a finales del siglo IX (29). Asi
narius o Aznar puede ser identificado con el abuelo de
tal Witisclo que en 862 vio legalm ente reconocida su
propiedad sobre la villa de Cedret, en C erdaña. W itis
clo alegó en su favor la donación hecha por su tía
Ailona, la cual había recibido la villa de su padre
Asenari Galindonis comite, habiendo transcurrido más
de treinta años desde que el padre de la donante entrara
en la posesión del predio per ruptura et aprisione (30).
Por otra parte la personalidad de Aznar Galíndez es
muy reconocida gracias a las llam adas «Genealogías de
Roda o de Meyá» (31). En las «Genealogías», Aznar
Galíndez aparece como cabeza del linaje de los condes
de Aragón y padre de tres hijos, dos varones, Centullo y
Galindo Aznárez, y una hem bra, M atrona. La hija casó
con otro señor pirenaico, García, hijo de Galindo Belas-
cotenes, perteneciendo probablem ente este último a la
fam ilia de Ibn Belaskut contra el que com batió Abde-
rrahm an I en 781 según el A jbar M aÿmua (32). Gar-
(27) Ib id ., p. 313: «N otum sit vobis q u ia isti Isp an i de vestra
m in iste ria : M a rtin u s p re sb ite r, Jo h a n n is, Q u in tila , C a la p o d iu s, A si
n a riu s ... m ilité is...» .
(28) V éase la n o ta a n te rio r.
(29) C O D E R A , L ím ite s ..., p. 308. L a ex iste n cia del castillo de
M o n tg ro n y e n el siglo IX , está a te stig u a d a p o r el a c ta de d o tac ió n
de 885 del m o n a ste rio de S an J u a n d e las A b ad esas, h ech a p o r los
condes W ifre d o y W in id ild es, y del q u e sería a b a d e sa su h ija E m
m a . Cf. A B A D A L , C atalunya carolingia, t. II, 1 .a p a rte , B a rce lo
n a , 1926-50, p. 215: «... c astro M o ch o ro n io c u m suas a p en d itio n es
seu dom os, curtes, té rra s c u lta s et in c u lta s, silvis, g arricis, aquis,
v ied u c tib u s, et re d u ctib u s, c u m exiliis e t regressis e a ru m , q u i nobis
a d v e n iu n t ex c o m p a ratio n e» .
(30) A B A D A L , op. cit., t. II. 2 .a p a rte , p. 325 y ss. «... per
sc rip tu ra d o n a tio n is, e t illic evenit de p a tr e suo A sen ari G alindonis
co m ite p e r sua r u p tu r a et a p ris io n e ... in fra os X X X an n o s per
ru p tu r a e t ap risio n e d e p a tre suo A senarius».
(31) E stas g e n eralo g ías e stá n re d a c ta d a s e n su p rim e ra re d a c
ció n a fin ales del siglo X . L a se g u n d a re d a c c ió n p ro c e d e n te de un
m a n u s c rito d e L eó n es p o ste rio r y h a te n id o en c u e n ta o tra s fuentes.
V éase J. M . L A C A R R A , T e x to s n avarros d e l C ódice d e R o d a ,,
Z arag o za, 1945, e sp e cialm en te el e stu d io q u e p re c e d e a la e d ic ió n de
los textos.
(32) E. L A F U E N T E -A L C A N T A R A , «Colección de o b ra s a r á
bigas de H isto ria y G e o g rafía q u e p u b lic a la R e a l A c ad e m ia de la
H istoria», t. I, p. 105; L A C A R R A , op. c it., p. 51.
15!)
cía que había sido burlado por su m ujer y su cuñado
Centulo, repudió a M atrona, dio m uerte a Centulo y
expulsó a su suegro de sus tierras, con la ayuda de los
Moros y del jefe vascón Iñigo Arista. A znar Galíndez
pasó a Francia, se sometió y encom endó a C arlom agno
que le concedió el derecho de poblar en U rgen y Cerde-
ña (33). Las tierras pobladas en estas com arcas, se
rían ocupadas por el tradicional procedim iento de la
aprisio, como explica el docum ento de 862. Todos estos
sucesos debieron de ocurrir en los últim os años del
reinado de Carlom agno de acuerdo con las «Genealo
gías» y la capitular del 812. El poblam iento o aprisio
realizados por A znar Galíndez en Urgel y C erdaña de
bieron de ser im portantes y de simple miles hispanus,
categoría con que le conocemos en 812, llegaría a ser
algunos años m ás tarde, el comes de toda la región. Esto
significa que fue el jefe m ilitar más im portante de la
misma y que controló políticam ente bajo la dependen
cia carolingia gran parte del Pirineo oriental. En 824
fue enviado por los Francos, ju n tam ente con Eblo, al
frente de tropas de vascones contra Pam plona, pero los
m ontañeses del naciente reino navarro, aliados de los
m usulm anes, les hicieron prisioneros y Eblo fue m a n
dado a C órdoba, m ientras que A znar fue puesto en
libertad gracias a su parentesco con sus enemigos (34).
La historia de Aznar Galíndez es altam ente significativa
p ara com prender la historia de todo el Pirineo en este
tiempo. En tanto que los vascones occidentales conser
varon su independencia frente a los Francos y Arabes,
los habitantes más civilizados de las com arcas orientales
fueron asimilados al Im perio carolingio. El Pirineo cen
tral fue terreno en litigio cuya suprem acía debieron de
disputarse las familias indígenas. C arlom agno apoyó a
una de ellas, y el jefe de la m ism a, A znar Galíndez,
llevó el título de comes, prim ero en el alto Aragón y
luego en Urgel y C erdaña, equiparándose así a los dig-
160
natarios carolingios que gobernaban u n a ciudad o un
territorio.
Este proceso de incorporación política al reino
franco, de las regiones fronterizas pirenaicas se realizó
pues por la asimilación de la aristocracia indígena, es
decir, por la integración social de los m ilites hispani al
m undo feudal carolingio. Como es n atu ral esta síntesis
no se produjo de form a repentina sino que el proceso
atravesó varias fases en su desarrollo histórico. Algunas
de ellas han sido ya puestas de relieve al estudiar cómo
la propiedad de Fontejoncosa pasó a m anos de un solo
m iem bro del linaje prim itivo. Se extinguió de esta for
m a, en algo más de m edio siglo, un grupo de soldados
campesinos unidos por parentesco y dirigidos por un
jefe, y en su lugar surgió un gran propietario rural con
vínculos de dependencia personal respecto a los m onar
cas francos. Nuevos ejemplos del mismo tipo nos los
ofrecen la fam ilia de Aznar Galindo y, muy probable
m ente, el linaje de los Q uintila de M ontgrony, un
M iembro del cual disponía a fines del siglo IX de la
plena propiedad de la antigua aprisio colectiva y se la
vendió el conde W ifredo y a su m ujer (35). Otros casos
de transform ación de aprisiones en plenas propiedades
no colectivas se encuentran en las capitulares del 18 de
diciembre de 832, 27 de mayo de 874, 7 de julio de 854
y en el acta de dotación del m onasterio de San Ju an de
las Abadesas de 885 (36).
Del estudio de la condición jurídica de los hispani
tal como viene descrita en las capitulares se deduce la
confirm ación de las conclusiones a que hemos llegado
anteriorm ente (37). Las fuentes fundam entales para
llevar a cabo este estudio son las capitulares de 2 de
abril de 812, 1 de enero de 815, 10 de febrero de 816, 11
de junio de 844 y otras que, aunque de m enor im por
tancia, ayudan a una m ejor com prensión de éstas que
hemos calificado de fundam entales (38). Hay que indi
car en prim er lugar la calidad de hom bres libres de los
161
hispani, registrada en las capitulares de 815 y 844 (39) y
que se refiere a los hom bres de m ás baja condición social
en aquellos casos en que su libertad necesitaba ser afir
m ada por los preceptos reales (40). El antagonism o e n
tre estos hom bres de baja condición, pero libres, y sus
jefes lo recoge la capitular de 10 de febrero de 816, al
narrarnos los conflictos surgidos entre los potentiores y
majores de los h isp a n iy los minores o infirmiores. En es
te docum ento que contiene dos capítulos, el em perador
Luis el Piadoso trató de defender en la posesión de sus
tierras a los minores y de m antenerlos en su condición
de hom bres libres. La posesión de las tierras y la liber
tad de estos minores se veía gravem ente am enazada por
las pretensiones de sus jefes y parientes mayores, p o ten
tiores et majores. Muchos de éstos serían los mismos que
aparecen en la capitular de 2 de abril de 812, y basaban
sus pretensiones precisam ente en este precepto de Car-
lom agno y en el de 1 de enero de 815 de su sucesor (41).
Adem ás, los hispani que se habían encom endado a los
condes vasallos del em perador o a los vasallos de los
condes, y h ab ían recibido lugares desiertos p a ra culti
varlos y habitarlos, no podían ser expulsados de las
tierras que estaban labrando ni ser privados de su pose
sión, ni sus tierras podían ser concedidas como beneficio
a otros (42).
Las dos capitulares m ás interesantes, hechas con el
fin explícito de aclarar en los preceptos reales la situ a
ción jurídica de los hispani, son las ya nom bradas de 1
de enero de 815, de Luis el Piadoso, y la de 11 de junio
162
de 844 de Carlos el Calvo. Se tra ta de textos que no
regulan una situación concreta, sino que se ocupan de
una form a más general y abstracta del estatuto jurídico
de los hispani de la Septim ania y de la M arca Hispánica.
La capitular de Carlos el Calvo está basada en la ante
rior, cuyos puntos fundam entales recoge y por eso va
mos a centrar en ella nuestro com entario. En el párrafo
prim ero, después de enunciar la protección y defensa
que el m onarca dispensaba a los hispani, se declaran sus
obligaciones militares: concurrir al ejército del conde y,
bajo la dirección de éste, realizar los reconocimientos y
centinelas. Debían tam bién de sum inistrar caballos a
los enviados reales, así como a los legados que desde
España se dirigieran al rey. Los caballos deberían serles
devueltos y en el caso de que esto no se hiciera por
negligencia y por misma razón sobreviniera la p érdi
da o m uerte de los animales, los hispani serían com pen
sados de acuerdo con la ley de los Francos (43). En el
apartado segundo se les exime de cualquier clase de
impuesto (44) y a continuación el precepto especifica
claram ente cuál era su organización social. Se les auto
riza a regirse por sus propias leyes con excepción de los
casos de hom icidio, rapto e incendio que caen dentro de
la jurisdicción del conde o su representante (45). Sa
bemos que los condes a los que estaban sometidos los
hispani eran por lo menos los de las siete ciudades de
Septim ania y la M arca hispánica identificadas por m e
dio de los nom bres de los condes de la capitular de
abril de 812 y que están directam ente citadas en la del
10 de febrero de 816; es decir, los condes de las ciudades
y pagi de N arbona, Carcasona, Rosellón, Am purias,
163
Barcelona, Gerona, y Béziers (46). Pero estas ciudades
V sus comarcas se regían por la antigua ley goda, el
Líder Judiciorum , que era aplicada por los condes y sus
representantes. Así consta, tanto por las condiciones de
incorporación de estas regiones al reino franco, a lo
largo de la segunda m itad del siglo VIII y prim eros años
del IX, como por la situación jurídica conocida en las
mismas en las décadas finales de este siglo. En una carta
de 18 de agosto de 878, dirigida por el p ap a Juan VII, a
las autoridades religiosas y civiles de la Gothia y de
H ispania, se ordena que se añada a los códices de la Ley
Gótica la pena que hay que im poner a los sacrilegos, de
treinta libras o seiscientos sueldos de plata. Allí se in d i
ca adem ás que esto se hace a instancias del obispo de
N arbona y de sus sufragáneos, y que el obispo llevó a
Juan VIII el libro de la Ley Gótica donde no se precep
tuaba nada contra los sacrilegos (47). Q ueda así p ro
bado, de una parte, que los hispani tenían su propia ley
o derecho consuetudinario y, de otra, que esta ley era
opuesta y diferente a la Ley Gótica, puesto que esta
últim a era la oficialm ente vigente y a la que se tenían
que som eter en los casos de homicidio, rapto e incendio
(48). La Ley Gótica era la expresión jurídica del reino
visigodo y en consecuencia correspondía a las estru ctu
ras sociales del mismo: predom inio del gran latifundio,
cultivado por u n a población servil o semiservil en su
inmensa m ayoría, acom pañado de una vida u rb an a de
cierta im portancia. Las regiones rurales habitadas por
hom bres libres, con propiedad m uchas veces com unal y
diferencias de clase poco acusadas, habían conservado
su independencia política y social en la época goda. La
Cordillera cantábrica, el país de los vascones y el P iri
neo central y oriental se hallaban en este caso y no
pudieron por esta razón se conquistados por los á ra
bes. La conquita o asimilación por godos, francos o
m usulm anes significa la desaparición de la organiza
ción y estructuras sociales propias de estos montañeses,
que se hallaban tam bién expresadas por sus costumbres
164
o derecho consuetudinario. A esta evidencia se llega por
el exam en de las noticias que poseemos de los hispani,
los montañeses del Pirineo oriental que se iban inte
grando en el Im perio Franco. Los párrafos 4.° y 5.° y
7. ° de la capitular de 844 explican muy claram ente cuál
era su form a de estar organizados socialmente; el vínculo
de unión era el linaje, la consanguineidad, y el pertene
cer al linaje daba derecho, en los casos de ocupaciones
colectivas de tierras, a cultivar una porción del to
do. Posteriorm ente se autorizaría a que u n m iem bro del
grupo fam iliar originario llevara a otros hom bres que
venían de otros linajes y les perm itiera hab itar con él en
su porción o lote de tierra, pudiendo servirse de ellos sin
ningún im pedim ento (49). Si estos recién llegados a la
aprisio colectiva elegían como señor a otro que no fuera
el del linaje y entraban en el patronazgo del conde, el
vizconde u otro hom bre cualquiera, podían m archarse
de la tierra, pero sin llevar nada consigo y todo volvía al
dominio y potestad plena del prim er señor (50). Las
porciones de las aprisio total, llam adas tam bién apri
siones, podían venderse, cam biarse o ser objetivo de do
nación solamente entre los m iem bros del grupo, y en
caso de m uerte de uno de los poseedores, pasaba la
aprisio a los hijos o nietos del difunto y, en su defecto, a
los otros consaguíneos que debieran de heredar con
form e a las propias leyes de los hispani y no según la
Ley Gótica (51).
Estas limitaciones a la libertad de testar y de dispo
ner de las aprisiones que debían de quedar siempre
entre las personas que form aban parte de la parentela,
constituyen, juntam ente con la obligación de que el jefe
del grupo, o pariente m ayor, perteneciera al linaje, los
165
dos rasgos más sobresalientes que dem uestran la super
vivencia de su antigua organización gentilicia. El acceso
a grados m ás elevados de desarrollo m aterial, la depen
dencia m ilitar de los Francos, la jefatu ra que se fue
haciendo hereditaria, la regulación de las causas crim i
nales por la Ley Gótica fueron hechos que rom pieron
definitivam ente las formas sociales del pasado y facili
taron la incorporación política del Pirineo oriental a las
estructuras feudales del reino franco.
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Indice
Pág.
A L B E R T O P R IE T O A R C IN IE G A
P ró lo g o .................................................................................................... 7
A N T O N IO G A R C IA B E L L ID O
B a n d a s y g u e rrilla s e n las lu c h a s c o n R o m a ........................... 13
E. A . T H O M P S O N
R e v u eltas c am p e sin a s e n la G a lia e H is p a n ia B ajo Im - 61
i m p e r i a l .......................................................................................... 61
A B IL IO B A R B E R O D E A G U IL E R A
El p risc ilian ism o : ¿ h ere jía o m o v im ie n to s o c i a l ...................... 77
F. M . S C H T A JE R M A N
L as p ro v in cias h isp a n as ..................................................................... 115
M A R C E L O V IG IL
R o m an iz ac ió n y p e rm a n e n c ia d e e stru c tu ra s sociales in d í
g en as en la E sp a ñ a S e p te n trio n a l ....................................... 129
A L B E R T O M . P R IE T O A R C IN IE G A
L a R o m an iz ac ió n d e la B ética ...................... ........................... 139
A B IL IO B A R B E R O
L a in te g ra c ió n social d e los «hispani» d el P irin e o o rie n ta l
al re in o c a r o lin g io ....................................................................... 151