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CUENTO 1
LA TRISTEZA, un cuento de
Rosario Barros Peña (España,
1935)
metido en el microondas la
tortilla congelada que
compré en el supermercado
y me he comido la mitad.
La otra mitad la puse en un
plato en la mesilla, al lado
del tazón de leche. Mi
madre sigue igual, con los
ojos rojos que miran sin ver
y el pelo, que ya no brilla,
desparramado sobre la
almohada. Huele a sudor la
habitación, pero cuando
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Paula Martínez Cano
2020
principio es divertida. Se
puede escribir sobre ella,
“tonto el que lo lea”, pero,
al día siguiente, las
palabras no se ven porque
hay más tristeza sobre
ellas. El profesor dice que
estoy mal porque en clase
me distraigo y es que no
puedo dejar de pensar que
un día ese polvo blanco
cubrirá del todo a mi
madre y lo hará conmigo. Y
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Cuento 2
Cuento de Antón Chéjov: La tristeza
Antón Chéjov. Fuente de la imagen
La capital aparece envuelta en el
crepúsculo vespertino. La nieve
cae en gruesos copos, revolotea
perezosamente junto a los faroles
encendidos, se extiende en fina
capa sobre los tejados, sobre los
lomos de los caballos, sobre los
hombres, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco,
como un fantasma. Sentado en el
pescante de su trineo, encorvado hasta donde puede estarlo un
cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni toda la
nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Su inmovilidad, las
formas angulosas de su cuerpo, la tiesura de palo de sus patas
le hacen parecer, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de
los que se les compran a los chiquillos por una moneda.
Hállese sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo,
arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una
gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre cavilando
tristes pensamientos. Es muy grande la diferencia entre la
apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia,
de las ciudades deslumbrantes.
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–¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
–Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana
pasada…
–¿De veras?… ¿Y de qué murió?
–No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres
meses en el hospital y al final… Dios lo ha querido.
–¡A la derecha! –óyese de nuevo gritar en la oscuridad–.
¡Parece que estás ciego, imbécil!
–¡A ver! –dice el militar–. Ve un poco más rápido. A este paso
no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello, como un cisne, se levanta un
poco y, de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su pasajero, deseoso de seguir
la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece
dispuesto a escucharlo.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la
casa indicada; el cliente se baja. Yona vuelve a quedarse solo
con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera,
sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve
cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y
trineo.
Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Pero, de pronto, Yona se estremece; ve detenerse ante él a tres
jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
–¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecas por
los tres!
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CUENTO 3
EL NIÑO AL QUE SE LE
MURIÓ EL AMIGO, un
cuento de Ana María
Matute (España, 1926)
Cuento 4
CUENTO 5
El miedo
Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la
muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido
una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de
los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para
ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero
Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real
Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición
familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo
con certeza los años que hace, pero entonces apenas me
apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco.
Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su
bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una
aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y
obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del
Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla
del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que
eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre
llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz
baja para darme su devocionario y decirme que hiciese
examen de conciencia:
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor…
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