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Clase de Lenguaje y Literatura

Paula Martínez Cano


2020

CUENTO 1

LA TRISTEZA, un cuento de
Rosario Barros Peña (España,
1935)

El profe me ha dado una


nota para mi madre. La he
leído. Dice que necesita
hablar con ella porque yo
estoy mal. Se la he puesto
en la mesilla, debajo del
tazón lleno de leche que le
dejé por la mañana. He
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metido en el microondas la
tortilla congelada que
compré en el supermercado
y me he comido la mitad.
La otra mitad la puse en un
plato en la mesilla, al lado
del tazón de leche. Mi
madre sigue igual, con los
ojos rojos que miran sin ver
y el pelo, que ya no brilla,
desparramado sobre la
almohada. Huele a sudor la
habitación, pero cuando
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abrí la persiana ella me


gritó. Dice que si no se ve el
sol es como si no corriesen
los días, pero eso no es
cierto. Yo sé que los días
corren porque la lavadora
está llena de ropa sucia y en
el lavavajillas no cabe nada
más, pero sobre todo lo sé
por la tristeza que está
encima de los muebles. La
tristeza es un polvo blanco
que lo llena todo. Al
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principio es divertida. Se
puede escribir sobre ella,
“tonto el que lo lea”, pero,
al día siguiente, las
palabras no se ven porque
hay más tristeza sobre
ellas. El profesor dice que
estoy mal porque en clase
me distraigo y es que no
puedo dejar de pensar que
un día ese polvo blanco
cubrirá del todo a mi
madre y lo hará conmigo. Y
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cuando mi padre vuelva, la


tristeza habrá borrado el
“te quiero” que le escribo
cada noche sobre la mesa
del comedor.
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Cuento 2
Cuento de Antón Chéjov: La tristeza
Antón Chéjov. Fuente de la imagen
 
La capital aparece envuelta en el
crepúsculo vespertino. La nieve
cae en gruesos copos, revolotea
perezosamente junto a los faroles
encendidos, se extiende en fina
capa sobre los tejados, sobre los
lomos de los caballos, sobre los
hombres, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco,
como un fantasma. Sentado en el
pescante de su trineo, encorvado hasta donde puede estarlo un
cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni toda la
nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Su inmovilidad, las
formas angulosas de su cuerpo, la tiesura de palo de sus patas
le hacen parecer, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de
los que se les compran a los chiquillos por una moneda.
Hállese sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo,
arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una
gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre cavilando
tristes pensamientos. Es muy grande la diferencia entre la
apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia,
de las ciudades deslumbrantes.
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Hace mucho tiempo que Yona y su caballo están inmóviles.


Han salido a la calle antes de almorzar, pero Yona no ha
ganado nada.
Las sombras se van espesando. La luz de los faroles se va
haciendo más intensa, más brillante. El ruido se acrecienta.
–¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del
lomo. El militar se asienta en el trineo. El cochero arrea al
caballo, estira el cuello como un cisne y alza el látigo. El
caballo también estira el cuello, levanta las patas y, sin prisa,
se pone en marcha.
–¡Ten cuidado! –grita otro cochero invisible, con cólera–.
¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
–¡Vaya un cochero! –se enoja el militar–. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un
transeúnte que tropieza con el caballo de Yona lanza una
amenaza. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos
latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado,
y mira a su alrededor como si acabara de despertarse de un
sueño profundo.
–¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración
contra ti! –dice irónicamente el militar–. Todos tratan de
fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una
verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Sin dudas quiere decir
algo; pero no puede pronunciar una palabra.
El pasajero advierte sus esfuerzos y pregunta:
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–¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
–Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana
pasada…
–¿De veras?… ¿Y de qué murió?
–No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres
meses en el hospital y al final… Dios lo ha querido.
–¡A la derecha! –óyese de nuevo gritar en la oscuridad–.
¡Parece que estás ciego, imbécil!
–¡A ver! –dice el militar–. Ve un poco más rápido. A este paso
no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello, como un cisne, se levanta un
poco y, de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su pasajero, deseoso de seguir
la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece
dispuesto a escucharlo.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la
casa indicada; el cliente se baja. Yona vuelve a quedarse solo
con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera,
sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve
cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y
trineo.
Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Pero, de pronto, Yona se estremece; ve detenerse ante él a tres
jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
–¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecas por
los tres!
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Yona toma las riendas, se endereza. Veinte copecas es


demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le
importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando e insultando, se acercan al trineo.
Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los
tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el
jorobado.
–¡Bueno; en marcha! –le grita el jorobado a Yona,
colocándose a su espalda–.
¡Qué gorro llevas, muchacho! Apuesto cualquier cosa a que en
toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…
–¡El señor está de buen humor! –dice Yona con risa forzada–.
Mi gorro…
–¡Bueno, bueno! Apura un poco a tu caballo. A este paso no
llegaremos nunca. Si no andas más rápido te administraré
unos cuantos sopapos.
–Me duele la cabeza –dice uno de los jóvenes–. Ayer, yo y
Vaska bebimos cuatro botellas de coñac en casa de Dukmasov.
–¡Eso no es verdad! –responde el otro–. Eres un mentiroso,
amigo, y sabes que nadie te cree.
–¡Palabra de honor!
–¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y,
enseñando los dientes, ríe atipladamente.
–¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor!
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–¡Vamos, viejo! –grita enojado el jorobado–. ¿Quieres ir más


aprisa o no? Dale firme al holgazán de tu caballo. ¡Qué
demonios!
Yona agita su látigo, agita las manos, se estremece todo su
cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen,
le injurian; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes
gritan, insultan, hablan de mujeres. En un momento que se le
antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y
dice:
–Y yo, señores acabo de perder a mi hijo. Murió la semana
pasada…
–¡Todos nos tenemos que morir! –contesta el jorobado–.
¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir
a pie.
–Si quieres que vaya más rápido dale una cachetada –le
aconseja uno de sus compañeros.
–¿Oyes, viejo espantapájaros? –grita el jorobado–. Te la vas a
ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
–¡Ji, ji, ji! –ríe, sin gana, Yona–. ¡Dios les conserve el buen
humor, señores!
–Cochero, ¿eres casado? –pregunta uno de los clientes.
–¿Yo? ¡Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a
nadie… Sólo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero
a mí la muerte ni me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de
cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
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Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su


hijo; pero en este momento, el jorobado lanzando un suspiro
de satisfacción, exclama:
–¡Por fin hemos llegado!
Yona recibe las veinte copecas convenidas y los clientes se
apean. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen detrás de
un portón.
Vuelve a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de
nuevo, más dura, más cruel, su cansado corazón. Observa a la
multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles
de transeúntes, alguien que quiera escucharle. Pero la gente
tiene prisa y pasa sin verlo.
Su tristeza es más intensa a cada instante. Enorme, infinita. Si
pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
Yona ve un portero que se asoma a la puerta con un paquete y
trata de hablar con él.
–¿Qué hora es? –le pregunta, delicadamente.
–Van a dar las diez –contesta el otro–. Aléjese un poco; no
debe usted estar delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se hunde en sus
tristes pensamientos.
Se ha convencido de que es inútil dirigirse a las personas.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se
yergue, agita el látigo.
–No puedo más –murmura–. Hay que ir a acostarse.
El caballo, como si hubiera comprendido las palabras de su
viejo amo, emprende un presuroso trote.
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Una hora después, Yona está en casa, es decir, en una vasta y


sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos,
duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada,
irrespirable. Se oyen ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha
ganado casi nada.
Quizá por eso, se siente tan triste y desdichado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el pecho
y la cabeza y busca algo con la mirada.
–¿Quieres beber? –le pregunta Yona.
–Sí.
–Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La
semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero
no le ha prestado atención, se ha vuelto a acostar, se ha tapado
la cabeza con el cobertor y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad
imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha
transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no
ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de
corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con
todos sus detalles.
Necesita decir cómo enfermó su hijo, lo que ha padecido, las
palabras que ha pronunciado al morir.
Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto
hijo ha dejado en la aldea una niña, de la que también quisiera
hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar!
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¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a


escucharlo, moviendo compasivamente la cabeza, suspirando,
compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier
campesina; a estas mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso,
y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de
lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo. Se viste y sale a la cuadra. El
caballo, inmóvil, come heno.
–¿Comes? –le dice Yona, dándole palmadillas en el lomo–.
¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado
para comprar avena hay que conformarse con heno… Soy ya
demasiado viejo para ganar mucho… A decir verdad, yo no
debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un
verdadero, un espléndido cochero; conocía el oficio como
pocos.
Desgraciadamente, ha muerto…
Tras una corta pausa, Yona continúa.
–Sí, amigo…, ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú
tuvieras un hijo y se muriera…
Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?…
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y
resopla un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al fin por un ser viviente, desahoga su
corazón y, poco a poco, se lo cuenta todo.
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CUENTO 3

EL NIÑO AL QUE SE LE
MURIÓ EL AMIGO, un
cuento de Ana María
Matute (España, 1926)

Una mañana se levantó y fue a


buscar al amigo, al otro lado
de la valla. Pero el amigo no
estaba, y, cuando volvió, le
dijo la madre: “el amigo se
murió. Niño, no pienses más
en él y busca otros para
jugar”. El niño se sentó en el
quicio de la puerta, con la cara
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entre las manos y los codos en


las rodillas. “Él volverá”,
pensó. Porque no podía ser
que allí estuviesen las canicas,
el camión y la pistola de hoja-
lata, y el reloj aquel que ya no
andaba, y el amigo no viniese
a buscarlos. Vino la noche,
con una estrella muy grande, y
el niño no quería entrar a
cenar. “Entra, niño, que llega
el frío”, dijo la madre. Pero,
en lugar de entrar, el niño se
levantó del quicio y se fue en
busca del amigo, con las
canicas, el camión, la pistola
de hojalata y el reloj que no
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andaba. Al llegar a la cerca, la


voz del amigo no le llamó, ni le
oyó en el árbol, ni en el pozo.
Pasó buscándole toda la
noche. Y fue una larga noche
casi blanca, que le llenó de
polvo el traje y los zapatos.
Cuando llegó el sol, el niño,
que tenía sueño y sed, estiró
los brazos, y pensó: “qué
tontos y pequeños son esos
juguetes. Y ese reloj que no
anda, no sirve para nada”. Lo
tiró todo al pozo, y volvió a la
casa, con mucha hambre. La
madre le abrió la puerta, y le
dijo: “cuánto ha crecido este
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niño, Dios mío, cuánto ha


crecido”. Y le compró un traje
de hombre, porque el que
llevaba le venía muy corto.
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Cuento 4

Loca Venganza. Miguel Ángel


Molina

Tras varios meses de


hospitalización recibió el alta.
Aunque físicamente estaba bien,
psicológicamente la herida seguía
abierta. Tardó bastante tiempo en
salir a la calle, pero cuando se
decidió, el destino hizo que se
topara con el salvaje que casi le
arrebata la vida por un portátil y
calderilla.
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Le siguió hasta un callejón. Un


adoquín, junto a la rabia
acumulada, transformó aquel
rostro odiado en una masa deforme
y sanguinolenta. De vuelta a casa,
saboreando su venganza, se cruzó
con un compro-oro y le vio, miró al
vendedor ambulante y le vio,
observó al taxista y le vio.
99 x 99 (Microrrelatos a medida),
Baile del Sol, Colección Sitio de
Fuego, página 13.
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CUENTO 5

José María Ávila Román, autor de cuentos y de ensayos sobre


la  Semana Santa Cacereña, ha seleccionado el relato corto “El
miedo”, de Ramón del Valle-Inclán.

El miedo
Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la
muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido
una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de
los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para
ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero
Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real
Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición
familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo
con certeza los años que hace, pero entonces apenas me
apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco.
Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su
bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una
aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y
obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del
Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla
del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que
eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre
llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz
baja para darme su devocionario y decirme que hiciese
examen de conciencia:
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor…
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La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba


con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante.
Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias
de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de
Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero
estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la
estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio
alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de
reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían
ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso
Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda
bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un
milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de
plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se
afanase por volar hacia el Santo.
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella
tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas
como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de
mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna,
solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda
las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder,
oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde
agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de
la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la
Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a
sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como
el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra
que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que
sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza
inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un
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alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de


la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su
altar en los bosques y en los lagos…
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a
las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio
y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz
de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las
manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la
voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus
cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los
lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame
adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis
hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a
mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la
mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y
quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se
entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se
erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor
silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la
calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo
he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas
me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del
presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz
de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un
ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se
encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá
lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles.
Una voz grave y eclesiástica llamaba:
- ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!
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Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme.


Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí
distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y
eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:
-Ahora veremos qué ha sido ello… Cosa del otro mundo no lo
es, seguramente… ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en
la puerta de la capilla:
- ¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?
Yo repuse con voz ahogada:
- ¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del
sepulcro…!
El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre
arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido
Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus
hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y
mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:
- ¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto
temblar a un Granadero del Rey…!
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles,
contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la
calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro
lado los perros enderezaban las orejas con el cuello
espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su
almohada de piedra. El Prior se sacudió:
- ¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o
brujas!
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Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce


empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio.
Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los
labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré.
Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó
ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se
movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para
cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del
presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar
los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de
culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera
rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró
con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como
bajo la visera de un casco:
-Señor Granadero del Rey, no hay absolución… ¡Yo no
absuelvo a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos
hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron
mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas
he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!

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