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Primer renglón

Me tiendo en el mullido césped, y abriendo los brazos, recorro con mis ojos el luminoso cielo
nocturno. Por doquier se ven estrellas de formas asombrosas; unas brillantes, como ojos que
titilan; otras, más pequeñas, de colores más apagados, grises. Las siluetas de las oscuras nubes
chocan entre sí. Se separan. Vuelven a unirse. La luna riega su espesa luz sobre todo el
horizonte. Allá, al fondo, escondido tras un manto de dura oscuridad, se alcanza a ver un
cinturón delgado, fino, cuyo color semeja al de los arreboles. El panorama es inmenso. Mis
ojos, tan acostumbrados a las cotidianas visiones con que se componen mis días, no alcanzan a
comprender tal prodigio. Me resigno, entonces, a lo que este mundo me ofrece. Cierro los ojos
esperando a que una de esas estrellas me brinde algo de luz, algo de claridad.

El pasto está impregnado del rocío mañanero, lo que le otorga una sensación de pureza al
ambiente. Mis ropas están un poco húmedas, en especial mi camisa,

Y aunque mueras, aunque pienses que cuando suceda eso te olvidarán, te vuelvo a decir una
cosa, que, a fuerza de repetírtela, ya parece canción de soltera infiel:

En el olvido solemne, desprendido de todo aquello que alguna vez iluminó el Edén de mi vida,
vuelvo a escuchar la voz de mi madre, que insiste en repetir las palabras que en vida nunca
quise escuchar: “él ya está muerto. Déjenlo. No lo busquen más. Quizá esté en un lugar mejor.

En licor repercute amargamente en mi mente, que, al igual a mi cuerpo, ya comienza a


tambalear. Así que prefiero no ponerme de pie. Continúo en la misma mesa, donde minutos
antes reposaba el rostro de una mujer, cuya silueta ya comienzo a olvidar. Ahora estoy solo,
irremediablemente solo, bebiendo de una botella que tiene el sabor a ella, el olor a ella, las
huellas de ella. El bar comienza a llenarse. Entran mujeres sonrientes, hombres enfundados en
finos trajes de gala. Y junto a ellos, uno que otro adolescente, esperando encontrar en estos
lugares a la mujer que les haga sentir de nuevo la vida.

Una halito de muerte acompaña mis días. Mis ojos se oscurecen. Veo solo sombras, fantasmas
de algo que alguna vez se llamó vida. Bebo de aquellas visiones. Entonces, mi cuerpo se
levanta, y comienza a vagar sin rumbo, pisando la sangre de quienes se negaron a aceptarme.
De golpe, vuelvo la cabeza: atrás mío, escondidos tras un manto grueso de neblina, hay dos
personas, cuyos rostros alcanzo a reconocer vagamente. Son mi mamá y mi papá, que
murieron cuando toda era pequeño. “pero si sigues siendo un niño, hijo mío”, dice la voz de mi
madre, que poco a poco comienza a traspasar el manto de niebla. Se acerca hacia mí.
El rehén, de apellido Torres, se acerca hasta donde yo estoy, y con las lágrimas bajando por sus
pómulos, me ruega que no lo mate, pues tiene una numerosa familia a la que cuidar. “ mis
hijos son pequeños. Necesitan de mi apoyo. Los quiero ver crecer. Por favor, señor Ochoa, no
me mate, me suplica Torres, cubriendo sus ojos con sus manos. Me quedo callado intentando
comprender las palabras de Torres. Mi mente se suspende en un vacío donde no hay
pensamientos, ideas, reflexiones. “a mi también me van a matar. Y eso pasará en cualquier
momento. Todos vamos a morir. No importa si morimos de primeras o de últimas. Da igual.
Todos vamos a morir”, pienso, mirando a Torres directamente a los ojos.

El cadáver lo llevaban en la parte trasera del vehículo. Al momento de llegar al potrero Las
Lomas, uno de los terroristas abrió una puerta del vehículo, y arrojó el cadáver, que cayó justo
al lado de un pequeño arbusto.

El sabor de la derrota amarga mi boca. Sin embargo, mis días siguen siendo los mismos. No hay
variaciones en ellos. De nada sirve que vuelva a dar comienzo. Estoy derrotado, simplemente
derrotado. Mientras tanto, la vida, mi vida, continúa con su irremediable peso muerto. Y estoy,
contra mi voluntad, dispuesto a afrontarlo.

Pisan los despojos, que yacen en mitad de un cielo viudo de nubes. Avanzan por entre la
maleza. Para hacer más ameno el trayecto, cantan una canción cuyo significado apenas
alcanza a comprender. La noche se cierne sobre cada uno de ellos, invitándolos a proseguir la
mortal aventura. Después de horas de sofocante trayecto, uno de ellos levanta el brazo, y
situándolo en dirección norte, les dice a los demás.

El final. El primer final. Se han gastado la sangre en perseguir aventuras del más variado
calibre. Desde perfilar una nube para que parezca sonámbula a estabilizar la palabra para que
suene a alabanza. Sus días no se componen de horas, sino de cifras. Argumentan, cuando
quieren que los demás los escuchen, que no hay nada más hermoso como ver crecer el caudal
entre las manos. Entonces, cuando tal caudal pese más que los dedos de todos los que no
tienen manos, podrán esconderse tras unas gruesas cortinas de fieltro gris, y desde allí, podrán
decir que todo estará bien, que no hay de qué preocuparnos. Nosotros, ustedes, yo, ellos, los
demás, sabemos que, por más vacío que profieran desde sus ridículas bocas, jamás podrán
vencer este pulso angustioso, este silencio en que respiran los anhelos de quienes aún no los
tienen, este corazón, árbol cegado por las tempestades de los años, que bombea la sangre con
la que, en un futuro, los seres humanos se bendecirán, para que de ese modo nazca en cada
uno de ellos aquello que yo no fui capaz de crear.

Johan Adrián Ochoa. 4 de abril de 2020


Los primeros poemas que escribí en mi primer viaje a París

Se rompe el soto cuando un rayo impacta sobre sus millares de hojas. La tempestad cubre mi
frente. Las hojas, como sencillas plumas, terminan suspendidas en el suelo.

Me divierto contemplando el irremediable pasar de las horas.

Eres todo lo que jamás pensé imaginar. Pero, sí. Eres verdad, pues en este momento estoy
comprobando con qué anhelo sigues siendo la misma niña que conocí cuando aún el amor no
había nacido. Entre los dos, y gracias al tiempo, que todo lo ajusto a la medida de su
temperamento, construimos ese amor, que cada día se hace más palpable, más auténtico.

Mi soledad tiene todo el peso de tu ausencia. Estás y no estás. Te veo y no te veo. Cierro los
ojos y recuerdo. El reflejo de tu fugitivo cuerpo se estanca sobre el mío. Alegre, corro a tu
encuentro. Pero solo queda de ti el silencio, el vacío, nada. Mis manos luchan contra el viento
para retenerte. Mis labios luchan con las palabras para nombrarte. Mis pies luchan con el
camino para perseguirte. Lucho. Peleo. Me debato. Sin embargo, caigo derrotado,
volviéndome a estrellar con la dura realidad. ¿Qué me pueden decir estas cuatro paredes,
estos dos cuadros, este armario que se empeña en mantenerse inmune al polvo, este suelo
frio, duro, que recibe los cigarros que le voy botando?

Te miento si te dijera que no te pienso.

Los caballos descansan cerca al río, comiendo del pasto húmedo, atisbando nerviosamente
cuando sienten que alguien se acerca para importunarles su descanso.
Andrade volvió al pueblo a principios de febrero. Desde el momento mismo en que se bajó del
bus, se dio cuenta de que los años habían borrado todo rastro familiar de un pueblo que
alguna vez él pensó que era suyo. Las casas ya no estaban a medido construir o en obra negra.
Ahora, todas tenían unas relucientes fachadas y unos antejardines que les daban un aire de
mansiones norteamericanas. Las calles, en otro tiempo polvorientas y repletas se desperdicios,
ahora estaban pavimentadas, con árboles frutales a cada lado y hermosas flores violetas
plantadas sobre unas materas de colores. Andrade no sabía exactamente en qué momento se
operó ese cambio. Pero de algo sí tenía plena seguridad: ya nada sería como antes. Aquellos
tiempos en que él salía a caminar alrededor del pueblo de la mano de una chica o beber hasta
el amanecer en casa de su amigo Felipe, ya no volverían. Rememorando aquellos tiempos,
caminó hasta la plaza central del pueblo, mirando a todo el que pasara por su lado, esperando
encontrar en esos rostros un gesto de familiaridad, un ademan de reconocimiento. Pero no, en
aquellos rostros no

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