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Antes de hundirse en la desgracia y dejarse arrastrar por sus crudos vientos (que rasgan la

carne hasta hacer de ella una sangrante cicatriz), Emilio buscó en los rincones de su memoria
el rostro de Amalia, su madre, quien para entonces cumplía doce años de muerta. Buscó y
buscó, dejando atrás cuerpos que se pegaban al suyo, sudorosos, jadeantes, plenos de placer;
eliminando fantasías que en su infancia había creído posibles, y que ahora le resultaban un mal
chiste contado por el mismísimo demonio. Entonces, ya sin aquellas manchas que, durante
mucho tiempo, percudieron su alma, encontró aquel ansiado rostro, sonriente, con unas
cuantas arrugas en sus ojos, delineadas en los bordes por uno hilillos de maquillaje oscuro, que
eran tan habituales en ella. Vio sus pupilas encendidas, temblorosas, como si fueran las luces
que se reflejan en un turbio lago nocturno. Vio, además, sus pómulos protuberantes, que se
remarcaban aún más cuando sonreía, dejando asomar unos dientecillos pequeños, alienados,
aunque un tanto amarillos, a causa del excesivo cigarrillo que consumía. Él siempre le había
reprochado tal adicción, diciéndole que, en cualquier momento, se iba a morir. “¿y quién no se
va a morir?”, inquiría ella, recostada en su cama, con las cobijas revueltas y los brazos
extendidos, resignada ante la certidumbre que proporciona la muerte cuando se le siente
cerca. Sin embargo, Emilio, inmerso en las imágenes de su memoria (en las que jamás pensó
ver el rostro de su madre), sabía que ella estaba más viva que nunca, ahí, en su mente, en su
interior, resguardada frente al paso del tiempo y de la vida, a salvo de las inclemencias con las
que el destino golpea para advertir que él es quien manda. Esta comprobación lo dejó en un
estado de felicidad absoluta, pues entendía que solo bastaba con cerrar los ojos, y ahí estaría
el rostro de su madre, tras sus parpados, que solo se cerraban cuando el descanso así se lo
exigía.

En efecto, cuando se acostaba, después de un ardoroso día de trabajo (que se justificaba a


finales de cada mes, que era cuando él recibía su paga), disfrutando de la tibieza que le
proporcionaban las cobijas, cerraba los ojos, y ahí estaba de nuevo el rostro de su madre, que,
conforme pasaban las noches, se le fue haciendo más brillante, iluminado, como recubierto
por un halo de luz purísima, que le realzaba su belleza de un modo casi divino.

Entonces, Emilio buscó, durante mucho tiempo, la manera de entablar charla con aquel rostro,
pues sabía que éste le quería decir algo. Agotó todas las maneras, desde comunicarse con
gestos ciegos, invisible, que solo él mismo entendía, hasta gritar a viva voz: “¡Amalia, Amalia!
Si soy yo, tu hijo, ¿por qué no me respondes? ¿Acaso ya no recuerdas los días que pasábamos
juntos, caminando por el parque Santa Ana, con tu mano colgada de mi hombro, mientras
observábamos, contentos, el chocar de los rayos del sol contra las aguas de la fuente, creando
un espectral reflejo en que nos podíamos ver, tal y como éramos?”.

Volvía a sentir el silencio, el de ella y el mío, que se hacía cada vez más grande, como una
inmensa ola que, de repente, golpea la playa. Las noches se pasaban tan rápido que, cuando
llegaba el amanecer y sabía que tocaba levantarme, aún sentía su presencia, dentro de mi
memoria, acuciante y a ratos dolorosa. Por eso, pensaba durante todo el día (mientras veía a
mis compañeros subir las escaleras los apartamentos a los que les teníamos que hacer
remodelaciones, cargando a sus espaldas sendos bultos de cemento, al tiempo que lanzaban
imprecaciones contra el jefe) en el rostro de mi madre, y en la manera de hacerlo hablar. Al
salir del trabajo, y con una idea taladrándome la cabeza de una forma dolorosa, caminaba
despacio rumbo a la casa, cabizbajo, con las manos entrelazadas en la espalda, esquivando
algunas escrutadoras miradas que le lanzaban quienes veían en él una figura horrida y
fantasmal, entrando a cualquier tienda y pidiendo, con voz perentoria, como si estuviera
dando una orden, un trago de aguardiente, que bebía fondo blanco,

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