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cuando la literatura no era una forma de evadir la realidad, sino de complementarla, tuve la

dolorosa certidumbre de que jamás iba a escribir un solo relato. Y esto se confirmaba cada vez
que agarraba un par de hojas y un lápiz y comenzaba a escribir. Al poco tiempo, dejaba de
hacerlo, pues sentía que las palabras, así como los personajes que interactuaban con ellas, no
se acomodaban a lo que yo quería, que era trasmitir una sensación vívida y permanente al
lector, que para entonces era solo mi padre. Un día, le comenté, alarmado, mi situación.

Solo bastó escuchar esa voz y su terrible susurro, que invadía los oídos hasta estragarlos con su
aciago rumor, para que Eliana sintiera un escalofrío por todo su cuerpo, que le puso los pelos
de punta. Sus ojos (que por lo habitual mantenían un color glauco claro, como el de ciertas
perlas finísimas) empezaron a temblar con nerviosismo, moviendo sus pupilas sin situarlas en
ningún punto. Se quedó muda. Sus palabras, una por una, se fueron ahogando en la garganta,
convertidas en borborigmos inaudibles, que ni ella misma podía entender. Con un movimiento
brusco trató de moverse, de alejarse de aquel hombre (que ahora estaba espantosamente
cerca de ella, mirándola con fijeza, casi con odio), de saberse lejana, intocable, anónima entre
las gentes, desconocida para aquellos ojos, con los que nunca pensó volverse a encontrar. Pero
todo intento por escapar resultó vano.

Mateo, envuelto en su túnica de bordados resquebrajados, se agazapó entre las finas hierbas

La terminal de trasportes, cuyo techo en forma de domo me hacía recordar a los que había
visto en mansiones coloniales de Cumbria, a esa hora estaba patéticamente desierta. Solo se
veían raquíticos funcionarios de la terminal, envueltos en unos chalecos fosforescentes,
caminando con las manos entrelazadas en la espalda, mirando sin intereses a todos los
rincones de la estación. Con ellos, se veían, por momentos, otros trabajadores de la estación,
provistos de overoles marrones, amarrados con una cintilla trasparente a sus caderas,
repartiendo a quien pasara frente a ellos unos volantes donde promocionaban un nuevo
producto de una empresa de cosméticos.

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