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Dios

Toscani, Giuseppe, Diccionario de Espiritualidad Vicenciana,


CEME, Salamanca 1995, pp. 119-141.

SUMARIO:
Lenguaje místico
Al modo de los místicos
EL CAMINO HACIA DIOS
EL DIOS DEL CORAZÓN
El Espíritu se revela y se comunica como Amor
EL AMOR ES TRINIDAD
VOLUNTAD DE DIOS
ADORACIÓN
PROVIDENCIA
FIDELIDAD
HONOR
LA GLORIA DE DIOS
ATEÍSMO

En la enseñanza de san Vicente, la palabra Dios evoca una condición existencial semejante a
la del hombre bíblico. El nombre Dios es don divino que precede a todo conocimiento, se identifica
con una realidad que, antes incluso de ser evocada, nombrándose, llama por el nombre y pone en su
presencia.
Al pronunciar el nombre Dios, san Vicente se siente provocado por la presencia divina que
impone identidad, surgiendo de la profundidad del misterio de la vida misma. El nombre le es dado
antes de poderlo pensar y descifrar en la revelación de un amor que ama infinitamente, hace existir,
vivifica y gratifica. Nombrar Dios es siempre un acto de fe, de amor y de reconocimiento por haber
sido convocado, elegido, bendecido, enviado y amado; en consecuencia, expresa toda la religiosidad
del Santo en una devoción tendente a la adoración, al asentimiento, a la confianza, al abandono
absoluto y al máximo amor. Por eso, Dios no puede ser nombrado en vano. «…Un hermano clérigo,
que repetía su oración, vino a decir que se había estado callado un poco para escuchar a Dios, que le
hablaba al corazón. El señor Vicente le reprendió y le dijo: – Hermano mío, esa frase que acaba de
decir, “He escuchado a Dios”, es un poco fuerte; hay que decir más bien, “Me he puesto en la
presencia de Dios para escuchar si le agrada a Nuestro Señor inspirarme algún buen pensamiento, o
algún buen movimiento”… Pero lo que tenemos que hacer en esta meditación es exclamar a Dios
con actos de fe que debemos hacer, de esperanza, sí, de esperanza en este divino misterio, de
caridad, de humildad, de reconocimiento, de adoración y de dependencia» (XI, 106-109).
Es más: decir Dios, para san Vicente significa acoger la bajada del Verbo y del Espíritu
Santo para entregarse a la Palabra divina que manda salir de sí mismo para ser introducido por el
Amor divino en el corazón de Cristo. «Dios pide principalmente el corazón, el corazón, y eso es lo
principal» (XI, 156).
El lenguaje, referido a Dios, enciende un fuego que quema, calienta, ilumina el corazón del
Santo, permitiendo al Espíritu divino infundir en él el corazón mismo de Cristo. Dios se convierte
en el corazón de su corazón y, en el corazón, su Espíritu: «Ánimo, pidamos a Dios que dé a la
Compañía este espíritu, este corazón, este corazón que nos hace ir por todas partes, este corazón del
Hijo de Dios, corazón de Nuestro Señor, corazón de Nuestro Señor, que nos dispone a ir como él
iría y como él hubiera ido, si su sabiduría eterna hubiese juzgado a propósito trabajar por la
conversión de las naciones pobres. Para esto, él ha enviado a los apóstoles; él nos envía como a
ellos para llevar por todas partes el fuego, por todas partes. Ignem veni mittere in terram, et quid
volo nisi ut accendatur?, por todas partes este fuego di vino, este fuego de amor, de temor de Dios,
por todo el mundo…» (XI, 190).
Inspirado en su corazón por el corazón de Cristo, el nombre Dios corresponde al de Padre;
pero, pronunciado en el Espíritu del Hijo, significa la Trinidad santísima y, en ella, comprende a
todos los hermanos. En toda invocación, se realiza el éxtasis y la kénosis del Amor divino.
Una investigación sobre el modo como se presenta el misterio de Dios en san Vicente tiene
sentido, no sólo si nos liberamos de prejuicios teológicos y de esquemas preconcebidos, sino sobre
todo si, renunciando a buscar correspondencias o desde luego anticipaciones doctrinales, nos
dejamos llevar por el atractivo de su corazón, y por tanto de su amor, en armonía y comunión con la
Iglesia que le reconoce en este sentido una peculiar originalidad proclamándolo patrono de las obras
de caridad. Atentos a su abandono al Amor divino y al Espíritu de sus obras de caridad, se recorre el
camino más seguro para llegar a descubrir su Dios: «…la caridad…, es de sí misma comunicativa,
produce la caridad; y un corazón verdaderamente abrasado y animado por esta virtud hace
experimentar su ardor; y lo que hay en un hombre caritativo respira y predica la caridad» (XI, 267).

Lenguaje místico
La doctrina del Santo nos llega en gran parte filtrada por la escucha de los interlocutores y
cristalizada en los escritos, redactados, sí, en sintonía afectiva con él, pero reducidos por nosotros a
algo que puede parecerse a un «tejido» de pensamientos. Esta amalgama obliga a prestar atención,
antes de nada, a las declaraciones que reevocan el modo cómo san Vicente hablaba de Dios, para
poder llegar luego a captar la intencionalidad de su corazón y por ahí comprender el significado de
su expresión. Un testimonio explícito, que puede dar luz sobre este aspecto, es el del hno. Du
Courneau: «Todo el mundo sabe que no tiene igual en la Compañía para hablar tan dignamente de
Dios y de las cosas santas, y con tanta utilidad para los que le escuchan. Y es también la cabeza
escogida por Dios para infundir espíritu y vida en los miembros del cuerpo… ¡Ah! ¡Plega a Dios
que, después de treinta años que hace que la Compañía ha tenido comienzo, se hubiese puesto de
relieve lo que él ha hecho y ha dicho para nuestro adelanto interior! No tendríamos que hacer otras
instrucciones. Veríamos sus frecuentes elevaciones a Dios, sus anonadamientos en sí mismo y las
efusiones de su corazón paternal hacia toda clase de personas…» (XI, 386s).
La lectura de los escritos de san Vicente ofrece un primer dato: para él, Dios no es un
problema, mucho menos una teoría o, peor aún, un simple tema de reflexión. Dios es una persona
viva, personal, amable, atrayente y entusiasmante que lo asimila en comunión vital con una
ininterrumpida comunicación (cf. IX, 427ss).
El decir del Santo no es un interrogar, ni un argumentar, más bien un diálogo en el que,
antes de cualquier otra reacción humana, irrumpen por gracia la escucha, la adoración, la
asimilación, la obediencia y el abandono en una silenciosa y estupefacta correspondencia que
encuentra su verdadera expresividad verbal sólo en la kénosis del Amor (cf. IX, 210ss).
Su lenguaje resulta siempre y exclusivamente el de la fe del creyente poseído y dominado
por la vitalidad del Espíritu divino, hasta el punto de que se expresa como el otro respecto al Tú
divino, según el esquema del salmo 139. Las afinidades más fuertes aparecen en las oraciones
finales al término de las conferencias a los Misioneros y a las Hermanas, cuando, atenuándose la
tensión del pensamiento, la palabra del Santo vuelve completamente a poder de su corazón
conmovido: «Oh Salvador, no tenemos más que abrir la boca para descubrirte nuestras necesidades;
tú escuchas el más leve suspiro, el más pequeño movimiento de nuestra alma, y por un dulce y
amoroso impulso se atraen sobre sí más gracias y bendiciones sin comparación que con esas
extremas violencias. Oh Salvador, tú sabes lo que quiere decir mi corazón; él se dirige a ti, fuente
de las misericordias; tú ves sus deseos; ¡ah! ellos no tienden más que a ti, no aspiran más que a ti,
no te quieren más que a ti. Digámosle frecuentemente: Doce nos orare; concédenos, Señor, este don
de la oración; enséñanos tú mismo cómo te debemos rezar. Esto es lo que le pedimos hoy y todos
los días con confianza, gran confianza en su bondad» (XI, 137).
En sus elevaciones, san Vicente no tiene la pretensión de volverse a Dios por iniciativa
personal. Reacciona a la presencia que le aparece en su singular experiencia religiosa, que polariza
toda su vida e inhabita totalmente su espíritu. Por eso, también el diálogo comienza y se desarrolla
en la confidencia del «corazón a corazón» (cf. IX, 335s; XI, 563s).
San Vicente no está simplemente frente a Dios, porque Dios no sólo permanece frente a él,
sino que vive y obra en él, lo ha ocupado y asimilado totalmente, pese a él mismo. Dios ha
transformado su vida y su corazón. En su corazón, se le ha impuesto como su todo. En el todo, se ha
convertido en su límite infranqueable, su último horizonte de sentido más allá del cual no le es
posible ir porque sólo existiría el vacío: «¡Oh Dios de mi corazón! Tu infinita bondad no me
permite compartir mis afectos, ni dar parte en ellos a ningún otro en perjuicio tuyo; ¡oh!, posee tú
solo mi corazón y mi libertad. ¡Y cómo podré desear el bien de otro que de ti! ¿Será quizás de mí
mismo? ¡Ay de mí!, tú me tienes infinitamente más amor que yo me tenga; tú estás infinitamente
más deseoso de mi bien, y en capacidad de hacérmelo, que yo mismo, que no tengo nada y no
espero nada más que de ti. ¡Oh, mi único bien! ¡Oh, bondad infinita! ¡y que no tenga yo tanto amor
por ti como todos los Serafines juntos! ¡Ay de mí! ¡es demasiado tarde para poder imitarlos!. O
antigua bonitas, sero te amavi! Pero al menos te ofrezco, con toda la extensión de mis afectos, la
caridad de la santísima Reina de los ángeles y en general de todos los bienaventurados. ¡Oh, Dios
mío!, en presencia del cielo y de la tierra te doy mi corazón, tal como es. Adoro por amor tuyo los
decretos de tu paternal providencia sobre tu miserable siervo; detesto, en presencia de toda la corte
celestial, lo que me pudiera separar de ti. ¡Oh, soberana bondad!, que quieres ser amado por los
pecadores, concédeme amor por ti, y manda luego lo que quieras; da quod jubes et jube quid vis»
(XI, 102. 145-147).
San Vicente se encuentra puesto totalmente en Dios, el «Amante de su corazón», y se ve por
ello limitado hasta la incondicional aspiración suscitada por la atracción del Amor infinito, que no
le consiente más alternativas. Revive a su modo el misterio tremendo de la teofanía: misterio de
proximidad y lejanía, de afinidad y alteridad, de riqueza y pobreza, de felicidad y tremor. Sólo la
confianza en el Amor que «todo lo puede y todo lo quiere» y «es inventivo hasta el infinito»
resuelve la contradicción de los opuestos y mantiene la fidelidad (cf. XI, 64-65).
En el ámbito del infinito, san Vicente viene por ello alejado de toda mezquindad verbal y
conceptual para colocarse en el arcano, pero sin ninguna posibilidad de evasión de la concreción del
mundo (cf. XI, 134ss). El Amor infinito ha empapado totalmente el suyo finito. Por ello, Dios y san
Vicente no están nunca el uno frente al otro, sino siempre juntos: unidos y distintos en la respectiva
alteridad, comunicados e inseparables en la unidad de la comunión, próximos y alejadísimos en la
confianza, afines y totalmente diversos en la reciprocidad del Padre dulcísimo y del hijo
afectuosísimo. El modelo de la relación está en Cristo. Por ello, Dios es siempre y únicamente el
Padre, frente al cual todo sentimiento, pensamiento y expresión verbal se vuelve un acto de amor
filial.
Cuando habla de Dios, y de él habla continuamente incluso en el silencio, san Vicente no se
aísla de la praxis de la vida, no se encierra nunca en la soledad del soliloquio; al contrario, su decir
suena siempre como asentimiento y consentimiento por la obediencia incondicionada pero
dulcísima. Dios es «sentido» (cf. IX, 430ss), no «visto»: sentido, en el sentido de una percepción
infusa como transparencia y consolación con el efecto de sacar de la soledad, de poner en compañía
y de infundir sabiduría (cf. XI, 65ss).
De Dios, san Vicente sabe más de lo que logra decir. Inmerso en la contemplación del
amante embelesado por una belleza arcana (cf. IX, 429), goza de una forma de evidencia dada por
la fe que arrebata el corazón y despeja toda duda, titubeo e incluso cualquier necesidad de
demostración (cf. IX, 252).
Para san Vicente, Dios no se demuestra. Es Dios mismo que se impone como evidencia.
Toda percepción contraria resulta inmediatamente insensata. Con el don de tal forma de evidencia,
queda sustraído definitivamente al riesgo del fanatismo, de la emotividad, del sentimentalismo, del
pietismo, del racionalismo y de la abstracción: «Todos estamos llamados por Dios al estado que
hemos abrazado, para trabajar en una obra maestra; porque en este mundo es una obra maestra
hacer buenos sacerdotes; después de lo cual no se puede pensar nada más grande ni más importante.
Nuestros mismos hermanos pueden contribuir a ello con su buen ejemplo y con sus empleos
exteriores; pueden hacer su oficio con esta intención: que plega a Dios dar su espíritu a los señores
ordenandos. Todos los demás pueden hacer lo mismo, y todos deben dedicarse a edificarlos; y si
fuese posible adivinar sus inclinaciones y sus deseos, habría que adelantarse a ellos para
contentarlos en tanto que se pueda razonablemente. En fin, los que tengan la dicha de hablarles y
asistir a sus conferencias deben, al hablarles, elevarse a Dios para recibir de él lo que les han de
decir. Porque Dios es una fuente inagotable de sabiduría, de luz y de amor; en él, es donde nosotros
debemos beber lo que decimos a los otros; debemos anonadar nuestro propio espíritu y nuestros
sentimientos particulares para dar lugar a las actuaciones de la gracia, que es la única que ilumina y
caldea los corazones; hay que salir de sí mismo para entrar en Dios; hay que consultarle para
aprender su lenguaje, y pedirle que hable, él mismo en nosotros y por nosotros; entonces él hará su
obra y nosotros no estropearemos nada. Nuestro Señor, cuando convivía con los hombres, no
hablaba por sí mismo: “Mi ciencia, decía, no es mía, sino de mi Padre; las palabras que yo os digo
no son las mías sino que son de Dios”. Eso nos demuestra cuánto tenemos que recurrir a Dios para
que no seamos nosotros los que hablemos y actuemos, sino que sea Dios» (XI, 333).
En el encaramiento del misterio de Dios, san Vicente practica una teología más elevada y
más noble que la sistemática, porque, aunque es inteligencia y expresión de la fe cristiana, es
profesión sapiencial de fe amorosa y confesante (cf. IX, 21. 211-213). No se reduce a simples
juicios para la afirmación o la negación; por el contrario, adquiere el sentido de un proceso vital que
implica la experiencia de la fidelidad de Dios y a Dios, que compromete a ajustarse definitivamente
a la iniciativa divina por una radical transformación personal en armonía con la realidad infinita en
su autoafirmación: «Dediquémonos, hermanos míos, a concebir una grande, pero una muy grande
es-tima de la majestad y de la santidad de Dios. Si tuviéramos la mirada de nuestro espíritu
suficientemente aguda para penetrar un poco en la inmensidad de su soberana excelencia, ¡oh
Jesús!, ¡qué elevados sentimientos hacia ella experimentaríamos! Podríamos decir, como san Pablo
(1Cor 2,9), que los ojos nunca han visto, ni las orejas han oído, ni el espíritu ha concebido nada que
le sea comparable. Es un abismo de perfecciones, un Ser eterno, santísimo, purísimo, perfectísimo e
infinitamente glorioso, un bien infinito que abarca todos los bienes y que es en sí inabarcable.
Ahora bien, este conocimiento que tenemos de que Dios está infinitamente por encima de todos los
conocimientos y de todo entendimiento creado, nos debe bastar para hacernos estimaría
infinitamente, para anonadarnos en su presencia y para hacernos hablar de su majestad suprema con
un gran sentimiento de reverencia y de sumisión; y en la proporción en que lo estimemos, también
lo amaremos, y este amor producirá en nosotros un deseo insaciable de reconocer sus beneficios y
de procurarle verdaderos adoradores» (ABELLY, III, 68; XI, 48 fr. –no está en la traducción
castellana).
San Vicente tiene plena conciencia de que Dios lo ha ceñido a sí. Como verdadero extático,
experimenta haber sido definitivamente entregado por Dios mismo al misterio de la comunión con
Cristo y por lo tanto guarda este conocimiento con temor y temblor, pero también con inmenso
consuelo. En este sentido, su teología se trueca en fe «verificada», porque está compuesta en el
cotejo de la significatividad de los enunciados del Amor. Convencida comprensión de la relación
personal traducida en el culto, induce al encaramiento y a la adhesión con la realidad, mediante
iluminaciones, atracciones, deseos, extravíos, experiencias, oraciones, acontecimientos
extraordinarios: «Doy gracias a Dios, queridas hijas, por las luces y conocimientos que su bondad
os ha dado sobre el tema de la presente conferencia, más claros y más amplios, por misericordia
suya, que sobre los otros temas tratados desde hace tiempo.
Le doy gracias de todo corazón y le suplico a él que es la dulzura, el amor y la caridad, que
quiera, por su divina misericordia, insinuar en vuestros corazones las verdades que ha mostrado a
vuestros espíritus. Plega a su bondad infinita derramar en ellos este espíritu de respeto y de dulzura
que, por su misericordia, os ha hecho conocer como tan necesario. ¡Oh! Pienso, queridas hermanas,
que tenéis muchos deseos de aplicaras a ella. Bien se ve que esto os toca al corazón; si, sin duda os
toca al corazón; no podríais hablar de ello con más conocimiento.
Pero toca mucho más al corazón de Dios, que lo pide de vosotras y que os lo ha repartido
nada más que para que hagáis buen uso de él. Los teólogos, queridas hijas, no podrían hablar mejor
que vosotras de la dulzura y del respeto, por la misericordia de Dios; aunque vosotras no habéis
hablado con tanta suficiencia, lo habéis hecho con tanto afecto y de tal modo, que bien se ve que
viene de Dios» (IX, 252s; cfr. XI, 273-286).
San Vicente habla de Dios siempre y sólo en base a la experiencia personal, incluso cuando
cita la autoridad de los grandes. No pretende la verificación que induce a la demostración racional,
ejercita por el contrario la capacidad de coordinar las actividades apropiadas para dar razón de la
experiencia a fin de ofrecer a los otros la posibilidad del mismo acontecimiento (cf. XI, 724).
La demostración se desarrolla por ello en la profesión de fe con una actividad lingüística que
confiere plena publicidad al anuncio y por tanto fermenta nuevas capacidades de simbolización a
los fines de la educación y de la praxis (cf. XI, 372s) o, mejor aún, crea tensión hacia la «gracia de
la resurrección» (cf. XI, 710).
Por la peculiar significatividad lingüística de las figuras simbólicas, caracterizadas por la
compostura y el vigor, hay que reconocer a la teología de san Vicente una originalidad propia (cf.
IX, 83. 137s. 181s. 563). En la profesión de fe, es donde llega a su plenitud con la fuerza de incitar
a la misma experiencia religiosa de comunión con el Amor divino (cf. XI, 132ss). Se hace entonces
dialógica y desvela definitivamente la objetividad, la inmutabilidad y la personalidad de su
fundamento en Cristo. Finalizada siempre en la comunión eclesial, adquiere una dimensión
comunitaria y desarrolla finalmente una función litúrgico-sacramental por su capacidad de
transfigurar al hombre y transformar el mundo (cf. XI, 706s). Presenta consiguientemente las
propiedades que hacen verdaderamente científica toda expresión de la fe en la comunidad cristiana.
Si al origen de la teología, como discurso de Dios, hay siempre una experiencia de fe con
una profesión y una verificación de la misma en el vivido eclesial (cf. XI, 106ss), en san Vicente
estas notas se dan de modo inequívoco y, además, en la condición misma de la kénosis del Verbo de
Dios, con gran atención al misterio, fidelidad absoluta al don y cuidado por no traicionarlo con
deformaciones humanas (cf. XI, 164-187. 235-242. 266-269). Por ello, la teología de san Vicente se
afirma en la humildad de la palabra del pobre que se expresa en la forma más simple, más fácil, más
inmediata y menos estudiada (cf. XI, 150ss). Pobre de cultura, pero rico de Amor, san Vicente no
busca otra palabra fuera de la de Dios, y ninguna otra urgencia más que la de dejar hablar al Espíritu
de Cristo (cf. XI, 411s). Antes que adelantarse a la palabra de Dios, inclina la cabeza, calla y
escucha. En el silencio de la adoración, recibe el don de la inteligencia y de la elocuencia del Amor
(cf. XI, 698-699).
El objeto del estudio no puede ser, por lo tanto, la tradicional teología de Dios como fue
recibida, repensada y repetida por san Vicente, sino la teología de Dios reflexionada desde la
personal experiencia religiosa del santo, promovida por su gracia con la sorpresa del misterio del
Amor de Cristo: «Una vez que los estudiantes estuvieron preparados para empezar los estudios de
filosofía, se dirigieron conducidos por el padre Guillot, sacerdote de la compañía y director suyo, a
visitar al padre Vicente y, puestos de rodillas ante él, le pidieron su bendición. Él se la concedió,
poniéndose también de rodillas como acostumbraba hacer. Les recomendó mucho que estudiasen
con el espíritu que nuestro Señor desea, a fin de servir mejor a Dios y con mayor utilidad al
prójimo; que tuviesen mucho cuidado de que el orgullo no se apoderase de su corazón por el deseo
de sobresalir, de ser estimados, de tener éxito en los estudios; muchos jóvenes, al salir del noviciado
o del seminario, se pierden con frecuencia por ese motivo y pierden el espíritu del seminario. Pues
bien, para evitar que caiga ese mal sobre vosotros, hermanos míos, no tengáis deseos de alcanzar
éxitos, de llevaros premios, de distinguiros en la argumentación, bien sea defendiendo o bien
objetando; desead más bien, anhelad y pedid mucho a nuestro Señor que os conceda la gracia de
amar y de practicar la humildad en todo y por todo, de estimar el desprecio de vosotros mismos, de
no buscar ni desear más que esto y sobre todo de creer que, si tenéis algo en vosotros mismos que
os haga dignos de un poco de estimación, es porque Dios os lo ha dado y lo habéis recibido de él.
Vivid, hermanos míos, con este espíritu; procurad, hermanos míos, conservarlo, si es que ya lo
tenéis; y si no lo tenéis, pedídselo insistentemente a nuestro Señor. Que la filosofía que vais a
aprender os sirva para amar y servir mejor a Dios, para elevaras hasta él por medio del amor, y que
al mismo tiempo que estudiáis la ciencia y la filosofía de Aristóteles y aprendéis todas esas
divisiones, aprendáis también la de nuestro Señor y sus máximas, y las pongáis en práctica, de
forma que todo lo que aprendáis os sirva, no ya para hinchar vuestro corazón, sino para servir mejor
a Dios y a su Iglesia. La filosofía es muy útil a una persona, cuando uno se sirve de ella como es
debido y con el espíritu con que nuestro Señor lo desea; cuando se obra de otro modo, sólo sirve
para perder a las personas y para hinchar el corazón» (XI, 372s). Lo que plantea problema no es
tanto Dios, cuanto san Vicente y su relación personal con el Amor divino: misterio en el misterio.
Para llegar al corazón de la experiencia religiosa del Santo e individuar aquello que él define
«mi Dios», es necesario ante todo tener en cuenta la personalidad del que habla y en segundo lugar
la de sus interlocutores, porque el Santo no habla nunca de solo a solo, sino siempre en compañía y
para la comunión. De ello, se sigue que en el lenguaje, su modo de decir traza el único camino
posible para la investigación.

Al modo de los místicos


Las afirmaciones de san Vicente, cuando habla de Dios, pueden tener significatividad plena
exclusivamente si se ambientan en su religiosidad y, en este contexto, se radican en su dimensión
mística. San Vicente es un místico: «todo de Dios» (XI, 280-282), y sólo como tal habla de su Dios.
Esto era claro para quien lo escuchaba.
Si por una falsa concepción de la mística, como aún sucede frecuentemente, se le niega tal
reconocimiento, resulta inútil y hasta descarriado indagar sobre el sentido de su hablar de Dios y a
Dios. No se encontraría casi nada y ese poco resultaría insignificante porque la santidad se vería
reducida a mezquindad. Destruido el místico, desaparecería también su Dios; cancelado el signo de
la presencia y de la acción extraordinaria de la gracia, en lugar del Santo quedaría sólo un pobre
hombre, cargado de complejos y miserias. Este resultado, sin embargo, estaría en contra de la
historia, contradicho por los hechos.
La prueba de que san Vicente habla de Dios como místico, como los grandes místicos, está
inserta en su mismo lenguaje, siempre legitimado por el «toque del Espíritu divino» (cf. XI, 714).
No es esta la ocasión para dirimir la controversia sobre la naturaleza de la mística. Basta atenerse al
punto de convergencia sobre la definición de la misma como conocimiento experimental de Dios.
Justamente, en este preciso sentido no se puede dudar de la naturaleza de la experiencia religiosa de
san Vicente, porque su modo de hablar refleja continuamente una transparente dimensión
experimental del conocimiento de los misterios divinos (cf. XI, 445-481).
Como los grandes místicos, es siempre consciente de que no todo cuanto sería hermoso
expresar se puede decir. En la pasión por traducir el tormento del misterio, su necesidad subyace al
susto y al temor (cf. XI, 555ss). La forma suprema de su elocuencia se exalta en el silencio, que no
es el mutismo de la ignorancia, sino la adoración de la humildad (cf. XI, 787s). Abandonada toda
preocupación estilística, el Santo usa un lenguaje espontáneo, rico en calor y color, no retórico, ni
ordinario o pulido, sino fuerte, tajante, sin perifollos, fuera de los corrientes géneros literarios, y con
todo, dulcísimo y comprensible incluso para los pequeños (cf. XI, 533ss), como se puede
comprobar en su «pequeño método» de predicación (cf. XI, 164ss).
Palabras viejas, no siempre claras en la acepción común, pero con significados nuevos, con
una necesidad de lucidez que aspira al lenguaje de los ángeles y remite a la imagen evangélica del
vino nuevo en odres viejos (cf. IX, 1180s). Expresiones como «Los pobres son hermosos» no se
olvidan nunca (cf. XI, 725).
Paradójico en muchos aspectos, rico de imágenes y lírico, el lenguaje de san Vicente
mantiene cierto soplo poético que alcanza con frecuencia las cimas de la expresión artística (cf. IX,
915ss). Da entonces la impresión de desarrollarse en estado de sueño, en una condición de total
absorción de lo real, y sin embargo sin ningún alejamiento de la concreción de las cosas; con todo,
desvinculado del poder de las facultades humanas, como si el sujeto estuviese poseído por una
fuerza superior (cf. XI, 562ss). El lenguaje del Santo usa frecuentemente superlativos y es
cálidamente exhortativo. Culminado en la comunión con Dios, resulta también «reticente» con una
doble reticencia: una, debida a lo inefable; la otra, por libre elección, porque es prerrogativa del
místico, no el desvelar el misterio, sino testimoniar la fidelidad del Amor en el abandono
incondicional (cf. XI, 229ss).
Es un lenguaje altamente «afectivo» que vierte el «sentir» prevalentemente en la reacción
del corazón más que en la reflexión de la mente (cf. XI, 204ss). Se hace, pues, posesivo por la
autoridad de la palabra divina a la cual descubre por indicios. Adopta un estilo coloquial,
gramaticalmente incontrolable, caracterizado por prolijidad y paralogismos, sintácticamente
discontinuo, argumentativamente rapsódico e improvisado en la elocución (cf. XI, 161ss).
Se le puede definir bien como apofático, porque al final es un lenguaje que genera el
silencio, en el sentido de que pretende y, de hecho, logra poner en la presencia de Dios en profunda
adoración (cf. XI, 268s. 282ss). No presume de desvelar a Dios, mucho menos de dar a Dios.
Tiende sobre todo a abrir el corazón para hacerlo vibrar de admiración ante la belleza de Amor
divino en Cristo: «Se trata de un acto de amor que hace entrar los corazones unos en otros y sentir
lo que ellos sienten, muy alejados de aquellos que no tienen ningún sentimiento del dolor de los
afligidos, ni del sufrimiento de los pobres. ¡Ah! ¡Qué cariñoso era el Hijo de Dios! Lo llaman para
ver a Lázaro; va; la Magdalena se levanta y viene ante él llorando; los judíos la siguen, llorando
también; todos se ponen a llorar. ¿Qué hace nuestro Señor? Llora con ellos, tan sensible y
compasivo es. Esta ternura es la que lo ha hecho venir del cielo; veía a los hombres privados de su
gloria; se sintió tocado por su desgracia. De igual modo, nosotros nos tenemos que enternecer por
nuestro prójimo afligido y participar de su pena. ¡Oh san Pablo, cuán sensible eras en este punto!
¡Oh Salvador!, que has llenado a este apóstol de tu espíritu y de tu ternura, haznos decir como él:
Quis infirmatur et ego non infirmar? ¿Hay enfermo con el que yo no esté enfermo? (2Cor 11, 29)»
(XI, 560s).
Justamente, por la tensión en conformarse a la elocuencia del Amor que convence sin ruido,
el lenguaje de san Vicente carece de las extravagancias del lenguaje de muchos místicos. Sin
embargo, esto no es un defecto, es más bien un mérito: un claro signo de su autenticidad.

EL CAMINO HACIA DIOS


Todos los escritos atribuidos a san Vicente, en sintonía con su instinto místico, están
completamente recorridos por una fortísima intencionalidad: abrir los corazones a Dios, sólo a Dios.
Para san Vicente sólo hay un camino que lleva a Dios: el inefable del Amor divino que pasa por el
corazón y conduce al estado de amor en conformidad con Cristo por la unión más íntima, verificada
en la praxis de la caridad heroica por amor a los más pobres (cf. XI, 733-737).
La decisión de san Vicente, en armonía con el propósito de san Francisco de Sales, será
siempre la de no ir a Dios, si primero Dios no hubiese venido a él: «Me acuerdo, a propósito de
esto, de una idea del obispo de Ginebra, que decía con palabras muy divinas y dignas de tan gran
hombre: “No me gustaría ir a Dios si Dios no viniese a mí” ¡Palabras admirables! No querría ir a
Dios si Dios no viniese primero a él. ¡Oh! Estas palabras salen de un corazón perfectamente
iluminado en esta ciencia del amor. Siendo esto así, un corazón verdaderamente tocado por la
caridad, que entiende lo que es amar a Dios, no querría ir a Dios, si Dios no se le adelanta y le atrae
por su gracia. Esto es estar muy alejado de querer arrastrarlo y atraer a Dios a sí a fuerza de brazos y
de máquinas. No, no, no se gana nada en estos casos por la fuerza» (XI, 136).
El único camino es el del corazón, pero no del corazón del hombre que puede incluso tener
sus razones, sino el del corazón de Dios, que presenta un modo enteramente propio de amar para
conmover el corazón del hombre con la ciencia del Amor divino: «Dios, cuando quiere
comunicarse, lo hace sin esfuerzo, de una manera sensible, muy suave, dulce, amorosa; pidámosle,
pues, con frecuencia este don de oración, y con gran confianza. Dios, por su parte, no busca nada
mejor; pidámosle, pero con gran confianza, y estemos seguros que al final nos lo concederá por su
gran misericordia. Él nunca niega cuando se le pide con humildad y confianza. Si no lo concede al
principio, lo hace poco después. Hay que perseverar y no desanimarse; y si no tenemos ahora este
espíritu de Dios, él nos lo dará por su misericordia, si insistimos, quizás dentro de tres o cuatro
meses, más o menos, o en un año o dos. Pase lo que pase, seamos muy sumisos a la providencia,
esperémoslo todo de su liberalidad, dejémosla hacer, tengamos siempre buen ánimo. ¡Oh! Cuando
Dios, por su bondad, concede a alguno alguna gracia, lo que éste creía difícil, se le vuelve tan fácil
que en lo mismo en que encontraba tanto trabajo, ahí justamente encuentra placer; está justamente
muy extrañado en sí mismo de este cambio tan inesperado. Hic est digitus Dei, haec mutatio
dexterae Excelsi (Sal 76,11). Entonces, uno se siente sin esfuerzo en la presencia de Dios; se le
vuelve como natural, no cesa nunca; y esto se hace además con mucha satisfacción. No es menester
esforzarse, formar en su interior palabras precisas: por eso, es por lo que se estropea el estómago;
Dios entiende muy bien sin hablar, él ve todos los resortes de nuestros corazones, él conoce hasta el
menor de nuestros sentimientos» (XI, 136s).
El itinerario no va de la tierra al cielo. No parte del hombre. Al contrario, viene de Dios.
Siempre y para todas existe una inmutable y continua iniciativa amorosa de Dios que urge al
corazón de cada uno. Como para san Agustín, así para san Vicente no se trata exclusivamente de
una acción genérica de la Providencia, identificable con la voluntad general de salvación. La acción
divina presenta inequívocamente las propiedades de un inmutable, eterno, infinito y definitivo acto
de amor, rico de toda la benevolencia y ternura de la paternidad divina, que no hace distinción de
personas porque ama con predilección a todos.
En esto, se descubre verdaderamente la originalidad de san Vicente, originalidad que puede
ser sintetizada en una afirmación casi escandalosa para la razón: – Dios no puede ser amado como
merece y manda, cuenta habida de la condición de finitud y fragilidad del hombre. Porque Dios no
pide lo imposible, toma él la iniciativa en su Hijo para hacernos sensibles a su Amor y atraernos a él
(cf. X, 749s. 657s). De Dios, por tanto, sólo podemos dejarnos amar, para poder corresponder
libremente con un abandono absoluto. Esto es justamente lo que exige el Amor infinito en Cristo
Jesús.
¡Cuidado! La lógica interna al discurso de san Vicente no es, sin embargo, la del filósofo
que argumenta simplemente sobre la base de los principios de la razón para afirmar que, si Dios es
bondad infinita y el hombre resulta una simple creatura dependiente en todo de su Creador,
entonces, toca a Dios buscar al hombre y salvarlo. San Vicente no niega todo esto. Es un gran
afectivo, pero también un convencido afirmador de la racionalidad. Su perspectiva, sin embargo, es
distinta y desvinculada de las leyes del silogismo. Se ve obligado a rendirse a una evidencia debida
a la fe, en correspondencia a un sentir profundo que le impone juicios imposibles fuera de la ciencia
del Amor que recibe como don (cf. XI, 261ss). Un Amor infinito, sorprendente, que, contra su
voluntad y no obstante su resistencia, ha trastornado su vida, dándole la alegría inmensa de
comprobar continuamente que el abandono a las inspiraciones amorosas de Dios promueve siempre
el mismo maravilloso evento de salvación en todo viviente humano, por muy rebelde, burdo e
insensible que pueda ser: «Sí, mi queridísimo hermano, es cierto y no cabe duda de ello, que Dios
se ha complacido siempre en que usted le amase, pero especialmente en esta hora; para que le
amásemos, nos ha hecho a su imagen y semejanza, dado que uno no ama más que a lo que es
semejante a él, si no en todo, al menos en algo. Ese gran Dios, al crearnos con el plan de exigir de
nosotros esa agradable ocupación de amarle y ese honorable tributo, ha querido poner en nosotros el
germen del amor, que es la semejanza, para que no nos excusásemos diciendo que no podríamos
pagarle jamás. Ese enamorado de nuestros corazones, al ver que, por desgracia, el pecado había
estropeado y borrado esa semejanza, quiso romper todas las leyes de la naturaleza para reparar ese
daño, pero con la ventaja maravillosa de que no se contentó con devolvernos la semejanza y el
carácter de su divinidad, sino que quiso, con el mismo proyecto de que le amásemos, hacerse
semejante a nosotros y revestirse de nuestra misma humanidad. ¿Quién querrá entonces negarse a
tan justa y saludable obligación?
Además, como el amor es infinitamente inventivo, tras haber subido al patíbulo infame de la
cruz para conquistar las almas y los corazones de aquellos de quienes desea ser amado, por no
hablar de otras innumerables estratagemas que utilizó para este efecto durante su estancia entre
nosotros, previendo que su ausencia podía ocasionar algún olvido o enfriamiento en nuestros
corazones, quiso salir al paso de este inconveniente instituyendo el augusto sacramento donde él se
encuentra real y substancialmente como está en el cielo. Más aún, viendo que, rebajándose y
anulándose más todavía que lo que había hecho en la encarnación, podría hacerse de algún modo
más semejante a nosotros, o al menos hacernos más semejantes a él, hizo que ese venerable
sacramento nos sirviera de alimento y de bebida, pretendiendo por este medio que en cada uno de
los hombres se hiciera espiritualmente la misma unión y semejanza que se obtiene entre la
naturaleza y la substancia. Como el amor lo puede y lo quiere todo, él lo quiso así; y por miedo a
que los hombres, por no entender bien este inaudito misterio y estratagema amorosa, fueran
negligentes en acercarse a este sacramento, los obligó a él con la pena de incurrir en su desgracia
eterna: Nisi manducaveritis carnem Filii hominis, non habebitis vitam (Jn 6,54).
Ya ve usted cómo se ha esforzado por todos los medios imaginables en conseguir que todos
los hombres le amasen; por eso, tiene usted que excitar su corazón para pagar este justo y suave
tributo al amor de un Dios que ha sido el objeto de todos sus planes por usted, y que para obtenerlo
ha hecho todo lo que ha hecho con usted. Crea que el mayor presente que puede usted ofrecerle es
el de su corazón; no le pide nada más: Fili, praebe mihi cor tuum (Pr 23,26). Y si sus pensamientos
le dicen que es una temeridad el que un pobre deudor y un mal esclavo aspire a las caricias y besos
del Esposo, dígales que es Dios el que lo manda y lo desea» (XI, 65-67).
San Vicente confía en un único tipo de conocimiento de lo divino, que comporta el
abandono total a los atractivos del corazón. Su convencimiento místico mantiene muy firme en él
un juicio que parece asumir una validez directamente dogmática: – Nadie puede ir a Dios, porque
sólo el Amor infinito puede tomar la iniciativa para atraer a sí con la gracia de su amabilidad: «Es
cierto que nunca podremos amar bastante a Dios y que no se puede exceder en este amor, si se tiene
en cuenta lo que Dios merece de nosotros. ¡Oh, Dios Salvador! ¿quién podría subir a este amor
sorprendente que nos tienes, hasta derramar por nosotros miserables toda tu sangre, de la que una
sola gota tiene un precio infinito? ¡Oh Salvador! No, padres, es imposible; aunque hiciéramos todo
lo que podemos, no amaríamos nunca a Dios como debemos; eso es imposible; Dios es
infinitamente amable. Sin embargo, hay que tener muy en cuenta que, aunque Dios nos manda
amarle con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas, su bondad no quiere, sin embargo,
que esto llegue hasta perjudicar y arruinar nuestra salud a fuerza de actos; no, no, Dios no pide que
nos matemos por ello» (XI, 133).
El Amor se comporta así con todos, sin exclusiones; no hace distinción de personas, si acaso
ama con predilección a los más malos, ama incluso cuando castiga (cf. XI, 261). Nadie, pues, puede
prevenir al Amor infinito y pretender ir a Dios de modo diverso. El hombre sólo puede dejarse amar
abandonándose a la confianza.
El camino del Amor pasa, sin embargo, por el «corazón» del hombre (cf. XI, 135-137). Al
Amor, nos debemos necesariamente confiar, porque no engaña nunca (cf. XI, 262ss). Por esta
razón, adquiere una grandísima importancia la doctrina del abandono en Dios por una confianza
llena de serenidad, sin angustias o congojas por la propia predestinación. La esperanza recibe
confirmación del corazón que no se engaña nunca cuando se confía a la inspiración del Amor.
En este punto, viene espontáneamente la pregunta: –La inteligencia, la razón, el estudio, la
teología, ¿qué función y qué importancia tienen en la búsqueda de Dios? – Ante todo, san Vicente
pone en claro un principio: el razonamiento, por sí solo, no alcanza nunca la verdad: «Ojalá Dios
nos conceda la gracia de obrar de esta manera, de no juzgar nunca por el razonamiento humano,
porque él nunca alcanza la verdad, nunca alcanza a Dios, nunca las razones divinas, nunca; si, digo
yo, tenemos nuestro puro razonamiento por engañoso y actuamos según el Evangelio, bendigamos a
Nuestro Señor, hermanos míos, y tratemos de juzgar como él, hacer lo que él ha recomendado de
palabra y con el ejemplo» (XI, 468).
La repetida insistencia sobre el «nunca» dice mucho sobre la firmeza del convencimiento del
santo. El confiarse al misterio de Cristo, manifestación del Amor infinito, hace comprender mejor
también las motivaciones de tanta seguridad (cf. XI, 411). Por eso, entre los pecados más temibles,
san Vicente indica los de la inteligencia, por la pretensión que llevan consigo de alcanzar a Dios con
el solo esfuerzo de la voluntad humana: «Pero lo que tiene usted que temer son los pecados de la
inteligencia, quiero decir, los pecados del entendimiento, porque de ellos no se retorna sino
raramente y casi nunca; esas son las faltas más peligrosas; y lo va usted a ver por lo que le voy a
decir» (XI, 278).
Dios concede siempre sus luces. Nunca se deben dejar éstas para seguir nuestras razones que
resultan inútiles. Nadie debe perderse en razonamientos (cf. XI, 279). Peor aún sería abandonarse a
la curiosidad intelectual (cf. XI, 722s), porque no valen razonamientos, sino actos de amor (cf. XI,
278s). Hay que iluminar el entendimiento e inflamar la voluntad con la atención en las verdades
eternas. Son éstas las que llenan el corazón y despiertan el deseo (cf. XI, 467ss), en el cual se
afianza el Amor.
Es convicción de san Vicente que Dios mismo, para darse a conocer, ofrece grandes
ocasiones por obra del Espíritu Santo (cf. IX, 1120ss). No hay necesidad, pues, de imaginarse a
Dios con ideas especiales; basta la fe en el Amor. El Amor no ofrece más que una imagen apropiada
de sí, Jesús. A esta imagen del Amor infinito es a donde san Vicente remite continuamente para la
«adherencia» a los estados de Cristo. Éstos hacen la función de arquetipo, de reflejo, de revelación
y de ejemplaridad. La memoria viva de la figura de Cristo, sin embargo, viene alimentada por los
pobres (cf. IX, 750). El camino hacia Dios pasa, pues, por ellos. Si Jesucristo es imagen de Dios, los
pobres son las figuraciones vivientes de Cristo que salvan de todo riesgo de deformación. El
conocimiento de Dios se configura por tanto como efusión del Espíritu Santo en nosotros, que
inflama nuestro corazón en el Amor divino. Con otras palabras, es Dios mismo el que se da a
conocer mediante el envío de su Espíritu; «Pero, ¿qué es el espíritu de nuestro Señor? Es un espíritu
de perfecta caridad, lleno de una estima maravillosa a la divinidad y de un deseo infinito de honrarla
dignamente, un conocimiento de las grandezas de su Padre, para admirarlas y ensalzarles
incesantemente. Jesucristo tenía de él una estima tan alta que le rendía homenaje en todas las cosas
que había en su sagrada persona y en todo lo que hacía; se lo atribuía todo a él; no quería decir que
fuera suya su doctrina, sino que la refería a su Padre: Doctrina mea non est mea, sed ejus qui misit
me, Patris (Jn 7,16). ¿Hay una estima tan elevada como la del Hijo, que es igual al Padre, pero que
reconoce al Padre como único autor y principio de todo bien que hay en él? Y su amor ¿cómo era?
¡Oh, qué amor! ¡Salvador mío, cuán grande era el amor que tenías a tu Padre!» (XI, 411s).
Sin embargo, Dios compromete también a la correspondencia: disposiciones que san
Vicente define como «darse a Dios», o «seguir a Dios» (cf. XI, 461; IX, 989). Son exhortaciones
repetidas que no indican tanto una praxis ética cuanto precisan más bien la disposición al abandono
y a la fidelidad al Amor.
La correspondencia a la acción de Dios, para san Vicente, se explica fundamentalmente en
algunas formas de «adherencia» a la acción del Espíritu Santo. Ante todo, la correspondencia al
Amor se exalta en la oración como su tiempo fuerte, porque Dios se comunica en la oración. Se
trata de un don: el don de la percepción del Amor divino. De ahí, se sigue la continua advertencia a
abandonarse a la voluntad de Dios según el modelo Cristo: «…me contentaré con deciros que esta
estima y amor a Dios, y la conformidad con su santa voluntad, y el desprecio del mundo y de
nosotros mismos, que hemos de imitar en Jesucristo para revestimos de su espíritu, no podrá
mostrarse mejor en cada uno de nosotros que por medio de la práctica de las virtudes que más
brillaron en nuestro Señor, cuando vivió sobre la tierra, esto es, las que están comprendidas en sus
máximas, en su pobreza, castidad y obediencia, en su caridad con los enfermos, etc.; de forma que,
si nos ponemos a imitar a nuestro Señor en la práctica de todo esto, según señalan las otras reglas,
hemos de esperar que quedaremos revestidos de su espíritu.
Quiera Dios concedernos la gracia de conformar toda nuestra conducta a su conducta y
nuestros sentimientos con los suyos, que él mantenga nuestras lámparas encendidas en su presencia
y nuestros corazones atentos siempre a su amor y dedicados a revestirse cada vez más de Jesucristo
de la forma que os acabo de decir» (XI, 414s).
La oración pone en nosotros el germen de la omnipotencia divina (cf. XI, 122s). Para captar
el sentido que san Vicente da a la plegaria, hay que tener presente el presupuesto del que parte: la
iniciativa del Amor divino. Orar significa dejarse poner en la presencia de Dios y por su Amor. Si la
plegaria, en un aspecto comporta la elevación de la mente, en otro debe confluir en la meditación,
fermentada por la afectividad (cf. XI, 82), para evitar que nos paremos sólo en el estudio o el
razonamiento. El objetivo es llegar a los «afectos», y por tanto, a la contemplación de la belleza
divina: «Pues bien, los hijos de nuestro Señor tienen que despreciar todo eso, ya que tampoco hacía
caso de ello nuestro Señor. Sólo el mundo estima esas cosas. ¿Cómo iba a estimar el Hijo de Dios la
belleza de este mundo, si no tuvo en cuenta la suya propia, aunque fuera la misma belleza, ya que es
el esplendor y la hermosura de Dios su Padre, en cuanto Hijo de Dios? Además, se dice de él
Speciosus forma prae filiis hominum, que es el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 45,3).
Pero a pesar de ser tal, despreció tanto su hermosura que permitió que su rostro se cubriera de
esputos durante su pasión; esto nos demuestra que él no estimó en nada su belleza. Hermanas mías,
después de este ejemplo, tenéis que estimar como barro todas esas cosas que el mundo busca; pues
no hay nada digno de ser estimado en el mundo más que la virtud» (X, 760s).
La belleza divina enciende el corazón: ilumina, conmueve, pone en movimiento la voluntad
para la correspondencia. Cuando los temas de meditación eran importantes, san Vicente atestigua
que se acostumbraba retornarlos hasta catorce veces (cf. IX, 1208). Sobre este tema, la insistencia
es continua, justo porque se trata de ir a Dios del único modo posible, siguiendo aquel con el que
Dios mismo, como Dios, viene a nosotros con impulso dulce y amoroso. La oración se convierte así
en una segunda naturaleza, que hay que considerar como una gracia inmensa (cf. XI, 136s) que
distingue al verdadero hombre de oración del cual se puede «esperar toda clase de bendiciones» (cf.
XI, 719).
Para una experiencia auténtica del misterio de la oración, hay que bajar con sencillez (cf. XI,
723) a lo íntimo de nuestra alma, hasta el centro, constituido por el fondo del corazón que es el
lugar de la presencia de Dios, y cultivar la vida interior (cf. XI, 429s). En el centro de nosotros
mismos, sin embargo, hay que dejarse llevar por los atractivos del Amor que «arroja sus dardos
encendidos para introducir en la contemplación del misterio de Dios, presente tanto en el cielo
como en el universo, en la historia, en la iglesia y en nosotros» (cf. XI, 283s).
En la contemplación del misterio de Dios, hay que dejarse después llenar el corazón por las
verdades eternas (cf. XI, 552s) para que el Amor pueda establecer en nosotros la adhesión perfecta a
la voluntad del Padre (cf. XI, 212s. 549), instaurar su reino y hacer brillar su gloria como en el
Señor Jesús (cf. XI, 429-431). El, en nuestra oración, sintetiza la contemplación de todos los
misterios divinos (cf. XI, 555ss. 571ss. 735ss).
Bien que pura gracia de Dios, por parte nuestra la oración está preparada y sostenida por una
disciplina ascética modelada en el rigor del Amor como se presenta en Cristo, a fin de que pueda
ponernos en los estados de Jesús para comunicarnos sus energías. Absolutamente indispensable
resulta la práctica austera de las virtudes cristianas, entre las que, coherentemente, san Vicente
asigna la preeminencia a cinco: la sencillez, la humildad, la mansedumbre, la mortificación, el celo
(cf. XI, 583), aquellas que, a su juicio, establecen una más estrecha semejanza con el Amor
encarnado, porque constituyen una forma extrema de abandono, de entrega y de afinidad. En
definitiva, permiten un conocimiento experiencia! de Dios como Amor (cf. XI, 723. 726. 53s). Si se
concede una preferencia a la humildad con la reiterada recomendación a «mantenerse abajo» (cf.
XI, 273ss), el motivo está en el hecho de que la humildad abre el corazón y la mente a las
inspiraciones del Amor por una disponibilidad incondicionada (ABELLY, III, 68; cf. XI, 48
-francés).
La praxis ética, poniendo «en el estado del Amor» impulsa a la caridad heroica: suscita y
ejercita los mismos atractivos y operaciones del Amor divino en Cristo. Por eso, da acceso al
«paraíso» que no es un estado de gozo, sino la condición de la «visión», el lugar donde Dios se
comunica, o sea, donde se da a conocer por lo que es y pone en condición de hacerlo conocer (cf.
XI, 552s). Para san Vicente, es siempre precisamente la caridad lo que desvela los misterios de Dios
y hace al contemplativo (cf. XI, 697s). No basta, pues, estar llenos de grandes sentimientos, de
buenos propósitos, de bellas imaginaciones, etc. (cf. XI, 273s. 733). Hay que unir el oficio de Marta
al de María.
La caridad heroica exige el culto de los pobres, porque en ellos el Amor hace ver a Cristo,
constituyéndolos en «nuestros amos». Este principio, continuamente repetido, no expresa sólo
compasión, ni se limita exclusivamente a recomendar el compromiso en las obras de misericordia,
ni remite simplistamente a un programa de vida. Con más realismo, pretende proximidad,
familiaridad y comunión de vida con los pobres por una liturgia que celebre del modo más
significativo el misterio de Cristo, y por ello, se afirme con función sacramental por la revelación y
la participación en la misma vida trinitaria del Amor divino. Para san Vicente, los pobres son una
Eucaristía viviente (cf. XI, 273s). Para el lector, atento a los afectos del corazón del Santo, la
perspectiva ilumina una convergencia: en la oración bien hecha, Dios se revela también a los
ignorantes por la acción de su Espíritu (cf. XI, 587s).
Para el encuentro con Dios, todas las indicaciones pedagógicas de san Vicente siempre
vuelven al camino del corazón. El uso del simbolismo del corazón es de una frecuencia
impresionante. Lo que sorprende, sin embargo, no es tanto la recurrencia del término cuanto su
contexto y su forma. El contexto es siempre el de «corazón conmovido», es decir, del corazón
transfundido al del otro por una afinidad espiritual recíproca, recibida como don (cf. XI, 525s). Se
podría decir que es el de la comunicación en un estado de conmoción intensa en la que cada uno
tiende, no sólo a efundir toda la propia afectividad, sino que se ve impulsado a ir más allá con la
tendencia a ensimismarse en el otro, como si el yo de cada uno, fundiéndose, cambiase de sede (cf.
XI, 64s). La efusión del corazón termina así en la transfusión de una persona en otra, no sólo por un
cambio, sino más propiamente por una fusión en la comunión. No se pueden explicar de otro modo
expresiones como ésta: «Le mando mi corazón plegado en cuatro» (cf. VI, 352).
La forma se configura a partir de la intimidad del amante que no se reserva nada, que todo lo
da y que al mismo tiempo se abandona al otro, renunciando a toda iniciativa, con una confianza
incondicionada.
El modo, pues, remite al sentimiento del enamorado que encuentra en la otra persona el
propio todo y, por tanto, la propia existencia (cf. XI, 190). Más que por una visión filosófica, en este
contexto, san Vicente está movido por una profunda y universal percepción de sí y de la propia
interioridad: atractivo por gracia divina que surge cuando una persona se reconoce puesta en
relación con otra frente a la que siente una trastornante afinidad engendrada por el Amor divino (cf.
XI, 590-593). De todo esto se deduce que el corazón está en lugar de la persona, percibida en el
fondo de su ser, en la parte mejor, síntesis y expresión del todo, no como una realidad cerrada en sí
misma, sino en cuanto exige una relación única de comunión frente a otra persona para la
realización de la propia identidad (cf. IX, 454s).
Del conjunto de los testimonios, se puede argumentar que san Vicente atribuye al corazón
un significado que, en algunos aspectos se acerca a san Agustín y a Pascal, pero en otros se separa.
Como para Agustín, el corazón denota a todo el hombre en su interioridad consciente: «Cor meum,
ubi ego sum quicumque sum» (Confess. X, 3, 4). En sintonía con Pascal, el corazón reclama la
superior capacidad de intuición, propia del sentir afectivo respeto a lo diverso, a diferencia del
poder discursivo de la razón. Infalible en sus intuiciones, en este sentido, el corazón posee una
finura insustituible para adherirse a la verdad religiosa (Pensées, 1, 3, 4, 277).
En la sensibilidad de san Vicente, completamente renovada y agudizada en la afectividad de
la contemplación, el corazón adquiere un significado más rico, porque representa el fondo
misterioso del ser humano, centro de todas las relaciones personales, polo de resonancia y de
correspondencia de todos los atractivos, hasta constituir la facultad del amor (cf. IX, 915ss). El
corazón expresa a la persona en su capacidad de amar y de hacerse amar por otras personas, por
tanto constituye la facultad de percibir a las personas en su verdadera identidad singular en relación
con el Amor. Si la inteligencia reconoce la esencia y las propiedades de las cosas, el corazón
individualiza a las personas en cuanto tales en sus exigencias de relaciones para la comunión.
En la intuición de san Vicente, porque el amor es constitutivo de la persona, el corazón
designa la síntesis de la misma en su capacidad de relación para la comunión incluso en relación a
Dios. Esto explica por qué, en san Vicente como en Pascal, el único camino seguro hacia Dios es el
del corazón, pero, a diferencia de Pascal, el corazón es camino hacia Dios no por razones humanas,
sino por la resonancia de la presencia del Amor divino que urge sobre la afectividad para conmover
y darse a conocer. En este sentido, san Vicente está más cercano a san Agustín.
El corazón de todo hombre, para el Santo de la caridad, está hecho para Dios, está
inhabitado por Él, prevenido, atormentado con Amor infinito (cf. XI, 136s). Ahí está Dios: Padre,
Hijo y Espíritu Santo. El corazón es el lugar de la presencia de la Trinidad que se efunde en él como
Amor. El corazón se convierte así en una forma humana de la Trinidad inferior (cf. G. DI ST.
THIERRY, De natura et dignitate amoris, 3, 5): único camino a Dios por Amor – «Dieu est amour
et veut que l’on aille par amour. - Dios es amor y quiere que se vaya por amor» (I, 149).
Al final, se tiene la impresión de que a diferencia de sus posibles maestros, san Vicente
encuentra en el corazón el símbolo más elocuente del espíritu: realidad que en el hombre lo es todo,
porque constituye su superior belleza por la capacidad de amar.

EL DIOS DEL CORAZÓN


Al «corazón», Dios se le revela como presencia del Amor infinito en la persona del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo. Cuando san Vicente escucha a su corazón, se ve obligado a rendirse a
un acontecimiento indiscutible (cf. XI, 67-68): su espíritu está totalmente sacudido y sorprendido
por la presencia de otro Espíritu que se le presenta bello con la seductora belleza del Amor infinito:
«¿Qué hay comparable a la belleza de Dios, que es el origen de toda la belleza y perfección de las
creaturas?» (X, 183; cf. IX, 760s). Dios se afirma como la santa presencia del Amor que se revela al
corazón como lo que es y lo seduce con su atractivo: un Yo infinitamente amante y amable (cf. XI,
734ss).
Ante todo, Dios es la presencia de una realidad viviente y personal que previene, pone en
comunicación con ella misma, sacude profundamente, hace vibrar con maravillado estupor,
transforma y se hace amar (cf. IX, 429; XI, 263). Al mismo tiempo, permanece como una presencia
cada vez más misteriosa, innombrable, transcendente, soberana. Imprevista e imprevisible,
mantiene la sorpresa y la iniciativa con una invencible atracción. Cuando san Vicente se da cuenta,
ya ha sido prevenido, tocado, sacudido, conmovido, convencido: «He aquí ahora, lo que hay que
hacer: en primer lugar, ponerse en la presencia de Dios, considerándolo bien sea como está en el
cielo, sentado en el trono de su Majestad, desde donde dirige su vista hacia nosotros y contempla
todas nuestras cosas; bien sea en su inmensidad, presente por doquier, aquí y allá en lo más alto de
los cielos y en lo más profundo de los abismos, viendo nuestros corazones y penetrando en los
repliegues más secretos de nuestra conciencia; o bien presente en el santísimo sacramento del altar.
¡Oh Salvador! ¡Aquí estoy yo, pobre y miserable pecador, a los pies del altar donde tú reposas! ¡Oh
Salvador; que no haga nada indigno de esta santa presencia! O bien, finalmente, dentro de nosotros
mismos, penetrándonos por completo y alojándose en el fondo de nuestros corazones. Y no
vayamos a preguntarnos si está allí; ¿quién lo duda? Los mismos paganos lo han dicho:
Est Deus in nobis, sunt et commercia caeli in nos; de caelo spiritus ille venit.
No cabe duda de esta verdad. Tu autem in nobis es, Domine (cf. Jr 14,9). No hay nada tan
cierto» (XI, 283s).
La presencia divina conserva el sentido de un «pre» que anticipa toda otra iniciativa y de un
«pre» preeminente respecto a toda otra posibilidad, por lo que previene también toda otra previsión
o hipótesis, pero disipa siempre también toda duda con una evidencia dada por la admisión a la
propia intimidad en la que el yo humano es admitido a la reciprocidad, porque se convierte en el tú
de Dios (cf. IX, 1093ss). Presencia, pues, que se impone siempre con renovada sorpresa y en la
sorpresa permanece aún siempre inaferrable (cf. IX, 766ss; ABELLY, III, 68 [XI, 48 francés]).
Siempre preveniente, ni siquiera el deseo la puede anticipar. San Vicente está completamente
dominado por ella, por eso, incluso sintiéndose «íntimo» con Dios, usa siempre el «vos».
En el prevenir, la presencia divina se anuncia como «pre-sciencia», no en el sentido de un
vago sentimiento, sino como persona que es fuente de todo el saber en una creciente lucidez: un
saber que no se aprende, porque es dado en la percepción, en la consciencia, en el pensamiento, en
la afectividad, en la racionalidad. De esta forma, Alguien que era antes, de siempre y por siempre,
surge en lo íntimo, conoce y se da a conocer sin posibilidad de sustraerse a su mirada. Lo ve todo y
en todo (cf. XI, 116ss). En todo, se hace ver, permaneciendo íntimo: yo del yo humano, espíritu del
espíritu, alma del alma, centro de todo el ser (cf. IX, 135ss).
En la presencia de Dios, se manifiesta la providencia, fuente de todo el bien más allá de todo
deseo: gratuidad y favor (cf. IX, 1049ss). Dios se revela intimidad, más íntima que la misma
interioridad y, con todo, inconfundible con ella, justamente en el sentido de Agustín: «intimior
intimo meo et superior summo meo»: más íntimo a mí que mi misma intimidad, y más elevado que
la parte más alta de mi espíritu. Vida de la vida, consciencia de la consciencia, libertad de la
libertad, alegría de la alegría, Dios sigue siendo transcendencia no manipulable, siempre «otra»,
nunca superable, un Yo irreductible al propio: en el espíritu, Espíritu del espíritu.
Como Espíritu que anima nuestro espíritu, Dios se hace reconocer en Cristo, Amor divino
(cf. P. DEFRENNES, La vocation de St. Vincent de Paul. Étude de psychologie surnaturelle, RAM
13 (1932) 60-86. 160-183. 294-391), al cual no se manda porque es realidad no percibida a
posteriori, sino inspiradora de nuestra alma: «Espíritu de nuestro espíritu».
Es imposible precisar qué entiende san Vicente cuando usa la categoría «espíritu», porque a
veces la expresión se carga de significados diversos (cf. L. MEZZADRI, en Conferenze Spirituali
alle Figlie della Carità, Roma 1988 p. 670 n. 4). Para él, es una evidencia impuesta por la presencia
divina que lo subyuga y por la acción que lo arrastra y que hace vibrar todo su ser íntimo (cf. XI,
411s).
Del conjunto de los testimonios, parece que, aplicada a Dios, la categoría «espíritu»
cualifica, en un aspecto negativo, la diferencia radical frente a todo lo que es materia y naturaleza,
mientras que, en el aspecto positivo, parece indicar la infinita riqueza de vida en su forma superior,
en su perfección absoluta, autonomía, iniciativa, originalidad, total diferencia de toda otra forma,
parece, pues, que se refiere a la especificidad de la persona en la perspectiva de lo divino: «Dios es
espíritu».
«Espíritu» indica, pues, una cualidad de la vida personal que comporta consciencia,
afectividad, conocimiento, amor, libertad. Más y mejor, el término parece evocar al Viviente que da
la vida a todo otro viviente en semejanza, lo enriquece y lo alimenta desde lo íntimo. En la vida, el
Espíritu se identifica con la realidad personal en su fuente más originaria, en su belleza, en su
integridad, en sus inagotables recursos, en su infinita posibilidad y capacidad de realizaciones,
actuada en el sujeto viviente por un Yo trascendente (cf. IX, 392ss).
San Vicente, cuando habla del Espíritu, remite a esta interioridad que podría ser calificada
como el centro del ser de la persona, polo de unidad, de resonancia, de acción y de relación en
oposición a todo el resto. Espíritu, para un espiritual como san Vicente, evoca la realidad divina en
el sentido de dinamismo, iniciativa, omnipotencia, fuerza, riqueza, trascendencia, inmanencia: en
síntesis, sintetiza todas las propiedades divinas en cuanto Amor. Dios es Espíritu, Espíritu del Amor
(cf. XI, 76ss).
Esta perspectiva lleva al santo a exaltar la trascendencia y la inmanencia de Dios, a sentirlo
íntimo, absolutamente diverso, vital, viviente, fuente de todo, inaferrable, más íntimo que la propia
intimidad (cf. XI, 592ss). Al mismo tiempo, lo induce a renunciar a cualquier figuración ridícula, lo
sustrae a toda fantasía, a todas las superposiciones supersticiosas, a las diversas formas de lenguaje
pueril: Dios es Espíritu y produce tales, es decir, espirituales. El Espíritu de Dios que vivifica toda
carne constituye la riqueza de los pobres (cf. XI, 563ss). De ahí, que la afirmación: «Dios es
Espíritu», además de nombrar la trascendencia divina y su inmanencia en relación a nosotros,
remite, en un aspecto, a la divinidad que en su comunicarse se sustrae a toda profanación, se
distingue y se especifica; en otro aspecto, remite a su radical diferencia respecto al hombre, incluso
en la proximidad: realidad íntima y similar, pero otro tanto diferente y lejanísima (cf. XI, 411s).

El Espíritu se revela y se comunica como Amor


Interioridad e intimidad divina, el Espíritu es el corazón mismo de Dios, por eso, en el
Espíritu, Dios se presenta a nosotros como Amor (cf. XI, 625ss). También al «descubrimiento» del
Amor, san Vicente no llega por la fuerza del razonamiento sobre Dios con una conclusión que
atribuya el Amor a la divinidad en el juicio: «Dios es amor». Al contrario, conmovido en su espíritu
por el Espíritu divino, el Santo se ve constreñido a decir: «El Amor es Dios», por intuición del
mismo Espíritu que se presenta al corazón y lo vivifica con el Amor: «¡Oh, Dios de mi corazón!»
(cf. XI, 64s). Lo siente y lo ve, en el sentido de que lo percibe indubitablemente en la
contemplación extática que le es dada. Lo aprende en la amabilidad que le es infundida como forma
encarnada del Amor divino (cf. XI, 658s).
Al espíritu de san Vicente, el Espíritu le presenta, en el Amor, la forma misma de Dios, su
esencia, su operación, su todo en cuanto al hacer y al actuar (cf. XI, 64-66). La amabilidad, como
forma encarnada propia del Amor, sintetiza todos los aspectos de la realidad divina personal:
presencia, previsión, presciencia, providencia, vida, orden, belleza, misericordia. Es todo en todo.
Su característica dominante parece ser, sin embargo, la iniciativa favorable: el bien que Dios quiere
que se realice solo (cf. IX, 234ss).
Suma de todas las perfecciones divinas, el Amor constituye la verdadera identidad de Dios,
su modo de ser y de actuar. Por la fe, san Vicente individualiza en Cristo el reflejo de la forma
divina del Amor encarnado. En la contemplación de la amabilidad de Cristo, se le da la definitiva
confirmación de que el Amor es Dios. Jesucristo, precisamente en su amabilidad, se le presenta
como imagen del Padre, es decir, la más bella y por tanto la más significativa figura simbólica de
Dios como Amor. Jesús es el corazón del Padre, el corazón de nuestros corazones (cf. IX, 280; XI,
235ss. 762. 771).
¿Qué es, pues, el Amor para el Santo? Cuando san Vicente habla del Amor toca una
experiencia extática, por eso, no sabe definirlo con precisión. Ama y adora. Con todo, deja intuir un
trasfondo cultural que remite al Tratado del Amor de Dios de san Francisco de Sales, para quien el
Amor es constitutivo de la belleza divina, en el sentido de la armonía de todas las perfecciones
infinitas (cap. I, 1). El Amor nace de la belleza y refleja todos sus aspectos como atractivos. Está en
el origen como admiración, a lo que sigue la «complacencia» que lleva a la unión. Un texto de santa
Luisa refleja bien el pensamiento de san Vicente: «Quien no ama, no conoce a Dios, porque Dios es
Caridad. La causa del amor es la estima del bien en la cosa amada. Siendo Dios perfectísimo en la
unidad de su esencia, es amor en la eternidad de esa esencia por el conocimiento de su propia
perfección; y en ese amor, participa el de las creaturas en cuanto a la naturaleza del amor; pero los
efectos van unidos a la voluntad en la práctica de la caridad, tanto hacia Dios como hacia el
prójimo, siendo esa práctica tan poderosa que nos comunica el conocimiento de Dios, no tal cual,
sino penetrante en Él mismo y sus grandezas, de tal manera que quien más caridad tenga, tanto más
participará en esa luz divina que le inflamará eternamente en el santo Amor. Quiero, pues, hacer
cuanto pueda por mantenerme en el ejercicio del Amor santo y dulcificar mi corazón frente a todas
las acritudes que le contrarían» (Correspondencia y escritos, CEME, Salamanca 1985, E19 nº 56, p.
686).
Sobre todo, finalmente, hay que darse cuenta de que el Amor no se convierte sólo en el
sujeto de atribución de las perfecciones divinas, sino también en criterio de distinción de las
Personas trinitarias, por lo que, en Dios, como Amor, resultan preeminentes atributos como:
amabilidad, suavidad, delicadeza, dulzura, ternura, fidelidad, benevolencia, longanimidad… Todas
las perfecciones convergen al fin en la misericordia divina, síntesis de toda la riqueza del Amor
infinito (cf. IX, 106ss; X, 766s).
San Vicente no siente la necesidad de interrogarse sobre la naturaleza del Amor. Como el
enamorado, vive completamente subyugado por un afecto que lo arrebata, lo encanta y lo exalta
hasta el éxtasis, pero que, por otra parte, infunde en él un principio interior de inteligencia, de
sentido crítico, para un reconocimiento seguro. Se ve inducido a individuar al Amor por su acción,
porque no existe Amor sin poder (cf. XI, 551ss). En ausencia de éste, el Amor no puede ser ni
percibido, ni dicho.
San Vicente «siente», «sabe» bien que está dominado por un afecto inmenso. Le basta. El
misterio lleva en su corazón la evidencia del hecho de una teofanía (cf. XI, 427s). Quien ama y se
encuentra en el Amor constantemente prevenido con atracción hasta el rapto, no puede interrogarse
sobre el Amor, ni sobre la identidad del Amado. Vive sobre la ola del entusiasmo, debido a una
belleza que sólo el enamorado puede recoger. Goza hasta el desvanecimiento por una felicidad que
exclusivamente el enamorado experimenta (cf. XI, 411ss).
Los párrafos que identifican Amor y Dios no son muchos. Hasta resultan breves. Incluso
permanecen oscuros, y descubren su significado únicamente cuando son referidos a dos matrices: la
experiencia mística de san Vicente y la lectura del Tratado sobre el Amor de Dios de san Francisco
de Sales. Pese a todo, aparecen sumamente significativos y, en este contexto, reservan la sorpresa
de poner el Amor en estrecha relación con la belleza divina, hasta casi poder ser unificados en el
juicio: «El Amor es Dios, pero en el Amor es la belleza lo que aparece como Dios» (cf. IX, 428; X,
183). Esto explica por qué Dios debe ser mirado en su belleza, o sea, contemplado en su Amor, para
ser conocido (cf. IX, 1106ss; XI, 282ss). Es convicción profundamente arraigada en san Vicente y
remachada con fuerza, que toda cosa puede ser conocida exclusivamente si es observada por el lado
más bello, porque sólo entonces se revela en todo su aspecto. Hasta para Dios es así (cf. XI, 48
[francés]). En Él, el aspecto más bello, el verdaderamente divino, corresponde a su Amor. Sólo la
perspectiva del Amor revela el misterio de Dios. Entonces, cuanto más se le mira, más se le ama,
porque inhabita el corazón y lo hace suyo (cf. IX, 428ss; XI, 190s).
La belleza divina, identificada con el Amor, y la llamada al corazón, hacen comprender que
la perfección divina, además de remitir a los atributos de la esencia metafísica, ponen en el centro
de la visión de san Vicente las propiedades personales trinitarias del Amor infinito: Amor que
constituye la razón de la unidad en la distinción de las personas: «¿Qué es lo que forma esa unidad
y esa intimidad en Dios sino la igualdad y la distinción de las tres personas? ¿Y qué es lo que
constituye su amor, más que esa semejanza? Si el amor no existiese entre ellos, ¿habría en ellos
algo amable?, dice el bienaventurado obispo de Ginebra. Por tanto, en la santísima Trinidad se da la
uniformidad; lo que el Padre quiere, lo quiere el Hijo; lo que hace el Espíritu Santo, lo hacen el
Padre y el Hijo; todos obran lo mismo; no tienen más que un mismo poder y una misma operación.
Ahí está el origen de la perfección y nuestro modelo» (XI, 548s).
En sintonía con esta forma de percepción, san Francisco de Sales escribía: «…En la suprema
belleza de nuestro Dios reconocemos la unión, o más bien la unidad de la esencia en la distinción de
las Personas con infinita claridad, junto con la incomprensible conveniencia de todas las
perfecciones de los actos y de los movimientos» (Tratado…, cap. I, 1). San Vicente mantiene
sustancialmente el mismo planteamiento, pero con la importante, más explícita, apertura al Amor.
Una formulación adecuada de su pensamiento podría ser articulada de este modo: – En la suprema
belleza del Amor de nuestro Dios, reconocemos la unión, o más bien, la unidad de la esencia en la
distinción de las Personas.

EL AMOR ES TRINIDAD
Para san Vicente, pues, la belleza del Amor infinito, no la esencia metafísica, explica la
unidad de Dios y la distinción de las Personas. El Amor, en su belleza, fundamenta todos los
atributos divinos: infinitud, eternidad, omnipotencia, santidad, simplicidad, etc. Ante todo, el Amor
da razón de la unidad divina, porque constituye la comunión de las Personas en cuanto principio y
fin de la unidad. El Amor lo es todo: «…mirad, hijas mías, lo mismo que Dios no es más que uno en
sí, y hay en Dios tres Personas, sin que el Padre sea mayor que el Hijo, ni el Hijo superior al
Espíritu Santo, también es preciso que las Hijas de la Caridad, que tienen que ser la imagen de la
santísima Trinidad, aun cuando sean muchas, sin embargo, no deben ser más que un solo corazón y
un espíritu; y lo mismo que en las sagradas personas de la santísima Trinidad las operaciones,
aunque diversas y se atribuyan a cada una en particular, tienen relación una con la otra, sin que, por
atribuir la sabiduría al Hijo y la bondad al Espíritu Santo, se pretenda que el Padre esté privado de
estos dos atributos, ni que la tercera persona carezca del poder del Padre, o de la sabiduría del Hijo»
(X, 766).
En la lógica de san Vicente, no existen primero las Personas y luego la comunión, como no
es primero la unidad divina y luego la distinción de las Personas. En el origen, está el Amor (cf. IX,
238s). La perfección, o sea, la belleza del Amor, es constitutiva por sí misma de las Personas y de
su intrínseca comunión, en el sentido de que las Personas no son otra cosa que el Amor en sí
mismas y en sus operaciones fuera de sí (ad extra) para hacer comunión: Amor que en su perfección
no podría existir si no en acción para la comunión (cf. XI, 65s. 526).
Las Personas se identifican con las operaciones del Amor en el dinamismo de la generación
y de la espiración, pero en el sentido de operaciones del Amor divino infinitamente perfecto, es
decir, bello (cf. IX, 444ss). En sí y por sí, el Amor perfectísimo no puede ser más que don, don de sí
en su belleza (Padre), don, por tanto, perfectamente semejante a sí mismo en el donado (Hijo) y por
tanto don que como tal, en el Donante y en el Donado, produce siempre atracción, por ello es
reciprocidad, correspondencia, semejanza, unidad (Espíritu Santo) (cf. XI, 734ss). El Espíritu Santo,
don recíproco del Padre y del Hijo, es el corazón del Amor infinito. El Hijo constituye y expresa la
belleza infinita del Padre, es el don bello del Padre, su amabilidad (cf. IX, 760s). Por ello, el Amor
infinito, comunión personal en acto, explica la unidad divina entre las Personas, pero también da
razón de su distinción, en cuanto que, en el Donante, el Amor se expresa perfectamente en el
Donado, del cual sin embargo se distingue. En ambos, permanece, empero, Don permutado, por lo
tanto, distinto (cf. XI, 548s).
Sobre el fundamento de las operaciones, que son una sola cosa con las propiedades del
Amor, no se explican únicamente la unidad y la distinción de las Personas, sino que se justifican
también todas las operaciones divinas «ad extra», en primer lugar las misiones divinas de Cristo y
del Espíritu y la consiguiente inhabitación trinitaria en nosotros (cf. XI 548s).
En otros términos, el Amor es fundamento, principio y fin de la Trinidad inmanente y de la
económica: «Si amamos a nuestro Señor, seremos amados por su Padre, que es tanto como decir
que su Padre querrá nuestro bien, y esto de dos maneras: la primera, complaciéndose en nosotros,
como un padre con su hijo; y la segunda, dándonos sus gracias, las de la fe, la esperanza y la
caridad por la efusión de su Espíritu Santo, que habitará en nuestras almas, lo mismo que se lo da
hoy a los apóstoles, permitiéndoles hacer las maravillas que hicieron.
La segunda ventaja de amar a nuestro Señor consiste en que el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo vienen al alma que ama a nuestro Señor, lo cual tiene lugar: 1º por la ilustración de nuestro
entendimiento; 2º por los impulsos interiores que nos dan de su amor, por sus inspiraciones, por los
sacramentos, etc.
El tercer efecto del amor a nuestro Señor es que no sólo Dios Padre ama a estas almas, y las
personas de la santísima Trinidad vienen a ellas, sino que moran en ellas. El alma que ama a nuestro
Señor es la morada del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, donde el Padre engendra perpetuamente
a su Hijo y donde el Espíritu Santo es producido incesantemente por el Padre y el Hijo.
Hay algunos que son amados por el Padre y a los que vienen las tres divinas personas, pero
no moran en ellos, ya que no perseveran en el amor a nuestro Señor y se relajan en la estima que
tenían a su doctrina, dejando de vivir según sus consejos y según los ejemplos que nos ha dejado»
(XI, 736s).
También las misiones divinas son operaciones del Amor por Amor: dones semejantes para
producir atracción en la correspondencia y, por tanto, comunión. El Amor, en su perfección
trinitaria, es fuente y término de la misión del Hijo: Hijo del Amor, perfecta imagen del Padre, dada
a nosotros por Amor a fin de expresar toda la amabilidad divina. Con su belleza, abre nuestro
corazón a la maravilla, a la estima, a la correspondencia en el don de la conformidad con su mismo
Amor (cf. XI, 605s). El representa la kénosis: o sea, la bajada del Amor para hacerse conocer y
admirar en el don de sí a todo hombre hasta ponerlo en estado de Amor y transformarlo en un
eterno acto de amor (cf. XI, 64-66). Para todos, se convierte en modelo ideal en cuanto que se mete
en nuestra condición hasta tomar el último puesto para reconducirnos al Padre (cf. XI, 58s. 307s).
Como en la Trinidad, también en Cristo el Amor es principio de unidad y de distinción entre
la naturaleza divina y la humana, entre nosotros y el Padre. Como tal, el Amor constituye la realidad
personal del Verbo encarnado y de nuestra gracia. Don del Amor infinito, Cristo se convierte en
fuente del Espíritu Santo por la atracción, la correspondencia, la reciprocidad, la oblación y la
conformidad con el Padre: «…y ¿qué hacer? Abrazar los corazones de todos los hombres, hacer lo
que hizo el Hijo de Dios, que vino a traer fuego a la tierra para inflamaría de su amor. ¿Qué otra
cosa hemos de desear, sino que arda y lo consuma todo? Mis queridos hermanos, pensemos un poco
en ello, si os parece. Es cierto que yo he sido enviado, no sólo para amar a Dios, sino para hacerlo
amar. No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo. He de amar a mi prójimo, como
imagen de Dios y objeto de su amor, y obrar de manera que a su vez los hombres amen a su
Creador, que los conoce y reconoce como hermanos, que los ha salvado, para que con una caridad
mutua también ellos se amen entre sí por amor a Dios, que los ha amado hasta el punto de entregar
por ellos a la muerte a su único Hijo» (cf. XI, 553s).
La acción de Cristo corresponde a la vida de la gracia, identificable con el Amor en
actividad en nuestra vida, para volver a realizar las mismas operaciones divinas que desarrolla en
Dios (cf. XI, 543s. 736s). Puesto que las operaciones divinas se manifiestan en la Caridad con el
Amor afectivo y efectivo, las obras de misericordia efectúan nuestra participación activa en la
generación y en la espiración del Amor divino (cf. XI, 411s. 736s).
Esta teología trinitaria explica por qué la Caridad en la contemplación de san Vicente da
principio y complemento a todo. Como perfección del Amor, nos confiere la belleza misma de
Dios, porque nos vuelve amables y capaces de amar como Cristo, es decir, capaces, como el Amor
en Cristo, de producir atracción, llevar las almas a Dios, regenerar el Amor en los corazones (cf. IX,
1026; XI, 280s. 553-555. 563). En consecuencia, la caridad se convierte en forma de todo: de la
vocación, de la misión, del programa de vida, de la estructura comunitaria, porque actúa la perfecta
semejanza con la Trinidad; en la Trinidad, la afinidad con las propiedades de las Personas divinas;
en la unidad, la distinción con las mismas (cf. XI, 547ss).
En dependencia lógica con el Amor que explica todos los aspectos de la realidad divina y de
sus operaciones, en la contemplación y en la praxis de san Vicente, se especifican también las
relaciones que la acción de Dios establece con nosotros: voluntad divina, adoración, providencia,
fidelidad, honor, gloria de Dios, etc. Tales aspectos, originados por el Amor, constituyen las
misiones divinas en la historia como gracias, energías, iniciativas, acontecimientos, pero siempre en
el sentido de actos personales divinos trinitarios sobre el diseño de la generación y espiración,
orientados a provocar en nosotros, atractivos y correspondencias hasta promover la unidad más
íntima con las propiedades personales de las Personas divinas para hacernos capaces de amar como
Ellas (cf. XI, 555).
Consideradas fuera de esta perspectiva, las relaciones personales entre Dios y nosotros,
adquirirían un significado genérico, completamente diverso, hasta el punto de ser reducidos
exclusivamente a simples actos humanos en respuesta a la gracia divina. Sería un grave engaño y
una total traición.
VOLUNTAD DE DIOS
Si la atención se limitase a la lectura de los textos de san Vicente en su dimensión puramente
literal, el tema de la voluntad divina se reduciría inevitablemente al problema ascético del «hacer la
voluntad de Dios». En este horizonte, la voluntad divina correría el riesgo de verse reducida a las
decisiones divinas inmutables, a los decretos divinos a los que deben necesariamente uniformarse
las opciones libres del hombre en todos los casos.
En la masa de los testimonios, el rigor de san Vicente en pretender el respeto a la voluntad
de Dios podría, por añadidura, contribuir a consolidar esta interpretación. La voluntad divina se
convertiría en una abstracción fría e impersonal que no corresponde a las percepciones del corazón
de san Vicente. Se configuraría simplemente como un querer inescrutable en sus motivaciones que
nosotros, en todo caso, deberíamos aceptar sin discutir, con una ciega esperanza.
Si la voluntad divina correspondiese únicamente a la omnipotencia divina, esto es, al poder
absoluto de Dios por una total dependencia nuestra, la praxis de la «indiferencia», tan recomendada
por san Vicente, se reduciría inevitablemente a una pasividad tendente al fatalismo. En la mejor de
las hipótesis, la voluntad divina podría suponer para nosotros una obediencia incondicionada, con el
pesado deber de hacer siempre, sin dudar, todo lo que Dios manda y en el modo querido por Él.
Por lo tanto, incluso limitándose a la simple ejecución, seguiría siendo aún sólo pura,
simple, pasiva sumisión al poder divino. Las innumerables y apasionadas recomendaciones del
Santo a dejarse conducir por Dios sin discutir, sin resistir, casi sin reflexionar, con la prontitud de
seguir a Dios y no precederlo, por un «servicio» que consiste más en el hacer en sí mismo que no en
la cosa que ha de hacerse, correría el riesgo de reducirse inevitablemente a la espiritualidad del
anonadamiento, con la que san Vicente no tiene nada que compartir.
Los correctivos que se pueden ir recogiendo acá y allá, como la llamada a la humildad y a la
unión con Dios, la invitación a hacer el bien, la máxima de que la perfección no está en el éxtasis
sino en seguir la voluntad de Dios, la promesa de la paz interior y la garantía de las bendiciones
divinas, en vez de modificar el sentido, empeoran la perspectiva (cf. IX, 465ss. 761ss; X, 786ss). El
resultado converge siempre en una desconsoladora pasividad por un abandono enraizado en el
respeto a la dependencia absoluta al poder de Dios. Incluso, puede aducirse un agravante en el
llamamiento al egoísmo con la seguridad de que en todo caso, si nosotros hacemos los asuntos de
Dios, Él hará ciertamente los nuestros. Con este registro, cuesta mucho trabajo reconocer en la
voluntad de Dios la prerrogativa del Amor divino.
Pero, si se escucha el corazón de san Vicente para dejarnos orientar en el camino del Amor y
no se queda uno sólo en el eco de su voz en las notas de sus oyentes, todo cambia radicalmente y
para mejor (cf. IX, 159s). En el corazón de san Vicente, se descubre un abandono absoluto al Amor
del Padre: «¡Ah! Tú me quieres infinitamente más que yo mismo; tú deseas infinitamente más mi
bien y puedes hacérmelo mejor que yo mismo, que nada tengo y nada espero más que de ti. ¡Oh, mi
único bien! ¡Oh, bondad infinita! ¡Ojalá pudiera amarte como todos los serafines juntos! Pero ¡ay!
¡es demasiado tarde para poderles imitar! O antigua bonitas, sero te amavi! Pero, al menos, te
ofrezco con toda la magnitud de mi afecto la caridad de la santísima Reina de los ángeles y la de
todos los bienaventurados. ¡Dios mío! Ante el cielo y la tierra, te entrego mi corazón, tal como es.
Adoro por amor tuyo los decretos de tu paternal providencia sobre tu pobre servidor; detesto, en
presencia de toda la corte celestial, lo que me pueda separar de ti. ¡Oh, soberana bondad, que
quieres ser amado por los pecadores! Dame tu amor, y luego mándame lo que quieras: Da quod
jubes et jube quod vis» (XI, 64s; cf. IX, 773ss. 866ss)
La voluntad divina se identifica, para el Santo, con el Amor divino y sus operaciones, por
tanto, con las propiedades personales y los dinamismos operativos que el Amor comporta en las
Personas de la Trinidad y fuera de ellas: paternidad, filialidad, espiración en la vida íntima y, en las
misiones salvíficas, con la encarnación y la efusión del Espíritu Santo (cf. XI, 411ss. 548ss). La
identidad de la voluntad divina no cambia en el variar de la perspectiva. Corresponde siempre a la
presencia silenciosa del Amor que toca los corazones con toda su infinita ternura, variada en Dios,
en Cristo, en nosotros: «Leía esta mañana el pensamiento de un santo, que dice que la indiferencia
es el grado más alto de la perfección, la suma de todas las virtudes y la ruina de los vicios.
Necesariamente, tiene que participar la indiferencia de la naturaleza del amor perfecto, ya que es
una actividad amorosa que inclina el corazón a todo lo que es mejor y destruye todo lo que impide
llegara él, lo mismo que el fuego, que no sólo tiende a su centro, sino que consuma todo lo que
intenta detenerlo. Del mismo modo, hermanos míos, vuestros corazones se verán totalmente
inflamados en la práctica de la voluntad de Dios, si la indiferencia los despega de la tierra.
Necesariamente, se sentirán llenos de amor a Dios cuando dejen de amar otra cosa. En este sentido,
puede decirse que la indiferencia es el origen de todas las virtudes y la muerte de todos los vicios»
(XI, 526).
Cuando san Vicente contempla la voluntad divina, a partir de la consoladora percepción del
misterio trinitario, su corazón advierte la tensión infinita del Amor divino hacia la unidad de las
Personas, pero caracterizada por las propiedades singulares de las mismas. La voluntad divina en el
Padre, es la belleza del Amor, en el Hijo su amabilidad, en el Espíritu Santo su atracción (cf. XI,
526s), En la creación y en la historia humana, la voluntad divina realiza su kénosis sin, por otra
parte, desnaturalizarse ni disminuirse. Al contrario, al hacerse percibir y al convencer, acentúa su
fuerza de atracción. Efectivamente, en la encarnación la voluntad de Dios se presenta a Vicente con
el rostro del Amor paterno que en el Hijo comunica todo el agrado de su amabilidad para hacer
sentir todo el atractivo en Jesús, «el bello don del Padre».
En Cristo, la voluntad de Dios corresponde, pues, a la kénosis del Amor trinitario que se
hace próximo a los últimos, se pone en la misma condición del más pobre para sustraerlo a la
miseria y al sufrimiento, y por tanto, liberarlo de la incapacidad de amar y de ser amado. Lo vuelve
bello y amable, atrayente a los otros por la comunión de los corazones. En la comunión, la voluntad
divina confluye en la caridad de Jesús hacia el Padre y hacia nosotros.
En la efusión del Espíritu Santo, la kénosis de la voluntad divina como Amor continúa por
nuestra asimilación a Cristo. En nosotros, se efunde en la inhabitación misma de la Trinidad y por
tanto en la conformidad con el estado de Amor que es propio de Cristo para reproducir en nosotros
las mismas operaciones divinas y capacitarnos para amar como Dios ama (cf. XI, 734ss).
En la atracción del Amor, la voluntad divina se vuelve Caridad heroica que impulsa a
hacerse próximo a los más pobres hasta el punto de compartir el estado de pobreza y de humillación
de Cristo para hacerse amar (cf. IX, 367ss. 750s). Al fin, no se está lejos de la verdad cuando se
afirma que, para san Vicente, la voluntad divina se identifica con la misericordia (cf. XI, 51ss).
Correlativamente al movimiento de la kénosis del Amor en Cristo, la voluntad de Dios se
efectúa en la misión del Espíritu Santo a nosotros para la asimilación a la unidad divina (cf. XI,
65ss).
Configurándose con la del Padre, la voluntad divina se expresa en la amabilidad filial por
medio del deseo, del beneplácito con la urgencia del «bello placer»: o sea, de la complacencia
recíproca que transforma la voluntad en la búsqueda de la belleza del Amor para la máxima alegría
recíproca (cf. IX, 959ss).
Las diversas expresiones de la voluntad: obediencia, dependencia, sumisión, adherencia,
beneplácito, servicio, fidelidad, etc., adquieren, por ello, pleno significado sólo en la participación
en las mismas operaciones que en nosotros son propias del Amor infinito. El Amor, derramado en
nosotros, se hace voluntad divina en la Caridad heroica (cf. XI, 289s). En la caridad heroica, se
transforma en abandono filial, por tanto, en fidelidad a la amabilidad con la búsqueda de la
proximidad a los últimos hasta dar la vida. En la efusión del Amor divino para nosotros, la voluntad
de Dios se configura de este modo en el éxtasis recíproco de la adoración (cf. XI, 365).

ADORACIÓN
Individuada en el Amor personal trinitario y en sus operaciones, la voluntad de Dios
confluye en la adoración con dos movimientos: la kénosis y el éxtasis. En el éxtasis, el Amor sale de
sí mismo y se comunica atrayendo hacia sí. En la kénosis, se abaja a la condición del otro para
conformarlo a sí. Estos dos dinamismos permiten abarcar toda la gama de significados que la
adoración adquiere en la enseñanza de san Vicente (cf. XI, 512ss. 540ss. 551ss). En el sentido más
obvio y superficial, la adoración comporta el reconocimiento de la majestad, de la grandeza de las
perfecciones divinas, induce luego al estupor y a la sumisión. También, bajo este aspecto, la
sumisión a Dios sigue siendo para san Vicente un punto fundamental. Para él, es inconcebible que
un creyente pueda sustraerse a Dios en cualquier cosa (cf. IX, 1122ss). Pero Dios parece asemejarse
aún demasiado a un amo, aunque sea bajo el aspecto del Padre bueno que dispone de nosotros como
quiere. La sumisión presenta una dimensión de austeridad, sobre todo cuando mira a la inteligencia,
aspecto para el que san Vicente exige la totalidad, a fin de que todo juicio esté siempre conformado
con las máximas eternas (cf. XI, 232s). De ello, deriva estima, admiración, alabanza, etc.:
sentimientos y actitudes que encuentran su plena efusión en la oración personal, en el culto oficial y
en la predicación (cf. IX, 934ss. 1126ss).
Sin Amor, la sumisión corre el peligro de pararse en la observancia. Sobre este tema,
Vicente no tiene dudas. Hombre de orden, sabe que Dios es orden y ha sancionado su ley eterna
para el gobierno de todo el universo. Todos deben plegarse a su observancia. Un siervo de Dios se
reconoce por la fiel observancia de las mínimas reglas (cf. IX, 940ss; XI, 321ss). Afortunadamente,
la concepción del Santo está abierta de corazón a muchas otras profundidades. Cuando la
inteligencia se pliega a la inspiración del corazón, se ve inevitablemente inducida a descubrir la
gracia de la amabilidad de Dios y entonces recibe el encanto de una maravilla que la atrae y
entusiasma. Descubre en la belleza divina del Amor el «beneplácito» del Padre (cf. XI, 332s).
San Vicente subraya con insistencia y particular vigor esta forma de adoración que debería
animar la contemplación, elevar definitivamente la atención a Dios (cf. XI, 282ss) y, en otro
aspecto, debería provocar el desprendimiento de todo lo que es distinto de Dios, mantener en
consecuencia el éxodo del mundo con un éxtasis permanente. En este punto, en la adoración, la
visión de la belleza divina conmueve el corazón con el atractivo y engendra la necesidad del
«obsequio» (cf. IX, 423ss).
El obsequio, en el corazón conmovido, solicita el deseo del «beneplácito», o sea, el impulso
del Amor a buscar siempre y en todo el «bello agrado» de Dios. No lo que nos agrada a nosotros,
esto nunca, sino siempre y sólo lo que el corazón advierte como más agradable y querido por Dios,
porque para Él es más bello (cf. IX, 21ss. 32ss. 36ss).
Sobre este tema, san Vicente, en sintonía con san Francisco de Sales, desahoga su sentir con
vibraciones continuas. La adoración, por conmovida, se hace entusiasta, alegre, celebrativa,
agradable. Se convierte en la alegría de lo más bello, el entusiasmo que se experimenta al atender a
los intereses del Amor divino. Agradable, pero no consoladora ni ociosa, la alegría consuma la
oblación de todo en el compromiso y en desprendimiento que exige el Amor (cf. IX, 733ss).
Inevitablemente, la operación promovida por la adoración, debe confluir en la ocupación más
absorbente. No basta amar a Dios con el corazón, hay que amarlo a fuerza de brazos, con el sudor
de la frente y, si se tercia, incluso al precio de la propia vida (cf. IX, 439-452).
En la tensión oblativa, la alegría mayor nace de la experiencia de que el Amor divino es
siempre paternal y generativo por la semejanza a Cristo en la filialidad. Por la devoción filial, a
imitación de Cristo, la adoración comporta el abandono definitivo a las iniciativas del Espíritu
Santo para ser hijos en el Hijo, al modo del Hijo (cf. IX, 373ss). En nosotros, como en Cristo, el
Amor del Padre consuma su éxtasis y su kénosis: o sea, la expresión de sí para hacerse amar, de ahí
la asimilación de nuestra forma de vida a la suya para hacerse próximo a los últimos en la manera
más conveniente a su amabilidad (cf. VI, 370).
Deriva de aquí una praxis heroica de la Caridad con una opción preferencial por los últimos,
los malditos, porque están necesitados de un Amor más grande y más dulce. Adoración y Caridad
heroica hasta dar la vida por los pobres coinciden, porque, si el Amor pone en el estado de Cristo, la
Caridad operante alimenta la plena conformidad con Él en todos sus estados realizando así la
adherencia al estado de permanente adoración: «Por tanto, ha sido Dios el que os ha dado este
nombre. Por eso, conservadlo con cuidado; procurad tener siempre el vestido de la caridad, cuyas
señales son el amor a Dios, el del prójimo y el de las hermanas, no sea que Dios os borre del libro
de la vida. Y como todos nosotros somos pobres pecadores, démosle gracias a Dios por habernos
dado un medio tan fácil para reconciliarnos unos con otros; pidámosle la gracia de emplearlo bien, a
fin de conservar esa vestidura interior. El amor a Dios es la parte más alta; la caridad del prójimo y
el amor a los pobres es la parte central; y la parte de abajo es la caridad entre vosotras. ¡Qué
hermosa vestidura!» (IX, 1026).
Profundamente convencido de esto, san Vicente insiste sobre el hecho de que religión y
Caridad en el cristianismo se identifican. La única verdadera religión es la Caridad. La Caridad
realiza todas las finalidades de la adoración en cuanto que se convierte en la forma más elevada del
culto hacia Dios y hacia el hombre (cf. IX, 36ss. 1014ss; XI, 583ss). Hacia Dios, porque empeña en
el reconocimiento de su autenticidad: Amor infinito en el Padre, en el Hijo y en Espíritu Santo. Al
mismo tiempo, comporta nuestra participación en las operaciones divinas para ser recreados a
semejanza del Hijo, perfecto amador del Padre, y para realizar en el mundo el Reino de su Amor
(cf. XI, 550ss). Hacia los hombres, porque la Caridad heroica exige no sólo el Amor por los pobres,
sino también el «hacerse pobre» por Amor, a fin de aliviar a los otros de la miseria y del
sufrimiento. Esto, y sólo esto, introduce en el seguimiento de Cristo en la kénosis del Amor (cf. XI,
647ss. 655ss. 670ss).
Con este procedimiento, se supera la oposición entre Caridad y justicia porque, cuando el
Amor constringe a «hacerse pobre» para la promoción de los otros, actúa una forma superior de
justicia, la de Dios, que no da ya lo mínimo, sino lo máximo y lo mejor de sí (cf. XI, 145ss). Los
pobres representan el símbolo más significativo de Cristo, por eso constituyen el objeto del culto en
las obras de misericordia que, a su vez, asumen función litúrgica por la forma más solemne y eficaz
de celebración del Amor de Dios. Todo acto de Caridad plenifica la celebración eucarística por la
comunión. Las mismas actividades materiales, en función de la Caridad, asumen el valor de
acciones cultuales ofrecidas a la humanidad de Cristo (cf. IX, 74ss). En este sentido, los pobres son
también el sujeto del culto porque, constituidos en sacramento de Cristo, se convierten en su
manifestación y ministros por la diaconía de la educación para la Caridad. Ponen a la Iglesia en un
estado permanente de adoración del Amor divino (cf. XI, 58ss. 65s).
En las obras de misericordia, se efectúa definitivamente la unión entre nosotros y Dios. En
ellas, todo termina siempre en Dios: «Cien veces iréis a los pobres y cien veces encontraréis ahí a
Dios» (IX, 240). Culto a Dios y culto al hombre, del mismo modo que se encuentran unificados en
Cristo, lo están en las obras de misericordia. Dios es adorado en su verdadera identidad de Padre, y
todo hombre es exaltado en su verdadera identidad de Hijo.
La misma Caridad, incluso en sus mínimas manifestaciones, se explica siempre como
expresión de la encarnación y efusión del Espíritu Santo hacia el hombre, por eso reviste auténticas
propiedades divinas: iniciativa, gratuidad, predilección, universalidad, misericordia. La Caridad se
libera de las estrecheces de la ideología para actuar históricamente, asumiendo el carácter de
profanidad y de laicidad (cf. XI, 743s. 553-555). Sobre todo, se pone como plenitud y fundamento
de toda la vida para atribuir al hombre todo el amor del que tiene necesidad para llegar a ser él
mismo. En esta tensión, supera a la justicia humana para procurar al hombre la misma riqueza de
Cristo (cf. XI, 740ss).
En esta dimensión, la Caridad se consuma en la perfecta oblación de la adoración, porque
obliga inevitablemente a subir a la cruz para el sacrificio de sí en provecho de todos los demás. San
Vicente, en su sencillez, expresa este concepto dibujando justamente el simbolismo de la cruz
Caridad
Paciencia + Obediencia
Humildad
(cf. IX, 1064)
Las cuatro partes de la cruz indican no sólo la exigencia de proximidad al pobre, sino sobre
todo, la necesidad de hacerse pobre, en el sentido de aceptar la pobreza del Amor que, sin medios
humanos, hace cosas grandes (cf. III, 372s): las obras de Dios. Al respecto, los medios humanos son
importantes, nunca necesarios; más aún, pueden convertirse en obras del diablo. El Amor, sólo el
Amor es generativo hasta el infinito (cf. XI, 553-555), por eso, el verdadero adorador debe lograr
hacerse amar por los pobres, en pobreza y con pobreza. Caridad, adoración y amabilidad se
identifican en la oblación de sí.

PROVIDENCIA
La kénosis del Amor divino que pone en los estados de Cristo corresponde en realidad a la
Providencia. No hay acción divina que no sea acto de Amor infinito cumplido en Cristo y en el
Espíritu Santo en favor del hombre (cf. XI, 241s). En la visión de la voluntad divina como Amor y
de la adoración como adherencia a las operaciones del Amor, la contemplación de san Vicente
centra algunas evidencias que orientan todo el tema de la Providencia.
Si la voluntad divina es Amor, puesto que el verdadero Amor es operativo, o sea no sólo
afectivo sino efectivo, la actividad divina es actividad del Amor infinito para obrar también fuera de
Dios en conformidad con la naturaleza divina (cf. IX, 1049ss; X, 42-45). El Amor, en su actividad,
se reproduce a sí mismo, porque toda realidad tiende siempre a producir una fiel imagen de sí (cf.
XI, 767). Por tanto, el Amor infinito es actividad divina en nosotros para hacernos capaces de amar
y de ser amados. Nos asimila a Sí, haciéndonos amables (cf. XI, 470s). En su Hijo, el Padre nos
hace el don de sí con su Espíritu, para ser amado hasta el infinito (cf. XI, 551ss). La vida de todo
hombre, toda la vida, recibe sentido sólo del Amor infinito (cf. IX, 437ss).
Quizás, por este sereno conocimiento, san Vicente no recalca nunca las trágicas
problemáticas de la teología de la predestinación y de la gracia, tan cruciales en su tiempo, ni
manifiesta turbación por la salvación eterna. Su espíritu se afianza totalmente en la esperanza (cf.
XI, 434ss). Él sabe que el Amor es verdaderamente infinita voluntad de Dios de un bien infinito,
por lo tanto, seguramente obra para procurar a todos, con la máxima intensidad, sin interrupciones,
incluso contra nuestra voluntad, todo el bien. El favor de Dios es más grande que nuestra miseria y
fragilidad (cf. XI, 135ss). Este sentimiento profundo de la misericordia divina, fuente de serenidad,
domina el corazón de san Vicente incluso cuando, por razones contingentes, amenaza con los
castigos de Dios y pone en guardia sobre el riesgo de su abandono. En realidad, está bien
convencido de que nada puede modificar la acción divina a favor nuestro (cf. I, 225s; V, 441s).
Por tanto, la Providencia, siempre y en todo, incluso en el sufrimiento, en la prueba, en
nuestra fragilidad, hasta en nuestro pecado, lo hace concurrir todo siempre para nuestro máximo
bien (cf. IX, 1049ss). De esta confianza, deriva la máxima fundamental: «El Amor es inventivo
hasta el infinito» (XI, 65).
En la Providencia, el Amor es preventivo en sus relaciones con todo nuestro deseo, porque,
como creaturas, sabe que no podemos tener iniciativas para el bien, que en nuestra fragilidad no
podemos ser ni siquiera fieles, no sabemos ni siquiera lo que es bueno para nosotros (cf. IX,
1066ss). Somos sus pobres. Habiéndonos creado para la unión, nos libera ante todo del pecado, esto
es, de la incapacidad de amar. Su voluntad es para nosotros, independientemente de nuestros
méritos, elección y predilección sin nuestro deseo, esponsalidad fiel, incluso en nuestra infidelidad,
salvación hasta incluso en nuestra obstinación (cf. X, 947ss). Éstas son las razones del optimismo
de san Vicente, que no se desanima nunca, que sostiene su confianza y su abandono, pero, antes
aún, que inspira su predilección por los pobres (cf. IX, 1193ss; XI, 273s). A este nivel, sin embargo,
la contemplación de san Vicente abre una más amplia perspectiva.
La Providencia divina, puro Amor del Padre, actúa exclusivamente para hacer bella y gozosa
nuestra vida (cf. IX, 735ss. 1195ss). En este sentido, la acción providencial no se presenta ya sólo
en forma genérica, sino que se especifica en sentido típicamente cristiano. Dado que el sujeto
divino, que actúa en nuestro favor, es toda la Trinidad, la acción divina se despliega en la misión de
Cristo con el bello don del Padre: la amabilidad que se hace amar, y ulteriormente termina en la
efusión del Espíritu Santo por la comunión (cf. IX, 106ss. 150ss). La Providencia se identifica así
con el Amor generativo que nos conforma con Cristo. Nos envía al mundo en «misión» para la
salvación de los hermanos. Nos carga la cruz del sufrimiento y de las pruebas, pero con Amor, para
que en el abandono filial engendre amabilidad (cf. IX, 691ss). La Providencia se despliega
ulteriormente con el Amor que inspira en nosotros el Espíritu Santo y luego con la acción de gracias
por nuestra santificación y la formación del Cuerpo Místico. En definitiva, la Providencia encuentra
su expresión completa en la actividad trinitaria por la creación y la salvación (cf. IX, 373ss; XI,
472ss).
En este sentido, la acción de la Providencia acomete todos los aspectos de nuestra vida y
comporta un abandono absoluto por una confianza iluminativa, no sólo hacia los bienes del espíritu,
sino también hacia los materiales (cf. IX, 1049ss; XI, 658ss). En el abandono, la acción divina actúa
como forma y norma de toda la vida espiritual y material para nuestra perfecta adherencia al estado
de Amor de Cristo. Por eso, la Caridad de san Vicente se modela enteramente sobre la urgencia de
la Providencia divina: cuida al hombre en su totalidad, provee tanto al espíritu como al cuerpo (cf.
IX, 890ss).
Por último, respecto a nuestra fragilidad, la Providencia es misericordia anticipada: un
perdón eterno en previsión de nuestras faltas. En la lógica de san Vicente, se explica así por qué los
pobres se jactan siempre del derecho al perdón (cf. I, 128s; IV, 54; IX, 1137ss). Mandan nuestra
Caridad. Son los verdaderos amos de nuestro amor, antes incluso que de nuestros bienes. Todas las
evocaciones al misterio de la Providencia divina se pueden, en definitiva, reconducir a la intuición
que el Amor opera eficazmente para hacer gozosa y bella nuestra vida (cf. IX, 423ss).

FIDELIDAD
La Providencia divina, misterio del Amor infinito en actividad, compromete inevitablemente
en la fidelidad más absoluta respecto a la iniciativa de Dios (cf. XI, 266ss). En la enseñanza de san
Vicente, la fidelidad reviste varias formas. Ante todo, se presenta como abandono incondicionado,
con la recomendación de seguir la iniciativa de Dios en todo y por todo (cf. IX, 959ss). Este nudo
de la religiosidad de san Vicente no se sobreentiende simplistamente en el sentido de «dejar hacer a
Dios», como si el abandono comportase pasividad. «Seguir», para san Vicente, está por «exigir»
(cf. XI, 445ss).
Sin embargo, el abandono se ve continuamente reconducido a la búsqueda de la voluntad de
Dios en la adoración y luego en el seguimiento para una total asimilación a partir del corazón, que
implique el sentir más profundo, pero también todo aspecto de la operatividad (cf. IX, 130ss).
En la búsqueda de la «sintonía», la fidelidad se configura como agradecimiento. La gratitud,
sin embargo, no se refiere tanto a ventajas humanas, a las que san Vicente está siempre dispuesto a
renunciar, sino preeminentemente corresponde al don del Amor infinito. El reconocimiento
confluye en la correspondencia (cf. XI, 271s). Es confianza y espera paciente por todo cuanto hay
que recibir de Dios, pero es también empeño laborioso por proveer todo aquello que es necesario
para la vida (cf. XI, 691-693). Se puede decir que san Vicente es, en este punto, un fiel afirmador de
la máxima: «se debrouiller», equivalente del refrán «ayúdate y Dios te ayudará» (cf. IX, 98ss.
439ss. 809ss).
La fidelidad es, pues, fortaleza, porque el Amor infunde energía para la correspondencia a
sus iniciativas, incluso en las situaciones más difíciles. La fortaleza sostiene la paciencia y produce
la creatividad. En la creatividad, la fidelidad induce a la confianza, en el sentido de un confiarse
total como retorno continuo a la iniciativa divina, incluso cuando se trata de perder, además de los
bienes materiales, la vida misma (cf. XI, 214ss. 570ss). Con más propiedad, la fidelidad desemboca,
por la adhesión al Amor, en la praxis de la Caridad (cf. IX, 915ss). San Vicente resume el largo
elenco de las propiedades que san Pablo atribuye a la Caridad en el principio que el Amor es
efectivo y no sólo afectivo (cf. IX, 432ss). Quiere decir sencillamente que quien quiere ser fiel al
Amor de Dios realiza todas sus obras, respetando sin embargo todas las propiedades del Amor, sin
fin y sin medida: Pues bien, hay que señalar que el amor se divide en afectivo y efectivo. El amor
afectivo es cierta efusión del amante en el amado, o bien una complacencia y cariño que se tiene por
la cosa que se ama, como el padre a su hijo, etc. Y el amor efectivo consiste en hacer las cosas que
la persona amada manda o desea; de este amor, es del que habla nuestro Señor, cuando dice: Si quis
diligit me, sermonem meum servabit (Jn 14,23). (Cf. IX, 432ss).
«La señal de este amor, el efecto o el sello de este amor, hermanos míos, es lo que dice
nuestro Señor, que los que le aman cumplirán su palabra. Pues bien, la palabra de Dios consiste en
sus enseñanzas y en sus consejos. Daremos una señal de nuestro amor si amamos su doctrina y
hacemos profesión de enseñarla a los demás. Según esto, el estado de la Misión es un estado de
amor, ya que de suyo se refiere a la doctrina y a los consejos de Jesucristo; y no sólo esto, sino que
hace profesión de llevar al mundo a la estima y al amor de nuestro Señor» (XI, 736s).
De aquí, se sigue que la fidelidad confluye inevitablemente en el seguimiento del Amor
como amabilidad. En este sentido, la fidelidad exige adhesión a dos dinamismos de la amabilidad,
reflejo de las relaciones trinitarias: hacerse amar mostrando todo el bien y la belleza de que se es
capaz (generación divina), hacer al otro capaz de amar (espiración del Espíritu Santo) (cf. XI,
551ss).
En la aplicación práctica, la fidelidad al Amor divino exige la pobreza de medios humanos
en las obras de misericordia, para una riqueza de dones de inteligencia y de corazón, que sólo la
gracia divina puede producir (cf. IX, 752; XI, 706ss). De ello, deriva necesariamente que, en el
estado de Cristo, hay que «hacerse mandar por los pobres» (cf. IX, 531s. 1159ss). «Son nuestros
amos», ministros en Cristo de toda nuestra correspondencia a la iniciativa divina. La fidelidad a
ellos consagra toda nuestra libertad. Obliga a no instrumentalizar, a liberar, a ganar para vivir,
incluso a acumular para dar más generosamente (cf. IX, 98ss. 439ss; X, 628ss).
Sólo en esta óptica se pueden comprender adecuadamente los votos religiosos que en la
espiritualidad vicenciana consagran la fidelidad a Dios (cf. IX, 896ss; XI, 637ss).

HONOR
En la mística de san Vicente, la fidelidad al Amor divino remite inevitablemente al
compromiso por un particular tipo de «honor» de Dios (cf. XI, 556ss).
Aunque la insistencia del Santo sobre el deber de rendir honor a Dios es incesante y
fortísima, el significado, sin embargo, es complejo (cf. XI, 604ss). Muchos testimonios presentan la
connotación inmediata y satisfecha del reconocimiento intelectual de las propiedades divinas. En
este sentido, el pensamiento de san Vicente confluye en la afirmación de que Dios es todo y el
hombre es nada, lo que comporta actitudes consecuentes de obsequio, respeto, admiración, temor
(cf. IX, 1189ss; XI, 238ss). Deriva de ello una doble disposición: una que nutre la plegaria en la
oración, otra que anima toda la actividad cultual para aquello que mira al decoro de la liturgia (cf.
XI, 124ss. 204ss. 604ss). Las dos actitudes alimentan dos urgencias: la búsqueda de todo lo que en
general puede acrecentar la estima por Dios, el cuidado más diligente por la dignidad y la
autenticidad de todos los aspectos de la actividad religiosa, con particular atención por el
testimonio, la predicación y la Caridad hacia los pobres (cf. XI, 583ss). En la religión, todo, hasta
en los mínimos detalles, debe tender a promover el reconocimiento de la autoridad de Dios y la
sumisión a su voluntad (cf. XI, 48 [francés. ABELLY, III, 68]; XI, 739).
El honor de Dios compromete a una rigurosa praxis de la humildad que lleva siempre a
«ponerse abajo» y que hace aceptar, desear y buscar las humillaciones para sí mismos y para la
propia comunidad, a fin de que resalte mejor la iniciativa de Dios (cf. XI, 219ss. 312ss. 482ss). Esta
praxis, practicada y pretendida por san Vicente con extremo rigor, podría suscitar cierta perplejidad
y parecer incongruente, si no derivase de una percepción del aspecto más profundo del honor de
Dios.
Para san Vicente, el máximo del honor que debemos rendir a Dios está en el reconocimiento
del poder de su Amor en la condición de humillación, de sufrimiento, de mansedumbre, asumida en
Cristo con la disposición constante a dejarse poner y mantener en la misma situación (cf. XI, 749;
ABELLY, III, 217 [XI, 61 francés]). Por consiguiente, el honor, si en un aspecto significa
genéricamente adherencia al estado de Cristo, por otro se especifica en el servicio material y
espiritual a los pobres (cf. X, 750s). El honor de Dios está todo ahí. Coincide sencillamente con el
«servicio» a los pobres por amor a Cristo: «Otro motivo, como ha dicho una hermana (ved, hijas
mías, cómo no hablo más que por medio de vosotras), es que, al servir a los pobres, se sirve a
Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto
es tan verdad como que estamos aquí. Una hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y
diez veces cada día encontrará en ellos a Dios. Como dice san Agustín, lo que vemos no es tan
seguro, porque nuestros sentidos pueden engañarse; pero las verdades de Dios no engañan jamás. Id
a ver a los pobres condenados a galeras, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en
ellos encontraréis a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero
allí encontráis a Dios. Hijas mías, una vez más, ¡cuán admirable es esto! Si, Dios acoge con agrado
el servicio que hacéis a esos enfermos y lo considera, como habéis dicho, hecho a Él mismo» (IX,
240).
El amor por los pobres ennoblece y procura honor a los que los sirven, los exalta, los
transforma a semejanza de Dios; pero honra también a los pobres en la persona de Cristo y a Cristo
en la persona de los pobres. Esta visión del honor de Dios, entiéndase bien, no nace de la premisa de
que Dios toma la defensa de los débiles, sino de la experiencia vivida de que no hay nada más
grande y más bello que ser llamados a participar efectivamente en las operaciones divinas para la
salvación del hombre (cf. IX, 125ss. 772ss). Esto es lo máximo del honor para Dios y para el
hombre. El honor, en este sentido, penetra verdaderamente los cielos (cf. IX, 53ss), porque es
continuación de la vida terrena de Cristo (cf. IX, 1093ss). Por tanto, produce en nosotros la imagen
de la Trinidad: la unión entre nosotros y con Dios (cf. IX, 21ss).
Bajo el aspecto práctico, deriva de ello una consecuencia dramática con la doctrina de dejar
exclusivamente a Dios la urgencia y la defensa de nuestro honor, incluso cuando se ve injustamente
comprometido por la calumnia (cf. XI, 230s).

LA GLORIA DE DIOS
La urgencia por el honor de Dios deriva de la necesidad absoluta de salvaguardar la «gloria
de Dios». La gloria de Dios, para san Vicente, es la persona animada por el Espíritu de Cristo, en la
que resplandece la belleza de la gracia (cf. IX, 915ss; XI, 733s).
La gloria de Dios coincide, pues, con la obra de su Amor y se la identifica en la Trinidad, en
Cristo y en el hombre (cf. XI, 428ss. 734ss). Es belleza divina que resplandece, se comunica,
engendra otra belleza, vierte luz sobre el misterio del Amor infinito y se convierte en fuente de gozo
(cf. IX, 733ss). La gloria de Dios se refleja por tanto en el esplendor de su gracia que manifiesta del
modo más claro la riqueza de la vida trinitaria (cf. XI, 399ss).
Dios puede recabar su gloria de muchos modos. La ha realizado de la forma más excelsa en
Cristo y Jesús la ha atribuido al Padre. En esta forma, Dios regenera su gloria también en nosotros
por nuestro retorno a Él. A este fin, debe concurrir toda nuestra vida (cf. IX, 758ss; XI, 410ss).
La gloria de Dios se debe buscar sobre todo donde está más comprometida, en los pobres, en
los afligidos, en los desesperados, en los abandonados, en los extraviados, en todos aquellos en los
que la misma dignidad humana tiene el peligro de ser anulada (cf. IX, 936ss). Los pobres
representan una medalla con dos caras: la exhibición de la miseria, en contraste con la gloria de
Dios, y que por tanto hay que anular; el rostro de Cristo, en sombra, y que por tanto hay que
resaltar. Entonces, hasta los pobres se vuelven bellos con la belleza de la gloria de Dios: «No debo
considerar a un pobre campesino o a una pobre mujer según su aspecto exterior, ni según lo que
aparece de la capacidad de su espíritu, dado que con frecuencia no tienen ni la figura ni el espíritu
de las personas razonables, pues son vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis
con las luces de la fe que son éstos los que nos representan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre; él
casi ni tenía aspecto de hombre en su pasión y pasó por loco entre los gentiles y por piedra de
escándalo entre los judíos; y por eso mismo, pudo definirse como el evangelista de los pobres:
Evangelizare pauperibus misit me. ¡Dios mío! ¡Qué hermoso es ver a los pobres, si los
consideramos en Dios y en el aprecio en que los tuvo Jesucristo! Pero, si los miramos con los
sentimientos de la carne y del espíritu mundano, nos parecerán despreciables» (XI, 725).
Todo lo demás no tiene sentido ni valor, sino para promover la gloria de Dios en los últimos.
En Cristo, para san Vicente, no puede haber gloria de Dios si no participa en ella hasta el último de
los hombres: «Pues bien, si es cierto que hemos sido llamados a llevar a nuestro alrededor y por
todo el mundo el amor de Dios, si hemos de inflamar con él a todas las naciones, si tenemos la
vocación de ir a encender este fuego divino por toda la tierra, si esto es así, ¡cuánto he de arder yo
mismo con este fuego divino! ¡Cómo he de inflamarme en amar a aquellos con quienes vivo,
edificando a mis propios hermanos por el ejercicio del amor e impulsándoles a que practiquen los
actos que de él emanan! En la hora de la muerte, veremos lo mucho que hemos perdido sin remedio,
si no todos, al menos los que no tienen ni practican como es debido esta caridad fraterna» (XI, 554).
Animado por esta preocupación, san Vicente pone toda su vida al servicio de la gloria de
Dios en el servicio a los pobres (cf. IX, 1026). Es importante el alimento, la casa, el vestido, el
trabajo, la dignidad, pero nada es más bello que inducir a uno a amar a Dios y al prójimo como Dios
nos ama en Cristo (cf. IX, 229s). En coherencia con la idea de que la gloria de Dios está en la
eficacia del Amor divino, gloria de Dios resulta sobre todo el rico que, a imitación de Cristo, se
hace pobre por Amor y que, no sólo da a los pobres sus bienes, sino que incluso se pone a su
servicio en condición de pobreza hasta dar la vida por su promoción humana y su salvación (cf. IX,
749ss). En estas personas, es donde el Amor, como en Jesucristo, realiza del modo más
extraordinario su obra, en cuanto reanuda y repite el ciclo de su nacimiento por el abajamiento hasta
los últimos y su retorno al Padre para su glorificación (cf. IX, 159s. 760ss). Ni siquiera Dios puede
hacer otra cosa más bella (cf. XI, 543s).
La gloria de Dios, en cierto sentido, marca al fin el punto de llegada en el camino hacia
Dios. Identificada con la amabilidad divina, comienza en el corazón conmovido por el Amor, pasa
por los pobres y termina en el estado de Cristo (cf. IX, 367; XI, 290s). En un aspecto, está toda en
bajada con la encarnación en la que el Amor viene a nosotros; en otro aspecto, está toda en ascenso
como en la efusión del Espíritu Santo, en la que el Amor atrae a sí. Así, en Cristo y en todos
aquellos que se dejan poner en su seguimiento, así en la Iglesia y en las grandes obras de
misericordia, así en los más pequeños gestos humanos de la vida cotidiana, inspirados por la
amabilidad.

ATEÍSMO
Perteneciente a una sociedad todavía formalmente religiosa, coherente con su visión mística,
san Vicente no se muestra de ningún modo pre ocupado por un ateísmo de tipo filosófico. No tiene
tiempo y quizás no tiene cabeza para complicarse en discusiones filosóficas. En contacto con los
dramáticos problemas de los pobres y con la clase de los pocos ricos, frecuentemente amenazados
en su riqueza, no la emprende ni siquiera contra una forma de ateísmo pragmático.
Lo que lo atormenta y lo determina a la acción es, por el contrario, un tipo de ateísmo más
sutil, más específico, más engañoso, más escandaloso, que podría ser calificado de «cristiano», en
cuanto desnaturalización, deformación, envilecimiento y vaciamiento del misterio de Cristo. En su
núcleo esencial, este ateísmo puede ser reducido a una forma de insensibilidad espiritual que impide
acoger en el misterio de Cristo la expresión del Amor trinitaria en favor del hombre: un ateísmo que
deja campo libre a todas las mitificaciones del misterio cristiano, a toda suerte de dudas en relación
con la misericordia divina, a toda especie de alucinación patológica, a la indiferencia por la justicia,
al escándalo de la Caridad reducida a limosna, a la blasfemia contra la Providencia.
En el sentido propio, a san Vicente, el ateísmo se configura en la negación del Amor en
todas sus perfecciones, dimensiones y operaciones: odio en las manifestaciones de la maldad. La
forma peor arraiga sin embargo en la dureza del corazón hacia los pobres. El verdadero ateo odia a
los pobres, anula completamente al Espíritu, se vuelve homicida como Caín, al grito de los pobres
responde sólo con acusaciones. Un ateísmo así de radical fomenta el escándalo y la blasfemia
porque instrumentaliza la miseria de los pobres para negar la divinidad del Amor. Se presenta, sin
embargo, camuflado bajo las formas de la religión y quizás de la devoción, entregado a las prácticas
de piedad.
Esta forma de ateísmo se vuelve por añadidura santurrón, porque quiere un Cristo sin cruz y
pretende pobres sin necesidad de Amor, mientras exige de ellos amor sin reparar en la necesidad de
reciprocidad.
Frente a esto, san Vicente no conoce más que una defensa: hacerse pobre por Amor, como
Cristo. Haciendo eco a la invitación del Evangelio: «Ven y ve», su máxima, para orientar a la
experiencia de Dios, recalca siempre el mismo motivo: «Ven, ama y hazte amar de aquellos a
quienes nadie ama». Dios se hace percibir sólo en el Amor.

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