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Moral
Moral
«No comerás del fruto…»: el angustiado e ignorante Adán comprende estas palabras
como el enunciado de una prohibición. Sin embargo, ¿de qué se trata realmente? Se trata de
un fruto que, en su condición de fruto, envenenará a Adán si éste lo come. Se trata del
encuentro de dos cuerpos cuyas relaciones características no se componen; el fruto actuará
como un veneno, es decir, provocará que las partes del cuerpo de Adán (y, paralelamente,
la idea del fruto lo hará con las partes de su alma) entren en nuevas relaciones que no
corresponden ya a su propia esencia. Pero, ignorando las causas, Adán cree que se le
prohíbe moralmente, aunque, en realidad, Dios sólo le revela las consecuencias naturales de
la ingestión del fruto. Spinoza nos lo recuerda obstinadamente: todos los fenómenos que
agrupamos bajo la categoría del Mal, las enfermedades, la muerte, son de este tipo, mal
encuentro, indigestión, envenenamiento, intoxicación, descomposición de la relación[9].
En cualquier caso, siempre hay relaciones que se componen dentro del propio orden,
conforme a las leyes eternas de la naturaleza entera. Aunque no haya Bien ni Mal, sí hay
bueno y malo. «Más allá del Bien y del Mal, esto al menos no quiere decir más allá de lo
bueno y lo malo»[10]. Lo bueno tiene lugar cuando un cuerpo compone directamente su
relación con la nuestra y aumenta nuestra potencia con parte de la suya, o con toda entera.
Por ejemplo, un alimento. Lo malo tiene lugar, para nosotros, cuando un cuerpo
descompone la relación del nuestro, aunque se componga luego con nuestras partes
conforme a relaciones distintas a las que corresponden a nuestra esencia, como actúa un
veneno que descompone la sangre. Bueno y malo tienen así un primer sentido, objetivo,
aunque relativo y parcial: lo que conviene a nuestra naturaleza, y lo que no le conviene. Y,
por consiguiente, bueno y malo tienen un segundo sentido, subjetivo y modal, que califica
dos tipos, dos modos de existencia del hombre; se llamará bueno (o libre o razonable o
fuerte) a quien, en lo que esté en su mano, se esfuerce en organizar los encuentros, unirse a
lo que conviene a su naturaleza, componer su relación con relaciones combinables y, de
este modo, aumentar su potencia. Pues la bondad es cosa del dinamismo, de la potencia y
composición de potencias. Se llamará malo, o esclavo, débil, o insensato, a quien se lance a
la ruleta de los encuentros conformándose con sufrir los efectos, sin que esto acalle sus
quejas y acusaciones cada vez que el efecto sufrido se muestre contrario y le revele su
propia impotencia. Pues de tanto encontrarse con Dios sabe que, en cualquier circunstancia,
imaginando poder arreglárselas siempre o con mucha violencia o con un poco de astucia,
¿cómo no acabará con más malos encuentros que buenos? ¿Cómo no acabará
destruyéndose a fuerza de culpabilidad, y destruyendo a los otros con tanto resentimiento,
propagando en todas direcciones su propia impotencia y esclavitud, su propia enfermedad,
sus indigestiones, toxinas y venenos? Llegará a no poder encontrarse consigo mismo[11].
De este modo, la Ética, es decir, una tipología de los modos inmanentes de existencia
reemplaza la Moral, que refiere siempre la existencia a valores trascendentes. La moral es
el juicio de Dios, el sistema del juicio. Pero la Ética derroca el sistema del juicio. Sustituye
la oposición de los valores (Bien-Mal) por la diferencia cualitativa de los modos de
existencia (bueno-malo). La ilusión de los valores está unida a la ilusión de la conciencia;
como la conciencia es ignorante por esencia, como ignora el orden de las causas y las leyes,
de las relaciones y sus composiciones, como se conforma con esperar y recoger el efecto,
desconoce por completo la Naturaleza. Ahora bien, para moralizar, basta con no
comprender. Resulta claro que, en el momento en que no la comprendemos, una ley se nos
muestra bajo la especie moral de una obligación. Si no comprendemos la regla de tres, la
aplicaremos acatándola como un deber. Si Adán no comprende la regla de la relación de su
cuerpo con el fruto, escuchará en la palabra de Dios una prohibición. Más aún, la forma
confusa de la ley moral ha comprometido hasta tal punto la ley de la naturaleza que el
filósofo ya no debe hablar de leyes de la naturaleza, sino solamente de verdades eternas:
«Sólo por analogía se aplica la palabra ley a las cosas naturales; por ley no se acostumbra
entender otra cosa que un mandato…»[12]. Como dice Nietzsche a propósito de la química,
esto es, de la ciencia de los antídotos y los venenos, más vale evitar la palabra ley, que tiene
un regusto moral.
Sería fácil, sin embargo, separar ambos dominios, el de las verdades eternas de la
Naturaleza y el de las leyes morales institucionales, aunque sólo se atendiese a los efectos.
Cojamos la palabra a la conciencia: la ley moral es un deber, no tiene otro efecto ni
finalidad que la obediencia. Tal vez esta obediencia resulte indispensable, tal vez los
mandamientos resulten bien fundados. No es ésta la cuestión. La ley, moral o social, no nos
aporta conocimiento alguno, no nos hace conocer nada. En el peor de los casos, impide la
formación del conocimiento (la ley del tirano). En el mejor, prepara el conocimiento y lo
hace posible (la ley de Abraham o de Cristo). Entre estos dos extremos ocupa el lugar del
conocimiento en aquellos que no pueden alcanzarlo a causa de su modo de existencia (la
ley de Moisés). Pero, de cualquier forma, no deja de manifestarse una diferencia de
naturaleza entre el conocimiento y la moral, entre la relación mandamiento-obediencia y la
relación conocido-conocimiento. La miseria de la teología y su nocividad no son, según
Spinoza, solamente especulativas; se ori ginan en la confusión práctica, inspirada por la
teología, entre estos dos órdenes de naturaleza diferente. O, por lo menos, la teología
considera las revelaciones de la Escritura como bases del conocimiento, incluso si este
conocimiento ha de desarrollarse racionalmente o aun ser traspuesto, traducido por la
razón; de donde se origina la hipótesis de un Dios moral, creador y trascendente. Se da
aquí, ya lo veremos, un error que compromete la ontología entera; se trata de la historia de
un largo error en el que se confunde el mandamiento con algo que hay que comprender, la
obediencia con el conocimiento mismo, el Ser con un fiat. La ley es siempre la instancia
trascendente que determina la oposición de los valores Bien-Mal; el conocimiento, en
cambio, es la potencia inmanente que determina la diferencia cualitativa entre los modos de
existencia bueno-malo.
No sólo hay que distinguir entre acciones y pasiones, sino entre dos tipos de pasiones.
Lo propio de la pasión, de cualquier modo, consiste en satisfacer nuestro poder de afección
a la vez que nos separa de nuestra potencia de acción, manteniéndonos separados de esta
potencia. Pero cuando nos encontramos con un cuerpo exterior que no conviene al nuestro
(es decir, cuya relación no se compone con la nuestra), todo ocurre como si la potencia de
este cuerpo se opusiera a nuestra potencia operando una substracción, una fijación; se diría
que nuestra potencia de acción ha quedado disminuida o impedida, y que las pasiones
correspondientes son de tristeza. Por el contrario, cuando nos encontramos con un cuerpo
que conviene a nuestra naturaleza y cuya relación se compone con la nuestra, se diría que
su potencia se suma a la nuestra; nos afectan las pasiones de alegría, nuestra potencia de
acción ha sido aumentada o auxiliada. Esta alegría no deja de ser una pasión, puesto que
tiene una causa exterior; quedamos todavía separados de nuestra potencia de acción y no la
poseemos formalmente. Pero no por ello esta potencia de acción deja de aumentar en
proporción, y así nos «aproximamos» al punto de conversión, al punto de transmutación
que nos hará dignos de la acción, poseedores de las alegrías activas[20].