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La historia de la narcopolítica en

Chile
Manuel Salazar Salvo
30/06/2019 - 04:45

narcos.jpg

Filiberto Olmedo y el 'Yayo” Fritis', dos de los principales traficante de cocaína chilenos a fines
de los 60 y comienzos de los 70
A propósito de las dudas respecto de la penetración de
las mafias de narcotraficantes en el Partido Socialista
de San Ramón, la relación entre narcos y políticos es
transversal al color ideológico y de larga data. Así lo
muestra la historia reciente, que envuelve tanto al
gobierno de la UP como a la dictadura; periodos en
que nace la gran industria latinoamericana de la
cocaína.
Cuando el hombre llegó a la Luna, en 1969, en Chile
existían innumerables pequeños y artesanales
laboratorios donde se refinaba desde medio kilo de
cocaína, hasta algunos dotados de todos los
elementos necesarios para producir decenas de kilos
a muy alta pureza. 

A comienzos de 1971, el entonces jefe de la Brigada


con Estupefacientes y Juegos de Azar, BEJA, el
comisario Hernán López, informó que el número de
laboratorios detectados iba en aumento. Otro
funcionario de los aparatos de control civil, Horacio
Mena, miembro del Departamento de Investigaciones
Aduaneras, se aventuraba a esbozar una explicación
para el incremento del tráfico. Según él, a comienzos
del gobierno de la Unidad Popular se había detectado
un voluminoso mercado negro de dólares en el norte. 

En los yacimientos cupríferos el tráfico de moneda


estadounidense proporcionaba divisas a los
contrabandistas y de ese modo lograban capitales
para continuar con la importación ilegal de artículos
suntuarios. Desde el instante en que se optó por
pagar los salarios en moneda nacional se obligó a la
mafia del contrabando a buscar otras fuentes de
financiamiento, derivando rápidamente hacia el tráfico
de cocaína. 

Ya en esa época los detectives antinarcóticos creían


que las estructuras dirigentes del narcotráfico eran
casi imposibles de vulnerar y que allí estaban muy
secretamente enquistadas personas que gozaban de
inmunidades o contactos políticos poderosos y, en
algunos casos, también judiciales. Como ejemplo
mencionaban que en algunos procesos por tráfico de
drogas, con pruebas conseguidas con grandes
dificultades, habían desaparecido los expedientes
completos y las causas obligadamente sobreseídas.

El abogado criminalista Manuel Guzmán Vial, profesor


de Derecho Penal en la Universidad Católica y
miembro entonces del Consejo de Defensa del
Estado, declaraba en noviembre de 1972.

- "Existe una gran inoperancia en Chile por parte de la


defensa social. Ello no significa un juicio a las
personas, sino al sistema. Hay pocos funcionarios
policiales con experiencia y poca conciencia en los
medios judiciales de la gravedad del problema. Las
incautaciones que llegan al juzgado son mínimas y
sorprende a los delincuentes menores".

Varios agentes antinarcóticos de Estados Unidos


viajaron a Chile durante el gobierno de la Unidad
Popular para abocarse a la investigación de las redes
locales dedicadas a la exportación de cocaína, en
conjunto con funcionarios de la Dirección de
Investigaciones de Aduanas, DIA, y del Consejo de
Defensa del Estado de Chile.

Cómplices en la Justicia

La periodista Alejandra Matus, en su investigación


titulada El Libro Negro de la Justicia Chilena,
publicado en 1999 por la editorial Planeta, reveló
antecedentes hasta ese momento desconocidos sobre
los vínculos que mantenían algunos altos funcionarios
judiciales de la zona norte del país con las
organizaciones dedicadas a la producción y al
comercio de cocaína.

Matus, quien debió asilarse en Estados Unidos luego


de ser prohibido su libro en Chile, entregó detalles
sorprendentes acerca de cómo algunos traficantes
protegidos por jueces de la Corte de Apelaciones de
Iquique trasladaban desde Santiago grandes partidas
de productos de primera necesidad obtenidos en el
mercado negro para intercambiarlos por pasta base
de coca en Bolivia.

Pocos días después del golpe militar de septiembre de


1973, varios de esos jueces, coludidos con militares
de alto rango, ordenaron bajo la excusa de juicios
sumarios de guerra el asesinato de varios funcionarios
de Aduanas y de un abogado procurador del Consejo
de Defensa del Estado de Iquique quienes habían
recabado amplios antecedentes que comprometían a
varios magistrados y empresarios locales en las redes
de la cocaína.

A los menos cinco de ellos fueron ejecutados en el


centro de detención de Pisagua, pese a los esfuerzos
de abogados del CDE e incluso de algunos agentes
antidrogas de Estados Unidos que estaban en Chile.

Casi al mismo tiempo, el Departamento de Justicia


estadounidense solicitó a las nuevas autoridades
militares chilenas, que encabezaba el general Augusto
Pinochet, la expulsión de una veintena de
narcotraficantes, acusados de producir y comercializar
cocaína.

Los requeridos y expulsados fueron Carlos Alejandro


Baeza Baeza; Vladimiro Lenín Banderas Herreo;
Jorge Segundo Dabed Sunar; Eduardo Fritiz Colón (El
Yayo Fritis); Francisco Jesús Guinart Moral (El Chato
Guinart); Jorge Rosendo Lazo Vargas; Oscar
Humberto Letelier Buzeta; Rafael Enrique Mellafe
Campos (El Ñato Rafael); Nicodemus Olate Romero
(El Nico); Hugo Domingo Pineda Riquelme (El
Cachorro); Sergio Napoleón Poblete Mayorga (El
Pilolo); Emilio Ascencio Quinteros González (El Chico
Parola), ranqueado por el FBI como el segundo
“lanza” del mundo; Carlos Mario Silva Leiva (El Cabro
Carrera); Selín Valenzuela Galdámez (El Turco); el
argentino Juan Carlos Canónico Carrasco; Carlos
Segundo Choi Ceballos (El Chino Choi); Jorge
Guillermo Marín Flores; Guillermo Antonio Mejías
Duarte (El Toño); Filiberto Olmedo Rojas (El Tito); la
brasileña Enair Pucci Bertolo; el uruguayo Adolfo
Sobosky Tobías; y, Luis Rodolfo Torres Romero (El
Olfo).

La mayoría de ellos, sin embargo, recuperó


prontamente su libertad y viajó a diversos países de
América del Sur y de Europa para incorporarse a
diversas asociaciones dedicadas al tráfico de drogas y
otros delitos.

Acusan a Allende 

Poco después del golpe de septiembre de 1973,


desde los aparatos de inteligencia del régimen militar
y ciertas esferas policiales se filtraron a algunos
periodistas antecedentes que afirmaban vincular con
el comercio de drogas al fallecido presidente Salvador
Allende y a varios de sus colaboradores en el
gobierno de la Unidad Popular.

En noviembre de 1973, el periodista Luis Álvarez


Baltierra publicó un artículo en la
revista Ercilla titulado Los padrinos políticos donde
afirmaba que el recién asesinado ex director de
Investigaciones, el médico socialista
Eduardo Coco Paredes, se había contactado con un
representante de la Cosa Nostra en Chile, el uruguayo
Adolfo Sobosky, emisario del capo mafioso
estadounidense Joe Colombo.

- "Con esta familia de Colombo-Sobosky se mezcló


Eduardo Paredes y, posteriormente, Alfredo Joignant.
La operación cocaína en el país comenzó a
experimentar un ritmo intenso. Un comando especial
-designado por el PS- tomó el control de las
transacciones. En el plano local se encargó además
de infiltrar a los grupos juveniles, distribuyendo
marihuana y posteriormente LSD", afirmó el redactor
de Ercilla. 

Y más adelante agregó:

- "Uno de los departamentos que tuvo más problemas


fue el de la Policía Internacional (Interpol). En esta
acción, fueron Eduardo Paredes y Alfredo Joignant los
que dirigieron la operación. Antecedente descubiertos
después del 11 de septiembre lo demuestran.
Joignant llegó a disponer de una carpeta especial
donde se registraron los nombres de todos los que
integraron la mafia local. El resultado fue que a esos
elementos no se les molestó. Por el contrario, en
varias ocasiones fueron ayudados a salir del país. El
20 de mayo de 1971 fue detenido por la policía
mexicana Iván Popic. Tenía en su poder un
cargamento de diez kilos de cocaína. Los
antecedentes solicitados a Chile a través de Interpol
no fueron proporcionados por instrucciones expresas
de Paredes. La historia se repitió decenas de veces
durante el régimen marxista. El precio de la
'protección' se estimó en 30 mil dólares mensuales".
Otros medios locales e internacionales publicaron
también diversos artículos como este y los datos
fueron reproducidos también en algunos libros, pero
nunca en las décadas siguientes se confirmaron
fehacientemente.

En la actualidad resulta evidente que el periodista Luis


Álvarez Baltierra fue intoxicado por la propaganda de
la dictadura cívico militar, al igual que sus coautores
del libro Septiembre/ 73. Martes 11 auge y caída de
Allende, que escribió junto a los periodistas Francisco
Castillo y Abraham Santibáñez, ganador este último
del Premio Nacional de Periodismo en 2015.

Algunos datos que recogió el periodista de Ercilla, en


cambio, sí tenían asidero en la realidad. Adolfo
Sobosky Tobías había llegado a Chile a la edad de 23
años, radicándose en Iquique donde se especializó en
la compra y venta de brillantes. En 1967 abrió un
garito en la avenida Bernardo O’Higgins, en Santiago,
e instaló un hotel galante a nombre de su madre en la
calle Morandé. En 1971 ya era uno de los cabecillas
de la mafia chilena. Al ser arrestado el 29 de
septiembre de 1973 se descubrió que era dueño del
Motel Azapa, en Arica, y poseedor de una gran
fortuna. Fue entregado a la justicia uruguaya la que lo
envió a Estados Unidos.

Policías que estaban activos al iniciarse los años 70


recuerdan que varios de los principales traficantes de
drogas eran partidarios de la Unidad Popular, pero
ninguno se atreve hoy a sostener que mantenían
algún tipo de espurio vínculo con sus dirigentes. Sí
reconocen los crecientes grados de corrupción que
invadieron diferentes niveles de los cuarteles de
Investigaciones, de las oficinas de Aduanas y de los
tribunales de justicia. 

Un ex prefecto de Santiago, que había sido jefe de la


Brigada Móvil, Carlos Jiménez, se suicidó después de
comprobarse su colusión con la mafia de la droga; un
ex jefe de la BEJA se transformó en capo de una de
las bandas dedicadas a ese negocio; el primer
secretario de un juzgado de Iquique fue sorprendido
con un laboratorio para refinar cocaína; y, así, muchos
otros casos.

Tras la expulsión de Chile de los más notorios


traficantes de cocaína, los narcos que no fueron
incluidos en las listas de búsqueda y captura optaron
por buscar paisajes más tranquilos y abandonaron el
país.

Bruscamente el consumo y el comercio de drogas


disminuyeron hasta casi desaparecer. Sólo la
marihuana siguió presente, aunque con mucho
disimulo, entre algunas esferas juveniles y artísticas.
Deberían pasar varios años para que el problema
reapareciera con una nueva y dramática fuerza,
emanada de la irrupción de los carteles colombianos y
bolivianos, y del explosivo aumento del consumo en
Estados Unidos y Europa

No obstante, pese al riguroso control de las fronteras y


a la severa represión de la DINA y las policías, varios
de los narcotraficantes expulsados muy pronto
volvieron a aparecer en Chile. Otros, que no habían
sido tocados, no sólo mantuvieron sino que ampliaron
sus negocios con la colaboración de argentinos,
bolivianos, peruanos y, especialmente, italianos.

Los ejemplos abundan. En abril de 1974 fue detenida


Vasilia Meneses Contreras con dos kilos de cocaína
que pretendía llevar a Estados Unidos. La mujer
sindicó a Mario Silva Leiva, El Cabro Carrera, como su
proveedor. 

Un mes después, en mayo de 1974, efectivos del


recién creado OS-7 de Carabineros, un grupo
destinado en su origen a reprimir el narcotráfico,
apresó en la comuna de Providencia a Carlos
Humberto Moya Salinas, alias Carlos La Pescada. El
acusado fue condenado a siete años de cárcel, pero
estuvo sólo seis meses en prisión y luego viajó a
Bolivia. Trece años después, en mayo de 1987, fue
arrestado en su elegante departamento de Vía Tartini,
en Milán. La policía italiana lo vinculó a la mafia
siciliana y lo acusó de distribuir drogas en diversos
países de Europa.
En octubre de 1978, la policía de Investigaciones
descubrió un laboratorio en el balneario de Algarrobo,
muy cerca de Santiago, e incautó 13 kilos de cocaína.
Los agentes estimaron que en ese lugar se habían
procesado más de 400 kilos de la droga. El principal
detenido fue Waldo Gribaldo Álvarez, quien declaró
que El Cabro Carrera era el financista del lugar.

En 1980, siete años después de haber sido expulsado


a Estados Unidos, volvió a ser detenido en Chile el
traficante Francisco Jesús Ginart. Se le incautaron
más de 45 kilos de cocaína. La policía desarticuló a
tres grupos de narcotraficantes que lo secundaban.
Poco después se desmontaron cuatro laboratorios
para refinar pasta base de coca en Valparaíso y se
arrestó a Sergio Ramírez y Filiberto Olmedo, dos
antiguos y muy conocidos cocineros de la droga,
socios también de Mario Silva Leiva.

Llegan mafiosos italianos

En agosto de 1990 un accidente automovilístico


ocurrido en la esquina de las calles Alonso Ovalle y
Nataniel, a metros de la hoy Plaza de la Ciudadanía
de Santiago, puso en alerta a la Brigada de Narcóticos
de la Policía de Investigaciones. Una de las víctimas
de la colisión era Giuseppe Ciulla Salutte, integrante
de una familia mafiosa de Palermo, acusada de haber
tenido a su cargo durante varios años la introducción
de morfina y heroína en  Milán y cuyos miembros
estaban en Chile desde fines de 1987.

La mujer herida, esposa del italiano, era la chilena


Elena Guerrero Espinal, conocida como La Canalla’,
de largo prontuario en el tráfico de drogas local.

Los policías sabían que los viejos capos criollos de la


cocaína, expulsados de Chile en 1973, estaban
regresando luego de establecer sólidos contactos con
las organizaciones de narcotraficantes de América y
Europa. El retorno de los jefes ocurría en los
momentos en que los carteles colombianos de Cali y
Medellín sostenían una guerra implacable por el
control del mercado de drogas de Nueva York.  Los
colombianos también negociaban con las mafias
europeas las condiciones para enviar cocaína a las
costas de Portugal y de Galicia, en España. 

En febrero de 1988, Pablo Escobar Gaviria se había


reunido con miembros de la mafia gallega en Brasil
para sellar el pacto y además iniciar los cultivos de
adormidera -la planta de la cual se extrae la heroína-
en las sierras y en los valles andinos.

En enero de 1989, tras asentar las bases de


operaciones y las redes de distribución, los hombres
del cartel de Medellín, dirigidos por Gustavo de Jesús
Gaviria, recogían paquetes de droga en algún punto
de la frontera entre Colombia y Brasil para arrojarla
desde avionetas al mar cerca de la isla venezolana de
Margarita. De allí, la cocaína era transportada a las
costas portuguesas y luego en lancha hacia Galicia,
donde la mafia gallega se encargaba de introducirla
en el resto de España.

Los Ciulla Salutte viajaron a Chile alentados por Elena


Guerrero Espinal luego de ser asesinado en Palermo
del hijo mayor de la familia cuando abandonaba una
cárcel. A fines de 1987 llegaron al aeropuerto de
Pudahuel Pietro Ciulla y Viscenza Salutte con sus
hijos Giuseppe, Cesare y Salvatore. Este último
estaba casado con otra chilena, una hija de Óscar
Guzmán Peña, prontuariado como traficante de
drogas.

En junio de 1992 la policía civil chilena recibió desde


Italia una petición para que fuesen detenidos Cesare y
Salvatore Ciulla, acusados de haber introducido 600
kilos de morfina base y de heroína a ese país
europeo. Los hermanos ya habían desaparecido. 

A mediados de los años 80 ya habían sido detenidos


en el exterior más de 200 correos o burreros chilenos.
Los financistas y mandantes de los arrestados, en
muchos casos, eran casi los mismos expulsados en
1973. 

En los meses siguientes, un grupo especial de


detectives empezó a revisar las listas de inversionistas
que estaban ingresando a Chile. Las alertas rojas de
Interpol contenían decenas, cientos de nombres, de
los representantes de las mafias italoamericanas que
estaban buscando nuevos mercados para sus
negocios.

El fiscal de la Suprema

Por esos mismos días, la Tercera Sala de la Corte


Suprema tramitaba una petición de la justicia
estadounidense para que fuera extraditado desde
Chile el ex jefe de la Brigada de Asaltos de la policía
de Investigaciones, el prefecto Sergio Oviedo, quien
había dirigido las pesquisas para identificar y detener
a los autores del atentado en contra de Pinochet
realizado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez en
septiembre de 1986.

La DEA acusó a Oviedo de “conspiración para


importar cocaína"  a Estados Unidos. Los
antecedentes fueron examinados en primera instancia
por el presidente de la sala, el juez Enrique Correa
Labra, y el fiscal de la Corte Suprema, Marcial García
Pica, quienes recomendaron no dar curso a la
extradición. Oviedo recuperó su libertad en junio de
1992.

Poco tiempo antes, la revista Cauce había publicado


un artículo titulado Tráfico de cocaína en TVN donde
se denunciaba una red de distribución y consumo que
involucraba a varias figuras de la estación televisiva y
a altos jefes de la Policía de Investigaciones. Sergio
Oviedo era uno de ellos.  

Varios años después, entre 1997 y 1998, al culminar


la denominada Operación Ana Frank, que llevó a la
cárcel a Mario Silva Leiva y desbarató una amplia red
de tráfico de drogas y lavado de dinero montada en
América y Europa, quedó en evidencia que el fiscal
García Pica era uno de los principales contactos
del Cabro Carrera en los tribunales

El químico de la DINA que producía cocaína y gas tóxico


Manuel Salazar Salvo
01/07/2019 - 04:45
eugenio_berrios.jpg

Eugenio Berríos
En esta segunda entrega se aborda la historia de uno
de los personajes más oscuros de la dictadura.
Eugenio Berríos, quien terminó asesinado en Uruguay
tras el desarrollo de una compleja trama cuyos cabos
no han sido atados totalmente hasta hoy.
Durante gran parte de la dictadura militar, entre 1973 y
fines de los 80, los partidos políticos tuvieron una
presencia pública muy disminuida; estaban prohibidos
y la gente tenía miedo. La mayoría de las tareas que
efectuaban eran clandestinas y orientadas
principalmente a ponerle fin al gobierno militar y
recuperar la democracia.

El narcotráfico prácticamente no existía al principio de


la dictadura y cuando comenzó a llegar al país era
para usar a Chile como puerto de salida de
cargamentos de cocaína hacia Estados Unidos y
Europa. Los traficantes extranjeros y chilenos que se
mantenían en territorio nacional trataban de permear
las estructuras del régimen cívico militar y, muy en
especial, a los servicios de inteligencia, a las policías y
al Poder Judicial. Lo partidos políticos aún no
aparecían entre sus objetivos. Dicho eso, continuemos
con esta historia.

Ya recuperada la democracia, el 13 abril de 1995, en


una playa de El Pinar, cerca de Montevideo, en
Uruguay, un ex funcionario policial encontró
enterrados restos óseos humanos. Los análisis
forenses aseguraron que se trataba de un asesinato.
El cuerpo tenía dos impactos de bala en el cráneo y la
víctima había sido maniatada, ejecutada y sepultada
cabeza abajo en la arena.

Parecía una ejecución de la mafia, un castigo por


traición.

La víctima fue identificada como el bioquímico chileno


Eugenio Berríos Sagredo, de 45 años, ex agente de la
DINA y ex empleado del Ejército, vinculado a diversas
operaciones secretas de la dictadura, y a la
producción y tráfico de cocaína y otras drogas. Su
historia se remontaba a varias décadas atrás y,
particularmente, desde los inicios de la dictadura
cívico militar en 1973.

Berríos nació en Santiago, en el seno de una familia


de clase media. Su padre era un funcionario de
mediana jerarquía en el Banco del Estado. Cuando
Eugenio se consideraba el hijo regalón, nació un
hermano con síndrome de Down que atrajo toda la
atención de sus padres. Él fue relegado y comenzó a
buscar destacarse por todos los medios para
recuperar el afecto perdido. Se transformó en un
alumno brillante, pero sus marcos éticos y morales
empezaron rápidamente a desdibujarse. 

Estudió bioquímica en la Universidad de Concepción,


donde se aproximó al Movimiento de Izquierda
Revolucionario, MIR, que subyugaba a los jóvenes de
esa época con sus banderas rojas y negras y su
discurso revolucionario. El carisma de los líderes
miristas opacaba cualquier intento de Berríos por
figurar y decidió cambiarse bruscamente de bando,
sumándose en 1970 a los militantes del Movimiento
Nacionalista Patria y Libertad, fundado para
emprender una tenaz resistencia a la Unidad Popular
y al gobierno socialista del presidente Salvador
Allende.

Los vínculos con Townley


 
En esa época nació su vínculo con el técnico
electrónico estadounidense Michael Townley, amistad
que le cambiaría la vida, llevándolo por los oscuros
intersticios de los aparatos represivos que creó la
dictadura tras el golpe de Estado de septiembre de
1973.

Berríos fue ayudante de Townley en el cuartel de la


agrupación Quetropillán –dios volcán en lengua
mapuche- un apéndice de la Brigada Mulchén de la
DINA, el aparato represivo que dirigía el coronel
Manuel Contreras Sepúlveda.

Vivió en una casa de Lo Curro. Allí también residió por


algún tiempo Virgilio Paz, un terrorista anticastrista
condenado en los Estados Unidos por su complicidad
en el asesinato de Orlando Letelier, ex canciller de
Allende, perpetrado en 1976 en Washington por el
mismo Townley.

La casa de Lo Curro era de grandes dimensiones y


varios niveles. En uno de los espacios inferiores,
separado del cuerpo principal del inmueble,
funcionaba el laboratorio químico. Allí laboraba
Berríos, quien tenía el nombre clave de Hermes, un
antiguo dios de la alquimia. También lo hacía ahí el
bioquímico Francisco Oyarzún, quien años más tarde
sería académico de la Universidad de California, en
Estados Unidos.

Allí se fabricó el temible gas sarín, un compuesto


elaborado sobre la base de arsénico que desarrollaron
los nazis en la década del 40 con el propósito de
incluirlo en la ojivas de las bombas voladoras que
lanzaron sobre Londres. Allí también fue asesinado
con gas sarín Carmelo Soria, un español que era
funcionario en Chile de las Naciones Unidas y quien
fue capturado por los agentes de la DINA.

Entre 1976 y 1977, mientras aún servía a la DlNA,


Berríos se dedicó al comercio, importando diversos
artículos desde el extranjero en sociedad con varios
italianos, en la empresa Ibercom. Los italianos eran
miembros de Avanguardia Nazionale, una
organización neofascista responsable de un
sangriento atentado explosivo en contra de un tren en
Bologna, al norte de Italia, que dirigía Stefano Della
Chiaie, y que en 1975 intentó asesinar al demócrata
cristiano Bernardo Leighton y a su esposa, por
encargo de la DINA.

Exportación de drogas

A fines de los años 70 Berríos se integró al Complejo


Químico Industrial del Ejército ubicado en Talagante.
Se presume que en esas instalaciones tuvo una
decisiva participación en la fabricación de bombas y
ojivas químicas para cohetes y misiles vendidos al
extranjero.

El ex jefe de la DINA, el general Contreras, tras


romper sus relaciones con el general Augusto
Pinochet en la década del 90, acusó a quien fue su
superior de haberse enriquecido fabricando cocaína
en aquel complejo químico y enviarla a Europa en
aviones de carga que llevaban armas a países
asiáticos. Berríos habría participado también en
aquello.

El bioquímico abandonó ese trabajo en 1981 y


gozando de la impunidad que le confería el ser
cercano a los servicios de seguridad del régimen
militar, empezó a frecuentar bares como el New
Orleans y Les Assesins, donde solían reunirse ex
agentes de la DlNA. Allí bebía en exceso y a menudo
se jactaba de las misiones especiales que le habían
encargado sus jefes. El consumo de cocaína lo hizo
involucrarse de manera creciente con las redes del
narcotráfico que recién empezaban a extenderse en la
capital.
En ese ambiente vivió cada vez más intensamente
hasta que en 1987 conoció a la modelo Gladys
Schmeisser, una atractiva mujer que había sido
candidata a Miss Chile y con la que se casó luego de
un romance de sólo tres meses. Vivían en un
departamento en el centro de Santiago, pero luego
emigraron a Viña del Mar. A esa altura, la adicción de
Berríos a la cocaína y al alcohol lo arrastraba por una
pendiente de impredecibles consecuencias. 

Al retornar la democracia, en 1990, los problemas


aumentaron. La mayoría de los que habían sido sus
camaradas en los servicios de inteligencia le volvieron
la espalda. Estaban demasiado preocupados de pasar
inadvertidos y el bioquímico no era una buena
compañía; por el contrario, hacía frecuentes
escándalos y seguía hablando más de lo debido.
 
A mediados de año, luego de que un equipo de
periodistas del diario La Época encontrara a la
desaparecida agente de la DINA Liliana Walker, la
justicia reabrió el caso Letelier y el juez Adolfo
Bañados ordenó a la policía de Investigaciones que
ubicara y detuviera a Eugenio Berríos. 

El general Pinochet ordenó entonces a la Dirección de


Inteligencia Nacional del Ejército, DINE, que sacará a
Berríos hacia Uruguay y lo ocultara. El bioquímico no
sólo podía hablar sobre el caso Letelier, también
podía contar muchos secretos de la guerra química y
bacteriológica, y del tráfico de armas y de drogas.

La DINE encargó la misión a un pequeño núcleo de


agentes del servicio secreto que ubicó y escondió a
Berríos en el cuartel del Batallón de Inteligencia del
Ejército, BIE, y luego lo sacó del país a fines de
octubre de 1991.

Oscuras conexiones
 
Los detectives que investigaban la desaparición de
Berríos recibieron un valioso antecedente que les
permitió detener en una lujosa residencia de la Vía
Roja de Lo Curro, en septiembre de 1993, al peruano
Jorge Saer Becerra, de 41 años, quien se encontraba
clandestinamente en Chile desde 1989 bajo la
identidad falsa de Jorge Antonio Sáez Rivero. El
extranjero fue entregado a la justicia por los cargos de
pasaporte adulterado y tenencia ilegal de un fusil
mauser con su respectiva munición, por los cuales fue
procesado. 

Este hombre era buscado a través de encargos a


Interpol por Inglaterra, Australia, Italia, España y
Alemania. La policía alemana parecía la más
interesada en capturado puesto que lo sindicaba como
uno de los principales involucrados en la internación
de 2.854 kilos de cocaína refinada a Berlín. El
gobierno alemán pidió a Chile la extradición y policías
de ese país viajaron a Santiago a fines de octubre de
1993 para llevarse al fugitivo internacional. 

Un día antes de que la Corte Suprema aprobara su


detención preventiva para ser deportado, Saer logró
en forma inexplicable obtener la libertad bajo fianza y
salió desde la ex Penitenciaría de Santiago, donde
estaba recluido, aprovechando para huir al extranjero
en forma ilegal.  

¿Quién era este peruano? La respuesta la sabían los


detectives antinarcóticos, los cuales lograron
establecer que Saer Becerra había 
internado desde Perú a Chile cerca de una tonelada
de cocaína, la cual fue almacenada en una bodega de
la comuna de Las Condes, y posteriormente enviada a
los mercados extranjeros en sucesivos embarques.
Uno de ellos, con 200 kilos de cocaína, fue detectado
en España, pero no hubo detenidos. 

Saer estaba vinculado a otro narcotraficante peruano


que estuvo radicado en Chile, Juan Guillermo Cornejo
Hualpa, que usaba el nombre falso de Jorge Acosta
Vargas, con quien se asoció en una fábrica de
muebles de mimbre para la exportación.
 
Cornejo Hualpa  constituyó en 1990 -al igual que
Saer- una empresa de importaciones y exportaciones
como fachada para sus negocios ilícitos. 
La captura inicial de Saer en las pesquisas por el caso
Berríos provocó la huida repentina de Cornejo Hualpa
quien abandonó un patrimonio de dos millones de
dólares. Dejó su mansión en Lo Curro, su parcela en
la zona central, sus empresas y se fue con su familia
hacia Argentina. 

Los policías confirmaron que Berríos mantenía una


estrecha amistad con Saer y numerosos otros
traficantes de la bohemia santiaguina. Ambos solían
concurrir a los mismos restaurantes del barrio alto y a
un exclusivo club de tenis muy frecuentado por
peruanos residentes en Chile. 

Tiempo antes, Berríos había decidido producir


metanfetaminas actividad que lo vinculó al grupo de
peruanos, apéndice del cartel de Cali, donde
destacada un hombre al que apodaban El Coque. 

Tales relaciones habrían sido detectadas por los


agentes de la DEA en Santiago, hombres que
conocían lo suficiente de Berríos como para
convencerlo de que colaborara con ellos. Preso de su
pasado, una mañana el bioquímico fue abordado por
el ex detective chileno Jorge Alarcón Dubois, quien
tenía oficinas en la embajada estadounidense y que
reclutó a Berríos y más tarde ofició de enlace para
pedir y recibir información.

Los detectives  consiguieron precisar más tarde que


Berríos se reunió en un bar céntrico de Montevideo
con funcionarios de la embajada chilena, con el
peruano conocido como El Coke -tercero en la
jerarquía del cartel de Cali- y con un comerciante
uruguayo. Los policías sabían que los peruanos
formaban parte de una organización que oficiaba de
cabecera de puente en el tráfico de cocaína hacia
España. También sabían que Berríos había logrado
procesar un tipo de cocaína sin olor -o bien-
encontrado un nuevo método para refinar el
clorhidrato, más barato y de difícil detección. Creían
que el bioquímico consiguió cambiar el proceso de
maceración de la  pasta base, para lo cual varió
también todos los elementos que se utilizan en la
obtención del producto final.
 
En ese contexto, resultaron de especial interés los
últimos contactos que hizo Berríos en Chile antes de
desaparecer. Por un lado se comunicó con agentes de
la DEA y, por otro, con un detective antinarcóticos al
que le ofreció información a cambio de ser protegido.
 
La forma brutal en que fue asesinado sólo vino a
reforzar la idea de los detectives antinarcóticos,
conocedores de los métodos que suele utilizar la
mafia de la droga para tomar venganza ¿Cuáles
fueron los motivos de Berríos para comunicarse con la
DEA? ¿Se sentía abandonado por los ex agentes de
seguridad del régimen militar y quiso buscar un nuevo
alero protector? 

Salida y muerte

En noviembre de 1991 Berríos viajó hacia Buenos


Aires acompañado por dos agentes de la inteligencia
militar chilena. Se desplazó portando un pasaporte
falso a nombre de Tulio Orellana Bravo. En la capital
argentina permaneció unos dos o tres meses. El
canciller Guido Di Tella admitió la presencia del ex
agente en territorio trasandino, pero eludió explicar
cómo había entrado y salido hacia Uruguay. "Todo fue
normal", declaró a los periodistas. 

Berríos permaneció por lo menos siete meses bajo la


protección del Ejército uruguayo. En algún momento
de octubre de 1992 la condición pasó bruscamente de
protegido a prisionero. Sus custodios decidieron
ocultarlo en el Parque de La Plata, en una casa de
propiedad de los padres del capitán de inteligencia
Eduardo Rodaelli. 

Aparentemente Berríos llegó a la conclusión de que su


vida estaba en peligro y en la primera semana de
noviembre, eludiendo la vigilancia de dos capitanes
del Ejército uruguayo y de dos oficiales chilenos, tomó
contacto telefónico con el consulado chileno en
Montevideo. Se presentó y pidió un salvoconducto
para regresar a Chile, aduciendo que había extraviado
su pasaporte. El cónsul Federico Marull lo invitó a
concurrir personalmente a la sede diplomática, pero
Berríos adujo que no le era posible.

El 15 de noviembre de 1992 Berríos optó por escapar


de la casa del Parque de la Plata donde estaba
cautivo. Aprovechando que uno de los capitanes
había salido a comprar y que otro capitán se
encontraba reparando el techo de la vivienda, forzó
una ventana y corrió hacia una casa cercana. A los
moradores, un capitán de corbeta retirado y su
esposa, les contó nerviosamente que estaba
secuestrado por militares chilenos y uruguayos y que
temía por su vida.

Los siguientes episodios, todos en el cuartel policial


de Parque del Plata, 52 kilómetros al este de
Montevideo, dejaron a la vista la red tendida para
ocultar a Berríos.

- Pinochet me mandó matar, aseguró el bioquímico al


comisario del balneario, Elbio Hernández.

- Mis superiores me fusilan si no me lo llevo conmigo,


dijo el capitán Rodaelli.

- A éste deberíamos haberlo matado hace tiempo,


declaró un capitán que llegó al frente de un piquete de
soldados.

Al parecer, Berríos accedió a regresar con sus


captores cuando apareció el teniente coronel Tomás
Casella, en quien parecía tener confianza.

- Todo se va a arreglar, aseguró el jefe de la policía de


Canelones, coronel retirado Ramón Rivas, quien llegó
al lugar convocado por el coronel Héctor Luis, otro
oficial de infantería que por esos días servía como
segundo jefe de la inteligencia uruguaya.

El piquete militar se llevó a Berríos. El coronel Rivas


ordenó manchar con tinta el parte policial donde
constaba la denuncia del secuestro y las
declaraciones de varios testigos civiles, y escribir otro
parte falsificando las firmas. Cuando se retiraba, el
jefe de policía se dirigió por última vez al comisario
Hernández.

- ¿Vio como todo se arregló? le dijo. 

En las semanas siguientes, al conocerse el intento de


fuga y posterior desaparición de Berríos, se vivió un
terremoto político en Uruguay, con severas réplicas en
Chile. Surgieron contradictorias versiones sobre el
destino del ex agente de la DINA. Se dijo que había
viajado a México, Brasil, Paraguay, Italia e incluso
Israel. En un aparente montaje, se conoció una carta
escrita por Berríos y entregada en Milán, donde
divulgaba una lista de nombres de personas, varios de
ellos reconocidos como traficantes de drogas, y pedía
que no lo buscaran porque no lo encontrarían.
 
Los medios de prensa de Montevideo fueron
bombardeados con informes de inteligencia de dudosa
procedencia e incluso cartas de oficiales que
entregaban todo tipo de interpretaciones sobre lo
ocurrido. Se afirmó, por ejemplo, que Berríos había
sido secuestrado por el Mossad, el eficiente servicio
secreto israelí, quien lo culpaba de haber trabajado
para Irak en la fabricación de armas químicas
utilizadas en la Guerra del Golfo. 

Otra versión apuntaba a la traición. Según ella,


Berríos había ofrecido al Ejército argentino entregarle
valiosa información sobre los principales secretos de
la industria militar chilena.

Al final, tras una larga investigación de Investigaciones


y de la Justicia, en agosto de 2015, la Corte Suprema
sentenció a 14 militares, chilenos y uruguayos, a
largas condenas por el secuestro y el asesinato de
Berríos. Los autores materiales del crimen fueron un
oficial chileno y otro uruguayo.

El chileno era el mayor en retiro Arturo Silva Valdés,


quien, aparte de haber sido agente secreto del
Ejército, se desempeñó en los servicios de inteligencia
de la dictadura y fue uno de los hombres de confianza
de Pinochet, encargado de su seguridad personal en
los años 90. El resto de los condenados eran los altos
oficiales del DINE, varios de sus agentes y el ex fiscal
militar Fernando Torres Silva

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