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compart

ida
La inteligencia
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El gran vuelo de la inteligencia fue y es un logro social. Un fruto de la
inteligencia
compartida. Ningún hombre solo habría podido inventar el lenguaje. Ningún
hombre
solo habría podido desarrollar los mecanismos psicológicos de la «nueva
voluntad». La
inteligencia es una capacidad personal, íntima, desde luego. También lo son
nuestros
hogares y, sin embargo, su intimidad está construida sobre una interminable
red de
relaciones. Aquello de que «el buey suelto bien se lame», es ideología de
buey, no de
persona. Las calles, el teléfono, la televisión, el agua, la electricidad, los
transportes
públicos, el correo, las amistades, el trabajo, el lenguaje, los intercambios, los
sistemas
jurídicos, que son elementos relacionantes y públicos, nos permiten alcanzar la
autonomía
interior. La inteligencia construye siempre cosas grandes con elementos muy
pequeños.
Lo hemos comprobado en el arte, en la creación lingüística, en la construcción
de la
libertad a partir de humildes mecanismos, en el aprendizaje de la voluntad
mediante
la obediencia. La cabellera del barón de Münchhausen aparece por doquier
cuando
hablamos de la inteligencia humana. Por enésima vez tropezamos con una
paradoja:
La autonomía personal sólo puede construirse dentro de un proyecto social.
Dicho así
suena un poco presuntuoso, pero sólo significa que sólo podemos ser libres
viviendo
en sociedad. Comprender bien esta relación entre individualismo y comunidad,
entre
independencia y solidaridad, me parece indispensable para algunas
importantes
decisiones en la vida diaria.
Estamos integrados en grupos: la pareja, la familia, la empresa, la sociedad
civil.
Estas comunidades no son un simple agregado de inteligencias individuales.
Su
organización, el sistema de comunicaciones, estímulos, apoyos u obstáculos
que el
grupo proporciona influyen en la inteligencia personal, estimulándola o
deprimiéndola,
dándole alas o cortándoselas. «¡Qué difícil es no bajar, cuando todo baja»,
escribió don
Antonio Machado. La inteligencia de un grupo puede definirse como la
capacidad de
mejorar o empeorar los resultados individuales. Cuanto mayor sea más
ayudará a la
altanería y plenitud del vuelo. Los psicólogos están desde hace poco muy
interesados
por lo que llaman «psicología en un contexto». Se han dado cuenta de que
ninguna
actividad mental se realiza en el aire, fuera de un entorno, de una situación, de
una
cultura, de un contexto en suma.
Si queremos comprender lo que le pasa a una mujer o a un hombre, sus
pensamientos o sus acciones, debemos estudiar ambas cosas: la persona y su
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circunstancia. ¿Se ha fijado que en determinadas situaciones se siente más
capaz,
animado, inteligente y generoso; y que en otras, por el contrario, se deja
resbalar por
la pendiente de la crítica, la malevolencia, el desánimo, la desconfianza? Eso
nos pasa
a todos. Por eso es tan importante elegir la calidad del entorno en que
queremos vivir.
Espero que haya pronto un test que nos indique la inteligencia de los grupos,
que
diagnostique la inteligencia compartida. A ojo de buen cubero ya se ve que hay
parejas
inteligentes y parejas necias. Familias inteligentes y familias necias. Empresas
inteligentes
y empresas necias. Sociedades inteligentes y sociedades necias. La dictadura
nazi, que
fomentó los prejuicios, el fervor ciego, la soberbia, el miedo, la crueldad y la
injusticia,
estupidizó a la sociedad alemana. Produjo una claudicación de la inteligencia
social. El
miedo y la soberbia mezclados producen una ofuscación trágica. La situación
que en
España condujo a la guerra civil fue, igualmente, un vivero de estupidez. En
cambio,
la sociedad española durante la transición fue un ejemplo claro de inteligencia
social.
Hubo una sabia tenacidad para resolver los problemas que benefició a todos
los
españoles.
Esta influencia positiva o negativa de la inteligencia compartida sobre la
inteligencia
personal se da continuamente en la vida cotidiana. Una pareja que la posea
mantiene
lazos de comunicación fluidos y eficaces, resuelve más problemas de los que
plantea,
favorece la instalación adecuada en la realidad, fortalece el ánimo y ayuda a
que
cada uno de sus miembros consiga sus metas personales. La unión permite
entonces
articular motivaciones que parecen opuestas. Cada miembro aspira a su propia
felicidad,
pero en un contexto que implica la felicidad de la otra persona. Una de las
demostraciones más evidentes de la inteligencia compartida es su capacidad
de integrar
metas conflictivas.
La inteligencia familiar tiene características algo diferentes. La familia es ante
todo
un complejo sistema de interacciones comunicativas y afectivas, donde
cualquier sesgo
puede producir malentendidos que se extienden como una infección. Es una
red que
debe permitir la autonomía de cada uno de los componentes, su ajustamiento a
la
realidad, red que puede enredar en vez de asegurar. La capacidad de cada
uno para
resolver problemas debe verse aumentada por el hecho de pertenecer a esa
familia.
Quiero advertir a mis lectores que esto no tiene ninguna connotación ética, por
ahora.
Estoy describiendo una etapa más en el vuelo de águila de la inteligencia.
La inteligencia personal se acrecienta cuando forma parte de un grupo
inteligente,
de una sociedad inteligente. Ortega, un filósofo perspicaz para las
interacciones sociales,
escribió: «Yo soy yo y mi circunstancia. Y si no se salva mi circunstancia, no
me salvo
yo.» Algo parecido es lo que estoy diciendo. Para mejorar mi inteligencia debo
entrenarme yo y colaborar en el perfeccionamiento de los grupos a que
pertenezco.
Aunque viva aislado, estoy siempre dentro de una sociedad que me ha
alumbrado y
me sostiene. Ya le explicaré por qué. Nuestro proyecto tiene que incluir, pues,
una
inteligencia compartida.
Es muy interesante que la inteligencia compartida haya sido estudiada sobre
todo
por los especialistas en organización de empresas. Fueron ellos los primeros
que
hablaron de «organizaciones que aprenden» o de «organizaciones
inteligentes». Como
es una idea que se va a imponer y que, sin duda, va a influir en su vida, le
explicaré
en qué consiste.
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En un mundo de cambios vertiginosos, donde la adaptación al mercado, la
innova-
ción y el aprendizaje van a ser continuos y vitales, es imprescindible que las
empresas
sean inteligentes como tales empresas. Que sepan aprovechar todas las
capacidades
de sus empleados, todas las posibilidades de la organización, toda la
creatividad que
pueda surgir de los esfuerzos compartidos. No se trata de contratar a un
montón de
superdotados, sino de hacer que el conjunto funcione inteligentemente. Por
decirlo
con una frase sentenciosa: se trata de conseguir que un grupo de personas no
extraordinarias produzcan resultados extraordinarios. Este plus adicional es lo
que
pedimos a la sociedad. Queremos que por el hecho de vivir en ella seamos
capaces
de alcanzar cosas que serían inalcanzables si estuviéramos solos.
Una empresa inteligente sabe coordinar los intereses dispersos de sus
empleados
dentro de un proyecto general. Preste atención a esto aunque no le interese
nada el
mundo empresarial, porque también se da en la vida diaria. Hay proyectos que
sólo
pueden emprenderse y conseguirse mancomunadamente. Y hay proyectos
personales
que sólo pueden conseguirse integrándolos en proyectos mancomunados. Por
ponerle
unos ejemplos sencillos: la felicidad personal integrada en una pareja sólo será
posible
dentro de un proyecto mancomunado; el éxito laboral de una persona sólo será
posi-
ble dentro de un proyecto mancomunado de empresa. Y lo que es aún más
importante:
la felicidad y la dignidad personal sólo será posible dentro de un proyecto
mancomunado
de sociedad. Es decir, dentro de una sociedad que funciona inteligentemente
como tal
sociedad.
Esta idea, que es central en mi proyecto de inteligencia, nos obliga a trabajar
de
una manera peculiar. No lo olvide si quiere aclarar su futuro o el de sus hijos.
En este
momento se valora cada vez más la iniciativa personal pero dentro de trabajos
en
equipo. Se han terminado las grandes cadenas de montaje con diez mil
obreros haciendo
lo mismo: apretar una tuerca o soldar un perno. Eso lo hacen ahora los robots.
Las
personas se van a ocupar de tareas menos mecánicas, que les van a exigir
una
inteligencia más flexible y mayor capacidad de aprender. Van a tener que
colaborar
inventivamente, pero en proyectos cada vez más complejos en los que la
comunicación
entre los participantes va a ser necesariamente continua y rápida. Por ejemplo,
el
Boeing 747 fue diseñado por equipos de ingenieros americanos y japoneses.
El flujo
de información entre ambos equipos era tan grande, que a la empresa le
compensó
tender un cable transoceánico de fibra óptica sólo para unir las dos factorías.
Otro
dato: según las estadísticas de 1997 las empresas mundiales destinan hoy
más dinero
a las telecomunicaciones que al petróleo. Trabajar en equipo, con una visión
compartida,
exige desarrollar destrezas intelectuales y afectivas.
La comunicación en esas empresas es, pues, fundamental, pero también lo es
que
la información llegue a todos los niveles, que las estructuras de poder
favorezcan la
colaboración y no impongan restricciones, que los participantes sepan
colaborar, venzan
los prejuicios, el amor propio, el afán de lucimiento, la ambición, la envidia. No
es
muy diferente lo que debería suceder en una familia. ¿Es que una organización
inteligente va a volver a todos sus miembros santos? No. Sólo tiene que
convencerles
de que la consecución de sus metas personales exige la consecución de una
meta
común.
Los seres humanos actuamos fundamentalmente por tres motivos. Hay
motivaciones
extrínsecas a la acción: por ejemplo, ganar dinero. Hay motivaciones
intrínsecas: disfrutar
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con la actividad, sentirse útil y eficiente, ser reconocido por el grupo, aumentar
el
propio poder. Hay, por último, una motivación transcendente: colaborar al
mejoramiento
de la sociedad, encuadrarse en grandes proyectos éticos.
Es posible que el lector lea esto último con una sonrisa de escepticismo. Sin
embar-
go, las empresas inteligentes saben que funcionan mejor si consiguen unificar
tres finalidades: Crear valor para los propietarios. Crear valor para los
empleados.
Crear valor para la sociedad. Comprender que esas tres metas son interactivas
es imprescindible para el éxito. A los accionistas les interesa cuidar los otros
dos
objetivos, porque van a repercutir en la cuenta de resultados. A los empleados,
también porque van a beneficiarse de ello. Y ambos van a encontrar un
suplemento
de sentido y de ánimo si saben que están colaborando en la aparición de un
mundo menos desastroso. Esto es una gran innovación en el mundo
empresarial.
Le pondré algunos ejemplos. Ingvar Kamprad, fundador de IKEA, una
multinacional del mueble, expuso así los objetivos de la empresa: «Los nuevos
productos y los buenos diseños sólo pueden ser costeados por un pequeño
grupo
de la población. Nuestra empresa ofrecerá una amplia gama de muebles con
un
buen diseño y funcionalidad y a unos precios tan bajos que la mayoría de las
personas puedan comprarlos”. El valor social que pretende es «facilitar una
vida
mejor para la mayoría de la gente». Los almacenes Sears durante y después
de
la Primera Guerra Mundial decidieron que su misión era convertirse en los
compradores expertos en favor de la familia americana. Una década después,
Marks and Spencer, de Gran Bretaña, se propuso ser representante del
cambio
social británico, rechazando definirse por la clase social de sus clientes. Fue
también después de la Primera Guerra Mundial cuando AT&T decidió que su
papel era asegurar un teléfono a cada familia americana.
No caeré en la ingenuidad de pensar que estas decisiones fueron
maravillosamente generosas. Las pongo como ejemplo de lo contrario. Para
conseguir sus propios fines la inteligencia personal se ve obligada a colaborar
con los fines de otros. En el campo político, por ejemplo, la democracia es el
mejor sistema que se nos ha ocurrido, una gran etapa en el vuelo de la
inteligencia. Pero puede ser más o menos inteligente. Por ejemplo, un voto
flotante,
que se decide de acuerdo con la marcha de los acontecimientos y no por sim-
patías o antipatías, es más inteligente que un voto cautivo que siempre vota al
mismo partido haga lo que haga. La democracia es, fundamentalmente, un
modo
de participar y de controlar el poder. Pero podría ser un modo conjunto de
resolver
problemas. El enfrentamiento por el poder podría ser sustituido por la
colaboración
en el poder. En un momento en que la clásica división entre poderes —
legislativo,
ejecutivo y judicial— se desdibuja por la excesiva fuerza de los partidos
políticos,
sería una muestra de inteligencia política que la sociedad reclamara la creación
de un partido estrictamente parlamentario, en cuyos estatutos figurara la
prohibición expresa de ejercer el poder. Su función sería, precisamente,
impulsar
la resolución del problema, favorecer la inteligencia política del Parlamento,
estudiar con independencia las medidas legislativas, presionar para que se
aceptasen las mejoras, estar en contacto con las preocupaciones sociales,
proponer
preocupaciones a la sociedad, transferir y distribuir información, ejercer una
crítica imparcial sobre el ejecutivo, explicar, explicar, explicar... y
pedir ex-
plicaciones. Realizaría así una bella tarea de pedagogía política.
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Gran parte de la inteligencia compartida se realiza a través de la comunicación
hablada.
Como recoge las dificultades y métodos de aprendizaje social, y también gran
parte de lo
que he dicho acerca de la inteligencia, voy a hablar del diálogo. Diálogo es una
bella palabra
que deriva del griego «logos», que significa, a la vez, «palabra» y «razón». Es
la búsqueda
compartida de la razón. Sólo mediante la conversación, que es un converger
hacia algo,
podemos establecer los lazos comunicativos. La palabra, que se reveló como
la base de la
inteligencia personal, se muestra también como fundamento de la inteligencia
social.
¿Por qué es, sin embargo, tan difícil entenderse? ¿Por qué nos
malentendemos con tanta
facilidad? ¿Por qué nos cuesta tanto debatir, convencer y dejarnos convencer?
Porque en el
diálogo intervienen todos los aspectos de la inteligencia: los intelectuales y los
afectivos: el
pasado, el presente y el futuro; las expectativas y los fracasos; el deseo de
comprender y la
necesidad de imponerse. Y también los sistemas de autodefensa, los
prejuicios, el miedo, los
sesgos afectivos. La dificultad de entenderse se da en todos los ámbitos,
incluso en la ciencia,
que parece dotada de una objetividad inasequible a las preferencias
personales. Recuerdo la
triste impresión que me causó, cuando era muy joven, leer la autobiografía de
Max Planck.
Planck fue uno de los grandes renovadores de la física, el inventor de la teoría
cuántica, que
ahora es universalmente aceptada, pero que fue desdeñada cuando apareció.
Afirmaba en
su libro que una teoría científica no se impone por sus argumentos, sino
porque una generación
de sabios muere y la nueva se educa ya en esas ideas. La rutina se
escandaliza ante la
novedad incluso en la ciencia. En todas partes cuecen habas.
La conversación, el diálogo, el debate, la comunicación dentro de una relación,
tienen un
aspecto interactivo, sistémico. Sólo se comprenden cuando se ven en su
totalidad, lo que es
difícil cuando se está metido en ese juego de ping-pong en que muchas veces
se convierten.
Por ejemplo, en los matrimonios mal avenidos las incomprensiones se
autoalimentan durante
las discusiones, o cuando uno acaba callándose y el otro se irrita por el
silencio. Estas disputas
se convierten en un intercambio monótono de mensajes circulares: «No hablo
porque estás
siempre de mal humor», «Estoy siempre de mal humor por que te callas».
«Estoy antipático
porque no haces más que protestar», «No hago más que protestar porque
siempre estás
antipático». «No te hablé nunca de mi trabajo porque nunca me preguntabas
por él y creí
que no te interesaba», «No te preguntaba porque nunca me hablabas de él y
pensé que te
molestaría que lo hiciera». Otras veces se crean situaciones envenenadas que
favorecen la
injusticia. Por ejemplo, si una persona se inhibe, la otra tiene que tomar la
iniciativa, con lo
que puede ser tildada de mandona.
Los psicólogos de la escuela de Palo Alto han estudiado brillantemente los
enredos
de la comunicación, y los han explicado en libros muy divertidos. En uno de
ellos,
Watlawick reproduce la conversación de un matrimonio que acude a su
consulta:
Marido:
—Una larga experiencia me ha enseñado que si quiero mantener la paz
en casa no debo oponerme a que las cosas se hagan como ella quiere.
Esposa:
—Eso no es cierto. Me gustaría que mostraras un poco más de iniciativa y
decidieras por lo menos algo de vez en cuando.
Marido:
—¡Por amor de Dios! Supongo que ahora se refiere a que siempre le
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pregunto qué es lo que ella quiere. Por ejemplo, ¿dónde te gustaría ir esta
noche?, o
¿qué te gustaría hacer este fin de semana? Y en lugar de comprender que sólo
quiero
ser amable con ella, se enoja.
Esposa:
(al terapeuta) —Sí. Lo que él todavía no comprende es que si una escucha
eso de «cualquier cosa que quieras hacer, querida, me parece bien» un mes
tras otro,
una comienza a sentir que nada de lo que una quiere le importa.
Para facilitar la educación de una inteligencia compartida haré un breve
repertorio
de los obstáculos que dificultan la comprensión, en situaciones especialmente
complejas,
dolorosas y destructivas: las familiares.
1.
Interpretamos las palabras sin darnos cuenta de que estamos interpretándolas.
Creemos percibir objetivamente «su verdadero significado», pero nunca
conocemos
directamente las intenciones de una persona, ni sus estados de ánimo.
Siempre estamos
descifrando señales. La comprensión es siempre una reconstrucción privada a
partir
de las pistas dadas públicamente por el lenguaje.
2.
Usamos nuestro propio sistema de códigos, nuestras creencias y prejuicios
para
descifrar dichas señales. Lo que dice una persona que nos resulta antipática, o
el
miembro del partido o del equipo o de la secta o de la religión contraria, lo
interpretamos
como un gesto de hostilidad o de empetacamiento.
3.
Mujeres y hombres suelen esperar cosas distintas del lenguaje. Una mujer
suele
pensar: «Una relación se mantiene mientras podamos hablar de ella.» Un
hombre
piensa: «Una relación se mantiene mientras no hablemos de ella.» (Lo que
acabo de
escribir es una simplificación tan caricaturesca que si alguien me pregunta
negaré que
lo he escrito. Se lo he dicho a ustedes off the record.)
4.
Toda comunicación es evaluada a la vez, y de manera entremezclada, en dos
planos: cognitivo y afectivo. En un plano podemos comprenderla y en otro no.
«Sé que
tienes razón, pero no me gusta lo que dices», podría ser el resumen coloquial
de esta
contradicción. Con frecuencia se mezclan los dos planos: ¿Si me amaras no
me llevarías
la contraria.» ¿Es sensata esta afirmación?
Podemos concluir que los fracasos en la comprensión, que son fracasos de la
inteligencia compartida, no son meramente intelectuales. Quienes cometen
estos errores
en sus relaciones íntimas pueden ser extremadamente perspicaces para
comprender
relaciones ajenas, lo que nos indica que en los malentendidos intervienen
aspectos
afectivos propios de la situación concreta. Muchas veces nos cuesta dar la
razón a otro
porque nos parecería una rendición. Necesitamos hasta tal punto sentirnos
seguros
que activamos múltiples sistemas de defensa. Es sorprendente y terrible hasta
qué
punto podemos engañarnos a nosotros mismos, racionalizar nuestras
preferencias,
buscar chivos expiatorios, cambiar nuestra entera concepción del mundo sólo
para
protegernos, justificarnos o salvarnos de la quema.
Son soluciones de urgencia, que cierran todas las heridas en falso y por las
que
alguien acabará antes o después pagando. No pasarían un estricto test de
inteligencia.
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La inteligencia compartida

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Después de tantos años y tantos vuelos, aún sigo emocionándome cuando un
avión
que ha despegado de una tierra nublada y oscura atraviesa las nubes y
emerge, como
si diera un gran salto, al cielo abierto y luminoso, y al sol. Por un instante me
parece
que la luz está siempre al alcance de la mano o, mejor, de los ojos. Pues algo
semejante
me pasa cuando pienso o hablo de lo que voy a hablarle. En este capítulo
termina mi
historia del gran vuelo. El hombre despegó del confuso mundo de la
naturaleza, de las
tierras sin ley y sin palabras, de las bellas y rutinarias estirpes animales, que
repiten sus
círculos vitales, cautivos como los jilgueros enjaulados, cantores de un cantar
ya sin
sentido.
He seguido a grandes zancadas la gran historia de la inteligencia,
apresuradamente,
como quien quiere llegar a la cima de un monte para ver un sorprendente
paisaje, y
en su camino desdeña recodos, plantas, las minúsculas hogueras sonoras de
los pájaros,
la profundidad misteriosa del follaje. Tenía prisa por contarle las últimas etapas
del
incansable vuelo. La aparición del gran proyecto de la inteligencia. Él va a dar
valor a
todo lo demás. Tenga el lector en cuenta que la inteligencia se mide por la
capacidad
de inventar proyectos y de resolver los problemas que su realización plantea.
Su valor
finalmente dependerá del valor, la dignidad, la brillantez del proyecto. Un
derroche
de eficacia para conseguir la depuración étnica, para alcanzar las propias
ambiciones
mediante el terror, o para desembarazarse de cinco millones de judíos
asesinados,
sólo puede llamarse inteligencia de una manera formal y vacía. Debemos
valorar la
capacidad para resolver problemas de acuerdo con la índole de los problemas
que
resuelve.
Los problemas más trascendentales para el ser humano se refieren a la
consecución
de la propia felicidad y de una convivencia digna. Ya sabemos que ambas
metas son
recíprocas. Las metas privadas sólo pueden alcanzarse dentro de unas
grandes metas
mancomunadas. La inteligencia capaz de acercarse a la felicidad sólo puede
desarrollarse
y ejercerse en una sociedad también inteligente. Una sociedad es inteligente si
resuelve
el máximo número posible de problemas que afectan a la felicidad personal. Ya
he
dicho que para conseguirla cada ser humano necesita introducir su individual
proyecto
dentro de un marco más amplio, cobijándolo en un proyecto de felicidad
conyugal,
familiar, social, al que nutre y del que se nutre, y donde pacientes corazones
innumera-
bles colaboran sin descanso en crear un orbe definitivamente apartado de la
selva.
Al estudio de estas trascendentales cuestiones se le ha llamado
tradicionalmente Éti-
ca. La conclusión de todo el argumento de este libro es chocante, o al menos
me lo
pareció cuando tropecé con ella: la gran creación de la inteligencia hu
mana es la ética.

El gran
proyecto
La inteligencia compartida
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A esta luz, la ética no tiene el torvo aspecto con el que se acostumbra
presentarla.
No es un repertorio de prohibiciones, deberes, obligaciones. Nada de eso. Es
un
brillante conjunto de soluciones y posibilidades. La ética es el gran proyecto
que la
inteligencia humana hace sobre sí misma. Un proyecto de humanidad
inteligente. Esta
aspiración no puede recrearse en su propia apariencia, extasiarse consigo
misma,
satisfecha como una bella muchacha ante un espejo. Tiene que jugar a favor
de cada
uno de nosotros, ha de satisfacer nuestros anhelos y aumentar nuestro poder,
nuestro
aliento, nuestro ámbito vital. Ha de ser capaz de seducirnos de forma
irresistible. ¿Es
esto posible? ¿Puede haber un proyecto que unifique la exuberancia terrible de
los
deseos?

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Creo que sí. La inteligencia creadora puede forjar una idea de ser humano que
todos podamos reconocer como una posibilidad querida. Puede diseñar una
órbita
que no queramos abandonar, un modo de vida que echemos en falta cada vez
que lo
perdamos, un proyecto que pueda ser aceptado como bueno por cualquier
inteligencia
en pleno uso de sus facultades.
La más elemental formulación de este proyecto sería: Todo ser humano
considera
bueno tener derechos. Sólo las bestias, aunque tengan forma humana,
desearían que
nada protegiera a los débiles. Tal vez me equivoque, pero veo con total
evidencia que
las desventuras de las morales proceden de dos afirmaciones erróneas,
aunque
bienintencionadas. La primera mantiene que el concepto moral fundamental es
el
deber y no el derecho. La segunda defiende que se nace con derechos como
se nace
con pulmones. Ninguna de las dos afirmaciones es verdadera, y como los
errores
acaban pasando la factura, ahora estamos pagando tal equivocación.
Me parece grave, irresponsable e indignante que la noción de “derechos”, que
fundamenta nuestra convivencia y que designa la realidad más innovadora y
grandiosa
inventada por la inteligencia humana, no se enseñe en la escuela. Los alumnos
tienen
que aprender lo que es la calcopirita o cómo se reproducen las arañas, pero
ignoran
todo del azaroso proyecto en que están integrados. Luego nos quejamos de
que se use
mal la palabra, de que se hable mucho de derechos y menos de deberes, de
que la
gente se tome a risa los derechos humanos. Deberíamos empeñarnos en una
insistente
pedagogía de los derechos que explicara a todos los ciudadanos la grandeza
del
proyecto gracias al cual viven como viven. Por mí al menos que no quede.
Quiero
explicarle a uña de jaca lo que es el derecho. Derecho es un poder simbólico
que nos
permite alcanzar cosas que no podríamos conseguir con nuestras propias
fuerzas.
Amplía, pues, nuestro campo de acción, nuestras posibilidades. Cuando digo
que tengo
derecho de propiedad sobre mi casa, quiero decir que voy a poderla mantener
aunque
mi vecino la codicie y sea más fuerte.
Me interesa mucho explicarle esto con claridad, porque lo tenemos tan cerca,
nos
parece tan natural, que nos cuesta comprender su excepcionalidad. El derecho
es un
poder que no se funda en la propia fuerza del sujeto. Es la gran revolución
contra la
naturaleza. Es un poder simbólico que se opone al poder físico. Una fantástica
novedad.
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¿Qué entiendo por un poder simbólico? Es el que se posee como signo de un
poder
efectivo. El marido que pega a su mujer está ejercitando un poder físico. La
mujer que
presenta una denuncia para que la protejan de su marido está ejercitando un
poder
simbólico, aunque eficiente. Su derecho le permite exigir ayuda.
Le pondré otro ejemplo. El poder adquisitivo del dinero es simbólico y, sin
embargo,
produce efectos reales. El dinero no es un bien real—nadie disfruta poseyendo
unos papelillos
mugrientos—, sino un bien simbólico. Fabricar un billete cuesta unos céntimos,
pero ese
mismo billete puede valer diez mil pesetas, porque confiere a su poseedor la
facultad de
comprar por esa cantidad. ¿Se ha parado a pensar por qué esos papelitos
valen lo que
valen? Porque la gente va a aceptarlo como medio de pago por ese valor. Si el
lector
decidiera imprimir sus propios billetes no valdrían nada porque nadie los
querría. Es decir,
todo el sistema monetario está basado en un sistema de aceptación mutua. En
vez de cambiar
un cuarto de vaca por treinta gallinas, utilizamos unos papelitos que
representan diferentes
valores simbólicamente: mil pesetas, cinco mil pesetas, etc. En conclusión, el
dinero es dinero
por la confianza recíproca en que todo el mundo va a aceptar esa moneda
como encarnación
de un poder de compra. Cuando en un país se desconfía de una moneda,
nadie quiere
recibirla. Su valor está basado en esa confianza, en esa fe que tenemos en
que los demás
también van a aceptarla. Por eso se llama «dinero fiduciario», dinero basado
en la fe.
Los poderes simbólicos, irreales pero eficaces, son una creación de enorme
originalidad
porque alteran radicalmente el régimen de fuerzas que opera en la naturaleza.
Bajo la ley
de la selva, el fuerte se come al débil. Como señaló Hegel, «el derecho de la
naturaleza es
la existencia de la fuerza y la imposición de la violencia; y un estado de
naturaleza es un
estado de violencia e injusticia, del que no se puede decir nada más verdadero
sino que hay
que salir de él».
Es fácil predecir en qué consistiría una vuelta a la naturaleza, si es que
semejante afir-
mación tuviera algún sentido: en reinstaurar el poder real, el derecho de la
violencia. No es
ése el camino que nos corresponde caminar. Nuestra naturaleza nos incita a
sobrepasar la
naturaleza, por eso nuestros derechos no son naturales. Son extra-naturales.
No son nada
común ni obvio, son extraordinarios. Cada uno de ellos es una prodigiosa
transgresión de las
leyes de la gravedad. Nos mantienen en vuelo mientras los mantenemos en
vuelo.
La afirmación de los derechos no parece resolver los problemas porque, al fin y
al cabo,
me gusta tener derechos porque me benefician a mí. Son una consagración del
egoísmo.
Puedo quererlos para mí, pero molestarme que los tengan otros. Éste es el
punto decisivo.
Aquí desemboca todo lo que he estado diciendo en este libro. Es la cima
donde detener
momentáneamente el vuelo. En la noción de derecho se articula la inteligencia
personal y la
inteligencia social, los intereses privados y los intereses de la colectividad.
Necesito que
comprenda esta idea, porque sólo ella puede ampliar nuestro futuro. Intentaré
explicársela
lo mejor que pueda.
Todos reclamamos derechos. Tenemos derecho a la vida, a la educación, a no
ser per-
seguidos, a la propiedad de nuestros bienes, a la libertad, y a muchas cosas
más. Al admitir
y reclamar los derechos hacemos sin darnos cuenta una afirmación de gran
importancia.
Los derechos son un poder de actuar, de disponer, que no se basa en una
fuerza del propio
sujeto. Una persona tiene derecho a la educación si va a poder ir a la escuela
aunque no
tenga dinero para pagarla. Habrá que buscar entonces otra energía que
mantenga y haga
posible tan notable poder. ¿De dónde puede provenir esa fuerza que va a
conceder eficacia
La inteligencia compartida
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a los derechos? Sólo puede venir del reconocimiento activo de la comunidad.
Por ello, el
mundo del Derecho no consagra el egoísmo, sino la solidaridad. Sólo los
demás pueden
conferirme la energía para poder alcanzar aquellos bienes que exceden de mis
fuerzas.
Cuando digo que tengo derecho a la vida, no me refiero a mi deseo de vivir:
eso no es un
derecho. Ni a mi poder físico para defenderme: eso tampoco lo es. Si lo
admitiéramos
estaríamos bajo la ley de la selva. Los derechos a que aspiro son un anhelo
privado, una
codiciada ampliación de mi propiedad y mi poder, pero que, como necesitan el
reco-
nocimiento activo de la comunidad para existir, no me permiten encerrarme en
mí mismo
sino que me lanzan fuera de mí. Tengo que contar con los demás para disfrutar
de mis
derechos. Le dije que algunos proyectos personales sólo podían realizarse
integrándose en
proyectos comunes, mantenidos por la inteligencia social. Los derechos son
uno de estos
fines comunes que no podríamos alcanzar por nuestra cuenta, porque se
basan en una
reciprocidad universal.
Ésta es la razón de que parezca falso y peligroso hablar de derechos naturales
o decir
que nacemos con derechos. El orbe de los derechos es una construcción de la
inteligencia
humana convertida en legisladora y que, mal que bien, lleva funcionando en
algunos países
desde hace siglos. Su eficacia hace que nos olvidemos de que esa estructura
no se mantiene
sola. Nadie está amparado por los derechos si está fuera de la órbita de los
derechos. Si en
el mundo civilizado sucede así, si el criminal está protegido por el mismo
derecho que ha
conculcado, no es porque nadie se lo deba, sino tan sólo por la generosidad de
los que
permanecen en la órbita ética, manteniéndola en vuelo. Son ellos los que están
dispuestos a
afirmar la dignidad de todos los miembros de la especie humana, aunque
resulten
perjudicados al hacerlo, porque creen en la grandeza y necesidad del proyecto.
Si un
terrorista se sale del sistema de reciprocidades, mata y luego, al ser detenido,
reclama sus
derechos, hay que decirle que no ha cumplido con su parte del gran pacto de
los derechos,
que ha intentado hacernos volver a todos a la selva, y que «le concedemos
derechos» porque
estamos empeñados en mantenernos en ese mundo nuevo que pretendemos
construir lejos
de la selva. Me hubiera gustado contarle el deslumbrante proceso de
construcción de este
mundo, un proceso que es nuestra verdadera historia, nuestro gran vuelo, y no
las minucias
que se cuentan en las historias al uso, pero quedará para el próximo libro, se lo
prometo.
Estamos creando un modo nuevo de vivir. Una nueva especie. La gran
innovación en el
universo. El esfuerzo por construir la dignidad humana es lo más hermoso,
noble y útil que
hemos inventado. Nuestra más clara posibilidad de ser felices. Desde esta
convicción volvamos
a nuestro proyecto de inteligencia. El mejor modelo de inteligencia concebible
será aquella
que se comprometa más esforzada, creadora, generosa, eficazmente a la
edificación de
esa gran posibilidad.
El gran vuelo de la inteligencia, precario y magnífico, continúa. La selva sigue
lejos y
cerca de nosotros. El ser humano, inventor de la grandeza, es también inventor
de la
crueldad más refinada. ¿Hacia dónde irá la historia? De nuestra inteligencia
personal, de
nuestra perspicacia y ánimo, dependerá que siga ascendiendo o que se
desplome. Las
águilas tienen un vuelo alto y poderoso, pero cualquier cazador furtivo puede
abatirlas con
un disparo. También los cazadores furtivos de nuestro corazón, la mezquindad,
el egoísmo,
los malos sentimientos, saben disparar certeramente.
Al principio del libro le decía que todos tenemos que decidir si colaboramos en
la am-
plitud del vuelo o preferimos ser lastre. Le cedo la palabra. Ahora le toc

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