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Lado B

Apuntes de la cuarentena (II)


Luis Aceituno
laceituno@elperiódico.com.gt

Más que ‘Contagio’, ‘Soy leyenda’ o ‘Doce monos’, la película


que he tenido en la cabeza durante estos días de cuarentena,
es ‘El Puente de Casandra’ (‘The Cassandra Crossing’, 1976)
de Georges P. Comatos, un especialista en el aquel
subgénero setentero llamado “cine catástrofe’. Este director
de origen griego había realizado antes filmes nada
memorables como ‘Masacre en Roma’ y luego, aliado a
Sylvester Stallone, ‘Cobra’ y uno de los episodios de ‘Rambo’.
‘El puente…’ es su mejor producción, ya que contaba nada
menos que con el dinero de Carlo Ponti, que como buen
italiano gustaba del espectáculo apoteósico. El mayor
atractivo es el de haber juntado en una cinta de la “serie b”
(entretenimiento puro), un reparto extraordinario: Sofía Loren,
Richard Harris, Ava Gardner, Burt Lancaster, Martin Sheen,
Lee Strasberg… El argumento, acusado de inverosímil e
ingenuo en aquel entonces, hoy puede sonarnos
premonitorio: Un terrorista infectado por una bacteria
altamente mortal se embarca en un tren, exponiendo a todos
los pasajeros. Un coronel del ejército y un médico se hacen
cargo de la situación, pero fracasan y la infección se extiende
a la mayoría de los tripulantes. Intentan entonces reconducir
el tren en dirección al Puente de Casandra donde deberá
desaparecer, para salvar a la humanidad del virus. Para
impedir que el tren se haga posta con todos adentro, los
guionistas encuentran una cura milagrosa en el último
momento, que es tan simple como el aire puro, y así todos
llegan a su destino sanos y salvos. Me pregunto: Y si el tren
fuera este sistema, condenado a la extinción, en el que
estamos atrapados y nosotros, por supuesto, los pasajeros
¿nos salvará el aire?
****
Durante estos días me la paso discutiendo mucho,
demasiado diría, con mi padre. Murió hace ocho años, pero
se me aparece de repente, a cualquier hora del día, y me
recuerda que él fue el director del pabellón de tuberculosos
en el hospital de la Antigua durante dos décadas o más. “La
plaga no era el vacilo de Koch, sino el hambre -me explica-,
así que yo los ingresaba, para que al menos pudieran tener
tres tiempos de comida”. En los años sesenta aún se podía
alimentar enfermos en los hospitales. Entre los recuerdos que
guardo de niño, está el olor al desinfectante con el que él se
lavaba las manos. La tuberculosis fue la peste de mis años de
infancia. En la Antigua existía también el “Infantil”, un
pabellón para niños infectados con la enfermedad. Estaba en
los restos de lo que había sido El Manchén, un elegante
hotel de principios del siglo XX, donde una noche murió el
presidente Lázaro Chacón. Mi primo y yo íbamos por la
tardes a la Calle Ancha a comprar el pan. Pasábamos
siempre frente a este hospital y detrás de los grandes
ventanales mirábamos a los niños fisgoneando hacia el
exterior. Vestían unos camisones de manta blanca y
percudida y tenían la cabeza rapada. Una vez hablamos con
uno de ellos y nos dijo que le gustaba la música de los
Beatles. Al regresar a la casa, se lo contamos a mi mamá y
esta, en el acto, nos desnudó, nos metió a la ducha y estuvo
largo tiempo frotándonos con un pashte que después quemó.
Fue hasta hace dos o tres días, que me atreví a contarle la
anécdota a mi papá.

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