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EL TEATRO DE LA CRISIS

Algunos datos dispersos y varias hipótesis sin mayor fundamento

Alberto Fernández Torres

Hace alrededor de un año, se esparció por algunos medios del sector la especie de

que la crisis no estaba afectando especialmente al teatro. Se comentaba que los datos

estadísticos disponibles no reflejaban caídas significativas en los conceptos económicos

fundamentales del mercado teatral. Y se aventuraron algunas hipótesis acerca de los

motivos por los cuales este sector podría estar en mejores condiciones que otros para hacer

frente a la difícil situación económica.

Confieso que recibí con notorio escepticismo esos comentarios. Y, con la

suficiencia de quien no se juega demasiado en el envite, pensé para mi capote que, en

primer lugar, era simplemente imposible que una crisis profunda, que comenzaba a dejar

una huella brutal en el desempleo y en la evolución del consumo privado, no tuviera

ningún reflejo sensible en el mercado teatral, por rarito que éste pueda parecer; y, en

segundo lugar, que posiblemente fuera entonces un poco pronto para que el “efecto

dominó” de una crisis generada en las más sórdidas catacumbas del sector financiero, con

la impagable colaboración dolosa de la “industria del ladrillo”, se dejara sentir con rotunda

claridad en los lugares más recónditos del sistema económico.

Por todo ello, la invitación de la ADE a hacer una intervención sobre teatro y crisis

despertó en mí la bestia económica (o el economista bestia, vaya usted a saber) que uno

lleva dentro, y me felicité de la ocasión que ello me brindaba para corroborar o refutar mis

hipótesis iniciales. Por consiguiente, fiel al comportamiento espontáneo de todo

economista que se precie (de ser convencional), traté ingenuamente de abalanzarme sobre

los datos estadísticos para llevar a cabo tan noble propósito.

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Pues sí, se nota la crisis

Y digo que traté ingenuamente, porque apenas hubo forma. No hay datos. O, al

menos, no hay datos suficientes. En medio de la era de Google y de Youtube, del online y

de los blogs, del Facebook y del Twitter, el sector teatral español sigue sin disponer de

estadísticas razonablemente actualizadas y fiables, de origen institucional, que llevarse a la

boca. Es más, la situación es ahora peor que antaño. El último Anuario de la SGAE es del

año 2006 y las últimas estadísticas disponibles en la web del Centro de Documentación

Teatral sobre los mercados de Madrid y Barcelona, amén de incompletas, sólo llegan a

2007.

¿Es tan complejo nuestro sector como para explicar esta especie de afasia

estadística (que, constituye, por otro lado, uno de los síntomas más ridículos de su

incapacidad para parecer un sector económicamente maduro)? Pues igual no, porque

resulta que una entidad totalmente privada, como es la Asociación de Empresas de Teatro

de Cataluña (ADETCA), no ha encontrado problemas insuperables a lo largo de los

últimos siete años para ofrecer datos actualizados sobre la evolución de la temporada

teatral en el segundo mercado teatral de España. Entre usted en su web y verá cifras de

hasta agosto de este año.

La dimensión y variedad del mercado barcelonés son motivos suficientes para

sostener que sus cifras son significativas respecto del conjunto del sector teatral español.

Y éstas nos dicen que el número de localidades vendidas en la temporada 2008-2009

fue un 0,6% menor que el de la temporada anterior; y que, entre ambas temporadas, se

produjo una caída del 7% en los ingresos y un descenso de casi 5 puntos en el nivel de

ocupación medio del aforo disponible, lo que sugiere una mayor afectación en los

espectáculos de mayor formato y precio.

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Es cierto que, en el otoño de 2008, cuando surgieron esas voces que advertían de

la escasa incidencia que la crisis tenía en el sector, las variaciones mensuales

experimentadas por ese mercado fueron incluso positivas; pero el trimestre invernal fue

dramático, con caídas mensuales de hasta el 23% en el número de localidades vendidas

y del 37% en los ingresos.

Habrá quien piense que una caída del 7% en la cifra de negocio tampoco es tan

tremenda si se compara, por ejemplo, con el descenso del 20% del índice de producción

industrial que se ha registrado a escala nacional. Y que, al fin y al cabo, con crisis y

todo, los datos económicos de la temporada teatral 08/09 de Barcelona, aunque peores

que los de la temporada anterior, se sitúan por encima de los de las temporadas 05/06 y

06/07.

Sin embargo, ese 7% también podría ser comparado, esta vez muy

desfavorablemente, con el 4% de descenso que ha experimentado el mercado del libro o

con el 4,1% de caída (la mayor de la historia) que registrará el consumo privado total de

España en el presente ejercicio.

En todo caso, la traducción gráfica de los datos de ADETCA a lo largo de los 24

meses que van de septiembre de 2007 a agosto de 2009 no ofrece dudas: la línea de

tendencia descendente es muy acentuada.

La pregunta que realmente importa

Conviene poner un poco de sordina a tanto ruido economicista. Al fin y al cabo,

siguiendo una manía muy habitual del pensamiento económico, no hemos hecho más

que aislar dos variables (estancamiento de la venta de localidades y caída de los

ingresos) para deducir de ahí los efectos de la crisis. Pero en la evolución de la demanda

teatral también influyen otros factores ¿Y si todo se debiera a que en la temporada 08/09

no ha habido tantos espectáculos “de tirón” como en la anterior? ¿Por qué nos parece

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tan revelador el descenso en un 23% del número de localidades vendidas en diciembre

de 2008 y no concedemos la misma relevancia a los incrementos del 25% y 21% de

junio y julio de 2009, salvo por la mayor volatilidad que muestra habitualmente el

mercado teatral en los meses de verano? Cierto que Barcelona es un mercado muy

importante, pero “sólo” representa en torno al 20% de un mercado total que muestra

comportamientos a veces muy dispares según las distintas zonas geográficas ¿No habría

que tener datos de otros ámbitos territoriales para extraer conclusiones definitivas? Y,

en especial, ¿no es curioso que un sector tan supuestamente vulnerable desde el punto

de vista económico no se haya visto simplemente devastado por una crisis de tamaña

envergadura?

Seamos, pues, prudentes. Y aceptemos ― aunque esto no sea más que una

hipótesis ― que “algo” excepcional debieron detectar algunos profesionales muy

experimentados del sector cuando dedujeron de los datos del otoño de 2008 ― aunque

de manera harto apresurada ― que la crisis estaba pasando por él como el ángel por las

casas de los israelitas durante la última plaga de Egipto. Al calor de esta hipótesis,

formulemos de otra manera nuestra última pregunta, que es seguramente la de mayor

interés para el futuro: ¿hay motivos para suponer que el mercado teatral español tiene

características propias que le han amparado del riesgo de que los efectos de la crisis

tuvieran sobre él consecuencias irremediables?

A partir de este momento, el análisis económico basado en modelos y datos

estadísticos tiene que dejar paso a otro tipo de enfoque menos cuantitativo, pero

posiblemente más útil, porque lo que nos debe importar no es tanto el mero

conocimiento de lo que ha pasado, sino la detección de fenómenos que exigen solución

de cara al provenir.

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Para ello, nos fijaremos en algunos rasgos muy acusados de los

comportamientos que se perciben en nuestro mercado.

Los económicamente fuertes

El primero de ellos tiene que ver con algunos de los factores que, de acuerdo

con las encuestas disponibles, guardan estrecha relación con la asistencia al teatro.

Señalan esos datos que, en términos generales, hay una fuerte correlación entre

el nivel de renta disponible (o, también, el nivel de ingresos familiares) y el gasto en

cultura; y, aunque correlación no es lo mismo que causalidad, la vinculación entre

ambos conceptos es lo suficientemente lineal y el nivel de correlación lo suficiente

elevado como para concederle algún crédito al respecto. Señalan también esos datos que

la asistencia y, sobre todo, la frecuencia en la asistencia al teatro se incrementan de

manera muy acentuada cuanto mayor es el nivel de estudios e ingresos, así como con la

edad de mayor rendimiento laboral de los espectadores (lo que frecuentemente viene a

ser lo mismo).

Así pues, si tenemos en cuenta, por un lado, que la crisis se ha cebado de manera

más intensa, como es habitual, en los sectores de población con rentas más bajas y, por

tanto, con menos hábito de consumo cultural; y, por otro, que los sectores de mayores

ingresos y, por tanto, mayor consumo cultural son también los más resistentes a la

crisis, entonces es razonable colegir que la composición sociológica de la demanda

teatral supone probablemente un factor de moderación frente a los efectos potenciales

de la crisis sobre el sector.

En segundo lugar, y de manera harto relacionada con lo anterior, conviene

recordar que, para buena parte de esos sectores sociales, el consumo de servicios

culturales no es sólo una elección de ocio y placer, sino incluso una seña de identidad.

Sin duda, aunque se vean menos afectados por la crisis, es más que probable que dichos

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sectores hayan aplicado restricciones a su consumo cultural, siquiera sea por el habitual

efecto de emulación, pero no hasta el extremo de reducirlo a la nada, salvo en casos de

extrema necesidad.

Por consiguiente, una hipótesis plausible es que hayan recortado ese gasto de

manera simétricamente porcentual en todas sus elecciones de ocio, pero no que hayan

decidido modificar drásticamente la estructura de ese gasto. Dicho de otro modo, es más

fácil e intuitivo que hayan decidido reducir su consumo en un (pongamos) 15% en todas

sus elecciones de ocio y no que hayan optado por (pongamos de nuevo) cancelar todo su

gasto en libros manteniendo al mismo tiempo el 100% de lo que gastaban habitualmente

en cine.

De ser cierto, ¿cómo habría afectado esto al consumo teatral? Pues, en realidad,

bastante bien. Recordemos que, con liberal generosidad, las encuestas disponibles

suelen calificar de aficionados al teatro, por lo general, a aquellos ciudadanos que

acuden a los espacios escénicos unas cuatro veces al año. Es decir, que nos estamos

refiriendo a una práctica de ocio más extendida que intensa, más discrecional que fiel.

Así las cosas, puede de nuevo inferirse que la frecuencia relativamente baja de la

asistencia media al teatro es, en el fondo, un factor de moderación respecto de la crisis.

Es más fácil que un ciudadano recorte más sensiblemente su gasto en los hábitos de

consumo que repite con mayor frecuencia; y no que lo haga (por falta de “margen”

suficiente) en aquellos a los que no está dispuesto a renunciar del todo, aunque los

ejecute de manera más excepcional.

Una demanda simulada

En tercer lugar, la demanda del mercado teatral español se encuentra muy

mediatizada desde el punto de vista de su formulación económica. Nos referimos a que,

en el límite, la programación de una gran parte de los espacios públicos ― en particular,

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los de propiedad municipal, que suponen un porcentaje muy alto de la oferta total y un

porcentaje abrumador de la misma fuera de Madrid y Barcelona ― puede hacerse

significativamente al margen del comportamiento real de esa demanda.

Un muy elevado número de espacios de propiedad municipal contratan

espectáculos en función del compromiso de tener que cubrir unos determinados días de

programación y aplican a ellos precios más bien “políticos”, con lo que el efecto de

éstos sobre la demanda, incluso en fases de recesión económica, se amortigua

sensiblemente por falta de correspondencia real con los costes.

Así las cosas, la demanda efectiva de esos espacios no guarda apenas relación

directa con el mayor o menor deseo de los ciudadanos por acudir a los espectáculos o

con su mayor o menor disposición a asumir el coste real de los mismos, sino con la

decisión de esos espacios de mantener o no el mismo nivel de contratación.

A riesgo de ser impertinentes, señalemos que la capacidad de los gestores

municipales para (digamos) aplazar liberalmente el pago de las contrataciones

efectuadas, como hacen por otro lado con un elevado número de servicios encargados a

terceros, les permite seguir “tirando con pólvora del rey” y no trasladar a su ritmo de

contratación el menor dinamismo real de la demanda.

Observe el lector que, en el fondo, el efecto es el mismo en el caso de los

Ayuntamientos que deciden aplicar una honesta austeridad y reducir el número de

contrataciones porque la necesidad de contener los presupuestos no les permiten

pagarlas: la demanda de espectáculos se estaría contrayendo en esos municipios, pero

no porque el público potencial hubiera decidido no acudir al teatro, sino porque quienes

hacen posible la contratación de espectáculos habrían decidido no seguir tirando “con

pólvora del rey”.

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La experiencia reciente de un buen número de agentes privados del sector es

terminante. Hay quienes opinan que el mayor efecto de la crisis es que, aunque los

ayuntamientos siguen contratando espectáculos a ritmo más o menos parecido que

antes, simplemente aplazan “sine die” el pago de las contrataciones, con lo cual no se

genera en los agentes privados un problema de “subdemanda”, sino un “problema

financiero” (una manera fina de decir que no les pagan), lo cual es aún más grave.

Más sobre financiación

En cuarto lugar, insistamos un poco más en el aspecto financiero. Una parte muy

sustancial de la actividad teatral se financia mediante recursos públicos, los cuales, a su

vez, son asignados con cargo a presupuestos aprobados de manera periódica. Dada la

rigidez que muestran por lo general las administraciones públicas a la hora de adaptarse

a los cambios que se producen en la coyuntura económica, bien pudiera ocurrir que en

nuestro caso se reprodujera un fenómeno bastante habitual en economía, que es el efecto

pernicioso de los ajustes a destiempo.

Tratemos de explicarlo en pocas palabras. Supongamos que comienzan a

manifestarse síntomas inequívocos de crisis económica. Supongamos que hay un

partido en el Gobierno que, por motivos políticos, esencialmente electorales, decide

cerrar los ojos, negar la mayor y no adoptar medidas. Supongamos que, una vez

desatada la crisis, los hechos van mucho más aprisa que la capacidad de adaptación de

una maquinaria administrativa cuyos presupuestos no habían sido preparados a tiempo

para semejante tarea. Supongamos que, por ello, esa maquinaria administrativa

reacciona vía presupuestaria con un claro “décalage” respecto de la evolución real de la

crisis…

Si todo esto ocurriera ― pero, claro, es sólo una suposición ―, bien podría pasar

que una actividad cuya financiación dependiera fuertemente de recursos procedentes los

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presupuestos públicos, como es la teatral, no notara inicialmente los efectos de la crisis

en las fase de arranque e intensificación de la misma. Sin embargo, una vez que esos

presupuestos se ajustaran violentamente y con retraso a los condicionantes de la crisis,

ese sector sí que lo notaría, pero con el riesgo de que eso se produjera incluso en el

momento en el que los efectos reales de la crisis en el conjunto de la economía

tendieran amortiguarse. De ser así, el ajuste presupuestario (por indeseable que fuera en

cualquier circunstancia, salvo por razones de eficiencia) podría producirse no cuando

era económicamente comprensible (inicio y desarrollo de la crisis), sino con retraso; y

podría extenderse después hasta el momento en el que resultara económicamente más

perturbador (fase final de la crisis e indicios de recuperación en el mercado).

En definitiva, la incapacidad de adaptación rápida de los presupuestos públicos a

la marcha de la economía real funcionaría como amortiguador de los efectos de la crisis

sobre el sector en la fase inicial de la misma, pero agravaría y extendería sus

consecuencias incluso en el momento en el que la economía, y por ende el mercado,

empezara a reactivarse.

Para finalizar el recuento de factores moderadores, mencionemos brevemente un

último aspecto: de acuerdo con un estudio encargado por la Red Española de Teatros,

Auditorios y Circuitos de Titularidad Pública y presentado en Escenium 2008, no llega

a un 20% el número de compañías teatrales censadas que mueven un presupuesto de

más de 50.000 euros anuales; y más de la mitad se sitúan por debajo de los 25.000

euros. Si hacemos caso de estos datos, y salvo que admitamos la existencia de un

número mareante de proyectos unipersonales (lo que también sería revelador), resulta

del todo impensable que los integrantes de las compañías con menos recursos puedan

subsistir dedicándose al teatro a tiempo completo. Por fuerza, han de obtener recursos

procedentes de otro tipo de actividades más o menos relacionadas. Y es bien sabido que

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el denominado “trabajo a tiempo parcial”, sin ser precisamente una situación envidiable,

suele ser un factor enmascarador de las crisis.

Una dolorosa paradoja…

Por consiguiente, una aplicación chabacana de la economía conductista a nuestro

caso permitiría identificar algunos factores que podrían estar operando como

moderadores de los efectos de la crisis sobre el sector. Pero lo curioso, y lo inquietante,

es que tales factores no serían el resultado de las fortalezas del sector, sino de algunas

de sus más arraigadas debilidades, a saber: la acentuada concentración de la demanda en

los ciudadanos de mayores ingresos (lo que atenta seriamente contra la deseada función

social y democratizadora del teatro), la menor frecuencia relativa en la asistencia a los

espectáculos escénicos (lo que es un índice de baja fidelidad por parte del público), la

extraordinaria dependencia respecto de los recursos de origen público (con la

consiguiente minimización del papel del mercado y de la demanda real) y el

minifundismo (lo que es reflejo del débil nivel de consolidación y estabilidad

empresarial del sector).

A mayor abundamiento, la aparente transmutación de las fortalezas en

debilidades (o al contrario) no es la única paradoja que se ha puesto de manifiesto en el

entorno actual. Tenemos, por un lado, una crisis que constituye la mayor preocupación

social del país, referente obligado en los medios de comunicación y tema normal de

conversación en corrillos, tertulias y barras de bar de toda suerte y condición. Tenemos,

por otro, una práctica artística que se caracteriza (se dice, decimos) por su capacidad

para reflejar con rapidez y agudeza el pulso social, para llevar a un tablado los sucesos

más actuales, para representar “las leyes del universo”…

Es posible que, dentro de 30 ó 40 años, quienes estudien la oferta teatral de

nuestros días adviertan con claridad las huellas que dejó en ella aquella impresionante

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crisis del 2008. Es posible. A nosotros, seguramente, los árboles no nos dejan ver el

bosque y los espectáculos individuales nos impiden apreciar la profunda naturaleza del

conjunto. Pero hemos de admitir que, si uno repasa con atención, por ejemplo, la

cartelera madrileña de los días en los que estas líneas son escritas, sólo con un ejercicio

de imaginación francamente voluntarioso se puede tener la impresión de que el teatro

español está reflejando en estos momentos en sus espectáculos la situación de crisis y

ayudando a que los ciudadanos reflexionen sobre ella y sobre sus efectos.

El síntoma es desalentador. Aparentemente, al menos en términos generales, el

“teatro de la crisis”, es decir, el teatro que se produce y se estrena en medio de la crisis,

habla de todo menos de la propia crisis (dejemos al margen los monólogos cómicos

importados de la televisión que se representan en algunos espacios no convencionales).

Daría la impresión de que hubiera asumido, incluso en sus manifestaciones de mayor

calado, la responsabilidad de distraer al público de semejante disgusto. Cierto es que

hay en la cartelera espectáculos que abordan cuestiones que son todo menos banales y

que forman también parte de nuestro presente social e histórico. Pero de la crisis, que es

el tema social de mayor importancia, hasta el punto de haber cuestionado los

fundamentos del sistema social y económico, ni palabra.

…y otra más

Es una especie de “tancredismo” que funciona como metáfora estética de otro

“tancredismo” no menos desalentador. Se suele decir, con su poco o mucho de cinismo,

que las crisis económicas “valen” para provocar reformas fundamentales en los sectores

afectados; que sus efectos profundos y las urgencias que generan son el “mejor

impulso” para que los agentes económicos adopten medidas radicales encaminadas a

solucionar los principales problemas estructurales que afectan a su sector.

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No parece que en nuestro caso vaya a ocurrir nada de eso. Todo hace pensar que

los responsables de la política teatral de las diferentes administraciones públicas y la

mayor parte de los agentes privados, al menos hasta el momento, han optado por dejar

que pase el ángel exterminador y contar después pacientemente los cadáveres.

No diremos que se estén dedicando a no hacer nada. Muy al contrario. Bastante

tienen ― especialmente los segundos ― con tratar de capear el temporal. Pero sí que no

están haciendo, por lo general, nada diferente que no hubieran hecho hasta ahora. No se

advierten iniciativas instituciones de nueva naturaleza, ni cambios sustanciales en las

formas de contratación, ni modificaciones en el sistema de financiación mediante

recursos públicos, ni propuestas normativas de diseño innovador, ni la creación de

mesas sectoriales orientadas a aunar esfuerzos frente a la crisis, ni acuerdos para

interconectar aún más las redes territoriales, ni reorientación alguna en las políticas

teatrales, en los criterios de programación de los espacios o en la línea de trabajo de los

centros de titularidad pública…

Conviene no reducir esta incapacidad de reacción a la mera anécdota. El sector

teatral corre el riesgo de enviar a la sociedad española, una vez más, el mismo mensaje

que, salvo proyectos individuales muy loables, le viene mandando desde hace años: que,

cuando ocurren acontecimientos de gran calado social, ni está, ni se le espera. Ni los

representa para cumplir mejor su función social, ni los aprovecha para fortalecer sus

estructuras. Simplemente, espera a que pasen de largo…

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